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Economía UNAM

Print version ISSN 1665-952X

Economía UNAM vol.6 n.16 Ciudad de México Jan./Apr. 2009

 

Democracia y bienestar en México: las transiciones bifurcadas

 

Democracy and welfare in Mexico: The bifurcated transitions

 

Ciro Murayama

 

Profesor de Tiempo Completo de la Facultad de Economía de la unam. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. <ciromr@economia.unam.mx>

 

Resumen

La economía y el sistema político mexicanos vivieron importantes transformaciones en los últimos treinta años. Por un lado, se consiguió desmantelar el régimen político autoritario de partido hegemónico y sustituirlo por un auténtico sistema de partidos. En el lado de la economía, se abandonó el modelo de desarrollo orientado al mercado interno, con una importante participación del Estado, y se consolidó un modelo de economía abierta y liberalizada. Aunque coincidentes en el tiempo, los procesos de cambio político y económico no se han retroalimentado. La democratización política tuvo lugar en un periodo en que la economía registró un bajo ritmo de crecimiento y en el que se deterioró la capacidad para generar empleo de calidad. Mientras se formalizó la disputa por el poder, el empleo de la población se informalizó. El sistema democrático se enfrenta al desafío de no haber ampliado el bienestar. Atender la creación de empleo productivo es, por tanto, un tema de atención de la economía pero, también, de supervivencia para el sistema político democrático en México.

 

Abstract

The economy and the Mexican political system experienced significant changes in the last thirty years. On the one hand, Mexico was able to dismantle the authoritarian regime of hegemonic party and replaced by a genuine party system. On the side of the economy, the country left behind the model of development-oriented internal market with an important participation of the state, and consolidated a model of free-trade and liberalisation. Although overlapping in time, the processes of political and economic change have not been feedback. Political democratisation took place in a period when the economy had a very low growth rate and which impairs the ability to generate quality jobs. While the political dispute by the power was formalized, most of the employment of population went to the informal sector. The democratic system is facing the challenge of not having expanded welfare. The creation of productive employment is a subject of attention from the economy, but also an item for the survival of the democratic political system in Mexico.

 

Introducción

A lo largo de las últimas tres décadas, la economía y el sistema político mexicano han experimentado profundas transformaciones. Los cambios abarcan tanto el rol y poder de los distintos actores económicos y políticos como el diseño institucional que, en ambos campos, arrojan un panorama cuyas características contrastan de manera drástica con la realidad que imperaba hacia fines de los años setenta en México -cuando el modelo económico seguido desde mediados del siglo XX evidenciaba claros signos de agotamiento y cuando el régimen político emanado de la revolución enfrentaba un creciente reclamo democrático-. Del lado de la economía, en México -como ocurrió con el grueso de los países latinoamericanos- se pasó de un modelo de desarrollo de inspiración en las propuestas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), con una relevante participación del Estado y protección frente a la competencia externa para fomentar la industrialización y promover el desarrollo del mercado interno, a una estrategia enmarcada dentro del "Consenso de Washington", de libremercado y apertura comercial, con retraimiento del Estado y orientación productiva volcada hacia el mercado externo (Iglesias, E., 2006). En el lado de la política, México dejó de tener un régimen político autoritario, de partido hegemónico, y edificó un genuino sistema de partidos, con pluralidad en los órganos de representación popular y en los distintos niveles de gobierno, así como con una efectiva división de poderes (Woldenberg, 2002).

Las transformaciones de la economía y del sistema político mexicanos, aunque llegan a coincidir en el tiempo -las décadas finales del siglo pasado-, no forman, sin embargo, un proceso unívoco, ni los resultados de la nueva orientación económica han contribuido a la consolidación democrática. Este ensayo se propone hacer un recuento, que abarca los últimos treinta años, de los cambios políticos y económicos -en este segundo tema con énfasis en el empleo-, señalando que el proceso democratizador que experimentó el país no se ha visto respaldado a su vez por un proceso de generación de oportunidades de trabajo e ingreso para la población, de tal manera que la disonancia entre las expectativas generadas por la ampliación de los derechos políticos y la incapacidad para mejor el bienestar puede representar, como apuntan las Naciones Unidas (pnud, 2004), el principal desafío para la consolidación democrática de México.

El texto está dividido en tres apartados. El primero se hace cargo de la discusión de si México es un país democrático y expone algunos de los rasgos más relevantes del cambio político; el segundo se concentra en las tendencias que, a raíz de la modificación en el modelo de desarrollo de la economía mexicana, se han experimentado en el empleo como uno de los determinantes centrales del bienestar de la población, y en el último apartado se presentan algunas conclusiones.

 

I. El cambio político

Es oportuno iniciar haciendo explícita la definición de democracia que se adopta en este ensayo, ya que con frecuencia se insiste en distintos círculos académicos y políticos que México "aún no es un país democrático", y para ello se ofrece la evidencia de que persisten severas desigualdades sociales y concentración de la riqueza, altos niveles de pobreza, discriminación hacia los indígenas, inseguridad material, escasa organización de los trabajadores y un largo etcétera (Garavito, 2002). Sin dejar de reconocer tan severos problemas, es necesario precisar que el concepto de democracia es político y que, por ende, ha de aplicarse en primer lugar al sistema político. Como señala Pedro Salazar (2004): "...la democracia no es ni libertad, ni legalidad, ni justicia, ni equidad social. La democracia es una forma de gobierno y no una forma de vida o un camino para realizarnos como personas. Si no se distingue a la democracia de otros conceptos (aunque sean afines a la misma) resulta imposible analizar la relación que existe entre éstos y aquélla. Es cierto que entre la democracia y otros conceptos existen relaciones (incluso lógicas) pero eso no supone que deban confundirse" y, guiándose por una propuesta de Norberto Bobbio (1984), nuestro autor añade: "la democracia evoca el principio de autogobierno y se refiere, primordialmente, al conjunto de reglas que nos dicen quién está autorizado para decidir y cómo (bajo cuales procedimientos) debe hacerlo. Es decir, la democracia es, simplemente, 'un conjunto de reglas de procedimiento para la formación de decisiones colectivas' que no nos dice nada del contenido o resultado de las mismas (del qué cosa)" (Ibid.).

Esa noción básica de democracia, que coincide con las que ofrecen otros autores como Robert Dahl (1991) -quien propone la existencia de "siete instituciones que definen un modelo democrático"-1 o Adam Przeworsky (1991),2 es la que se retoma aquí para sostener que México tiene desde hace más de una década un sistema político democrático -lo que no obsta para que también sea válido adjetivarlo como insuficiente, frágil, germinal, etcétera, pero democrático al fin-. Esta puntualización no responde sólo al objetivo, que puede ser válido en sí mismo, de contribuir a la precisión conceptual de los debates sobre la situación política de México, sino que también es un punto de partida sin el cual no es factible hacerse cargo de los riesgos latentes de deterioro democrático, riesgos sobre los que no tendría caso indagar ni advertir si no se contara con un sistema democrático -cuya inexistencia obviaría la preocupación acerca de cualquier desafío hacia el mismo-.

La democratización de México fue un proceso que consiguió sintonizar al sistema político formal con la disputa política real en el país. A fines de los años setenta del siglo pasado, y tras la traumática experiencia de la represión gubernamental al movimiento estudiantil de 1968 -que representó a la primera generación que no asimiló el discurso demagógico del sistema emanado de la revolución mexicana sino que rompió con él (Guevara Niebla, 2008)-, México era un país en plena efervescencia política -la cual se manifestaba en el auge de diferentes movimientos laborales, de colonos, trabajadores del campo y, en su extremo, con la presencia de una guerrilla urbana y otra rural-. Sin embargo, el sistema político formal excluía a la política real: para 1987, un solo candidato, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), se presentó a las elecciones presidenciales, obteniendo 100% de los votos. El PRI entonces no sólo tenía la presidencia de la República, sino todas las gubernaturas, el gobierno de más de 95% de los municipios, y contaba con la mayoría absoluta y calificada tanto en el Congreso de la Unión como en todos los Congresos locales (Becerra, Salazar y Woldenberg, 2000).

Ese sistema de partido hegemónico (Sartori, 1980), fue sustituido en un tránsito de un par de décadas por un sistema de partidos plural; el presidencialismo mexicano, que implicaba "poderes metaconstitucionales" (Carpizo, 1987), se vio acotado; la división de poderes se hizo realidad, al igual que el federalismo. Puede afirmarse que la democratización "formalizó" la política en México, en tanto encauzó a las vías institucionales y pacíficas la disputa por el poder.

El hilo que guió la transformación política de México fueron las reformas electorales, que dieron lugar a cambios que impactan no sólo a las elecciones sino a la naturaleza del poder político y a su ejercicio.

La reforma política de 1977 marca el inicio del proceso de transición a la democracia en México. La incorporación de la izquierda a la arena electoral, la constitucionalización de los partidos -que les permitió participar en los procesos electorales locales- y la mayor apertura a la presencia de las minorías en la Cámara de Diputados fueron los primeros pasos. Seguirían las reformas para mejorar la representación (1986); para reestructurar los procedimientos y las instituciones electorales (1989-1990); para fortalecer la credibilidad de los procesos (1993-94); hasta la reforma constitucional y legal de 1996 donde se otorgó autonomía al Instituto Federal Electoral (IFE), se creó el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación como última instancia para resolver litigios electorales en el país, se establecieron nuevas condiciones de la competencia electoral -a través de un financiamiento público predominante para los partidos y de fórmulas de reparto equitativas (Córdova y Murayama, 2006)- y se regresó el derecho de elegir a sus autoridades a los habitantes de la capital del país. Para entonces, 1996, el proceso de transición había concluido: México contaba ya con un sistema de partidos políticos con posibilidades reales de disputar los puestos de elección, y existían instituciones y procedimientos que aseguraban el respeto del sufragio (Becerra, et al, 2000).

Para evidenciar cómo esas reformas electorales tuvieron repercusiones en los espacios clave de la vida política de México, los cuadros 1 y 2 ofrecen la composición de las dos Cámaras del Congreso de la Unión desde fines de los setenta a la actualidad. La ampliación gradual de la presencia de la oposición, primero en la Cámara de Diputados, inyectó pluralidad en el Poder Legislativo y terminó por generar hechos inéditos durante décadas: la pérdida, primero, de la capacidad del Presidente de la República y su partido, el Revolucionario Institucional (PRI), para modificar por sí mismos la Constitución (1985); más adelante, y hasta nuestros días, la desaparición de la mayoría del partido en el gobierno dentro de la Cámara de Diputados (1997), por lo que toda ley, incluyendo cada año la aprobación del presupuesto de egresos de la federación, tiene que ser consensuada con al menos uno de los dos grandes partidos de la oposición -en un primer momento el Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD); luego del año 2000 el PRI y el prd-, lo que significa una erosión del presidencialismo mexicano, y más tarde (2000), el presidente perdería también la mayoría en el Senado. En los hechos, la mejoría en la representatividad de la diversidad política en el Congreso significó que el diseño de división de poderes establecido en la Constitución fuera efectivo.

El fenómeno de pérdida de mayoría en el Congreso por parte del titular del Ejecutivo no se dio sólo a nivel central, sino que se multiplicó en las entidades federativas y aun en los municipios (Lujambio, 1999). Además, los fenómenos de elecciones competidas y alternancia en los gobiernos de los estados produjeron que el presidente tuviera que convivir con mandatarios electos surgidos de diferentes partidos, a su vez acotados por sus respectivos Congresos locales, lo que puso en operación el diseño federal en detrimento del histórico centralismo del sistema político mexicano. Así, si en 1988 los gobernadores de los 31 estados pertenecían al mismo partido y en la capital el presidente designaba a un jefe de departamento del Distrito Federal, a partir del año 2000 dos sucesivos presidentes de la república han tenido que convivir con mandatarios locales que, en su mayoría, tienen otra extracción partidaria.

Todo este proceso también implicó que diferentes corrientes políticas relevantes en el país tuvieran espacios de expresión institucional y que lograran ejercer el gobierno. Es el caso de la izquierda que, de estar impedida de participar en los procesos electorales hasta 1977, en 1997 conquistó a través de las urnas el gobierno del Distrito Federal -triunfo que refrendó en 2000 y 2006, lo cual implica, por lo menos, quince años de gobierno consecutivos al frente de la entidad más importante del país- y, a la fecha, también encabeza en Poder Ejecutivo en Baja Californa Sur, Chiapas, Guerrero, Michoacán y Zacatecas, además de ser la segunda fuerza política en la Cámara de Diputados a nivel federal.

Por supuesto, la existencia de un sistema de partidos políticos competitivos, de procesos de alternancia o el fenómeno de los gobiernos sin mayoría, no implican que la propia agenda electoral haya llegado a una estación terminal, pues esos puntos finales no existen en la vida de las sociedades. Todavía en 2007, fue necesaria una nueva reforma a la Constitución en materia electoral, que se hizo cargo de las omisiones, imprecisiones y deficiencias del marco previo, e inauguró una nueva etapa en la competencia electoral donde se acotó el poder del dinero y de las empresas mediáticas; pero se trató no de una reforma para la democratización sino para la consolidación de la democracia (Córdova Vianello, 2007).

 

II. Economía y empleo en México

A lo largo de los últimos treinta años -que coinciden con el inicio de la democratización- la economía mexicana ha pasado por tres etapas diferentes (López, J. et al, 2008). En la primera, entre 1977 y 1982, el Estado jugó un papel de locomotora del crecimiento económico, apoyado en los altos precios internacionales del petróleo y la facilidad del endeudamiento externo. La segunda etapa inicia en 1983; de ese año a 1987, la economía permaneció estancada, con un errático crecimiento, que tuvo su mayor caída en 1986. En esta segunda etapa se introducen profundas reformas estructurales en la economía, perfiladas en la estrategia que luego se conocería como el "consenso de Washington": se dio marcha atrás a la protección de los productores domésticos, al impulso de la expansión del mercado interno y a la intervención gubernamental, dando paso a la apertura a las importaciones, al énfasis a la producción para el mercado externo y redefiniendo el papel del Estado en la economía. La tercera etapa, en la que aún nos encontramos, inicia en 1988 y está caracterizada por la consolidación del nuevo modelo de desarrollo; dentro de esta tercera etapa se pueden identificar dos subperiodos, que tienen su división en 1994, año en que entra en vigencia el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, que ha modificado el patrón de desenvolvimiento de la economía mexicana, y de la crisis que fue bautizada como "efecto tequila". (gráfica 1).

La mexicana es una población que mayoritariamente obtiene ingresos por su trabajo, de tal suerte que el bienestar de las familias está directamente relacionado con lo que ocurre con la ocupación y los salarios. Por ello, desde cualquier perspectiva de análisis preocupada por el bienestar, el tema del empleo no puede ser secundario. Quizá uno de los hechos notables sobre los que haya que reflexionar es por qué el asunto laboral ha dejado de estar en el centro de atención de las ciencias sociales mexicanas, pues precisamente en los años posteriores a la irrupción de la crisis de los ochenta disminuye el interés por los temas del trabajo en comparación con lo que se generaba en los años setenta (algo similar puede haber sucedido con los estudios agrarios, por ejemplo). Y ello también ocurrió en el ámbito de las reivindicaciones de la izquierda predominante en los partidos -quizá porque su agenda fue dominada por la materia electoral y por la búsqueda de mejores condiciones para acceder a los puestos de gobierno y de representación-, quedando el tema del trabajo relegado a una reivindicación discursiva de carácter testimonial.

Una de las características gruesas, de mayor peso en la realidad económica de México, es que a partir de 1982 existe un "desequilibrio estructural de la fuerza de trabajo" (López, 1999). Esto quiere decir que el crecimiento del empleo en el sector formal de la economía ha estado muy por debajo de las necesidades de generación de fuentes de trabajo estables y adecuadamente remuneradas que se necesitan. Esta situación no se ha corregido en los distintos momentos en que la economía ha vivido una expansión moderada del crecimiento; al contrario, se ha agudizado. Por ejemplo, para el año 2000, uno de buen desempeño económico, 30% de la fuerza de trabajo ocupada en el país se encontró en condiciones críticas de ocupación (Alba, Banegas, Giorguli y De Oliveira, 2006), lo que implicó "2.4% de trabajadores de jornada parcial de trabajo por razones de mercado, 7% de trabajadores con jornadas de trabajo excesivas (más de 48 horas semanales) que reciben entre uno y dos salarios mínimo mensuales, 11.1% de trabajadores con jornadas de 35 o más horas que ganan menos del salario mínimo y 9.6% de trabajadores sin remuneración" (Ibid.).

Para que el exceso de oferta de trabajo, es decir, de trabajadores que quieren incorporarse a la ocupación y no lo consiguen, no aumente, es necesario que ante un crecimiento de tal oferta exista un crecimiento equivalente de la demanda de fuerza de trabajo. El crecimiento de la demanda de trabajo es igual a la tasa de crecimiento del producto menos la tasa de crecimiento de la productividad del trabajo, mientras que la tasa de crecimiento de la fuerza de trabajo es igual a la tasa de crecimiento demográfica de la población en edad de trabajar, más la tasa de crecimiento de la participación en las actividades económicas (López Gallardo, 1999). Pues bien, el producto ha crecido lentamente, la productividad lo ha hecho en sectores clave como la manufactura, y estamos en una fase de expansión demográfica de la población que llega a la edad de trabajar y también ante un incremento de las tasas de participación. Es decir, el desequilibrio estructural de la fuerza de trabajo necesariamente ha crecido.

Entre 1977 y 2007, la tasa de crecimiento medio anual del PIB fue de 3.07% (al pasar, de acuerdo a datos de la CEPAL, de 295.6 mil millones de dólares a 755.1 mmdd a precios de 2000), mientras que el PIB per cápita refleja una tasa media de avance de 1.40% (en 1977 el ingreso disponible por habitante era de 4 603 dólares y 7 094 en 2007, a precios de 2000). Más aún, si se considera el periodo 1982-2007, el PIB creció a una tasa promedio de 2.39% y el per cápita a una de 0.88%. Así, a partir de la crisis de 1982, a la que siguió un proceso de ajuste macroeconómico y luego de cambio estructural (Cordera y Lomelí, 2008; 88-91), y hasta nuestros días, la economía mexicana muestra un precario desempeño que contrasta con el crecimiento del producto por habitante registrado en décadas previas, de 3.2% entre 1940 y 1981 (Casar y Ros, 2004). Este bajo nivel de crecimiento general de la actividad explica, en primer lugar, la incapacidad de la economía en los últimos cinco lustros para absorber la oferta de trabajo.

La disminución del ritmo de crecimiento de la economía mexicana no puede desvinculase de la caída en el ritmo de la inversión, pública y privada. Si a inicio de los ochenta la inversión pública representó casi 11% del PIB, para 1988 era sólo de 3.9% (Tello, 2007; 639); asimismo, la formación bruta de capital que alcanzó 26.5% del pib hasta antes de la irrupción de la crisis de la deuda, disminuiría hasta llegar en 1995 a un mínimo histórico de 14.5% (Cordera, 2008; 25). Esto último se debe a que la contracción de la inversión pública no consiguió ser sustituida, como se llegó a pretender, por un aumento de la inversión privada, de tal manera que "la reducción de la inversión pública es parcialmente responsable por la caída de la inversión total y puede aún haber tenido un efecto adverso sobre la inversión privada" (Ros, 2006).

Otro ángulo de análisis que permite comprender por qué se ha exacerbado el déficit de empleo en México lo da la dinámica sectorial de la demanda de trabajo. Durante el desarrollo estabilizador México vivió una rápida expansión del empleo asalariado, incluso en el sector primario. A partir de los años setenta disminuye el ritmo de creación de empleo en las manufacturas y se frena en el sector agropecuario. En esos años, la tendencia es contrarrestada por el dinamismo del sector servicios (que comenzó a extenderse precisamente arrastrado por la industrialización y la urbanización, y que facilitó por el lado de la demanda la incorporación de las mujeres a la producción de mercancías). Pero desde los años ochenta crece el empleo no asalariado: la población, a partir de la crisis, se incorpora con más frecuencia a actividades de pequeña escala, individuales y familiares (Rendón, 2003). En los noventa el número de ocupados se expande a ritmos mayores que la producción y, sobre todo, aumenta el empleo no asalariado -lo que necesariamente impacta, como se verá más adelante, en la productividad media del trabajo en la economía, de la que depende al final que un país pueda tener una tasa de crecimiento sostenido (Krugman, 1994; 64)-. A lo largo de la década pasada, las actividades terciarias siguen captando población, el empleo se concentra en micronegocios y tiene un claro comportamiento procíclico. Pero la terceriarización de la ocupación ya no es producto del dinamismo, como en el desarrollo estabilizador, sino de la atonía del sector primario y secundario. De hecho, con la recuperación que se dio entre 1987 y 1995 el empleo manufacturero no registró ningún aumento relativo (Rendón, 2003).

En términos generales, entre 1980 y 2007 el número de ocupados en México, de acuerdo a estimaciones propias a partir de datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), creció en 175%, pero una visión desagregada por sectores evidencia que los ocupados en actividades primarias disminuyeron 2%; que la ampliación del empleo en el sector secundario fue menor a la media, al registrar 166%, mientras que los trabajadores en el sector servicios acumularon un incremento de 385 por ciento.

En este cambio sectorial en la demanda, así como en el tipo de empleos que se generaron -donde los asalariados perdieron peso relativo- gravitó el cambio en la orientación productiva. La modificación del modelo de desarrollo basado en la expansión del mercado interno para dirigirse de manera alternativa a la producción hacia los mercados externos, así como la apertura económica, forzaron o favorecieron el cambio técnico en la manufactura orientada a las ventas foráneas (López Gallardo, et al, 2008). Ese sector aumentó así la productividad y redujo su elasticidad producto empleo, por lo que su expansión genera poca ocupación. La competencia externa, además, movió la inversión nacional al sector más protegido de la competencia, los servicios, lo que ayuda a explicar por qué es en ese sector donde se generan puestos de trabajo en mayor medida. Por otra parte, la expansión de las actividades maquiladoras, si bien en sí mismas generan empleo (ahí se empleaban 119 mil personas en 1980 y tal cifra se había multiplicado por diez, veinte años más tarde) (Ibid.), también implican un aumento del coeficiente de importaciones en la economía mexicana, es decir, con pocos efectos de cadena en el mercado interno. Así, tanto la dinámica exportadora como la importadora han disminuido el ón de empleo en el país.

La disminución en la velocidad de expansión de la demanda de trabajo, y en especial para generar empleos de calidad, coincide además con un crecimiento acelerado de la población en edad de trabajar. Como ha señalado el Consejo Nacional de Población (Conapo) (2001), durante las tres décadas finales del siglo xx la mayor parte del incremento poblacional se concentró en las personas en edad de trabajar, que representan prácticamente dos terceras partes del total; ello implicó un aumento absoluto de 1.4 millones de personas al año. Si bien ese número puede disminuir en los primeros dos decenios del siglo xxi, aun así se trata de un millón doscientos mil individuos al año buscando incorporase a la ocupación (Tuirán, 2000).

Como apunta Rolando Cordera, tras el ajuste económico de inicio de los años ochenta "la economía empezó a trazar una trayectoria de crecimiento distinta a la histórica, con menor dinamismo promedio y, en consecuencia, con una menor capacidad para crear empleos formales, precisamente en el período en que empezaba a abrirse paso a la transición demográfica del país, para dejar en pocos años de ser una sociedad de niños y tornarse, como lo que es hoy, una sociedad de jóvenes adultos" (Cordera, 2008; 24).

El cuadro 4 muestra cómo ha crecido la oferta de trabajo en México a lo largo de treinta años, que acumula más de 25 millones de trabajadores adicionales, por lo que la Población Económicamente Activa más que se duplicó en el periodo (el aumento acumulado total es de 140%). En esa ampliación hay, como se señaló, un componente demográfico (el número de personas mayores de 15 años aumentó 104%), pero se debe sobre todo a un veloz incremento de la participación de la mujer en el mercado de trabajo. El aumento de la oferta laboral femenina en todo el período es de 12.7 millones de mujeres (284% más que al principio), monto cercano a la ampliación de la oferta de trabajo protagonizada por los varones, que sumaron 13.4 millones (un aumento de 95.6 por ciento).

Este fenómeno también se observa en términos relativos, considerando las tasas de actividad económica de la población. La tasa de participación general a fines de los setenta era de 51.6%, es decir, apenas un poco más de la mitad de la población en edad de trabajar lo hacía o buscaba hacerlo. En la actualidad, la tasa de participación ronda el 60%. En el caso de las mujeres, sólo una de cada cinco en edad de trabajar buscaba o tenían un empleo a inicio de los setenta (Rendón, 2003) pero, como evidencia el cuadro 4, hacia el final de esa década ya era una de cada tres la que se incorporaba al mercado laboral. Al iniciar este siglo la tasa de actividad de las mujeres mexicanas fue del 39% y al final del periodo se registró una tasa, histórica, de 42.4%. En cambio las tasas de participación de los varones se han mantenido más bien estables e incluso se han verificado caídas en la participación de algunos grupos de edad.

La ampliación de la tasa de actividad de las mujeres tiene varias explicaciones. En los setenta ocurrió el inicio de la segunda fase de la transición demográfica, es decir, la disminución del número de hijos por mujer, lo que facilitó la incorporación femenina al mercado de trabajo. Se trataba, además, de mujeres jóvenes y con una escolaridad superior a la media: fue por tanto una expansión protagonizada por las hijas de las clases medias urbanas emergentes en aquellos años. Después, tras la crisis de los ochenta y la pérdida de dinamismo en la creación de empleo asalariado, junto con la caída de la remuneración media de los varones, las mujeres que se sumaron al trabajo fueron con mayor frecuencia menos jóvenes y con menor educación que las que les precedieron en los setenta, es decir, ahora se trató de esposas provenientes de hogares pobres que buscaron, así, contribuir a los ingresos de sus familias (López Gallardo, 1999).

Puede decirse, entonces, que en los últimos años ha predominado el "efecto ingreso" en las decisiones de incorporación al mercado de trabajo, en vez del "efecto sustitución" característico de los años setenta y aun antes. Entre 1950 y 1980 el ingreso de las mujeres al mercado de trabajo estuvo marcado por el ascenso de la actividad económica, que se tradujo en mayores oportunidades de empleo y salarios (Rendón; 2003, 111), pero de los ochenta a la actualidad, en un escenario de pérdida del poder adquisitivo, se debe a una estrategia para ampliar los captadores de ingreso en cada hogar.

A pesar de la combinación de lento crecimiento económico y pérdida de capacidad de absorción de la fuerza de trabajo por parte del tejido productivo, junto con la ampliación de la población en edad de trabajar y el incremento de la tasa de actividad, la tasa de desempleo en México permanece a niveles muy bajos, que en sus máximos históricos se ha colocado en torno a 6% de la Población Económicamente Activa. De hecho, las comparaciones internacionales revelan para el país una tasa de desempleo sistemáticamente menor que las que presentan naciones desarrolladas, ya sean Estados Unidos o, más aún, las pertenecientes a la Unión Europea. ¿Es ello reflejo de que en México es más fácil en términos relativos encontrar ocupación que en las economías industrializadas? La respuesta es negativa. Lo que ocurre es que en México, al no existir un Estado de bienestar que ofrezca cobertura a las personas que pierden su empleo, y dados los bajos niveles de ingreso y ahorro de las familias, estar desempleado es un "lujo" que muy pocos pueden darse. De ahí que la situación prevaleciente en México, más que de alto desempleo, sea de una elevada precarización del trabajo.

La ampliación de la oferta de trabajo en un largo periodo de atonía de la demanda laboral, ha tenido como efecto una caída en las remuneraciones al trabajo, además de una expansión de la heterogeneidad salarial, con su correlato sobre la distribución del ingreso en el país, que permanece como una de las más inequitativas del mundo. Por ejemplo, los salarios en la maquila (que pasó de representar 8.9% del empleo manufacturero en 1985 a 28% en 2003) son 40% más bajos que los salarios medios en la manufactura (López, et al, 2008). Por su parte, el salario mínimo real de 2007 representó apenas una cuarta parte del valor que alcanzó en 1977 (vease gráfica 2). En la actualidad, 5.3 millones de personas perciben un salario mínimo; 54% del total de los trabajadores mexicanos gana hasta 3 salarios mínimos y 75% hasta cinco minisalarios. Sólo 25% de la población ocupada gana arriba de 250 pesos diarios, uno de cada cuatro trabajadores mexicanos tiene ingresos que se acercan o superan los 20 dólares al día.

La caída de los salarios, que se presenta en un contexto donde también aumenta la oferta de trabajo, pero que no se traduce en expansión de la creación de empleo, indica que al contrario de lo que espera la teoría convencional (Neffa, 2006), en México no es la rigidez salarial lo que explica el bajo dinamismo del mercado de trabajo. Es decir, se presentan dinámicas diferentes entre los niveles de empleo y los de salario.

El proceso de precarización de la fuerza de trabajo en México también se ha acompañado por una disminución de las tasas de sindicalización. Si a fines de los años 70 este indicador llegó a abarcar 36% (López, 1999), había caído a 13.9% en 1992 y a 9.8 al inicio de la década en curso (López, et al, 2008). Además, la tasa de sindicalización en las empresas que cuentan formalmente con sindicatos disminuyó de 22 a 15% en la década de los noventa. Esto llevaría a descartar la hipótesis de la teoría insider-outsider (Ruesga, et al, 2002) para explicar el bajo crecimiento del empleo en México.

La segunda consecuencia de la ampliación del desequilibrio estructural en el mercado laboral mexicano es la proliferación de la informalidad. El trabajo informal abarca a individuos con empleo precario (en su hogar o en la vía pública -ambulantes o con un puesto semifijo-, o con un local precario o vehículo), así como a los asalariados sin prestaciones, que están subordinados a un patrón pero que no cuentan con seguridad social ni protección de alguna especie, que generalmente trabajan en una microempresa aunque también pueden hacerlo en alguna unidad formal (Samaniego, 2005). Estimaciones de la misma autora (Samaniego, 2008) señalan que la primera medición de la informalidad arrojó una cifra de 38% del empleo urbano en 1976, pero a partir de 1997 la informalidad es mayoritaria en la población ocupada en el sector no agropecuario y en 2005 alcanzaría 54.5 por ciento.

Un indicador de la carencia de puestos de trabajo en el sector formal lo brinda el número de cotizantes al Instituto Mexicano del Seguro Social, que representan una tercera parte del total de ocupados. Asimismo, sólo 35% de la población ocupada y sus familias tienen acceso a las instituciones de salud.

Otro resultado directo de la incapacidad de la economía para generar ocupación de calidad es el "boom" de la emigración de mexicanos hacia Estados Unidos. Diferentes estimaciones ubican la emigración anual en medio millón de personas durante los años de vigencia del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Pero, además, se trata de un proceso en el que ha cambiado el perfil de los trabajadores que migran: cada vez su origen es más urbano, hay mayor presencia femenina, baja la edad promedio de abandono del país y se trata de trabajadores con una escolaridad superior al promedio del país (Cruz, 2004; Novelo, 2007). De ahí que sea dable hablar de una fuga de capital humano de México hacia el país vecino del norte -que si se detiene será por causas de la demanda de trabajo en Estados Unidos-.

La precarización del empleo en México tiene consecuencias directas sobre el bienestar de los trabajadores y sus familias, pero también sobre la capacidad de la economía para crecer. A diferencia de las tesis que vieron en la economía informal un "sendero" para crear la ocupación que la sobrerregulación del sector público en teoría dificultaba, lo que se aprecia es que cada ocupación informal de baja calidad tiene efectos nocivos sobre la productividad media de la economía (Ruesga, 2005), lo cual debilita las posibilidades de crecimiento general y, con ello, se obstaculiza aún más la capacidad para generar empleo formal. Como demuestra el cuadro 5, durante las dos últimas décadas el aumento acumulado de la productividad del trabajo es escaso, y contrasta con la ampliación en el volumen de la ocupación y, más aún, con las horas trabajadas. Esos datos configuran un escenario donde aumenta a un ritmo superior la oferta de trabajo, tanto en número de personas como de horas dedicadas a la producción de mercancías, que el producto de ese trabajo, evidencia de un uso poco eficiente del factor trabajo. Bajos salarios, expansión de la informalidad y poco dinamismo de la actividad constituyen así un círculo vicioso en el que se encuentra atrapada la economía mexicana.

 

III. A modo de conclusión

En los últimos 30 años, México fue capaz de formalizar la contienda política real y la disputa por el poder a través de cauces institucionales, pero a la par el empleo se informalizó y con ello se precarizó el acceso al bienestar. Se trata de dos transiciones que se bifurcaron. La experiencia mexicana, así, contrasta con la de otros países, como España y Chile que, tras sus respectivos procesos de democratización, se adentraron en etapas de crecimiento económico que contribuyeron a consolidar a la democracia.

El modelo económico seguido en México, que puso énfasis en la apertura comercial, la orientación a las exportaciones y la contención de los desequilibrios macroeconómicos nominales -que a su vez implicó disminuir el ritmo de inversión pública y contener los salarios- lejos está de resultar funcional a la democracia.

La descripción de los desafíos hacia la democracia que identifica Dante Caputo (2004; 24) para América Latina encuadra bien el en caso particular de México: "los problemas del desarrollo democrático aparecen en una amalgama en la que se conjugan los límites del Estado con las exigencias del crecimiento económico y sus resultados frecuentemente desigualizantes".

El estudio Latinobarómetro (2007) más reciente, revela que México es de los países de América Latina donde más preocupación hay entre la población de sufrir desempleo (69% se declaró preocupado o muy preocupado por perder su empleo), y también se trata del cuarto país del subcontinente -sólo detrás de Paraguay, Perú y Nicaragua- donde es más pesimista la percepción sobre la economía (sólo 18% consideró que la situación era buena). A la par, el apoyo a la democracia en México es inferior (48) al de América Latina (54) y viene disminuyendo; la satisfacción con la democracia también es más baja que en el resto de Latinoamérica (31 vs. 37) y 66% de los mexicanos considera que la democracia es mejor a otros regímenes políticos frente a 72% de los latinoamericanos.

Por lo anterior, es de reconocer que la consolidación de la democracia en México no se resolverá sólo, ni principalmente, en la esfera electoral. De ahí que sea obligado hacerse cargo de manera explícita de políticas para ampliar "la ciudadanía", que va más allá de la existencia del derecho al sufragio, e involucra el bienestar y la calidad de vida.

En virtud de que el empleo es la fuente de ingreso principal del grueso de la población, la discusión del bienestar tiene como uno de sus elementos clave la calidad del trabajo. Es oportuno, entonces, deliberar sobre estrategias económicas que tengan como objetivo la recuperación de la creación de empleo asalariado. En ese amplio propósito parece indispensable fortalecer la inversión pública como detonador del crecimiento y para ampliar la demanda de trabajo formal. A la par, resulta conveniente recuperar la noción de una política de fomento industrial con orientación hacia el mercado interno para que la eventual recuperación del crecimiento tenga efectos sobre el empleo productivo.

Ahora bien, dado el rezago en la generación de ocupaciones formales, el acceso a la seguridad social debería dejar de depender de la pertenencia al sector formal de la economía, para avanzar hacia la universalización de los derechos sociales. Lo anterior implica un drástico aumento en los recursos del Estado, el viejo talón de Aquiles de la economía y de la política en México. Sin un Estado más fuerte para invertir, pero también para gastar -lo que en ambos casos quiere decir un Estado capaz de recaudar niveles significativamente más altos que los que se dan en la actualidad- la economía mexicana no conseguirá romper el círculo vicioso del estancamiento, y tampoco mejorarán los indicadores de empleo y bienestar. Como es imperativo fortalecer al Estado para hacer frente a los problemas económicos y contribuir así a la legitimidad del sistema democrático, puede decirse que el principal problema económico de México es político.

 

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Notas

1. Las siete instituciones a las que se refiere Dahl, son:

1) el control político sobre el gobierno es realizado por representantes electos;

2) que son elegidos en elecciones libres e imparciales;

3) prácticamente todos los adultos tienen derecho a votar;

4) los ciudadanos tienen derecho a concurrir como candidatos a cargos electivos en el gobierno;

5) existe el derecho de libertad de expresión, incluyendo el derecho a (q la crítica al gobierno y a las instituciones;

6) los ciudadanos tienen a su disposición medios alternativos "5 de información;

7) los ciudadanos pueden asociarse libremente en partidos, organizaciones o grupos de interés que gozan de autonomía.

 2. Para Przeworsky, "la democracia es un sistema en el que los partidos pierden elecciones. Hay partidos, o sea, división de intereses, valores y opiniones; hay competencia regulada. Y hay periódicamente o ganadores y perdedores [...]. Un régimen es democrático sólo si se le permite a la oposición, competir, ganar y asumir cargos".

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