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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.12 n.27 Ciudad de México Jan./Apr. 2015

 

Dossier: La ciudad letrada: intelectuales y poder

 

Lenguaje, juegos de habla y construcción de un orden democrático: debates en La Ciudad Futura y Punto de Vista durante el periodo de la transición

 

Language, speech games and building a democratic order: debates on the future city and point of view during the transition period

 

Laura Maccioni*

 

* Profesora Investigadora en la Maestría en Comunicación y Cultura Contemporánea de la Universidad Nacional de Córdoba/CONICET, Argentina. Sus estudios principales se han centrado en las relaciones entre política y cultura durante la transición democrática en Argentina: maccioni@hotmail.com.

 

Fecha de recepción: 27 de junio de 2014
Fecha de aceptación: 23 de enero de 2015

 

Resumen

Se examinan dos de las revistas culturales más importantes en el campo intelectual argentino durante los primeros años de la transición a la democracia en Argentina (1983-1989): Punto de Vista. Revista de Cultura y La Ciudad Futura. Revista de Cultura Socialista.

Se analiza un conjunto de artículos en los que el uso de modelos y conceptos propios del pragmatismo linguístico y la teoría de la hegemonía gramsciana hacen posible una revisión crítica de ciertas categorías binarias fundamentales en el pensamiento de la izquierda (como las oposiciones orden/conflicto, verdad/sentido común, intelectuales/clases populares) y una reformulación de las relaciones entre lo político y lo cultural.

Palabras clave: Revistas, cultura política, análisis cultural, intelectuales, Argentina.

 

Abstract

This article proposes an analysis of two of the most important cultural journals during the Argentine transition to democracy (1983-1989): Punto de vista. Revista de Cultura and La ciudad futura. Revista de cultura socialista. In particular, I study how some fundamental categories in the leftist tradition (such as order/conflict, truth/common sense, intellectuals/popular classes) are criticized on basis of the models and concepts of the linguistic pragmatism and the gramscian theory of hegemony, thus making possible a rethinking of the relationship between politics and culture.

Key words: Magazines, culture, politics, intellectuals, Argentina.

 

INTRODUCCIÓN

El retorno a la democracia tras ocho años de gobierno militar en Argentina se inaugura bajo el signo de una gran fragilidad institucional. El derrumbe de la autoridad militar tras la derrota en la guerra de las Malvinas aceleró el llamado a elecciones presidenciales en 1983, comenzando así el deshielo de una sociedad que empezaba poco a poco a dar muestras de su capacidad de organización y movilización. Sin embargo, pese a estas expresiones de entusiasmo masivo ante la apertura de la participación cívica dentro de las reglas de juego democrático y el repudio mayoritario ante las atrocidades cometidas durante la dictadura, persistieron hasta muy avanzada la década los intentos de amotinamiento militar que pusieron en evidencia la debilidad del poder civil frente al castrense.

Este clima de riesgo político-institucional, que tiñe los años 1983 a 1989, no sólo constituyó el principal objeto en los debates generados al interior de la arena política sino que, fundamentalmente, fue problematizado —esto es, pensado en términos de sus causas, sus efectos, sus posibles modos de superación— en los discursos de los intelectuales argentinos. Pese a la variedad de posiciones en torno a la así llamada "cuestión democrática", que recogen los registros textuales de la época, podríamos hablar de una premisa analítica compartida por la mayoría de ellos: las interpretaciones en torno a lo sucedido "se orientaban ya no a responsabilizar a grandes poderes o imperialismos, sino que apuntaban a cuestiones de orden micro, desde donde se anudaban las formas de la sociedad autoritaria" (Wortman, 1997: 63).1 En este marco, fueron las palabras "cultura", y más específicamente, "análisis cultural" las claves explicativas de la historia reciente.

Pero, ¿qué quería decir "cultura política" en el contexto de la época? ¿De qué manera estos dos términos resignificaban su contenido a la luz de lo sucedido en los años sesenta y setenta? ¿Cómo se configuraba la identidad de los intelectuales en esta nueva escena? Estas preguntas generaron un clima de alta densidad en los debates públicos, que convocó fundamentalmente a los intelectuales provenientes de la izquierda y del llamado "peronismo revolucionario", y que se tradujo en la importancia creciente que adquirieron las revistas culturales en el campo cultural2 desde mediados de los años ochenta. Fue en esas revistas, algunas ya existentes desde tiempo atrás, y en otras nuevas, donde se generó un espacio para polemizar en torno al lugar social de los intelectuales y de la cultura en esta fase transitional.3 No es la intención de este artículo realizar un nuevo aporte en este punto, que considero exhaustivamente investigado en los trabajos fundacionales de autores como Roxana Patiño (1995), Graciela Montaldo (1999), Francine Masiello (2001), Fernando Burgos (2004), Héctor Pavón (2012), entre otros. Más bien me interesa indagar en torno a dos aspectos que éstos han dejado pendiente. En primer lugar, en tanto que ellos han demostrado convincentemente que ciertos temas clave de la agenda política de la transición fueron pensados como cuestiones propiamente culturales, me interesaría ahora ya no seguir re-afirmando esta conclusión, sino más bien indagar en las operaciones intelectuales que hicieron posible que esto llegara a ser así. En otras palabras, mi pregunta es cómo fue que en los primeros años de la democracia los problemas políticos fueron concebidos en términos culturales. Comenzaré mi exploración postulando la hipótesis de que, al menos en el pensamiento de la izquierda, lo que ocurrió fue que sus intelectuales emprendieron un profundo trabajo de crítica y redefinición de sus categorías políticas centrales apoyado o articulado en modelos y conceptos propios no de la teoría política, sino del análisis cultural y en particular del pragmatismo lingüístico. De este modo, se llevó a cabo una operación de "acercamiento" y de trasvasamiento teórico entre estos campos, que hizo posible que cuestiones antes definidas como específicamente políticas fueran abordadas desde una mirada propia del analista de la cultura, y que cuestiones antes entendidas como correspondientes a la dimensión "superestructural" de lo simbólico pudieran ser leídas como praxis, como formas de actuar en el mundo. Asimismo, dentro de este marco de preocupaciones atento a los cambios en el registro del discurso político examinaré las reconfiguraciones en la figura del intelectual de izquierda.

En segundo lugar y con respecto al corpus elegido, puede afirmarse que Punto de Vista. Revista de Cultura ha ocupado un espacio preferencial en anteriores investigaciones, mientras que La Ciudad Futura. Revista de Cultura Socialista ha sido menos estudiada. Punto de Vista, fundada por Beatriz Sarlo en 1978, fue publicada hasta el año 2008, alcanzando treinta números ininterrumpidos. Dirigida a un público con perfil académico, esta revista acumuló un enorme prestigio intelectual debido a varios motivos: por su modernización del trabajo de la crítica; por su capacidad de operar como plataforma para la introducción de autores y debates internacionales (los estudios culturales ingleses o la teoría de Pierre Bourdieu, por ejemplo), incluso en momentos de marcado cierre ideológico como durante la dictadura; por su esfuerzo en repensar el lugar social del intelectual en el proceso de construcción de la democracia, así como por su crítica a la actuación del intelectual militante durante los años setenta, entre otros.4 La hegemonía indiscutible de esta revista durante el periodo de la transición se funda en "la legitimidad intelectual que ha acumulado y consolidado [...] más la legitimidad política conseguida a través de su actitud disidente durante los largos años de la dictadura" (Patiño 1995: 352); de allí entonces el privilegio en el análisis de Punto de Vista por sobre otras publicaciones. Sin embargo, considero una tarea indispensable profundizar también en La Ciudad Futura5 pues sus páginas están escritas por buena parte de los mismos intelectuales que colaboran permanentemente en Punto de Vista, y que en 1984 llegaron a formar parte de su consejo de redacción. La coincidencia de nombres durante los años que estamos estudiando, complejiza por tanto la posibilidad de abordar una publicación dejando de lado la otra: el primer número de La Ciudad Futura, en agosto de 1986, presenta a sus directores (José Aricó, Juan Carlos Portantiero y Jorge Tula), a los miembros de la redacción (Sergio Bufano, Jorge Dotti, Ricardo Ibarlucía, Héctor Leis y Osvaldo Pedroso) y a los miembros del consejo editorial, entre los que se cuenta a Carlos Altamirano, Emilio de Ipola, Rafael Filipelli, José Nun, Beatriz Sarlo, Óscar Terán y Hugo Vezzetti. Para esa misma fecha, el consejo de dirección de Punto de Vista está también integrado por los ya mencionados Carlos Altamirano, José Aricó, Juan Carlos Portantiero, Beatriz Sarlo y Hugo Vezetti; sólo dos de sus miembros —María Teresa Gramuglio e Hilda Sábato— no participan directamente en La Ciudad Futura.

Más aún, la mayor parte de estos intelectuales está además vinculada por su participación en la fundación, en 1984, del Club de Cultura Socialista,6 así como por sus actividades. Esta institución civil y pública, que cerró sus puertas definitivamente en 2008, abrió un espacio para debatir las posibilidades de construcción de una cultura política de izquierda que contribuyera tanto a la transformación social como a la consolidación de la democracia; y es habitual que estas discusiones constituyeran luego los insumos para la elaboración de artículos y ensayos. En suma, podemos afirmar que estos nombres están vinculados por ciertas convicciones ideológicas de fondo que se manifiestan simultáneamente en distintos tipos de práctica, sea participando en los eventos organizados desde el Club, sea en sus contribuciones a las revistas. Sin embargo, aún a riesgo de generalizar dos propuestas intelectuales complejas y atravesadas por posiciones no siempre coincidentes, podríamos decir que cada una de estas revistas se erige prioritariamente en foro de expresión de los argumentos propios de cada uno de los dos polos —cultural y político— desde los cuales se examinan los problemas puestos a debate, al tiempo que habilitan una zona de continuidad entre ambos. Si quisiéramos sintetizar los objetivos que persiguen cada una de estas revistas en los años que estamos estudiando (1984-1989), diríamos, salvando los esquematismos, que Punto de Vista se propuso "el reordenamiento de la tradición cultural argentina según nuevas claves ideológico-estéticas que, entre otros efectos, produce la redefinición de las líneas de la literatura argentina" y la "expansión de los debates y reflexiones sobre la renovación del pensamiento de izquierda; un pensamiento que, rehuyendo del 'dogmatismo' y del 'populismo', pueda operar como un conjunto teórico para pensar un nuevo orden político de cuño democrático" (Patiño, 1995: 385); mientras que La Ciudad Futura se concentró en la profundización de una autocrítica de la izquierda partidaria en Argentina, en la revisión de su historia y su tradición doctrinaria, en la actualización de la teoría marxista a través de traducciones y entrevistas a intelectuales —fundamentalmente de filiación gramsciana— de otros países y en el examen de la escena política nacional.

Resumiendo entonces los objetivos de mi investigación, diré que ésta procura echar luz sobre los problemas planteados en el primer punto mencionado más arriba, a partir de la lectura de ciertos artículos de Punto de Vista y La Ciudad Futura en los que se pone de manifiesto este intento de construcción teórica de lo político en tanto problema cultural.

 

ORDEN Y CONFLICTO

Tal vez una de las operaciones críticas más profundas que las dos revistas llevan a cabo en los primeros años del retorno a la institucionalidad democrática es, por un lado, la incorporación de la palabra "orden" dentro del diccionario ideológico de la izquierda, allí de donde fuera expulsada bajo acusación de expresar el valor más conservador de la burguesía: la ausencia de conflicto como un bien máximo, el mantenimiento del equilibrio de las leyes que legitiman la dominación de la clase dominante; y por otro, la crítica a la tendencia, por parte de la izquierda, a valorar positivamente y a privilegiar toda manifestación de conflicto como modo de acelerar el curso de la historia con vistas a un fin conocido de antemano.

En el número 21 de Punto de Vista Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ipola publican un artículo en el que esta operación es presentada bajo la forma de una pregunta, de la pregunta fundadora de la filosofía política: "¿Por qué y en qué condiciones es preferible el orden a la anarquía?" (Portantiero y De Ipola, 1984: 15). Y en tanto que a todas luces resulta evidente que la "amenaza de entropía [...] es intolerable", la tarea que queda pendiente es la de pensar en qué condiciones resulta preferible el orden. Portantiero y De Ipola continúan razonando: ¿puede proporcionarse una definición de orden por fuera de cualquier principio organizador que se presente como "anterior e independiente de las relaciones sociales" (Portantiero y de Ipola, 1984: 15)? En este punto resulta interesante constatar que, si bien el interrogante planteado se halla en la base de la filosofía política y en conformidad con esto, el artículo comienza con una minuciosa revisión de los modos en que crisis y orden han sido pensados por teóricos de esa disciplina como Massimo Cacciari, Jürgen Habermas, Michel Crozier y otros, el argumento que los autores intentan ofrecer como respuesta recurre a la lingüística, más precisamente, a aquella rama que estudia los signos desde la perspectiva de su uso en el seno de la vida social: el pragmatismo.

Así, para pensar de otra manera el orden, Portantiero y De Ipola recurren a la distinción de John Searle entre reglas normativas y reglas constitutivas. Mientras que las primeras "prescriben la manera correcta, adecuada, en que debe llevarse a cabo una determinada acción que, desde el punto de vista lógico, preexiste a dichas normas y, por tanto, no es definida por ellas", las segundas, dicen los autores, citando al propio Searle, "fundan (y también rigen) una actividad cuya existencia depende lógicamente de esas reglas": las reglas del ajedrez, por ejemplo, no prescriben el juego sino que crean la posibilidad misma de ese juego (Portantiero y De Ipola,1984 :15).

A partir de esta diferenciación, el texto propone dos situaciones extremas —que constituyen, ambas, dos tentaciones históricas de la izquierda que les permitirán postular una definición deseable de orden. La primera —y aquí el ejemplo que ofrecen es el de la Argentina en los momentos previos al golpe de marzo 1976— es una sociedad

casi anárquica, [...] afectada por una extrema anomia política, donde al mismo tiempo que la capacidad de gobierno se encuentra gravemente debilitada [...] se verifica a nivel social una inusitada proliferación de conflictos de toda índole, cuya resolución —si ésta tiene lugar, lo que no es siempre el caso— pasa generalmente por el recurso cotidiano a las formas más agudas de la violencia y la represión abiertas. (Portantiero y De Ipola,1984: 16).

La segunda situación es la del caso opuesto: "una sociedad extremadamente ordenada e institucionalizada; una sociedad regida por un sistema político sólidamente implantado, en el cual los estados de anomia tiendan a cero, y donde la lucha político-social, si se manifiesta, lo haga bajo formas ostensiblemente amortiguadas por el peso de un orden instituido poco abierto al reconocimiento de pugnas y conflictos legítimos" (Portantiero y De Ipola, 1984: 17). El ejemplo con que ilustran esta situación es el de México y algunos países socialistas como Bulgaria, Rumania y Albania.

En el estado de anomia cada subconjunto de agentes sociales excluirá de la política a quien se oponga a sus demandas y, por tanto, definirá a la política como "una proyección universalizante de sus propias reglas normativas" (Portantiero y De Ipola, 1984: 17). En consecuencia, la lógica de la política será equivalente a la de la guerra.

Por su parte, en el estado de orden extremo, todo actor que pretenda expresar su disenso a las reglas normativas será igualmente excluido, pues aquí el sistema institucional identifica las reglas que lo constituyen con las reglas normativas de toda política, por lo cual la lógica de la política termina pareciéndose a la del ritual afirmatorio.

En todo caso, si ambas situaciones se diferencian por el hecho de que en la primera esta identificación en los dos niveles de normas es obra de los propios actores políticos y en la segunda está inscrita en el propio sistema institucional, se asemejan, sin embargo, por la violencia que ejercen sobre los sujetos, en tanto que las dos terminan excluyendo toda forma de alteridad del campo de la acción política reconocida como "legítima" al confundir las reglas constitutivas con las normativas.

Teniendo en mente estos dos casos "patológicos" de la política, Portantiero y De Ipola avanzan en la postulación de una definición de la política como "juego colectivo basado en un sistema de reglas constitutivas", en el marco de las cuales queda abierta "la posibilidad de la existencia [...] de uno a varios conjuntos de reglas normativas específicas" (Portantiero y De Ipola, 1984: 16). Dicho de otra manera, continúan, la política sólo tiene sentido "en la medida en que las relaciones entre los actores no operan conforme a un consenso total o una guerra total". Si es deseable alguna forma de orden político, es aquella que resulta del ejercicio de un juego de intereses y demandas entre diferentes actores, con la condición indispensable de que se reconozca la distinción y la distancia entre reglas constitutivas y reglas normativas. Portantiero y De Ipola llaman a esta forma de ejercicio de la política "pacto democrático" (1984: 19). "Pacto", en tanto que "requiere forzosamente de un cierto grado de autolimitación de los actores sociales" instituido bajo la forma de regla constitutiva que acoge el derecho legítimo a la existencia de una pluralidad de reglas normativas, divergentes e incluso opuestas. Y "democrático", porque se trata de un modo político de convivencia que supone el reconocimiento del otro en su diferencia misma y, por tanto, el rechazo a toda pretensión de verdad absoluta por parte de un sujeto privilegiado (llámese clase, vanguardia, partido, etcétera): "en el mejor de los casos —aclaran los autores— la verdad se manifiesta allí bajo las formas [...] de las respuestas fragmentarias, de las síntesis provisorias —válidas en tanto se asuman como provisorias" (Portantiero y De Ipola, 1984: 20).

En su artículo publicado en el primer número de La Ciudad Futura, Emilio de Ipola precisará esta noción de "pacto democrático": si el orden político democrático se sostiene sobre alguna idea, dice, en su contenido ésta debería afirmar, precisamente, la imposibilidad de que haya consenso unánime en torno a idea alguna salvo ésta, que se asumiría entonces como regla constitutiva (De Ipola, 1986: 34). Este reconocimiento del derecho al pluralismo y al disenso requeriría también de la postulación, en el mismo nivel metanormativo (esto es, el nivel de las reglas no sujetas a discusión sino bajo condiciones especiales), de procedimientos que indiquen los modos de procesar la crisis, reconstituyendo, cada vez que emerja el conflicto, un orden basado en el disenso y no en un principio exterior pre-dado.

Es notorio el esfuerzo por redefinir el sentido de orden y conflicto, en abierta confrontación con la larga tradición contestaria de la izquierda argentina. En numerosas oportunidades los colaboradores de las dos revistas culturales volverán sobre el punto.7 Lo que nos interesa destacar, con vistas al problema que nos hemos planteado más arriba, es que la crítica a una valoración del conflicto, como necesariamente positiva, y la simultánea revalorización del orden como consenso que debe incluir la posibilidad legítima del disenso, se hallan en la base de la operación de concepción de la política en términos culturales. Esta operación tiene consecuencias no sólo en el campo de la teoría política, sino también en el análisis cultural: por un lado, la ya mencionada asociación entre orden democrático y cultura, "culturiza" el pensamiento político de la izquierda, cuyo desinterés por las instituciones ha sido paralelo a su énfasis en la importancia de la infraestructura económica como instancia determinante. Por otro, conduce a una "politización" del concepto de cultura, recuperando para éste la dimensión conflictiva, y no necesariamente reproductivista, del consenso, evitando caer de esta manera tanto en la fácil tentación funcionalista —que concibe a la cultura como sistema de valores internalizados y compartidos en el marco del cual el analista percibe todo cuestionamiento como disfunción—,8 como en el simplismo de la reducción marxista, cuya noción de "superestructura ideológica" sólo permite leer en las manifestaciones culturales las huellas de la dominación de clase.

Porque, como recuerda De Ipola en el mismo artículo de La Ciudad Futura, "el orden social es siempre el producto de la combinación, en dosis variables, de la represión física, la intimidación (o, mejor dicho, el 'poder' en el sentido que Michel Foucault da a este término) y el consenso" (De Ipola, 1986: 34). Y es aquí donde De Ipola delimita una zona que ha sido sistemáticamente negada por la izquierda:

Nos interesa indagar [el consenso], no sólo porque en un gobierno democrático no se tortura ni se persigue a los ciudadanos en virtud de las ideas políticas que profesan, sino también, y ante todo, porque en el marco de una reflexión interesada en el tema del tránsito a la democracia y de su consolidación, la problemática del consenso presenta aristas particularmente complejas". (De Ipola, 1986: 34)

El trabajo reflexivo de estos intelectuales estará entonces dirigido hacia las prácticas que construyen el consenso en torno a las reglas constitutivas de la democracia, prácticas culturales en tanto contribuyen a afirmar una idea de orden, que se confunden con una cultura en el sentido antropológico del término, esto es, con un modo de vida. Por esta vía, el debate de los ochenta privilegiará un aspecto clave: la respuesta a la pregunta "qué es lo político" dejará de remitir exclusivamente a la dimensión de las instituciones políticas, de sus voceros y de los discursos técnicos especializados, para reparar en el mundo de la vida cotidiana. Esta operación tendrá un fuerte efecto reconfigurador en otras de las categorías a partir de las cuales la izquierda ha pensado la política, efectos que examinaremos a continuación.

 

LA VERDAD/EL SENTIDO COMÚN

Si algo señalan insistentemente estas revistas en los primeros años de la transición es que lo político ocurre también en otros lugares además de los órganos de gobierno, los partidos o los sindicatos, pese a que los intelectuales no han sabido reconocer los múltiples espacios en los que se construye —o se cuestiona— el sentido de orden social. Han sido, entonces, los propios hechos los encargados de dar la lección: "Ocurre que, en nuestra época, la vida cotidiana ha comenzado a rebelarse", advierte José Nun en un artículo publicado en el número 20 de Punto de Vista que lleva por título "La rebelión del coro" (Nun, 1984: 6-11): el escenario público, dice, ha sido invadido por personajes que hasta entonces ocupaban el lugar de coro de espectadores atentos a las peripecias de los héroes, de cuyas hazañas dependía, indiscutiblemente, la revelación e imposición definitiva de la verdad. Algo se ha salido de lugar en ese libreto prescripto por la tragedia, en el que la política ha sido representada como "el espacio público de lo grandioso por oposición a la esfera privada en que casi todos vivimos nuestra realidad diaria, sudorosa y poco mostrable" (1984: 6): las mujeres, las minorías étnicas, los homosexuales, los marginados, los jóvenes "violan el ritual de la discreción y de las buenas formas, se plantan en medio del escenario y exigen que se los oigan" (6). El problema, señala Nun, es que para que se incorpore al discurso político de la izquierda la potencialidad política de estos nuevos actores, hace falta emprender una crítica profunda a un supuesto sólidamente instalado en él como premisa: el de la existencia excluyente de una verdad, científica y universal, y de unos portadores necesarios de su mensaje. La revisión de estos núcleos duros del marxismo se llevará a cabo, una vez más, a partir de la reivindicación de la cultura como dimensión fundamental e insoslayable para el pensamiento político.

Si bien esta tarea de revisión se registra con insistencia durante los primeros tres años de la transición democrática y presenta matices diversos, quiero detenerme, en particular, en dos artículos de José Nun en los que el autor se propone no sólo demostrar la estrechez de ciertas elaboraciones teóricas del marxismo para entender las imbricaciones entre política y cultura, sino, lo que es más importante, producir nuevas categorías explicativas que permitirán sistematizar el estudio de la vida cotidiana y su importancia en la reproducción del sentido de un orden.9

Se trata de dos artículos publicados en Punto de Vista: el ya mencionado "La rebelión del coro" (1984) y "Elementos para una teoría de la democracia: Gramsci y el sentido común", este último aparecido en el número 27 (1986: 26-40). En ellos Nun intenta destrabar uno de los puntos ciegos más resistentes de la teoría marxista, repetida en forma de dogma durante los setenta como efecto de una lectura casi religiosa de Louis Althusser y Nicos Poulantzas: la oposición entre verdad científica y sentido común —oposición que en el terreno de la política, justificó la autoinstitución de los intelectuales en élite conductora de las masas. Es necesario echar luz sobre este punto, dice Nun, porque las demandas de reconocimiento de los relegados por la visión heroica de la política obligan a pensar, desde el interior de la teoría marxista, una cuestión que ha permanecido sintomáticamente ajena a su discurso: el pluralismo. En nuestros países, afirma,

la rebelión del coro viene pugnando fragmentariamente por romper este silencio [al que ha sido confinada] aquí y ahora, sin esperar "el gran cambio revolucionario" para pedir la palabra. Es natural que los sectores dominantes se la nieguen o se la concedan bajo condiciones que la invalidan. Lo que sería lamentable es que la izquierda persistiese en hacer lo mismo, instalada en la certeza de su discurso verdadero. (Nun, 1984: 10).

Allí donde la izquierda se ha pertrechado en evidencias incuestionables y fundamentos últimos, la reflexión de Nun intentará introducir una apertura, abandonar certezas a priori, cuestionar ortodoxias. Esto no significa falta de rigor en el análisis: la concepción gramsciana del sentido común y —otra vez— el pragmatismo lingüístico en la versión del último Wittgenstein son los fundamentos teóricos que apoyarán su argumentación, cuyo objetivo primero es cuestionar los dos supuestos empiricistas sobre los que, afirma el autor, se fundamenta la epistemología marxista. El primer supuesto considera que el conocimiento es mera copia de la realidad en la conciencia de los actores, quienes a su vez la reproducirían discursivamente, ignorando así el hecho fundamental de "que nuestra concepción del mundo es parte ella misma de la constitución de lo real (y esto incluye las condiciones materiales de existencia que, en tanto productos de la actividad humana, no son nunca un puro dato anterior a la conciencia)" (Nun, 1984:8); el segundo da por sentado un proceso de deformación en esta aprehensión de la realidad debido a que la burguesía ha logrado hegemonizar sus propias ideas hasta volverlas un orden natural, un sentido común. Asumidas estas proposiciones preliminares como ciertas, el discurso marxista se presenta como el único verdadero porque reconoce esta distorsión original, indica las vías para superarla y predestina a la clase proletaria a la misión de liberación. Lo paradójico, dice Nun,

es que, entendido de este modo, el marxismo deja de ser un potente instrumento de análisis de la realidad para verse reducido a una de tantas propuestas ideológicas en busca de portador. Y nada pone más en evidencia este empobrecimiento que el mecanismo de la operación por la cual la mayoría de los obreros son relegados al coro de los alienados, de los sometidos a la hegemonía burguesa, como si lo único que hubiese que explicar es por qué no se comportan como se supone que debieran. (Nun, 1984: 8).

Para Nun, entonces, el problema ya no es el de las formas de forzar el desalojo del sentido común y sus "falsas creencias" para proceder a la implantación de la teoría verdadera en la conciencia de los sujetos. El verdadero problema es la construcción de nuevas categorías que permitan entender al sentido común no sólo como objeto de una lucha por su conquista a fin de garantizar el consenso en torno a un orden democrático, sino sobre todo en tanto que instrumento: porque el sentido común y la vida cotidiana, dice Nun, no sumarán su adhesión gracias a la revelación de una verdad exterior, sino gracias a un proyecto que sepa articular sus presupuestos teóricos con la experiencia de los sujetos.

El punto de partida en el que Nun se ubicará para exorcizar esta impronta iluminista de la teoría marxista, por la cual quedan jerarquizados los distintos modos de razonamiento a partir del patrón de la "filosofía superior", será la teoría wittgensteniana del lenguaje.

Para Wittgenstein, dice Nun, "no puede comprenderse [el significado] de una expresión verbal si no se conoce su uso práctico, es decir, el juego de lenguaje en que aparece" (Nun, 1986: 33). Porque "hablar es [...] llevar a cabo una acción semejante a un movimiento en un juego determinado; y es de este juego, de este contexto particular en que ocurre el movimiento y no del estado mental de los interlocutores, que depende el sentido de aquello que se dice" (Nun, 1986: 33). El sentido de una palabra es, por tanto, su uso conforme a las reglas de juego, con lo cual ya no hay enunciados verdaderos o falsos, sino usos correctos o incorrectos en relación con el juego en que aparecen.

Ahora bien: si la producción social de significación se lleva a cabo a partir de juegos de lenguaje diversos, y el sentido común es un juego de lenguaje con sus reglas específicas, entonces la filosofía política especializada y el sentido común aparecerían como regiones distintas o juegos distintos del lenguaje, y no como dominios más o menos racionales o desarrollados. Ante la pregunta acerca de cómo cuestionar el sentido común, Nun advierte, a la luz de todo lo dicho, que este cuestionamiento no podría pasar por una intervención exterior, sino por lo que llamará la "traductibilidad" entre aquél y la filosofía.

Pero, ¿es posible una traducción de este tipo? Siguiendo a Karl Popper, Nun señala que las teorías sociales y los razonamientos de sentido común producen interpretaciones de la realidad que se interrelacionan, pero que, en términos generales, son incompatibles —pues son lógicamente distintas— y tienden a estar referidas a problemas y a criterios inconmensurables. Esto no quiere decir, sin embargo, que sean incomparables (Nun, 1986: 38-39). Si lo fueran, sus diferencias tendrían que ser resueltas a favor de unas o de otras mediante un juicio de autoridad; en cambio, que sean en principio comparables abre la perspectiva de idear estrategias que hagan posible la traducción y la comunicación entre estos juegos de lenguaje. Esta comparación, por otro lado, no podrá ser literal, aunque se hable una misma lengua: vimos ya que el significado de una expresión no puede ser disociado de su uso en contextos sociales determinados.

¿Cómo imagina entonces Nun esta "traducción"? Cuando Gramsci caracterizaba el sentido común, dice, reconocía en él un conservadurismo, una aceptación de lo dado que lo volvía solidario con los intereses de la clase hegemónica y, por tanto, refractario a cualquier diálogo con la filosofía; pero también detectaba en él un "núcleo de buen sentido", ese "sentimiento elemental de separación y de antagonismo (manifiesto o no) frente a los dominantes" que lo constituía en un instrumento potencialmente crítico, de importancia fundamental para la construcción de un nuevo sentido del orden (Nun, 1986: 39).10 El hecho de que, dada su capacidad crítica, este núcleo de buen sentido y la filosofía política sean en principio comparables, abre la posibilidad de una mutua "traducción" entre ambos, siempre y cuando, advierte Nun, se entienda este trabajo como un problema esencialmente político y no teórico-filosófico: esto es, no partirá de un "buen sentido" definido a priori, sino que consistirá precisamente en reconocer las escisiones que aparecen en el discurso del sentido común y en seleccionar, a través de la deliberación con el/los otro/s y no del recurso a verdades ya dadas, aquellas que se decida deben ser articuladas en el discurso de la política:

¿Cuáles interpretaciones populares se asignarán a la categoría del "buen sentido"? Nótese que hacerlo es el resultado de una operación teórica, no su causa; y por lo tanto, supone establecer relaciones entre campos discursivos distintos. En otras palabras, entraña una comparación que exige un trabajo hermenéutico cuidadoso, anclado en la estructura convencional propia de los juegos de lenguaje del sentido común en un medio específico. Así, por ejemplo, ni los juicios dicotómicos acerca del orden social son indicadores suficientes de que exista un discurso del conflicto siquiera parcial, ni su ausencia es prueba necesaria de que ese discurso falte. Más aún: ¿cuáles oposiciones [...] serán clasificadas como manifestaciones del espíritu de escisión en una situación histórica concreta? ¿Sólo las clasistas? ¿También las nacionales? ¿[...] por no hablar del feminismo, de la no violencia o del medio ambiente? [...] Esa comparación debe entenderse como un problema esencialmente político, es decir, como algo que se dice a través del debate público y no mediante un recurso a razonamientos abstractos o autoridades preconstituidas. (Nun,1986: 39).

Sólo en el marco de una discusión democrática podrá decidirse qué interpretaciones serán seleccionadas como expresiones de "buen sentido" y, por tanto, harán posible la comunicación entre filosofía y sentido común, comunicación que tendrá como efecto —y no como fundamento— la construcción y reconstrucción de la/s verdad/es. Esta traducción entre estos dos juegos de lenguaje, entendida como debate que se orienta según una noción pragmática de la verdad, constituye finalmente la especificidad de la tarea del intelectual: nada más lejano a la figura del "iluminador de conciencias".

 

INTELECTUALES

Sin duda excedería los límites de este trabajo examinar la relectura de la historia de la izquierda argentina que estas elaboraciones teóricas posibilitaron. Apenas abriré aquí un paréntesis para señalar que esta tarea de "traductor" entre filosofía y sentido común que constituye el deber ser de los intelectuales,11 se erige en estas revistas como parámetro para examinar los vínculos que en distintos momentos éstos establecieron con los sectores populares, evaluando, en cada caso, el "grado de democraticidad" alcanzado. Así, aportando a esta crítica de los intelectuales de izquierda, Beatriz Sarlo postula que esa relación se ha construido sobre la negación sistemática de los sectores populares y de su cultura, ya sea por un dogmatismo incapaz de reconocer la capacidad de producción simbólica de estos últimos, o por un populismo acrítico que termina computando como evidencias de autonomía simbólica lo que no son sino signos de desigualdad (Sarlo, 1984: 22-25). Pensando hacia atrás, para Sarlo la década del cincuenta habría sido el momento del auge del dogmatismo de izquierda, expresado como verdad indiscutible en las palabras de intelectuales como Héctor P. Agosti, según el cual los sectores populares "son únicamente receptores culturales, atados a las necesidades de la vida y del trabajo, y en consecuencia, incapaces de producir una cultura. Concebidos como un hueco que es necesario colmar de bienes y discursos, se vuelven activos sólo cuando la imantación de los intelectuales hace vibrar su campo" (Sarlo, 1984: 22).

Esta visión "evolucionista" de la historia, dice Sarlo, que prescribía para los intelectuales la misión de motor, funcionó como principio de fe hasta la década del sesenta, momento que habría dado paso a otro modo —no más democrático que éste— de concebir el vínculo intelectuales/sectores populares: "Del deshielo del dogmatismo de izquierda, surge un nuevo sentido común: el populismo cultural, que no sólo refuta con toda justicia la versión de la cultura que sintetizaba Agosti [...] sino que también proporciona una imagen de la Argentina como nación todavía in potentia, acosada por enemigos externos que conspiran contra su realización cultural, económica y política" (Sarlo,1984: 23).

Las invocaciones a una identidad cultural nacional, homogénea, sustantiva y autoevidente por parte de intelectuales tales como Jorge Abelardo Ramos y J.J. Hernández Arregui habrían cuajado en un discurso en torno a la cultura atravesado por postulados autoritarios e incluso a veces xenófobos que sólo habría reconocido como tal a las culturas regionales y al folclor. Un discurso, en suma, que habría llevado a la izquierda a incurrir en "un paternalismo misional, que la impulsa a salvar a los sectores populares de los peligros de la cultura 'alta' y cosmopolita y en nombre del respeto debido [a ellos] a celebrar panglosianamente lo que puede haber sido resultado de la desigualdad, la injusticia y la privación" (Sarlo, 1984: 25).

En su reelaboración de la historia, Portantiero coincide con Sarlo en cuanto a estas dos líneas interpretativas dominantes desde las cuales la izquierda no sólo ha fundado sus teorías acerca de la creación cultural de los sectores populares sino también sus estrategias de intervención.

Pero va un poco más atrás y trae a la escena una figura olvidada cuya capacidad singular para avanzar en la construcción de un proyecto hegemónico, pese a su fracaso, lo convierte en un intelectual excepcional precisamente por el alcance democratizador de sus concepciones políticas: Juan B. Justo y la tradición del Partido Socialista de Argentina hasta comienzos de la década del cuarenta. Así, Portantiero afirma que

el socialismo de Justo buscó constituirse [...] como una contrasociedad basada en una subcultura obrera, en la cual la condición de los proletarios no era vista sólo como de productores sino también como de consumidores, y en este rasgo radicaba su posibilidad de articulación con otros grupos subalternos. El mundo presuntamente contrahegemónico del justismo era un mundo de cooperativas, de bibliotecas, de periódicos, de organizaciones escolares que debían contener en sí todas las posibilidades liberadoras de una sociedad laica frente al Estado. (Portantiero, 1987: 13).

En este campo, dice, la obra de Justo fue "formidable" y, a su juicio, ese impulso societal tiñe aún "lo esencial de la democratización de base que todavía perdura en la sociedad argentina" (Portantiero, 1987: 13). Sin embargo, continúa Portantiero en el mismo párrafo, "salvo en el marco urbano y durante un periodo" esa manera de entender la relación entre política y cutura popular no alcanzó para organizar una verdadera voluntad nacional-popular:

El justismo no pudo superar el desencuentro entre un plano de luchas cotidianas por reformas y otro, lanzado hacia el futuro, en el que el socialismo aparecía como una imagen teleológica. Jamás pudo construir, trabado como lo estaba por una concepción iluminista del socialismo —que por cierto compartían los marxistas que desde una óptica "revolucionaria" criticaban su reformismo— un lenguaje capaz de asimilar al mundo de las heterogéneas clases subalternas argentinas. (Portantiero, 1987: 13).

Para Portantiero, en la historia de la izquierda argentina el justismo fue un movimiento fuertemente democratizador y habría logrado eficazmente "una reforma 'desde abajo'"; pero este proyecto encontró su límite debido a su incapacidad para construir un lenguaje que comunicara a los intelectuales con los sectores populares, lo que condujo las ideas de Justo finalmente al fracaso. Así, al registrar este momento floreciente de la cultura socialista, Portantiero vuelve a poner en el centro de su reflexión una cuestión que, a estas alturas, podemos decir que es la pieza clave en la operación de culturización de la política que se lleva a cabo en estos años: el lenguaje.

 

A MODO DE CIERRE

Si en su proyecto de revisión del discurso de la izquierda argentina el grupo de intelectuales reunidos alrededor de La Ciudad Futura y Punto de Vista pensaron la política a partir de ciertas categorías propias del análisis cultural, al punto de llegar a representar las posibilidades de consolidación de la democracia fundamentalmente en términos de "cultura política", esta operación crítica se debió, como lo demuestran los textos que hemos analizado en el transcurso de este trabajo, a que la política fue concebida como un juego de lenguaje. Pensar la política en términos del pragmatismo lingüístico permitió dar cuenta de sus articulaciones y continuidades con la cultura. La cuestión del lenguaje como práctica social, como uso de los signos en contextos específicos, no sólo constituyó un principio explicativo de lo político, sino que ofreció también las claves para el diseño de herramientas de intervención: porque el fin principal de la política —producir un "orden", generar consenso, construir hegemonía a partir de la formulación de lo que Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ipola entendieron como una gramática de "reglas constitutivas"— exige como requisito instrumental la elaboración de ese lenguaje común en el que las reglas pueden discutirse, formularse y aceptarse. En ese sentido, para estos intelectuales la democracia en Argentina fue mucho más una cuestión de creación que de mera reinstalación de principios preexistentes violados por el régimen de facto. Y en tanto que invención de enunciados a los que se les asigna provisoriamente un valor de verdad, la definición de democracia implicó necesariamente una dimensión de incertidumbre antes que de prescripción de certezas.12

En esta revisión de los modos en que los intelectuales de ambas revistas pensaron a la política desde la cultura, y en particular desde el lenguaje, quisiera volver al artículo "Crisis social y pacto democrático", de Portantiero y De Ipola, pues allí se ofrecen algunos elementos que iluminan la particular noción de orden —como opuesto al conflicto— que defienden sus autores. Se analiza allí un trabajo de Michel Foucault13 en el que el filósofo francés comienza por examinar ciertas producciones lingüísticas cuya finalidad no es la de comunicar algo sino la de producir un aplazamiento indefinido de la muerte, haciendo extensiva al lenguaje general, en un segundo momento, esta capacidad. Se trata, por tanto, de un hacer con palabras: de aquí, dicen Portantiero y De Ipola, que si el lenguaje es una forma de poner un límite a la muerte, la política no puede ser otra cosa, entonces, que un modo de lenguaje. Con esta convicción se preguntan:

Por admitir que la política ha asumido a menudo, perversa o heroicamente, la forma de la guerra, ¿debemos concluir que la guerra es la única Verdad, audible o silenciosa, de la política? ¿No cabría, en particular, la posibilidad de una política pensada, instituida, practicada como afirmación permanente de una diferencia con respecto a la violencia, la guerra, la muerte? (1984: 20).

Y responden en seguida:

Quizás sea posible aclarar estas reflexiones por medio de una parábola. Esto es: llamaremos político, en el sentido que acabamos de indicar, al "método" puesto en práctica por la heroína del relato central de Las mil y una noches, Scheherezada, en la medida en que logra aplazar indefinidamente su propia muerte, sino también la de quienes habrían sido sus sucesoras cotidianas, gracias a una "estrategia" basada por entero en el lenguaje: narrar durante innumerables noches al Rey —es decir, al investido de poder— una historia inconclusa que bien podríamos llamar doblemente diferente. (1984: 20).

Si el lenguaje y la política se asemejan en algún punto, es entonces en éste, que consiste en diferir, postergar indefinida y obstinadamente la violencia: por organizar el vacío a partir del sentido, en el primer caso, por organizar el caos social a partir del orden en el segundo. Dicho de otro modo, así como el lenguaje no "expresa" un sentido que las cosas tienen en sí mismas sino que las hace existir al nombrarlas, la política, como recuerda Nun, citando a Benjamin Barber, "no se basa en la justicia y la libertad: es lo que las hace posibles" (1986: 40).

Desde esta óptica, este conjunto de textos publicados en Punto de Vista y La Ciudad Futura arrojan una nueva luz: ellos piensan a la política como juego del lenguaje, de un lenguaje que está además imbricado con un modo de vida. En consecuencia, aún reconociendo sus especificidades, la política es sin duda una práctica cultural en tanto que su gramática organiza, en parte, el sentido de orden colectivo. Y para que este orden sea democrático, la posibilidad de aniquilación de alguno de los interlocutores debe quedar necesariamente expulsada. Los textos de la izquierda de los ochenta están entonces concentrados en construir formulaciones teóricas que conjuren definitivamente la posibilidad de la muerte del adversario; en declarar, a partir de las proposiciones del pragmatismo linguístico, la falsedad de la oposición entre acción y palabra, que el marxismo levantó como bandera durante la década del setenta, y en condenar definitivamente la reivindicación de la guerra y la acción armada como modos "reales" de la política, opuesto a las supuestas formas ideológicas o imaginarias de resolución del conflicto que se desplegarían en la argumentación y el diálogo. Dentro de este nuevo marco teórico, fue posible dejar de pensar en la cultura como una dimensión exterior a la política: si en otros momentos el marxismo apuntó a la "politización" de la cultura entendido esto como una introducción de ideas verdaderas en la conciencia de las clases populares, ahora la cultura fue reconocida como un aspecto internamente constitutivo de lo político. Para negar la revolución como método y afirmar la necesidad de construcción democrática de consensos, para defender el orden como consigna política fundamental, el diálogo con los conceptos y modelos de análisis cultural que aquí hemos querido reconstruir fue indispensable.

 

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Notas

1 Un ejemplo paradigmático de esta nueva forma de abordar la política, vinculándola con la cultura, es el conocido ensayo de Guillermo O'Donell, "Democracia en la Argentina: micro y macro" (1984).

2 Siguiendo a Pierre Bourdieu (2003), entendemos por campo intelectual la red de relaciones objetivas (de dominación o subordinación, de complementariedad o antagonismo, etcétera) entre posiciones ocupadas por agentes que disputan por la acumulación del capital específico de ese campo, esto es, de legitimidad cultural. Dicho campo tiene una autonomía relativa con respecto a otros en los que se lucha por otros tipos de capital (económico, social, etcétera).

3 Hablando del campo cultural argentino en el contexto del retorno a la democracia, Graciela Montaldo (1999:17) sostiene que los intelectuales fueron los que "con mayor rapidez (casi con cierta urgencia) reconocen culpas y responsabilidades en un movimiento que tiene tanto de revisión del pasado como de recolocación en las nuevas condiciones institucionales". La autora atribuye esta rapidez para elaborar un discurso (auto) crítico a "la imagen de clase dirigente que tenían (y tienen) los intelectuales de sí mismos; habla de la responsabilidad y el lugar protagónico que creían tener [...] en el futuro democrático del país. Ni el sector político, ni otros sectores institucionales de la vida pública argentina (mucho menos los militares) parecen haber sentido esa urgencia en revisar sus acciones y su identidad pasada".

4 Sobre Punto de Vista véase Mariano Plotkin y Ricardo González Leandri (2001), y Roxana Patiño, "Intelectuales en transición. Las revistas culturales argentinas (1981-1987)" (1995, 1997 y 2003)

5 La Ciudad Futura fue fundada en 1986 por un grupo de intelectuales argentinos que, entre 1979 y 1981, en el exilio mexicano, habían publicado los trece números de la revista Controversia. Su nombre es traducción al español del nombre de la revista socialista La Cittá futura, cuyo único número, dirigido por Antonio Gramsci, vio la luz en Turín en 1917. La presencia del pensamiento del italiano en las páginas de la revista argentina será constante en estos años de la transición, y su herencia intelectual será objeto de debates, análisis y fértiles reapropiaciones. En 1998 la revista se interrumpe, pero reanuda su publicación entre 2001y 2004. Sobre La Ciudad Futura pueden consultarse los trabajos de Raúl Burgos (2004), Ariana Reano (2012) y Pablo Ponza (2012).

6 Véase "Club de Cultura Socialista. Declaración de principios", en Punto de Vista, núm. 22 (1984): 40.

7 Principalmente, en los primeros números de La Ciudad Futura, los artículos de Héctor Leis (1987: 25), N. Lechner (1986: 33-35) y De Ipola (1989: 10-13).

8 Así, para De Ipola, "lejos de tratarse para nosostros de una opción ideológica conservadora, como erróneamente podría darlo a entender el empleo de la palabra 'orden', se trata al contrario de una opción que pone en valor y privilegia el cambio, la renovación, la invención cultural, contra el carácter a menudo repetitivo, ritualista y efectivamente conservador de ciertas prácticas culturales populares". (De Ipola, 1986: 34).

9 Asimismo, estas categorías habilitarán una lectura gramsciana de los datos recogidos en numerosos trabajos antropológicos o de historia cultural que van delimitando en torno a la vida cotidiana, la cultura popular y el sentido común una zona de análisis tan específica como desconocida, cuyo examen ha comenzado en esos años a despertar el interés de intelectuales que publican en las revistas que estamos analizando tales como Néstor García Canclini, Hilda Sábato, Luis Alberto Romero, Pablo Semán, entre otros.

10 En otro lugar y continuando con la reflexión de Nun, Eduardo Grüner señalará que "el sentido común, igual que el discurso neurótico, dice la verdad con el mismo gesto con que la oculta, y la dice de manera intermitente." Y agrega, continuando también el impulso democratizador de Nun: "La tarea de la "filosofía de la praxis" gramsciana es transformar ese paréntesis en una intervención consciente y deliberada en el campo de la lucha por el sentido [sin recurrir a una razón iluminadora externa]" (Grüner, 1990: s/n).

11 Insistimos en aclarar el carácter situado que defiende esta concepción de la traducción: no se trata de un ejercicio de aplicación mecánica, sino de un trabajo de interpretación a la luz de una realidad cultural y social específica. La traducción es siempre, por tanto, producción de algo nuevo, y es esta producción la que define la especificidad de la praxis del intelectual de izquierda.

12 La hipótesis de la incertidumbre como rasgo definitorio de la democracia que presenta el artículo de Albert O. Hirschman en el primer número de La Ciudad Futura será objeto de una tensa discusión que ocupará varios de los números posteriores. Si bien las respuestas a Hirschman reconocen la exigencia de la garantía de incertidumbre en el juego político como un principio democrático básico, de un modo u otro ellas advierten acerca de la importancia insoslayable de la demanda de certezas respecto a lo que Norbert Lechner llama "certidumbre acerca de lo real y lo posible" (Lechner, 1987: 13). El debate se presenta también en otra versión: el de la oposición entre democracia formal y democracia sustantiva: al respecto, véase el artículo de Beatriz Sarlo "Políticas culturales: democracia e innovación" (1988: 8-14).

13 Se refieren a su artículo "Le langage à l'infini", publicado en la revista Tel Quel en 1963.

 

INFORMACIÓN SOBRE LA AUTORA:

Laura Maccioni. Doctora en Spanish Literature por la University of Maryland at College Park. Actualmente se desempeña como docente en la Universidad Nacional de Córdoba y como investigadora en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas. Ha publicado artículos en revistas especializadas como Anclajes, Revista Venezolana de Ciencias Sociales, Diálogos Latinoamericanos, Chasqui. Revista de Literatura latinoamericana, Caracol, entre otras. Correo electrónico: laumac@gmail.com

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