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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.13 n.30 Ciudad de México Jan./Apr. 2016

 

Entrevista

Democracia y desencanto: problemas y desafíos de la reconstrucción democrática del Estado Entrevista a Luis Salazar Carrión

Sergio Ortiz Leroux* 

Jesús Carlos Morales Guzmán** 

*Doctor en Ciencia Política por la FLACSO-México. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Correo electrónico: ortizleroux@hotmail.com

**Doctor en Ciencia Política por la FLACSO-México. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Correo electrónico: jesmo_2001@hotmail.com


México tuvo en el transcurso del siglo XX y en los inicios del XXI una relación ambigua con la democracia. Si bien es cierto que el texto constitucional de 1917 se inspiró en los ideales democráticos de la Ilustración francesa y de los constituyentes de Filadelfia, también es cierto que el sistema político que emergió de la Revolución Mexicana de 1910, y en el que nacieron y se desarrollaron sus dos piezas principales (partido oficial y presidencialismo), siguió caminos diferentes, comúnmente encontrados, a los modelos democráticos franceses y norteamericanos. El sueño republicano y democrático del texto constitucional fue desmentido sistemáticamente por relaciones de poder faccionalistas y clientelares que perduran hasta nuestros días. La democracia, por tanto, ha sido una forma de gobierno y de sociedad que -a nuestro pesar- no ha terminado por adquirir carta de naturalidad plena en el México contemporáneo, por más esfuerzos loables de liberalización política que se emprendieron durante la llamada “transición a la democracia”.

Sin embargo, no todo ha quedado sepultado en el laberinto de la larga noche mexicana. Por el contrario, los sueños libertarios y democráticos de amplios sectores de la sociedad mexicana y los esfuerzos -muchas veces estoicos- de ciertas elites culturales e intelectuales de raíz liberal, republicana o socialista, consiguieron mantener vivos los ideales de libertad e igualdad y los principios institucionales de representación, participación y rendición de cuentas de la doctrina democrática.

Luis Salazar Carrión es heredero de esta tradición democrática. Discípulo del filósofo y jurista italiano Norberto Bobbio y de uno de los más importantes intelectuales de la izquierda mexicana de la segunda mitad del siglo XX, Carlos Pereyra, el Dr. Salazar Carrión ha destacado en el campo intelectual y académico por reflexionar sobre la relación entre la democracia y las doctrinas liberales y socialistas, y en especial sobre el papel del Estado y del derecho como fuentes indispensables de las precondiciones que dan sentido y sustancia a la democracia.

Luis Salazar es doctor en filosofía por la UNAM y profesor-investigador titular del Departamento de Filosofía de la UAM (Iztapalapa). Ha publicado Sobre las ruinas, política, democracia y socialismo (1993); Para pensar la política (2005); Educación, democracia y tolerancia (2007); El síndrome de Platón ¿Hobbes o Spinoza? (2008), y Para pensar la democracia (2010). Y ha coordinado, entre otros, los siguientes libros: 1997: Elecciones y transición a la democracia en México (1998); México 2000: Alternancia y transición a la democracia (2001), y ¿Democracia o posdemocracia? Problemas de la representación política en las democracias contemporáneas (2014).

En esta ocasión, dialogamos con el Dr. Salazar Carrión sobre el tema de nuestro acontecer político: el desencanto democrático. Con agudeza, ironía, sentido de la historia y claridad expositiva, el entrevistado pasa revista a las razones y sinrazones del desencanto hacia la democracia, poniendo especial énfasis en el momento mexicano.

-Norberto Bobbio publicó en 1984 el libro El futuro de la democracia.1 A pesar de que el filósofo turinés identificó en ese trabajo seis falsas promesas y tres obstáculos imprevistos de las democracias, el tono del texto era de optimismo moderado: “No se puede hablar propiamente de degeneración de la democracia (sino, en todo caso) de transformaciones de la democracia”. Un lustro después cayó el Muro de Berlín. El éxito casi mundial de las democracias liberales parecía incuestionable. Sin embargo, el diagnóstico sobre la salud de nuestras democracias es menos optimista treinta años más tarde. La interrogante neutra sobre el futuro de la democracia ha sido reemplazada por una pregunta inquietante: ¿tiene algún futuro la democracia? Algunos incluso advierten que lo que hoy tenemos ya no es democracia sino posdemocracia.2Nuestro tiempo es el tiempo del desencanto democrático. En menos de dos generaciones, pasamos de las ilusiones que despertó la tercera ola democratizadora en Europa y América Latina a la cruda realidad de regímenes democráticos que experimentan distintos procesos de degeneración tanto en sus bases institucionales como en su dimensión simbólica. ¿Qué sucedió?, ¿por qué pasamos en tan poco tiempo del encantamiento democrático hacia el desencanto hacia la democracia?

-Norberto Bobbio nunca participó de un encantamiento democrático; más bien partió de una defensa realista de la democracia que se hacía cargo de las promesas incumplidas, de las promesas no mantenidas de la democracia, que reconocía que había enormes problemas para traducir los ideales democráticos en una realidad adversa como la de las sociedades modernas; y, sin embargo, se oponía a la visión -en ese entonces muy de moda- de autores que decían que la democracia era demasiado débil para resistir el asalto de los totalitarismos, que la democracia no se sabía defender. Y lo que Bobbio trataba de mostrar era que, pese a todo, el proceso de democratización en Europa no había sufrido derrotas importantes, y aún en países como España y Portugal, donde la democracia se había visto como un sueño lejano, ésta había avanzado.

En este sentido, se trataba de poner entre paréntesis esta visión catastrofista y polarizada que sostenía que la Guerra Fría la iba a perder la democracia. Creo que, al respecto, Bobbio tuvo razón, es decir, mostró que, no obstante todas estas promesas incumplidas, todos estos procesos desencantadores, la democracia había resistido la tentación totalitaria y no se habían visto procesos de involución radicales como los que se dieron antes de la Segunda Guerra Mundial.

Ahora bien, ¿por qué pasamos de esta visión realista, relativamente desencantada de la democracia, a una especie de reencantamiento-desencantamiento ulterior? Bueno, yo creo que las razones son muchas, no se puede decir que hay un factor único, pero, sin duda, las nuevas promesas incumplidas de la democracia parece que ya no tienen mucho que ver con el peligro totalitario, ya no es el problema del comunismo o del fascismo, sino ahora están relacionadas con el problema del vaciamiento de la política democrática generado, entre otras cosas, por un proceso de globalización verdaderamente depredador, que ha impuesto esta moda política de ver al Estado como el problema y al mercado como la solución; de ver a las instituciones públicas como un estorbo y no como entes capaces de regular la vida social. Vaciamiento que, entre otras cosas, ha provocado que la política misma parezca volverse un espectáculo sin mayor interés que el escándalo, que el amarillismo, esa especie de estridencia que no deja ni siquiera observar los avances que, ciertamente, han habido en el mundo a través de la tercera ola democratizadora.

Es muy fácil denunciar y mostrar cómo en México, Argentina, Venezuela o Brasil, hay procesos terribles de desgobierno, de corrupción, de impunidad, de insatisfacción social; pero es también, hay que decirlo, el resultado de que se olvida lo que había antes. Parece que no somos capaces de reconocer esos avances que son notables en muchos aspectos, los cuales, para nada contradicen la sensación de que hemos perdido la brújula; que, en algún sentido, la política democrática en todos estos países se ha convertido en una especie de juego de suma cero, de lucha entre personalidades, de caudillos, de lo que algunos han llamado “posdemocracia”. Con este término, acuñado por Colin Crouch, nos referimos a una situación en la que se cumplen, mal que bien, los procedimientos democráticos, pero donde hay razones fundadas para sospechar, como señala Michelangelo Bovero,3 que las reglas democráticas sirven para un juego que no es propiamente ya el de la representación democrática, que no es propiamente ya el de la afirmación de los derechos fundamentales, sino más bien una especie de espectáculo, de espectacularizacion mediática de la política, que le quita todo sentido ideológico, todo sentido programático, todo horizonte de futuro.

-Las democracias realmente existentes están atravesando, según Pierre Rosanvallon, una nueva era. El signo de los nuevos tiempos es la disociación entre la legitimidad, que es una cualidad jurídica, procedimental, producida por la elección, y la confianza, que es una suerte de institución moral y sustancial sobre la cual descansa la propia democracia. Esta disociación ha llevado a la formación de todo un entramado de prácticas, contrapoderes sociales informales y también de instituciones destinados a compensar la erosión de la confianza mediante una organización de la desconfianza. Se trata, en síntesis, de un conjunto de poderes de control, formas de obstrucción y formas de judicialización de la política que, a la sombra de la democracia electoral representativa, dibujan los contornos de una contrademocracia.4 Esta contrademocracia, según Rosanvallon, no es lo contrario de la democracia, es, más bien, una forma de la “democracia de la desconfianza organizada” frente a la “democracia de la legitimidad electoral”. ¿Cuál sería tu reacción frente a estas dos posibles caras de la democracia?

-No estoy muy seguro de que el problema se pueda plantear exactamente en esos términos de legitimación versus desconfianza. Tengo la impresión de que las instituciones de los Estados latinoamericanos en particular, y no solo de los latinoamericanos, han ido perdiendo legitimidad justamente como parte de un proceso por el cual, por así decirlo, los poderes facticos -me refiero a poderes económicos, a poderes mediáticos, a poderes globales, a poderes criminales, etcétera-, han ido aprovechando justamente el desprestigio de lo público, el descredito de las instituciones públicas para ganar terreno. Hay que decirlo: se tienen bases reales para este descrédito, para esta desconfianza, para esta escasa legitimidad.

Nuestros Estados en América Latina fueron construidos de manera no democrática, y sobre todo no sólo no democrática, sino fueron y han sido incapaces de asumir el carácter público en serio, de tomar la ley en serio, diría Ronald Dworkin, de funcionar de acuerdo a las reglas formales. Tenemos Estados que se construyeron más bien sobre la base de acuerdos semimafiosos, opacos, que imponían sus propias lógicas casi siempre mediante las formas más autoritarias, y que estaban desde siempre colonizados por una serie de poderes fácticos.

Esto no es nuevo, es decir, son Estados débiles, son Estados desacreditados, son Estados que no tienen instituciones capaces de sostener una especie de autoridad frente a la sociedad, y que por eso generan una creciente desconfianza. Insisto, no es porque de pronto nos hayamos vuelto desconfiados, yo creo que en México, por ejemplo, la policía nunca ha contado con la confianza ciudadana, ni podía hacerlo, dada la forma como los cuerpos policiacos fueron organizados y funcionaron durante decenios, y siguieron funcionando incluso después de la transición a la democracia. Es decir, tengo la impresión de que el problema ha sido que nuestras transiciones no se tomaron muy en serio lo que hubiera sido crucial: la reconstrucción democrática del Estado, no solamente las elecciones y los partidos, sino la forma de funcionar de las instituciones públicas en general. Y esto es algo que, además, se ve agravado por esta visión de que el Estado es el mal y el mercado es el bien o, en su versión más, digamos, endulzada, la sociedad civil son siempre “los buenos” y las instituciones estatales, en cambio, son siempre “los malos”.

Ahora, esta debilidad del Estado como poder público y su correlativa mala fama -que se me perdone- viene de lejos. Lo que había en México era un sistema que podía funcionar con relativa eficiencia justamente debido a ese monstruoso aparato ortopédico que se llamaba Partido Revolucionario Institucional (PRI), que sostenía una disciplina férrea porque cerraba cualquier opción de salida para las fuerzas políticas y sociales. Y porque, en ese sentido, todas las fuerzas sociales tenían que disciplinarse ante la lógica ultrapresidencialista de un sistema autoritario que formalmente se cubría con una constitución pseudodemocrática. Yo creo que esto se acabó y se acabó para bien, se acabó esa disciplina, se acabó esa lealtad, se acabó esa falta de salida; pero lo que no se construyó fue algo que sustituyera la vieja disciplina, lo que no se creó fue una nueva disciplina formalmente democrática, formalmente legal, donde pudiéramos contar con instituciones públicas respetables y respetadas. Ahora, esto no se hace porque aquí hay un problema mayor: no puede hacerse por decreto, ni con una ni varias reformas constitucionales, sino se requiere el esfuerzo de generaciones, se requiere formar una burocracia profesional que no tenemos, cuerpos policiacos profesionales que no tenemos, escuelas que no tenemos, y es fácil decir “bueno, es culpa del gobierno”. El gobierno puede cambiar de partido, puede haber alternancia política, pero si no cuenta con los instrumentos institucionales para funcionar como gobierno legal, legítimo y democrático, pues acaba funcionando de acuerdo a esas lógicas perversas impuestas por los poderes fácticos, impuestas por los poderes económicos, sindicales, mediáticos, incluso criminales, quienes tienen el banquete servido, porque la desconfianza, obviamente, es un buen elemento para golpear sistemáticamente la idea de lo público y el imperio de la ley.

-Luigi Ferragoli ha señalado que la crisis e involución de la democracia constitucional es el resultado del trastocamiento de la relación tradicional entre política y economía.5 No se tiene ya el gobierno público y político de la economía, sino el gobierno privado y económico de la política. No son ya los Estados, los que con sus políticas controlan los mercados y los negocios, imponiendo sus reglas, límites y vínculos para tutelar los intereses generales, sino que, por el contrario, son los mercados, es decir, miles de especuladores financieros, los que controlan y gobiernan a los Estados, imponiendo sus políticas antidemocráticas y antisociales para favorecer a los intereses privados. ¿Qué papel le otorgas a los llamados “poderes salvajes” en la creación y reproducción de este desencantamiento democrático?

-Justamente explotar y capitalizar sistemáticamente la debilidad de lo público estatal para obtener beneficios y rentas privadas. Digámoslo así: qué mejor para la visión tecnocrática económica de la política que someterla a criterios estrictamente tecnocráticos, esto es, favorables a los más fuertes; qué mejor para las fuerzas sociales y políticas que capitalizan esta debilidad estatal que mantener y promover esa debilidad del Estado. Yo no creo que haya que caer en la trampa contra esta visión antiestatista, que sería algo como una especie de “estatolatría”, que no tendría el menor sentido; lo que sí creo es que hay que tomar muy en serio, con Hobbes, que sin Estado lo que existe necesariamente es el predominio de la ley del más fuerte, que es el estado de naturaleza, y creo que tardíamente nos hemos dado cuenta en México de que tenemos un Estado muy débil, antes parecía fuerte, pero lo era porque tenía ese aparato ortopédico. De hecho, eran gobiernos fuertes pero Estado débil. Nuestro Estado siempre ha sido débil como Estado, no como instrumento de fuerzas políticas, sino como ese poder que, dijera Bobbio, no solo se expresa en el derecho sino se regula por el derecho.

Esto que se dice fácil requiere una transformación que, insisto, no va a ser sencilla porque además hay condiciones muy adversas y se requiere un cambio no solo institucional, no solo legal, no solo social, sino casi podríamos decir cultural, en el que la ley deje de verse como un mero instrumento de opresión y pase a verse como un marco de regulación civilizada de las relaciones sociales.

-John Dunn sostiene, en un tono más pesimista, que la democracia ya no es posible en nuestro tiempo porque las mutaciones estructurales provocadas por la globalización económica impiden, en los hechos, cualquier práctica sustantiva del autogobierno. La democracia, en todo caso, ha quedado como una idea regulativa, una metáfora o un principio legitimador de lo que en la práctica dista mucho de ser un régimen democrático.6 Cuál sería tu reacción ante el realismo descarnado de este pensador inglés?

-Bueno, yo partiría de una especie de broma que hago con el planteamiento de Aristóteles acerca de que a la democracia la clasificaba como una mala forma de gobierno, una degeneración del buen gobierno de la politeia; y decía, sin embargo, pero siendo mala forma de gobierno, es la menos mala de las malas. Quizá lo que hemos tenido que aprender en esta época difícil, es que todas las formas de gobierno son, en algún sentido, malas y problemáticas, pero hay unas que son peores, y en ese sentido volvería a lo que mencioné al principio: me parece que esperar de la democracia una especie de autogobierno ciudadano, pues otra vez nos retrae a una discusión que ya se dio.

La democracia es un conjunto de reglas que intentan traducir en términos reales algunos valores importantes como la paz, la pluralidad, la libertad, la igualdad; lo hace mal, muy mal, pésimamente mal. Pero, hasta ahora, sin esas reglas no han existido más que tiranías, dictaduras, autocracias, totalitarismos, que resultan, por lo menos, mucho peores que la peor de las democracias, y por eso me temo que en esta especie de necesidad que tenemos de criticar cómo funcionan las democracias reales, existe el peligro de olvidar los considerables avances que, pese a todo y con todos los bemoles, ha implicado la tercera ola. Yo diría, ¿realmente podemos decir que esta situación es mucho peor que la que teníamos no hace mucho tiempo en América Latina o en México? Diría que estamos padeciendo los dolores de un parto muy difícil, de una democracia muy débil, con instituciones muy débiles, con una clase política francamente lamentable, pero que expresa realmente a la sociedad civil existente, no la que quisiéramos tener, y que con todo ha habido un avance notable. Los ciudadanos mexicanos de hoy saben que su voto es libre, antes sabían que era una burla; bueno, esto es un avance.

Con todos los errores que se quieran, la Suprema Corte de Justicia hoy juega un papel que jamás hubiéramos imaginado hace algunos decenios. La ley empieza a tomarse en cuenta no porque les guste, sino porque no les queda de otra; hay organizaciones, hay defensa de los derechos humanos fundamentales como jamás la ha habido en México, no porque antes en México no se violaran los derechos humanos, sino porque antes ni contaba eso. Yo diría que, en este sentido, nos hemos acercado mal, pero nos hemos acercado a alcanzar una mínima realización de los valores e ideales que sostiene la democracia.

-La erosión de la democracia como forma de sociedad, de gobierno y mecanismo de integración social es resultado, entre otras cosas, de la escalada de desigualdades de ingresos y de patrimonios en Europa y América -ilustrada magistralmente por Thomas Piketty en su conocido libro El capital en el siglo XXI7- y también del consentimiento social tácito de los medios que producen y reproducen precisamente esas desigualdades. ¿Cuál es la relación que encuentras entre desigualdad, pobreza y democracia?

-El capitalismo es, ha sido y será un sistema económico brutalmente depredador en términos sociales, lo será siempre porque así es su lógica, porque es la lógica de la ganancia, es la lógica del predominio del interés particular sobre el interés público, es la lógica del mercado, y el mercado es implacable, no tiene piedad, y el propio libro de Piketty nos pone ante la evidencia de que en ciertos momentos los Estados han sido capaces de someter esta lógica brutal del capitalismo a ciertas reglas públicas y a ciertos fines o ideales colectivos. Lo preocupante del análisis que hace este amigo francés es que eso solo sucede cuando ha habido guerras, internacionales o civiles, solo cuando la política se ha fortalecido porque están en juego la sobrevivencia de la Nación, de la patria, etcétera.

Digo que es preocupante porque ¿recuerdan lo que decía Maquiavelo en alguna ocasión?, que solo el estado de necesidad hace virtuosos a los hombres; y en efecto, solo en estado de necesidad, en situaciones extremas los Estados parecen capaces de tomar la iniciativa y someter a los poderes facticos, no solo los económicos, pero sobre todo los económicos, y lograr abatir las desigualdades.

Pero tenemos un problema, un problema que yo diría es el problema de todos los problemas: el problema de la ausencia de un horizonte de izquierda democrática capaz de ir más allá de la lógica revolucionaria que fracasó, dejó un desastre en las sociedades que se impuso, más allá también de una especie de acomodamiento a las lógicas existentes y a una especie de “neoliberalismo de izquierda”, entre muchas comillas, y reconocer que, en efecto, necesitamos tener una actitud, al mismo tiempo, realista, esto es, los problemas no se van a resolver a corto plazo, los problemas y desafíos son muy serios, son enormes, pero, igualmente, debemos tener una visión clara de hacia dónde queremos ir.

El hundimiento de la Unión Soviética y la crisis de los Estados sociales de bienestar en Europa, fueron sucesos que coincidieron en el tiempo, porque no tenía nada que ver una cosa con la otra, pero lo cierto es que nos dejó sin horizonte en la izquierda. Las fuerzas de izquierda en casi todo el mundo parecen jugar a dos juegos, o bien apostar al caudillismo más pedestre, ramplón y contraproducente, o bien asumir dócilmente la lógica del mercado.

El problema es grave, porque ¿qué nos falta?, nos falta una visión internacional de los problemas, nos falta una visión de eso que antes se llamaba la “solidaridad entre los pueblos”, y no para el pueblo egoísta de la Nación en cuestión. Nos falta una visión estratégica que reconozca que necesitamos empezar, no de cero, pero sí poner en el centro de todas nuestras discusiones no el derecho a la diferencia, sino el problema de la igualdad, el problema de la justicia social. Este es el problema que debe ser el problema de la izquierda. No las veleidades de fulanito o zutanito por alcanzar tal o cual cargo. Y ahí me permito incidir en un tema que, quizá, no viene mucho a cuento, pero es uno de los problemas que a mí me parecen más importantes para explicar la debilidad política en Estados como el nuestro. Me refiero a la maldición del presidencialismo. Mientras sigamos hundidos en esa especie de visión de la política reducida a un juego o a un torneo entre un señor y otro señor o señora, tendremos una política pobre, que no puede sino coadyuvar a la hegemonía de estos poderes facticos de los que hablaban antes.

-En sintonía con lo anterior, Guillermo O’Donnell ha destacado la emergencia de una nueva modalidad de las democracias latinoamericanas, a las que ha denominado como “democracias delegativas”, distintas de las “democracias representativas” modernas.8 Estas democracias delegativas se basan en la premisa de que la persona que gana la elección presidencial está autorizada a gobernar como él o ella crea conveniente, solo restringida por la cruda realidad de las relaciones de poder existentes y por la limitación constitucional del término de su mandato. ¿Qué similitudes y diferencias encuentras entre tu diagnóstico sobre la naturaleza no democrática de los regímenes presidenciales en América Latina y la tesis de O’Donnell sobre las democracias delegativas?, ¿pueden las izquierdas latinoamericanas encontrar un referente teórico y práctico en ese tipo de democracias delegativas?

-Aquí estamos en el colmo de las paradojas. La institución presidencial se inventó porque no había monarcas, no había dinastías y esto llevó a la creencia de que entonces lo más democrático del mundo era la elección directa del jefe de Estado, que al mismo tiempo era jefe de gobierno, y esto generó una idea de la separación de poderes que en la mayoría de los casos puso al gobierno de los hombres por encima del gobierno de las leyes. Es una lógica implacable que ha conducido a que nuestras democracias en América Latina siempre funcionen sobre la base de presidentes más o menos populares o impopulares, y no sobre la base de acuerdos de fondo, de acuerdos fundamentales entre todas la fuerzas políticas que son las que componen el espectro de la pluralidad social y política de nuestros países. Bueno, y ¿a quién representa el presidente?, ¿al 30% de los electores?, pues difícilmente se puede aceptar, ni siquiera esa idea de representación. ¿Cuál es el órgano representativo por excelencia?, pues tiene que ser, como ya afirmaba Hans Kelsen a comienzos del siglo XX, un órgano plural, el Parlamento, un órgano que está dedicado justamente a negociar las diferencias y a buscar acuerdos y compromisos entre las diversas fuerzas políticas y sociales.

Lamentablemente, el presidencialismo, en este sentido, es una ideología no democrática, la institución presidencial es esencialmente una institución no democrática, no representativa; y estamos en ese problema metidos y absorbidos por la lógica de un presidencialismo que ya ni siquiera es como el que había antes cuando el PRI le permitía funcionar a ese sistema, que era un sistema claramente autoritario. O’Donnell tiene, creo, razón, quizá en lo que se equivoca -no es que se equivoque-, es que es difícil pensar otra cosa porque estamos tan acostumbrados a la idea de que la elección del jefe del Ejecutivo es lo que define a la democracia, que incluso en México, cuando se hablaba de la transición democrática, se decía “hay que sacar al PRI de Los Pinos”, ahí se agotaba la idea de la alternancia; no era expresar la idea de la pluralidad política, era sacar al PRI de Los Pinos; no era crear un contexto de negociación incluyente, era más bien algo tan ridículo como decir “bueno, si en Los Pinos está alguien que no sea del PRI, se acaba el problema”. Esta visión pobre de la democracia es la que se expresa en esta idea presidencialista de la política. Más allá de las formas y de los modos de un presidente y otro, si hay algo que está quedando claro es que necesitamos quitar al presidente de en medio para poder discutir en serio los problemas. Que ya no sea ese el objetivo de todas las fuerzas políticas, alcanzar la Presidencia, sino representar a la sociedad, y eso quizá se pueda empezar a ver como un problema de emergencia, dado el carácter de los últimos sexenios donde llegue quien llegue, llega con mucha popularidad, como decía O’Donnell, y sale como si fuera el más grande de los tiranos. ¿Qué ganamos con eso?, esperamos que llegue el bueno, es una idea casi mágica de la política que, la verdad sea dicha, hace que las campañas electorales sean vergonzosas porque no solo tenemos el problema del presidente, sino de los gobernadores, que también absorben toda la atención en las luchas electorales. Bueno, ¿seremos capaces algún día de superar este infantilismo, esta visión paternal y patriarcal del poder?, ¿tendremos la capacidad para reconocer que necesitamos representantes y no caudillos?, estas son, creo, las preguntas que importan.

-En diferentes escritos has señalado la importancia de elaborar nuevos criterios para evaluar la democraticidad o calidad de las democracias. Criterios que no solamente juzguen a las democracias, como lo hace cierta ciencia política positiva, a partir de su capacidad de formar gobiernos de mayoría eficaces y eficientes, sino que evalúen a las democracias a partir de su capacidad para realizar, aunque sea parcialmente, los ideales y valores fundamentales del discurso democrático: igualdad, libertad, solidaridad, fraternidad, paz, no discriminación, tolerancia, laicidad, etcétera. ¿Podrías avanzar en esta idea?, ¿cuáles serían los nuevos y más importantes criterios para evaluar la calidad de las democracias?, ¿cuáles serían los instrumentos que utilizaríamos para medir la mayor o menor calidad de esos nuevos criterios?

-Yo creo que se ha impuesto una visión -y ya no me refiero solo a la que privó en México-, una visión posible de la democracia como una competencia entre liderazgos donde se pone el acento casi exclusivamente en el problema de quién gana y quién pierde, quién es el ganador, quién es el que logra hacer la campaña más eficaz, quién es el que logra llamar más la atención pública. Es la visión agonística de la democracia. Una especie de torneo, competencia o carrera de caballos, como decían antes, una visión que francamente no ayuda a comprender qué es lo que se trata de realizar con los procedimientos democráticos. Porque, es cierto, la política es siempre lucha por el poder -y eso no vamos a dejar de tener que reconocerlo nos guste o no nos guste-; pero la virtud, entre otras, de la democracia, al menos como ideal, es su capacidad de civilizar esta lucha por el poder y volverla socialmente productiva, es decir, productiva para la sociedad, en la medida en que logre ser, en lugar de una lucha entre personas, una lucha entre programas y proyectos, entre propuestas que permitan dar lugar a una visión distinta de la política democrática.

Se trata de recomponer el orden social a partir de la pluralidad, no de polarizar a la sociedad, sino de crear las condiciones para que esta sociedad pueda en esa competencia descubrir las mejores, o no tan peores, soluciones para los problemas que vive. Es decir, creo que si logramos superar esta visión antagonista de la democracia, esta visión puramente competitiva de la democracia, esta visión que ciertamente tuvo su momento glorioso con los textos de Joseph Schumpeter,9 que a veces lleva a desconocer que no se trata solamente de ver quién gana, ni se trata tampoco solamente de si es eficaz para gobernar, del famoso, famosísimo y hasta manoseadísimo tema de la gobernabilidad, sino se trata principalmente de cómo y para qué se gobierna. Y, en este sentido, la idea de representación política democrática necesita ser reconstruida, es decir, necesitamos abandonar la idea de la política como continuación de la guerra, y empezar a ver en la política también, por lo menos, la posibilidad de buscar la paz dentro de la pluralidad y lograr la recomposición permanente del orden social. En función de esa capacidad de representar productivamente a la sociedad, yo diría que tanto el termino gobernanza como el termino gobernabilidad tienen buenas intenciones, pero yo creo que se les escapa lo que es fundamental para la democracia, a saber, que ese gobierno sea representativo y que además esté sujeto a la ley.

Esto me parece que llevaría a decir que los partidos tienen que ser otra cosa que simples plataformas de candidatos; tienen que ser los medios a través de los cuales la sociedad se representa pluralmente, los medios por los cuales se crean visiones alternativas y no simplemente candidatos alternativos.

-Con distintos ritmos e intensidades asistimos a una crisis de la política, pues ésta parece que “ya no es lo que era”, es decir, la política ya no cumple las funciones públicas ni expectativas sociales que antes aparentemente cumplía. ¿Cuál es tu opinión sobre la capacidad o, más bien, incapacidad de los gobiernos para resolver problemas sociales concretos?, ¿cuál es la relación de este fenómeno con el desencanto democrático?

-Yo diría que la política siempre es problemática, quizá, incluso -si me permites la alusión personal al texto que me hiciste el favor de regalar sobre el republicanismo-10 la impresión que me deja es que solo ve una parte de la política, la parte bella, la parte constructiva, pero la política siempre es, también, otra vez, lucha por el poder, y tiene como instrumento último la fuerza. Ahí, otra vez, yo vuelvo a mi idea fija: el problema del buen gobierno no es solo el problema de quién es gobierno, es el problema de cómo y con qué instituciones se gobierna.

-¿No es el problema, también, de qué se gobierna y qué no se gobierna?

-No es el problema de quién gobierna, sino de cómo se gobierna y con qué instituciones se gobierna. Si carecemos de instituciones acreditadas, si las leyes se consideran como instrumentos de los poderosos, si lo público se asocia con un botín o como aquello que está hecho para los que no pueden pagar lo privado, entonces tenemos un Estado maltrecho. El problema es que necesariamente el gobierno va a ser no digamos autoritario, pero sí por lo menos irresponsable, sí por lo menos incapaz de enfrentar los desafíos, sí por lo menos sometido constantemente a los chantajes diversos de cualquiera que sea el partido que gobierne, de los poderes fácticos. Necesitamos urgentemente poner en el centro de la atención el problema de que la calidad de los gobiernos depende de que estos gobiernos cuenten con los instrumentos institucionales adecuados. Para poner un ejemplo que está de moda. Hay que reformar la educación, ya que necesitamos urgentemente elevar la calidad de la educación, pero hay un vacío de autoridad tal que no se encuentra la manera de convocar a una verdadera transformación, ya no digamos de si hay evaluaciones o no, sino de la idea misma del magisterio; tenemos un sistema educativo donde hay una especie de peso muerto de muchos maestros que no tienen la menor vocación para serlo, y que lo son simplemente porque sí.

Bueno, ¿con qué autoridad?, ¿con qué legitimidad se puede lograr esta transformación?, si, por el otro lado, los poderes fácticos se dedican a decir “ya ven, eso pasa por tener sistemas públicos, lo mejor sería privatizar todo eso porque no sirve de nada”; y lo mismo pasa en otros terrenos institucionales. Pero vuelvo a decir, la política quizá siempre esté en déficit, casi nunca cumple, pero sí necesitamos fortalecer las instituciones que permitan que gobernar no sea simplemente estar negociando en emergencia con los líderes y los poderes más impresentables del mundo, y sea garantizar los derechos fundamentales de todos los mexicanos. Eso sería el ideal, que la reforma constitucional que se hizo en el 2011, que dice que todas las instituciones políticas deben estar enfocadas a las garantías de estos derechos, se cumpla. El día que logremos acercarnos a esto, ya podremos decir que por fin hemos culminado no la transición a la democracia en sentido estricto, pero sí la transición a un Estado constitucional de derecho.

-El desencanto hacia las democracias realmente existentes no puede comprenderse si se deja de lado el sello generacional. Para las y los jóvenes de hoy, aquellos que nacieron después de la experiencia de los regímenes totalitarios de izquierdas y derechas, después de las dictaduras militares sudamericanas y después de los regímenes civiles autoritarios, la palabra democracia no significa demasiado. La pérdida de fe o de credibilidad de la ideología y de los ideales democráticos entre las nuevas generaciones de jóvenes se explica, entre otras cosas, porque éstas no tuvieron que luchar explícita y activamente por los valores de la democracia ni mucho menos parecen disfrutar sus eventuales beneficios. ¿Será que somos principalmente las generaciones nacidas a mediados del siglo pasado, entre las décadas de los cuarenta y ochenta, las que estamos todavía preocupadas por el presente y el futuro de la democracia?

-Es difícil saberlo, lo cierto es que tenemos una situación a veces muy paradójica. A pesar de que el prestigio de los partidos es muy bajo, a pesar de que los partidos políticos también son considerados por buena parte de la población como impresentables y corruptos, a pesar de que tenemos una prensa francamente lamentable y unos medios que solo se dedican a resaltar el lado obscuro, escandaloso y amarillista de los problemas. A pesar de todo eso, cuando hay elecciones una parte considerable de la población va a votar y los jóvenes parece que también; quizá por la idea de que consiguieron su credencial entonces la quieren usar, aunque están mal informados, están muy desinformados.

Lo cierto es que tenemos un déficit de cultura política democrática muy grande, no hay verdaderos debates, verdaderas deliberaciones en las campañas; es francamente hasta de sonrojo ver los supuestos debates de los candidatos, porque en ese medio no sobrevive una sola idea, son acartonados, incapaces de persuadir, de discutir y de deliberar. Ahí sí el problema se vuelve francamente angustioso, e incluso -para decirlo con una idea de José Woldenberg- no deja de ser sorprendente la escasa memoria que tienen las nuevas generaciones sobre el pasado del país, es decir, sobre la idea misma de lo que es la democracia y lo que se conquistó con la transición a la democracia. Da la impresión de que uno habla a veces de cosas que sucedieron hace milenios cuando se habla del 68 o del 85. Ahora que estamos a punto de conmemorar un aniversario más del famoso terremoto, hay una ausencia de memoria institucional, pero hay una memoria generacional que nos permite decir “bueno, esto es lo que hicimos nosotros, lo hicimos muy mal”. Pero a ustedes les toca ahora plantearse qué van a hacer con esta democracia de ínfima calidad que hemos logrado medio más o menos construir. Pero ahí sí, vuelvo a decirlo, hay una especie de círculo vicioso, porque la clase política, las elites políticas parecen dedicarse a competir no en términos de programas, sino en términos de escándalos, de acusaciones recíprocas y de un lenguaje que francamente es insoportable, que genera esta idea de que democrático es estar contra la autoridad, cualquiera que sea y que nadie tiene autoridad para nada. ¿Por qué?, porque enseguida van a aparecer los que descalifican, los que insultan, los que inmediatamente reaccionan ante problemas que son complejos, pero que nadie quiere asumir que son complejos; hay que buscar al chivo expiatorio y ahora en eso se ha convertido la figura presidencial. Hay problemas, el Presidente de la República es el culpable -no estoy diciendo, por cierto, que no sea responsable de muchas cosas-, pero esta idea de reducir los problemas a la voluntad de algunos individuos, es también algo que nos hace tener una cultura política muy precaria.

-Sin embargo, y a despecho de lo señalado anteriormente, también podemos encontrar razones poderosas para moderar o matizar el desencanto democrático. La democracia no es ni puede ser la fórmula mágica que resuelve de una vez y para siempre el problema del orden social. A diferencia de los autoritarismos o totalitarismos de derechas e izquierdas, que parecieran haber descubierto el secreto para crear y garantizar sociedades ordenadas, la democracia es una forma social y política compleja y al mismo tiempo frágil que se distingue precisamente por la incertidumbre, la indeterminación y la contingencia. De ahí que el destino de la democracia sea, como ha advertido Cornelius Castoriadis, necesariamente trágico.11 La tragedia de la democracia consiste en que no cuenta con ningún seguro de vida contra sus no pocos malestares en el presente: corrupción, violencia, impunidad, anomia social, etcétera. ¿Qué hacer?, ¿cuánto desencanto puede admitir la propia democracia sin que ésta muera en el intento?

-Yo diría que sí, que la democracia en sus fracasos, en sus incumplimientos genera tentaciones autoritarias; genera tentaciones de buscar líderes que pongan fin a este desorden, a este caos; genera la idea de que entonces hay que buscar al salvador, al redentor, o de que hay que plantear salidas radicales, cualquiera que sea la idea de radicalidad que se tenga, violentas incluso, revolucionarias. Tengo la impresión de que sí hay un problema, no de reencantar a la democracia, sino de verla de manera menos ingenua, menos idealizada, más realista, más consciente de que la democracia es también un proceso, un largo proceso de educación y de civilización de las sociedades. Un proceso marcado generalmente por tragedias, por dramas, por conflictos y, en ese sentido, lo que hay que ser muy claro es que tenemos que aquilatar los avances. A pesar de que hay rezagos espantosos, de que la pobreza sigue vigente, de que la injusticia es cotidiana, de que la impunidad es rampante, de que la corrupción es insultante y, sin embargo, la sociedad democrática ha logrado construir ciertas instituciones que vale la pena defender y reivindicar. La democracia, en ese sentido, habría que verla como un proyecto de largo plazo, no como algo que ya se tiene, al que ya se llegó y ya no hay nada que hacer. Al contrario, más bien lo que hemos descubierto es que hay todo por hacer y que necesitamos fortalecer las reglas e instituciones democráticas. Crear nuevos partidos, esto es muy importante, abrir esa especie de “coto vedado” que han hecho los partidos actuales, hacer ver que la política no necesariamente se reduce al conflicto entre personalidades, hacer ver que es necesario elevar el nivel del debate democrático.

Hay que superar esa visión simplista de la democracia para verla, como ustedes decían, como una forma o una serie de fórmulas que son difíciles, que son exigentes, que requieren ciudadanos, que requieren gente informada, medios a la altura de la comunicación moderna, que requieren políticos profesionales serios, que requieren medios distintos a los que tenemos. Por eso decía un autor italiano, Paolo Flores d’Arcais, que la democracia siempre lucha por la democracia.12 En el momento en que creemos que ya se acabó la lucha, en ese momento estamos cayendo en la trampa del autoritarismo. Sin lucha por la democracia, una lucha que es interminable, no pueden sustentarse las democracias. Las democracias tienen, como decía Rousseau hablando de su ideal republicano, la tendencia, común a todas las formas de gobierno, a degenerar. Por eso tenemos que tener muy claro que la tendencia de nuestras democracias débiles es seguir degenerando si no somos capaces de enfrentar los problemas con realismo, pero también con responsabilidad.

1Norberto Bobbio (1984), Il futuro della democracia. Turín: Giulio Einaudi Editore (traducción al castellano: El futuro de la democracia. México: Fondo de Cultura Económica, 1986).

2Colin Crouch (2004), Post-democracy. Cambridge: Polity Press (traducción al castellano: Posdemocracia. México: Taurus, 2005).

3Michelangelo Bovero (2014), “¿Crepúsculo de la democracia?”, en Luis Salazar Carrión (coord.), ¿Democracia o posdemocracia? Problemas de la representación política en las democracias contemporáneas. México: Editorial Fontamara, pp. 17-29.

4Pierre Rosanvallon (2006), La contre-démocratie. La politique à l’âge de la défiance. París: Éditions du Seuil (traducción al castellano: La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza. Buenos Aires: Ediciones Manantial, 2007).

5Luigi Ferrajoli (2011), Poteri selvaggi. La crisi della democracia italiana. Roma: Editori Laterza (traducción al castellano: Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional. Madrid: Editorial Trotta, 2011).

6John Dunn (2005), Setting the People Free. The Story of Democracy. Londres: Atlantic Books (traducción al castellano: Libertad para el pueblo. Historia de la democracia. México: Breviarios del Fondo de Cultura Económica: 2014).

7Thomas Piketty (2013), Le Capital au XXI siècle. París: Éditions de Seuil (traducción al castellano: El capital en el siglo XXI. México: Fondo de Cultura Económica, 2014).

8Guillermo O’Donnell (1999), Contrapuntos. Ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización. Buenos Aires: Ediciones Paidós.

9Joseph A. Schumpeter (1942), Capitalism, Socialism and Democracy. Nueva York: Harper and Brothers (traducción al castellano: Capitalismo, socialismo y democracia. Barcelona: Ediciones Folio, 1996).

10Sergio Ortiz Leroux (2014), En defensa de la República. Lecciones de teoría política republicana. México: Ediciones Coyoacán / Grupo de Investigación de Teoría y Filosofía Política.

11Cornelius Castoriadis (1995), “La democracia como procedimiento y como régimen”, Vuelta, vol. XIX, núm. 227, octubre, pp. 23-32.

12Paolo Flores d’Arcais (2013), ¡Democracia! Libertad privada y libertad rebelde. Madrid: Galaxia Gutenberg.

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