Introducción
Las historias naturales, como “nuevo campo de visibilidad” (Foucault, 2005: 133), fueron parte de una floreciente prosa científica dieciochesca, divulgada ampliamente en los sectores más elevados de las clases letradas europeas (De Pedro, 1995, 1999, 2000, 2004, 2009; Jalón, 1997, 2008; Lafuente, 1992, 2000, 2002; Lafuente y Peset, 1981, 1982; Lafuente y Valverde, 2003; Nieto Olarte, 2003, 2006, 2010; Peset, 2003). Constituyeron la fuente de una serie de elementos de una reflexión filosófico-científica muy presente en las discusiones y los debates al interior de las élites de aquel entonces, y vinieron -al poco tiempo, a desplegarse muy rápidamente también en el campo social de Chile durante los siglos XVIII y XIX, por medio de un largo proceso de aculturación, en que es asimilado casi sin ningún cuestionamiento el imaginario eurocéntrico que legitimó el habitus criollo durante el proceso de Independencia (Castro-Gómez, 2005; Lepe-Carrión, 2012c).
Las expediciones científicas fueron, sin lugar a dudas, un aporte significativo en la aparición y el desarrollo de la episteme clásica (Foucault, 2005) durante el siglo XVIII en Chile. Las nuevas conquistas de corte científico, lideradas principalmente por Inglaterra, Francia, Prusia y España (esta última, posterior al declive que tuvo en el siglo XVII), tenían intenciones estrictamente políticas, y ayudaron a redefinir la vieja cosmovisión que aún perduraba en la mentalidad europea. Comenzaba así una nueva configuración geopolítica del mundo, a la vez que se creaba una nueva visión del habitante americano, una resignificación de la “barbarie” (Lepe-Carrión, 2012b), de una nueva modelación del otro americano a partir de lugares privilegiados de enunciación científica e imperial.
Las ideas sobre la inferioridad americana tienen -sin lugar a dudas- su principal fuente en el pensamiento del naturalista francés Georges Louis Leclerc Buffon, para quien América era un continente débil y empobrecido. Pero las ideas sobre la inferioridad de los habitantes del nuevo continente tomarán mayor fuerza con otros pensadores, principalmente, con el abate Cornelius de Pauw (1768, 1769), quien será considerado por Antonio Gerbi como el “denigrador de los salvajes” (Gerbi, 1960: 61). Sus trabajos causaron un gran revuelo entre los criollos de América, principalmente porque ponían en el tapete uno de los puntos clave y más polémicos de la denominada disputa del nuevo mundo1 (Castro-Gómez, 2005; Gerbi, 1960; Nieto Olarte, 2007); a saber, que:
Los europeos que pasan por América, degeneran como lo hacen los animales; prueba suficiente de que el clima es desfavorable para el mejoramiento del hombre o el animal. Los criollos descendientes de europeos y nacidos en América, aunque educados en las universidades de México, de Lima, y el Colegio de Santa Fe, nunca han producido un solo libro [sobre los animales, los insectos, las plantas, los minerales, el clima, las singularidades, y los fenómenos de América] (Webb, 1795: 17).2
Lo que está diciendo De Pauw es que no sólo los nativos son de una naturaleza degenerada, sino también los europeos y los criollos que habitan en el Nuevo Mundo, puesto que, sin importar cuánta sangre de noble origen lleven en sus venas, se encuentran en un ambiente desfavorable para el desarrollo de sus habilidades, de sus conductas, e incluso de la conservación de la especie misma. Es decir, el “clima” era tan importante como la “raza” a la hora de diferenciarse al interior de las redes de poder;3 lo que obviamente despertará la defensa y exaltación por parte de los criollos descendientes de europeos.
En este artículo, situaremos la idea de raza que tiene Molina en un contexto más global (emergencia de la historia natural y la nueva configuración geopolítica), especificando la función catalizadora que cumple dicho concepto en la “epistemología patriótica” (Brading, 1988; Cañizares-Esguerra, 2011), que si bien es de un alcance mucho mayor a lo abordado en este trabajo, nos limitaremos a mostrar cómo este concepto, que aparece en el abate Molina, ayudó a legitimar el lugar privilegiado que ocuparon los criollos durante la gestación de la República de Chile durante el siglo XIX, apoyándose en la imagen idealizada del nativo, y en la vinculación de su propia condición criolla al mito racial de un origen de “sangre pura”.
Nuestra hipótesis es que el concepto de raza que está operando en la obra de Juan Ignacio Molina sirvió de sustento teórico para las “clasificaciones sociales” de comienzos del siglo XIX,4 puesto que vino a legitimar “antropológicamente” el lugar y la misión de la élite criolla como conductora de los procesos independentistas y civilizatorios.
Para verificar esta hipótesis, hemos adoptado un enfoque crítico hermenéutico con base en una revisión de fuentes primarias, pero desde una perspectiva teórica sustentada en la teoría crítica poscolonial latinoamericana (decolonialidad).
El eje central de nuestra investigación es la identificación de justificaciones científicas en torno a la raza o la clasificación de grupos humanos conforme al color de piel, lugar de nacimiento, ascendencia familiar (filiación), o de un determinado “capital simbólico” (como la blancura), como base de la jerarquización y posicionamiento histórico de la élite chilena durante los siglos XVIII y XIX. Esta racionalidad de la “pureza” fue extensamente tratada por el filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez (2004, 2005, 2008, 2010a, 2010b, 2010c) respecto a la Nueva Granada, y nosotros hemos intentado extender este análisis arqueogenealógico a la realidad sociohistórica de Chile, tanto en una reciente investigación doctoral (Lepe-Carrión, 2012c) como en otros trabajos anteriores (Lepe-Carrión, 2012a, 2012b, 2012d) y actuales.
Molina, el primer naturalista Chileno
Podemos decir que Juan Ignacio Molina es considerado el primer naturalista chileno por dos razones: primero, porque en Chile es el precursor indiscutible de la aparición de aquella ordenación de los discursos que Foucault (2005) ha denominado episteme clásica, coetánea al pensamiento empírico y racionalista de ese entonces (Gerbi, 1960: 192-198; Hachim Lara, 2004, 2008a, 2008b; Hanisch, 1974, 1979, 1999; Oyaneder, 1994; Rojas-Mix, 2006; Ronan y Hanisch, 1979; Salinas, 1998). Sus prácticas se caracterizaron por la aplicación rigurosa de metodologías, nomenclaturas y principios teóricos del saber científico que emergían en Europa, y en todo occidente, con la irrupción de un nuevo modo de comprender el mundo, un lenguaje universal que haría las veces de instrumento de representación; es decir, la emergencia de proyectos científicos (que, como tratamos de mostrar aquí, también son proyectos políticos) con pretensión universal en cuanto a la elaboración de lenguajes artificiales, analíticos, o de ordenamiento conceptual (cfr. Vásquez García, 1995: 77).
Y segundo, porque el abate Molina no fue un mero reproductor de lo que dijeron los naturalistas europeos, sino que en su discurso subyace una “interpelación”, una “defensa”, o una crítica hacia el viejo mundo que problematiza las categorías científicas de las relaciones de poder en el imperio, además, produce un nuevo debate generado a raíz del despojo o desarraigo ontológico que sufren los criollos respecto al lugar que ocupan en el mundo (imperio), y que, por supuesto, va a determinar también el lugar de las variadas castas mestizas.
La incomodidad del criollo frente a las calumnias antiamericanistas
Los criollos se sentían absolutamente decepcionados cuando llegaban a Europa y se encontraban con una sarta de calumnias en contra de la posición que ocupaban en el mapa del imperio, la cual decía mucho sobre la posición que debían ocupar las potencias europeas en el nuevo continente.
Los jesuitas expulsados por los borbones se sienten -entonces- con el deber de refutar las infundadas afirmaciones, pero no sólo por el “amor que naturalmente inspira la patria” -como aludía Molina (Molina, 1810: 3)-, sino porque dichas calumnias cuestionaban seriamente sus propias prácticas: la compleja tarea evangelizadora y educacional que sacaron adelante en el sur de Chile con la empresa evangelizadora y, luego, con la administración de colegios y universidades (cfr. Lepe-Carrión, 2012d).
Mayor aún será la indignación y la defensa que lleven a cabo los miembros de la élite chilena, a quienes De Pauw colocaba en el escalón más bajo de la nobleza europea. La élite criolla, descendiente de europeos, era el grupo selecto que en las aulas de los colegios jesuitas fueron separados de los nativos (indios y mestizos)5 para que recibieran una educación privilegiada. Por lo tanto, como ellos eran producto del sistema formativo, no podían sino verse muy afectados por las críticas de los antiamericanistas.
El clima poco ventajoso y las tierras infértiles, según Buffon, debilitaban la vida de los seres; o, según De Pauw, degeneraban a los españoles y disminuían la probabilidad de tener una larga vida y vasta descendencia en los criollos, fue la idea que sería una de las principales preocupaciones del naturalista chileno. Por ello, uno de los principales objetivos de sus obras era demostrar que “el hombre [...] goza en el Reyno de Chile de todo el vigor que le puede suministrar la beneficencia de un clima sin alteraciones” (Molina, 1782: 377). Además, en otra parte señalaba que:
El Reyno de Chile es uno de los mejores países de toda la América; pues la belleza de su cielo, y la constante benignidad de su clima, que parece que se han puesto de acuerdo con la fecundidad y riqueza de su terreno, le hacen una mansión tan agradable, que no tiene que envidiar ningún dote natural de quantos poseen las más felices regiones de nuestro globo (Molina, 1782: 15).
Molina, se veía profundamente afectado por las “calumnias infundadas” de sus colegas europeos; tanto así, que recurre, incluso, a presentar ejemplos tan triviales y personales, como el caso de un tal Antonio Boza, o el de su abuelo y bisabuelo:6
un caballero llamado D. Antonio Boza de edad ciento y seis años, el qual gozó siempre perfecta salud, y tuvo en dos mugeres veinte y ocho hijos. Entre los mismos criollos que Paw quisiera reducir si pudiese a una vida corta, he conocido yo viejos de 104, 107, y 115 años; mi abuelo paterno y mi visabuelo, que también fueron criollos, vivieron prosperamente, el uno 95 años, y el otro 96, siendo todavía mucho más comunes estos exemplos entre los indigenas o nativos de aquellas tierras (Molina, 1782: 377-378).
En una sección de su Saggio sulla storia naturale del Chili (Sagg. nat.) (mal traducido como “compendio”),7 señala lo siguiente:
Me río conmigo mismo siempre que leo en ciertos escritores modernos, acreditados de observadores exactos, que todos los americanos tienen un mismo aspecto, y que basta haver visto a uno para poder decir que se han visto todos. Estos se dexaron seducir demasiadamente de ciertas apariencias variables de semejanza, procedentes por lo general del colorido, y las quales se desvanecen luego que se confrontan los individuos de una nación con los de otra (Molina, 1782: 381).
De Buffon dice que es un hombre “mal informado” respecto a la historia natural de América (cfr. Molina, 1782: 305), y que la mayoría de las imágenes que se hizo tanto él como otros naturalistas sobre el continente tienen su origen en los nombres errados que dieron los primeros conquistadores a los seres que se “parecían” a los que ellos tenían en Europa (cfr. Gutiérrez y Gutiérrez, 2008: 24). Molina da el ejemplo del “Tequiqui” en México (cfr. 1810: 262-263), los conquistadores creyeron era un “perro” (por su parecido), pero no lo era, de ahí que al no ladrar, los conquistadores lo apodaron el “perro mudo”. Con estas referencias, en Europa se creyó que los perros en América eran otra prueba más de la inferioridad del continente, puesto que su geografía y clima hacía que los perros “no ladraran”. De este modo, el juicio de Molina es que se hizo un “abuso de la nomenclatura” al aplicarse cualquier categoría a simples “semejanzas de figuras”:
Nada ha sido tan pernicioso a la Historia Natural de la América como el abuso que se ha hecho, y se continua haciendo de la nomenclatura [...] en el nombre abusivo que les pusieron algunos historiadores de poca observación que se dexaron engañar de las apariencias superficiales de las formas y la figuras (Molina, 1782).
A De Pauw lo toma por fantasioso, incoherente, impreciso e insuficiente; le dedica en su Sagg. nat. una de sus más lapidarias sentencias: “Paw ha escrito de las Américas y de sus habitantes con la misma libertad que pudiera haber escrito de la luna y de los selenitas” (Molina, 1782).
Boroa, el pueblo de chilenos europeizados
Walter Hanisch (1974), el más acucioso biógrafo de Molina, nos relata la anécdota en que el filósofo Immanuel Kant se hubo maravillado con una descripción que el abate hiciera de los indígenas habitantes del pueblo de Boroa (un pequeño pueblo ubicado a 31 km de la ciudad de Temuco).
Kant, también otros naturalistas de la época, fue persuadido con la afirmación sobre la superioridad (racial) del araucano respecto del mestizo, mediante una descripción empírica de sus rasgos físicos -según la antigua nomenclatura del sueco Carl Linneo-, los cuales corresponderían a la catalogación de una raza fuerte, musculosa, o torosus, y regida por leyes o rigitur ritibus (Hering Torres, 2007; cfr. Linneo, 1758: 20-22; Pratt, 2009: 73-74); además, sus rasgos fueron avalados por la descripción del conde Buffon, como los propios de una “hermosa casta del género humano” (Buffon, 1787: 205-206). En ninguna clasificación humana de la historia se había visto que algún pensador diera a los americanos, específicamente a los chilenos, las características que les otorga Juan Ignacio Molina.
Cuando Molina habla de los araucanos, o de los “chilenos”,8 afirma que los conquistadores que hicieron las primeras descripciones de Chile cometieron el grave error de observar sólo aquello que se ajustaba a sus intereses, dejando en la oscuridad el verdadero conocimiento sobre el mismo:
Los primeros Europeos que llegaron a aquellos países, pusieron sus miras en otros objetos menos interesantes, cuidando poco o nada de aquellas cosas que sueles llamar la atención de un genio observador al presentarse a una nación desconocida. De ahí que sus relaciones no nos suministran [...] sino ideas vagas y confusas (Molina, 1787a: 27).
Ésta es la razón por la cual -según Molina- se habría desconocido la verdadera “naturaleza del chileno”, también por ello intentó hacer una genealogía bastante mítica del reino de Chile, a partir de la curiosa semejanza entre una oración sagrada indígena con algunas voces chinas y tibetanas: “Pom, pum, pum, mari, mari, epunamun. Amimalguen, Peñi Epatum, etc.”, hacía referencia a las antiguas divinidades y ancestros de los chilenos, de los cuales descienden los primeros habitantes, a los que -dice Molina- les llamaban Peñi Epatum (hombres primitivos), o también con el nombre de Glyche:
Los tres primeros vocablos [de la oración] son al presente de incierta significación, y podrían tomarse por una suerte de interjección, si la voz puon con que los Chinos nombran al primer hombre creado, o salvado de las aguas, no nos induxese a sospechar que podrían tener una noción análoga. Los Lamas, o sacerdotes del Thibet, pronuncian también frecuentemente en sus rosarios las tres sílabas hom, ha, hum, o om, am, um, como dicen los habitantes del Indostan, las quales en cierta manera corresponden a los chilenos arriba dichos (Molina, 1787a: 3).
Evidentemente, Molina intenta otorgar sentido a su discurso a partir de analogías ancestrales que le permitan colocar al chileno en un lugar diferente al que le habían dado los naturalistas antiamericanos. Tan influyente llega a ser su planteamiento sobre los araucanos o chilenos, que no sólo sus descripciones formarían parte de los cursos sobre geografía física que dictó el propio filósofo prusiano,9 sino la naturaleza originaria y prístina del araucano constituirá el núcleo propagandístico e ideológico de la epistemología que sustentará la homogeneización simbólica del Estado: la nación chilena vinculada a un origen sagrado y primordial, esto último es lo más importante.
Sin embargo, resulta más esclarecedor el modo en que Molina replantea este asunto de los Boroanos en su Sagg. Civ:
Aunque su encarnadura sea de un color oscuro inclinado al roxo, como el de los otros Americanos, este obscuro todavía es de una tinta más clara [di una tinta piu chiara], y fácilmente se cambia en blanco. Entre ellos hay una tribu establecida en la provincia de Boroa, cuyos individuos son blancos y rubios sin ser mixtos [sono bianchi, e biondi, senza essere eliofobi]. Esta variedad, que puede derivar de cualquier influencia del clima que ellos habitan, o de la mayor cultura que allí se observa, pues en ninguna otra cosa difieren de los demás Chilenos, es atribuida por los escritores españoles a [mestizaje o cruzamiento con] los prisioneros de su nación confinantes en aquella provincia, durante la infeliz guerra del siglo XVI. Pero así como los prisioneros Españoles fueron igualmente dispersos entre todas las demás provincias de los vencedores Araucanos, donde no se ven blancos, así parece que esta opinión sea poco fundada. A mas de esto, los primeros Españoles que pasaron allí, siendo todos de las provincias meridionales de España, en las quales son raros los rubios, no podían dejar una posteridad tan diferente (1787a: 4-5).
La traducción que hace aquí Nicolás de la Cruz podría llevarnos fácilmente al error de entender por “mixtos” a los mestizos, pero en tal caso, Molina hubiera empleado simplemente la palabra mestizi, o bien el término ibridi (híbrido), tal como lo hace en otros lugares de la misma obra. Por otro lado, sobrarían ejemplos para demostrar que el contexto histórico en que se desenvuelve Molina entiende la idea de mixtura como cruzamiento de razas, principalmente entre españoles e indios; de hecho, Molina afirma: “Los mestizos, o sea los descendientes mixtos [misti] de los españoles” (Molina, 1787a: 219).
Para evitar el equívoco al que hacemos alusión, Nicolás de la Cruz utiliza el término mixtos, pero no para traducir la palabra misti -como podríamos suponer-, sino la palabra eliofobi (plural masculino de eliofobo); por lo tanto, no se refiere a los mestizos, sino más bien a los albinos o descoloridos, como se les llamaba también en ese entonces.
¿Qué motiva a Nicolás de la Cruz para hacer esta traducción? Respecto a la heliofobia, era muy natural que se le atribuyera la palabra eliofobi, en aquel tiempo, a los albinos, dado el cuidado que debían tener respecto a la luz solar. Sin embargo, nos aventuramos a pensar que De la Cruz ha traducido eliofobi con la palabra mixtos porque -como podemos evidenciar en las autoridades de la época-, tanto en Buffon (cfr. Buffon, 1787: 294-325), como en el mismo artículo anónimo de L’Encyclopédie sobre los “negros” (Anónimo, 1765), a los albinos se les llamaba “negros-blancos” (negres blancs), debido a que las primeras descripciones fueron hechas a partir de retratos que los viajeros hacían de albinos provenientes (directa o indirectamente) de tierras africanas. Es más, el Diccionario de la Real Academia Española de 1783, define al “albino” como: “el que de padres negros [...] nace muy blanco, y rubio, conservando en lo corto y retorcijado del pelo, y en las facciones del rostro las señales que tienen los negros, y los distinguen” (DRAE, 1783); de allí entonces, que la palabra utilizada en la traducción nos parezca desafortunada.
Creemos, además, que Molina se preocupa de hacer dicha distinción: “son blancos y rubios sin ser mixtos”, por el mismo interés que habría tenido Buffon en establecer en su Tratado que los albinos no constituían -de ningún modo- una casta o raza, sino más bien eran “ramas estériles de degeneración” (Buffon, 1787: 295) que aparecían en la historia humana de manera muy irregular.
Chilenos de sangre pura, criollos y mestizos bastardos
Hay dos aspectos que llaman la atención de la cita anterior -aunque permanecen como ideas secundarias en la obra general-. Primero, que el indígena de Boroa tenga rasgos físicos propios de la variante Europeau de Linneo; esto es una reivindicación de lo nativo nunca antes vista, que coloca al araucano en un lugar radicalmente diferente al que le había otorgado la cristiandad durante la conquista, y la historia natural durante el siglo XVIII. Y segundo, que el abate Molina declare haberse referido única y exclusivamente a los indígenas “puros” y no a los mestizos.
Respecto a lo primero, debemos señalar que Molina, aunque fue defensor del indígena, siempre tuvo claro la importancia de la “sangre” y del “color” de la piel:
La carnación, además, o sea el color, dígase lo que se diga en contrario, depende de la mayor o menor desviación de los rayos solares y de la calidad de los terrenos. Así, África, expuesta de continuo entre los dos trópicos a ardor directo del sol, reforzado por el reverbero de las arenas estériles que la recubren casi totalmente, y desprovista en su mayor parte de ríos y bosques que moderen su fuerza, no está habitada más que por razas de hombres de color negro intenso, del que participan hasta sus animales domésticos, especialmente los volátiles, cuya carne y huesos son igualmente negros (Molina, 1821: 27-28)
Para el naturalista chileno, el color blanco de la piel es el color originario “por naturaleza”, desde el cual se producirían modificaciones -por intervención del clima y el terreno- en otras tonificaciones más diversas. Llegó a afirmar algo muy similar a lo que Buffon decía respecto al caso de una pareja de holandeses que adoptaron una niña hotentote para criarla en Europa (Buffon, 1787): el color “blanco” representa la pureza en tanto “origen” primordial de la naturaleza humana, es decir, según Molina, se nace blanco, pero al transcurrir el tiempo el cuerpo va tomando distintas tonalidades. La “blancura” (en tanto color) constituye un modelo o prototipo que se ubica al comienzo de la generación natural de la especie humana y otorga un valor de preeminencia respecto a las demás variedades:
La acción de esta causa no comienza a manifestarse en los individuos que están expuestos a ella sino algún tiempo después de su nacimiento, esto es, después de haber recibido su inmediata impresión. Los hijos de los moros y los pollos nacen blancos del todo. Gradualmente, con el correr de la edad, este color termina por desaparecer totalmente. La gran influencia del calor solar, como hemos dicho, domina sólo dentro de la zona tórrida. Los africanos nacidos más acá o más allá de los trópicos, como los habitantes de la Barbaria y los de las cercanías del Cabo de Buena Esperanza, ya no son negros, sino más o menos obscuros, morenos, según su distancia al astro colorante. En América, en cambio, aunque está situada en gran parte bajo los mismos paralelos en los que África es atormentada por calores insufribles, no se han encontrado moros o negros de ninguna clase (Molina, 1821: 28).
Respecto al segundo aspecto, esto es, sobre su referencia única y exclusiva a los indígenas puros, y no a los mestizos, ¿cómo podríamos entender que, por un lado, se defienda la dignidad y los derechos del indígena americano y, al mismo tiempo, se denigre o aborrezca a la gente negra y a los mestizos? Veámoslo.
Molina, al referirse a los indígenas puros los define como “los chilenos genuinos [Chilesi genuini], esto es aquellos que habitan en la llanura de más allá del río Bío-Bío, tienen la misma estatura de los europeos” (Molina, 1810: 307). Ayudándonos con sus otros textos, podemos interpretar que el color oscuro o rojizo de “los demás chilenos” (podríamos legítimamente deducir que los genuinos [genuini] serían los Boroanos) no es un color “oscuro” en sí, sino que en realidad son de una “tinta más clara” (tinta piu chiara) o al menos “fácilmente [la piel] se cambia en blanco” sin una necesaria intervención de la mezcla con españoles; es decir, la blancura de los chilenos no es producto de un proceso de blanqueamiento a través del mestizaje,10 sino, más bien, es clara o blanca desde su origen, o genuinamente blanca, ya que, “los demás chilenos” son tan idénticos o “en ninguna otra cosa difieren” de los Boroanos o “chilenos genuinos”. Además, ya un párrafo antes, Molina había ampliado notablemente la definición de la palabra genuino como “aquellos chilenos que han conservado su sangre pura [sangue puro] y exenta de toda mezcolanza con la de las naciones extranjeras” (Molina, 1810: 307).
Molina quiere descartar a toda costa el problema que significa el mestizaje, argumentando que es imposible que los Boreanos sean prisioneros españoles, o que sean el resultado despreciable de la mezcla con españoles, dado que al provenir estos últimos en su mayoría desde el sur de España (recordemos a Buffon, cuando dejaba fuera del selecto grupo de razas originales a los españoles), era muy difícil que los rasgos nórdicos aparecieran en aquella zona.
De tal modo que ser un “genuino chileno” [Chilesi genuini] para Molina, es decir, un nativo de “sangre pura” [sangue puro], significaba ser poseedor de una “nobleza” o “calidad” tan digna como la que tiene un descendiente de europeo o criollo (del cual Molina hizo, como ya hemos visto, una rotunda defensa).
Sin embargo, dicha calidad se ha visto profundamente afectada por el desarrollo desigual de sus potencialidades en el tiempo. América fue en algún momento protohistórico una cultura muy superior a como la encontraron los españoles (cfr. Molina, 1787a: 5); además, en tiempos de la invasión incaica, Chile se encontraba en un punto de “estado medio entre los salvage y lo civil” (Molina, 1787a: 26); evidentemente, el contacto con los españoles los hizo adquirir “otras costumbres, y otros usos” (Molina, 1787a: 28).
Molina, consideró que la pureza y nobleza que caracteriza al pueblo chileno es altamente provechosa para que puedan dar “pasos acelerados hacia la perfección del estado civil” (Molina, 1787a: 25); sin embargo, dicho progreso o “pasage de la barbarie a la vida civil, no es tan fácil como a primera vista podría creerse” (Molina, 1787a: 25), puesto que se requiere de cierto vínculo con los extrangeros que guíen u orienten este dificultoso proceso hacia el “repulimiento de los pueblos” (Molina, 1787a: 25).
No está demás agregar que aquellos extrangeros de los que habla Molina, no son precisamente los españoles peninsulares, sino más bien -según nuestra hipótesis- los criollos. Sobre estos últimos, Molina escribe al final de su Sagg. civ., en nota a pie, siguiendo la descripción dada por el filósofo francés Guillaume-Thomas Raynals:11
Los Criollos son en general bien hechos [...] Su intrepidez se ha señalado en la guerra por una continua serie de acciones brillantes. No habría mejores soldados, si ellos fuesen capaces de disciplina. La historia no les acusa de alguna de las cobardías, de las traiciones, de las baxezas que manchan los anales de todos los pueblos. Apenas se citará un crimen vergonzoso que haya cometido un Criollo [...] Una penetración singular, una pronta facilidad para tomar todas las ideas, y para producirlas con fuego; la fuerza de combinar añadida al talento de observar; una mezcla dichosa de todas las qualidades del espíritu, y del carácter que hacen al hombre capaz de las más grandes cosas, les harán atreverse a todo quando la razón les estimule a ello (Molina, 1787a: 316-317: nota al pie de página).
Como vemos, los dos extremos del mundo conocido por la historia natural, con sus dos variedades humanas tan inconexas, se encuentran -después de todo- intrínsecamente unidas bajo la idea soterrada de “pureza”, que ha hecho de criollos e indios de sangre pura a hombres igualmente fuertes, bellos, y cultos: “la mente humana, puesta en las mismas circunstancias, se forma las mismas ideas” (Molina, 1787b: 91); he ahí el verdadero sentido de aquella expresión que -según Rodolfo Jaramillo- señalaba como uno de los “hechos psíquicos fundamentales” en la teoría antropológica del naturalista chileno (Molina, 1810: XXXVII).12
Por último, vale destacar una anécdota que no deja de ser relevante y puede ilustrar lo que venimos diciendo. En su obra En. nat. (cfr. Molina, 1810: 307), se refiere a las observaciones del cirujano M. Rollin que iba a bordo de la expedición de Jean-Françoise de Galaup, conde de Lapérouse, que llegó a Chile en 1786, a la ciudad de Concepción. Según el relato de Barros Arana:
los marineros franceses estuvieron en la bahía de Concepción hasta el 15 de marzo. En ese tiempo renovaron sus provisiones i repararon las pequeñas averías de sus buques; pero bajaron también frecuentemente a tierra, i para corresponder a los obsequios que recibían de los habitantes de Concepción, ofrecieron a estos en Talcahuano un ostentoso banquete. Todo esto les permitió hacer algunas observaciones de jeografia matemática i de historia natural, i formar, sobre la base de los mapas que conocían, un plano de aquella bahía i de las tierras vecinas hasta las orillas del Biobio. Recojieron igualmente noticias sobre el estado social e industrial del país (Barros Arana, 1886: 130).
Uno de los objetivos principales de la expedición de Lapérouse era justamente recabar la mayor información necesaria sobre los mares, las costas, los habitantes del Nuevo Mundo, etcétera, que complementara las investigaciones realizadas en viajes anteriores (cfr. Barros Arana, 1886: 128-133).
Entre las observaciones y noticias que pudieron sobrevivir al lamentable naufragio que sufrió la fragata años después estaba una serie de descripciones sobre los habitantes del reino (de la plebe, del bajo pueblo).
Según Molina, sus propias investigaciones distaban mucho de las descripciones resultantes en aquella expedición, puesto que, los mestizos que describe Rollin, no eran chilenos propiamente, sino tan sólo unos “pretendidos nacionales”,13 pero jamás genuinos ni puros. Rollin -según Molina- sólo hizo descripciones de “una raza bastarda e infectada de la sangre de los negros y mulatos con que ellos se han mezclado” (Molina, 1810).
No es de extrañar esta categórica sentencia, de hecho, al finalizar su Sagg. civ. se referirá a los “negros” como llegados a Chile sólo por medio del contrabando, y que han sido sometidos a una servidumbre de tipo “tolerable”. La explotación que han hecho de ellos los españoles, en otras localidades (principalmente en las plantaciones de caña dulce) ha sufocado (ahogado) en ellos todo sentimiento de humanidad (cfr. Molina, 1787a: 324).14
Aunque, para cerrar el asunto del mestizaje, es importante señalar que el problema que conlleva es fundamental a la hora de entender la emergencia de las clasificaciones sociales durante el siglo XIX, puesto que de los indígenas y mestizos provenientes del éxodo rural emergerá la población mayoritaria segmentada y marginada sobre la cual gobernará el nuevo Estado del Chile independiente; el mestizaje será la fuente genealógica de aquel híbrido social que los historiadores han reconocido indiscutiblemente como la “plebe” o el “bajo pueblo” (Araya Espinoza, 1999; Góngora, 1960; Lepe-Carrión, 2012a; Salazar, 1989; Salazar y Pinto, 1999).
El nativo americano en el discurso patriótico
Las doctrinas que emergían en el siglo XIX en torno al progreso y la civilización se convirtieron poco a poco en un poderoso disfraz de los contenidos étnico-raciales sustentados por un proyecto antropológico que, como ya hemos insinuado, personificará a la clase criolla como los “conductores” del proceso civilizatorio y moral de la sociedad chilena, y ubicará a los mestizos como una nueva clase social en permanente condición de marginalidad.
La civilización o la luz (lux) de la razón, que se prometía con el cese del imperialismo español, provenía -sin lugar a dudas- del mundo europeo, aunque sus intermediarios serían los criollos; son ellos quienes leen y traducen la realidad americana desde un lugar particular de enunciación. La barbarie u oscuridad (Tenebras), por otro lado, si bien provenía de la naturaleza solitaria y alejada de la metrópolis, la población chilena se encontraba en “vías de” o en un proceso encaminado a la adquisición del estado “civil”; sin embargo, civilizarse, ya lo decía Molina, era un trabajo muy extenso y sacrificado, que requería tiempo para efectuarse. Aunque los procesos políticos de Ilustración se concretaron en actos simbólicos de “liberación”, aun así pesaría sobre el país entero cierto manto de leve oscuridad, que desde la razón debía algún día disiparse:
Desapareció en fin este triste periodo; pero aun sentimos sus funestas influencias. La ignorancia entraba en el plan de la opresión. La educación fué avandonada: la estupidez, la insensibilidad ocuparon en los ánimos el lugar, que se debía al sentimiento de su dignidad, al conocimiento de sus derechos: se corrompieron las costumbres, se adquirieron los vicios, y las inclinaciones de los esclavos; y acostumbrados los Pueblos á obedecer maquinalmente, creyeron que les era natural su suerte infeliz (Henríquez, 1812a).
Camilo Henríquez hace cumplir al pie de la letra la profecía del abate Molina, cuando se refería a que los criollos harían progresos notables en las ciencias si tuvieran a su alcance los estímulos y medios necesarios para ello (Molina, 1787a: 137). La llegada de la imprenta, o de los medios que se encuentran en Europa, es la que ha permitido -según Camilo Henríquez- la salida del hombre chileno de su estado de niñez, o del “peso de la noche” (cfr. Jocelyn-Holt, 1999) que significaba la barbarie que reinaba durante la colonia:
Nunca haveis tenido quien os dirija, ni quien os ilumine. Mas quien habia de iluminaros, si el despotismo os condenaba á las tinieblas, y a la estupidez, si famas gozó entre vosotros de libertad el pensamiento, la palabra, ni la imprenta? La ignorancia es el patrimonio dé los pueblos esclavos (Henríquez, 1812b).
Eliminar la barbarie, o disipar la oscuridad que provenía de la colonia, significaba crear nuevos modos de fijar o paralizar las estrategias de movilización social impulsadas por los borbones. Éstos tenían que ver con la nueva diferenciación étnica en el poder y la visibilización de otros modos de simbolizar la “nobleza”. El “peso de la noche”, que hemos señalado en el párrafo anterior, hace referencia a las distintas estrategias segmentadoras que sobreviven al pensamiento revolucionario independentista, las cuales tienen como base una grotesca diferenciación racial de la población, disimulada en los fundamentos racionales de la nación, y que trae como consecuencia un proceso de discriminación y explotación que beneficia enormemente a las clases aristócratas de Chile, y a la marginación del poder, no sólo de los pueblos indígenas, sino también de los propios mestizos encarnados en las “capas populares” del país, principalmente.
Cuando decimos “principalmente”, no nos referimos a que sea más importante la marginación de la plebe por sobre la indígena; de hecho, la discriminación o marginación de estos últimos del cuerpo nacional, acontece durante el tránsito del siglo XVIII al XIX, en que el indígena pierde su condición humana para el Estado, no sólo por la teorización fantasiosa que se hace sobre su inferioridad (avalado, volvemos a recordar, por los naturalistas más destacados de la época), sino desde el momento mismo de su reivindicación (por el abate Molina y los jesuitas exiliados), cuando pasó a formar parte del “mito” fundacional de la nación; el indígena -a comienzos del siglo XIX- valía más como un “símbolo” sobre el heroísmo y otros valores asociados, que como un ser humano de carne y hueso.
No hubo participación de los indígenas en la revolución de independencia como sujetos nacionales, o como sujetos con voz y autonomía, sino tan sólo como víctimas del aparato estatal (y cultural) que los colocaba en un lugar muy marginado del proceso mismo de construcción, al tiempo que sus figuras idealizadas eran retratadas como mito heroico en la historia. El historiador Miguel Luis Amunátegui lo describe del siguiente modo:
Pero si los araucanos no combatieron personalmente en favor de la independencia de Chile, su historia, su ejemplo prestó a los patriotas el más eficaz de los ausilios.
Aquella tribu de bárbaros, tan poco numerosa, tan escasa de recursos, lo había osado todo, antes que soportar el yugo extranjero.
Era aquel un modelo sublime puesto a la vista de los chilenos que se hallaban hasta cierto punto en circunstancias análogas. Ellos también defendían sus tierras, sus familias, sus personas, su patria, contra la dominación que les imponían los peninsulares.
I para que aquel ejemplo conmovedor produjese mayor efecto en las imajinaciones de los insurrectos, era presentado a su admiración en magníficos versos, estaba consignado en un monumento épico (Amunátegui, 1871).
El indio, entonces, será reivindicado gracias al debate o “disputa del nuevo mundo”, en que algunos jesuitas americanos logran rescatar o justificar -por medio de argumentos provenientes de la historia natural-, el importante papel paternal o de “guías”, que los criollos de América cumplían al interior de este proceso histórico ilustrado, o de la salida del hombre de su estado de infancia, de esa inmadurez u oscuridad (Tenebras) en que se encontraban los chilenos durante la colonia. Sin embargo, esta reivindicación no constituirá de ningún modo la participación de los indígenas en los procesos independentistas, ya que -insistimos-, durante la república emergente, sólo serán instrumentalizados como objeto “puro” de representación patriótica, como fuente originaria, o como principio primordial de inspiración en la lucha contra los realistas.
La sacralización de la cultura europea llevó a que en el siglo XIX la primera versión oral del escudo de Chile tuviera en su centro a dos indígenas vestidos con ropas de estilo grecorromanas, característicos del mito fundacional de Europa. Por extraño que parezca, la desconección o el despojo de la cosmovisión propia del mundo mapuche en aquellas imágenes llevó a los patriotas a desplazar los significados de “pureza”, que ya habían sido asimilados por la élite intelectual a partir de la disputa del Nuevo Mundo, hacia la expresión más radical del pensamiento eurocéntrico, blanco, varón, y letrado: el origen de Europa se vinculaba necesariamente al origen de la nueva nación; el “indio” indómito, como generalización del “indio de Boroa”, era el símbolo de la pureza racial de la cual se desprendía el legítimo derecho a gobernar sobre el territorio criollo y posicionarse frente o por sobre la población misturada.
Conclusión
La defensa contra los ataques antiamericanistas que hizo Juan Ignacio Molina, más que ir en provecho del continente y de sus habitantes nativos, puso los cimientos teóricos sobre los cuales se elaboró un discurso antropológico muy arraigado en las justificaciones que los criollos emplearon en la diferenciación o clasificación social durante la independencia, con tal de mantener sus privilegios intactos.
Cuando Molina comienza a defender a los criollos de las acusaciones de los antiamericanistas, lo hace recurriendo a una serie de argumentos en torno a la clasificación de la humanidad (teoría raciales de la época) que ya habían sido expuestos por Linneo y Buffon, pero ahora le permitían realizar descripciones -desde luego, muy fantasiosas- respecto al origen de los nativos del reino de Chile.
La referencia -por ejemplo- a los “indios blancos” de Boroa o los “genuinos chilenos”, que Immanuel Kant y otros naturalistas tomaron por verdadera, se trataba más bien de una estrategia del abate por contraargumentar la idea de la inferioridad del continente, para justificar -al mismo tiempo- el lugar privilegiado que le correspondía a los criollos españoles en la conducción del mismo, y así poner, lógicamente, en un lugar de subalternación etnorracial a las emergentes clases mestizas que conformarán durante el siglo XIX el grupo mayoritario de ciudadanos.
En Molina aparece un nuevo modo de entender el concepto de raza al interior de las clasificaciones raciales ya existentes en la historia natural, y del nuevo modo de aplicar estas clasificaciones a un contexto político-imperial (sistema-mundo) en que se hacía necesaria la justificación de “pureza” del indígena para ubicar al criollo español en un lugar inamovible frente a los cuestionamientos provenientes de las potencias económicas interesadas en colonizar y explotar el continente. Dicho de otro modo, Molina juega un papel clave en la biopolítica borbónica como sustento epistémico para la legitimación de la élite criolla, segmento dirigente de la nación; o bien la obra del abate Molina, luego de la expulsión jesuita, no sólo vino a reforzar el imaginario colonial según el cual la sangre europea (ahora criolla) era la responsable de la conducción del pueblo chileno, sino también, a jugar un papel fundamental en la configuración de las emergentes clasificaciones sociales.
Por último, como un problema aún mayor, en su defensa tan audaz de la dignidad y derechos del aborigen americano, el abate Molina llega a denigrar y aborrecer a la gente negra y a los mestizos, “razas bastardas e infectadas” (Molina, 1810), con las mismas categorías raciales con que Europa denigró a los americanos, es decir, la reproducción de las clasificaciones raciales de la humanidad, muy propias de la episteme clásica (que siguen operando en el pensamiento de Molina), ponen no solamente a la reducida población afrodecendiente, sino también a la emergente y mayoritaria clase mestiza, o “bajo pueblo”, en una condición de subalternidad respecto de la élite chilena, que vino a caracterizar casi todo el proceso de clasificación social durante la constitución del Estado-nación.
El impacto del pensamiento racial de Molina en la formación de las clasificaciones sociales, principalmente en el posicionamiento de la élite criolla como conductora del proceso independentista, es un asunto que nos parece necesario desarrollar o ampliar en investigaciones futuras, puesto que pone en funcionamiento elementos (como raza y racismo) que hasta ahora han sido descuidados por las disciplinas competentes, al abordar la configuración del pensamiento social, político y científico durante la colonia e independencia de Chile.