Introducción
Suárez (2009) señala varios conflictos relacionados con la violencia en Colombia y cómo ésta ha sido narrada por el cine colombiano de ficción.1 La violencia, entendida como práctica de la agresión a la integridad física, moral o psicológica, puede tener diversos tipos de agentes, motivaciones, finalidades y circunstancias.2En esta dirección, es pertinente considerar que la preferencia de los cineastas de Colombia por relatos considerados violentos tiene algún fundamento sociohistórico porque si bien no es que Colombia haya sido el pueblo más violento de la historia de la humanidad, su devenir como nación sí ha estado fuertemente signado por la violencia desde los propios inicios de la república. Esto es ratificado por Rivera y Ruiz (2010), quienes hablan sobre las representaciones del conflicto armado en el cine colombiano.
En muchas conversaciones, los colombianos aluden a la violencia mediante la expresión tragedia nacional, y en el presente artículo se asume que resulta válido relacionar a la violencia con la “Tragedia”, pero ya como categoría estética, entendiendo al término estética no exclusivamente como lo relativo a la belleza, sino como el estudio de una particular apropiación humana del mundo a partir de la sensibilidad; hay que destacar que Sánchez (1992) propuso a la tragedia como una de sus categorías más importantes. Estas categorías son: lo bello, lo sublime, lo feo, lo grotesco, lo cómico y, por supuesto, lo trágico.
Pero antes de delimitar los conceptos de tragedia que aquí se abordan, vale empezar señalando que debido a diferencias ideológicas, no ha habido completo acuerdo entre los estudiosos de la violencia en Colombia, conocidos comoviolentólogos, acerca de las fechas y hechos que dieron inicio a lo que se quiere identificar como periodo de la Violencia (con V mayúscula) en este país y, por tanto, tampoco ha habido acuerdo completo sobre sus causas. Estas diferencias se reflejaron, como era de suponerse, entre los académicos a los que se les solicitó una asesoría para las negociaciones que tuvieron lugar desde octubre 2012 hasta noviembre de 2016 entre el gobierno y las FARC.3
De todas formas, vale destacar que el documento oficialmente entregado por Moncayo y Pizarro (2015) en aquel momento a manera de relatoría luego de las conversaciones entre 12 expertos, asumió la denominación deconflicto social armado, y no sólo conflicto “armado” como lo suelen denominar los sectores más aferrados al statu quo. De esta forma, se reconoce que existen estrechas relaciones entre el conflicto armado y la realidad social del país.
Con base en una interpretación libre del documento mencionado, aquí se proponen ocho factores muy generales, considerados determinantes de la violencia del conflicto social armado, en el marco de lo que Habermas (1985/1989) denomina modernidad inconclusa, caracterizada en Colombia por un inequitativo, a veces irracional y, en todo caso, precario4 desarrollo institucional, económico y tecnológico. Los ocho factores determinantes son:
Las gestas históricas de la nación, que nunca han dejado de ser altamente convulsionadas.
La intolerancia y la corrupción de quienes han liderado al Estado.
Los modelos de desarrollo, inequitativos y devastadores de la naturaleza.
El despotismo de los acaudalados que han usufructuado al Estado.
La rabia de los desposeídos y marginados en cada periodo de nuestra historia.
Los discursos que designan a la violencia como el único medio para cambiar al statu quo.
La geopolítica, marcada por los centros mundiales de poder.
La ambición y la mezquindad cultivadas en una sociedad inequitativa e individualista (a este factor está asociado el narcotráfico).
Este texto se toma como marco temporal de la realización de la muestra de obras cinematográficas analizadas, al periodo que empieza en 1964, año en que autoproclamaron su existencia los dos grupos guerrilleros con los que el gobierno vigente en 2016 ha sostenido o anunciado negociaciones de paz: las FARC y el ELN.5 Existe al menos otro grupo guerrillero, el EPL (Ejército Popular de Liberación), que, sin embargo, se encuentra localizado en una zona muy restringida del país. Otros grupos ya se han disuelto.
Cabe señalar que a esta violencia también ha sido fomentada y ejercida con singular crueldad y saña por los grupos denominados pájaros (en la década de 1960), después paramilitares(desde finales de la década de 1980 hasta comienzos de este siglo), y actualmente bacrim, acrónimo de bandas criminales, auspiciados por sectores adinerados de derecha o por algunos integrantes de las fuerzas militares para contraatacar a los grupos guerrilleros, combatir a la protesta social, en la que ven a un semillero de las guerrillas y eliminan a quien -con criterios francamente segregacionistas- consideran inconveniente moralmente. Estos grupos también se han financiado mediante el narcotráfico, actividad que, a su vez, cuenta con sus propias estructuras de tipo criminal.
Ahora se intentará responder a la pregunta: ¿Cómo ha narrado el cine colombiano la tragedia del conflicto social armado?
Metodología
Se empleará un enfoque hermenéutico para aludir interpretativamente a 39 obras cinematográficas colombianas de largometraje, asumidas como ficciones que, por su extensión, alcanzan un amplio desarrollo temático. Se considera que heurísticamente todo documental es una ficción, razón por la cual se incluyen dos de ellos que resultan significativos para este análisis. Todas las obras han sido escogidas considerando que hacen referencia a uno o varios de los ocho factores mencionados en la introducción como componentes del conflicto social armado en Colombia, y serán analizadas en el contexto de una modernidad inconclusa y precaria.
Las obras cinematográficas, a su vez, serán consideradas en relación con tres conceptos de tragedia. El primero es el de Aristóteles, quien con base en su concepción del arte como mímesis o imitación de la realidad, afirma que un poema trágico es una obra poética en la que un personaje imita acciones nobles (Aristóteles, siglo IV).
Los personajes trágicos, según este punto de vista, deben superar numerosas peripecias, pero al final se encuentran con una revelación que, obviamente, ignoraban, y esta revelación los lleva a la destrucción moral o la muerte.
Los héroes o personajes trágicos de la antigüedad, en su condición humana, están siempre constreñidos por el destino que le han marcado los dioses, y los oráculos saben que es imposible escapar a ese designio. En la modernidad, según algunas tendencias teóricas, el destino parce ser demarcado por las fuerzas sociales, económicas y políticas.
El segundo concepto de tragedia es el de Nietzsche, quien considera que la naturaleza y la cultura están regidas por dos principios: el apolíneo y el dionisiaco (Nietzsche, 1871/1998). Lo apolíneo evoca al dios Apolo y está conformado por las formas, la organización, la estabilidad, la serenidad y la conciencia; mientras que el principio de lo dionisiaco evoca tanto al dios Dionisio como a la embriaguez, a las pasiones desbordadas, a lo eruptivo, lo convulso, e incluso lo terrible. Asimismo, Nietzsche considera que la tragedia es el rasgo vital que surge de la relación entre lo dionisiaco y lo apolíneo. Lo primero se manifiesta en la ebriedad y el arrojo con que los individuos se aventuran a vivir, y lo segundo en los hechos y las obras que constituyen la cultura en general y el arte en particular.
En tercer lugar está el concepto de Unamuno (1912), para quien el interés por la tragedia no se centra en la imitación de acciones nobles por parte de unos actores teatrales (ni mucho menos cinematográficos, puesto que en su época el cine ni siquiera era considerado arte); tampoco en las pasiones que halan como perros rabiosos a la vitalidad de los hombres rebosantes de arrojo, sino en las acciones que cada ser humano de carne y hueso auténticamente realiza para vivir plenamente aun con la conciencia de que un día será inevitable la muerte. Así cuestiona a la condición trágica caracterizada por la predestinación (aunque sea como mera representación), pero también se aparta de la impulsividad arrasadora y se identifica con un sentimiento del cual cada uno es forjador a lo largo de su deseo de vivir.
Desarrollo
Acciones nobles
Recuérdese que Edipo rey es la obra trágica de tipo aristotélico por excelencia. Por su parte, en Edipo alcalde (Triana, 1996) hay una recontextualización de la tragedia clásica en la Colombia contemporánea, dado que tanto guerrilleros como paramilitares, herederos de las pugnas históricas de la nación, hacen parte del destino ya descrito por el oráculo, un fabricante de ataúdes, acaso mensajero de la muerte. Layo, el gobernador, de manera inevitable, muere en un tiroteo muy probablemente a manos de. Edipo, alcalde de Tebas. Éste intenta salvar a su pueblo de la violencia; se casa con la viuda Yocasta, y al darse cuenta de su incesto, se arranca los ojos. De manera narrativamente un poco abrupta, termina deambulando como mendigo en medio de la violencia socioeconómica de Bogotá, tan desgraciada como las otras violencias.
Sin embargo, en el cine colombiano son pocos los personajes de los que se podría decir que imitan acciones nobles, asumiendo que éstas pudieran corresponder al ideal humanista de la modernidad, en términos de racionalidades altruistas o de progreso (Habermas, 1985/1989).
Quizá se pueda mencionar a Bolívar soy yo (Triana, 2002a), obra en la que se entreteje la ficción de una telenovela dentro de la ficción sobre la realidad misma con un marcado acento paródico, políticamente satírico, sobre las gestas de la república. En él la figura de el Libertador es empleada emblemáticamente por muchas fuerzas culturales, económicas, sociales y políticas de intereses divergentes y hasta opuestos o desquiciados, como ocurre con el actor Santiago Miranda.
También cabe en este caso María Cano(Loboguerrero, 1990), relato de ritmo desigual sobre la líder sindical y social de comienzos del siglo XX -cuando la modernización industrial intentaba arrancar en Colombia-, quien brilló durante algunos años, dentro de un marco que puede ser identificado por algunas marcas de la geopolítica mundial, y finalizó sus días opacada -o mejor dicho humillada-, víctima de la violencia moral y psicológica de la sociedad y por el machismo de quien fue su más cercano copartidario, hasta morir en el olvido.
Tal vez quepa un documental (asumiendo que heurísticamente toda obra cinematográfica es una ficción) con pocas puestas en escena -salvo si se acepta que toda entrevista lo es (Lozano, 2012)- que se titula Camilo, el cura guerrillero (Norden, 1974), en el que muchas personas que conocieron a Camilo Torres Restrepo reconstruyen la vida y lucha reivindicativa del sociólogo y sacerdote católico que a comienzos de la década de 1960 defendió un humanismo cristiano a partir de la doctrina social de la Iglesia del concilio vaticano primero realizado en 1869, y a la opción preferencial por los pobres derivada del concilio vaticano segundo realizado entre 1959 y 1963; asimismo, adoptó a la política como lugar teológico proponiendo lo que denominó amor eficaz; se rebeló contra el sistema capitalista en Colombia, y se retiró del sacerdocio e ingresó en 1965 al ELN, grupo en el que murió tres meses después, cuando participaba por primera vez en un combate contra las fuerzas del Estado.
No obstante, el caso más significativo es el de Gabriel, el sacerdote de La pasión de Gabriel (Restrepo, 2009), quien en un relato clásico con romance incluido promueve la justicia social y la honestidad en el manejo de recursos y asuntos públicos -acciones nobles- dentro del contexto de una historia en la que, al final, descubre que nadie cree en él, y es asesinado por aquellos a quienes denuncia y que bien pueden pertenecer al bando de la intolerancia y la corrupción de los gobernantes o al de quienes promueven discursos sobre la violencia como el medio efectivo para cambiar al statu quo.
También se puede considerar como modernos en el contexto colombiano a personajes que, aunque toman iniciativas, son apabullados por las circunstancias de tal modernidad, por precaria que esta sea. Dos obras de un mismo director, técnicamente imperfectas pero narrativamente muy expresivas en las que el modelo de desarrollo inequitativo y devastador de la naturaleza con su secuela la pobreza, pone en evidencia al fracaso del ideal moderno.
Estas obras son, por un lado, Raíces de piedra (Arzuaga, 1961), historia en la que el modelo de desarrollo devastador de Bogotá, la capital, resulta terriblemente humillante. En pleno proceso de urbanización consecuente al periodo de desplazamiento causado por la violencia liberal-conservadora de la década de 1950, Clemente trabaja tenazmente como obrero y escasamente sobrevive; Firulais, su amigo, le ironiza y se dedica al latrocinio. Un aciago día Clemente se accidenta y Firulais va a conseguir medicamentos, pero no encuentra ni solidaridad ni compasión, y cuando regresa al barrio ya es demasiado tarde porque clemente ha muerto.
Por otro lado, Augusto, en Pasado el meridiano (Arzuaga, 1964),6 es víctima del despotismo de los acaudalados que han usufructuado al Estado: sometido a la indolencia prepotente de su jefe, quien nunca llega para autorizarle que asista al velorio de su mamá y, mientras tanto, la ciudad sigue su rumbo incontenible e insolidario. Poder y progreso se confabulan para ensalzar a unos y humillar a otros.
En esta misma perspectiva, con una sólida estructura narrativa lineal, Mónica, en La vendedora de rosas (Gaviria, 1998), es una preadolescente huérfana que organiza a un grupo de niñas de edad similar para vender rosas en los centros nocturnos de Medellín. Pese a desenvolverse en ambientes de pobreza, delincuencia, marginalidad y drogadicción, dentro de lo que le permiten las circunstancias, ella denota decoro e ilusiones de progreso, en este caso, asociadas a la melancolía que le causa el recuerdo de su abuela ya muerta. Sin embargo, esas mismas circunstancias la cercaron y le impidieron escapar de la sentencia a muerte de El Zarco, quien no es más que el intermediario del sistema que la atenazó.
Algo análogo sucede con Toño y Paulina en La primera noche (Restrepo, 2003), que combina al flashback con la narración en paralelo de gran intensidad. Ellos, pese a su dignidad, están condenados a ser perseguidos, a ser pobres y desgraciados por haber nacido campesinos, en una zona de influencia guerrillera y en un país en conflicto; él aspira a obtener la libreta militar para después conseguir un trabajo y progresar -aunque no lo logra-, y ella, a sacar adelante a sus dos hijos -aunque tampoco lo logra-. El destino parece establecido de antemano por dos dioses particulares: la inequidad de la estructura social y la saña de los actores de la guerra.
En Siempreviva (López, 2015), aunque sin el vigor narrativo deseable, una familia inmersa en los desafíos que plantea la supervivencia en la modernidad deposita sus esperanzas de desahogo económico en una joven profesional, Julieta, quien, por desgracia, queda atrapada en el fuego cruzado entre el ejército y el entonces grupo guerrillero M-19 durante el asalto que dicha guerrilla realizara al Palacio de Justicia el 5 de noviembre de 1985.
Cabe señalar que es aún más difícil identificar obras cinematográficas en las que se pueda observar el factor que en este texto se denomina “la rabia de los desposeídos y marginados en cada periodo de nuestra historia”, referido líneas arriba. Esta dificultad revela, al mismo tiempo, que la cinematografía nacional no ha abordado muchos acontecimientos que han sido claves para la historia y la cultura nacional. Sin embargo, se puede mencionar a Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (Rodríguez y Silva, 1982), documental con voz en off y muchas puestas en escena (procedimiento ficcionador) en el que los autores dan cuenta de las luchas reivindicativas de los indígenas coconuco, luchas en las que muchos líderes han sido inmolados.
Quizás también se pueda mencionar en este ítem a Canaguaro (Kuzmanich, 1981), en la que con cierta vocación épica se hace referencia a algunos de los guerrilleros liberales de la década de 1950 en los llanos orientales de Colombia, insurrectos primero ante el gobierno conservador y después contra la dictadura militar. Su tragedia puede ser entendida como la humillación a la que los sometieron los jefes de los partidos políticos que los manipularon. Cabe anotar que, en la realidad, tal manipulación fue -entre otros- uno de los factores que estimularon al proceso que condujo al surgimiento de las FARC, el ELN y otros grupos guerrilleros ya desparecidos.
Igualmente, cabe la ya citada María Cano, pero ahora, para hacer referencia a su contexto dramático, en el que se alude a algunos movimientos reivindicativos entre los cuales el más relevante es el de la llamada huelga de las bananeras, que terminó en tragedia para sus participantes, dado que el ejército estatal los acalló a sangre y fuego.
Caso singular, dentro de esta noción de tragedia, es el de Manuel, en Los colores de la montaña (Arbeláez, 2011), que transcurre dentro la referencia espacial a una sola finca, en la que un niño que, por serlo, no tiene un gran propósito moderno en términos de lo que Kant llamó la mayoría de edad, es decir, en términos de ser ya un sujeto autónomo, pero sí está en esa ruta, por la vía de la formación que le dan sus padres y la sociedad, más la educación, recibida en la escuela; de hecho, él está motivado con el futbol, desea convertirse en un arquero y se aferra a un balón como su gran propiedad. Su finalidad es conservarlo, aun corriendo ingenuamente muchos riesgos. Que al final, el sostenido suspenso se resuelve cuando su mamá se lo lleva quién sabe para dónde, huyendo de la violencia resultante del modelo de desarrollo y de los enfrentamientos entre guerrilleros y paramilitares, aunque tampoco haya sido una acción autónoma de Manuel, sí lo encarrila dentro del deseo de progreso que mostró su padre, finalmente asesinado, que ha mostrado su tesonera madre y que con toda seguridad él ha asimilado.
Téngase en cuenta que en Colombia nunca ha existido producción industrial de cine. Hubo muchos años, mejor dicho, durante todo el siglo XX, en que sólo se producían dos o tres largometrajes al año, a lo sumo ocho o diez. En este siglo, en buena parte debido a la Ley de Cine, promulgada en 2003, esta producción ha tenido ligeros aumentos, y el 2015 batió récord al generar 36 (Anuario Estadístico del Cine Colombiano, 2015). En 1916, año en que se firmó el acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las FARC, esta cifra no se modificó sustancialmente. Así pues, ante la baja producción cinematográfica, las obras cinematográficas colombianas, que suceden en contextos o circunstancias de violencia, bien puede estar respondiendo a la urgencia de expresar a las maneras como vivimos la tragedia, o en otras palabras, acaso esa sea una de las formas en que hacemos catarsis, que es una tarea que se le encargó a la tragedia clásica.7 Quizás por esta razón se pueda aceptar como catárticas a las obras cinematográficas que aluden a la violencia política, pero también al bandidaje y al narcotráfico, como se verá a continuación.
Lo dionisiaco
La violencia también puede ser considerada como manifestación de los aspectos dionisiacos de la realidad colombiana. En esta dirección, en el cine colombiano son pocos los personajes lanzados desde sus pasiones a la conquista del mundo y con ansias de poder. El propio Bolívar es uno de ellos, y más específicamente lo es Santiago Miranda, personaje que llega a tal punto de delirio (en este caso, sustitutivo de la ebriedad), que en un momento dado él mismo se considera Simón Bolívar en la ya mencionadaBolívar soy yo, hasta morir en un alegórico asalto guerrillero.
En Caín (Nieto, 1984), un personaje aparentemente anodino, dentro de un planteamiento melodramático estereotipado que encamina a su carácter trágico, Caín, hijo espurio de un hacendado, acumula rencores durante el marginamiento en que ha sido criado y asesina a su hermano Abel en disputa por el amor de Margarita, luego de lo cual él y ella huyen y se unen al grupo de un bandolero.
Los que sí son frecuentes son los relatos que resultan trágicos no sólo porque muestran situaciones de pasiones desbordadas -aunque por medio de estructuras narrativas clásicas pretenden a lo apolíneo-, sino porque lo terrible, el sufrimiento y la muerte cobran fuerza, incluso a veces por encima de la propuesta formal. Quizás un aparente desbalance en el que lo dionisiaco -en cuanto convulso- resalta sobre lo apolíneo sea lo que le moleste a alguna parte del público colombiano que siente poco o mucho desdén por las historias contextualizadas en circunstancias de violencia.
Se puede suponer que la existencia del conflicto social armado haya marcado con elementos dionisiacos -en sus acepciones más protodevastadoras- a la concepción de personajes violentos dentro del cine de ficción hecho en Colombia. Quizás sea el componente social del conflicto lo que haya configurado a personajes individualistas y ambiciosos. Así, por ejemplo, en El rey (Dorado, 2004), ejemplar de cine negro,8 un hombre de bajos recursos económicos, pero ambicioso, astuto y sin escrúpulos, se interesa por las actividades ilícitas; con perversa solidaridad le ofrece trabajo a varios de sus amigos y menesterosos hasta convertirse en un mafioso avaro y sangriento.
Por esa misma vía se puede apreciar a Cóndores no entierran todos los días (Norden, 1984), afincada dramatúrgicamente en la referencia a un personaje y unos acontecimientos concretos de la historia colombiana; ligada ciertamente a elementos despreciados por Nietzsche, como el conservadurismo vinculado a un catolicismo recalcitrante, pero también a la estructura gamonalistae intolerante de la sociedad y, en todo caso, todo ello arrastrado por un apasionamiento partidario desbordado, lo cual propicia que se busque controlar al poder mediante mediciones de temperamento y de fuerza.
Una saña similar se observa en quienes en la cruda Perro come perro (Moreno, 2008) se disputan un botín hasta destruirse moral y físicamente. Una despótica sed de poder y de sangre parece estar también de quienes asesinan a una montaña de hombres en Todos tus muertos (Moreno, 2011).
Por su parte, PVC-1 (Stathoulopoulos, 2008), aunque más interesada en la formalidad del plano secuencia que en los personajes, muestra la brutalidad y la crueldad de unos delincuentes liderados por Benjamín que, en mezquina búsqueda de lucro, someten a una intensa tortura psicológica a una familia, cuya madre muere, en parte por la falta de una reacción institucional eficaz, representada por la parsimonia del experto en explosivos.
En el blanco y negro dramáticamente intenso y visualmente delicado de La sombra del caminante (Guerra, 2004), parece haber una denuncia de la inutilidad de los llamados a la reconciliación porque, en el fondo, lo que hay es una violencia cultural que impone a su mezquindad sobre la violencia política. En las calles, unos muchachos golpean a Mañe aprovechando que es lisiado; en tanto que la policía persigue al silleteroque es analfabeto y que, de ser victimario de la familia de Mañe, pasa a ser su víctima cuando aquél esconde la planta de cuya infusión depende su vida. Entonces parece que no queda más alternativa que convivir como fieras o preguntarnos si en medio del abigarramiento social, acaso es posible el perdón.
En el acervo fílmico colombiano es frecuente encontrar este tipo de personajes, elaborados tal vez con intenciones crítico-reflexivas, acerca de nuestra sociedad, como sucede con Roberto Hurtado, el vampiresco potentado azucarero -ejemplo del despotismo de los acaudalados que han usufructuado al Estado- quien manda asesinar personas para obtener la sangre que requiere para sobrevivir en la estilísticamente escueta Pura sangre (Ospina, 1982).
Carne de tu carne (Mayolo, 1983), con algo de estridencia, también acude a los mitos y a las pasiones que arrastran a los adolescentes Andrés y Margareth, cuya incestuosa relación permite sacar a la luz del recuerdo familiar historias tenebrosas de violencia social y política en Colombia que involucran a acaudalados y políticos.
Por su parte, Como el gato y el ratón (Triana, 2002b) acentúa o quizás exacerba a la complejidad de los individuos en tono de parodia al melodrama y muestra a las familias Cristancho y Brochero, desplazadas y pauperizadas, que se envuelven en la intolerancia y paulatinamente caen en la rabia, la envidia, la agresión, la traición y la venganza, como si sus comportamientos fueran una caja de Pandora.
A despecho del sexismo que se puede acusar en Nietzsche, en Rosario Tijeras, (2005), obra más espectacular que reflexiva, la trágica suerte de Rosario la hace víctima de la violencia sexual desde pequeña, cuando es violada, y también de joven, cuando es vendida; su entorno cultural en las comunas populares es violento y ella, además de temperamental, es astuta y arriesgada, de ahí que desarrolle un siniestro y comprensible sentido de la venganza y la sevicia, que a la postre también la llevan a la muerte.
El pesimismo
Abad (2016) ha acuñado la idea de que la perduración de la guerra ha marcado el carácter de los colombianos. En este texto, se asume que se puede estar aludiendo al carácter de los realizadores de cine en tanto ciudadanos colombianos. De esta manera, se puede pasar de las instancias narrativas9 (Chatman, 1990) relacionadas con la construcción de los personajes y la trama, hacia algunas consideraciones más directas sobre el discurso del autor.
Ese carácter bien puede estar asociado al sentimiento trágico que, según Unamuno, depende del optimismo o del pesimismo con que cada quien se mueva en la vida.
De cualquier manera, para identificar al optimismo o al pesimismo del autor, resultan importantes las motivaciones y finalidades según se referenciaron en la introducción de acuerdo con Ricoeur y que se traslucen en sus personajes. Ellas ponen en evidencia a la discusión acerca de si tiene sentido que los sujetos se fijen propósitos o no, lo cual, al mismo tiempo, proyecta implicaciones ideológicas precisamente a partir de lo que los agentes hacen o dicen en la obra cinematográfica (Lozano, 2016).
Actualmente, este aspecto está relacionado con la discusión entre el sujeto moderno y el posmoderno. Se supone que el primero está motivado por el humanismo, guiado a su vez por valores como la libertad y la razón (como ya se mencionó al comienzo del artículo), y asume como finalidad proyectos afincados en una noción optimista de progreso. Las distorsiones del ideal moderno tienen como motivación a la ambición individualista y como finalidad a la instrumentación de la naturaleza y de las personas, la acumulación de capital y el poder; el sujeto posmoderno, por su parte, tiene motivaciones dispersas o incluso no las tiene y, por tanto, tampoco se plantea finalidades unívocas y mucho menos de largo aliento.
De las reflexiones y ejemplificación sobre las dos anteriores nociones de tragedia se puede derivar que en el cine colombiano hay muy pocos ejemplos de optimismo trágico, es decir, con gestas nacionales, empresas promisorias o incluso luchas reivindicativas. No obstante, se puede volver a mencionar a Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (Rodríguez y Silva, 1982), obra en la que hay un punto de vista claramente esperanzado pese a la certeza de que la muerte es siempre una terrible posibilidad en toda lucha contra la intolerancia y la corrupción de quienes han liderado al Estado, los modelos de desarrollo, inequitativos y devastadores de la naturaleza y el despotismo de los acaudalados que han usufructuado al Estado.
También se puede incluir nuevamente a Camilo, el cura guerrillero (Norden, 1974), en el que se alude a la tenacidad, compromiso y optimismo de aquel malogrado sacerdote. Por su parte, huelga destacar que en La vendedora de Rosashay un cierto optimismo por contraste al destacar a ciertos valores manifestados principalmente por Mónica, pero también en otras situaciones -como en la rabia de Don Héctor cuando se entera que el Zarco ha asesinado a un taxista- que denuncia las precariedades de las condiciones de vida o un morbo en la exposición cruda de las actitudes o el vocabulario empleado por los personajes. Lo que se resalta es la existencia de unos modos de vivir que brotan desde la marginalidad y coexisten con las apariencias del statu quo.
Por otro lado, en La sociedad del semáforo (Mendoza, 2010), con aparente estoicismo ante la inevitable violencia que genera la desigualdad social, parece haber un paradójico optimismo que prefiere enfatizar en las motivaciones y finalidades culturales de los pobres. En esta obra de rasgos narrativos abigarrados, Raúl Tréllez se propone manipular el tiempo que duran los semáforos en rojo para ampliar la posibilidad de desempeño de los estridentes e itinerantes artistas y vendedores callejeros. El significado de aquellos señalizadores urbanos se traslada desde la regulación de la movilidad urbana hasta llegar a ser un fenómeno casi natural, lejos de cualquier cuestionamiento a la estructura sociopolítica y en medio de la certeza de morir en la pobreza.
Entonces el pesimismo de los cineastas sobre la sociedad colombiana y su historia se estaría insinuando, por ejemplo, a través de la relevancia concedida a las distorsiones del humanismo tal como se observa crudamente en Pura sangre y en Carne de tu carne. Otro caso es el del ya mencionado León María Lozano, quien en Cóndores no entierran todos los días alienta a su pasión y libre albedrío con valores católicos bastante retrógrados y rigurosos que eleva a la categoría de principios; con ellos mismos organiza clandestinamente a hombres armados llamados pájaros, procedentes del Partido Conservador, para asesinar a los liberales, quienes antes le habían servido; esa felonía parece ser una condena para los colombianos.
En una tónica similar, Pedro Rey, en El rey, impulsado por la ambición, se torna violento, traiciona a su esposa y hasta manda a matar a su mejor amigo, El Pollo. Este mismo tipo de motivaciones y finalidades se evidencian en Gerardo, el neófito y violento narcotraficante que primero introduce en su negocio al ingeniero Santiago Restrepo y después lo traiciona secuestrándolo, en la gangsteril Sumas y restas (Gaviria, 2005); a la postre, Santiago cobra venganza acribillando a Gerardo.
Un caso más de satírica ambición e instrumentación humana es el de El Orejón, Peñaranda y Benítez, en Perro come perro (Moreno, 2008), quienes nunca se cuestionan sobre la moralidad del origen del botín ni de los procedimientos con que se lo disputan.
Quizás el más pesimista de los cineastas colombianos sea Felipe Aljure, quien en Colombian dream (2006), con un gran virtuosismo en el manejo de cámara y edición, alcanzando incluso algunas rupturas con el modo de representación institucional10 (Burch, 1999/2008), muestra como sátira pero también como reflexión a una estirpe, metonimia de todo el país, marcada por la codicia, la perversión y la ausencia de escrúpulos.
Por su parte, en Como el gato y el ratón, todo el barrio, ciertamente abandonado por el Estado, se abandona aún más a la destrucción de lo que había sido su mayor logro: instalar la electricidad, invento que caracteriza a la modernidad y que, sin embrago, no había llegado a este alejado sector en el filo entre los siglos XX y XXI. Hasta Esperanza y Consuelo, alegóricos nombres de las esposas de Miguel y Cayetano, se trenzan en una fatal pelea que no logra contener Kennedy, el ecuánime edil. Todo parece señalar que pobreza no es sinónimo de bondad.
En Soplo de vida (Ospina, 1999), la investigación de Emerson Fierro, en tono de cine negro, permite plantear la tragedia de Golondrina, personaje femenino que dentro del relato es un personaje secundario o, si se prefiere, tiene una función dramática muy cercana a la de un objeto deseado (o, en este caso, buscado). Esta obra, con su galería de personajes y como es comprensible con el género de cine negro, dentro del cual se inscribe, resulta notablemente reflexiva por vía del pesimismo.
Por otro lado, el pesimismo político subyace en la ya mencionada Siempreviva, de la que se desprende una cierta incredulidad en el sistema judicial, que ha sido incapaz de esclarecer la desaparición de Julieta, la joven abogada en los hechos del Palacio de Justicia. En tanto que un pesimismo político con aliento poético es el que se trasluce en Retratos en un mar de mentiras (2010), relato en el que Marina, traumatizada por la masacre en la que perdió a su familia, luego de pasar otras tantas vicisitudes acompañada de su primo Jairo, recupera los documentos de propiedad de las tierras que le pertenecen. Pero todo es inútil, el destino trazado por la violencia paramilitar la lleva a ver morir a Jairo junto al mar que él solía evocar en sus fotografías de rústica fantasía, y ella queda tan desamparada como ha estado siempre.
En cambio, resulta melancólica la tragedia de Simón y su padre, quienes en Jardín de amapolas (Melo, 2014), huyendo de un grupo armado llegan a un lugar donde se cultivan amapolas y se procesa heroína, por lo que se vive en una zozobra peor. Contada con lirismo desde el punto de vista del niño, se muestra a la gente del campo atrapada entre la pobreza y la violencia, sin derecho a tener ilusiones de futuro.
Un pesimismo individualizado se asoma entre personajes sin una finalidad social predefinida como Don Daniel, en El vuelco del cangrejo (Ruiz, 2010), quien, frustrado y escéptico con el país violento en el que vive, parece no tener motivaciones más allá de irse, lo cual tiene visos de pos modernidad, y su débil finalidad es encontrar una manera de emigrar sin que al final tampoco lo logre. Ni siquiera alcanza su reencuentro consigo mismo.
Ofelia, la víctima en PVC-1 (Stathoulopoulos, 2008), es un ejemplo de motivaciones por coerción en la acepción de Ricoeur, ya que las motivaciones no siempre son eufóricas. La bomba que le han atado al cuello los hombres de Benjamín tiene un límite de tiempo para explotar. Su angustia no es, ni podría ser, patológica ni intelectual y mucho menos volitiva. Sus desvaríos son la consecuencia de aquella penosa situación.
Dentro de esta noción de tragedia resulta elocuente el caso de Ancízar López, personaje de El arriero (Calle, 2009), ambicioso e individualista, al punto que se puede pensar que es un neoliberal aunque -paradójicamente- pobre, que tiene definida de manera clara como finalidad salir de la pobreza por medio del narcotráfico con todos los actos violentos que esa actividad implica. Así logra acumular dinero y manipular a dos mujeres (quienes, a la postre, se confabulan para cobrar venganza). Al final, derrotado y hastiado con los espejismos de la riqueza, aunque quizás orgulloso de la sabiduría adquirida a lo largo de tanta vicisitud, este hombre termina yéndose a subsistir como pescador artesanal en un pueblo alejado, sin un gran propósito moderno y sí con una gran carga de escepticismo.
A modo de conclusión
1. Acaso a tono con el carácter inconcluso y precario de nuestra modernidad, escasean en Colombia obras cinematográficas relacionadas con el conflicto social armado y que se puedan asimilar a la idea hegeliana de tragedia (Hegel, 1831/2007). En ésta, los individuos se lanzan en ejercicio de su libertad individual, bien sea a dominar al mundo como héroes o empresarios fundadores, bien sea a transformar a la sociedad como líderes sociales y políticos (aunque Bolívar, María Cano y Camilo Torres Restrepo encuadren un poco en esta perspectiva pese al peso que sobre ellos tienen las circunstancias), o bien sea a vivir su intimidad como amantes o practicantes de alguna pasión muy personal.
2. Además de la tragedia directamente alusiva al conflicto social armado, existen en el cine colombiano otras obras cinematográficas de carácter trágico que se desarrollan alrededor de otro tipo de conflictos. Entre ellas están, por ejemplo: La mansión de Araucaima (Mayolo, 1986), en la que se observa otro tipo de ambición de poder, que ya no es estatal, sino interpersonal y pasional. Esta obra, pese a su aparente -o quizás parcial- ruptura con el MRI, tiene una estructura lineal basada en la historia de Ángela, una actriz que se rebela y huye del rodaje de una película comercial para enredarse con los personajes de la mansión, donde muere.
Hay también una violencia al parecer arraigada en el discurso individualista de la cultura machista, como en Tiempo de morir(Triana, 1985), obra de parlamentos solemnes en la que, sin hacer alusión a un lugar específico ni a una teleología particular, brota de una cierta predisposición del macho hacia el ataque. Así le sucedió a Juan Záyago al matar a Raúl Moscote; lo mismo le pasó a Julián Moscote, quien murió al intentar la venganza de su padre; y ese fue el destino inevitable de Pedro al matar a Juan. La madre de los Moscote, la amante de Julián y la mujer de Pedro, en tanto mujeres, permanecen como confidentes o consejeras de las decisiones de vida y muerte, en todo caso marginadas.
Pese a tener una fuerte presencia extranjera en la producción, por la significativa presencia de García Márquez y de lo que entonces era Focine (Compañía para el Fomento Cinematográfico de Colombia), vale destacar a Crónica de una muerte anunciada(Rosi, 1987), en la que, mediante un flashback y dentro de un ambiente aristocrático de provincia en el que se traslucen relaciones de poder características de la sociedad colonial colombiana, Santiago Nassar -acaso atrapado en su inocencia- es asesinado por los hermanos Vicario, quienes lo acusan de haber malogrado el matrimonio de su hermana Ángela con Bayardo San Román. En este caso, es el valor concedido culturalmente al mito de la virginidad.
3. Quienes han escrito acerca de la tragedia no lo han hecho claramente acerca de la comedia. Aristóteles, escasamente esbozó que el personaje cómico imita acciones ridículas; de Nietzsche se puede deducir que dado que la ebriedad también lleva a lo festivo, de allí se deriva la comedia; desde Unamuno, en vista de que no se refiere a la representación, se puede considerar que la comedia es una situación humana que puede resultar indistintamente tanto del optimismo como del pesimismo.
En lo que respecta a la relación entre la violencia y la comedia vale destacar, en el primer caso, a Golpe de estadio (Cabrera, 1998), en la que el ejército y la guerrilla detienen sus enfrentamientos feroces y nobles -según la perspectiva desde la cual se les mire- hasta ridiculizarlas frente al apasionamiento por el futbol. Al final, como corresponde a las soluciones casuales y felices de la comedia, unos y otros celebran el triunfo del equipo colombiano.
En cuanto a la inequidad social, El man (Trompetero, 2009) parodia a un superhéroe que ayuda los habitantes de un barrio pobre a que se burlen de un ambicioso ricachón y palien a sus precarias condiciones de subsistencia hasta terminar optimistamente en una economía basada en el trueque que anula al dinero y sus implicaciones excluyentes.
En el segundo caso no hay una obra cinematográfica colombiana claramente identificable, aunque quizás se pueda mencionar a La deuda(Álvarez y Buenaventura, 1997), obra plena de leyenda, ironía y poesía burlesca alrededor de la culpabilidad que sienten los habitantes de un pueblo, presos de la ambición, por el asesinato de su máximo acreedor, un comerciante turco. Acaso pueda mencionarse también a una historia de cierta melancolía: El último carnaval (McCausland, 1998), en la que Benjamín García se disfraza de Drácula durante 25 años en el carnaval de Barranquilla, y al final muerde realmente a una persona. El hombre muere sin renunciar a su espíritu festivo.
Dentro de la concepción de Unamuno, viene a la memoria por la vía del optimismo La estrategia del caracol (Cabrera, 1993), en la que Perro Romero y Jacinto argumentan razones en defensa del derecho y la libertad frente a la arbitrariedad y la prepotencia, de tal manera que lideran a los pintorescos residentes de una vieja casona para que se burlen de Holguín, el casateniente que los despoja, llevándose todo el interior de la casa y dejándole escasamente una fachada pintada. Por la vía del pesimismo, los teatreros de Los actores del conflicto (Duque, 2008), cuyo propósito es realizarse como artistas, dentro del respeto a los derechos ciudadanos, resultan involucrados involuntariamente en el tráfico de armas. Ellos intentan sacar partido a esta circunstancia en favor de su labor artística, pero fracasan porque no tienen talante para los negocios de la guerra. Por tal motivo, deciden arreglárselas para entregar las armas y reiniciar su producción artística con una anhelada gira internacional, impotentes ante las estructuras mafiosas que los manipularon y que quedan intactas.
4. Si Colombia encuentra alternativas para darle otros rumbos políticos a las causas y consecuencias del conflicto social armado, quizás cambien también tanto las circunstancias, los rasgos apolíneos y dionisiacos de la tragedia, como el ánimo de los realizadores cinematográficos. De todas maneras, es necesario reconocer que aún en el contexto del conflicto social armado, las obras cinematográficas colombianas han abordado situaciones relacionadas con diferentes aspectos de la condición humana en la modernidad, por ejemplo, desde la solidaridad hasta la codicia, pasando por el amor, la soledad, la aventura y otros rasgos más.
5. Incluso desde la tragedia, todavía quedan aspectos de la cultura y la sociedad colombiana que pueden ser abordados, tal vez construyendo héroes fundantes, personajes aventureros, individuos optimistas o psicologías complejas. Simultáneamente con el abordaje de la tragedia como género, el cine colombiano está acaso en mora de arriesgar mucho más en las estructuras narrativas y, en general, los modos de representación fílmica.
6. Le convendría al cine colombiano ampliar sus posibilidades de manera más notoria a otras categorías estéticas como la comedia, en la que si bien se ha incursionado varias veces, ha escaseado especialmente un arraigo en lo dionisiaco festivo. Así la educación podría encontrar en las obras cinematográficas colombianas no tanto una fuente de constatación histórica como sí un referente para la formación, que a través de la vivencia estética puede ayudar a conversar ya a discutir acerca de nuestra historia.
7. Es conveniente para la cultura colombiana continuar ampliando las oportunidades jurídicas y económicas para, a su vez, ampliar a la producción cinematográfica nacional hacia diversos aspectos de la historia nacional que permanecen ausentes de la cultura audiovisual, tan propia de nuestro tiempo. No sobra señalar que la indagación acerca de la historia de Colombia y, particularmente, acerca del conflicto social armado, se facilita cada vez más gracias al desarrollo y difusión de las tecnologías audiovisuales.