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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.9 n.20 Ciudad de México Sep./Dec. 2012

 

Dossier

 

Ethos y desarrollo en Leopoldo Zea

 

Development and ethos in Leopoldo Zea

 

Andrés Kozel*

 

* Doctor en Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor titular en la Universidad Nacional de San Martín, Escuela de Humanidades. Correo electrónico: andres.kozel@gmail.com.

 

Fecha de recepción: 27 de febrero de 2012.
Fecha de aceptación: 25 de junio de 2012.

 

Resumen

La tensión entre afán de desarrollo y fidelidad a los valores propios —la tensión desarrollo / ethos— ha de contarse entre las preocupaciones fundamentales de Leopoldo Zea. Sin embargo, lejos de haber recibido un único tipo de tratamiento en su dilatada obra, dicha tensión fue objeto de distintas resoluciones, cuya articulación no resulta sencilla. El propósito del ensayo es doble: de un lado, mostrar los principales modos a través de los cuales Zea procuró resolver la tensión aludida; del otro, delinear una serie de consideraciones acerca de la eventual obsolescencia / vigencia del legado zeiano —colosal, proteico, tensionado, multívoco—, desde el punto de vista del anhelo de insuflar espesor y densidad a algunos de los debates que signan nuestro tiempo.

Palabras clave: Ethos latinoamericano, desarrollo, Leopoldo Zea.

 

Abstract

The tension between a desire for development and faithfulness to one's own values —the tension development / ethos—must be considered to be one of Leopoldo Zea's fundamental concerns. Nevertheless, this tension has been addressed from many different angles, which have proved difficult to reconcile. This essay has two purposes: to show the principle methods which Zea used to formulate this tension, and to map out a series of considerations about the obsolescence/validity of Zea's legacy —colossal, protean, taut, multifacted— based on a desire to infuse substance and density into some of the most characteristic current debates on the topic.

Key words: Ethos latinamerican, development, Leopoldo Zea.

 

Introducción

Fin de milenio, emergencia de los marginados (2000) fue el último libro de aliento de Leopoldo Zea. Es una obra que debe leerse atendiendo a tres datos contextuales fuertes: primero, el colapso de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y la reedición de la tesis sobre el fin de la historia que suscitó; segundo, la visita de Zea (que en algunos casos fue revisita) a varios países de Extremo Oriente —tigres y dragones—; tercero, y en relación más estrecha con México, los debates relativos a la significación del Tratado de Libre Comercio (TLC) y del levantamiento neo-zapatista. El diagnóstico trazado por Zea en esas páginas se deja sintetizar así: contra lo que hegelianamente proclamaron Samuel Huntington y Francis Fukuyama, la historia no ha terminado; así lo prueba la emergencia de Oriente, Tercer Mundo marginado hasta apenas ayer, y al que Fukuyama había querido enviar al "vacío de la historia sin fin". La emergencia de Japón, China, Taiwán, Hong-Kong, Tailandia, Indonesia y Singapur enseña, además, que es perfectamente posible alcanzar la modernidad y sus beneficios sin renunciar a "lo propio": el acceso al más alto nivel de desarrollo puede combinarse con la fidelidad a los valores tradicionales. Los mismos casos muestran, también, que es posible desarrollarse compartiendo los frutos del desarrollo; a diferencia de lo sucedido en Occidente, Japón —también China— han permitido y propiciado el desarrollo de los tigres y dragones, antes maquiladores suyos: esta actitud, en última instancia creadora de consumidores, es para el Zea de fines de los años noventa el mejor antídoto contra las amenazas de estancamiento (Zea, 2000).

Naturalmente, el diagnóstico zeiano posee implicaciones de orden parenético: México y América Latina deben, no imitar, aunque sí observar con atención las experiencias de los países de Extremo Oriente, aprendiendo la lección que ofrecen, según la cual es perfectamente posible acceder al "más alto nivel de desarrollo" —a la modernidad y sus beneficios—, sin dejar de ser leal a "lo propio". En términos más particulares, a México le corresponde aprovechar la oportunidad representada por el TLC, sin dejarse llevar por el canto de sirena de sus extraviados críticos, los enemigos del desarrollo. La empatía del Zea tardío por una figura como Lee Kuan Yew —"padre de la patria" singapurense y célebre defensor de los "valores asiáticos"—, su entusiasmo con las perspectivas que el TLC eventualmente abría para México, su proximidad a un Partido Revolucionario Institucional (PRI) cuestionado y en crisis, así como su distancia ante la experiencia novedosa del neo-zapatismo, explican que toda esta postrer prédica suya fuera recibida con recelo y hasta con aspereza por parte importante de la intelectualidad progresista y crítica.

Pero el nombre Zea no siempre se había presentado asociado a un pathos como el desplegado en Fin de milenio. Poco más de una década atrás, Richard Morse daba a conocer El espejo de Próspero (1982), notable ensayo de crítica cultural. Reconociendo en la obra de Zea una fuente de inspiración, y recostándose, sobre todo, en los desarrollos de la Escuela de Frankfurt, Morse proponía la imagen de una Iberoamérica todavía no completamente desencantada y, en la medida de ello, hasta cierto punto impermeable o, al menos, parcialmente resistente al Gran Designio Occidental (Morse, 1982). Especie de manifiesto latino o iberoamericanista, el pequeño y denso tomo de Morse le asignaba a la región un papel significativo y no desprovisto de nobleza en lo concerniente a la capacidad humana de sobrevivir en un mundo ominoso y a la deriva. El nombre de Zea quedaba ligado a esa propuesta.

En 1975 Zea había respondido a una encuesta sobre el desarrollo promovida por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Denunciaba allí el contrasentido del desarrollo, señalando, en particular, que la acción del hombre sobre la naturaleza había generado un mundo que volvía a ese mismo hombre esclavo de su propia obra: a mostrar tan trágico contrasentido debía justamente consagrarse la actividad filosófica (Zea, 1977a). Si colocásemos el énfasis sobre esta declaración nos veríamos llevados a ubicar a Zea en las filas de los críticos del desarrollo, lejos de la disposición de Fin de milenio, enemiga de los enemigos del desarrollo. Sin embargo, al revisar otras expresiones dadas a conocer por Zea en la época en que tuvo lugar su respuesta a la encuesta de la OCDE, se comprueba que ella fue una suerte de voluta o exceso, de cuya consideración se aprende, por la vía del contraste, que el Zea que pone en cuestión el desarrollo qua horizonte deseable no es el más característico ni el más preponderante, ni siquiera en esa etapa. En efecto, y aunque evidentemente distante, pero en otro sentido, del pathos característico de Fin de milenio, el Zea de los años setenta aparece por lo general hablando, no tanto como un contradictor del desarrollo, sino más bien como un tercermundista radicalizado, para quien el horizonte del desarrollo era alcanzable, e incluso superable, más que por la senda de la asociación, por la vía del desacople. Expliquémonos: el objetivo de entonces era acceder a un nivel industrialización a partir del cual resultara posible romper la noria de la dependencia; con vistas a lograrlo, el filósofo debía aproximarse al "gentío materno" (la noción, que pertenece a Darcy Ribeiro, es expresamente retomada por Zea), a los fines de enfrentar en forma conjunta los intereses de los sectores conservadores locales y los de las potencias económicas extranjeras. Los modelos de ese tiempo eran los países que parecían ir arribando al desarrollo "por otras vías", distintas a las seguidas y recomendadas por el Occidente avanzado: Zea pensaba en la China de Mao, en Indochina, en Cuba; parecidamente al último Che Guevara, se erguía como una suerte de (pos) desarrollista impaciente e iracundo. Los textos en los cuales esta disposición y este lenguaje vibran con mayor nitidez son los libros Filosofía de la historia americana (1978) y Dialéctica de la conciencia americana (1976), y los ensayos "Latinoamérica Tercer Mundo" (1977b) y "Latinoamérica en la formación de nuestro tiempo" (1965). No parece necesario insistir sobre el hecho de que, en varios sentidos importantes, la exploración de las derivaciones parenéticas de este haz de contribuciones nos conducirían bastante lejos, no sólo del punto de fuga implicado en la respuesta a la encuesta de la OCDE, sino también de la orientación central de Fin de milenio.

Arribamos así a una primera comprobación. Sin duda, la tensión entre afán de desarrollo y fidelidad a los valores propios —que aquí denominaremos tensión desarrollo/ethos— ha de contarse entre las preocupaciones fundamentales de Leopoldo Zea.1 Sin embargo, lejos de haber recibido un único tipo de tratamiento a lo largo de su dilatada obra, dicha tensión fue objeto de distintas resoluciones, cuya articulación no es automática ni necesariamente sencilla. El propósito del ensayo es, así, doble: de un lado, rastrear, mostrar y comentar, aunque no sea más que someramente, los principales modos por los cuales Zea elaboró y reelaboró la aludida tensión; del otro, delinear unas consideraciones más o menos libres acerca de la obsolescencia/vigencia del legado zeiano —colosal, proteico, tensionado, multívoco—, desde el punto de vista del anhelo de insuflar espesor y densidad a algunos de los debates más característicos de nuestro tiempo.2

 

Déjà vu

Si prosiguiésemos con nuestra exploración hacia atrás —emulando, sin mayores pretensiones, el Viaje a la semilla carpentieriano—, comprobaríamos que, así como Fin de milenio debe ser leído atendiendo a los datos contextuales aludidos, la saga tercermundista radical abierta en 1965 ha de enmarcarse en el escenario abierto por la escandalosa intervención estadounidense sobre República Dominicana, en ese mismo año, y por el asesinato del presidente John F. Kennedy a fines de 1963. No parece excesivo sostener que ambos hechos desempeñaron un papel significativo en la radicalización de la sensibilidad zeiana, y no sólo de ella, por supuesto.

De hecho, si nos situásemos a comienzos de los años sesenta, es decir, antes de los dos acontecimientos indicados, encontraríamos a un Zea que, parecidamente a los líderes del Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) peruano y de la Acción Democrática (AD) venezolana de la época, apreciaba con mejores ojos la senda abierta por la Alianza para el Progreso que la vía cubana: en ese tiempo, Zea panamericanizaba o, mejor dicho, interamericanizaba, tal vez con menos temor y más fe que los confesados, en su momento, por Rubén Darío (Zea, 1964).3 Déjà vu: la etapa de los tempranos años sesenta recuerda, más que a la saga abierta en 1965 o que a la respuesta a la encuesta de la OCDE, a las tesis de Fin de milenio, ya conocidas por nosotros. En efecto, Zea vio entonces en la figura del presidente Kennedy características análogas a las que, tres décadas después, identificaría en la de Clinton. De esta constatación elemental, algo sobrecogedora en su simplicidad, se desprende que las disposiciones subyacentes a las tesis de Fin de milenio —condensables en la expresión vía del socio menor, claramente contrapuesta a la vía del desacople y a la de la crítica del horizonte del desarrollo— contaban con antecedentes de importancia en la propia labor escritural de Zea.

Un par de años antes de la revolución cubana Zea publicó América en la historia (1957), libro original y vigoroso. Su argumentación sigue en lo fundamental dos grandes cauces. El primero consiste en la tematización de lo que podríamos denominar el trauma histórico de Occidente —evocando México, el trauma de su historia, título o'gormaniano de 1977, sobre el que volveré luego—. El problema puede decirse así: la cultura occidental ha dado a luz valores y realidades admirables —que se dejan sintetizar en la fórmula toynbeeana de "libertad y confort"—, a cuya plena universalización, sin embargo, mezquinamente se niega, poniendo así en peligro su propia supervivencia como civilización. A los ojos del Zea de 1957, lo que le falta a Occidente es aquello que Toynbee llamaba sentido del pecado: de no realizar un profundo examen de conciencia, es decir, de continuar en la línea de su traumática obcecación exclusivista, Occidente sólo obtendría como respuesta la violencia de los otros pueblos, la asunción por ellos de la barbarie que una y otra vez les fuera atribuida, con todas sus terribles consecuencias. Naturalmente, este conjunto de afirmaciones también debe leerse atendiendo a un dato contextual sobremanera evidente: el proceso de descolonización de Asia y África.

El segundo cauce de argumentación identificable en América en la historia concierne a la tematización del contraste entre las dos Américas y, con base en ella pero rebasándola, al tratamiento relativamente satisfactorio del tema de "lo propio" positivo (en el sentido de valorado y apreciado), es decir, del ethos. Siguiendo los estudios de Juan A. Ortega y Medina para la América sajona, y de Sergio Buarque de Holanda, Américo Castro y Marcel Bataillon para la América ibera, así como también unas consideraciones de Francisco Bilbao sobre las que volveré enseguida, Zea explora más profundamente que en sus obras juveniles la cuestión de las formas de colonización en América. La conclusión del recorrido es que, por razones religiosas y culturales, y en rotundo contraste frente a lo sucedido en la América sajona, en la América ibera hubo incorporación de los nativos y mestizaje biológico-cultural. La diferencia entre ambas experiencias se explica para Zea por la presencia, en esta América, del espíritu de comunidad ibero, ajeno a y distinto de la mentalidad sajona. Dicho espíritu había continuado expresándose a lo largo de los siglos, llegando a cubrir a la generación de la independencia y, muy en particular, a Bolívar, tempranamente visualizado como emblema insuperable del espíritu de comunidad. Cerca de Américo Castro, Zea advierte que es justamente esa experiencia singular la que los iberoamericanos deben hacer consciente, para dejar de ver su historia sólo como un cúmulo de errores y equivocaciones, o como un desvío lamentable, y pasar a verla como un proceso complejo, poblado también de aspectos positivos y recuperables, ligados a lo indicado: incorporación, mestizaje, espíritu de comunidad.

Un año antes de publicar América en la historia Zea elaboró "Formas de convivencia en América" (1971). Por entonces acababa de descubrir la obra de Ferdinand Tönnies. En "Formas..." —ensayo poco conocido y, sin embargo, medular, cuya datación precisa exigió pacientes cotejos—,4 se aprecia una apropiación de los conceptos Tönniesianos de comunidad y sociedad, ingeniosamente puestos en relación con las nociones de barbarie y civilización: para Zea, si la América ibera puede ser valorada positivamente por ser comunidad y negativamente por ser barbarie, la América sajona puede ser valorada negativamente por ser sociedad y positivamente por ser civilización. Llamativamente, el nombre de Tönnies, recuperado explícitamente en el ensayo de 1956, se evaporaría en las elaboraciones zeianas ulteriores. Es importante destacar que Zea en ningún momento homologa comunidad a barbarie, ni opta por ellas dos en detrimento del otro polo, esto es, en ningún momento gravita hacia un rechazo en bloque de la civilización moderna. Lejos de ello, parece promover una combinación más equilibrada de comunidad y civilización (respectivos polos positivos de lo propio y de lo ajeno), o, para decirlo empleando una imagen tal vez más clara, la incrustación de más elementos Gemeinschaft (comunitarios) en la sociedad contemporánea. Si es cierto que toda esta zona de la obra de Zea presenta afinidades con, por ejemplo, los planteamientos de Morse, de ninguna manera es idéntica a ellos: la crítica de Zea a la civilización moderna es parcial y selectiva, y en ningún momento excluye una disposición solícito/admirativa: junto a su demanda de equilibrio, Zea sigue ubicando su anhelo de "libertad y confort".

En 1954 había tenido lugar la intervención estadounidense en Guatemala, cuyas consecuencias sobre la intelectualidad latinoamericana fueron amplias y profundas —además de en Zea, cabe pensar en el ya mencionado Che Guevara y en Gregorio Selser, por ejemplo—. El proceso histórico que, para abreviar, podemos denominar Guatemala 1954 testimonió bien, a los ojos de muchos, la mezquindad y la vileza del gobierno estadounidense —el gobierno de la nación que más acabadamente expresaba el espíritu occidental—, su oposición a que otra nación, pequeña y marginal, intentara acceder, y accediera, por sus propios medios, a una serie de valores y realidades apreciados. Fue la Fábula del tiburón y las sardinas narrada por el ex presidente Juan José Arévalo, y cuyo contenido y moraleja Zea asimiló resueltamente (Arévalo, 1956).

Nuevo déjà vu: por sus efectos sobre la obra de Zea, entre los que se cuenta América en la historia, Guatemala 1954 nos recuerda, en varios e importantes sentidos, a Dominicana 1965. Es una analogía admisible que, sin embargo, no debemos llevar demasiado lejos: la principal diferencia entre los dos momentos parece residir en que, mientras el fervor de comunidad de las elaboraciones de los años cincuenta no sólo incluye sino que tiende a centrarse en la valorización del papel de las élites —la realeza iluminada, Bolívar—, el fervor de la saga textual abierta en 1965 no sólo incluye sino que tiende a centrarse en la valorización del "gentío materno". Por otra parte, en los textos de los años cincuenta pareciera ser más notable el énfasis colocado sobre la necesidad de que los países predominantes, en especial los Estados Unidos, llevasen a cabo un examen de conciencia, en tanto condición necesaria para el acceso a un universalismo pleno. En fin, el peso del elemento Gemeinschaft ligado a eventuales resonancias trascendentales parece ser también más notorio en esa etapa.

Fue en torno a 1953 que Zea descubrió la obra de Arnold J. Toynbee, a quien llegó a recibir personalmente en México. El ensayo El Occidente y la conciencia de México luce en su frontispicio una expresiva dedicatoria al sabio británico, profusamente citado en ese tiempo (Zea, 2001). En el corazón de este escrito hay un parágrafo cuya consideración es crucial para la adecuada intelección de lo que venimos tratando. En esas líneas Zea discute con Edmundo O'Gorman sobre la significación y los alcances del historicismo. Medularmente, Zea no está de acuerdo con O'Gorman en la idea según la cual el historicismo es un neoaristocratismo: para Zea, adherir al historicismo no necesariamente supone pensar que haya hombres de los que quepa decir que sean más o menos plenamente hombres que otros. Inspirándose explícitamente en Toynbee, Zea introduce la noción del regateo de humanidad como categoría principal para pensar el asunto. Situado en esta línea de reflexión, se resiste a conceder que quienes ocupan los lugares de predominio sean más plenamente humanos que el resto; a sus ojos, lo que sucede es algo bien distinto: los privilegiados regatean a los otros su humanidad. El punto de vista es exactamente el inverso al perfilado por O'Gorman: para Zea, el historicismo de ninguna manera es una forma nueva de aristocratismo; es, por el contrario, la toma de conciencia de la relatividad histórica de todas las culturas y de su, en principio, igual o análoga valía; la toma de conciencia, en definitiva, de que el regateo es ni más ni menos que un regateo, que debe ser denunciado, desmontado y superado. Parece importante destacar que, aunque ambos autores —Zea y O'Gorman— parecen compartir (entonces y también después) la imagen y el horizonte de una humanización progresiva y creciente, cabe detectar profundas diferencias en los modos concretos en que conciben esa imagen y ese horizonte. Esquemáticamente, si para O'Gorman se trata de que los todavía-no-plenamente-humanos se fueran humanizando (fundamentalmente con base sus esfuerzos), para Zea se trata de poner fin al regateo de humanidad.

Por lo demás, el horizonte de Zea contiene una fuerte valoración de las particularidades, tema que solicita adentrarnos en un breve paréntesis. Más allá de algunas oscilaciones que habría que desenmarañar mejor, se advierte que, en Toynbee, la occidentalización aparece como un horizonte inevitable e inevitablemente homogeneizador: homologada al caballo de Troya, la técnica occidental es vista como algo que de manera ineluctable emponzoña a las culturas a las que toca, afectándolas estructural y decisivamente (Toynbee, 1953). Como antídoto a esta imagen, que evidentemente le resultaba perturbadora, Zea acude una y otra vez a una sentencia del mismo Toynbee según la cual la contienda entre las culturas "todavía está abierta". La cuestión es interesante, no sólo porque nos deja ver a Zea apropiándose de Toynbee en forma sesgada, sino además porque nos conduce una vez más a la pregunta clave subyacente: ¿hasta qué punto es posible occidentalizarse sin renunciar a la propia identidad? En todo caso, el horizonte zeiano de 1953 —y, como venimos viendo, también el de otros momentos— combina tensamente ambas imágenes: lo que cabría llamar su mundo ideal no es un mundo pre o anti occidental, sino un mundo occidental humanizado, es decir, un mundo occidental auténticamente universal.

A fines de 1949 José Gaos le dirigió a Zea una célebre carta abierta, en la que le insta a desarrollar y llevar a plenitud las interpretaciones filosóficas-históricas despuntadas en la Introducción a Dos etapas del pensamiento en Hispanoamérica (1949). En cierto pasaje Gaos formula un comentario penetrante, en el cual glosa elogiosamente a Zea a la vez que lo impulsa a una vasta tarea de clarificación filosófica: en vez de deshacerse del pasado, es preciso asimilarlo para superarlo; en vez de rehacerse según un presente extraño, es preciso rehacerse según el pasado y presente más propios con vistas al más propio futuro. La recomendación gaosiana evidentemente incitó a Zea a continuar explorando la inasible e inestable esfera de lo propio y a consagrarse a la elaboración de su filosofía de la historia americana, orientada a rectificar a Hegel a través de la asimilación de Toynbee.

La última sección de un artículo publicado por Zea —"Norteamérica en la conciencia hispanoamericana"— lleva el significativo título de "Lo positivo en Hispanoamérica" (1948). En esas páginas se detecta que a Zea le había impresionado la afirmación de Andrés Bello según la cual si todo hubiese sido tan negativo en lo español y en sus colonias, no habría manera de explicar la grandeza de los hombres que llevaron a cabo la gesta de la independencia. Se comprueba asimismo que a Zea le había impresionado muy vivamente el temprano impulso diferenciador entre las dos Américas identificable en la obra del chileno Francisco Bilbao. Zea constata en Bilbao la inversión radical de los signos valorativos habituales sobre las dos Américas: para Bilbao, si los del Norte exterminaron a los nativos, en el Sur hubo incorporación y mestizaje; si los del Norte cayeron en la tentación de los titanes, los del Sur respetaron la dignidad humana; si los del Norte encontraron en el goce de las cosas terrenales el fin último de la existencia, los del Sur ubicaron a éste en un plano que no es el terrenal, sino ligado a algún tipo de consideración trascendente. Zea conecta la serie de contrastes de Bilbao con las formulaciones, más próximas a su tiempo, de Rodó y de Vasconcelos; más importante que eso es llamar la atención sobre el hecho de que la pareja Bello-Bilbao se volvió rápidamente parte principal del acervo de citas y referencias predilectas de Zea, y ello exactamente en los sentidos que acabamos de indicar. En alguna medida Zea encontró allí, sobre todo en la serie de contrastes bilbaína, elementos para insuflarle vida a la esfera de lo propio, más sustantivos que los que pudo haber hallado en, por ejemplo, el Ariel de Rodó.

No parece excesivo postular que en este hallazgo de los pasajes de Bello y, sobre todo, de Bilbao, está la semilla de las respuestas dadas por Zea al tema de "lo propio positivo". Podríamos detener aquí nuestra exploración; sin embargo, vale la pena proseguir un trecho más, adentrándonos en la etapa pre-seminal, y abriéndonos a escuchar un par de otras voces: hacerlo nos deparará algunas revelaciones adicionales. Zea dio con los pasajes aludidos durante el viaje que realizó, en pleno corazón de la década del cuarenta y a instancias de la Fundación Rockefeller, por varios países de Hispanoamérica. Dio con ellos porque de alguna manera estaba preparado para hacerlo: en los años de la Segunda Guerra Mundial, Zea, en la convicción, compartida con su maestro Gaos, de que el conflicto era expresión de una severa crisis, se había planteado unos interrogantes que dejaban entrever tanto un difuso fervor de lo propio americano como la promesa de una metafísica, entendida ésta como constelación de valores capaz de dotar de sentido a unas prácticas a la deriva (Zea, 1942). En aquel tiempo pre-seminal, Zea interamericanizaba casi tanto como lo hiciera en algunos de los textos y contextos comentados más arriba: si Kennedy nos había recordado a Clinton, ahora —nuevo déjà vu— Franklin D. Roosevelt nos recuerda a Kennedy (Zea, 1944). La pregunta sobre lo propio (y el difuso fervor conexo), así como el interés en la cuestión de las dos Américas son previos tanto al viaje por América como a la toma de contacto con los pasajes de Bello-Bilbao.

Por lo demás, tanto la conciencia de estar ante una seria crisis de la cultura occidental como el fervor de lo propio y la promesa de una metafísica son elementos que también están presentes en las textualizaciones del Gaos de principios de la década del cuarenta. Lo están, hay que decirlo, de una manera más elaborada que en el Zea de esos mismos años; y ello a un punto tal que se podría sostener que la semilla del mejor Zea se encuentra, en una medida importante, en un ensayo como "La decadencia" de Gaos (leído como conferencia en 1946, meses después de Hiroshima y Nagasaki), cuyo contenido también presenta afinidades con el planteamiento de Richard Morse, tan profundas como inexploradas (Gaos, 1992). Es claro que no hay que llevar demasiado lejos esta serie de consideraciones, entre otras cosas porque de ninguna manera podría decirse que el Gaos ulterior arribara a puntos de equilibrio y a modos de resolución idénticos, y ni siquiera próximos, a los que fuimos viendo para el caso de Zea. De hecho, el último Gaos, el de la década del sesenta, siendo igual o más crítico aún de la deriva del mundo contemporáneo, parece haber abandonado la idea —cultivada antes por él mismo, y también trabajada, con las especificidades de cada caso, por Zea y por Morse— según la cual el orbe iberoamericano pudiera tener algún mensaje que ofrecer ante el ominoso panorama general (Gaos, 1994; Kozel, 2010 y 2012).

Una última consideración, que también involucra a Gaos. Fue en 1941 que Edmundo O'Gorman dio a conocer su extenso ensayo "Sobre la naturaleza bestial del indio americano", al que ya hicimos referencia. Como sabemos, en ese texto singular, heterodoxo y eventualmente inclasificable, O'Gorman, desde su singular mirador neo-sepulvediano, planteaba que la salida a la barbarie generalizada podía residir en el cultivo del historicismo, entendido como neo-humanismo aristocratizante. Ahora bien, todo el planteamiento vertido por O'Gorman en su raro "Sobre la naturaleza bestial..." se inspira en su no menos personal lectura del artículo "Sobre sociedad e historia", dado a conocer por su amigo y maestro el año anterior (Gaos, 1940). En ese ensayo, Gaos expone los distintos modos a través de los cuales es posible concebir la relación entre las nociones de humanidad e historia, planteando que uno de esos modos consiste en sostener que, si lo distintivo del hombre es ser histórico, y si no todo hombre ha sido ni es histórico, ha de concluirse que no todo hombre ha sido ni es plenamente hombre. De la lectura de los pasajes conclusivos del ensayo se desprende que el Gaos de 1940 no necesariamente adhería a ese modo de plantear las cosas; por el contrario, su pathos de ese tiempo se deja describir mucho mejor acudiendo a nociones como perplejidad y preocupación, sin que deba dejar de notarse cierta dosis de ironía hacia lo que cabría designar como la soberbia occidental ante el supuesto progreso que las sucesivas catástrofes en curso iban poniendo severamente en entredicho. Para decirlo brevemente, hay algunas zonas del "Sobre sociedad e historia" gaosiano que recuerdan el historicismo aristocratizante del O'Gorman de "Sobre la naturaleza bestial.", en tanto que otras recuerdan al historicismo relativista del Zea de El Occidente y la conciencia de México. Como sabemos, cuando a comienzos de los años cincuenta Zea elaboró El Occidente..., ya había descubierto en la pareja Bello-Bilbao, en la noción de comunidad y en la doctrina de Arnold J. Toynbee unos aliados poderosos para forjar y robustecer su posición y para disparar, desde allí, munición polémica contra las atrevidas formulaciones o'gormanianas. Con plena conciencia anticipada de lo que había en juego en todo esto, Gaos, antes de ponerle el punto final a su ensayo de 1940, no dejó de consignar, a guisa de sabia advertencia, que el adecuado planteamiento de los dilemas que su texto implicaba y dejaba pendientes exigiría encararse con complicadas cuestiones de antropología filosófica y de filosofía de la historia. Esta exploración de la fase pre-seminal zeiana podría seguir extendiéndose casi ad libitum, llegando a cubrir zonas de la obra de Ortega y Gasset y, más atrás aún, del mismo Hegel. No obstante, lo indicado parece ser suficiente para dar paso al siguiente momento de nuestra tentativa.

 

Diamantes y herrumbre

El recorrido realizado nos reveló algunas cosas importantes. Una de ellas tiene que ver con comprobar que en la trayectoria intelectual de Zea ha sido medular y, fuera de la mencionada excepción de la respuesta de 1975, también constante, la referencia al desarrollo en tanto horizonte deseable para América Latina. Zea fue, no hay duda de ello, un desarrollista, incluso podría afirmarse que lo fue avant la lettre. En todo caso, lo que fue variando a lo largo del tiempo fue la forma en que pensó el acceso al desarrollo —cubriendo un espectro que va de la imagen del socio menor a la postulación del desacople—, así como también, y derivadamente, la determinación de los modelos a seguir y los modos de concebir el papel de las naciones privilegiadas, en particular de los Estados Unidos. En relación con esto último, parece adecuado postular que Zea cultivó la disposición, bastante frecuente entre los intelectuales latinoamericanos, a distinguir entre "dos" Estados Unidos —esquemáticamente, los malos y los buenos—: de hecho, los movimientos de contracción y distensión de las disposiciones interamericanista y anti-imperialista aparecen en Zea muy ligados a una suerte de ciclo recurrente compuesto de fases de entusiasmo y de animadversión con respecto a la política exterior estadounidense.

La segunda constatación se liga a visualizar que en la trayectoria de Zea ha sido medular y constante la insistencia en "lo propio". Sin duda, como planteó Fernando Hernández (2007), pensar esta esfera constituye, en términos filosóficos estrictos, una tarea problemática y "sin fondo". Como intenté insinuar hace un momento, la referencia a dicha esfera por parte de Zea comenzó siendo más un fervor difuso que una formulación consistente. Con el paso de los lustros, y vía la toma de contacto con un extenso repertorio de elementos —repasemos: la serie de contrastes propuesta por Bilbao, la noción Tönniesiana de comunidad, la propuesta doctrinaria de Toynbee, numerosas lecturas sobre historia española y americana—, Zea consiguió dotar a la esfera de lo propio de una serie de contenidos concretos. La insistencia en la noción de comunidad fue clave en la edificación de su construcción intelectual: es probable que el lustro largo 1952-1957 fuera su periodo más fértil en ese sentido. Si es cierto que las formulaciones de Zea no son todo lo sistemáticas que hoy, desde nuestro mirador retrospectivo, pudiéramos desear, también lo es que, aún con sus ambivalencias e indeterminaciones, son rotundas y estimulantes. En este caso, lo que fue variando a partir del lustro referido fue el complejo de imágenes, acentos y matices al interior de dicho espacio —declinaciones del fervor de comunidad, cabría decir—; también fue cambiando, derivadamente y en estrecha relación con las mutaciones referidas a las vías imaginadas para acceder al desarrollo y a las apreciaciones sobre los Estados Unidos, la forma de pensar las conexiones entre eso "propio" con lo ajeno y lo universal.

Ahora bien, más allá de la identificación de continuidades y variaciones, es preciso poner de relieve la peculiar coloración del desarrollismo zeiano. La peculiaridad está dada por el hecho de que Zea liga, de un modo singular, los dos elementos que componen la tensión que aquí nos ocupa: el desarrollo y el ethos. Para decirlo por medio de una formulación concisa, el ethos latinoamericano no constituye en Zea un obstáculo para alcanzar el desarrollo ni los beneficios asociados a la modernidad. La derivación parenética de su propuesta consiste no sólo en instar a que México y América Latina persigan el desarrollo sin renunciar a su ethos particular, sino que además lo hagan con base en él. Esta disposición es más que evidente en Fin de milenio, pero también se encuentra en sus elaboraciones anteriores: recordemos, por ejemplo, que el cultivo del fervor de comunidad nunca fue equivalente a un rechazo en bloque de la civilización moderna.

Uno de los autores que más rápidamente captó los agudos problemas implicados en la propuesta zeiana fue Edmundo O'Gorman. En México, el trauma de su historia (1977), uno de sus ensayos fundamentales, O'Gorman polemizó de manera abierta con el latinoamericanismo clásico de Rodó y Vasconcelos y, de manera tácita pero evidente, con las posiciones de Zea. O'Gorman expone el paralogismo implícito en la fórmula "acceder a la modernidad sin renunciar al propio modo de ser". Y es que, a sus ojos, es justamente ese propio modo de ser el factor que ha impedido y que sigue impidiendo que México y la América Ibera lleguen a ser auténticamente modernos. Según O'Gorman (1977), el acceso a la modernidad exige renunciar resueltamente a ese modo de ser para poder salir así del laberinto ontológico en el que el mundo iberoamericano permanece atrapado.5

Como sea, considerar la embestida crítica o'gormaniana resulta útil aquí en la medida en que permite que nos percatemos de hasta qué punto la coloración peculiar del desarrollismo zeiano deja ubicado a Zea en un lugar muy especial dentro de lo que podríamos llamar "la gran controversia posweberiana" en torno al origen del capitalismo, a la ética económica de las religiones y a los vínculos entre los ethos no protestantes (o, más puntualmente, no calvinistas) y la realidad del capitalismo. El punto toral es el siguiente: a diferencia de todas aquellas posiciones que, con base en algún tipo de recuperación de las tesis de Weber, sostienen que el ethos latinoamericano constituye un obstáculo para el desarrollo y el acceso a la modernidad y sus beneficios, el desarrollismo peculiar de Zea postula que es posible acceder al más alto nivel de desarrollo permaneciendo fieles al propio ethos.

Todo este debate puede ganar mayor profundidad si se repara en lo siguiente: Zea no insiste sobre lo propio simplemente porque es propio. Hay muchas más cosas en juego. De hecho, aun considerando exclusivamente los momentos preseminal y seminal del itinerario zeiano, encontramos que el fervor de lo propio no se presenta solo, sino que aparece estrechamente articulado con una distancia crítica frente a lo que cabe denominar, una vez más con fines de condensación, experiencia dominante de modernidad. En los años subsiguientes, esa disposición crítica se volvió todavía más nítida, en especial en los momentos de mayor radicalización —los años en torno a Guatemala 1954, la saga abierta en 1965—; por el contrario, la distancia se hizo más delgada en aquellas ocasiones en las cuales Zea alcanzó a entrever una más o menos inminente consumación del lieto fine que su filosofía de la historia siempre preservó como horizonte rector —tales los casos del momento Kennedy y de Fin de milenio. De manera que la estructuración de la esfera de lo propio en Zea resulta indisociable de la búsqueda de elementos profilácticos, terapéuticos o amortiguadores en relación con aquellas dimensiones de la experiencia dominante de modernidad vistas como inconvenientes, nocivas o indeseables. Una Europa a la deriva que se desangra en la guerra, un Occidente promotor de un falso universalismo, un mundo moderno maquinizado e impersonal, unos Estados Unidos imperialistas que avasallan la libre determinación de los pueblos más débiles..., ninguna de estas imágenes es ajena a Zea. Todo lo contrario: más allá de las variaciones, no hay duda de que Zea fue un modernizador, pero un modernizador ambivalente ante la experiencia dominante de la modernidad. Señalemos al pasar que el implacable ojo de O'Gorman no dejó de percibir este rasgo, juzgándolo con signo negativo y no exento de ironía, cuando no necesariamente debe ser así: de hecho, la ambivalencia ante la experiencia dominante de modernidad —anhelarla y recelarla en un mismo gesto— parece ser un rasgo no sólo definitorio sino además fecundo de buena parte de la tradición ideológico-cultural latinoamericana, de la cual Zea ha sido y sigue siendo emblema. En suma, Zea insiste sobre lo propio porque es propio, pero también, y sobre todo, porque los elementos que componen eso propio —unos elementos que le llevó tiempo y trabajo identificar: incorporación, mestizaje, espíritu de comunidad— remiten a resonancias capaces de dotar de sentido unas prácticas a la deriva y de proporcionar respuestas a las interrogaciones sobre el sentido de la existencia desde una clave no desconocedora del otro y no utilitaria o, al menos, no predominantemente utilitaria. En la medida de ello, los elementos que componen la esfera de lo propio zeiano poseen el singular atributo de ser potenciales instancias de dialectización crítica de la experiencia dominante de la modernidad. Desarrollarse sin renunciar al ethos supone asumir la necesidad de transitar los pliegues de esa dialéctica que, en Zea —como en Toynbee—, jamás dejó de gravitar hacia un lieto fine entrevisto como necesario.

Desde luego, siempre seguirá siendo posible pensar que carece de sentido postular la existencia de un ethos latinoamericano. Alguien podría sostener, por ejemplo, que si algo como eso existió alguna vez, con el tiempo fue erosionándose hasta el punto de volverse irreconocible, sea por la particularización cultural y por la concomitante emergencia de realidades de complejidad y diversidad crecientes, sea por el avasallamiento producido por el accionar de las lógicas más características de la experiencia dominante de modernidad, que ya lo habrían mercantilizado todo, sea por una combinación de ambos factores. De aceptarse esto, el cultivo de la reflexión sobre el ethos latinoamericano sería, a lo sumo, una labor de orientación predominantemente historiográfica, en el sentido de que podría contribuir a dotar de sentidos renovados aquellas zonas del pasado donde dicho ethos desempeñó algún tipo de papel, aunque sin autorizar mayores conexiones, con un presente y con un porvenir que discurren por unos cauces radicalmente distintos: se trataría de promover una historia cultural que, no desprovista de nobleza, estuviese consagrada a remover montones de herrumbre en busca de unos diamantes capaces de iluminar zonas de un pasado dejado definitivamente atrás. Pero uno podría también pensar que esos diamantes todavía tienen algo para decir, es decir, que todavía existen como tales, y que pueden tener algún tipo de vigencia en el presente —siguiendo a Zea, una vigencia orientada a la profilaxis, terapéutica y amortiguación de las dimensiones nocivas o indeseadas de la experiencia de la modernidad, todo eso siempre en el marco, vale la pena insistir sobre ello, de un élan de signo primordialmente desarrollista y modernizador. En relación con la imagen de la victoria irreversible del modo de existencia global sobre los modos de existencia locales, uno podría pensar, siguiendo de cerca al Zea que deliberadamente había leído mal a Toynbee, que los modos de existencia locales son algo más que herrumbre sin significado ni porvenir, que la contienda todavía permanece abierta, que sus resultados son en parte imprevisibles, que es posible y conveniente preservar el horizonte de un lieto fine para la historia de la humanidad, que todo lo anterior es algo más que una búsqueda insustancial de consuelo.

Un élan de signo primordialmente desarrollista y modernizador: destacar el punto es fundamental tanto para una adecuada interpretación de la ecuación propuesta por Zea como para abrir el juego a una puesta en diálogo fecunda con otras ecuaciones que parecen transitar sendas de reflexión hasta cierto punto análogas. Y es que la presencia de dicho rasgo aleja marcadamente a Zea de otras modalidades de recuperación del ethos latinoamericano, por ejemplo, de la del historiador de la cultura estadounidense y filo-frankfurtiano Richard Morse (1982), de la del sociólogo católico chileno Pedro Morandé (1984), de la del filósofo crítico ecuatoriano-mexicano y también filo-frankfurtiano Bolívar Echeverría (1998), modalidades con las que podría eventualmente compartir algunos elementos cuya puesta en limpio no carecería de interés (Kozel, 2008). A riesgo de ser esquemático, podría decirse que entre los pensadores recién mencionados la ambivalencia ante la experiencia dominante de la modernidad es menor que en el caso de Zea, en el sentido de que el componente "distancia crítica" tiende a devorarse por completo al componente solícito/admirativo frente a dicha experiencia. Sin duda, para el latinoamericanismo de nuestros días resultaría saludable y vigorizador dar cauce y estímulo a un debate intenso —a la vez que filológica y hermenéuticamente riguroso— sobre estas cuestiones y sobre sus eventuales derivaciones heurísticas y parenéticas.

¿Es posible imaginar qué diría Leopoldo Zea en nuestros días? Los ejercicios contrafácticos de esta naturaleza siempre son cuestionables y riesgosos. Sin embargo, pienso que en este caso vale la pena intentarlo, aunque no sea más que para abrir un posible debate, no tanto sobre su (indemostrable) "verdad", sino sobre lo que podría ser hoy un latinoamericanismo vivo. A mi modo de ver, no es del todo imposible abrir una línea de reflexión conjetural pero razonablemente verosímil en este sentido. Probablemente, en nuestros días Zea seguiría poniendo de relieve la cuestión del crecimiento de Extremo Oriente, incluiría más a la India en sus consideraciones, observaría con atención —seguramente con algún entusiasmo y con variaciones y matices a cuyos pliegues hubiese sido interesante asistir—, el "exitoso" desempeño económico de algunas economías latinoamericanas en la primera década del siglo (que tuvo lugar, justamente, a partir de la intensificación de su comercio con la lejana Asia), se adentraría en los meandros del debate en curso sobre la posibilidad de traducir el crecimiento experimentado en un desarrollo más genuino y equilibrado, y evaluaría con una dosis de desasosiego el desempeño reciente de México, tanto en los planos económico como político y social, intentando dar algún tipo de respuesta a la interrogación relativa de por qué el TLC no dio los resultados esperados por sus artífices ni, tampoco, por él mismo. Es altamente probable que hoy Zea siguiera ofreciendo resistencia intelectual a la imagen de la galvanización cultural del mundo, es decir, que siguiera sin adherir, ni siquiera parcialmente, al diagnóstico del triunfo definitivo de lo global mercantilizado sobre todo ethos particular. En fin, es sumamente probable que actualmente Zea fuera más sensible que antes a la centralidad de la cuestión ambiental en los debates sobre el desarrollo; sin embargo, resulta difícil pensar que ello lo llevara a abandonar su característico élan desarrollista y modernizador; más factible es suponer que en relación a dicha cuestión capital pudiera mostrarse dispuesto a retomar creativamente su toynbeeana exhortación al examen de conciencia, así como también ciertas tematizaciones relativas a la eventual fecundidad de las incrustaciones Gemeinschaft en el paisaje contemporáneo.

 

Fuentes consultadas

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Notas

1 Parece hasta cierto punto legítimo postular una suerte de cadena de equivalencias entre las nociones de "lo propio", "forma de convivencia", "forma de vida", "valores tradicionales" —expresiones a las que acudió Zea— y la noción de ethos, eventualmente ausente de su obra. La opción, que puede desde luego cuestionarse, encuentra justificación en (a) la conveniencia práctica que supone englobar una serie de nociones y referencias en un concepto único dotado de relativa capacidad de condensación, y (b) mi interés específico en poner a dialogar a Zea con otros autores que han transitado sendas de reflexión análogas.

2 La bibliografía sobre Zea es profusa. La biografía más importante sigue siendo la de Medin (1983). Un aporte reciente que busca recuperar el legado de Zea desde la perspectiva del establecimiento de una agenda continental renovada es el de Devés Valdés (2010).

3 Zea presentó su ensayo "Latinoamérica en el siglo XX" en el Simposium Espontaneidad y adaptación en el desarrollo de las civilizaciones de la VII Asamblea General del Consejo Internacional de las Ciencias Filosóficas y Humanísticas que tuvo lugar en México en septiembre de 1963. La precisión es importante: aunque publicado después, se trata de un texto elaborado antes del asesinato de John F. Kennedy.

4 El texto fue recogido en el volumen La esencia de lo americano, publicado en Buenos Aires en 1971. Antes había sido publicado bajo el título "Dos formas de vida en América" (Zea, 1963). Hay una serie de elementos que permiten inferir que la factura del texto es muy anterior tanto a 1971 como a 1963: la edición de Diánoia no se acompaña de notas al pie; la recuperada en La esencia de lo americano, sí: al observar dichas notas, se aprecia que no hay en ellas referencias a materiales posteriores a 1957, y que el libro América en la historia aparece anunciado como de próxima publicación. Por lo tanto, es casi seguro que "Formas..." y "Dos formas..." derivan de un texto preparado por Zea hacia 1956, probablemente para ser leído. En virtud de que se preservan en ella las referencias mencionadas y algunas más, que son justamente las que permiten datar con precisión el momento de elaboración del texto, la versión de 1971 resulta ser más antigua que la de 1963.

5 Desde luego, la posición de O'Gorman tampoco está exenta de problemas; uno podría preguntar, por ejemplo y entre otras cosas, cómo se implementaría, en términos prácticos, ese dejar atrás el propio modo de ser. Por lo demás, el itinerario de O'Gorman —parte de cuyas peripecias se dejan comprender mejor atendiendo a su larga y tácita polémica con Zea—, tampoco está libre de inestabilidades, tensiones e inesperados virajes (Kozel, 2009, 2011a y 2012).

 

Información sobre el autor:

Andrés Kozel. Doctor en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Profesor Titular en la Universidad Nacional de San Martín, Escuela de Humanidades. Actualmente se encuentra en prensa su libro La idea de América en el historicismo mexicano. José Gaos, Edmundo O'Gorman y Leopoldo Zea, México: Ed. El Colegio de México, colección Jornadas. Sus líneas de investigación son: Pensamiento latinoamericano del siglo XX, Sociología de los intelectuales y de las ideologías en América Latina, Historia intelectual y cultural latinoamericana.

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