Primeros pasos introductorios
Las dependencias continúan arrinconando en las periferias a las víctimas, usurpándolas su dignidad humana. Y mientras tanto, “se cierne abrumadoramente la sensación de caminos cerrados, de imposibilidades que se presentan como cuasi insuperables, las cuales mitigan la esperanza y enardecen los ánimos, colocando no ya a la vida, sino a la mera sobrevivencia de las grandes mayorías de la humanidad en primerísimo plano” (Cerutti, 2005, pp. 52-53). Tras casi medio siglo de reflexiones y experiencias a sus espaldas, las filosofías de la liberación de raigambre latinoamericana y repercusión subalterna no renuncian a la liberación de las víctimas; pero son conscientes, salvo “que estemos pensando en una -y contradictoria- nueva forma de filosofía perennis” (Cerutti, 2008, p. 22), de que ya no están exentas de responsabilidad por “el aumento exponencial de las desigualdades e injusticias sociales, [...] [por] la progresión geométrica de la explotación” (Cerutti, 2005, p. 52). Los cambios proyectados por las filosofías de la liberación han sido hasta ahora reducidos, y la esperanza reside en la autocrítica conectada con otras áreas y latitudes del conocimiento.1 ¿O acaso es que la liberación también ha pasado ya de moda?
Los cuerpos dolientes son hoy igual de urgentes que desde inicios de la década de 1970. La inhumanidad es hoy tan vergonzante como siempre. Por eso la liberación no puede quedarse reducida al intento de un reducido y heterogéneo grupo de filósofos periféricos que pensaban principalmente desde maltrechos rincones latinoamericanos. Los debates pueden surgir en cuanto al alcance y la pertinencia actual de las singulares propuestas de liberación enarboladas por filósofos concretos, pero no puede haber dudas en torno la necesidad, también filosófica, de apostar por las liberaciones transformadoras. Dicho de otra manera, “proceso de liberación, sí; filosofía de la liberación, hay que ver, depende, tal vez” (Cerutti, 2008, p. 24).2 Porque lejos de haber quedado caduca, la liberación sigue siendo necesaria para transformar la realidad desde un horizonte de pensamiento lo más inclusivo posible: “Es para transformar la realidad sobre la que se filosofa y desde la que se filosofa” (Cerutti, 2001a, p. 17).3
Ya no es solo el Otro latinoamericano de Dussel, entendido a partir del rostro levinasiano del pobre, la viuda y el extranjero, sino que los Otros son tan plurales que apenas con resultados imperfectamente abiertos pueden englobarse bajo el rótulo de ‘Sures de geografía diversa, mujeres y vidas sobrantes’. En pleno siglo XXI todavía hay que filosofar para la liberación, incluso a pesar de que en algunas regiones “cada vez pareciera menos generalizada la conciencia de vivir en estructuras y situaciones intolerables o, en todo caso, el miedo a reconocerlo” (Cerutti, 2008, p. 20), cuando no es la ignorancia acerca de las ataduras la que actúa a modo de sedante. Por mucho que la Mismidad siempre encuentre voceros que con más o menos éxito proclaman la mejoría y el progreso, las víctimas continúan sufriendo desde sus cuerpos dolientes concretos y en sus vidas sobrantes particulares.
Por una filosofía transformadora
Ahora bien, la filosofía continuará al lado de las víctimas como empuje de liber-acción únicamente si, como pensamiento en continua revisión (no-perenne), se proyecta evitando cuatro desviaciones que la amenazan: la sistémica, la elitista, la representativa y la autoritaria. En primer lugar, para ser liberadora, la filosofía no puede convertirse en el pensamiento del poder, cualquiera que sea el sistema o el orden establecido e incluso si los vientos le son favorables: “El momento crítico como momento destructivo es primordial para un pensar que representa intereses de los no integrados, de los marginados” (Cerutti, 1996, p. 93).4 Para ser transformadora, la filosofía necesita además pensar desde las exterioridades, sin caer en el peligro de confundirlas con la comodidad que ofrecen las posiciones elitistas o meramente academicistas5: “El presunto aristocratismo del filosofar solo conduce a la esterilidad en relación con las necesidades y demandas de las grandes mayorías”. (Cerutti, 2003, pp. 20-21)6
Solo manchándose del barro entre el que sobreviven las intrahistorias periféricas es posible acompañar liberaciones surgidas de situaciones y condiciones determinadas,7 lo que nada tiene que ver con pensar hipótesis abstractas sostenidas desde un no-espacio y desde un no-tiempo idealizados: “Una filosofía que pretenda ser crítica, en autoconciencia de sus propias limitaciones, deberá entroncar con las prácticas históricas y reales de las [...] oprimidas. [...] El filósofo [...] no solo pensará dichas prácticas, sino que real y personalmente colaborará con ellas”. (Dussel, 2007, p. 464)
Filosofía liberadora al servicio de las víctimas y no únicamente filosofía para repensar la propia filosofía.8 En tercer y cuarto lugar, pensar desde las periferias tampoco es lo mismo que pensar por las periferias. No se trata hablar y reflexionar en nombre de nadie, ni de usurpar palabra alguna (con el peligro de la deriva autoritaria), sino de responsabilizarse por ese Otro plural en una situación de proximidad, cara-a-cara horizontal y abierto. La liber-acción es un consciente y esforzado proyecto humano para desatarse de las dependencias y proyectarse en horizontes transformadores, un proyecto universalizable con referencias a contextualizaciones concretas, pero no un universal dado ni mucho menos impuesto.
Esta liber-acción autocrítica no-perenne, ni sistémica, ni elitista, ni representativa ni autoritaria no renuncia a los logros de la razón crítica, si bien se carga de experiencias que la separan del racionalismo ideológico de la Razón excluyente (autoritaria, instrumental y patriarcal). No es la renuncia a la razón, sino a escribirla en mayúscula y en singular, a circunscribirla al monopolio occidental. Otro motivo más para la vigencia actual de la liberación. Y es que, si bien la racionalidad solventa con argumentos los conflictos de intereses que aborda por ejemplo la consensuada inclusión comunicativa de Apel (1991)9 y Habermas (1999),10 el proceso de liberación rebosa la esfera racional, necesaria pero insuficiente en las periferias.
Con sus respectivos matices, la ética del discurso apeliana y la comunidad de comunicación habermasiana pueden resultar satisfactorias e incluso esperanzadoras en situaciones híbridas, por ejemplo de las sociedades del Norte, en las que la dominación no sea tan evidente o en las que la conciencia de ésta no esté lo suficientemente marcada.11 Pero ambas resultan insuficientes cuando, por ejemplo en las periferias, la explotación es manifiesta o la conciencia de quienes sufren es lo suficientemente activa. Se trata del doble baremo situado de un termómetro lingüístico-ético que no anula sino que compatibiliza la consensuada inclusión comunicativa y la liberación, cada una en sus respectivas fortalezas.12
El principal problema para las víctimas no es el que plantea el escéptico (enemigo por antonomasia de la ética del discurso), quien desacredita el diálogo negándose a participar en él, sino la postura del cínico o incluso del dominador/explotador (el enemigo por antonomasia de las filosofías de la liberación), quien no solamente rechaza el diálogo, sino que se aprovecha de su fuerza para usurpar a las periferias de cualquier posibilidad de participación y, lo que es más grave aún, por robarles la dignidad cuando no la vida misma. La pretensión apeliana de atajar estos conflictos vitales “únicamente a través de la argumentación y el discurso” (Apel en Apel y Dussel, 2005, p. 139)13 no es suficiente en lo que atañe a las víctimas, quienes, satisfechas formalmente, continúan realmente a la intemperie. La que presentan las víctimas es una problemática irresoluble apriorísticamente.14
Prescindir del racionalismo ideológico de la Razón excluyente no es empero sencillo para el proceso de liber-acción, que antes o después tiene que pasar por un momento de ruptura. Dussel aborda esta situación con la razón ético-material que surge desde el Otro: el componente ético-racional se abre desde la anterioridad (prioridad) del cara-a-cara con el Otro que subvierte la Totalidad, mientras el aspecto material-racional sitúa a la vida humana, su generación, reproducción y conservación, como referencia primera y última (es el llamado ‘principio-vida’):
La vida de la que hablamos es la vida humana. Por humana entenderemos la vida del ser humano en su nivel físico-biológico, histórico-cultural, ético-estético, y aun místico-espiritual, siempre en un ámbito comunitario. [...] La vida humana es un ‘modo de realidad’; es la vida concreta de cada ser humano desde donde se encara la realidad, constituyéndola desde un horizonte ontológico (la vida humana es el punto de partida preontológico de la ontología), donde lo real se actualiza como verdad práctica. (Dussel, 1998/2009, p. 618)15
La ruptura abierta por una educación transformadora
Como modelo de realidad, verdad práctica, la víctima se rebela ante las ataduras e imposiciones de la Voluntad de poder. Cuestiona los condicionamientos y el engranaje social de la opresión, incitando al propio dominador a una liberación mutua,16 A partir de aquí, se manifiesta el momento de ruptura de la liber-acción, que se proyecta idealmente posible a través de la pedagógica17 liberadora, que comienza por “la superación de la contradicción educador-educando. Debe fundarse en la conciliación de sus polos, de tal manera que ambos se hagan, simultáneamente, educadores y educandos” (Freire, 2012, p. 73). Así, la liberación se realizaría a través de la ruptura que posibilitaría una “analéctica pedagógica que supere la aparente dis-tinción entre padre-hijo, maestro-discípulo, analéctica alterativa imposible de pensar dentro de la ontología de la Totalidad”. (Dussel, 1973, p. 141)
Como mejor se entiende esta pedagógica liberadora, momento posibilitador de la ruptura de lo Mismo, es comparándola con la educación hegemónica, con el modelo formativo-dominador fundamentado filosóficamente en las reminiscencias aristotélica (Platón, 385 a.e.c./1987)18 y hegeliana (Hegel, 1973),19 y complementado con el Emilio de Rousseau (1990). Como teoría del conocimiento, la reminiscencia supone que conocer es recordar, es decir, se basa en la recuperación de lo olvidado o, dicho de otra forma, consiste en el proceso por el cual lo Mismo se actualiza sin perder su Mismidad. El ejemplo por antonomasia es el del alumno aplicado que, en virtud de su retentiva, vuelca en el examen lo que ya estaba ahí, lo que le había introducido previamente su maestro en la memoria.20 Por ningún lado aparece la creatividad, ni el saber crítico, ni si quiera la búsqueda del conocimiento, pues no hay lugar alguno para lo Otro, solo para la repetición de lo Mismo.
Los mecanismos ideológicos de la cultura imperial son altamente operativos porque se confunden con la ‘naturaleza’ de las cosas. El mensaje de la cultura universal es tautológico: siempre dice ‘lo Mismo’, lo repite infinitamente y de muy variadas maneras. El oyente, vidente, rememorante es bombardeado por el texto, por la imagen, por un mismo sentido de todos los entes. Es tan universalmente presente en todo que termina por ser ingenuo el no aceptarlo; es obvio que el sentido de la cosa es así. La no-criticidad del sujeto se impone como el modo cotidiano de ser en el mundo. (Dussel, 1977a, pp. 173-174)
Rousseau completa el paradigma de la educación hegemónica de la reminiscencia presentando a un Emilio aislado, el alumno prototipo de la educación: sin familia (huérfano), sin amigos (solitario), sin contexto (ahistórico), sin conciencia de sus orígenes (desclasado) y autosuficiente (no necesita ni a la Naturaleza ni a las mujeres: es depredador y machista).21 El camino educativo ideal que debe seguir Emilio es el que, a través del estudio repetitivo, le lleva al destino natural de todo hombre-discípulo de provecho: apenas una vez ‘ilustrado’, el individuo (nótese la carga individual de este concepto) estaría en disposición de “recibir y manejar adecuadamente los canales [...] y los códigos [...], a través de los cuales, y en estructuras fijas [...], se le introyectará una información” (Dussel, 1977a, p. 175). En caso de que se produzca cualquier falla en este sistema de dominación y domesticación, entran en juego el castigo, la señalización culpante, la estigmatización, las amenazas y, en último caso, la muerte de la oveja descarriada.
Este modelo de educación bancaria es el que hoy domina tanto en las escuelas y colegios, como en las universidades e instituciones de educación superior; también es el patrón educativo que difunden los medios de comunicación22 y los estamentos políticos mayoritarios por doquier. El esquema reminiscente y aislado se repite allende las fronteras, junto a una cada vez más protuberante mercantilización de los saberes.23 En posición agente, el sujeto constituyente (el Ego encarnado en el maestro, en el padre, en el Estado o en las instituciones sistémicas); en sumisión paciente, el sujetado u objetivado (el objeto moldeable encarnado en el aprendiz, en el hijo, en el pueblo). “El sistema educativo sigue cumpliendo su finalidad: formar ciudadanos que puedan cumplir honestamente las funciones que la sociedad les asigne en su momento. Fuera de esto, nada es digno de ser aprendido. El ‘sistema de escolaridad’ es entonces algo así como el ‘rito de iniciación’ de la sociedad secularizada”. (Dussel, 1977a, p. 163)24
La liberación pedagógica es el contramodelo de esta educación reminiscente, individual y mercantilizada. Por una parte, en la pedagógica liberadora desaparece el concepto de repetición de lo Mismo: el educando no es un objeto moldeado para recibir civilización alguna, sino que, como Otro plural desde la Exterioridad, la pedagógica se responsabiliza por acompañarle formativamente en el autodescubrimiento crítico de la vida que (mal)vive de aquella vida que puede vivir. En segundo lugar, la pedagógica no tiene sentido sin la concienciación que tanto el sujeto constituyente como el sujeto en constitución experimentan y por la cual toman conciencia de que forman parte, ambos como seres siendo (seres históricos finitos), de una cultura dominadora, problematizándose así en su contexto. Este segundo pilar no termina con dicha concientización, sino que a ésta le sucede un compromiso con la praxis transformadora. Además, la educación liberadora no es utilitarista, resistiendo a la colonización del capital al mundo de vida educativo y revalorizando el placer del conocimiento por el conocimiento.
La distancia entre la educación bancaria y la educación liberadora es evidente: “La pedagogía dominadora tiende a conquistar alumnos, prosélitos, miembros a los que el sistema pueda manipular sin resistencia. La pedagogía liberadora busca suscitar sujetos, críticos, creadores dotados de conciencia de su propia alteridad y respeto por la alteridad de los demás, rebeldes a la domesticación y a la tradición, alérgicos a la masificación y al engaño” (González, 1978, p. 159). Además, en la pedagógica liberadora desaparecen las fronteras educador-educando; ya no hay un único agente que sabe y otro paciente que ignora; ya no es posible un sujeto que piensa activamente y otro sujetado que recibe pasivamente; ya no se da un Ego que habla y un ello aislado que escucha; ya no existe una luz que educa y una oscuridad que es ilustrada. “El educador […] es […] aquél que, en tanto educa, es educado a través del diálogo con el educando, quien, al ser educado, también educa. Así, ambos se transforman en sujetos del proceso en el que crecen juntos y en el cual ‘los argumentos de autoridad’ ya no rigen. [...] Los hombres se educan en comunión, y el mundo es el mediador” (Freire, 2012, p. 85). De una relación dialéctico-dominadora se pasa a una interrelación analéctico-liberadora.
La ruptura abierta por la violencia
La pedagógica analéctico-liberadora, sin embargo, no abre todas las situaciones posibles para el necesario momento de ruptura liberadora. Lo ideal tras el grito de denuncia de la víctima es que el opresor se deje cuestionar primero y se autocuestione después, iniciando así su propia concienciación. Por desgracia, es poco habitual que esta apertura en lo Mismo se produzca de forma pedagógica y progresiva. Y la ruptura de la Totalidad tampoco es graciosamente dispuesta para las Exterioridades. La pregunta no puede postergarse por más tiempo, aunque sea ya de forma retórica: ¿acaso es posible resolver todos los conflictos sin violencia alguna? La liberación no siempre puede generarse sin lucha. Así que, cuando la pedagógica liberadora no es suficiente, la violencia se convierte en una salida legítima25 para la liber-acción. Sí, en aquellas ocasiones en las que no haya otro modo de ruptura posible, y siempre y cuando la violencia no atente contra el Otro y se ejerza como autodefensa proporcional.26
Con esta especie de violencia débil resultante, justa y condicionada, el pensamiento desde las periferias parece meterse en un tenebroso callejón sin salida que no se puede sin embargo rehuir, salvo que se pretenda seguir filosofando sin mancharse de barro. El nudo gordiano reside en compaginar el momento de ruptura violento con el principio-vida, con la generación, la reproducción, el desarrollo y la conservación de todas las vidas humanas. Se llegaría a una vía muerta o a la locura de una reductio ad absurdum, si la vida humana es al mismo tiempo el principio primero y último, y una existencia intercambiable por otros valores. El riesgo de caer en una concatenación de inferencias que deriven en una contradicción ilógica de facto es palpable en autores cercanos a la filosofía y la teología de la liberación. “La vida no es el bien mayor. Puede haber situaciones en las que -en conciencia- tenga que ser sacrificada en defensa de ciertos valores inalienables de la dignidad humana”. (Boff, 1978, p. 121)
¿Acaso puede haber dignidad humana sin vida humana? Y en el caso de que la respuesta defienda la dignidad humana entendida de forma colectiva antes que individual, ¿es posible defender la pérdida de una sola vida renunciar a dicha dignidad? No: es imposible. Contundente y aparentemente sencilla, ésa es la repuesta para ambos planteamientos, sin negar por ello la violencia debilitada. Pero es imposible llegar a esta afirmación sin hacer antes una profunda reflexión en torno al origen y al alcance de la violencia.
Por un lado, la violencia puede ser y es ejercida históricamente por la Totalidad: sucede cuando lo Mismo no acepta la irrupción de lo Otro y lo doblega; la dominación se convierte en represión física o psicológica, siempre colectiva (al menos de modo ejemplarizante), ante el intento del ser humano oprimido por liberarse: “La utilización social de la agresividad pertenece [...] a la estructura histórica de la civilización y ha conseguido un poderoso vehículo de progreso” (Marcuse, 1968/1984, p. 117). La guerra es el clímax de todas estas represiones sistémicas, el extremo último de la ontología práctica del Norte.27
El genocidio del Otro sucede de muchas maneras: por la pedagogía de la dominación que hace creer al ser humano que es nada; por la represión, que le corta las alas para rebelarse; por la matanza directa, que lo aniquila. Ningún nadie está a salvo de esta lógica. La condena a esta primera forma de violencia no ofrece género de dudas, y las filosofías de la liberación son muy claras al respecto de una violencia cuyo sustrato epistemológico entronca con la negatividad que conlleva el verbo ‘violar’ (los derechos y dignidades del Otro).28
Pero la violencia también puede ser y es ejercida por las Exterioridades, cuando éstas pasan de la desobediencia civil a la acción directa como vías de acceso hacia las transformaciones: el discernimiento de injusticia se convierte en “acción disidente, con conciencia de ejercer nuevos derechos, [y] puede ser aun una coacción (o una ‘fuerza’) con medios proporcionados a la violencia que sufren los oprimidos por los grupos dominantes” (Dussel, 2015, p. 215). Es ante este segundo origen de la violencia, con un origen etimológico situado en la raíz vis (fuerza), donde los titubeos de las filosofías de la liberación son más notorios, partiendo del extremo de que el partisano e influyente Fanon llega a equiparar la violencia con la dignificación de los colonizados:
Para el pueblo colonizado, esta violencia, como constituye su única labor, reviste caracteres positivos, formativos. [...] En el plano de los individuos, la violencia desintoxica. Libra al colonizado de su complejo de inferioridad […]. Lo hace intrépido, lo rehabilita ante sus propios ojos. [...] La violencia eleva al pueblo a la altura del dirigente (Fanon, 2014, pp. 85-86).29
La exposición de la violencia ejercida por el Otro resulta ambigua, pues únicamente se sostiene sin balanceos en el ámbito abstracto: “La guerra justa, el empuñar el arma, la entrega de la vida son posibles si son medios adecuados para defender al pobre, para organizar un nuevo sistema. Siempre en la justicia, no haciendo al opresor lo que ellos hacen con los oprimidos” (Dussel, 1994, p. 119). Pero ¿acaso alguna guerra es justa, sabiendo que por definición todas las guerras traicionan el principio-vida?, ¿cuáles son los ‘medios adecuados’ y quién dictamina que lo son?, ¿cómo se define ‘la justicia’ y desde dónde? ¿Quién(es) ejerce(n) la violencia y con qué fin? Tampoco el recurso a una violencia sin odio que pudiera reconducir la situación parece sostenerse más allá de la teoría.30
La distinción entre violencia ejercida por la Totalidad y violencia ejercida por la Exterioridad no resulta tan clara sobre el terreno: las acciones de fuerza son caracterizadas como violentas o rebeldes, democráticas o antidemocráticas, en función del horizonte desde donde sean definidas.31 Pero deja dos conclusiones: éticamente es posible diferenciar la violencia {“Existen [...] dos violencias éticamente distintas. La violencia del dominador, que es injusta, perversa; y la del oprimido, que es justa porque es defensa” (Dussel, 1977b, p. 97)} y la violencia puede ser al mismo tiempo legítima e ilegal [“El fundamento de la legitimidad (no digo de la legalidad, que viene después) es el consenso crítico de los oprimidos, y no una violencia instituyente” (Dussel, 2015, p. 215)]. Asentada en la vida humana,32 la violencia es mucho más que un dilema lingüístico y, dado que la ruptura es deseable pero no siempre posible a través de la pedagógica liberadora, los caminos transformadores no suelen poder recorrerse en un escenario de violencia cero, una ruptura de grado que debe ser reflexionada desde su misma definición.
Consideraciones finales
La única violencia admisible es la ejercida desde una ontología débil que además sitúe la posibilidad de la violencia en la discusión de los medios, nunca de los fines. La violencia como fin no es deseable ni legítima, pues conduce a la aniquilación del ser humano, al abismo de la muerte, allí donde el sujeto-siendo ya no es verbo. La violencia como medio, por su parte, ha de estar sujeta a una historización permanente y ha de ser sabedora de sus condiciones y limitaciones, para evitar caer en absolutismos. Aunque ni siquiera el recurso a la violencia de los medios, en la que sería suficiente la consideración de si los fines concretos a los que sirve son considerados justos o injustos, resuelve toda la ecuación abierta por la posibilidad de la violencia, pues la ruptura se presenta a través de sufrimiento y dolor. Sigue haciendo falta “un criterio para los casos de su utilización. La cuestión de si la violencia es en general ética como medio para alcanzar un fin seguiría sin resolverse. Para llegar a una decisión al respecto, es necesario un criterio más fino, una distinción dentro de la esfera de los medios, independientemente de los fines [a los que] que sirven”. (Benjamin, 2001, p. 23)
Y se llega entonces a la hipótesis de partida, convertida ahora en conclusión de llegada: el principio-vida, la generación, reproducción, desarrollo y conservación de la vida humana. La salvaguarda del principio-vida es la única vía liberadora que posibilita la transformación del no-ser producido (por la Totalidad) en el Otro ser plural (de la Exterioridad). Porque de la nada absoluta, la muerte, no puede surgir el ser humano. Todo esto ya lo intuyó Lèvinas con la proximidad del rostro del Otro, que de alguna forma cuestiona el principio humano de autoconservación, el conatus sese conservandi spinozista33: “El otro es el único [...] a quien puedo querer matar. Puedo querer. [...] El triunfo de este poder es su derrota como poder. En el mismo momento en que se realiza mi poder de matar, el otro se me ha escapado. [...] La tentación de la negación total [...] es la presencia del otro. Estar en relación con el otro cara a cara es no poder matar” (Lèvinas, 1993, p. 21). Matar una vida humana no está justificado, ni en nombre de la autopreservación de lo Mismo, ni como legítima defensa desde lo Otro. Quien mata a Otro está aniquilando su propia posibilidad de vivir humanamente, vida que surge desde el Otro plural.
De ahí la reafirmación del nos-Otras que nos acompaña como seres humanos siendo. Es la prioridad ética del Otro plural como matriz transformadora que cuestiona el derecho prioritario del Ego a la existencia. La vida del Otro plural es la frontera infranqueable de una humanidad que no puede ser enrocada en el solipsismo del Yo. El Yo puede matar ontológicamente al Otro, pero no puede aniquilarlo éticamente, salvo infringiéndose su propia destrucción como humanidad.
La afirmación de esta violencia limitada cuando la pedagógica liberadora no es suficiente para accionar el momento de ruptura no agota sin embargo los interrogantes sobre los que tiene que seguir insistiendo la filosofía si se pretende transformada y transformadora: “¿Qué ocurre si hay un Otro que ejerce violencia sobre otro Otro? ¿Por qué Otro debo responder éticamente? ¿A qué Otro coloco frente a mí o debo apoyar?” (Butler, 2006, p. 175). Descartada la paz de una sociedad en la cual la pluriversidad humana se reduzca a las diferencias asimiladas al interior de lo Mismo,34 el camino hacia una filosofía para la liberación pasa por abordar sin rodeos estas cuestiones.