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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.18 no.47 Ciudad de México sep./dic. 2021  Epub 17-Oct-2022

https://doi.org/10.29092/uacm.v18i47.889 

Reseñas

Auschwitz, Hiroshima, Kolymá

Diego Tatián* 

*Docente universitario en la Universidad Nacional de San Martín, Argentina y trabaja como investigador Independiente del Conicet en el Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas (UNSAM). Correo electrónico: idh@cordoba-conicet.gov.ar diegotatian@gmail.com

Pamplona, F. 2020. Anhelos de destrucción. Reflexiones sobre poder, violencia y cultura. Guadalajara: Pollo Blanco


Uno

Anhelos de destrucción… es un anhelo de comprensión; un laboratorio de interrogación sobre la condición contemporánea; la puesta en obra de un arte de descifrar que tributa a la gran tradición del ensayo. No casualmente abre con un pasaje de Montaigne como su pórtico general.

Ese pasaje proviene del ensayo El arte de la discusión. Francisco Pamplona revitaliza ese antiguo arte para las ciencias sociales y las humanidades, y para comprender la relación entre ambas. El poder, la violencia, los anhelos de destrucción y el sentido de la cultura han sido, en efecto, clásicos objetos de comprensión por las ciencias sociales y las humanidades.

En este caso, ese trabajo (que asume la diseminación de sus materiales y se vale de instrumentos heteróclitos, como si la extensa biblioteca a la que recurre fuera un cajón de sastre o un taller de lenguajes para decir lo indecible o lo que no ha sido dicho aún), tiene su centro de gravedad en tres palabras: Auschwitz, Hiroshima, Kolymá. Tres palabras, tres lugares que designan no tanto lugares geográficos como tópoi espirituales que forman el nudo con el que debe confrontarse el pensamiento, es decir la filosofía política, las ciencias sociales, el arte, la literatura… Pues ningún especialismo será capaz de abarcar la complejidad de sentidos que esa comprensión requiere.

Francisco Pamplona se sumerge en las destrucciones del siglo XX, en la minucia de sus efectos, en los escondrijos de sus restos. Para ello se convoca a los grandes nombres de la filosofía y el pensamiento social (como Arendt, Zizek, Schmitt, Patocka, Kosík, Freud, Elías, Foucault o Cioran), pero particularmente relevante se revela un hilo rojo trazado por la literatura y un privilegio a la importancia de la poesía y la ficción para la construcción del arte de descifrar que Anhelos de destrucción… lleva adelante: Kafka, Mandelstam, Celan, Calvino, Duras, Beckett, Kensaburo Oé, Shakespeare, Maupassant, Cortázar, Melville, Kundera…, o escritores anfibios como Canetti, Blanchot y Bataille.

Quizá la tarea de la literatura y las humanidades frente a lo que esos tres nombres -Auschwitz, Hiroshima, Kolymá- encr iptan, no tiene por materia tanto los hechos -aunque por supuesto también ellos- como el sentido o el sin sentido que revisten. Y tal vez sea esa la mayor ofrenda del conocimiento humanístico, en tanto bien común que interroga acerca de la finitud por la que nuestra condición está irremisiblemente determinada. Encontramos de esto un rastro en una cita de Karel Kosík que Francisco Pamplona transcribe en el ensayo sobre “el absurdo y lo ambiguo en la literatura”. Esa cita dice: “De lo que la gente quiere ser protegida, lo que evita y de lo que quiere deshacerse, no es de los ritos finales, o de la muerte, o de la tristeza, sino más bien del absurdo. No podemos encontrarnos con propiedad en el absurdo; perdemos la confianza en nosotros mismos; somos incapaces de ver relaciones causales”. Y, agregamos, perdemos el mundo, entendido no como conjunto de hechos sino como una trama de significados y un plexo de sentidos. En el sentido en que lo decía la activista y poeta norteamericana Muriel Rukeyser: “El mundo no está hecho de átomos, está hecho de historias”. O la escritora danesa Karen Blixen (que Hannah Arendt cita con frecuencia): “Todos los dolores pueden ser soportados, a condición que seamos capaces de hacer un relato con ellos”. Es decir, de darles un sentido -que en sí mismos- nunca tienen. Lo insoportable no es el dolor sino su sinsentido. Por eso hablamos, por eso escribimos.

De la enorme riqueza de este libro, que aborda una vastedad de fenómenos -vinculados por la pregunta sobre los anhelos de destrucción-, elijo detenerme solo en uno de sus motivos, que en mi opinión puede ser considerado como el núcleo que anima esa diversidad, a la vez que la dota de unidad y le confiere una inscripción teórica. Me refiero a la indagación por el sentido y la tarea de las humanidades ante la destrucción que no cesa. El conjunto de textos que este libro reúne, en efecto, fueron redactados antes de la situación en la que la humanidad se halla sumida desde hace un año, pero revelan una extraña eficacia para pensarla. Esa situación es la que un poco crípticamente llamaremos el “fin del mundo”, o la “destrucción del mundo” como consumación del anhelo o los anhelos que el libro que nos convoca indaga. Por supuesto destrucción no equivale aquí a desaparición, sino tal vez establece la forma al fin hallada de lo que hace 80 años Martin Heidegger llamó “la época de la imagen del mundo”: en este caso, la reducción del mundo a una creciente virtualidad.

Dos

Más allá de la crítica de las humanidades -aunque sin dejar de tomar nota de ella- como un culto a “varones, blancos, muertos”… la pregunta por la persistencia de la historia, del arte y de las letras implica la pregunta por el presente, la pregunta por el humanismo y por el vínculo entre las humanidades y los derechos humanos. Humanidades no solo en tanto estudio de los que los seres humanos han hecho y pensado, sino una protección del sentido que los seres humanos fueron capaces de acuñar en su diálogo con la finitud, es decir con la destrucción, con su extraño anhelo, y con la muerte. No solo lo que vuelve objetos de ciencia a los documentos, los monumentos y los vestigios de la aventura humana en la historia, sino también objeto de pensamiento a las acuñaciones de sentido obtenidas de la experiencia de la fragilidad del bien, de las preguntas que aloja el ser en común y los derechos que consideramos humanos. Las humanidades interpelan por tanto a las generaciones no solo como una “disciplina” sino como un diálogo que renueva el “cuidado del mundo”. ¿Qué significa esta expresión, en la consumación de “la época de la imagen del mundo”?

Cuidado del mundo busca intencionar aquí una interrupción del “mundo” en sentido fáctico-positivista, donde por tanto mundo no equivale al conjunto de todo lo que hay sino más bien invoca una excedencia y la apertura que lo hace posible. Así, mundo es también lo que no hay, lo ausente, lo que falta -por estar retraído, hallarse escondido o no haber sido inventado aún-; lo posible, lo perdido, lo que se sustrae o no se deja ver (lo ex-óptico). El estudio de las humanidades como cuidado del mundo así comprendido -donde mundo no es un concepto físico sino fenomenológico, o hermenéutico- aloja una pietas a la vez que una inadecuación crítica. A diferencia de la Tierra o el Universo, mundo es lo indeterminado que cada nueva generación deberá concebir y crear. Y el lenguaje humano preservar.

Expresiones tales como “leer el libro del mundo”, “comprender el mundo”, “transformar el mundo” o “cuidar el mundo” abren la tarea a una complejidad irreductible a lo que ya está ahí, presente y a la mano, a lo que puede ser comprendido por todos y por todos de la misma manera, lo que redundaría exactamente en una pérdida del mundo. En efecto, mundo no es un concepto autoevidente ni un sistema de evidencias disponibles sino una opacidad y una indeterminación que revelan su significado a la experiencia solo merced a un trabajo de las ideas y a resultas de una praxis cultural. Sin esa experiencia así constituida no habría mundo en sentido pleno. La política, el conocimiento y la transmisión del conocimiento, el arte, el pensamiento, las humanidades son formas de cuidado del mundo si nos mantenemos atentos a lo que no está ahí, a lo que no hay, a lo que hubo alguna vez y se perdió o a lo por venir: idiografía de lo que es singular y de lo que es raro. Cuidado del mundo alberga así una interrupción del circuito que establecen los significados impuestos por lo que ha vencido, lo que normalmente llamamos “realidad”. En el juego de lenguaje que se trata de proponer, mundo es lo que hace un hueco en la realidad, lo que permite entrever detrás, lo que la destotaliza y la mantiene en el abismo.

Cuidado entonces como protección de lo que está bajo amenaza por fragilidad, también como memoria de lo que efectivamente se perdió y como preservación de la pregunta por lo que difiere, o llega de otra parte. Pero también sería necesario indagar el sentido subjetivo del genitivo: cuidado del mundo. Mundo como algo que cuidar y, a la vez, como algo de lo que tener cuidado.

La interrogación que movilizan los textos de Francisco Pamplona en torno a eso carente de concepto que sugieren los nombres propios Auschwitz, Hiroshima, Kolymá -o, más vagamente, los nombres comunes poder, violencia y destrucción-, se vale, como dijimos, de una pluralidad de registros subordinados a un propósito de comprensión de eso que yace en el fondo de las vidas y las sociedades, que no es instituyente ni destituyente, sino impropio. Lo “impropio” procura nombrar algo que acompaña la aventura humana de lo que no disponemos. El pensamiento, el lenguaje, la memoria, en su núcleo involuntario están atravesados de impropiedades que los despoja de su carácter instrumental y disipa toda ilusión de dominio. Allí -más que en lo propiamente humano- es donde las humanidades encuentran su tarea: en la insistencia por despejar otro espacio y otro tiempo que atesoren -según la expresión de Karel Kosík relevada por Pamplona- la posibilidad de una “existencia poética”.

Lo impropio no es algo con lo que se pueda hacer algo; sólo es pasible de una lucidez que se obtiene en el arte, la política, la filosofía, o se revela en personajes de la literatura como el Bartleby de Melville (en el que Pamplona se detiene con agudeza). Impropio es lo común, lo que no es propiedad de nadie (que no equivale a decir que es propiedad de todos) y no podría ser objeto de apropiación, individual ni colectiva. Pero eso común no es algo que esté ya ahí al alcance de todos. Es lo que resulta de una tarea y de una experiencia; es siempre un descubrimiento, un hallazgo de lo que no se compone. Lo impropio no es algo como una meta a lograr, ni encierra un carácter propositivo de ningún tipo, más bien pretende considerar una dimensión de la experiencia humana, tomarla en cuenta para -negativamente- evitar las instancias sacrificiales que se producen si no se lo hace. Acaso los desastres del llamado comunismo real no son completamente ajenos a una supresión de ese registro.

Tres

En su importante y necesaria reflexión acerca de la interlocución entre filosofía política, literatura, ciencias sociales y humanidades, Francisco Pamplona refiere al Manifiesto por las ciencias sociales que años atrás publicaron los sociólogos Craig Calhoun y Michel Wieviorka. Creo necesario, igualmente, una autoexigencia intelectual que afronte la pregunta “¿para qué aún humanidades?”, cuya respuesta, en mi opinión, no resulta autoevidente.

Cuando a comienzos de los años 80 el Ministerio de Educación francés dispuso la supresión de la asignatura filosofía en las escuelas medias, el filósofo Jacques Derrida acuñó la expresión “derecho a la filosofía”. En ese contexto, fundó el Collège International de Philosophie en octubre de 1983 y tres meses más tarde dictó el curso Le droit à la philosophie en la École Normal Supérieure. En el mismo sentido, cuando hoy se sanciona la irrelevancia social de las humanidades y se arguye su escaso “impacto” para el sistema productivo vigente como fundamento de su desfinanciamiento público, la expresión “derecho a las humanidades” aquí propuesta reviste un sentido primariamente político que las concibe como un bien común y como un lugar común, aunque no exento de secretos.

Si nos obcecamos en mantener la palabra “humanidades” y asignarle el estatuto de un derecho social, es para introducir un litigio paradójicamente conservacionista en su significado y llamar humanidades a ninguna abstracción sino a la protección de lo singular sin equivalente. Concebir de este modo a las humanidades -recuperarlas de su funcionalidad con el terror, pues es necesario no olvidar que Auschwitz, Hiroshima y Kolymá no son ajenos al “humanismo”- procura activar las preguntas que aloja la investigación sobre el sentido de estar juntos, para inspirar con ellas nuevas resistencias frente a la violencia extractiva de los cuerpos y a la reducción de la experiencia. En tanto avatares del pensamiento crítico, las humanidades atesoran una renovada vitalidad democrática por cuanto permiten trascender las identidades narcisistas, desarrollar la imaginación, sostener una curiosidad por las vidas ajenas y extender la empatía. Resignificar las humanidades desde la precariedad -a distancia de cualquier tentación estetizante- permite considerarlas como lugar del otro, como invención y novedad, como conservación de lo que se halla amenazado de pérdida y transformación de lo oprobioso en la existencia que nos toca para dejar venir lo que no ha tenido lugar hasta ahora. Lo imprevisto es el ser humano mismo, y los saberes por él concebidos el registro de las huellas dejadas por las generaciones, la apertura de todo lo que se pretende clausurado y definitivo en la vida que vivimos.

Más que una definición y una determinación de lo que el ser humano sea, el trabajo de las humanidades -en las bibliotecas, en los archivos, pero también en los barrios, en las fallas de un sistema de muerte, en los resquicios de la lengua, en las emociones desconocidas, en el riesgo del desvío hacia ninguna parte, en el sentimiento de precariedad, en la crítica de la precarización…- pone en abismo el registro de la infinita variedad y de las infinitas transformaciones que componen su aventura en el tiempo, siempre inconclusa, indeterminada y en curso de algo nuevo.

Sin hacerla explícita, la indagación de la destrucción de Anhelos de destrucción… atesora una tarea por venir para las humanidades. Una tarea de resistencia podría decirse, si no fuera que esta palabra es quizá objeto de un cierto agotamiento. La invención de un conservacionismo lúcido y falta de actualidad crítica renuentes a la completa pérdida del mundo humano.

Cuatro

Sobrevivientes a Auschwitz, a Hiroshima y a Kolymá, las humanidades interpelan por tanto a las generaciones no solo como una “disciplina” sino como un diálogo que renueva el mundo y como katéchon que detiene, retiene y posterga la imposición de su destrucción total. Están marcadas por una responsabilidad ante la destrucción y los anhelos que la ejecutan. Se trata de una responsabilidad por la memoria, pero también por el desciframiento de las nuevas formas que esa destrucción adopta en el modo de ser capaces de plantear las preguntas correctas y producir un lenguaje capaz de decir la amenaza que se cierne sobre el mundo. O más simplemente para resistir el destino de una humanidad sin humanidades en tanto avatar del anhelo de destrucción que Francisco Pamplona indaga en este libro, cuya investigación irriga de importantes contribuciones a la filosofía y la teoría social latinoamericanas.

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