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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.13 n.31 Ciudad de México May./Aug. 2016

 

Artículos

Antígona y la productividad de lo negativo: el acto político y las paradojas de la ética

Antigone and productivity of the negative: the political act and tha paradox of ethics

José Cabrera Sánchez* 

* Profesor-instructor en la Universidad Austral de Chile, Sede Puerto Montt, Chile. Correo electrónico: jcabrera@spm.uach.cl.


Resumen

A partir de la lectura efectuada por Lacan de la tragedia de Sófocles, Antígona, se plantean los alcances políticos de un acto ético determinado por una perseverancia en el deseo. La tragedia de Antígona puede ser considerada un acto ético-político en la medida en que produce una suspensión de las coordenadas simbólicas en que se sustentan la comunidad y su ley, permitiendo con ello la reestructuración del espacio político. La morbidez del deseo, es decir, su relación indisociable con la muerte, moviliza una productividad paradójica, la que sin llegar a llenar el vacío inmanente del campo simbólico, permite una continua creación ex nihilo en la que una sociedad puede debatir la organización de sus relaciones y significaciones políticas.

Palabras clave: Tragedia; psicoanálisis; negatividad; paradoja ética; política

Abstract

Informed by Lacan’s reading of the Sophocles’ tragedy Antigone, this paper will explore the political limits of an ethical act determined by perseverance in desire. The tragedy of Antigone can be considered to be an ethical and political act insofar that suspension of the symbolic coordinates that support the organization of law and community is produced, thereby allowing the restructuring of political space. The morbidity of desire, i.e. its inseparable relationship to death, mobilizes a paradoxical productivity that, without actually filling the immanent void of the symbolic field, allowing a continuous creation ex nihilo in which a society can discuss its organization of relations and political significations.

Key words: Tragedy; psychoanalysis; negativity; ethical paradox; politics

El carácter político de la tragedia

Ha sido Nietzsche (2007: 116) quien nos ha recordado la manera en que Sócrates juzgaba la tragedia, la cual era concebida por el filósofo griego como incapaz de decir la verdad y, más aún, como una forma de saber menor, que como tal no concernía a la filosofía. Pero a este menosprecio de Sócrates respecto de la tragedia, Nietzsche responde con un cuestionamiento severo: el pensamiento de Sócrates instituye y encarna el dogmatismo racionalista sobre el que se ha fundado la modernidad, al cual puede oponerse la verdad de la tragedia como una forma valerosa y honesta de encarar la realidad de nuestro mundo, una realidad “caótica, cruel y en último término impenetrable para ‘la razón humana” (Ahrensdorf, 2009: 2). El camino de la tragedia es para Nietzsche un derrotero posible para el hombre de estos tiempos, una vía para que nuestra comprensión se desencandile del brillo engañoso de una razón que hemos hecho equivaler a la verdad, y que ya no se percata de aquello que no pasa desapercibido para la tragedia: “la tragedia escucha un canto lejano y melancólico: habla de las causas generadoras del ser, que se llaman ilusión, voluntad, dolor” (Nietzsche, 2007: 155).

La defensa de la tragedia por parte de Nietzsche debe interpretarse más allá de los límites de la experiencia individual, es decir, no se trata de un llamado a resituar la experiencia trágica como el núcleo alrededor del cual debe gravitar la existencia particularizada que caracteriza al sujeto moderno; por el contrario, al defender la tragedia Nietzsche se opone precisamente a la tradición liberal occidental y el racionalismo democrático (Ahrensdorf, 2009: 1), modos de organización política indisociablemente ligados al surgimiento y la expansión del individualismo moderno. Esto implica que el papel de la tragedia debe ser pensado necesariamente como un emplazamiento para reconsiderar la participación del sujeto en el espacio público. En esta línea podemos situar los argumentos de Meier (1991), quien sugiere que la representación teatral de la tragedia ofrecía a los ciudadanos un espacio para la reflexión sobre los problemas éticos que afectaban el ejercicio democrático. Según esta interpretación, la tragedia no se clausura en la representación de cierto conflicto que es ofrecido a sus espectadores, ya que operaba como un espacio abierto para la representación de los problemas éticos, con tal de incluir a los espectadores en el propio conflicto, un conflicto que era elaborado más allá de su representación. Desde esta perspectiva, la tragedia cumpliría un papel social performativo, ya que el debate sociopolítico respecto de la orientación ética de los ciudadanos es puesto en acción mediante su representación, es decir, la tragedia moviliza un proceso de productividad ética por fuera de los límites de su representación escénica. En relación con este aspecto, cabe recordar el papel que cumple el coro -elemento central de la estructura narrativa de la tragedia- en la escenificación ofrecida a la polis. Claude Calame señala que en la tragedia griega el coro se caracteriza por exhibir, por una parte, una profunda implicación emocional, pero, simultáneamente, también mostrar una distancia crítica que permita un comentario universal respecto del conflicto representado (2005: 229).

El coro cumpliría la función de ser un intermediario entre la ficción expuesta en el escenario, muchas veces lejana dado el carácter heroico y excesivo de los personajes, y la esfera sociopolítica que concierne a la realidad mundana de los espectadores. Calame destaca un aspecto estructural del coro que, a su vez, se presta para sustentar los argumentos acerca de su papel de mediador social: su carácter polifónico (2005: 230). Esta polifonía no se refiere a la presencia de voces contrapuestas al interior del coro, sino a una alternancia en la identidad escénica de este mismo, la que varía entre una participación de éste al interior de la ficción dramatizada y una identidad extradiscursiva que lo sitúa como espectador implícito de la acción interpretada en escena. El coro, además de permitir la mediación entre la escenificación de la tragedia y su recepción por el público, es un elemento estructural que impide el cierre de la representación sobre sí misma; la organización estructural de la tragedia incluye un elemento que quiebra el cierre narrativo desde su interior, manteniendo de esta forma una apertura que implica performativamente a los espectadores en los problemas ético-políticos puestos en escena.

En un ya clásico trabajo, Jean-Pierre Vernant (1996a: 32-33) señala que el papel que la tragedia cumplía en la Grecia clásica no era solamente el de una forma de arte, sino que se trataba de una institución en la cual la ciudad trataba sus problemas legales y políticos. Para Vernant, el sujeto de la tragedia era en definitiva la propia ciudad, que se representaba a sí misma -en el sentido teatral del término- ante el público. A diferencia de una representación especular, en la cual la obra de arte es el reflejo de una determinada condición sociohistórica, la tragedia entregaba un espacio para el debate sobre la condición ético-política de la ciudad y, en tal sentido, no sólo operaba como un mecanismo de cuestionamiento social, sino como un medio para la constitución de la propia sociedad. Al cumplir la función de “poner en escena” las diversas líneas de fuerza que urdían los conflictos de la polis y sus ciudadanos, la tragedia cumplía, como ya antes señaláramos, una función performativa, en el sentido de participar en la producción de lo social por medio de una representación en que realidad social y obra de arte se mantienen en una relación de continuidad e interpelación.

En otro trabajo, Vernant (1996b) se hace cargo de esta dimensión performativa de la tragedia desde la perspectiva de la historicidad del sujeto que ella implica. Vernant (1996b: 237) comienza considerando el postulado de Marx en la introducción de Crítica de la economía política, según el cual toda obra de arte, así como cualquier producto cultural, se encuentra vinculada a un determinado marco histórico, dentro del cual encuentra una inteligibilidad que resulta específica a tal contexto. Sin embargo, esta advertencia sobre los límites de comprensibilidad histórica parece entrar en contradicción con el carácter transhistórico de la tragedia, lo que se aprecia en su supervivencia y vigencia a lo largo de los siglos. La respuesta a esta contradicción será resuelta a partir de la idea expuesta por Marx, según la cual un objeto de arte, como todo objeto, produce un sujeto; en una inversión antiintuitiva, en lugar de considerar que el objeto es creado por un sujeto, la proposición de Marx asume que el sujeto es creado por un objeto y para éste. En ese sentido, Vernant señala que la invención de la tragedia en Grecia debe ser considerada como algo más que la producción de una serie de trabajos literarios creados para el consumo de los ciudadanos, ya que “por medio del espectáculo, lectura, imitación y establecimiento de una tradición literaria, estaba también envuelta la creación de un ‘sujeto’, una consciencia trágica, la introducción del hombre trágico” (Vernant, 1996b: 240; traducción propia). Vernant sostendrá que si bien la tragedia surgió dentro de un determinado marco histórico que condiciona su comprensibilidad histórica, fue capaz de configurar un dominio dentro de la cultura occidental que “hace posible para cualquiera transitar por la experiencia trágica, comprenderla y vivirla dentro de sí mismo” (1996b: 242). La tesis de Vernant es que la tragedia es un objeto cultural capaz de interpelar transhistóricamente a los sujetos ya que su estructura se sostiene más allá de los límites históricos en que vio su origen, de forma tal que su proyección y recepción en culturas muy distantes y diferentes a la que la vio nacer sigue siendo posible en tanto

pone al descubierto la red de fuerzas contradictorias que asaltan a todos los seres humanos, ya que no sólo en la sociedad griega, sino en todas las sociedades y culturas, las tensiones y los conflictos son inevitables. Por estos medios, la tragedia incita al espectador a someter la condición humana, limitada y necesariamente finita como es, a una interrogación general. El alcance de la tragedia es tal que lleva en sí un tipo de conocimiento o una teoría relativa a la lógica ilógica que rige el orden de las actividades humanas (1996b: 247)

La tragedia funciona como un señalamiento del punto de fricción entre la razón y otra clase de motivaciones, entre las que el deseo y sus avatares ocupan un lugar privilegiado. Es precisamente el entrecruzamiento de los problemas políticos y jurídicos de la ciudad (el papel de los gobernantes, la función de la ley, los efectos de su transgresión, etcétera) con el eros, lo que transforma a la tragedia en un espacio de representación privilegiado a partir del cual abrir el debate sobre la relación entre la ley y el deseo.

La ligazón entre ley y deseo es particularmente nítida en las tragedias de Sófocles, en especial aquellas que implican a Edipo y sus descendientes; el argumento de cada una de ellas pone en evidencia una imposibilidad en el centro del soberano bien, ya que hay algo que viene siempre a desbordar las regulaciones del hombre y de los dioses, un exceso intramitable y que, por paradójico que parezca, resulta indisociable del apego a la ley. Cabe recordar aquí, brevemente, que el destino de Edipo y sus descendientes queda sellado en cuanto él cumple con las leyes de la ciudad y desposa a su propia madre; esto quiere decir que su transgresión, que no sólo lo mancha a él sino a toda su estirpe, es el efecto del propio orden al que debe apegarse. Es la estructura misma de los actos humanos, una estructura aquejada por un conflicto irreductible, la que se muestra y tramita en la tragedia, pero sin que en ella se alcance la solución que resuelva de forma definitiva las disyuntivas a las que son expuestos tanto los personajes como los espectadores. En este sentido, Euben sostiene que las tragedias atribuidas a Sófocles ponen de manifiesto que las acciones y vidas humanas son, en último término, enigmas irresolubles (1986: 25).

La tragedia era un medio de problematización de la paradojas y contradicciones inherentes al ser humano y, al poner en escena las preocupaciones, los ideales y los conflictos que concernían a toda la ciudad, constituía un espacio discursivo en que se debatían los dilemas éticos -disyuntivas del juicio sobre lo correcto- que son tanto los de la ciudad como los de cada individuo que aprecia en sí mismo el imperio del deinós: el carácter simultáneamente maravilloso, impresionante, admirable y poderoso de lo humano, pero también terrible, temible, destructivo y violento.

En el argumento de Antígona resulta central un aspecto a todas luces político, en tanto la historia gira en torno a la relación polémica entre el sujeto y la organización gubernamental de la ciudad. Decimos sujeto y no simplemente Antígona para remarcar el carácter no sólo transhistórico, sino también ejemplar de este conflicto a la hora de pensar la relación entre política y sujeto, una relación que puede ser estudiada como la producción de un sujeto trágico toda vez que la experiencia de articulación entre ley y deseo se ve convocada. Incluso el argumento de la relevancia de lo político en Antígona puede ser extremado en el sentido de indicar que la verdadera protagonista de la obra es la ciudad y su gobierno, tal como lo hace Calder (1968: 391), quien basándose en el clásico trabajo filológico de Wilamowitz señala que el verdadero protagonista de Antígona es el gobierno, lo que hace de la obra un drama político, o que implica descentrar el problema ético desde su gravitación en la figura de Antígona hacia el marco más general de la interacción entre los distintos componentes que enmarcan el conflicto. Esta posición no implica abandonar la dimensión subjetiva del deseo en nuestra discusión, sino indicar que el sujeto deseante se encuentra necesariamente articulado con un entramado simbólico que lo sostiene, y que por lo tanto el deseo debe ser comprendido como un factor político en tanto se vincula con un escenario de interpelación social. Sin embargo, lo que más nos interesa resaltar respecto de Antígona como drama de la ciudad es la condición de apertura de la tragedia al espacio público de su escenificación, es decir, que más allá del carácter conflictivo del deseo de Antígona, su relevancia política se despliega en el terreno de su recepción social. Es la apertura social de la tragedia, su continuación mediante la implicación del público, lo que queremos destacar como su relevancia política. En tal sentido, queremos distanciarnos de un comentario obnubilado por la figura de Antígona y apostar a las consecuencias políticas de su acto en el plano de su recepción. Si seguimos a Vernant y podemos calificar como el verdadero sujeto trágico a quien se constituye como tal tras exponerse al influjo del objeto dramático, el sujeto ético que se constituye por el acto de Antígona no es interno a la obra sino externo a ella; en esta medida interrogar el acto ético de Antígona es una forma de preguntarse acerca de la constitución general del sujeto político.

La relación entre deseo y ley que el acto de Antígona expone ejemplarmente pareciese conducir hacia el terreno de la paradoja en tanto ambos términos, aparentemente, resultan ser opuestos, y por tanto su conjunción no podría tener por consecuencia sino una aporía. Si este fuera el caso, el acto de Antígona por fuerza debiera calificarse como un acto ético malogrado, puesto que en su perseverancia habría transgredido la ley de la ciudad, expandiendo el mal y la muerte sobre una comunidad ya enfrentada a las penurias de la guerra y el fratricidio. ¿Dónde encontrar los argumentos necesarios para sostener el carácter ético de Antígona? ¿Cómo conjugar deseo y ética sin que esto signifique una contradicción? Finalmente: ¿es posible situar el acto de Antígona en alguna relación productiva con lo político? En el terreno de la teoría psicoanalítica, particularmente aquella que se orienta según los postulados de Lacan, es posible aproximarse a algunas respuestas de las preguntas recién planteadas. En las siguientes secciones de este artículo buscaremos situar aquello que desde el psicoanálisis lacaniano puede ser entendido como un acto ético, centrándonos en el análisis de Antígona desarrollado por Lacan, para posteriormente referirnos a la utilización de la concepción del acto ético en el terreno de la teoría política contemporánea que se nutre de nociones psicoanalíticas para llevar adelante sus propósitos.

El acto de Antígona y la ética del deseo

Lacan (2003) dedicó su séptimo seminario al problema de la ética, curso que finaliza con un comentario que toma por objeto a Antígona para ilustrar lo que durante este periodo de su enseñanza buscaba transmitir a su auditorio: la ética del psicoanálisis es una ética del deseo.

De entrada cabe hacer una observación respecto del comentario que Lacan realiza de la tragedia de Sófocles: el objeto de su análisis no es Antígona sino Antígona. Tal como lo indican los títulos introducidos por Miller en su establecimiento de este séptimo seminario, lo que cautiva la atención de Lacan es el “brillo de Antígona”, cuestión que hace del comentario lacaniano de la tragedia de Sófocles un análisis que recae fundamentalmente en la estructura del acto de Antígona. El propio Lacan (2003) indica de la siguiente manera lo que será su perspectiva en el comentario de Antígona:

¿Qué hay en Antígona? En primer término, está Antígona ¿Se percataron de que a lo largo de toda la pieza no se habla de ella más que llamándola “é Paîz”, lo que quiere decir la chiquilla? Esto permite poner a punto las cosas y permite acomodar vuestra pupila al estilo de la cosa. Y luego, hay una acción (2003: 301).

Para acercarse a lo que será su particular interpretación de Antígona, Lacan comienza por indicar una cuestión que ya resultaba clásica, el carácter paradigmático de esta obra para una reflexión sobre la ética. La novedad de su perspectiva comienza a dejarse ver en su desacuerdo con las interpretaciones canónicas sobre el conflicto ético presente en Antígona, en particular, la sostenida por Hegel, según la cual la posición de Antígona es la de quien representa los derechos sagrados del muerto y la familia (2003: 306). Para Lacan lo que comanda la conducta de Antígona no es su apego a las leyes de la tradición familiar, sino algo de otra índole: “Antígona es arrastrada por una pasión y trataremos de saber de qué pasión se trata” (2003: 306).

Podemos apreciar los dos aspectos que polarizan el comentario de Lacan: por un lado Antígona, la chiquilla, y por otra parte el carácter enigmático de su pasión. En lugar de referirse a un carácter general del conflicto ético expuesto en la pieza, el cual se graficaría en la oposición agonística de Creonte y Antígona, perspectiva que enfatiza la desmesura de ambos en sus respectivas posiciones, Lacan opta por hacer de Antígona la verdadera representante de una ética consumada. A Lacan no se le escapa el carácter cruel, inflexible, sin temor ni piedad que se hace presente en la conducta de Antígona, pero, en lugar de equiparar su posición con la de Creonte, el cual parece comandado por idéntica terquedad y severidad, intenta descifrar la estructura subyacente que diferencia el accionar de cada uno de ellos. Por lo tanto, es la estructura de la obstinación de Antígona la cual la hace diferir de lo que aparece como análoga intransigencia en Creonte. Para establecer de manera más específica cuál sería esa estructura que particulariza el carácter ético del acto de Antígona frente al de Creonte resulta útil una puntualización efectuada por Joan Copjec (2006a: 32), quien repara en una alusión a Freud realizada por Lacan, anterior a su comentario de Antígona. En la clase del 3 de enero de 1960, Lacan (2003) se refiere a los Tres ensayos de teoría sexual (Freud, 2006b), para hacer notar la distinción establecida por Freud entre dos formas diferenciadas de apego al objeto del deseo: Fixierbarkeit, una fijación inexplicable e incomprensible, y Hafbarkeit, “que se traduce aproximativamente por perseveración, pero que tiene empero una curiosa resonancia en alemán, pues más bien quiere decir responsabilidad, compromiso” (Lacan, 2003: 110). Esta distinción es utilizada por Copjec para discriminar diferencialmente los apegos de Creonte y Antígona a la ley. Creonte se encuentra fijado (Fixierbarkeit) a la ley, en tanto Antígona persevera (Hafbarkeit) en ella, o en otras palabras, se hace responsable de su compromiso con la ley. Ambos se esfuerzan en nombre de la ley, pero es en su forma de relacionarse con ella donde se produce la diferencia: Creonte trabaja ciegamente para la ley, siendo más objeto que agente de ella; en cambio, Antígona está comprometida con la ley, es el sujeto de ella, y de esta forma obtiene a cambio un plus que se le escapa al burócrata de la norma. Si bien cabe decir que tanto los actos de Antígona como Creonte cosechan igual siembra -la desgracia que se abate sobre la ciudad y la familia-, Lacan hace un esfuerzo para demostrar que la fatalidad que sigue a sus respectivas acciones responde a una cuestión diferente. Mientras en el caso de Creonte es la hamartía o error lo que condiciona los resultados de sus actos, Antígona se encuentra apegada a la Átė, concepto que Lacan traduce como atroz y que relaciona con la fatalidad del linaje de los Labdácidas: “¿Por qué remueves, te metes sin cesar en la Átė de tu casa, por qué te obstinas en despertar ante Egisto y tu madre el asesinato fatal?” (2003: 332). Remitámonos al texto del seminario para advertir la diferencia entre la obstinación de Creonte y Antígona.

El fruto mortal que Creonte cosecha debido a su obstinación y a sus mandamientos insensatos es el hijo muerto que tiene en sus brazos. Estuvo hamartón, cometió un error. No se trata de la allotría átė: la Átė que depende del Otro, del campo del Otro, no le pertenece a Creonte, es en cambio el lugar donde se sitúa Antígona (2003: 333).

La cita resulta reveladora ya que indica una cuestión a nuestro juicio fundamental: que el acto de Antígona se sitúa en el campo del Otro. Pero, además, debe repararse en otro aspecto del comentario de Lacan sobre la relación de Antígona y su Átė familiar: ella quiere ir más allá de ésta, lo que implica trasponer los límites del campo del Otro. Es lo que Lacan hace ver al decir que Antígona sale de los límites humanos ya que “su deseo apunta muy precisamente a lo siguiente -al más allá de la Átė” (2003: 316). La cita deja pocas dudas y nos permite apurar el argumento: si Antígona es una figura ética, lo es en tanto que su acción es orientada por su deseo y, más aún, por un deseo que busca franquear los límites del campo del Otro. Antígona se encuentra vinculada a sus lazos familiares, y en este sentido se sitúa en el campo del Otro, es decir, el campo de referencialidad simbólico al que Antígona se encuentra necesariamente vinculada; necesariamente porque ella no sería quien es ni su acto encontraría alguna referencialidad sino es en el seno de sus lazos familiares, lo que Lacan resalta al indicar que la Átė de Antígona se relaciona “con un comienzo y con una cadena, la de la desgracia de la familia de los Labdácidas” (2003). Lo atroz de su linaje es el horizonte simbólico, el campo del Otro, en el que Antígona se encuentra, y su acto ético, un acto que Lacan inscribe en la dimensión del deseo, consiste en buscar ir más allá de la Átė; dicho de otra forma, el acto de Antígona es ético en la medida en que rebasa los márgenes del campo del Otro en los que ella se ubicaba, franqueamiento que sólo es posible en la medida en que su pasión, su deseo, no flaquea y la conduce hacia la consumación trágica de su acto: una muerte que no es sólo biológica, sino sobre todo simbólica. El deseo puro de Antígona es un deseo de muerte, y el cumplimiento de este deseo supone una transgresión del campo del Otro en que ella se ubica.

Si el comentario de Lacan nos ha conducido hasta el punto de hacer coincidir el deseo puro con un deseo de muerte, tal vez sólo cabría calificar el gesto de Antígona como una transgresión antisocial, incapaz de brindar un modelo ético-político viable, ya que es al menos dudoso que su solipsismo autodestructivo pueda movilizar alguna forma de reorganización del lazo social. ¿Es posible sostener alguna opción ético-política a partir de un acto guiado por un deseo de esta naturaleza? Veremos enseguida lo que cierta teoría política que ha recurrido al psicoanálisis puede aportarnos en un intento de dar respuesta a esta duda.

Antígona y la teoría política de la izquierda lacaniana

Yannis Stavrakakis (2010) introdujo el término “izquierda lacaniana” para hacer referencia al interés suscitado por la teoría lacaniana en el campo del análisis crítico de la cultura y la teoría política contemporánea identificada con el ideario de izquierda y el marxismo. Para Stavrakakis esta izquierda lacaniana está lejos de constituirse en un frente teórico homogéneo, ya que incluye variadas aproximaciones, con perspectivas muchas veces discordantes frente a los mismos tópicos y sobre todo respecto del uso de la teoría lacaniana en el análisis político. Como señala Montalbán (2014: 109), referirse a una izquierda de orientación lacaniana supone un amplio espectro de autores, entre los que cabe mencionar a Althusser, Jameson, Castoriadis, Laclau, Mouffe, Žižek y Badiou, entre sus más destacados exponentes, quienes más allá de sus particulares puntos de vista e interpretaciones de las nociones de Lacan, se han apoyado en las propuestas del psicoanalista francés para sustentar sus proyectos teóricos sobre el desarrollo de una política crítica de izquierda.

En este contexto de reflexión teórica, de suyo amplio y heterogéneo, un problema que resulta central es precisamente el de la ética, ya que ésta se relaciona con preguntas fundamentales para cualquier perspectiva crítica sobre la organización del devenir social y la constitución de la democracia: ¿qué debemos hacer? y ¿cómo hacerlo? En este terreno destacan las propuestas de Alain Badiou y Slavoj Žižek (Stavrakakis, 2010: 129), quienes por medio de sus respectivas concepciones del “acontecimiento” y el “acto” han intentado definir las características de un actuar ético capaz de movilizar transformaciones políticas radicales dentro de los actuales horizontes de participación social. En nuestro caso, las ideas desarrolladas en este terreno por Žižek resultan insoslayables, ya que en su esfuerzo por determinar las características y los efectos del acto ético en la redefinición de la estructura sociosimbólica ha recurrido insistentemente a las ideas desarrolladas por Lacan en su seminario sobre la ética y, en particular, a la figura de Antígona como modelo prototípico de lo que sería un acto ético genuino. La propuesta de Žižek ha generado una serie de cuestionamientos al interior de la propia izquierda lacaniana, críticas a las que también nos referiremos, pues apuntan a aclarar cuál podría ser en definitiva el aporte de la ética del psicoanálisis para la reflexión política contemporánea.

Žižek interpreta el comentario de Lacan sobre Antígona como una indicación acerca de los aspectos definitorios de un acto ético genuino. Según la interpretación de Lacan efectuada por Žižek, el acto ético-político sería algo que va más allá de un “acto de habla”, ya que este último se funda en un “conjunto preestablecido de reglas y/o normas simbólicas” que no son desafiadas o trastocadas por un acto de habla, aun cuando éste tenga efectos performativos (Žižek, 2007: 281). Para Žižek “un acto auténtico sólo se produce cuando el sujeto arriesga un gesto que ya no es recubierto por el Otro” (Žižek, 2007: 281). Esta trasposición del campo del Otro, del espacio sociosimbólico que configura las normas e identidades reconocidas por una sociedad, sería para Žižek lo que permitiría pensar un acto político radical, en tanto éste no se limitaría a una elaboración performativa. Un acto es aquello que trastoca las coordenadas mismas del espacio simbólico, produciendo una redefinición de las reglas que determinan el alcance de los juegos performativos. En concordancia con esta definición del acto, Žižek hace de Antígona una figura modélica del acto ético-político, ya que es capaz de ubicarse por fuera de la red simbólica que sostiene tanto su identidad como la de la ciudad a cuyas leyes se enfrenta. Es este sentido, el acto de Antígona difiere del acting-out, ya que este último aún se configura como un acto simbólico que se orienta referencialmente hacia el Otro. El acto de Antígona en la interpretación desarrollada por Žižek parece más cercano al “pasaje al acto” (Lacan, 2008: 122-125), ya que supone una huida del Otro, cuestión con la que parece estar de acuerdo Žižek, para quien el pasaje al acto arriesga una salida de la red simbólica y del lazo social por ella organizado (Žižek, 1999: 33). Sin embargo, cabe efectuar una importante especificación fundada en la propia teoría lacaniana: que el pasaje al acto no es completamente equivalente al acto, ya que este último implica un sujeto que se hace responsable de su acción, aun cuando ésta parezca no determinada por su voluntad o incluso fruto del azar (Evans, 2007:30).

Parker (2004) opina que Žižek efectivamente se distancia de lo que sería una lectura fiel de la noción de acto en la teoría lacaniana, ya que su interpretación del actuar de Antígona se encontraría más cerca de la idea de pasaje al acto, cuestión problemática si se pretende llevar esta concepción del acto ético al terreno del ejercicio político. Para Parker las consecuencias políticas de esta mala comprensión del acto por parte de Žižek resultan inquietantes, ya que parecen dirigirse en sentido opuesto al de un proyecto de izquierda de orientación marxista, ya que confinan los efectos transgresivos del acto estrictamente “al plano individual, quedando el proyecto colectivo de la conciencia de clase y el cambio revolucionario previsto por el marxismo fuera de su marco de análisis” (Parker, 2004: 97; traducción propia).

Yannis Stavrakakis (2007: 142) también ha utilizado las ideas lacanianas sobre la ética para llevarlas al campo de la teoría política. Para este autor el comentario de Antígona realizado por Lacan se orienta hacia una ética de lo real, ya que es la indicación de una imposibilidad irreductible como aquello que define el acto ético, o en otros términos, el acto ético-político es aquel que toma en consideración la dimensión de lo Real irrepresentable, no para suturarla o llenarla de sentido, sino para proponer una suspensión del orden simbólico que permita el advenimiento de una nueva configuración de éste.

La concepción de ética que propone el psicoanálisis resulta para Stavrakakis un valioso aporte para aquella teoría política que busca denunciar los riesgos de totalitarismo que se ponen en juego cuando se imponen concepciones ideológicas del bien, en tanto “la ética de lo real quiebra el círculo vicioso de la ética tradicional ‘ideológica’ o utópica. El fracaso último de las sucesivas concepciones del bien no puede resolverse mediante la identificación con una nueva concepción del bien” (Stavrakakis, 2007: 186).

Lo real irrepresentable es el vacío en torno al cual se organiza el acto ético, pero lo que lo haría diferente de un acto estructurado, según una ética del bien, es que no trata de llenar ese vacío constitutivo, lo que sí intentarían todas aquellas propuestas que abogan por una armonización del conjunto social como fin último del ejercicio político. El acto ético, según la concepción lacaniana, no sólo apuntó a una suspensión momentánea del Otro como momento previo a una nueva reorganización del orden simbólico, sino que además reconoce la falta en el Otro. Para Stavrakakis, los sistemas políticos que no reconocen la inconsistencia inmanente del campo simbólico, es decir, que suponen la posibilidad de un Otro completo y armonioso, llevan a que “una determinada idea del bien [sea] instituida en el lugar de la aporía constitutiva de la vida humana” (2007: 184).

La ética del psicoanálisis sería una forma de soslayar la seducción de los modelos políticos que suponen poseer la fórmula precisa para regular el funcionamiento social, y que en nombre de tales ideales son capaces de hacer colapsar el funcionamiento democrático al clausurar lo que precisamente lo caracteriza, el espacio de indeterminación de lo político. Si la ética del psicoanálisis es una ética de lo real, esto significa que hay una dimensión del bien que no es nunca totalmente representable, cuestión que en lugar de ser considerada como un pesimismo político, abre el campo a la rearticulación continua de lo político y, con ello, a la necesaria continuidad del debate social.

Para Stavrakakis, otra figura conceptual elaborada por Lacan en el marco de su reflexión sobre la ética y que se presta para ser aplicada al análisis político es la noción de sublimación: “lo que es más importante en la sublimación, y que se relaciona con nuestro análisis de la democracia, es que la sublimación crea un espacio público” (2007: 187), es decir, abre un espacio de creación que se sustenta en la falta de una referencia final que determine la esencia de lo social. La concepción de sublimación con la que Stavrakakis trabaja se basa en la noción desarrollada por Lacan de este mecanismo, la cual se aparta de la concepción freudiana del término, ya que ésta es considerada por Lacan como indecisa y poco desarrollada. Lacan así define la sublimación: elevar el objeto a la dignidad de la cosa (Lacan, 2003: 138), lo que significa que el objeto es ubicado en el lugar de esa Cosa absoluta e imposible, la que Lacan homologa al das Ding del “Proyecto de psicología para neurólogos” (Freud, 2006a). El objeto es transformado por medio del mecanismo sublimatorio en una representación positiva de la Cosa originaria y perdida. Sin embargo, el objeto sublime, aspecto fundamental de recordar, aun cuando opere como suplencia de la falta, mantiene, dada su propia condición de representación, una brecha con aquello que intenta representar; así, el objeto sublime no deja de mostrar la ausencia sobre la cual se instaura, al mismo tiempo que hace de esta falta el fundamento de su actividad de designación y representación. El objeto sublime es en la medida que se encuentra confrontado a la imposibilidad de ser, existe sólo como aquello que muestra la falta radical en el núcleo de toda organización simbólica.

Para Lacan era evidente que el acto sublimatorio -la elevación del objeto a la dignidad de la Cosa- era una manera de inscripción significante y no una operación que reniega de la falta, ya que la sublimación reconoce y sostiene el vínculo entre la falta, el sujeto y el campo simbólico, sin intentar obturar la ausencia de la Cosa, dado que el objeto sublime vendría a operar como el significante de la falta, es decir, una presencia material que denuncia con su propia existencia el vacío a partir del cual se funda y en el que se posiciona.

La sublimación cumple el papel de suplencia que caracteriza a la figura retórica de la catacresis (Copjec, 2006b; Laclau, 2005), ya que es una forma de inscripción que se emplaza en el lugar vacío de la Cosa, designando entonces a una ausencia por medio de un término que denomina algo que resulta estructuralmente innombrable. Si la sublimación es la posibilidad de figurabilidad de una dimensión de la experiencia imposible de expresar literalmente, es entonces un recurso posible para pensar una organización del juego político que no pretenda taponar el locus vacío del poder (Lefort, 1988), pero que tampoco claudica respecto de la tramitación continua de los significantes políticos.

El problema aparece cuando se confunde el objeto sublime con el objeto fetiche. Una política fascinada por el objeto, riesgo que se corre al hacer de Antígona una figura privilegiada de la ética, resulta en último término una política que podría terminar por fetichizar al objeto en su apego apasionado a éste. Para Freud (2006f), el objeto fetiche cumple la función de desmentir la castración, en otras palabras, permite reconocer la existencia de la falta, pero simultáneamente negar la realidad de tal reconocimiento. Esta operación de reconocimiento y negación sincrónica es conocida como renegación en la conceptualización psicoanalítica, un mecanismo que bien podría jugar un papel en las formulaciones teórico-políticas que se nutren de conceptos psicoanalíticos. En particular, la figura de Antígona puede prestarse para un desplazamiento desde la sublimación, entendida como denuncia de la falta (ubicar un objeto positivo en el espacio de la Cosa perdida, sin intentar saturar su ausencia) hacia la fetichización del objeto, en este caso la propia Antígona y su acto. Es justamente esta confusión la que ha sido puesta de manifiesto por Stavrakakis (2003, 2010) mediante su crítica a Žižek, a quien cuestiona por el estatuto ético-político que le ha otorgado a la figura de Antígona. Para Stavrakakis, Žižek ha optado por una idealización del acto de Antígona que pone de manifiesto tanto un apego por el aspecto mórbido de su deseo como una concepción errónea del acto, ya que si se es fiel a la enseñanza de Lacan, “un acto nunca es un acto del cual alguien pueda presumir ser su amo” (Stavrakakis, 2003: 122; traducción propia). El error de Žižek, según Stavrakakis, radicaría en hacer de Antígona una figura que encarna una política optimista del acto milagroso (2003: 123), y, como tal, se encontraría entonces purificada de la falta y negatividad que caracterizan la teoría lacaniana sobre la ética y el acto. Según la perspectiva de Stavrakakis reparar exclusivamente en la determinación mortífera de Antígona, como lo haría Žižek, es quedar prendado de la dimensión absoluta y divina de su acto, lo cual se aleja de la ontología negativa de la propuesta lacaniana, ya que una apuesta que recaiga estrictamente en esta positividad del acto de Antígona implica una ruptura de la interconexión entre ésta y la negatividad, aspecto característico del argumento lacaniano.

El problema de la interpretación de Žižek es que parece dejar de lado otros momentos de la conceptualización de Lacan sobre el acto, particularmente el seminario 15, “El acto psicoanalítico” (1967), en el cual Lacan efectivamente propone una noción del acto como aquello que desestabiliza o suspende el orden simbólico, pero que, sin embargo, abre una brecha que hace posible su posterior reestructuración, una organización novedosa que le permite al sujeto desplazarse desde las anteriores coordenadas simbólicas que lo condicionaban, dándole la oportunidad de producir activamente un nuevo horizonte de significación. Desde esta perspectiva, centrarse exclusivamente en la muerte de Antígona reduce el acto a una forma de transgresión solipsista, clausurando los efectos polémicos y de reapropiación simbólica que de éste podrían derivarse.

Sin embargo, cabe preguntarse si efectivamente la relación del acto de Antígona con la muerte carece de toda capacidad para producir algún efecto de reorganización política. Creemos que es necesario considerar los cuestionamientos planteados a la lectura de Žižek, sin embargo, aún sería posible considerar el acto de Antígona desde la perspectiva de sus consecuencias ético-políticas si se pone el acento no en su relación con la muerte propiamente, sino en el vínculo que mantiene con la pulsión de muerte. Por paradójico que parezca, enfocar el acto de Antígona desde la perspectiva de la pulsión de muerte puede permitir salvar el escollo ético-político que supone la fascinación por el aspecto puramente mórbido de su acto.

La pulsión de muerte como factor político: la creación ex nihilo

Hacia el final del seminario “La ética del psicoanálisis” se comienza a advertir que la tesis de Lacan sobre una ética del deseo se funda en su adhesión a una de las nociones freudianas más polémicas y problemáticas: la pulsión de muerte. En las dos últimas clases de su séptimo seminario, Lacan, por medio de varias alusiones directas a “El malestar en la cultura” (Lacan, 2003: 361-383), discutirá sostenidamente el problema que representa conciliar la vida cultural del hombre con los avatares de su deseo, o dicho de forma inversa, la dificultad que afronta el sujeto para abrirse a la dimensión de su deseo dentro de la cultura. El hilo argumentativo de Lacan se sostiene en la premisa freudiana sobre la relación inconciliable entre el trasfondo libidinal-pulsional del sujeto y las exigencias culturales de renuncia y limitación, relación conflictiva que no es sino la manifestación de la operatoria negativizante de la pulsión de muerte. La lectura que Lacan realiza de “El malestar en la cultura” hace de la pulsión de muerte el mecanismo último sobre el que descansa el conflicto cultural, es decir, no apuesta por la idea de una fusión entre pulsiones de vida y muerte que en una determinada relación de equilibrio permitirían la continuidad del devenir cultural. No sólo Lacan ha realizado una interpretación de “El malestar en la cultura” que termina por concluir que los argumentos desarrollados por Freud en este texto inclinan la balanza hacia el polo de la pulsión de muerte, ya que encontramos una perspectiva similar por parte de Gérard Raulet (2004), la que resulta interesante porque no se apoya en postulados lacanianos para efectuar su lectura de Freud y, sin embargo, arriba a conclusiones bastante próximas. Para Raulet, es posible apreciar en el desarrollo argumentativo de Freud, a lo largo de “El malestar en la cultura”, una suerte de prudencia respecto de sus propias hipótesis acerca del balance entre pulsiones de vida y pulsiones de muerte, prudencia que hacia el final del texto se transforma en franca reticencia sobre una hipotética homeostasis pulsional, a propósito de lo cual Raulet termina por concluir que:

la presunta lucha entre “el Eros eterno y su adversario no menos inmortal” depende, en última instancia, de la pulsión de muerte. La apelación a Eros que pone fin a “El malestar en la cultura” es puramente platónica, sin querer hacer con esto un juego de palabras, pues supone un Eros desexualizado y sin agresividad (2004: 92; comillas del original).

Si retomamos a Lacan podemos apreciar cómo en la sesión del 4 de mayo de 1960 efectúa una serie de puntualizaciones sobre la noción de pulsión de muerte, que ponen de manifiesto su particular concepción del término y que resultan centrales para comprender la relación de ésta con el dominio de la ética. El primer aspecto que es necesario destacar es que Lacan hace de la pulsión de muerte un dato no natural, ya que ésta surge necesariamente a partir de la relación que el hombre constituye con su horizonte simbólico: “La pulsión de muerte debe situarse en el dominio histórico, en la medida en que ella se articula en un nivel que sólo puede ser definido en función de la cadena significante” (2003: 255). La indicación lacaniana resulta central para cualquier intento de vincular la teoría psicoanalítica con la teoría política, ya que supone una concepción de lo pulsional como articulado, tanto a lo histórico como al orden de los significantes. La pulsión de muerte así entendida se aleja de lo que Laplanche (1998) ha llamado el riesgo de un extravío biologizante en Freud, o en otras palabras, se distancia de ser concebida como un principio metabiológico que remitiría tanto lo psíquico como lo cultural al terreno estable de los principios orgánicos. Para Lacan la pulsión no puede ser reducida a una tendencia energética que simplemente se orienta hacia el logro de la estabilidad absoluta -lo cual haría improbable su articulación con alguna forma de historización- en la medida de que tal concepción iría en contra de todo proceso de organización representacional mínimo de naturaleza significante. Para Lacan la “rememoración, la historización, es coextensiva al funcionamiento de la pulsión en lo que se llama lo psíquico humano”, pero de forma simultánea asevera algo que parece entrar en contradicción con lo recién afirmado, en tanto “(a)llí también se registra, entra en el registro de la experiencia, la destrucción” (2003: 253). ¿Cómo es posible conciliar estas dos dimensiones de la pulsión, historización y destrucción, que a simple vista parecen incompatibles? Lacan resuelve este dilema indicando que la pulsión de muerte, bajo la forma de pulsión de destrucción, es una voluntad de recomienzo. Con esto intenta establecer a la pulsión de muerte como una “sublimación creacionista”, capaz de producir desde la nada, ex nihilo, y en tal medida articulada a la historización, dado que es aquello que produce las condiciones de apertura para la producción de un encadenamiento significante. Lacan indica de esta forma la relación entre pulsión de muerte y creación desde la nada: “Les muestro la necesidad de un punto de creación ex nihilo del que nace lo que es histórico en la pulsión. Al comienzo era el Verbo, lo que quiere decir, el significante. Sin el significante al comienzo, es imposible articular la pulsión como histórica” (2003: 258).

Si retomamos ahora el acto ético de Antígona a la luz de su relación con la pulsión de muerte, parece que nos encontramos ante una importante complicación. En la medida de que Lacan ha destacado el “deseo puro” de Antígona a lo largo de su comentario, llegando a definir la ética del psicoanálisis como una ética del deseo, cabe preguntarse qué es aquello que en definitiva se pone en juego en el acto de Antígona: ¿el deseo en su pureza, o la pulsión en su dimensión de destructividad? Una solución posible a este problema ha sido planteada por Alenka Zupančič (2000), quien desde una perspectiva que toma en consideración el desarrollo teórico de Lacan, posterior a “La ética del psicoanálisis”, hace la siguiente pregunta: “¿La fórmula ‘no ceder en su deseo’ ha perdido su valor en el Lacan más tardío, quien da prioridad a los problemas del goce y la pulsión?” (2000: 2; traducción propia). Para Zupančič esta dificultad puede ser resuelta en el sentido de que el acto ético, un acto radicalmente apegado al deseo, es la vía que abre el avance del sujeto hacia la pulsión. Para Zupančič no se puede ir de forma directa hacia la pulsión, sino a través del deseo y su puesta en acto, “uno podría llegar a la pulsión si se sigue la ‘lógica’ del deseo hasta su límite” (2000: 243; traducción propia). Este “seguir la lógica del deseo hasta su límite” coincide con lo que Lacan ha llamado el atravesamiento del fantasma o fantasía. El fantasma es una estructura que intenta ofrecer una respuesta al enigma del deseo del Otro, o como Miller señala: “el fantasma es una máquina que se pone en juego cuando se manifiesta el deseo del Otro” (2007: 20); Lacan formaliza el fantasma en su grafo del deseo con el matema S ◊ a, el cual debe leerse como “el sujeto barrado en relación con el objeto” (Evans, 2007: 91). Si analizamos la fórmula del fantasma, podemos advertir que esta respuesta al deseo del Otro se estructura como una relación entre el sujeto y el objeto causa de su deseo, es decir, es la matriz que condensa la estructura básica del deseo del sujeto, determinando, al modo de un molde, las formas en que el sujeto organiza las evoluciones metonímicas de su deseo. Basándose en esta noción del fantasma, Zupančič concluirá que el “deseo puro puede ser definido como el límite donde el deseo se ve confrontado con su propio soporte, su propia causa” (2000: 242; traducción propia). Para la misma Zupančič este momento del deseo puro, como lo sería el acto de Antígona, puede ser definido como el instante en que el sujeto sólo dispone de una forma para no ceder en su deseo: sacrificar la propia causa de éste. Esta interpretación nos permite comprender una oscura afirmación de Lacan en la última clase del seminario dedicado a la ética:

Sublimen todo lo que quieran, hay que pagarlo con algo. Ese algo se llama goce. Esa operación mística la pago con una libra de carne. Éste es el objeto, el bien, que se paga por la satisfacción del deseo (2003: 383).

Se debe pagar con un objeto la puesta en acto del deseo puro, con un sacrificio que permite la realización del acto, pero que al inmolar el objeto del deseo implica una superación del fantasma. El acto de Antígona, modelo del acto ético, es un acto de deseo puro, y como tal implica llevar la lógica del deseo hasta su límite, es decir, hasta la pulsión de muerte. La particularidad de un acto de esta naturaleza es que conduce al sujeto fuera del marco de referencia de su deseo al trasponer los límites del fantasma, ubicándolo en un campo que ya no es el del deseo sino el de la pulsión.

El arribo al campo de la pulsión vía el acto ético parece encarnar una paradoja, ya que por fuera del campo simbólico parece imposible suponer una posición ético-política, en la medida de que ésta requiere de un mínimo soporte simbólico para tener alguna viabilidad práctica. Si el acto ético supone un desanclaje del sujeto respecto de la estructura que le dotaba de una inteligibilidad simbólica: ¿qué política sería posible en el terreno no simbólico de lo pulsional? Para responder a esta pregunta debemos recordar la forma en que Lacan conceptualiza la pulsión de muerte, a la que califica como “sublimación creacionista” (2003: 257). Esta puntualización es esencial para comprender la productividad de lo negativo que se perfila como consecuencia del acto ético.

Si el acto ético es el atravesamiento del fantasma, y como tal implica tanto un sacrificio del objeto causante del deseo como una suspensión de las coordenadas simbólicas que entregaban consistencia al sujeto, y si su realización conduce al sujeto desde el campo del deseo al terreno de la pulsión de muerte -encontrándose esta última equiparada a una pulsión de destrucción según la lectura lacaniana de “El malestar en la cultura”-, pareciera que la consecuencia del acto ético es puramente negativa, en el sentido de una anulación de los marcos simbólicos que estructuraban una situación dada; sin embargo, lo que no debe olvidarse es precisamente el carácter creacionista que Lacan le atribuye a la pulsión de muerte. Dado que el acto ético no sólo trastoca los marcos de organización simbólica, sino que lleva al sujeto hacia el terreno de la pulsión de muerte, esto significa que la negatividad del acto se conecta con la posibilidad de la creación ex nihilo a la que la pulsión da lugar. La paradoja del acto ético es que su destructividad, su capacidad de anulación de lo dado, se encuentra necesariamente vinculada a la productividad que la pulsión de muerte, concebida como sublimación creacionista, promueve. En definitiva, el acto ético sienta las bases para que la producción de una nueva articulación significante pueda tener lugar, y en tal medida es relevante para la política, ya que mediante él pueden producirse las condiciones para una reorganización de las coordenadas simbólicas en que se sustenta la actividad política de una comunidad. En este sentido, el acto ético opera re-creando la falta cuando ésta parece saturada por el sentido, o en otros términos, volviendo a dar cabida al juego del intercambio y encadenamiento significante. Para Lacan lo que la creación ex nihilo permite es la incorporación en la experiencia humana de la función del significante:

La producción es un dominio original, un dominio de creación ex nihilo, en la medida en que introduce en el mundo natural la organización del significante. Dado que esto es así, no podemos encontrar efectivamente el pensamiento -no en un sentido idealista, sino el pensamiento en su presentificación en el mundo- sino en los intervalos del significante (2003: 259).

La operación destructiva de la pulsión de muerte abre una brecha para la inclusión novedosa del significante, de tal manera para permitir el despliegue del pensamiento. El acto ético entonces podría precisamente producir ese intervalo que hace posible la rearticulación significante, una reorganización que permite que una nueva forma de pensamiento político se presente en la realidad material del mundo. Para Dean (2003: 248), la conceptualización lacaniana de la pulsión de muerte difiere de la perspectiva de Freud, ya que implica una concepción productiva de la negatividad, diferencia que es resultado de la mediación de un término propio de la teorización de Lacan: el goce (jouissance). Es por la mediación del goce que puede conseguirse una positivización de la negatividad. Lo anterior debe entenderse como la producción de un hacer positivo que encuentra su fundamento en la condición negativa de una falta estructural. El goce vendría a condicionar una movilidad permanente -un hacer positivo- del sujeto en pos de objetos con los que pretende recuperar esa pérdida original que, en tanto ausencia estructurante y no saturable, negativiza toda la estructura del sujeto. Si bien el deseo sigue estando necesariamente vinculado a la dimensión de la falta, aquellos objetos que causan el deseo (objetos a), y que en tal medida polarizan la actividad del sujeto, son el medio por el cual el sujeto puede recuperar un plus de goce, una forma positiva de satisfacción que se obtiene aun cuando el deseo siga confirmando con su recorrido indefinido el núcleo insaturable en torno al cual gira. Esto significa que un acto ético que incluya la dimensión de la pulsión de muerte en lugar de solazarse en la imposibilidad, intenta cercar, sin con ello eliminar, el vacío de lo real. Joan Copjec indica que las interpretaciones de la pulsión de muerte no han considerado su paradójica forma de productividad, respecto de lo cual señala: “la pulsión de muerte obtiene satisfacción al no alcanzar lo que ambiciona” y es esto lo que debe ser considerado “como parte de la actividad propia de la pulsión” (2006a: 54). La pulsión de muerte es entonces una pieza clave en la comprensión de la ontología negativa propuesta por Lacan, una ontología que debe ser pensada como la articulación productiva entre negatividad y positividad, entre la falta no saturable y la permanente reconstitución de los registros simbólicos e imaginarios.

Consideraciones finales

Freud lo indicó con claridad: aquello que no se reelabora vuelve bajo la forma de una repetición compulsiva (2006c). Si el núcleo real del acto ético-político es un vacío que se resiste a la simbolización, es precisamente tal imposibilidad de saturación del sentido lo que empuja el trabajo siempre renovado de la articulación significante. La apertura del acto de Antígona hacia el terreno de la pulsión de muerte es la forma en que la paradoja que propone la ética del psicoanálisis puede mostrar su carácter productivo: la negatividad de la pulsión de muerte debe ser comprendida en su carácter aporístico, esto es, como aquello que da pie a la puesta en juego creativa del significante.

No se trata entonces de una positivización del acto ético, sino de la mantención de la dialéctica positividad-negatividad que caracteriza a la ontología lacaniana, una ontología que se funda en un vacío insaturable, pero que no implica una anulación absoluta del potencial productivo del acto ético. La vía que conduce desde el deseo puro a la pulsión de muerte no debe ser comprendida como una indicación de la vocación antisocial y despolitizante del acto de Antígona, sino más bien como una proposición acerca de la posibilidad de una reorganización política que no se basa en una apelación a fundamentos esenciales o universales sobre el bien, pero que tampoco renuncia, impotente o cínicamente, a plantearse las cruciales y conflictivas preguntas sobre qué debemos hacer y cómo hemos de proceder.

La orientación que sostuvimos en nuestra interrogación del carácter del acto ético-político de Antígona ha terminado por aproximarnos al terreno de lo que Marchart (2009) ha dado en llamar posfundacionalismo político. La comprensión del acto ético propuesta por el psicoanálisis lacaniano se emparenta con la noción de posfundacionalismo en la medida en que no propone un fundamento último del actuar ético, y con ello de una forma de bien universalizable, pero tampoco implica proponer una anulación completa de todo fundamento que oriente la actuación ético-política, sino asumir el carácter contingente de ésta, la cual se fusiona siempre con el carácter parcial propio de su condición de acontecimiento. La idea de acontecimiento puesta en juego por Marchart resulta análoga a la perspectiva que hemos desarrollado del acto de Antígona como modelo ético-político, en tanto “denota el momento dislocador y disruptivo en el cual los fundamentos se derrumban” (2009: 15), dislocación que no implica una destitución sin retorno de lo político, ya que brinda la opción de una re-fundación atenta tanto a la historicidad como a “la división, la discordia y el antagonismo” (2009: 15) inherentes al acto ético. Si la democracia radical es el intento de distanciarse de cualquier forma de totalitarismo o fundacionalismo político e ideológico, pero simultáneamente es un juego de diferencias y antagonismos en continua renovación, sería equívoco suponer que la muerte de Antígona condensa la significación absoluta de su acto ético-político. Esto no significa que su actuación carezca de relevancia, sino que es un momento, una parte del anudamiento de registros que hacen posible el devenir de lo político, un movimiento de reelaboración que debe incluir necesariamente el momento de la re-inscripción significante y el encadenamiento simbólico.

Un último aspecto que nos parece necesario retomar es el carácter prototípico de Antígona como heroína trágica, alusión que no apunta tanto a su condición literaria como a la función social y subjetivizadora de la tragedia. Hemos hecho ver el riesgo de fetichizar el acto de Antígona, obnubilación que podría dejarnos prendados a una falsa transgresión, pero ¿cómo conjurar ese peligro? Lo que no deberíamos olvidar es el espacio de realización del acto de Antígona, a saber, la escenificación de la tragedia en un terreno no clausurado de representación, cuya apertura concierne a los espectadores, al público. Si el acto de Antígona es calificable como ético-político no lo es por sí mismo, no lo es por su propia organización al interior de la estructura literaria que lo contiene, sino que se realiza en la apertura polémica de su acción, en un espacio que no es otro que el del público que responde a su desafío.

En último término, parece ser necesario replantearse el carácter del acto de Antígona para pensar el efecto ético de éste sobre la comunidad receptora de la tragedia. Es el propio género de la tragedia y no sólo la figura de Antígona la que encarna una posibilidad de suspensión del orden sociosimbólico (Stavrakakis, 2003: 126). No habría que olvidar que la sublimación tiene un efecto no sólo en quien es su agente, sino también entre quienes se relacionan con el objeto sublime. En tal sentido, debemos esforzarnos para salir de la fascinación a la que Antígona nos somete, para asumir productivamente el conflicto que la tragedia origina en nosotros, ya que como Vernant (1996b) ha indicado, una de las consecuencias de la tragedia es la producción de un sujeto trágico, lo cual implica en último término que el acto de Antígona comporta la constitución de un sujeto ético-político como efecto de su interpelación. Ésta es quizá la conclusión que podemos obtener al aproximarnos al acto de Antígona desde una lectura política: la constitución de un acto ético-político implica pasar por la experiencia de la tragedia, ser interpelado por una acción que arriesga tanto una dislocación subjetiva como social y que, sin renegar de su negatividad, es capaz de poner en marcha productivamente la rearticulación de los significantes políticos.

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Recibido: 22 de Enero de 2015; Aprobado: 14 de Marzo de 2016

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