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CONfines de relaciones internacionales y ciencia política

versión impresa ISSN 1870-3569

CONfines relacion. internaci. ciencia política vol.1 no.1 Monterrey ene./jun. 2005

 

Artículos

 

Ética y política en la sociedad democrática

 

Ethics and Politics in the Democratic Society

 

María de los Ángeles Yannuzzi*

 

* Universidad Nacional de Rosario, Argentina. Correo: yannuzzi@ciudad.com.ar

 

Resumen

La relación entre ética y política en la democracia moderna no deja de ser tensa y peligrosa, ya que esta última introduce un fuerte relativismo moral que, si bien permite la coexistencia en un plano de igualdad de las distintas concepciones propias de toda sociedad compleja, no puede ser sostenido en el campo de la política. Es aquí cuando el poder, al penetrar la dimensión ética, introduce en ella la más grande distorsión, ya que el discurso de la ética se convierte en una mera forma de justificación del poder. Esto es lo que hace que la constante tensión entre ética y política nunca tenga un modo único o, incluso, satisfactorio de resolución. Sólo la implementación de una lógica argumentativa que parta del reconocimiento de la precariedad y ambivalencia que se entabla en la relación entre ética y política puede servir de resguardo ante aquellas distorsiones que, en nombre de la primera, planteen el riesgo de cercenar desde el poder del estado los espacios de libertad.

 

Abstract

In this article I argue that the relationship between ethics and politics in modern democracy is tense and dangerous. In particular, it is dangerous because ethics introduces a strong moral relativism. Moreover, in complex societies this connection cannot be sustained in the field of politics. That is, when power enters the ethical dimension it distorts it because the discourse of ethics becomes a way of justifying power. It is this interweaving that causes constant tension between ethics and politics such that there is never a satisfactory resolution. Therefore, I purport that only the implementation of an argumentative logic that starts with the recognition of the precariousness and ambivalence of the relation between ethics and politics can serve as a protection against those distortions. Without this approach there is risk that the spaces of liberty will be limited by the power of the state in the name of ethics.

 

Si algo parece cobrar gran actualidad en la política contemporánea es la necesidad de analizar la singular relación que ella entabla con la ética. En un contexto en que los niveles de corrupción han crecido enormemente, incluso en sociedades que se caracterizan por su transparencia, los discursos que apelan a una ética que contenga el desenfreno egoísta con el que parecen moverse en el presente los actores políticos, reactualizan puntos de vista incluso moralistas que no encuentran un marco adecuado de realización. "¿Cuál es, pues, la verdadera relación entre ética y política?" (Weber, 1984: 160), podemos preguntarnos hoy, al igual que hiciera Weber en 1919. No es casual, por cierto, que nos formulemos la misma pregunta, sobre todo si tenemos en cuenta las condiciones de crisis en las que, ahora, como entonces, se desenvuelve la política, condiciones que siempre han hecho aflorar los elementos más perturbadores que su práctica contiene. Es en estos momentos de quiebre que se plantea desde la sociedad la necesidad de 'moralizar' la política, sin tener muchas veces en cuenta que las relaciones entre estas dos dimensiones se debaten siempre entre un deber ser imaginario, todavía influenciado por el paradigma griego, y un ser que se muestra en muchos casos descarnadamente amoral.

Todos estos desfasajes no son más que el resultado de la dificultad que existe en el plano intelectual para pensar la relación entre ética y política en la forma específica que ella adquiere en la Modernidad. Y es que, como el mismo Weber señala, no resulta "indiferente para las exigencias éticas que a la política se dirigen el que ésta tenga como medio específico de acción el poder tras el que está la violencia" (1984: 160). Probablemente muchos dirán ante esta afirmación que estamos partiendo de una obviedad. Sin embargo, la obviedad no resulta tal, sobre todo si tenemos en cuenta que desde el tratamiento que habitualmente se hace del tema parece olvidarse, como veremos a continuación, que el poder, objeto específico de la política, al penetrar la dimensión ética, introduce su lógica particular, produciendo en este campo importantes distorsiones. Es aquí donde se acentúa la separación entre ambas dimensiones, separación que, si bien ya aparece en los inicios de la Modernidad, caracterizando a toda la política posterior, ella se torna más evidente en el contexto de la política democrática.

 

Las características de la política moderna

Desde Maquiavelo ya se hizo evidente que el objeto de la política no era otro que el poder, algo que, sin embargo, había sido velado durante muchos siglos; en parte, por la subordinación de la política a la ética y, en parte, también porque estas relaciones se insertaban en el seno de sociedades tradicionalmente jerárquicas, por lo que la asimetría propia del poder se justificaba por la condición social a la que se ingresaba en el momento de nacer. Pero en los inicios de la Modernidad1 , al generalizarse el desarrollo del mercado, comienza a diferenciarse una esfera privada de una pública, y el poder aparece, entonces, claramente separado de toda contención ética. Esto significa que buen hombre y buen ciudadano ya no coinciden, planteando de esta forma que no hay continuidad entre público y privado. Esta es, por cierto, una característica que define la política moderna, que pasa así a distinguir una ética pública de una privada. Ya no hay, como se dice vulgarmente, "'una sola' ética, válida para la actividad política como para cualquier otra actividad" (Weber, 1984: 160), por lo que el contenido de esa ética que llamamos pública no guarda relación alguna con los valores de la moral.

A partir de entonces, calificar una práctica política en particular de buena o mala en la sociedad moderna nada tiene que ver en realidad con algún atributo propio de una ética privada. Por eso, ya no es posible catalogar a los gobiernos en función de las categorías éticas que definían en qué medida se aproximaban o no al bien común. Por el contrario, un buen gobierno en la Modernidad debe estar regido fundamentalmente por la búsqueda de la eficacia, demostrada esta última sólo en la capacidad del príncipe para conquistar y mantener el poder del estado. A esto apunta Carl Schmitt cuando, al definir el concepto de lo político, dice que "lo que es moralmente malo, estéticamente feo y económicamente dañino, no tiene necesidad de ser por ello mismo también enemigo; lo que es bueno, bello y útil no deviene necesariamente amigo, en el sentido específico, o sea político, del término" (Schmitt, 1984: 24). La política tiene así una especificidad que le es propia, especificidad que está definida por el poder.

Por eso la ética pública reconoce una lógica de funcionamiento muy particular, ya que, como señala Weber, la "singularidad de todos los problemas éticos de la política está determinada sólo y exclusivamente por su medio específico, la violencia legítima en manos de las asociaciones humanas" (1984: 171). Esta peculiaridad que la caracteriza no deja de constituir en realidad un problema, ya que el monopolio de esa violencia legítima lo tiene el estado moderno, que lo ejerce además sobre ciudadanos desarmados. Construido modernamente como dios mortal, el estado adquiere en este contexto un potencial represivo que se acrecienta aún más con la conformación posterior del estado democrático de masas, al punto de dejar abierta la puerta a las más grandes aberraciones, como da cuenta de ello la historia del siglo XX.

Pero si bien este riesgo ya está implícito en la conformación del estado moderno, en sus inicios se vio atemperado por el rol que desempeñó la Razón en la estructuración de la ética pública y, por consiguiente, del orden político. En tanto que liberadora del hombre de su estadio de minoridad, el uso de la Razón se tradujo en el plano de la ética y de la política en la eliminación de toda autoridad externa, es decir, de toda heteronomía. Desde la Razón se instituye así un sujeto moral autónomo que se proyecta en el plano de la política en la figura del ciudadano.

'La autonomía de la voluntad es el único principio de todas las leyes morales'. Con esta terminante afirmación introdujo Kant2 el concepto de autonomía del sujeto como condición de toda acción moral, expresando de este modo una exigencia que estaba implícita desde el comienzo de la filosofía moderna (Guariglia, 1996: 255).

Desde el punto de vista de la ética, Kant le impone al sujeto dos imperativos —la propia perfección y la búsqueda de la felicidad del otro— que necesariamente debe asumir el hombre moderno. Ambos imperativos ponen así límite a todo desarrollo meramente egoísta, ya que ambos permiten incorporar como exigencia la noción de deber: "en la ética el concepto de deber conducirá a fines y las máximas, relacionadas con los fines que nosotros debemos proponernos, tienen que fundamentarse atendiendo a principios morales" (Kant, 1993: 233). Este modo de orientar la voluntad pone en acto la autonomía del sujeto en el plano moral. "El hecho de que la ética contenga deberes, a cuyo cumplimiento no podemos ser obligados (físicamente) por otros", explica Kant, "es simplemente la consecuencia de que sea una doctrina de los fines, porque una coacción dirigida a tenerlos o a proponérselos se contradice a sí misma" (Kant, 1993: 233).

La ética, en ese sentido, "es la única que comprende en su concepto la autocoacción según leyes (morales)" (Kant, 1993: 233). Es decir que, desde el punto de vista de la moral, la condición de autonomía supone que el sujeto es el autor de su propia ley, exigencia que se traslada también al plano de la política. De esta forma se pudo pensar la política en la Modernidad como un campo de acción en el cual se construía racionalmente la verdad, campo que, sin embargo, reconocía por ello mismo alternativas claramente limitadas por esa misma razón que liberaba al hombre del autoengaño. Este límite que se imponía desde la Razón es lo que permitió al liberalismo recuperar a través de la argumentación una ética pública que permitía contener la política. Como sostiene Schmitt, esta tradición de pensamiento "trató de vincular lo 'político' desde el punto de vista de lo 'ético' para subordinarlo a lo 'económico'" (1984: 57).

Esta necesidad de contener lo político desde lo ético aproxima el liberalismo a otra tradición de pensamiento, el republicanismo, como deja entrever también Habermas3. Sin embargo, no lo hacen, por cierto, de manera igual. Mientras en el liberalismo se apela a una ética racionalista que reconoce la existencia de derechos fundamentales anteriores al estado, en el republicanismo clásico, heredero de la tradición maquiaveliana, la confianza se deposita fundamentalmente en la ética privada, garante en última instancia de la formación del ciudadano. Este es el sentido, por ejemplo, del concepto de 'madre republicana' que se ha desarrollado más recientemente en la historiografía estadounidense. Sin estar inserta directamente en el espacio público, su función en la república reviste un carácter esencial, ya que es ella la que tiene a su cargo la formación moral del futuro ciudadano.

 

Ética y política en la democracia moderna

Esta contención, que se entablaba de alguna manera desde la ética y que estaba garantizada en el liberalismo por la Razón, pierde toda sustancia con la conformación de la democracia de masas. En parte, porque con las masas se introducen en la política los elementos no-racionales, quebrando con ello la racionalidad propia del Iluminismo. Pero, en parte, también porque con la integración al estado de todos los adultos emancipados, al mismo tiempo que la diversidad se instala en lo público, demostrando la existencia de numerosos puntos de vista, incluso contradictorios entre sí, todos los asuntos se politizan. ¿Cómo se entabla, entonces, la relación entre ética y política? Ya sin una racionalidad única compartida en el espacio público, la definición de una ética pública se encuentra a merced de la puja de poder entre los diversos grupos. Estas cuestiones, si bien caras a los intelectuales que daban cuenta del fenómeno de la democracia a comienzos del siglo XX, son las que parecen haber quedado relegadas en los tratamientos posteriores4.

La democracia de masas entabla, así, con la dimensión ética, una relación muy particular que reconoce facetas diversas e incluso contradictorias entre sí. Sin embargo, no son estas últimas las que generalmente se muestran en el análisis. Antes bien, la democracia se describe como el régimen ideal para la realización del principio de autolegislación, satisfaciendo así el sujeto político moderno la exigencia, en tanto que sujeto autónomo, de darse su propia ley. También aparece como la única forma política posible que puede albergar en su seno la pluralidad de propuestas que pueden aflorar en una sociedad por definición compleja.5 De esta forma, la coexistencia de propuestas distintas en un mismo espacio aparece como resultado del desarrollo del principio de igualdad, principio que define por sí mismo la noción de democracia. Pero es aquí, en realidad, donde comienzan los problemas. Si la convivencia entre distintas propuestas es posible, es porque ya no hay criterio objetivo alguno que justifique la primacía de una concepción por encima de otro. Al menos no desde el punto de vista del observador, ya que desde quien adopta una concepción particular de bien, ésta siempre se entiende como superior a las demás, por lo que debería ser generalizada. Sin embargo, lo cierto es que no hay nada, más allá de la propia preferencia valorativa, que confirme dicha superioridad. Aceptar esta premisa es lo que, en principio, permite establecer en el plano de la sociedad, relaciones de reciprocidad y de reversibilidad entre esas distintas propuestas.

Pero, para sostener este tipo de relación se requiere, necesariamente, una distribución si no simétrica, al menos equitativa del poder entre las partes actuantes. Algo que, aunque no totalmente imposible al menos en teoría, el desarrollo de la lógica del poder tiende a desvirtuar desde un principio en el terreno de la práctica, ya que el poder por definición es asimétrico. Esto sin contar con que el estado tiene, además, por sí mismo, la capacidad de imponer un determinado punto de vista, llegando incluso a utilizar la fuerza para ello si así lo considerase necesario. Son estos elementos que están insertos en la política democrática, como veremos a continuación, los que llevan a ahondar aún más la separación entre ética y política que se arbitra en la Modernidad.

Vemos así que la democracia, con el desarrollo y profundización del ideal igualitario, introduce en verdad un fuerte relativismo moral. Ahora todas las propuestas de vida buena quedan necesariamente igualadas entre sí al no existir parámetro objetivo —es decir, externo a la conciencia del sujeto— por el cual definir los criterios de mejor y peor que orienten las preferencias. Este relativismo moral que caracteriza primordialmente a la democracia, aunque ya insinuado en los inicios de la política moderna, no hace más que reafirmar en realidad la ausencia de moral en términos objetivos. Esto es algo a lo que Hobbes intentó dar solución, recluyendo el problema al plano de la conciencia, ya que al no existir parámetro objetivo alguno que permita dirimir qué es lo bueno y qué es lo malo, las sociedades se enfrentan a la posibilidad de instalar la guerra en su seno. Por eso, el soberano hobbesiano tiene la función de objetivar un criterio, diciendo así qué es lo justo y qué es lo verdadero. De esta forma Hobbes daba fin a la guerra de religión, dejando relegada esta última al plano íntimo de la conciencia, plano en el cual no puede penetrar el estado.

Hobbes nos muestra de este modo la capacidad represiva del estado moderno, capacidad que lo autoriza incluso a eliminar todas las diferencias en la sociedad. Este es un riesgo, por cierto, que está siempre presente y que, particularmente se acrecienta en una democracia que somete sin más las minorías a la decisión de la mayoría. Pero Hobbes con esto dice algo más. Y es que todo relativismo se zanja mediante la objetivación de criterios que de este modo pasan a valer para todos los integrantes de la sociedad política sin excepción, independientemente de lo que se sostenga a nivel de la conciencia individual. Esto es lo que hace el estado al imponer la ley, dando con ello contenido específico a la justicia y estableciendo, al mismo tiempo, los límites y alcances de la convivencia.

Esta premisa no ofrece, en principio, mayores problemas en la medida que se recupere el concepto de Razón como planteaba el Iluminismo. Pero todo cambia con el desarrollo de la democracia. Ahora, nos encontramos con una diversidad de concepciones que se encuentran, en principio, en paridad de condiciones entre sí. Concepciones que, además, sostienen una pretensión de universalidad que sólo la conquista del estado puede asegurar, aunque más no sea transitoriamente. Es por este motivo que se politizan las distintas propuestas, al igual que ocurre en una democracia con los demás asuntos de la sociedad, confirmando de esta forma la ausencia de límites éticos para el poder. Por eso, en tanto forma de igualación total que ha politizado todo, la democracia no hace más que introducir la violencia en su seno, ya que todo se convierte en puja por el poder. Es decir, que si no se acuerdan formas de racionalización que permitan zanjar el conflicto —papel que juegan, por ejemplo, las elecciones—, dirimir cualquier cuestión en el plano público quedaría librado sólo a la mera fuerza.

 

La ética como discurso legitimador

¿Cómo juega entonces el discurso de la ética en la sociedad democrática? Esta es una cuestión que no pasó inadvertida a los primeros autores que dieron cuenta de la incipiente democracia moderna y que nos lleva a analizar la relación entre ética y política, desde el punto de vista de la segunda. Como Mosca, Ostrogorski, Pareto y Michels, entre otros, se esfuerzan en señalar, la democracia, como tal, es un mito y en tanto que mito movilizador, lejos de promover en la práctica la participación real de todos los ciudadanos en la instancia efectiva de gobierno, extiende en realidad un velo sobre la sociedad que oculta las verdaderas relaciones de poder. Después de todo, como explican estos autores, toda organización forma élites que quedan legitimadas, al mismo tiempo que encubiertas como tales, por el discurso democrático. No es de extrañar, entonces, que la vacuidad del discurso6 se cubra con una fuerte apelación a lo ético, aunque utilizado únicamente como simple justificación. Como sostiene Michels, siempre es posible hallar una apelación a la ética, como discurso legitimador en la democracia.

En ese sentido la consideran también, ya más recientemente, Cohen y Arato. Para ambos autores el discurso de la ética debe ser considerado como "una ética política y una teoría de la legitimidad democrática y de los derechos básicos" (Cohen y Arato, 1995: 351). Sin embargo, como podemos apreciar, la perspectiva por ellos adoptada, si bien coincide en el rol que juega la ética en el contexto político, difiere en sustancia de la visión más escéptica de los autores de principios del siglo XX. En este último caso, su función primordial no es otra que la de encubrir las verdaderas relaciones de poder, por definición asimétricas, no permitiendo con ello una real emancipación del hombre. Se trata, en ese sentido, de una apelación que se desenvuelve en el terreno de las apariencias, por lo que la ética, circunscripta en este caso a lo público, puede estar —y generalmente lo está— vacía de toda sustancia real moralizadora. Michels describe aquí una característica propia de la política aunque, cuando escribe Los partidos políticos, todavía no puede evitar un reclamo moralizador que se proyecta sobre el ámbito de la política. Reclamo en principio impropio, si tenemos en cuenta que la Modernidad lleva a producir una distinción clara entre el ámbito de la moral y el de la ética, correspondiendo esta última a la política.

Sin embargo, no deja de ser importante esta descripción de la ética pública como un tipo de discurso legitimador que en última instancia refiere al estado y que, por ello mismo, carece en principio de un contenido específico. Esto significa que su lógica de funcionamiento no está atada a ninguna concepción particular de bien. Rawls, en ese sentido, constituye un buen ejemplo de esto que afirmamos, ya que sostiene que las teorías comprehensivas, por el hecho de participar en una sociedad plural y diferenciada, y por tener que adoptar la perspectiva de las personas en su identidad pública en tanto que ciudadanos, debe abrirse a los requerimientos de la generalidad e integrar, como fundamento de la vida pública, normas morales que por su pretensión de validez universal —es decir, por su razonabilidad— hay que presuponer que pueden ser reconocidas desde el interior de sus convicciones éticas.

Sin embargo, su modo de construir socialmente la justicia, si bien satisface las exigencias impuestas por la diversidad, parece olvidar que la atribución de significado, en la medida en que los distintos puntos de vista se encuentren en la sociedad, será el resultado de la puja por el poder y de cómo ella se racionalice. Este es el juego, en realidad, que se entabla en el contexto de una sociedad democrática, definiendo a partir de su resultado los criterios con los que se regula la convivencia. Sin embargo, no debemos olvidar que en ese juego nada impide que, en un momento particular, alguna de estas concepciones se imponga y se generalice de manera absoluta a partir del poder del estado. Todo depende de cómo se entablen las relaciones de fuerza en la sociedad y de cómo ellas afecten a los distintos actores, entre los que las asociaciones con vocación de poder tienen un lugar privilegiado.

Es en este marco que debemos considerar los cuestionamientos éticos que afloran en una sociedad. Por eso la apelación a la ética se constituye en el mejor modo de mostrar el desvío antidemocrático de la fracción que se encuentra en el poder. Algo que, en realidad, forma parte de las tácticas de guerra que se desarrollan entre los partidos. Parte del juego político, poco importa que se trate de un mero recurso discursivo sin fundamento real o de la denuncia cierta de una conducta impropia. La política en el contexto de sociedades masificadas poco tiene que ver con la verdad7 , ya que el discurso no tiene por objeto llegar a 'lo correcto y verdadero', mediante la argumentación, como sí había sucedido durante el estado liberal, recuperándose incluso en este último caso una ética pública. Por el contrario, su cometido es básicamente impresionar la conciencia de las masas para quebrar las adhesiones y promover los recambios en beneficio del propio grupo. Y una pátina ética siempre legitima mejor la acción propia que el mostrar una cruda apetencia de poder. Esto significa que las nociones de verdadero o falso, si bien se usan en el contexto de la lucha política, carecen en realidad de valor como tales, ya que todo discurso político, para ser exitoso, no debe ser verdadero, sino simplemente creíble.

A ello se agrega que no siempre las acciones propias, aunque corruptas, son necesariamente rechazadas como impropias, sobre todo cuando ellas aseguran un beneficio para el grupo, beneficio que se traduce generalmente en un mejor posicionamiento en relación al poder. Pero este tipo de conducta no supone forzosamente la existencia de una personalidad perversa. Por el contrario, generalmente responde a esa exigencia que ya reclamaba Rousseau, de anteponer el interés del todo al propio interés particular. De esta forma, la acción impropia, en la medida en que no alcance una publicidad que revierta en contra los resultados, se justifica y se legitima por el logro de un bien mayor que necesariamente es colectivo. Pero aunque la perversión no sea en sí misma la causa de este tipo de comportamiento, ¿cabe realmente legitimarlo? La pregunta, por cierto, no necesariamente tiene una respuesta que ligue la política a la ética, sobre todo si tenemos en cuenta que en la política democrática la legitimidad popular del poder da fuerzas impensables a los grupos dirigentes, corrompiendo, como sostiene Michels, incluso a los más sinceros militantes.

Con ello no queremos afirmar que debamos restarle valor, por ejemplo, a una denuncia de corrupción y pensar que sólo se trata de andanadas en el marco de una guerra facciosa; simplemente intentamos establecer los límites que tiene un discurso de este tipo. Pero dado el carácter en sí mismo corruptor del poder, éste es uno de los lugares comunes de toda puja entre grupos. Por eso, lo que deberíamos hacer es separar, como decimos vulgarmente, la paja del trigo, ya que como diría Maquiavelo, no es obligatorio que todos los que participan en la política sean amorales. Sólo debemos saber, para no caer ingenuamente en las redes de la manipulación, que los amorales también juegan el juego del poder e, incluso, lo juegan mejor que los demás. No se nos escapa, por cierto, que poder desbrozar ese campo discursivo es en sí mismo algo bastante difícil de lograr en la práctica porque el discurso político tiende a autonomizarse de su contexto de producción, efecto que en una sociedad de masas se logra con relativa facilidad por la incapacidad que se tiene de ser testigo directo de los hechos. Esta dificultad, que existe para contrastar el discurso con el mundo objetivo, favorece, incluso, los intentos de generalización que obran como estrategia discursiva defensiva para atemperar o incluso diluir las acciones sancionadoras por parte de la sociedad.

 

Weber y la ética pública

La carencia de contenido específico que tiene la ética pública es la que lleva a Weber a distinguir en el espacio público dos tipos de éticas diferentes, que se definen por el tipo de conducta que promueven. Todo actor político puede obrar conforme a principios y valores absolutos adoptados con antelación al momento de la acción concreta, respondiendo en este caso a una ética de la convicción (Gesinnungsethik), o puede hacerlo sopesando en la práctica las consecuencias políticas y sociales que su decisión puede acarrear, respondiendo en este otro a una ética de la responsabilidad (Verantwortungsethik). Es decir que, mientras en la primera se obra por la pasión, en la segunda se realiza un cálculo racional que se proyecta al futuro, tratando de inferir las posibles consecuencias de la decisión.

Como podemos apreciar, se trata en principio de dos tipos distintos de ética, incluso contrapuestas. Sin embargo, no debemos pensarlas siempre como necesariamente antitéticas. Para Weber lo mejor sería articular una ética de la convicción con una ética de la responsabilidad: "la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener 'vocación política'" (Weber, 1984: 176). Va de suyo que se necesita estar convencido de que los propios valores son los mejores para articular la convivencia común8, teniendo la responsabilidad suficiente como para poder ponerlos bajo la crítica y evitar así imponerlos por la mera fuerza. De esta forma, mientras que desde la ética de la convicción se establecen los valores fundamentales según los cuales ordenar la sociedad, la ética de la responsabilidad permite adecuar el principio al caso particular. En ese sentido, y suponiendo una complementación ideal entre ambas, la primera establecería los límites de hasta dónde ceder para asegurar la convivencia pacífica y la segunda evitaría todo intento de subordinación de la realidad a principios abstractos. Sin embargo, ésta no deja de ser una forma idealizada de complementación.

Si algo tiene la política en el contexto de una democracia es su alto grado de ambivalencia. Toda acción supone al mismo tiempo riesgo y beneficio9. Algo de lo que no está librada tampoco la ética pública. Así, si la ética de la convicción supone un tipo de ética atada a valores absolutos, el riesgo de subordinar la realidad a una abstracción idealista está siempre presente. Como señala Novaro, existe

cierta afinidad entre la ética revolucionaria (o contrarrevolucionaria, puesto que en ambas se absolutiza una causa) y la agitación íntima que transforma a un actor político en un sujeto romántico, y, por lo tanto, en un actor políticamente incompetente para desempeñarse en el marco de las instituciones representativas (2000: 188).

Es decir que, desde una ética de la convicción, el riesgo que se plantea cuando llega a generalizarse a partir del estado es la intolerancia y, por consiguiente, la degradación del sistema de representación. Pero la ética de la responsabilidad, en tanto que ética pragmática (Roth, 1963: 254), no constituye en sí misma una panacea. Ella presupone que el político sopese las consecuencias de sus decisiones en función del mayor bien posible para el conjunto de la sociedad. Algo que puede llevar, si no mantiene la suficiente autonomía, a que se subordine al poder de turno, impidiendo así introducir cualquier atisbo de transformación de lo realmente existente. ¿Cómo establecer entonces ese delicado equilibrio entre lo posible y lo deseado? ¿Cómo hallar esa phrónesis, a la que se refería Aristóteles, a partir de la cual se adecuaba lo universal a lo particular? En principio, podemos decir que todo va bien si el compromiso del actor político tiene que ver con una ética ciudadana, aunque por cierto se debería asignar algún contenido específico a esta expresión. Esto mismo se planteó Hermann Heller en 1928, para quien

en la medida en que a las identidades partidarias les subyazga un vínculo de pertenencia ciudadano consistente en un 'mito democrático' sobre el origen y las tradiciones de la comunidad, una 'ética de la Constitución', el antagonismo político encontrará un suelo fértil en que desarrollarse y un marco dentro del cual contenerse (Novaro, 2000: 236).

Pero, si esto no ocurre, ¿qué sucede? Weber conocía bien a Maquiavelo y su preocupación por una política que perdía todo tipo de contención. Por eso reconocía la fragilidad y el riesgo de lo político, sobre todo, en la Modernidad. Incluso, no ignoraba el rol que juega el poder en la precaria relación que se entabla en las sociedades modernas entre ética y política.

Quien quiera en general hacer política y, sobre todo, quien quiera hacer política como profesión, ha de tener conciencia de estas paradojas éticas y de su responsabilidad por lo que él mismo, bajo su presión, puede llegar a ser.10 Repito que quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder (Weber, 1984: 173).

Son estas características las que hacen que la decisión política se ubique siempre en un borde difuso en el que es extremadamente difícil establecer ex-ante la línea demarcatoria entre lo bueno y lo malo. Al ser un terreno, como ya dijimos, que está atravesado por las pujas de poder, la asimetría inherente a aquél entra en juego, penetrando y distorsionando con su propia logicidad el plano de la ética pública. Sólo este tipo de reacción puede constituirse en freno de toda conducta impropia que afecte lo público. Sin embargo, lograr que la sociedad en su conjunto, en tanto que colectivo que expresa una unidad, establezca explícitamente los límites, no es tarea sencilla en el marco de las sociedades masificadas en las que vivimos, ya que ellas, al caracterizarse por la diversidad, mantienen un cierto relativismo, en última instancia necesario, para que funcione una sociedad democrática.

Pero reconocer esto no significa que no se tenga que rechazar o incluso excluir a quienes hayan tenido visiblemente una conducta impropia. Por el contrario, la sanción a este tipo de comportamiento fomenta el imaginario de justicia, al mismo tiempo que marca el límite tolerado por esa sociedad particular. En ese sentido, la efectiva condena del transgresor cumple una función pedagógica de la que ningún sistema político debería prescindir. Pero para que la condena deje efectivamente marca en la sociedad política es imprescindible distinguir dos planos que, si bien complementarios en muchos casos, produce en realidad efectos distintos. Por tal motivo, debemos distinguir entre el plano específicamente político y el plano jurídico. Y los debemos diferenciar porque no todo lo éticamente condenable es al mismo tiempo jurídicamente sancionable. La política exige siempre, en estos casos, respuestas rápidas que se traduzcan, por parte de la sociedad, en desconfianza y pérdida de la credibilidad hacia el transgresor.

Por eso la ética pública, pensada incluso como una ética de la responsabilidad, tiene un alto grado de precariedad, entre otras cosas, porque en definitiva se apoya en la conciencia del actor. ¿Qué pasaría entonces si las tradiciones éticas son débiles, tanto en los protagonistas como en la sociedad en general? Es aquí donde claramente vemos que política y ética se escinden en las sociedades contemporáneas en dos campos totalmente diferentes. Pero, entonces, volvemos nuevamente a la preocupación inicial de Maquiavelo en los inicios del republicanismo moderno: ¿qué contiene a la política, cuyo objeto es el poder?

 

La ética de la argumentación

El problema de las sociedades contemporáneas es que esa pregunta, con la que cerramos el apartado anterior, carece en realidad de una respuesta definitiva. Pero como nos enseña Hobbes, no podemos pensar una sociedad sin que se objetiven, desde el estado, determinados criterios específicos, construyendo así la justicia. Es decir, en algún momento se debe asumir alguna concepción para que la sociedad pueda funcionar. Esto supone una construcción social que no necesariamente debe seguir la solución hobbesiana, aunque ella es, por cierto, un fantasma del cual nunca estaremos definitivamente librados. La cuestión es que si reconocemos la diversidad existente en las sociedades democráticas, el conflicto debe ser entendido como co-constitutivo de la política, por lo que la posibilidad de restituir algún tipo de relación entre ética y política recae necesariamente en su forma de racionalización. En función de ello, y desde un punto de vista teórico-conceptual, se plantea entonces una solución al problema de la contención de la política. Se trata de lo que Ricoeur llama una ética de la argumentación11, recuperando con ella el concepto de razón.

La democracia se erige así, como ya lo dijimos, en el régimen ideal para el intercambio de opiniones entre sujetos iguales que entablan entre sí relaciones simétricas y reversibles. Algo que, en condiciones ideales, supone necesariamente una permanente y constante circulación del poder. Pero entonces la democracia se tiene que entender "como un mecanismo que contribuye a cambiar preferencias mediante discusiones públicas" (Habermas, 1998: 416). La noción de democracia se adscribe, así, a una forma procedimental12 a partir de la cual se garantiza el intercambio de ideas. Esto quiere decir acotar el significado de la voz democracia a un tipo particular en el que encontramos, entre otras cosas, una serie de procedimientos a seguir con la finalidad de garantizar la participación activa de todos los sujetos políticos. Se trata, en ese sentido, de procedimientos que, si bien formales, no carecen de sustancia.

Pero, entonces, cabe preguntarse qué sucede si no se llega a garantizar efectivamente esa participación activa y se produce, como ocurriera en las sociedades de posguerra, lo que Habermas denominó "un 'privatismo político y familio-profesional': una escala de valores sociales que primaba la ética burguesa del trabajo y de la autosuperación, el repliegue del individuo sobre su ámbito privado, la delegación de las decisiones ciudadanas en las élites políticas y la preocupación por la seguridad política y militar de la nación" (Colom González, 1992: 182). Esta situación es bastante común que ocurra en las sociedades contemporáneas, como el mismo Guillermo O'Donnell señala al describir las modernas democracias delegativas. Y, en parte, esto se debe a las serias dificultades que el hombre común tiene en democracia para hacer que su doxa sea verdaderamente pública, requisito indispensable que define la política.

Esto hace que la lógica argumentativa, aplicada al espacio público, quede restringida, en la práctica, a unos pocos sujetos que no necesariamente comparten las mismas intenciones. En ese juego discursivo que se entabla, habrá quienes pretendan arribar a criterios consensuados de justicia y quienes sólo utilicen la argumentación como forma de posicionarse mejor en relación al poder del estado, legitimando, así, mediante aquélla su propia conducta. No olvidemos que, dada la dificultad para la articulación de los consensos en una sociedad de masas, siempre se abre una gama infinita de prácticas que pueden ser designadas como corruptas, algunas, claramente reconocibles y cuestionables por todos y otras, solamente señaladas como tales desde posiciones principistas de purismo total o, incluso, desde la mera conveniencia.

Con esto último estamos planteando que la mentira forma parte también del juego político. La máxima de Goebbels, "miente, miente, miente, que algo quedará", por más que hiera nuestra sensibilidad, no deja de tener actualidad en toda puja por el poder. Esto sin contar que nunca estaremos seguros de las verdaderas intenciones de los sujetos políticos. El discurso, como decía Rousseau, termina convirtiéndose en vehículo de engaño para impresionar la conciencia de los ingenuos, teniendo en cuenta que la ingenuidad no es privativa de alguna clase social en particular. Son estas características las que instalan definitivamente la incertidumbre en el juego democrático. Y es con ella con la que, en el fondo, debemos lidiar.

Esto es algo que Habermas no tiene en cuenta en su análisis, mostrando así una excesiva confianza en el valor coercitivo de la argumentación pública:

la ocultación, por ejemplo, de intereses no susceptibles de justificarse públicamente, bajo una capa pública de razones morales o éticas, obliga a comprometerse con esas razones y a contraer vínculos y ligaduras que en la próxima ocasión, o bien desenmascararán a un proponente como inconsistente, o bien con el fin de mantener su credibilidad, lo obligarán a tener correspondientemente en cuenta los intereses de los demás. (Habermas, 1998: 420).

¿Cuál es el alcance, entonces, de una ética de la argumentación? Porque estamos de acuerdo con que la forma racional de zanjar las diferencias no es otra que el diálogo. La cuestión es ver, en las sociedades contemporáneas, quiénes dialogan o, mejor aún, quiénes tienen posibilidad real de intervenir en el intercambio de ideas. Aquí es donde los intelectuales juegan un rol importante. Al participar con una doxa más especializada, no necesariamente anulan la participación del hombre común, quien, en la mayoría de los casos lo hace a partir de su identificación con alguna de las propuestas vertidas. Pero esto nos abre un problema nuevo, que nos lleva a plantear un tema subsidiario, al que generalmente no se le presta mayor atención en la reflexión política. Nos referimos, en ese sentido, al problema del tiempo, problema que en definitiva refleja la existencia de objetivos diferentes entre los planos que se distinguen en el ámbito de lo público.

El tiempo del debate social no es nunca igual al tiempo del político profesional que tiene, en principio, la responsabilidad de tomar las decisiones que afectan al conjunto de la sociedad. Una instancia de debate y, por consiguiente, de argumentación, lleva tiempo, tiempo que, en el contexto de la práctica política concreta, puede no tenerse. Y toda dilación en la decisión puede ocasionar tanto o más perjuicio para la sociedad que una mala decisión. Esto no significa invalidar completamente la lógica de la argumentación. Se trata, por el contrario, de comprender cómo intervienen ambos planos en lo que luego se traduce como decisión política. Sin argumentación no habría ejercicio de la crítica13 y sólo una ética crítica cuestiona "la presunción del mundo como dado y lo expone como insostenible" (Neufeld, 2000: 95). Es decir, toda esperanza de transformación, de modificación de lo existente, debe apoyarse necesariamente en ella.

 

Algunas reflexiones finales

Como hemos visto a lo largo de nuestro trabajo, la democracia introduce un fuerte relativismo moral, relativismo que, si bien permite la coexistencia en un plano de igualdad de las distintas concepciones que circulan en toda sociedad compleja, no puede ser sostenido en la dimensión política. Las condiciones propias de la política en la Modernidad hacen necesaria la objetivación de algún criterio que permita establecer la sociedad. Y esto se hace más urgente aún en el contexto de una democracia, ya que la pluralidad de puntos de vista puestos en paridad de condiciones entre sí, en principio plausible como reconocimiento de la diversidad, dificultan aún más la constitución del espacio común. Es aquí donde las distintas concepciones de bien se politizan, ya que la posibilidad de poder generalizarse radica en la capacidad de cada grupo de posicionarse mejor en relación al poder del estado. De esta forma la lógica de poder penetra la dimensión ética distorsionándola.

Así, recuperar una ética pública significa atribuirle necesariamente algún contenido específico que se establece sólo a partir de cómo se den las relaciones de fuerza en una sociedad particular. Esto hace que las relaciones entre ética y política, en el contexto de las sociedades contemporáneas, se mantengan en una constante tensión que no tiene un modo único de resolución. En términos generales y abusando de la simplificación, podemos decir que se puede apelar a la simple imposición utilizando la violencia para someter a las minorías a valores no compartidos, o se puede pensar en una forma de racionalización del conflicto que permita arribar a la definición de valores consensuados en la sociedad.

Es este último caso donde necesariamente se debe recuperar la argumentación; pero siempre sabiendo que ella se constituye acá en una forma de manejar racionalmente el poder. Por eso mismo, no podemos confiar completamente en el valor restaurador que ella pueda tener, ya que no es desde la política que se recupera la ética en la sociedad. Por el contrario, el discurso de la ética permite legitimar el poder. Esto significa que hay una utilización de este tipo de discurso que permite velar el hecho que en el espacio público no todos los actores participan con la misma intencionalidad. Es decir que, el más encendido discurso ético puede esconder una inconfesable apetencia de poder. Si no se comprende esto y si no se entiende que ello forma parte del juego del poder, se puede ser fácilmente objeto de la manipulación.

Pero la lógica argumentativa funciona en la medida en que todos los integrantes se identifiquen con ella sobre la base del reconocimiento de una misma racionalidad. Este es un presupuesto que Habermas, por ejemplo, nunca pone en cuestión. El problema es que si esto no ocurre, cosa factible de que suceda, ya contamos con los elementos perturbadores que pueden torcer la lógica de la argumentación vaciando de contenido sus enunciados. En ese sentido, la presencia del estado plantea siempre como riesgo la posibilidad de apelar a su capacidad represiva para zanjar todo conflicto. Por eso es importante mantener en la sociedad una conciencia de la precariedad con la que ambas dimensiones se articulan entre sí. Aunque es cierto que esta función de prevención puede no garantizar nada por sí misma, lo cierto es que sin ella seguramente se eliminarían los resguardos necesarios para reaccionar ante la distorsión.

 

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Notas

1 No es nuestra intención debatir en el contexto de este trabajo cuándo se inicia la Modernidad. No ignoramos que sólo algunos autores, entre los que se encuentra Toulmin (1992), consideran el Renacimiento como una primera etapa de este nuevo período. Sin embargo, nuestra lectura de Maquiavelo nos permite pensar esta época, más allá de cómo se lo califique, como el momento en que se visualizan las características que tendrá de allí en más la política. En ese sentido, Maquiavelo, un autor que ejerce gran influencia directa o indirectamente en la reflexión de los intelectuales de fines del siglo XIX y principios del XX, se caracteriza por describir la nueva forma de la política, aunque su solución sigue todavía atada de alguna manera al paradigma clásico.

2 Como señala Guariglia, Kant "es quien profundiza el concepto de autonomía moral hasta convertirlo en la noción predominante de la ética posterior" (Guariglia, 1 996: 2 55).

3 "Las tradiciones políticas que (...) llamaré, simplificando un tanto las cosas, la 'liberal' y la 'republicana' entienden por un lado los derechos del hombre como expresión de la autodeterminación moral y, por otro, la soberanía popular como expresión de la autorrealización ética" (Habermas, 1998: 164).

4 Tienen razón Cohen y Arato cuando dicen que "la relación del discurso de la ética con las instituciones democráticas y liberales nunca ha sido elaborada satisfactoriamente" (Cohen & Arato, 1995: 347). Ésta, desafortunadamente, sigue siendo una asignatura pendiente.

5 Así lo afirma, por ejemplo, Guariglia: "una ética universalista queda incompleta sin una concepción normativa de la democracia como el régimen político que mejor asegura, dentro de las variables contingencias naturales, sociales y económicas, no solamente la vigencia irrestricta de los dos principios de justicia sino también del principio de autonomía, que es el que sustenta una concepción equitativa, y en este sentido, ética, de comunidad política" (Guariglia, 1996: 219).

6 En el espacio público democrático, el discurso cumple una función distinta, ya que nunca se entabla realmente, como señalaran ya Horkheimer y Adorno, una relación realmente dialógica. Todo emisor realiza una escenificación cuyo objetivo fundamental es impresionar y lograr la adhesión de un público masivo y, por ello mismo pasivo, que reacciona favorablemente sólo ante aquel actor que mejor diga lo que quiere oír o aquello que está predispuesto a aceptar. Por eso dice Carl Schmitt que "la moderna democracia de masas ha convertido la discusión pública que argumenta en una formalidad vacía" (1979: 8).

7 La verdad es privativa del conocimiento científico. Pero con el desarrollo de la democracia moderna se produce una separación entre ciencia y política. Con esto queremos decir que los avances del conocimiento científico no redundan directamente en el campo de la política. Ya no es posible pensar en la realización de una política científica, como pensaba el positivismo decimonónico. Es decir que, como señala Lyotard —aunque atribuyéndolo recién a la condición postmoderna, interpretación con la que evidentemente discrepamos— se entabla un "conflicto entre un juego de lenguaje hecho de denotaciones que sólo se refieren al criterio de la verdad, y un juego de lenguaje que dirige la práctica ética, social, política, y que comporta necesariamente decisiones y obligaciones, es decir, enunciados de los que no se espera que sean verdaderos, sino justos, y que no dependen más que en último análisis del saber científico" (Lyotard, 1995:65).

8 Como ya señalara Le Bon en su famosa obra La psicología de las multitudes, el encantador debe ser previamente encantado si pretende convocar al gran número.

9 Acá nos interesa establecer una diferencia con el análisis de Ulrich Beck, quien atribuye esta característica a las nuevas condiciones de la política, es decir, en el contexto de lo que llama la modernización reflexiva. Nosotros, por el contrario, entendemos que ésta es una característica que ya aflora con la democracia de masas.

10 Definitivamente, "si un hombre eligió hacerse activo en los asuntos públicos, entonces estaba condenado a una 'ética de la responsabilidad' que bien podría violar sus standards personales de moralidad" (Hughes, 1961: 330). Como el mismo Maquiavelo dejara ya entrever, respetando los principios propios de una moral privada se puede ganar el cielo, pero nunca conquistar y mantener el poder.

11 Es en el "arte de la conversación en el que la ética de la argumentación se verifica en el conflicto de las convicciones" (Ricoeur, 1996: 319).

12 Como señala Ricoeur, "cuanto más se quiere una concepción de la justicia estrictamente procedimental, tanto más se apoya en una ética de argumentación para resolver los conflictos que engendra" (1996: 314).

13 La crítica supone reconocer, en una sociedad postmetafísica, la falibilidad del hombre, estableciendo una especie de autocontrol de las decisiones. Este es un aspecto que se ve resaltado por las actuales instancias de diferenciación que se desarrollan en las sociedades presentes: "en las condiciones de la moderna sociedad democrática, cuando el aura de autoridad que circundaba los ideales tradicionales de buena vida se ha desvanecido, una ética postmetafísica tiene abierto el horizonte de la crítica no solamente a los aspectos institucionales, jurídicos, sociales y políticos de la organización social sino también a las concepciones heredadas de la buena vida, cuyos aspectos restrictivos o directamente coactivos en el plano subjetivo y en el público puede someter a revisión" (Guariglia, 1996: 280).

 

Información sobre la autora

María de los Angeles Yannuzzi es politóloga, Master en Ciencias Sociales con orientación en Ciencia Política (FLACSO) y Doctora por la Universidad Nacional de Rosario (Argentina). Su tesis se tituló Democracia y sociedad de masas. La transformación del pensamiento político moderno. Ex directora de la Escuela de Ciencia Política, actualmente es Prof. Titular de Teoría Política III, Investigadora Independiente de la UNR y Vicepresidenta del Consejo de Investigaciones de la UNR. Autora de numerosos artículos y libros, ente los que se destaca Política y dictadura, que obtuvo en 1999 el 1° Premio Prov. de Historia.

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