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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.17 n.44 Ciudad de México Sep./Dec. 2020  Epub Sep 27, 2021

https://doi.org/10.29092/uacm.v17i44.795 

Artículos

El problema del reconocimiento en perspectiva transmoderna e intercultural

The problem of recognition in a transmodern and intercultural perspective

Bárbara Aguer* 

*Profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires. Correo electrónico: barbara.aguer@filo.uba.ar


Resumen

A finales del siglo XX, en un contexto en el que se transforman los modos de construcción de las identidades políticas, reemerge el debate en torno al problema del reconocimiento. Actualmente, el campo de la filosofía crítica latinoamericana, demanda consolidar una teoría del reconocimiento que se desprenda de los lineamientos noratlánticos. Atenderemos a esa demanda desde una crítica a la tematización de Taylor (1993), en perspectiva transmoderna-intercultural, organizada desde: (a) la revisión de las condiciones históricas y epistémicas de emergencia del problema y (b) la crítica a la analítica de las políticas de la identidad y de la diferencia, desde la introducción en esa tensión, a partir de una relectura de la cartografía del deseo hegeliana, de lo que llamaré políticas de la alteridad.

Palabras clave: Reconocimiento; Transmodernidad; Interculturalidad; políticas de la alteridad; políticas de la diferencia

Abstract

At the end of the 20th century, in a context in which the modes of construction of political identities are transformed, reemerge the debate around the problem of recognition. Currently the field of Latin American critical philosophy demands the consolidation of a theory of recognition from its own perspective, intercultural and transmodern. In response to that demand, we will carry out a critique of Taylor´s theory of recognition (1993) in two ways: (a) the review of historical and epistemic emergency conditions of the problem; and (b) the critique of the study of the politicies of identity and difference, from the introduction of, what we will call, otherness policies.

Key words: Recognition; Transmodernity; Interculturality; politicies of difference; otherness politicies

Actualidad de un problema de larga duración

Los debates en torno al modelo o problema del reconocimiento se actualizan a finales del siglo XX, en el contexto de emergencia del programa neoliberal. Con el fin de la guerra fría y la aparente unipolaridad del mundo, luego de la caída del muro de Berlín y la pérdida de peso de los proyectos de los estados de bienestar, la identificación, fundamentalmente económica, en términos de clase y la demanda de redistribución, se ven intervenidas por otras formas de articulación de las identidades políticas. Tal y como señalan Honneth y Fraser:

Independientemente de que se trate de las reivindicaciones territoriales indígenas, el trabajo asistencial de las mujeres, el matrimonio homosexual o los pañuelos de cabeza musulmanes, los filósofos morales utilizan cada vez más el término “reconocimiento” para desvelar las bases normativas de las reivindicaciones políticas. La antigua figura de la “lucha por el reconocimiento” de Hegel cobra nuevo predicamento a medida que un capitalismo rápidamente globalizador acelera los contactos transculturales, fracturando esquemas interpretativos, pluralizando los horizontes de valor y politizando identidades y diferencias (2006, p. 13).

En este contexto, el campo filosófico encuentra en la noción de reconocimiento un nudo destacado de articulación y debate para la filosofía práctica. Si bien es cierto que esta noción hegeliana no pasó inadvertida durante el último siglo en Europa (Kojeve, 1933-1939; Sartre, 1943; De Beauvoir, 1949; Levinas, 1971), su actualización noratlántica desde la década del 90 parece adquirir especificidad en el hecho de que el debate ya no se centra fundamentalmente en el reconocimiento asimétrico, sino que buscará problematizar el “concepto puro de reconocimiento” (Heredia, 2011). En este sentido, los trabajos de Charles Taylor desde el multiculturalismo (1993) que mantiene un sórdido silencio respecto de la dimensión económica, el de Axel Honneth organizado desde un “monismo normativo” que subsume el problema de la redistribución (económico) al del reconocimiento (1994, 2003, 2009) y la “perspectiva dualista o bifronte”, que afirma una heterarquía entre distribución y reconocimiento, de Nancy Fraser (2000, 2006), actualizan una intensa discusión en la búsqueda de respuesta a nuevos problemas sociales y políticos surgidos en el último tercio del siglo XX.

Es posible advertir al menos tres tesis que ordenan la discusión: (a) la intersubjetividad es condición para la constitución de la subjetividad, es decir, la identidad personal y colectiva depende positivamente del reconocimiento del Otro; (b) el modelo del reconocimiento habilita una fundamentación sustantiva de la ética por oposición a las teorías liberales del consenso y de la justicia procedimental; (c) el problema del reconocimiento no puede ser subsumido a la dimensión económica o de clase.

Pero de manera coetánea a estas posiciones, se pronuncian distintas pensadoras y pensadores de corrientes críticas latinoamericanas (de hecho, el surgimiento de la perspectiva descolonial en torno a la teoría de la colonialidad del poder de Quijano (1993) y la filosofía intercultural, encabezada por Fornet Betacourt (1992) son emergentes de este contexto), advirtiendo que, tal y como ha sido abordada por la tradición noratlántica, la actualización del modelo del reconocimiento no logra superar la programática de una mera constatación y gestión de la diferencia, al servicio de la totalidad política dada. Las teorías críticas latinoamericanas en sus vertientes liberacionista, descolonial e intercultural, ofrecen un desprendimiento respecto de la dialéctica yo-nosotros para poner en “el Otro” respecto del “nosotros” de la cultura hegemónica, el sujeto colectivo desde el que se erige la retematización del problema. En este sentido, el gesto que reclaman debe orientarse menos al desprendimiento de la gramática del reconocimiento, que a su intervención y fagocitación desde una perspectiva nuestro-americana. Tal y como propone Salas Astrain:

Para clarificar la crisis actual de los relatos del capitalismo nos parece interesante indagar en el estatuto filosófico de una teoría crítica del reconocimiento, que asuma las diferentes interpretaciones de las “luchas del reconocimiento”, pero antes es preciso indagar el origen histórico de dicha cuestión.(…) necesitamos así entender que la conceptualización de la Annerkenung (reconocimiento), es propiamente de cuño europea y es preciso hacer un cuestionamiento que nos abra a otras tradiciones y autores que permitan avanzar en una conceptualización político-cultural diferente donde las consecuencias del capitalismo asumen otras características (2014, p. 56-57).

La intención en lo que sigue es recoger la exhortación de Salas para delinear las dimensiones que nos permitirían retramar este problema en perspectiva transmoderna. De modo que, en primer lugar, recuperaremos el trabajo de Taylor con el propósito de mostrar las torsiones que pueden establecerse en relación al estudio de las condiciones históricas de emergencia del problema. Para, luego, adentrarnos en la indagación sustantiva del problema recorriendo distintas cartografías del deseo a partir de los trabajos de Georg Wilhelm Hegel, Frantz Fanon y Enrique Dussel. Espero que estos desplazamientos, realizados a partir de una hermenéutica transmoderna, terminen por inscribir el debate contemporáneo en torno al problema del reconocimiento en una nueva dimensión, aquella correspondiente a las políticas de la alteridad, como una tercera vía entre las políticas de la identidad y las políticas de la diferencia.

Desplazamiento en las condiciones de emergencia: entre la caída del Ancien Règime y la Querella de Valladolid

El ensayo El multiculturalismo y “la política de reconocimiento” del filósofo canadiense Charles Taylor, encuentra en el problema del reconocimiento la clave para entender los mecanismos de integración social y constitución de la identidad (Thiebaut, p. 30). El primer capítulo de este ensayo está dedicado a la indagación del origen de las condiciones de emergencia del problema. Se pregunta “(…) ¿cómo este discurso del reconocimiento y de la identidad llegó a parecernos familiar o por lo menos fácil de comprender? (…) ¿Qué fue lo que cambió para que este modo de hablar tenga sentido para nosotros?” (Taylor, 1993, p. 45).

Esta indagación, lo lleva a afirmar la tesis de que es a lo largo del siglo XVIII, con la progresiva erosión del ancien règime, que surgen las condiciones psicosociales para que emerja, como necesidad subjetiva, el problema del reconocimiento (Taylor, 1993, pp. 80-82). Es que en este contexto tiene lugar la configuración de una nueva situación social en la cual los individuos ya no derivaban automáticamente su identidad personal de su categoría social, sino que comenzaban a quedar enfrentados a una sociedad civil dentro de la cual debían luchar para afirmar su valor como individuos autónomos. En esta ruptura del tradicional tejido social, es en dónde radica la novedad histórica, “lo que ha advenido en la era moderna no es la necesidad de reconocimiento sino las condiciones en que éste puede fracasar. Y ésa es la razón por la que la necesidad se reconoce ahora por vez primera” (Taylor, 1993, p. 82).

La gramática del reconocimiento, resultante de este proceso, comportó dos elementos centrales: (a) La puesta en crisis de la noción de las jerarquías sociales con base en el código del honor y su progresivo relevo por la categoría de dignidad. El concepto de dignidad, que consagra la ilustración occidental ocupa la dimensión universal del problema del reconocimiento, que nutrirá las políticas de la igualdad (Taylor, 1993, p. 60). (b) la emergencia de una interioridad que desplaza la voz divina trascendental y asocia el peso moral al concepto de autenticidad, torsión que se evidencia en el romanticismo. Este desplazamiento nutrirá la dimensión particular del problema del reconocimiento; organiza las políticas de la diferencia, en tanto reconoce y fomenta las particularidades en contra de cualquier ideal asimilacionista.

Esta tesis de Taylor sobre las condiciones de emergencia del problema del reconocimiento, además de interesante, parece consistente con la perspectiva eurocentrada desde la que piensa.

Situar la ruptura moderna entre los siglos XVII y XVIII, es una constante en las filosofías eurocéntricas. Esta cronología implica haber dejado de lado las experiencias acumuladas durante los siglos XV y XVI. Como señala Enrique Dussel en su estudio sobre Las fuentes del yo de Taylor, por un lado, si bien “está escrita con mano maestra (…), es sólo una exploración ´intrafilosófica´ a la que le falta una historia, una económica, una política” y, por otro, recoge fuentes que nutrieron un espacio histórico particular cayendo en una perspectiva diacrónica heleno y eurocentrada (2003, pp. 18-22).

Las mismas críticas le caben para este estudio sobre las políticas del reconocimiento. Ciertamente, si nos corremos del provincialismo eurocentrado hacia una gramática transmoderna, e incluimos como fuente las experiencias de la periferia europea, las torsiones epistémicas y políticas que dan lugar a la emergencia del reconocimiento descripto por el canadiense como el drama en el que las condiciones en las que el reconocimiento puede fracasar empiezan a alejarse en el tiempo y a acercarse en el mapa.

La gramática transmoderna se separa del debate “Modernidad/Posmodernidad”, en tanto busca recuperar la “alteridad” (histórica, ética, sistémica) superando la retórica unívoca propia de la modernidad, y cuidándose de no caer en la equivocidad que caracteriza al relativismo posmoderno. Lo que supone, una gramática que destaca menos la novedad como ruptura diacrónica que la irrupción de la alteridad geopolítica; en tanto se organiza sobre una lógica cronopolítica que se desprende de la sucesión diacrónica (lineal, por saltos o dialéctica), para afirmar el principio de coetaneidad/contemporaneidad histórica (de irrupción analéctica).

Se erige críticamente desde el cuestionamiento a la posición sustancialista desarrollista (cuasi-metafísica), que concibe a la Modernidad como un fenómeno exclusivamente europeo, que se habría expandido desde el siglo XVII sobre el resto del mundo (Dussel, 1998, pp. 6364). Y afirma la posición propiamente transmoderna, que entiende que la Modernidad no fue un fenómeno europeo auto-poiético, sino que, sólo sobre la base de producción de exterioridades, es que Europa logra ubicarse en el centro del emergente Sistema Mundo. Desde esta perspectiva, la Modernidad tiene como contraparte inalienable y condición de posibilidad la colonialidad (Dussel, 1998, pp. 63-64; 2000). Posicionados en esta segunda actitud, la gramática transmoderna nos permite diferenciar el origen de la modernidad a finales del siglo XV de la formalización de su paradigma (eurocentrado) durante el siglo XVII, distinguiendo entre una primera y una segunda modernidad. Y asumir una programática que implica, por un lado, afirmar la propia alteridad; por otro, dialogar con otras culturas desde el reconocimiento y el respeto de su alteridad. En este sentido, la gramática transmoderna es impensable sin una actitud intercultural.

Desde una perspectiva transmoderna e intercultural, Fornet-Betancourt reorganiza los términos de la pregunta por el reconocimiento y señala que,

El reconocimiento en su sentido más amplio o general se presenta como la respuesta humana a una necesidad humana fundamental de todo ser humano que es precisamente ser reconocido en su humanidad (…) nuestra hipótesis es que lo espectacular no es el reconocimiento, sino el escándalo de la negación de la humanidad y de los correspondientes derechos del otro (2012, p. 11-12).

A pesar de la diferencia de perspectiva, encontramos en la tesis de Fornet cierta coincidencia con la tayloriana, en el sentido de que ambas ponen el acento en el hecho de que esta dinámica de reconocimiento pueda fracasar. Pero desde la ruptura geopolítica que habilita la perspectiva del primero, estas mismas condiciones pueden ser halladas durante los siglos XV y XVI. En concordancia con la perspectiva del cubano, Alcira Bonilla retrata “tres escenas latinoamericanas de reconocimiento intercultural fallidas” (2017, p. 83), las primeras dos corresponden al estudio de discursos que tuvieron lugar durante esos siglos. Recurre, para mostrar las patologías del reconocimiento, a un análisis del diario de Colón y a Des cannibales de Michel de Montaigne; mostrando que es posible, desde el concepto de “patologías del reconocimiento” (Bonilla) o de “dinámica del reconocimiento fallida” (Betancourt), revisar las condiciones de emergencia de este problema.

En efecto, en la primera modernidad tuvo lugar una reflexión teórico-filosófica que ha pasado inadvertida para la mentada “filosofía moderna” de la segunda modernidad. Durante el siglo XVI, como señala Chartier (2016, pp. 89-122), la corona española sufre una crisis de doble carácter: de conciencia, por los pecados y abusos cometidos en proceso de colonización y de legitimidad, fortalecida por la teoría tomista del derecho natural de posesión de tierras, hegemónica en la Universidad de Salamanca. El contexto de estas crisis aloja la pregunta sobre el estatuto ontológico de los habitantes de las Indias Occidentales, que se sistematizó en la tan mentada Querella de Valladolid.

La duda ontológica, de suma relevancia ética, es acompañada por otra, de carácter político-filosófico, central: ¿qué derecho tiene el europeo de ocupar, dominar, y gestionar las culturas recientemente descubiertas, militarmente conquistadas y que están siendo colonizadas? (Dussel, 1998, p. 59). La querella que tuvo lugar en la Junta de Valladolid, convocada por el Consejo de Indias en 1550, se ofrece, en este sentido, como el primer debate público y de centralidad filosófica de la modernidad (Dussel, 2009), expresando la sedimentación de patologías dentro de la dinámica del reconocimiento que, como nos muestra el trabajo de Bonilla, inicia en 1492, y deja tematizado el problema del reconocimiento en los términos que importan a nuestra perspectiva transmoderna e intercultural.

Esta Querella se organizó en torno a dos posiciones fundamentales, como retrata el Summario redactado por Domingo de Soto:

Empero, estos señores proponientes no han tratado esta cosa así, en general, y en forma de consulta; en particular, han tratado y disputado esta cuestión, a saber: si es lícito a Su Majestad hacer guerra a aquellos indios antes que se les predique la fe, para subjectarlos a su Imperio, y que después de ser subjectados puedan más fácil y cómodamente ser enseñados y alumbrados por la doctrina evangélica del conocimiento de sus errores y de la verdad cristiana. El señor Sepúlveda sustenta la parte afirmativa, afirmando que la tal guerra no solamente es lícita, más expediente. El señor obispo defiende la negativa diciendo que no solamente no es expediente, mas no es lícita, sino inicua y contraria a nuestra cristiana religión (citado en Aguerre, 2016, p. 18 ).

Aguerre (2016, p. 13) identifica en Demócrates Segundo y en Apología de Sepúlveda cuatro argumentos centrales que sostienen su posición: (1) Que, por Derecho natural, la naturaleza bárbara de los pueblos de América implica que éstos deban obedecer a quienes son respecto de ellos superiores; en caso de oponerse, se los debe obligar por la fuerza de las armas. (2) Que la guerra contra los indígenas de América es justa, (a) ya que tiene como objetivo erradicar los crímenes de la antropofagia, la idolatría y los sacrificios humanos; (b) es perpetrada para salvar a los inocentes victimizados por estas prácticas; (c) y es una vía para allanar el camino hacia la propagación de la religión cristiana.

Sobre la distinción ontológica, se organiza una justificación política. A partir de una idea unívoca de ser humano -elemento igualador-, las diferencias son comprendidas como expresiones corruptas de la encarnación de esa idea: en tanto corruptas son prescindibles o dispensables. La patología del reconocimiento aquí presente, no se limita al mero agravio moral implicado en el falso reconocimiento en el marco de la dialéctica yo-nosotros; sino que escala aún más en una retórica que, en el encubrimiento de la alteridad del otro, se resuelven en una justificación de la violencia genocida.

Frente a los argumentos de Sepúlveda, reacciona el Fraile Dominico Bartolomé de las Casas en su Apologética Histórica. La estrategia lascasiana consistió en demostrar la “inviabilidad del argumento de la superioridad cultural”, combinando la defensa de la igualdad universal del género humano, el reconocimiento a la diversidad cultural y un alegato del sentido misional de la conquista (Aguerre, pp. 29-34).

Son varios los trabajos dedicados a reconstruir los argumentos presentados en la Querella (Beuchot, 1994; Hanke, 1985), aquí podemos realizar menos que un esbozo. Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas son recuperados como figuras heurísticas que nos permiten ver en funcionamiento dos lógicas distintas de la dinámica del reconocimiento al inicio de la modernidad, la primera de ellas, sin lugar a dudas, patológica. La segunda, ha traído más de debate: las Casas ha sido leído tanto (a) como mentor del primer anti-discurso de la modernidad, en tanto “se propone un acto de reconocimiento en el otro como otro”, (Dussel, 2009, p. 62); (b) como el primer representante de un pensamiento fronterizo débil (Mignolo, 2003, p. 52); (c) como el discurso que humanizó la conquista sin dejar de ser opresor dando lugar al primer “discurso paternalista” en América (Roig, 1981, p. 110). Las diferencias en la interpretación se deben a que, si bien Las Casas reconoció la dignidad de los pueblos indígenas, jamás dudó del carácter universal de misión cristiana.

En cualquier caso, a los efectos del trabajo nos interesa menos demorarnos en la posición individual de los contendientes que en las condiciones de enunciación de la pregunta y los términos bajo los que se configuró. Si Dussel, Bonilla y Betancourt nos permiten repensar las condiciones psicosociales de emergencia del problema del reconocimiento, para ubicarlas durante el siglo XV/XVI; encontramos en el filósofo Maldonado Torres (2007) un estudio respecto de la forma que cobra esa pregunta.

Este filósofo colombiano halla en la Querella de Valladolid la mejor expresión de lo que fue el clima de época, signado por el escepticismo maniqueo misantrópico. Este concepto mienta una actitud caracterizada por una sospecha constante, sospecha sobre algo tan evidente como la humanidad del otro/a. Del mismo modo que Descartes se permitió dudar de la evidencia de la relación formal “2 + 2 = 4”, con la hipótesis del genio maligno, para afirmar la certeza de ego cogito; la primera modernidad se permitió llevar la duda al extremo, al poner en cuestión la humanidad del otro para, desde allí, erigir la certeza del ego conquiro. “El escepticismo se convierte en el medio para alcanzar certidumbre y proveer una fundación sólida al sujeto moderno. El rol del escepticismo es central para la modernidad europea” (Maldonado,2007, p. 138).

Entre el escepticismo misantrópico de la primera modernidad que forjó el dualismo de la diferencia colonial conquistador/conquistado y el escepticismo metódico cartesiano que dio lugar al dualismo entre res cogitans (sujeto-alma) / res extensa (objeto-cuerpo), no hay un camino tan extenso. Ambas jerarquías ontológicas quedan entrelazadas: la modernidad divide y subalterniza al cuerpo bajo la razón al mismo tiempo que reduce ciertas culturas y a la naturaleza a ser cuerpos dispensables reducidos al mecanicismo que rige la res extensa. Esa diferencia entre colonizador y colonizado, fue comprendida como la diferencia entre el antrhopos y el humanitas durante el renacimiento.

En síntesis, la primera duda de la modernidad occidental no fue aquella duda hiperbólica y metódica del cogitatio que alumbra al ego moderno, abstracto y universal; sino la duda misantrópica, aquella por el carácter ontológico del otro cultural, que desembocó en el encubrimiento de su alteridad (Dussel, 1994) y dio lugar, dos siglos antes de lo previsto por Taylor, a “las condiciones en las que el reconocimiento puede fracasar”. Nos permitimos afirmar que la dinámica de reconocimiento fallida o la patología del reconocimiento, es un acto fundacional de la modernidad/colonialidad y no un sentido torcido o una consecuencia no deseada. Es la condición de posibilidad en la que se forja el sistema mundo moderno/colonial y se erige el ego europeo-occidental, desde la negación del reconocimiento de alteridad a las otras culturas.

Durante el siglo XVII/XVIII, el desarrollo del espíritu iluminista dejó de lado estos interrogantes. La confianza en el progreso por medio de la razón, la retórica de emancipación del oscurantismo medieval, dejaba fuera de dudas el lugar que el catálogo de “minoridad” guardaba a los pueblos conquistados. Esto puede verse en los estudios sobre Buffon de Gerbi (1982), en los análisis sobre la antropología kantiana que realiza Chuckwudy Eze (2001) o retratado en las numerosas pinturas de castas.

A finales del siglo XVIII con el surgimiento de la edad de la historia (Foucault, 2002), signada por el auge del evolucionismo y las perspectivas teleológicas en la Europa occidental, ese Otro, hasta entonces entendido como “bárbaro”, como otro en el espacio, pasa a ser entendido como “primitivo”, otro en el tiempo (Mignolo, 2010, p. 61). Como expresión de un tiempo pasado, su alteridad es nuevamente encubierta y expuesta como una copia pretérita y superada de la mismidad. Estos desplazamientos pueden leerse, desde la gramática transmoderna, como tramas distintas sobre la misma urdimbre forjada en una patología del reconocimiento durante el siglo XVI.

Desplazamiento en las cartografías del deseo

En lo que sigue, habiendo ya abordado sus condiciones históricas de emergencia, nos volvemos sobre la tematización en torno al reconocimiento canonizada por la pluma hegeliana, para derivar de allí los desplazamientos que requiere el tratamiento desde nuestra perspectiva.

Si bien este problema fue trabajado por Hegel desde su juventud en los escritos de Jena (Honneth, 1997), es reelaborado en el famoso capítulo IV de la Fenomenología del espíritu (1807), en el que nos abre a la figura de la autoconciencia como conciencia subjetiva. Al igual que en los apartados anteriores, el capítulo IV, describe un paso más en el modo en el que la conciencia niega, se aliena, del orden natural, en el recorrido progresivo y racional de develación del espíritu absoluto. En el caso de esta figura, ese orden natural será denominado “la vida” y el movimiento negatriz o de alienación será “el deseo”. Es el deseo el que permite el despegarse de la conciencia del orden infinito de la vida, un deseo que irá mutando hasta alcanzar su forma propiamente antropógena. Es así que la autoconciencia queda definida como:

deseo en general (…) porque el deseo representa el comportamiento o actitud instintiva-natural pero también reflexionada, a través del cual el yo busca afirmarse como la `verdad´ o `esencia´ en toda relación que establece con la otredad a la cual, sea cual sea la forma que se presente entiende como lo negativo de sí (Hegel, 2007, p. 108).

De modo que la lucha por el reconocimiento entre el amo y es esclavo debe ser enmarcada en esta dialéctica del deseo. Es posible, siguiendo el trabajo de Rendon (2012), encontrar tres niveles en los que opera el deseo. El primero de ellos responde al deseo sin el cual ningún otro deseo es posible: el deseo de unidad consigo misma de la autoconciencia, que se expresa como deseo de autoconservación. Esta modalidad del deseo supone negar la fluidez de la vida, para afirmarse en la unidad consigo-misma. El segundo, es el deseo como apetencia de un objeto distinto de sí, en la forma de un objeto sensible del mundo; modalidad que se materializa en la negación como destrucción o consumo de otros objetos, lo que permite garantizar el primer deseo de autoconservación.

La experiencia de este tipo de deseo como apetencia, le permite adquirir una primera certeza de sí, subjetiva: ella no es al modo de los objetos del mundo sensible. En este punto, la autoconciencia es un puro ser para sí que subsume todo a su singularidad deseante, teniendo dos objetos de deseo: el mundo sensible, que niega para su auto-conservación; y su yo objeto, del cual ha adquirido certeza. En palabras de Hegel: “Cierta de la nulidad de este otro pone para sí esta nulidad como su verdad, aniquila el objeto independiente y se da con ello la certeza de sí misma como verdadera certeza.” (2007, pp. 108-109). En esta definición descansa la caracterización que Rendon realiza en torno al pathos de la autoconciencia deseante como:

La carencia de valor que tiene para el sujeto deseante el objeto del deseo cuando se lo considera más allá de la esfera del deseo. Lejos de ver el objeto del deseo como un “en sí”, portador de un valor irreductible e inalienable, el sujeto deseante ve el objeto como algo que sólo es en la medida en que es deseado (Hegel, 2012, p. 9).

Será recién en el encuentro con otra autoconciencia que, desde la certeza de sí, pueda surgir el tercer nivel del deseo, el deseo propiamente antropógeno. Como señala Kojeve:

El deseo humano, o mejor, antropógeno, que constituye un individuo libre e histórico consciente de su individualidad, de su libertad, de su historia y finalmente, de su historicidad, el deseo antropógeno difiere pues del deseo animal, por el hecho de que es objeto (1982, p. 2).

Kojeve define el objeto de este deseo de reconocimiento “como el deseo del deseo del otro”, deseo que nos dispone a arriesgar nuestra vida biológica en una lucha a muerte.

Estos tres niveles ordenan, al menos, dos movimientos generales en los cuales queda inscripta la dialéctica. El movimiento primero, de autoflexión como apetencia, el volverse sobre sí de la conciencia, permite que la conciencia adquiera una certeza sí, que solo puede ser verificada en el segundo movimiento, el de la intersubjetividad. La verificación de cada quién, descansa en la posibilidad de ser en el otro. Así se traman las dimensiones ontológica, ética y política de la dinámica del reconocimiento; la cual, desde la definición del concepto puro de reconocimiento hegeliana, exige que exista reciprocidad:

Cada extremo es para el otro el término medio a través del cual es mediado y unido consigo mismo, y cada uno de ellos es para sí y para el otro una esencia inmediata que es para sí, pero que, al mismo tiempo, solo es para sí a través de esta mediación. Se reconocen como reconociéndose mutuamente (Hegel, 2007, p. 115).

Pero para Hegel no hay punto de llegada sin proceso, en una primera instancia, como sabemos, la lucha a muerte dispone una relación asimétrica. Una de las conciencias experimenta el temor “al señor absoluto” y decide no llevar al extremo la lucha, ésta será la conciencia servil que reconoce sin ser reconocida. Mientras que la otra, dispuesta a poner en riesgo la vida biológica en nombre de un valor más alto, el del reconocimiento de su humanidad, ingresa en la relación como la conciencia del amo, es reconocida sin reconocer. Luego de este enfrentamiento, cambia la dinámica del deseo en ambas conciencias:

  1. La conciencia señorial recupera -verifica- su yo objeto y adquiere un poder sobre la otra conciencia, su obediencia. Este poder le permite cambiar su relación con los objetos de la apetencia, ya no siente la aspereza de la naturaleza, ubica al esclavo entre los objetos sensibles y su yo-objeto. Cuando desea, recibe los objetos transformados por el trabajo esclavo y se dedica a su plena destrucción: apetencia (necesidad y mediación del objeto) devenido goce (pleno consumo del objeto ya mediado). Su relación con la naturaleza deja de ser inmediata, ésta está mediatizada por otro hombre, surge la sociedad.

  2. La conciencia servil ha experimentado un temor absoluto, lo que le permitió advertir la “fluidificación absoluta de toda subsistencia” (Hegel, 2007, p. 119). En este sentido, la obediencia cotidiana al señor se recorta sobre un temor más profundo. Ya no es un mero deseante, en la obediencia, contiene su apetencia sobre el objeto para entregárselo transformado al señor y se disciplina, se forma a sí mismo para poder realizar el trabajo transformador. El esclavo logra, mediante esta represión del deseo y su trabajo, lo que no había logrado en la lucha a muerte: superar la apetencia inmediata e independizarse de la naturaleza. En este formarse y transformar el objeto da lugar a la humanización del mundo, surge la cultura. Habiendo superado cada uno la relación inmediata con la naturaleza, han de poder reconocerse mutuamente como seres racionales, libres y universales. En palabras de Hegel:

La autoconciencia universal es el saber afirmativo de sí mismo en otro sí mismo, cada uno de los cuales, como singularidad libre, tiene autosuficiencia absoluta, pero en virtud de la negación de su inmediatez o deseo no se distingue de la otra, es universal y objetiva, y la universalidad real como reciprocidad la tiene [cada una] sabiéndose reconocida en el otro libre, y eso lo sabe en tanto ella reconoce al otro y lo sabe libre (2005, pp. 480-481).

El planteo general ha gozado de abundantes críticas y revisiones, a los efectos de este trabajo, recuperamos las observaciones que Beck realiza en su estudio sobre Honneth y consideramos pertinentes: 1) se funda en un extremo optimismo moral que caracteriza el proceso de progresión teleológica hacia mayores grados de integración social. 2) Queda atrapado en el sujeto, en el yo. “es decir, una reciprocidad inherente al reconocimiento: yo tengo que reconocerle al otro para que en su mirada hacia mí, yo pueda ser reconocido” (Beck, 2017, p. 75); lo que nos muestra que, finalmente, se mantiene ese pathos de la conciencia que caracteriza el segundo nivel de la apetencia (Rendon). El otro termina apareciendo relevante solo en tanto configurador de mi subjetividad.

Surge aquí una pregunta que nos interesa en un contexto intercultural - pero también en muchos otros contextos marcados por el poder, es decir en contextos, donde no hay reciprocidad ¿Cómo llegan a ser reconocidos, los que no son considerados dignos y capaces de darme reconocimiento a mí? (Beck, 2017, p. 76).

Franz Fanon, denuncia ese optimismo moral y nos muestra la imposibilidad de esa experiencia en un mundo maniqueo colonial. Mientras que el esclavo hegeliano es el responsable de humanizar el mundo, es el agente de la formación cultural, el esclavo fanoniano queda atrapado en la mirada blanca. Y, es que, el negro, no es un para sí-en sí, sino que es “para-el otro”, es negro en el mundo blanco, un invento histórico-cultural del blanco (sin densidad ontológica), “el negro no tiene resistencia ontológica frente a los ojos del blanco” (Fanon, 2009, p. 111).

En este sentido, elabora una torsión en el orden del deseo: si en la ontología hegeliana, el deseo es el que motoriza la lucha por el reconocimiento y, entonces, es el que funciona como articulador de lo social, fundador del mundo cultural; la perspectiva sociogenética fanoniana nos muestra que es la cultura la que moldea los contornos del deseo. Y, por eso, en el marco de un mundo maniqueo colonial, asistimos al drama del deseo colonizado: “¿Qué quiere el hombre negro? (…) El negro quiere ser blanco” (Fanon, 2009, pp. 42-44).

Hay una mistificación de los términos en los que es comprendido el problema del reconocimiento; tiene lugar una especie de perversión en la experiencia antropogénica del colonizado, es que para ingresar en la lucha por el reconocimiento es necesario estar blanqueado/a. El deseo antropógeno, lo que nos vuelve humanos, en un mundo estructurado en la colonialidad, no es el elevar nuestra certeza subjetiva a verdad, sino el blanquearnos. Pero el proyecto de blanqueamiento, ya sea por el camino de la cultura (lenguaje) o por el biológico (sexual), como muestra Fanon, resulta imposible. Esta mistificación hace de la lucha por el reconocimiento, una dialéctica irrealizable.

En Hegel hay reciprocidad, aquí el amo se burla de la conciencia del esclavo. No busca el reconocimiento de éste, sino su trabajo. De la misma forma el esclavo aquí tampoco se puede asimilar al que, perdiéndose en el objeto, encuentra en el trabajo la fuente de su liberación. El negro quiere ser como el amo. Así es menos independiente que el esclavo hegeliano. En Hegel, el esclavo da la espalda al amo y se vuelve hacia el objeto. Aquí el esclavo se vuelve hacia el amo y abandona el objeto (Fanon, 2009, p. 182).

El amo, desde un análisis sociogenético, disputa y encuentra su reconocimiento dentro de la comunidad de amos y se relaciona con los objetos del mundo por medio de la explotación de otros a quienes considera dispensables. El esclavo, en cambio, no llega a volverse sobre el objeto, queda fijado eidética, libidinalmente, a la imagen del amo. La pregunta por el deseo del colonizado no se inscribe en el contexto jurídico-político colonial, sino que interroga los procedimientos y efectos que operan en la subjetivación del colonizado y que actualizan la colonialidad una vez finalizado el colonialismo.

Opera una erótica del poder, implicada en el acceso restringido a los parámetros éticos, estéticos y epistémicos del colonizador. Dando lugar a una falla en la certeza subjetiva, en el proceso de auto-flexión de la conciencia, cuando la misma se da ya no en la trascendentalidad ontológica sino en la inmanencia sociogenética; falla que se resuelve en alienación, ya respecto de la infinitud del fluir de la vida, sino respecto de sí. Fanon explica que la alienación que sufre el negro sucede en dos planos que mantienen entre sí una relación heterárquica: el negro está alienado por explotación económica y por epidermización.

La epidermización es el proceso conforme al cual un sujeto termina sufriendo una incrustación psíquico-corporal de estructuras de poder; es la internalización del Otro que nos constituye, sobre la propia impresión corporal. La epidermización fanoniana es la expresión mistificada, perversa, de la intersubjetividad hegeliana.

Fanon nos recuerda que el negro francés un día fue liberado, “reconocido” por el mismo amo blanco, sin lucha. “El negro fue actuado. Valores que no nacieron de su acción, de la subida sistólica de su sangre, acudieron a bailar a su alrededor. (…) Paso de un modo de vida a otra, pero no de una vida a otra” (2009, p. 182). Esta descripción nos ofrece otra forma que toma la patología del reconocimiento: el reconocimiento del otro al interior del propio mundo, sin que esto implique una transformación del mundo como tal. El negro actuado es incorporado, asimilado, al mundo blanco que no se transforma al “incluirlo”. No hay invención ni afirmación de alteridad, sino asimilación en lo ya dado.

A la pregunta de Beck, Fanon nos permite responder que para reconocer al otro debo haber visto antes otro-yo en él, cayendo en una circularidad “yo-nosotros” que no entiende de alteridad.

Encontramos en la tematización de Enrique Dussel (1998), una alternativa para destrabar esta dialéctica de deseo y alienación. En el capítulo cuarto de la Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión, reelabora los términos para el tratamiento de la dinámica del reconocimiento. Introduce una nueva dimensión del deseo que recupera de Levinas, la pulsión de alteridad o deseo metafísico que motoriza “el reconocimiento del Otro, de la víctima, como sujeto autónomo, libre y distinto (no sólo igual o diferente)” (Dussel, 1998, p. 370). Este es el deseo que impulsa la crítica y la transformación del sistema o del mundo como totalidad ontológica, el cual se forja en el encubrimiento de la alteridad del Otro y su exteriorización sistémica. Es decir, el otro al que se dirige el deseo metafísico no es “otro yo”, sino “otro” respecto del fundamento del sistema (y sus criterios de bien, belleza, verdad, factibilidad).

En este sentido, el deseo metafísico es anárquico respecto del fundamento mundo maniqueo-colonial, es deseo de alteridad que orienta al colonizado a afirmar su alteridad respecto del mundo para, desde allí, desprenderse del deseo de blanqueamiento y erigir la crítica al sistema. Este movimiento de afirmación de la alteridad, impulsado por el deseo metafísico, es el momento analéctico que subsume, al tiempo que destraba, la dinámica de reconocimiento dialéctica. La ana-dia-léctica es el método propio de la filosofía de la liberación de la corriente inaugurada por J. C. Scanonne y Enrique Dussel.

Son, al menos, tres los desplazamientos críticos que el momento analéctico supone respecto del movimiento dialéctico:

  1. A diferencia de la dialéctica, en donde cada afirmación es el resultado de una doble negación, en la ana-dia-léctica el movimiento primero es el de afirmación, una afirmación que permite en segundo término establecer el movimiento crítico negativo.

  2. Mientras que la dialéctica opera el movimiento al interior del ámbito ontológico, desde el principio de diferencia como ´el diferenciarse de lo mismo´ del fundamento; la ana-dia-léctica parte de la afirmación de la alteridad, desde una lógica de la distinción y ya no meramente de diferencia, “Para nosotros lo “dis-tinto” indica a alguien (el otro) “fuera” de la totalidad; mientras que lo “di-ferente” es el ente subsumido en la totalidad”. Ya no es la relación Ser-ente implicada en la diferencia ontológica, sino la relación transontológica que puede establecerse entre Ser-Ser.

  3. Mientras que la dialéctica queda atrapada en la intelección ontológica (una hermenéutica del mundo), la ana-dia-léctica en tanto parte de la afirmación de la exterioridad, del Otro como Otro Ser distinto, ubica a la ética como filosofía primera, haciendo temblar el mundo, desde una hermenéutica de la alteridad.

La analéctica supera la mera reproducción o conservación del sistema vigente, permite la introducción de valores nuevos, pero no desde la incorporación de la diferencia al mundo, sino desde la exigencia de transformación del mundo como tal.

La primera condición de posibilidad de la crítica es el reconocimiento de la dignidad del otro sujeto (…) volver sobre su estado empírico negativo y reconocerlo como víctima (…). La responsabilidad mutua (en primer lugar, con las otras víctimas), como veremos, es el segundo momento de esta condición de posibilidad (Dussel, 1998, p. 371).

Reconocimiento de la alteridad y responsabilidad como “el dar respuesta, tomar a cargo, solidarizarse” con las víctimas del sistema vigente, son las dos condiciones desde las que se erige un reconocimiento en sentido transmoderno- intercultural.

Consideramos que una tematización de la dinámica del reconocimiento en perspectiva transmoderna debe componer una cartografía del deseo que entrelace la dinámica de las tres tematizaciones. En efecto, desde la pretensión de universalidad en el tratamiento especulativo del deseo hegeliano, como diferencia ontológica entre lo animal/natural y lo propiamente humano, se recorta lo que podemos entender como una diferencia subontológica (Maldonado, 2007, p. 147), diferencia entre el Ser -entendido en términos occidentales- y lo que está por debajo y ya no solo lo que difiere de él.

Esta diferencia ya no sólo es la distinción entre lo humano y lo no humano; sino que, en tanto inferior, la diferencia sub-ontológica determina lo que, independientemente de su utilidad o no, es fundamentalmente dispensable. Violado el sentido de su humanidad, el otro se vuelve un sub-alter sobre el que se pueden imprimir los gestos de más cargada violencia. Esta diferencia es la que queda articulada el deseo colonizado de blanqueamiento. Si el Otro es negado en su Alteridad, termina siendo afirmado como una copia corrupta de la propia Mismidad, otro-Yo degradado.

Esta dinámica encuentra una posibilidad de desprendimiento liberador cuando al plano ontológico y subontológico le adherimos el transontológico. La crítica transontológica de Dussel, nos permite diferenciar la incorporación de entes al mundo como útiles-a-la-mano, de otra muy distinta, el encuentro con el Otro, que proviene más allá del mundo propio. La afirmación de la alteridad permite, ya no la incorporación de lo distinto al mundo, sino, desde la irrupción del otro, la exigencia de la transformación del propio mundo, desde lo que llamaremos “políticas de la alteridad”.

Del reconocimiento de la alteridad como liberación de la pluralidad

Las políticas de la alteridad, entran a tensionar la discusión dada entre las “políticas de la identidad” y las “políticas de la diferencia” planteadas por Taylor, ancladas en las retóricas de la dignidad universalista y de la autenticidad romántica. Identidad y diferencia, como vimos en el programa ana-dia-léctico, son los principios que integran la lógica de la totalidad ontológica y que tramitan la alteridad bajo alguna forma de las patologías que fuimos enunciando.

Las patologías del reconocimiento en el contexto multicultural actual, pueden terminar por hacer del principio de autenticidad una estrategia folklorizante, tendiente a encerrar a las culturas en compartimientos estancos, privados de historicidad y, por lo tanto, de agencia política. Mientras que el principio de dignidad universalista que nutre las políticas de la identidad, como ya anunciaba Taylor, boga por la no discriminación, al tiempo que constriñe las diferencias para introducirlas en un molde homogéneo, el cual es siempre el reflejo de la cultura hegemónica (Taylor, 1993, p. 62). Un particularismo que se disfraza de universalidad.

Las “políticas de la alteridad”, deberían permitirnos romper la mera gestión de la diversidad al servicio de mantener la totalidad dada. En este sentido, miran con recelo los ideales de tolerancia e inclusión presentes en las demandas de discriminación positiva de las “políticas de la diferencia”. Se forjan desde los ideales de responsabilidad y solidaridad como compromiso práctico de transformación de lo dado. Si el ideal de tolerancia, por un lado, implica una pretensión de verdad en referencia a lo real (que asume que no hay posesión de la verdad sino un acercamiento mediado por el propio mundo de la vida) y una pretensión de validez como referencia intersubjetiva; supone, por otro, cierta indiferencia o pasividad respecto del destino del otro. La tolerancia así pierde todo sentido ante la víctima, ante los dispensables del sistema. La solidaridad, en cambio, desplaza la pretensión de validez por una pretensión de justicia como verdad práctica y, en este sentido, es una respuesta positiva, creativa, activa, que subsume la tolerancia en responsabilidad (Dussel, 2003).

Las “políticas de la alteridad” son también un lugar epistémico. Para decirlo con Arturo Roig (1993, p. 244) , exigen de la articulación de una triple mirada: ectópica, neotópica y utópica. La mirada ectópica o excéntrica permite al sujeto descentrarse de la serie de objetivaciones heredadas y reconstruir su lugar de enunciación desde la afirmación de la alteridad respecto a la centralidad sistémica. Este descentramiento exige a su vez la apertura dialéctica a otros puntos de vista desde una mirada neotópica: un mirar al Otro desde el reconocimiento de su dignidad para, desde esa diversidad y entrecruzamiento dialógico, dirigir la mirada hacia una utopía compartida. Si, como Fraser (2000, p. 56) identificó, ´reconocimiento y redistribución´ son dimensiones indisociables, las políticas de la alteridad se tornan de suma importancia en un contexto en el que, tanto el mainstream como la heterodoxia, afirman la “inevitabilidad” de la era del pos-trabajo.

Décadas atrás nos vimos atropellados por un debate similar en torno a la modernidad y la postmodernidad, que dejaba afuera la transmodernidad de la experiencia latinoamericana. La actual discusión tiene ribetes materiales bastante más severos. El lugar epistémico de las “políticas de la alteridad” debería permitirnos considerar seriamente el modo en que estos nacientes discursos/diseños globales terminan por afectar a nuestras economías locales y no dejarnos seducir por la retórica de la novedad que, enmarcada en el prefijo “post”, ya para criticar o para abonar, pretende circunscribir los únicos términos posibles del debate. En este sentido es que consideramos que la perspectiva transmoderna y las “políticas de la alteridad” de las que se nutriría una nueva teoría del reconocimiento, pueden ser herramientas epistémicas valiosas a la hora de revisar nuestros paradigmas y metodologías de trabajo.

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Recibido: 08 de Febrero de 2019; Aprobado: 02 de Octubre de 2020

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