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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.9 n.18 Ciudad de México Jan./Apr. 2012

 

Reseñas

 

La izquierda y los derechos sociales

 

Ángel Sermeño Quezada*

 

Batres Guadarrama, M. (2011), Los derechos de las familias en la Ciudad de México, México: Miguel Ángel Porrúa.

 

* Doctor en Ciencia Política. Profesor-investigador de la Academia de Ciencia Política y Administración Urbana de la UACM. Dirección electrónica: angelsermeno@yahoo.com.mx

 

El libro de Martí Batres Guadarrama que motiva los presentes comentarios es una obra sobre todo de naturaleza jurídica que estudia la evolución del derecho de familia en tanto derecho social. Por supuesto, la referida problemática trasciende su marco analítico y abre el diálogo del derecho con otras esferas afines como la política y la propia sociedad. En este sentido, el presente texto aborda también un conjunto de cuestiones sumamente centrales y de vanguardia en el terreno de la teoría de la ciudadanía, las transformaciones del Estado y el surgimiento de nuevas demandas de justicia basadas no sólo en el habitual terreno de la justicia distributiva, sino también en el ámbito de la exigencia del reconocimiento de nuevas identidades de grupo. Lo anterior lo menciono dado que me permite aclarar que circunscribo mis comentarios a estos puntos de intersección que, justamente, se encuentran entre los más debatidos y problematizados por la teoría democrática contemporánea. Voy a organizar mis comentarios en dos momentos. En el primero de ellos intentaré reconstruir el núcleo argumentativo central que da coherencia al texto. En seguida, enunciaré algunos de los problemas principales que desde la teoría política contemporánea se encuentran aludidos en este libro que comento.

El argumento principal que organiza y estructura el presente libro sostiene que los derechos de familia son genuinos derechos sociales. Es decir, son derechos cuyos titulares son individuos pero que se ejercen de manera colectiva. Son derechos de ciudadanía que se refieren al individuo en su dimensión de persona social. Por tanto, son derechos que avanzan hacia el establecimiento y el reconocimiento de sujetos jurídicos colectivos. Son, pues, derechos de grupo. Ello hace que la convencional clasificación del derecho en privado y público requiera un ajuste estructural que reconozca al derecho social como un "conjunto de nuevas ramas jurídicas protectoras de ciertos derechos específicos del grupo social". Así, en el caso de la familia, este conjunto de nuevos derechos tiende a "la protección económica de la misma, a la regulación de su aspecto colectivo, al reconocimiento de su diversidad, a la equidad en sus relaciones internas" y, por supuesto, de todo lo anterior se desprende, "al combate a la violencia familiar".

En consecuencia, nos encontramos, nos advierte el autor del libro, ante una transformación notable del enfoque jurídico tradicional. Su principal novedad estriba en que "de ser considerada tradicionalmente una esfera privada, la familia es objeto hoy de numerosas normas que ponderan el interés público y social [...] (es decir), lo que sucede en el interior de la familia incumbe al Estado y a la sociedad". Asistimos, entonces, a contemplar una nueva y compleja regulación transversal de la familia con el explícito propósito de reglamentar las relaciones de desigualdad que se producen en su interior. Con el derecho de familia, entre otras metas, se procura hacer visible y corregir el sesgo patriarcal que casi de manera inmemorial, la legislación civil tradicional sancionó y avaló. Hoy, precisamente, lo que se busca es introducir y garantizar la equidad a la hora de resolver los conflictos que se producen dentro del seno familiar. Esto es, garantizar y proteger a la parte que se encuentra en desventaja en las necesariamente relaciones desiguales que se producen dentro de la familia.

Para enfatizar este punto que introduce la novedad radical en la concepción del derecho social cito al autor: "El derecho social no se limita a establecer normas protectoras sino que busca igualar a los diferentes, 'habilitándolos' y 'homologándolos', es decir, convirtiéndolos en iguales frente a los más fuertes". Y más adelante también dice: "El Estado no sólo reconoce la desigualdad existente en la sociedad, sino que va a intervenir para proteger o fortalecer a la parte más desamparada, más débil, más oprimida o más excluida".

Esta apretada síntesis de lo que en mi opinión constituye el principal eje argumentativo del libro no hace justicia a una cantidad relevante de información que se encuentra dentro del mismo. En este texto también se desarrolla, a lo largo de la mayoría de sus 16 concisos capítulos, una suerte de crónica, cronología y descripción de una profunda transformación de la superestructura jurídica para fundamentar la implementación de políticas públicas de avanzada en la Ciudad de México. Políticas públicas, pues, que se justifican y legitiman en esta innovadora concepción del derecho social y, específicamente, de su sub-rama, el derecho de familia. Siendo el autor del libro un destacado funcionario público y un político profesional de izquierda, resulta perfectamente comprensible la defensa de la tesis que estructura esta otra dimensión del presente libro. Afirmar entonces que "es el Distrito Federal la entidad federativa de la república mexicana en la que es más notoria la transformación del derecho familiar en un conjunto de normas avanzadas y modernas del derecho social", implica la tácita aceptación de que ello ha sido posible en virtud de la voluntad política de un gobierno de izquierda que es sensible a todas estas nuevas expresiones que adopta la cuestión social y su lucha contra la discriminación de colectividades organizadas sobre el reclamo de reconocimiento de identidades específicas.

Es francamente amplio el catálogo de problemas conceptuales y prácticos que invocando a una teoría de la ciudadanía y de los derechos pueden describirse y abordarse. Precisamente, el éxito de la recuperación de la noción de ciudadanía en la teoría política de los años noventas obedece justamente a esa apuesta por encontrar soluciones, desde las categorías de derechos y ciudadanía, a dicha apretada agenda de dilemas y desafíos —normativos, coyunturales e históricos—, muchos de ellos inéditos. Enumero, pues, de manera improvisada y aleatoria los que me parecen más destacados de ellos: a) las tensiones entre las perspectivas individualistas y colectivistas de los derechos; b) la discusión sobre si los derechos sociales son verdaderamente derechos fundamentales; c) la inflación normativa de los derechos; d) la cuestión de la apatía política que radica en una concepción de ciudadanía pasiva que enfatiza los derechos y minimiza los deberes; e) las críticas neoconservadoras al Estado de bienestar por debilitar a la ciudadanía y fomentar el clientelismo (cabe recalcar en esta crítica que la izquierda socialdemócrata termina concediendo razón a las impugnaciones neoconservadoras); f) la cuestión sobre cómo se financian los derechos sociales y si efectivamente producen igualdad o acentúan la desigualdad; g) el debate sobre la justificación liberal de los derechos diferenciados de grupo y la viabilidad o no de la ciudadanía multicultural; h) la naturaleza no homogénea de los derechos, e i) las insatisfactorias y problemáticas clasificaciones de los derechos.

Tal listado es, por supuesto, incompleto. Mi punto es que desde cualquiera de ellos se puede iniciar un diálogo con las tesis del libro de Batres Guadarrama y problematizar a fondo el alcance de una teoría de los derechos de familia. Dadas las naturales limitaciones de espacio me acotaré a apuntar brevemente a algunas de las implicaciones que emanan para el referido libro. Estas cuestiones son: la defensa de los derechos sociales como derechos fundamentales y la extendida tendencia de provocar una arriesgada inflación normativa de los derechos.

Como se sabe, la era de los derechos sociales comenzó tras la ii Guerra Mundial. Los tres principales derechos sociales reconocidos han sido los derechos laborales, los derechos a la salud y a la educación. El texto seminal de 1950 de T. H. Marshall, Ciudadanía y clase social, hoy tan criticado pero, por otra parte, imposible de ignorarse, reviste en mi opinión de una renovada actualidad por su defensa en clave liberal de la legitimidad de los derechos sociales. Si quizá para la izquierda de su época este texto habría parecido insuficiente y reformista por no confrontar abiertamente al sistema capitalista de producción; hoy, estoy convencido, aporta un modelo de argumentación y defensa de los derechos sociales. Tras la lamentablemente exitosa embestida neoliberal a lo largo de la década de los ochentas y los noventas contra el Estado de bienestar, que ha ocasionado su acelerado desmantelamiento, las tesis de Marshall, hay que reconocerlo, me parece que ofrecen una contundencia normativa indiscutible.

Recuérdese que Marshall defiende la prioridad de la dignidad de la persona por sobre la lógica sistémica e impersonal del mercado. La lapidaria frase en razón de la cual se sostiene que el contrato debe subordinarse al estatus me sigue pareciendo de un alcance similar a la premisa bobbiana de que los derechos sociales son irrenunciables. Por supuesto, la tirantez entre una lógica individualista y una visión grupal de los derechos necesariamente plantea tensiones, confrontaciones y contradicciones. Sin embargo, el argumento clásico que demuestra la necesidad y prioridad de los derechos sociales para complementar y permitir el pleno ejercicio de la libertad, a través de los derechos individuales civiles y políticos, me sigue pareciendo insuperable. Como sostiene Bobbio: "creo que el reconocimiento de algunos derechos sociales fundamentales es el presupuesto o la precondición de un efectivo ejercicio de los derechos de libertad. Una persona instruida es más libre que una inculta; una persona que tiene un empleo es más libre que una desocupada; una persona sana es más libre que una enferma".

La otra premisa implícita a la hora de defender la legitimidad y viabilidad de los derechos sociales pasa por reconocer la igualmente irrenunciable y activa intervención reglamentaria del Estado. En la especificación de la naturaleza de los derechos de familia, el presente texto apela positiva y abiertamente a esta dimensión interventora y reglamentaria del Estado. Esa intervención se justificaría a partir de garantizar la equidad, de equilibrar las asimetrías empoderando al débil. De la misma manera, un argumento que se ha utilizado en contra de la legitimidad de los derechos sociales formula la distinción entre derechos de expectativas negativas, como los derechos civiles y políticos, y derechos prestacionales de expectativas positivas que exigen la intervención del Estado, en donde los derechos sociales serían los derechos emblemáticos por excelencia. Bajo esta distinción se rechaza la legitimidad de los derechos sociales, agregando la objeción de que esa intervención del Estado es costosa en términos económicos. En cambio, los derechos civiles y políticos, al no ser costosos y limitar al mínimo la necesidad de intervención del Estado, estarían en mejor posición para afirmar su carácter de derechos fundamentales. Sin embargo, esta clasificación resulta especialmente débil y engañosa. Como muy bien me ha argumentado mi colega Álvaro Aragón, bien visto el asunto, todos los derechos exigen la intervención del Estado y de una u otra forma todos los derechos son costosos. Todos los derechos exigen un actuar positivo, exigen inversión, financiamiento, subvenciones (piénsese para el caso mexicano en el costoso Instituto Federal Electoral). En realidad, se impone un matiz en la pregunta, a saber: si todos los derechos son costosos, la cuestión que surge es: ¿por qué los derechos sociales son los peor garantizados? Una conocida respuesta al respecto —aunque quizá no resulte satisfactoria del todo— es la elaborada por Luigi Ferrajoli, quien sostiene que el problema fundamental radica en que "la elaboración teórico jurídica, de los derechos sociales, es más imperfecta y el sistema de sus garantías más defectuoso". En otras palabras, los referentes teóricos de garantía, comparables en eficacia y sencillez, como los de los derechos civiles y políticos, no los hay para los derechos sociales.

Hasta acá me he alejado un poco de las tesis concretas que contiene el texto comentado. Me interesaba ante todo fijar mi propia postura intelectual a favor de defender el carácter fundamental de los derechos sociales y, por tanto, de argumentar sobre la necesidad de la intervención reglamentaria del Estado. Ambas tesis son presupuestos que no se problematizan y se aceptan en el presente texto y dichos presupuestos son, en mi opinión, completamente válidos. Me queda apuntar hacia una objeción más. Se trata de un cuestionamiento de gran calado y, en verdad, difícil de eludir. Es la problemática vinculada a la exponencial e inmanejable ampliación de los derechos de tercera generación. Al respecto, cabe citar la conocida afirmación de Danilo Zolo, quien cuestiona la tendencia en muchos de los teóricos de la ciudadanía a "ampliar el espectro de la ciudadanía hasta incluir en él a todos los reclamos normativos surgidos en Occidente en este siglo: libertades civiles y políticas, derechos sociales, económicos e industriales, derechos reproductivos (incluyendo el derecho al aborto y el derecho a una maternidad libre)". Por tanto, para Zolo esta irrefrenable tendencia de "inflación normativa" del concepto de ciudadanía "lleva el riesgo de diluir su importancia histórica y funcional, de ignorar las diferencias formales y sustantivas que distinguen a las distintas clases de derechos y, sobre todo, de ignorar las tensiones que existen entre ellos".

Desde esta óptica, la conclusión es obvia. Para un autor como Zolo, a los derechos de familia no debe dárseles el estatuto jurídico de derechos. A lo más, admitiendo que son exigencias morales justificadas, tendrían que ser teorizados simplemente como un conjunto de medidas que aspirarían a ser reconocidas como servicios sociales delimitados y acotados por las condiciones históricas de cada sociedad. Por supuesto, sería ésta una tesis extrema que no comparto, si bien admito que no se puede desechar a priori sino que plantea un desafío intelectual y normativo de primera magnitud.

Intentaré concluir estas fragmentarias, titubeantes e incompletas reflexiones con una última idea. Para cualquier proyecto político de izquierda, uno de sus valores normativos fundamentales debe ser, en mi opinión, la búsqueda y construcción de la justicia social. Tal tarea debe sortear la falsa disyuntiva de elegir entre libertad e igualdad. Una teoría de la justicia social auténtica y válida para nuestros tiempos debe ser creativa a la hora de reconciliar y equilibrar ambos principios, que son, además, pilares de los ordenamientos institucionales. La reivindicación del derecho en los marcos normativos de la izquierda constituye un buen síntoma, la adquisición de un irrenunciable recurso, para recobrar con creatividad y rigor los espacios perdidos en los convulsos tiempos para la izquierda en el inicio/fin de siglo.

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