El caso
El 15 de agosto, las calles de Salta1 se colman de procesiones en honor al culto a la Virgen de Urkupiña: una devoción boliviana2 que traspasa fronteras y se instala con diferentes configuraciones en el noroeste argentino.3
El culto está conformado por diversos rituales (Turner, 1969) que comprenden novenas en iglesias o casas de los fieles, fiestas y procesiones por diferentes calles de la ciudad donde los creyentes llevan las imágenes especialmente vestidas para la ocasión en medio de bailes como el sikuri, la morenada, los caporales y las diabladas.4 Esto produce problemas en el tránsito y la molestia de muchos citadinos que alegan como argumentos los “ruidos”5 que causa la práctica, la cual está caracterizada por una apropiación de lo público a través -también- de la música y los fuegos de artificios que se usan para demostrar devoción a la Virgen.
La procesión es la antesala de grandes fiestas efectuadas en espacios privados o domésticos donde abunda la comida, las bebidas y los juegos6 gestionados por sus propios promesantes. Así, el culto tiene la ductilidad de atravesar espacios legitimados por el dogma (parroquias barriales, iglesias, entre otras) como otros lugares que se arman por los mismos creyentes para realizar los festejos.
Los fieles denominan “Mamita” a la advocación de Urkupiña, apelativo que permite pensar la forma en la que se construye la representación de una posición de “hijos” en relación a la divinidad y de lazos de “hermandad” al interior de los contactos interpersonales que se establecen entre los creyentes durante las prácticas rituales que se realizan en honor a la Virgen (Nava Le Favi, 2017). Por otra parte, la nominación se usa frecuentemente en los cultos andinos marianos, donde es común la superposición con rituales vinculados a la Pachamama-madre tierra7 (Podjajcer y Mennelli, 2009).
El culto a Urkupiña no sólo pone en tensión prácticas y discursos, sino que -además- se articula con otras identificaciones y territorialidades ligadas a la cultura boliviana y argentina. Así, es común observar en las festividades la presencia de banderas argentinas, salteñas, bolivianas y papales en un índice de cómo se presentan diversas adscripciones identitarias (Nava Le Favi, 2017).
Frente a las multitudinarias muestras de devoción, los medios de comunicación local visibilizan representaciones negativas del culto al denominarlo, por ejemplo, una “invasión cultural”.8 Además, la iglesia católica y la municipalidad de la ciudad9 han destinado acciones de control de la práctica devocionaria en el espacio público al prohibir, por ejemplo, el uso de fuegos de artificios.
Las regulaciones que se imponen sobre la advocación se dan en el marco de una sociedad fuertemente arraigada en cultos canónicos católicos (Nava Le Favi, 2013 y 2015), cuya identidad provincial se produjo en el marco de los procesos de conformación del Estado nación de la Argentina a fines del siglo XIX y principios del XX, cuando la élite local fue partícipe necesaria en la construcción de una “salteñidad” basada en un origen patricio-español y negando las raíces indígenas (Álvarez Leguizamón, 2010). Cabe destacar que desde el periodo pre-colonial e inclusive hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX, la región del noroeste estaba más ligada a la economía altoperuana por la minería más que al centro del incipiente país, es decir, Buenos Aires (Madrazo, 1981).
El ingreso del culto a la ciudad se ubica entre las décadas del sesenta y ochenta (Nava Le Favi, 2017) cuando el país limítrofe registra fuertes crisis económicas dada la implementación de políticas neoliberales, lo que produce un deterioro de la vida campesina boliviana que impacta en procesos de migración interna y externa (Domenech y Magliano, 2007). En este contexto, la imagen del culto se introduce a la ciudad por medio de una mujer boliviana que regala el bulto a otra que es oriunda de la provincia de Jujuy,10 pero que residía en Salta: en esa genealogía que marca identidades y territorios interconectados, la práctica pasa de un espacio doméstico para, luego, habitar el espacio público (Nava Le Favi, 2017).
Cabe destacar que en la Argentina existe una fuerte estigmatización respecto a diversas alteridades nacionales: en el caso del boliviano se denomina despectivamente como “bolita” (Caggiano, 2001). Esta forma peyorativa o sarcástica designa el origen social o étnico de uno de los contigentes más representativos que constituyen la población del país; una nominación que caracteriza a las personas con algo que tienen que disfrazar, “un pecado original de identidad dentro de una retórica que postula a la Argentina como un país blanco, una Europa -sin especificación- en América del sur” (Segato, 2007, p. 247).
Ese pasado que se pretende únicamente europeo y colonial se inscribe en las gramáticas de la ciudad de Salta, en cómo se clasifica y ordena los espacios urbanos, sus actores, sus relaciones. Esos “sentidos de ciudad” (García Vargas, 2015) permiten mapear cómo se construye la “ciudad planificada” (De Certeau, 1996) y se vislumbra la importancia de un estilo colonial que otorga primacía a la institución católica en la disposición urbanística, es decir, existe una gran presencia de múltiples iglesias del casco céntrico, las cuales tuvieron inversiones considerables en la remodelación/restauración de sus fachadas. Además, la iluminación de esos espacios posibilita una notoriedad mayor por sobre otros edificios.
Por otra parte, Salta formaría parte de las ciudades exitosas donde se perpetuó el modo de organización urbanístico colonial (Igareta, 2010) más allá de las variaciones que se fueron presentando a lo largo del tiempo. En este sentido, desde la década del noventa sucesivos gobiernos fueron fundamentales para establecer ese maquillaje colonial a través de una política de rescate del pasado para incorporarlo a la oferta turística (Álvarez Leguizamón, 2010). Así, tanto el casco histórico como otros edificios fueron reformados bajo una impronta neocolonial, al tiempo que se instauraba el eslogan de “Salta, la linda”, un juego retórico donde la ciudad funciona como una identidad travestida de mujer y de rasgos coloniales que, al mismo tiempo, posee una las cifras más altas de femicidios a nivel país11 (Cebrelli, 2015).
En una ciudad donde los espacios, los diseños, los monumentos y nombres de las calles recuerdan permanentemente ese origen hispano-criollo, miles de devotos realizan las procesiones y fiestas en honor a Urkupiña. Allí se ubica la experiencia de Lidia, mujer nacida en Sucre y que hace varias décadas radica en la ciudad de Salta o el caso de Mirta que tanto sus padres como ella nacieron en la mencionada ciudad y se reconoce como ferviente devota de un culto boliviano. Las palabras de estas mujeres ponen en evidencia las múltiples formas de significar un baile migrante que se practica en el noroeste argentino, una experiencia que pasa por los cuerpos que habitan un espacio público colonial, es decir, deudor de las matrices modernas y altamente racializado dado que niega matrices andinas-indígenas y exalta orígenes patricios-españoles y, por otra parte, es un territorio heterosexuado y masculinizado, donde ser mujer y bailar música andina disputa otras formas diversas de transitar las calles de la ciudad.
Por otra parte, la morenada es un baile que posee una vestimenta llamativa y brillosa. En Bolivia, rememora el pasado de los esclavos negros e indígenas de la etapa colonial de este país e implica ciertas jerarquías masculinas en la ordenación de los cuerpos. Así, se encuentra el rey moreno, el capataz, este último referente de una posición colonial que habilitaba al control y disciplinamiento de los esclavos morenos, por ejemplo. En Salta, las mujeres lideran las procesiones y generan espacios vacilantes de sentido que se impregnan con múltiples apropiaciones al ritmo de las matracas12 -instrumentos de origen africano- que sumado a la música andina, la danza y los trajes imponentes que visten los cuerpos de los devotos producen una irrupción visual y auditiva en el espacio público local más acostumbrado a festividades tradicionales católicas.
Puntos de partida
La indagación parte de la premisa que el culto a la Virgen de Urkupiña resulta un lugar fértil para comprender cómo se articula, se tensiona y se disputa lo andino y la matriz colonial en la ciudad, una encrucijada que adquiere una doble dimensión por constituirse en una advocación migrante que ha sido asimilada por numerosas familias salteñas.13
El trabajo retoma experiencias de mujeres durante el baile de la morenada que forman parte de las procesiones en honor a la Virgen de Urkupiña y, a partir de allí, se indaga la manera en que la devoción se configura en una práctica emergente (Willams, 1980), es decir, rememora un pasado negado en el imaginario nacional y provincial (vinculado a lo andino-indígena), disputando un espacio público y colonial consagrado a festividades canónicas-católicas.14
El análisis intenta comprender el caso desde un enfoque interdisciplinario y focalizado en la línea de los estudios latinoamericanos que piensan la relación comunicación-cultura (Martín Barbero, 2002; Reguillo, 2008), retomando principalmente los aportes de los estudios de-coloniales (Segato, 2013; Quijano, 2007; Mignolo, 2007), los estudios sobre religiosidad mariana (Podjajcer y Minelli, 2009; Nava Le Favi, 2013, 2015 y 2017), algunos aportes de la antropología de la danza (Carozzi, 2011; Briggs y Baumman, 1992), las perspectivas de la socio-semiótica (Verón, 1987; Angenot, 1998), la teoría de las representaciones sociales (Cebrelli y Arancibia, 2005, 2010 y 2012), de las identidades (Hall, 2003) y enfoques sobre territorio (Segato,1999, 2007; Cebrelli y Arancibia, 2010).
El trabajo se centra en una etnografía de diversas experiencias de mujeres devotas que atraviesan la ciudad y habitan el espacio público durante las procesiones que se realizan en honor a la Virgen de Urkupiña. Las técnicas de recolección de información se basaron en observaciones participantes y entrevistas en profundidad recabadas desde el 6 al 15 de agosto, días que conforman la novena, la procesión y las fiestas de la devoción durante el periodo 2014-2016. La selección de testimonios de mujeres devotas se basa en considerar que la colonialidad ha construido una esfera pública blanca y masculina, pero englobante como humana en general y de representatividad universal (Segato, 2013). De allí que la voz de mujeres que habitan la ciudad desde prácticas andinas y católicas no canónicas resulte transversal para comprender cómo se habita ese espacio público desde lugares subalternos al poder hegemónico. Además, las experiencias también retoman las palabras de mujeres migrantes que tienen familias radicadas en la ciudad, lo que permite comprender una veta de las formas de integración de las mismas.
La indagación parte de considerar el concepto de experiencia como una tecnología de inteligibilidad (Haraway, 1999) a partir de la cual se aborda lo vivido en una multidimensión que se inscribe en lo social, sin ignorar los contextos más amplios y las múltiples articulaciones a partir de las cuales se puede comprender el aquí y ahora siempre relacional y necesariamente provisorio (López, 2016). Las experiencias mapeadas pasan por el cuerpo, centro de significaciones que cifra la identidad y por donde fluyen discursos, representaciones, deseos y acciones (Butler, 2002). El cuerpo devoto atraviesa, vive y habita desde una experiencia religiosa el espacio público y el espacio privado-doméstico, ambas categorías instaladas desde el modernismo para prolongar la división de lo masculino- femenino (González Sthepan, 1995).
Desde los estudios de-coloniales, la modernidad se comprende como perpetuación de la colonialidad15 (Mignolo, 2007). Este último concepto refiere a un patrón de poder que emerge como resultado del colonialismo moderno, pero en vez de estar limitado a una relación formal de poder entre dos pueblos y naciones, más bien se refiere a la forma como el trabajo, el conocimiento, la autoridad y las relaciones intersubjetivas se articulan entre sí a través del capitalismo global y la idea de raza (Quijano, 2007). Rita Segato (2013) afirma que el orden precolonial se caracteriza por ser un mundo dual, de múltiples naturalezas conmutables que muta a un mundo binario colonial-moderno en el que el otro es biologizado, jerarquizado en su posición particular de “otro”, donde la diferencia se constituye en un problema salvo que pueda ser filtrada (como lo intenta realizar la Iglesia y el municipio con la práctica mariana a partir de las regulaciones, por ejemplo). Por otra parte, la diferencia también se puede considerar como residual en ese mundo blanco, masculino y letrado, es decir, un mundo congruente con el mito fundacional de la Argentina y de la identidad salteña (Grimson, 1999 y Álvarez Leguizamón, 2010). En cambio, en ese mundo dual y precolonial se presentan correlaciones con las cosmovisiones del mundo andino donde todos los elementos son opuestos, pero complementarios en tanto estructuraban la vida cotidiana y los lazos de comunidad (Zenteno Brun, 2009).
Las experiencias de las devotas se inscriben en múltiples representaciones sociales, es decir, mecanismos traductores que tienen “una facilidad para archivar y hacer circular con fluidez conceptos complejos cuya acentuación remite a un sistema de valores y a ciertos modelos de mundo de naturaleza ideológica” (Cebrelli y Arancibia, 2005, p. 38). La disputa por las representaciones en el campo de la comunicación implica una serie de pasos y de procesos en el que se involucra la visibilidad (Reguillo, 2008) y la audibilidad (Escobar, 2005) de los grupos alterizados (Arancibia, 2015 16), que, en el caso estudiado, se presentan mediante los bailes que acompañan la procesión en tanto ponen en tensión los imaginarios de nación (e identidades provinciales) y las gramáticas de la ciudad, las cuales legitiman modelos coloniales de pensar y habitar lo público.
Las representaciones posibilitan reflexionar sobre la relación del sujeto, las adscripciones identitarias y las formaciones discursivas como correspondencias no necesarias, como contingencias que reactivan los procesos históricos (Laclau y Mouffe, 2005). El proceso constitutivo de las identidades es un trabajo de la diferencia y semejanza desde lo discursivo y desde los sistemas representacionales en lucha o conflicto, legibles según los regímenes de visibilidad imperantes en un estado de sociedad (Hall, 2003). En este sentido, las identidades se constituyen dentro de la representación y no fuera de ella (Cebrelli y Arancibia, 2010). El concepto de territorio se piensa como una de las formas de aprehensión discursiva del espacio, por lo que implica siempre una apropiación relacionada con el uso, la distribución, la defensa y, muy especialmente, la identidad (Segato, 2008 y 2007).
La categoría de espesor temporal de las prácticas y los discursos es transversal en la indagación y habilita a reflexionar sobre cómo a una determinada representación social se le van adosando modos de significar, de hacer, de percibir y de decir complejizando la estructuración de dichas representaciones. Este proceso es propio de las formaciones discursivas y de los modos de circulación que tienen (Cebrelli y Arancibia, 2005). De esta manera, la prescripción pragmática de una representación responde a los aspectos que en ese momento sociohistórico se validan como significativos, “claro está que ese modo rara vez es una invención del actor social sino que ya estaba en el campo validado por otros agentes que abonaron -reproducción mediante- la validez de esa forma de hacer y de decir” (Cebrelli-Arancibia, 2005, p. 142).
El trabajo aborda primero la experiencia de una mujer migrante para la cual la morenada le permite hacerse visible y audible en la ciudad. El baile, aquí, es un canal para revertir una representación negativa de las prácticas bolivianas. El segundo caso es el de una mujer salteña que asume identidades dentro del baile, poniendo en tensión jerarquías sociales de larga data. Allí hay un juego identitario donde ella se adjudica el rol de “chola” dentro de un contexto local donde la identificación suele ser una forma despectiva de nombrar ciertos sectores sociales. En ambos casos -y con diversos matices- podría considerarse que la morenada se transforma en lo que Víctor Turner (1969) denominaría communitas, un espacio donde se subvierte el orden de las jerarquías sociales en una sociedad con matrices coloniales donde lo identitario entra en disputa y negociación. Así, en el primer caso a analizar, “bailar” implica mostrar una nación migrante y subvertir una estigmatización. En la segunda experiencia, la morenda es el escenario para asumir una identidad que es connotada negativamente en otros contextos locales pero que, en la danza, tiene una mayor jerarquía y produce ciertas identificaciones positivas en las devotas.
De esta manera, en la experiencia de las mujeres resuenan deseos, pasiones, historias y empoderamientos que hablan de cómo se puede habitar un espacio masculinizado y altamente regulado.
Ser audibles, ser visibles
Lidia tiene más de 70 años. Ella nació en Sucre, Bolivia. Vive en Salta hace más de 40 años. Su hijo, Carlos, también nació en el vecino país pero reside junto a su madre. Ambos son devotos del culto a la “Mamita” dentro de un grupo de familias salteñas-bolivianas que se adjudican el ingreso de la devoción a la ciudad.17
Es 14 de agosto y después de las 8 de la noche las familias se preparan para realizar la procesión. Lidia lleva en un bolso negro su vestimenta para bailar: una danza típica del altiplano boliviano donde las personas se disfrazan de negros evocando la trata de esclavos durante la colonización española.18 Lidia sabe que el baile se usa frecuentemente en las entradas folclóricas de todas las localidades del vecino país:
A mi traje lo tengo desde que me vine de allá. Aquí bailamos de todo, todo lo que sea en honor a la Mamita ella lo recibe bien, se alegra. Con las chicas nos reuníamos primero en una casa, éramos todas mujeres, nos juntábamos al fin del día, de los quehaceres diarios. Después se fue ampliando a la familia y ahora a todo el barrio […] La gente del barrio antes no entendía y miraba mal lo que hacíamos. Pero después fueron entendiendo y se fueron sumando. Yo sé que hay gente que le molesta la música o le molestaba, no sé. Pero fue pasando el tiempo y como siempre lo hacemos la gente se fue sumando de a poco y los que no, nos miran […] Nosotros nos fuimos animando a hacerlo por las calles del barrio porque antes lo hacíamos chiquito en el patio de la casa […] estar en la calle, hacerlo más grande fue de a poco, antes éramos re pocos y ahora somos muchos porque no sólo nosotros podemos bailar, todos, ustedes pueden bailar […] Bailar, así, aprender entre nosotras fue algo liberador, yo les enseñé y diseñé el traje de muchos de los que están aquí. La gente se acerca, pregunta y cuando hablamos y ven lo que hacemos, van conociendo qué es la devoción a la Mamita.
(Lidia, 14 de agosto de 2015. Testimonio tomado en el Barrio Miguel Ortiz durante la procesión).
El baile encabeza la procesión junto a un automóvil con altos parlantes que trasmiten la música. Detrás, se ubican primero el grupo de mujeres y luego el de hombres bailarines. Posteriormente, vienen los devotos y devotas con sus imágenes en andas o en sus brazos. El orden en el que se ubican los actores sociales rompe con el esquema tradicional de festividades canónicas católicas en la ciudad, donde quienes lideran la práctica son los grupos eclesiales masculinos y las imágenes sacras. En este aspecto se puede leer una disposición de los cuerpos que refiere a una jerarquía diferencial, un índice de cómo se hila la práctica basada, principalmente, en el sonido que se constituye como un articulador de los cuerpos donde la principal ofrenda está en la corporalidad atravesada por las danzas.
El relato marca el pasaje de una práctica privada (en el patio de una casa) al espacio público (las calles del barrio), que pone en juego una disputa representacional de carácter funcional, principalmente, a la mirada del “otro” que se incluye o “se molesta”. En este sentido, la experiencia funciona como una performance, es decir, un modo de comportamiento comunicativo que incluye un evento estéticamente marcado donde hay un diálogo interactivo entre una instancia de producción y recepción, una puesta en acto que responde a una continuidad entre el pasado y el presente (Briggs y Baumman, 1992). Podría pensarse que, en el caso de Lidia y el grupo de familias, las morenadas no sólo acompañan a la procesión sino que rememoran un espesor temporal anclado a ese pasado indígena-andino y, también, afrodescendiente. En un doble juego de significación, también se pone en escena simbólicamente un constante ingresar a la “ciudad” con un baile que típicamente se utiliza en las entradas folclóricas de Bolivia pero dentro de un territorio que estigmatiza esa identidad nacional.
El paso por las calles del barrio, entonces, no sólo tensiona cuestiones identitarias y territoriales sino que, además, es un acto de mostrar y visibilizar una devoción religiosa, la cual pasa por una experiencia por el cuerpo y el disfrute, rompiendo con el esquema del dogma católico que prepondera la idea sacrificial en sus rituales.
La visibilidad en ese espacio se da, paralelamente, en una disputa por ser audibles. Para Arturo Escobar, desde una postura decolonial, piensa en la necesidad de deconstruir los saberes de múltiples investigaciones y comenzar a tomar como punto de partida que los subalternos hablan, aunque la audibilidad de sus voces en los círculos de “Occidente” sean discutidos y teorizados de forma escasa (Escobar, 2005). La audibilidad, desde este análisis, toma como base el pensamiento del autor para comprender las disputas/tensiones del caso, dado que posibilita reflexionar cómo el baile le permite a Lidia ser visible desde una práctica mariana-andina en una ciudad colonial y, por otra parte, audible dentro del barrio no sólo por la música de la danza sino por la posibilidad del diálogo con el otro, en un acto de entendimiento que lleva -según el relato- a la inclusión de un “nosotros”. Así, la experiencia se constituye en sentido “liberador”, quizás, de esas representaciones negativas donde importa la demostración de fe hacia una divinidad femenina.
El relato de Lidia muestra una parte de esa trayectoria personal en relación al culto y su apreciación personal de cómo vivir la devoción, de aprender la “morenada”, de reunirse en casas y luego transitar las calles: este aspecto da cuenta de cómo la devoción se gestó como una reunión de mujeres para luego producirse el pasaje a un espacio público, en una práctica que invierte el orden de las jerarquías de las procesiones católicas y propugna una complementariedad, una grilla dual más que binaria en la ubicación de los cuerpos femeninos y masculinos durante los bailes.
De identidades e intersticios
Mirta es devota de Urkupiña hace más de veinte años. Ella es salteña y junto a sus hijas, Miriam y Carla, bailan en un grupo de morenada. Junto a su esposo, vive en los márgenes de una las zonas más residenciales de la ciudad. Una amiga -hace más de 15 años- le regaló el bulto y pudo comenzar a efectuar ella misma los rituales a la “Mamita”:
Hay mucha gente que no conoce qué es una morenada y es lindo cuando bailas, la gente conoce. Cuando vos bailás para la Virgen sentís que vas bailando sobre algodón, vos sentís el ritmo y te dejas llevar. En las morenadas te diferencia el taco, nosotras somos las cholas antiguas de la alta sociedad y vamos primero, después tenés las otras cholas de chatitas, esas son las feriantes. Después están los morenos, son los hombres que trabajan, por ejemplo, tenemos morenos maridos de las cholas antiguas. Hay algunos que sobresalen pero que tienen saco largo, esos son de la alta sociedad y después los turriles son los que trabajan en las minas, son como unos chalecos armados con aletones. Después tenés los achaches y son los que veneran al rey y ya son trajes muchos más grandes. Yo uso el taco, yo me identifico como una chola porque me gusta, yo soy una chola […] además, cada grupo tiene su color y cada grupo se desvive por la presentación, por tener el mejor traje para la Virgen.
(Mirta, 9 de agosto de 2015. Testimonio tomado en el Barrio Tres Cerritos durante el tiempo de novena).
El testimonio de Mirta muestra la forma en la que se organizan las jerarquías de los bailarines hacia el interior de las morenadas, las cuales remiten a identidades cuyo espesor temporal está anclado en la colonia boliviana: los achachis, los morenos, las cholas, las chinas, entre otras. Mientras más importante es el rango dentro de esas identidades indígenas, más pesado es el traje y menor es el movimiento. Así, el ritmo de los hombres es casi monótono mientras que el de las mujeres es un baile sensual porque, de algún modo, también interpela la idea de un cuerpo fuera del disfrute y del esquema sacrificial que impone el catolicismo. Cabe destacar que la modernidad trajo aparejado un pensamiento racionalista que separó la experiencia cuerpo/mente y homologó esa separación entre lo civilizado y primitivo (Míguez, 2002), una perpetuación de lo que el dogma católico intentó desde la Edad Media con acciones destinadas a la purificación de las fiestas populares (Burke, 2002). En ese marco, la negación del cuerpo como disfrute es un rasgo característico de los rituales canónicos y que se constituyen en características disruptivas en las procesiones en honor a Urkupiña.
Por otra parte, las morenadas se conforman como intersticios para asumir identidades indígenas y bolivianas que, en otra situación comunicativa, son nominaciones fuertemente denostadas y simbólicamente producen un distanciamiento identitario por parte de los actores sociales en el noroeste argentino (Karasik, 2000).
En un sentido complementario al que se viene exponiendo, “la chola” y el “cholo” en Bolivia designan a un grupo que se encuentra en una posición donde están incrustados en las relaciones de dominación colonial establecidas por los criollos hacia los indígenas y donde su crecimiento económico y ascenso social no les garantiza espacio ni reconocimiento en el polo dominante, sino que sufren la discriminación y exclusión que viven los indígenas, es decir, tienen una posición hegemónica frente a los de más abajo y subalterna frente a los de más arriba (Soluco Soroguren, 2006). El concepto de “chola/o” en Salta mantiene ciertas continuidades y rupturas con el campo semántico del país vecino. Leguizamón y Muñoz (2012) piensan cómo ciertas representaciones que aún son utilizadas en el habla popular fueron configuradas por las voces autorizadas de la primera mitad del siglo XX (principalmente políticos y literatos), las cuales construyeron tipos humanos basándose en categorías nativas: así, el lexema “cholo” o “chola” es una forma despectiva y recíproca de nombrarse entre la aristocracia y la clase media “en este juego de discriminaciones, los sectores medios han re-significado el apelativo de cholo que se les asignaba como inferior y con hábitos diferentes a los de la elite, burlándose y recordando el origen construido de una aristocracia también mestiza y descendiente de indígenas” (Muñoz, 2012, p. 127).
De esta manera, Mirta asume la identidad de “chola”, la cual posee usos y espesores temporales diversos. El racismo, aquí, cumple un rol decisivo en la legitimación de exclusiones que se producen desde las clases altas para designar despectivamente a los grupos que se consideraban en una jerarquía inferior (Álvarez y Muñoz, 2012). No es de extrañar, entonces, que la modernidad agrava las jerarquías, una biologización de la diferencia como producto de la colonialidad del poder (Segato, 2013).
En la morenada, Mirta se viste como chola para sentirse de “la alta sociedad” dentro de un territorio local donde hay una fuerte deslegitimación de las prácticas bolivianas. En esta experiencia, el baile habilita un campo de decibilidad19 (Cebrelli y Arancibia, 2005) para asumir desde el disfrute una identidad estigmatizada. De algún modo, subvierte las jerarquías y posiciones locales que se le atribuyen a la nominación, contribuyendo con su experiencia a que el baile adquiera la significación de un espacio communitas, un ritual que posibilita negociar identificaciones. En esa compleja cartografía de prácticas, significaciones, espesores temporales y representaciones, se transita la ciudad en una procesión más cercana al carnaval bajtiniano que al dogma católico.
Algunas apreciaciones finales
El trabajo fue mapeando dos experiencias de mujeres que bailan la morenada durante la procesión al culto de la Virgen de Urkupiña en la ciudad de Salta, una danza andina que rememora un origen mítico en el cual los negros esclavizados (generalmente traídos de diferentes lugares de África) se burlaban de sus colonizadores españoles. La práctica fue apropiada por los indígenas, ambos grupos subalternos al poder colonial. Este baile, entonces, fue mutando a lo largo del tiempo y re-actualizando otras jerarquías como la introducción del personaje de las “cholas”, las cuales se insertan en las entradas folclóricas de los carnavales de Oruro del país vecino recién en la década del setenta.
El paso de una frontera a otra implica nuevas traducciones de las prácticas, las cuales adquieren un doble juego de tensiones y negociaciones: por un lado, para los citadinos salteños, el baile es una representación de la cultura boliviana obturando, de alguna manera, todas las raíces afrodescendientes que pueden leerse en el origen histórico del baile. Por otra parte, se producen nuevas apropiaciones, en tanto se inscriben en una experiencia compleja que va desde asumir estratégicamente ciertas identidades hasta generar nuevas maneras de realizar la práctica. De esta manera, las mujeres pueden adquirir una posición destacada liderando los bailes de las procesiones.
Este tejido de nuevas traducciones se produce en el marco de un culto que podría caracterizarse como parte de la religiosidad andina. En el caso del territorio salteño, la devoción tiene como particularidad poseer múltiples regulaciones tanto del municipio que establece cómo y cuándo se pueden utilizar elementos rituales como así también de la iglesia católica Salteña, quien apoya festividades que se encuentren más cerca de lo que establece el canon.
Cabe destacar que la principal distinción de Urkupiña en relación a otras devociones tradicionales que se realizan en la ciudad, es que posee un disfrute que pasa necesariamente por el cuerpo. En este análisis, tal categoría adquiere una doble articulación puesto que permite caracterizar el culto dentro de las gramáticas católicas locales y porque adquiere especial relevancia en la morenada. De esta manera, el cuerpo se convierte en un territorio para comunicar identidades, visibilidades, formas populares de habitar un espacio altamente controlado por el poder estatal y eclesial.
Las mujeres que bailan lo hacen, además, en el contexto de una sociedad que es colonial por su disposición urbanística y, también, por sus lógicas que se anclan en una racialización, la cual excluye alteridades bolivianas, andinas y aquellas que no ingresen en el marco del imaginario nacional “europeo”. La lógica de una colonialidad del poder eurocentrada se expresa, entonces, en el imaginario de nación -y también el provincial- como así también se inscribe en la jerarquización de los cuerpos, los cuales están sujetos a ciertas estigmatizaciones que se producen por la xenofobia y la discriminación dirigida hacia la comunidad de inmigrantes de Bolivia. Las jerarquías coloniales que subyacen en el baile se pueden leer no sólo a partir del personaje de la chola, sino también en otras figuras como “el capataz”, quien se encargaba de controlar el trabajo de los esclavos a través de torturas corporales como el uso del látigo, elemento presente en el baile y que se satiriza, después, en las apropiaciones que realizan los indígenas de la colonia boliviana.
El trabajo explora los intersticios de las múltiples jerarquías de las prácticas, entendida aquí como una condición para comprender el eurocentrismo que, junto al racismo, son una de las facetas de la colonialidad del poder. Los casos analizados expresan estrategias para resistir intentos de exclusión y regulación de formas religiosas alternativas, populares, andinas y bolivianas que se insertan en el territorio argentino-salteño, es decir, aquello que no entra dentro del mosaico del imaginario nacional y católico.
El concepto de colonialidad, entonces, fue transversal porque ha permitido comprender las condiciones de producción de las prácticas de la morenada y ha habilitado a pensar cómo el mundo binario que produce la modernidad-colonialidad tiene inscripciones, huellas de un mundo dual, de naturalezas conmutables. De esa manera, el culto de Urkupiña y el espacio que genera el baile son prácticas emergentes porque reactualizan diversos espesores temporales que tienen vestigios de esa dualidad y, al mismo tiempo, son communitas porque permiten la producción y subversión de jerarquías “otras” donde se disputan, se tensionan y negocian cómo se auto-representan las mujeres bailarinas y los múltiples sentidos que le otorgan a sus prácticas.
En este escenario que se fue trazando, Lidia, mujer migrante boliviana y residente en la ciudad, vive el baile como la posibilidad de ser visible y, por otro lado, acceder a la audibilidad entre sus vecinos en pos de una integración e inversión de las representaciones estigmatizantes que pesan sobre este colectivo en el territorio local. Para Mirta, mujer salteña, el baile también es performance, un acto comunicativo de mostración de los cuerpos al compás de la música. Sin embargo, su práctica pasa por la identificación dentro una jerarquía social en la cual ella se asume como “chola”, nominación que trae sus complejidades dentro de la historia boliviana y salteña. La experiencia, entonces, se convierte en sinécdoque de las articulaciones y negociaciones que implica para el citadino la adscripción de una identidad estigmatizada en el seno local y nacional.
El caso de Mirta permite pensar, particularmente, cómo se le atribuye a la identificación de “chola” una significación vacilante que asume implícitamente el largo espesor temporal de la nominación, en un gesto que también da cuenta de cómo la práctica fluctúa en diversos territorios y cómo los cuerpos que los atraviesan cargan esas identidades múltiples.
El relato de Lidia le otorga al baile una significación política en tanto es un ejercicio de ciudadanía para ser visibles y audibles en ese espacio público desde un esquema de percepción dual más que binario y, en el otro caso, la danza es el espacio communitas donde se puede ser semejante a múltiples identidades que resuenan en determinadas nominaciones. Así, las experiencias mapeadas se convierten en un claro ejemplo de cómo el culto es un espacio poroso donde, además, confluyen jerarquías que se re-significan permanentemente. En esa trama, el espacio público se vuelve el lugar donde se pueden disputar otras formas de enunciar, decir y habitar el territorio.
El trabajo puso implícitamente una pregunta sobre el rol del catolicismo dentro del campo religioso latinoamericano, vinculado, principalmente, a la manera en que determinadas prácticas permiten explorar cuestiones ligadas a la legitimidad, las inclusiones y exclusiones hacia el interior de las instituciones católicas, como así también en las interacciones que se producen con los actores sociales que practican y se re-apropian de las ritualidades.
Las devotas atraviesan la ciudad con el baile de los morenos, una danza que rememora el paso lento de los esclavos negros, quienes llevaban abrumadores pesos en sus espaldas al compás de las matracas. El sonido de este instrumento sirve para marcar el ritmo del baile y adquiere una doble entonación dentro de una sociedad que se pretende heredera de orígenes españoles y patricios: la matraca, entonces, permite potenciar la audibilidad en el espacio público y se convierte en el índice del pasado de un grupo subalterno como lo fueron los esclavos negros, víctimas de la colonialidad del poder. La danza con todos los elementos que ella conlleva, se produce en una sociedad racializada que implementa distintos mecanismos para (in)visibilizar u obturar la diferencia y donde las experiencias de mujeres implica ubicar(se) y asumir(se) como bailarinas morenas, migrantes o citadinas, es decir, posiciones que ocupan y cargan diversos espesores temporales que se re-activan -con matices- en sus prácticas.
En esa trama, Lidia y Mirta danzan en las calles siguiendo la imagen de una divinidad mariana andina y católica, transitando un espacio que puede invertir u otorgar otras significaciones a las jerarquías que se subyacen en las prácticas rituales, re-apropiándose de estas desde sus trayectorias individuales y colectivas. En ese complejo proceso confluyen múltiples identidades, representaciones y territorios.