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Revista de El Colegio de San Luis

On-line version ISSN 2007-8846Print version ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.11 n.22 San Luis Potosí Jan./Dec. 2021  Epub Feb 16, 2024

https://doi.org/10.21696/rcsl112220211297 

Artículos

El Cerrejón en La Guajira colombiana. Infraestructura, reconstrucción de mediaciones y excedencia en comunidades wayúu y afroguajiras

El Cerrejón in La Guajira Colombiana. Infrastructure, Reconstruction of Mediations, and Excedency in Wayuu and Afraguajiras Communities

Luis Daniel Alaniz Rodríguez* 

Oliver Gabriel Hernández Lara** 

* Universidad Autónoma del Estado de México. Correo electrónico: luisdanielalaniz@outlook.com

** Universidad Autónoma del Estado de México. Correo electrónico: oligahl@gmail.com


Resumen

El objetivo del presente artículo es realizar un análisis crítico e interseccional de las violencias producidas hacia comunidades afrocolombianas y wayúus derivadas de la expansión de la megaminería en La Guajira. Tiene un carácter exploratorio y documental basado en la interseccionalidad, el marxismo abierto, el decolonialismo y el feminismo negro. Los resultados sugieren que la intrascendencia de las resistencias locales radica en seguir vías enmarcadas dentro de las fronteras jurídico-liberales. Nuestro orden argumentativo implica una propuesta teórico-analítica con la intención de evitar posturas identitarias que no posibiliten el entendimiento de la compleja imbricación del poder. El valor de la propuesta reside en el esbozo de las posibilidades de formas de politización autónomas que desborden la normalidad capitalista desde el hacer de los sujetos críticos afroguajiros y wayúu. La investigación nos lleva a la conclusión de que las luchas emprendidas por las comunidades locales desde la lógica y la narrativa estatales han impedido potencializar verdaderos horizontes emancipatorios.

Palabras clave: políticas neoliberales; colonialidad del poder; interseccionalidad; mediaciones; utopía concreta

Abstract

The objective of this article has been to carry out a critical and intersectional analysis of the violence against Afro-Colombian and Wayuu communities derived from the expansion of mega-mining in La Guajira. It has an exploratory and documentary character, based on intersectionality, open Marxism, decolonialism, and black feminism. The results suggest that the irrelevance of local resistance lies in following paths framed within the legal-liberal frontiers. Our argumentative order implies a theoretical-analytical proposal that allows us to avoid identity positions that do not grant to understand the complex interweaving of power. The value of the proposal is based on outlining possibilities of autonomous forms of politicization that go beyond the capitalist normality, from the making of the Afro-Guajiro and Wayúu critical subjects. The research leads us to conclude that the struggles undertaken by the local communities from the logic and state narrative have not allowed to potentiate true emancipatory horizons.

Keywords: neoliberal policies; coloniality of power intersecionnality; mediatons; concrete utopia

Introducción

La Guajira se ubica en el extremo norte de Colombia, se conforma por 15 municipios y colinda con el mar Caribe, el golfo de Venezuela, el Magdalena y el Cesar. En la Alta Guajira predomina la zona desértica, la Media Guajira es semidesértica y la Baja Guajira posee suelos más fértiles gracias a dos ríos1 que nacen en la Sierra Nevada y recorren la zona. En este departamento -históricamente aislado de los centros productivos del país y poblado por indígenas y antiguos esclavos provenientes de África-, una empresa minera, El Cerrejón, realiza operaciones en el municipio de Hatonuevo desde finales de los años setenta del siglo pasado. Originalmente llamada Carbones de Colombia, S. A., de propiedad estatal, pasó a ser una empresa mixta en conjunto con Intercor, filial de la empresa Exxon Mobil. Finalmente, en los años ochenta se constituyó como empresa privada y transnacional, con participación de capital británico, suizo y australiano. En Hatonuevo, en particular en la localidad de Tabaco, comunidad destruida a finales de los noventa a causa de la expansión de El Cerrejón, convivían interétnicamente wayúus y afrocolombianos.

Según sus ancianos, los wayúu provienen de una tierra en la Alta Guajira llamada Workasainru.2 Hoy habitan territorios de la Guajira y de Zulia, Venezuela.3 Su organización social está asociada de modo directo a principios míticos y cosmogónicos. La principal figura de su universo mítico es Maleiwa, creador de los wayúu y quien ha marcado con hierro a cada clan (30 clanes aproximadamente). Además de Maleiwa, algunas otras deidades centrales son Pulowi (de la sequía y los vientos), Juvá (de la caza), Wanülü (de la enfermedad y la muerte). La organización familiar wayúu es poco común, dado que el liderazgo y la autoridad les corresponden al tío materno, no al padre. La mujer desarrolla un papel protagónico dentro de la comunidad, es activa en la conducción, la organización y la representación del pueblo. El trabajo textil es central en la vida wayúu; a través de esta práctica cultural se expresan formas de concebir la vida y el universo. Las principales actividades socioeconómicas del pueblo wayúu son la ganadería, la horticultura, la caza y la pesca. Todas estas actividades se realizan aún de manera artesanal y su producción está ligada a los ciclos de la naturaleza (lluvias, sequías, cría) de las serranías áridas y semiáridas.

Por otro lado, durante la Colonia, el tráfico de esclavos africanos y la llegada de cimarrones provenientes de la Costa Pacífica colombiana dieron origen a la comunidad afro de La Guajira, que oficialmente representa alrededor de 14 por ciento de la población total4 (DANE, 2019), por lo que es la segunda minoría más grande en dicho departamento después de los wayúu. Sus actividades socioeconómicas más relevantes, antes de la llegada de la megaminería, eran la ganadería, la agricultura y la pesca (Múnera et al., 2014). Tanto wayúus como afrocolombianos han construido sus identidades comunitarias desde la dimensión espacial y prácticas de resignificación en torno a lugares de memoria.5 Durante los últimos años, la tensión entre estas comunidades y la minera El Cerrejón se ha incrementado a consecuencia de las aspiraciones de la transnacional de desviar los cauces del río Ranchería y el arroyo Bruno. Además de ser un conflicto medioambiental, acarrea conflictividades sociales de carácter histórico, como se detallará más adelante.

Fuente: Environamental Justice Atlas (s/f)

Imagen 1 Conflicto de El Cerrejón (clasificado por ejatlas como conflicto de extracción minera, de manejo de aguas y de justicia climática) 

Las implicaciones de las políticas neoliberales y neoextractivistas del Estado colombiano, que reafirman la estructura colonial, racista, patriarcal y profundamente desigual en la tenencia de tierra, amenazan incesantemente la reproducción de la vida de estas comunidades y sus formas organizativas. Con el fin de comprender la complejidad en la imbricación de poder (Quijano, 2000) y la interseccionalidad presente en la dominación capitalista, patriarcal y racial (Davis, 2016b) sobre estas comunidades, consideramos que es necesario abordarlas desde un enfoque interseccional, histórico y complejo, que nos permita plantear la relación intrínseca y estructural entre la acumulación capitalista y la segregación e injusticia ambiental. Para ello seguiremos un orden de argumentación inspirado en el marxismo abierto, fomentando un diálogo con posturas decoloniales y el feminismo negro. Entendemos la interseccionalidad como un aporte del feminismo negro (Davis, 2016), pero además consideramos pertinentes los señalamientos que autoras como María Lugones (2014) y Ochy Curiel (2014) realizan con la intención de descolonizar dichas perspectivas tomando en cuenta particularidades de mujeres en países del sur global. En este sentido, Curiel menciona:

[…] desde el feminismo, la descolonización no sólo reconoce la dominación histórica, económica, política y cultural entre estados nacionales […] sino y fundamentalmente, la dependencia que como sujetas y sujetos políticos poseemos frente a procesos culturales y políticos que han sido resultado del capitalismo, la modernidad occidental, la colonización europea y sus procesos de racialización y sexualización […] (2014, p. 326).

Así, la idea de descolonizar implicaría incluir teóricamente y pensar desde las distintas formas de violencia que atraviesan la experiencia de mujeres en nuestra región.

Nuestra propuesta se divide en tres grandes apartados. En el primero abordamos el tema de la forma-Estado neoliberal y neoextractivista en Colombia, para dar cuenta de la manera en que la intensificación de actividades extractivas ha sido producto de la imposición histórica, patriarcal y racista dirigida por el Estado y el capital. En el segundo apartado exponemos, desde la interseccionalidad, la estrategia de fetichización de identidades que se presenta mediante la legibilidad jurídica liberal con la finalidad de reducir posibilidades de autodeterminación de los pueblos afectados. Por último, describimos ciertas condiciones y procesos que, ligados a la politización, pueden motivar conquistas y mediaciones que inspiren a la construcción de horizontes que trasciendan el orden político y anticipen autonomías concretas.

Políticas neoliberales y agudización de las contradicciones de clase, raza y género en Colombia

Tal como en otros territorios y países de América Latina, en Colombia en general y en La Guajira en particular se vivió una profundización de los efectos negativos del desarrollo capitalista debido a la implementación del proyecto neoliberal. En ese contexto se instaló en La Guajira una de las minas de carbón a cielo abierto más grandes del mundo, El Cerrejón. Esta empresa minera, anteriormente llamada la Carbones de Colombia, S. A. (CARBOCOL), de propiedad estatal, fue la primera compañía en adelantar trabajos de exploración, explotación y producción durante los años ochenta del siglo XX, con lo cual comenzó también su proceso de expansión. Más adelante, dichos trabajos se realizarían en conjunto con Intercor, filial de la empresa Exxon Mobil, en una fusión público-privada. Finalmente se privatizaría totalmente durante la década de los años noventa y el año 2000. Sus actuales propietarios son las transnacionales BHP Billiton (australiano-británica), Anglo American (británica) y Glencore (suiza), que comparten partes igualitarias de Carbones del Cerrejón Ltd.

Este proyecto ha traído consigo una reconfiguración de relaciones sociales que ha trastocado a las comunidades que han habitado los corregimientos afectados desde épocas prehispánicas (indígenas wayúu) y coloniales (afrocolombianos), provocando crisis medioambiental, conflictos laborales y desplazamiento forzado. Sin embargo, nos gustaría matizar estos balances, ya que, al brindarle tanto peso a la coyuntura neoliberal, se pudiera interpretar que los modelos de desarrollo nacional previos habían traído bienestar y equidad. Si bien hay evidencias claras de que, tanto en cifras como en actores y diseños institucionales, las políticas neoliberales aceleraron procesos extractivos, estas profundizaron la desigualdad y generaron dinámicas de despojo y violencia. Lo que quisiéramos fomentar en el presente artículo es una perspectiva histórica y crítica a través de la que entendamos la formación del Estado colombiano como condensado a partir de y fomentando relaciones capitalistas, patriarcales y racistas. En este caso, tratándose de comunidades afro y wayúu, donde el papel de la mujer es esencial, creemos que es pertinente el uso de conceptos propios del feminismo negro, acompañados de herramientas de análisis del marxismo abierto.

Para Lao Montes (2009, p. 222), las décadas más recientes han implicado un proceso de “colonización corporativa de regiones y poblaciones” que parecían estar fuera de la lógica del capital y la regulación estatal. Tal es el caso de la Costa Pacífica de Colombia y el Ecuador y la Costa Atlántica de Centroamérica. Su planteamiento coyuntural le permite establecer como referentes de los movimientos afro en la región a movimientos negros estadounidenses y sus figuras más visibles. Sin embargo, en dicha época no se originó la lucha de las y los negros en Colombia y América Latina, ni menos aún la colonización y la explotación capitalista. Existen pocos registros históricos sobre la población afrocolombiana en el departamento de la Guajira, que probablemente tiene sus raíces en el tráfico de esclavos que comenzó en el siglo XVI (Múnera et al., 2014). Los colonizadores españoles encontraron en el cabo de la Vela perlas valiosas, por lo que emplearon esclavos, en su mayoría provenientes de África, para la extracción de estas (Múnera et al., 2014). Durante la Colonia, y tras los frecuentes saqueos por parte de piratas europeos, que favorecieron el cimarronaje, se establecieron en el departamento diversos palenques que incentivaron la migración interna. A pesar de que La Guajira se reconozca mayoritariamente como zona wayúu, la comunidad afroguajira6 también conserva lugares de memoria muy relevantes (El Espectador, 28 de abril de 2017), incluyendo Hatonuevo, donde se ubica El Cerrejón.

Uno de los principales argumentos que quisiéramos poner a discusión es que en países del sur con un pasado colonial como Colombia, el Estado moderno se afirmó a espaldas de la población nativa y afro, por lo que, además de ser un Estado capitalista, este adquirió tintes patriarcales y racistas. En este sentido, nos remitimos a las nociones de forma primordial (Tapia, 2009) y de formaciones sociales abigarradas (Zavaleta Mercado, 1986) para expresar cómo la correlación entre sociedad, naturaleza y Estado produjo formas políticas de dominación diferenciadas en función del antagonismo de clase y de la pertenencia a una identidad étnica o racial específica.

Una expresión de dichas formas políticas en la historia de Colombia la encontramos en el derecho a la tenencia colectiva de la tierra. El reconocimiento a dicho derecho se ha dado como un proceso oscilatorio entre reconocimiento y exclusión, marcado claramente por políticas racializadas, siendo eje del proyecto de nación postindependentista, pero un obstáculo para el orden liberal y “regenerador” de los siglos XIX y XX (Velásquez, 2017). Esto es un claro ejemplo de la manera en que la constitución del Estado moderno colombiano incluyó el racismo como un elemento nuclear. La tenencia colectiva, tanto indígena como afrocolombiana -que hasta entonces no se había tenido en cuenta-, no reaparecería hasta la década de los noventa del siglo XX, cuando se reglamentan los resguardos indígenas y los Consejos Comunitarios Afrocolombianos (Ley 160 de 1994) y se estipula la consulta previa para la explotación minera en territorios indígenas y afrocolombianos (Decreto No. 1320 de 1998). En 2014, con el Decreto 2333, se condiciona el reconocimiento de posesión tradicional o ancestral de tierras a un procedimiento administrativo especial. A saber, estas disposiciones no han sido efectivas, sino meras mediaciones de la lógica del capital sobre sujetos no integrados al mercado. Históricamente (como se muestra en el cuadro 1), el desarrollo del derecho a la tenencia colectiva de la tierra en Colombia evidencia que la negación de identidades, la exclusión racial y la mercantilización de la propiedad colectiva han tenido significativa prioridad sobre el reconocimiento jurídico.

Cuadro 1 Evolución normativa en materia de tenencia colectiva de la tierra en Colombia 

Periodo Contexto Tenencia colectiva Detalles
Descolonización e independencia de las Américas (1813-1850) Entre 1820 y 1830, Simón Bolívar emite una serie de leyes para la protección de los indígenas, quienes habían prestado su colaboración durante el proceso de independencia. Se esperaba que los indígenas se integrasen al proyecto de conformación del Estado-nación. Auge del concepto de tenencia territorial. Se piensa en favor de los indígenas.
Llegada de los gobiernos liberales (segunda mitad del siglo XIX) Con la implantación del modelo económico liberal, se lleva a cabo la reducción de los resguardos indígenas. En 1849 se ordena el proceso de su disolución. Luego, en 1850, el proceso de federalización permite la creación de los cabildos indígenas. Los resguardos son vistos como un obstáculo para el desarrollo de la economía de libre mercado. Se expide en 1859 la Ley 90, titulada “Organización de los cabildos indígenas”, que regiría para el Estado Soberano del Cauca. Declive de la noción de resguardo indígena. Auge del reconocimiento de derechos políticos en favor de los indígenas bajo la figura del cabildo en el Cauca.
Siglo XX, proyecto regenerador Final del federalismo y advenimiento del centralismo. Con el proyecto regenerador, se impulsa la Constitución Política de 1886. Se propone la homogenización del país y se establece la religión católica como religión nacional. Se implanta el proteccionismo económico. Con la Ley 80 de 1890 se pone en marcha la parcelación definitiva de los resguardos indígenas, lo que activa el mercado de tierras. Este proceso se reforzará con la Ley 55 de 1905. Se invisibilizan las identidades étnicas y, con ello, el reconocimiento del derecho colectivo a la tenencia de la tierra. Declive definitivo de la figura del resguardo indígena en la esfera política.
Siglo XX, movimientos sociales, violencia y alternancia de poder entre partidos políticos (1958-1974) Bajo la influencia de corrientes ideológicas relacionadas con las ideas de justicia y los derechos sociales, se genera un panorama de movilidad social. La lucha por la tierra adquiere un componente de clase. En 1957 se adopta en Ginebra el Convenio Internacional del Trabajo, relativo a la protección e integración de las poblaciones indígenas y tribales. Reinterpretación de la Ley de 1890 por el indígena Manuel Quintín Lame. Auge de la reclamación por los derechos colectivos de parte de los pueblos afectados.
Segunda mitad del siglo XX, resurgimiento de la figura del resguardo indígena, Asamblea Constituyente de 1991 Cambio del enfoque estatal sobre la tenencia colectiva de la tierra. En la década de 1980 adquiere mayor importancia la protección de los derechos de las comunidades indígenas y tribales. La Constitución de 1991 refleja el cambio ideológico que se dio desde la esfera política acerca de cómo eran asimiladas las comunidades étnicas en el país. Ley 21 del 4 de marzo de 1991, con la que se logra disminuir la situación de vulnerabilidad de las comunidades étnicas. También se las reconoce como patrimonio nacional. Ley 160 de 1994 para reglamentar los resguardos indígenas y la existencia de los Consejos Comunitarios Afrocolombianos. Auge del concepto de tenencia colectiva de la tierra, tanto en la esfera social como en la política. Esto se traduce en el orden constitucional. Por primera vez, esta figura se muestra en favor tanto de las comunidades indígenas como de los afrocolombianos.

Fuente: Velásquez Ruiz (2017, p. 3).

La propiedad de la tierra es un elemento nuclear en el proceso constitutivo del Estado colombiano en la etapa del conflicto armado y en la neoliberal. Arantxa Guereña (2017) indica que Colombia es el país de América Latina con mayor concentración en la tenencia de tierra. Esta desigualdad se ha agudizado durante las últimas décadas, cuando el uno por ciento de las fincas de mayor tamaño tiene en su poder el 81 por ciento de la tierra y el 19 por ciento de tierra restante se reparte entre el 99 por ciento de las fincas, mientras que las mujeres solo tienen titularidad sobre el 26 por ciento de las tierras. Aunado a ello, el Estado ha concesionado la explotación de carbón a El Cerrejón por 25 años más sobre lo estipulado originalmente, es decir, hasta el año 2034 (Hernández, 2018).

Dicha situación ha traído consigo la desposesión para las comunidades locales que han vivido episodios de desalojo por parte de la empresa transnacional y las autoridades de la Fiscalía (Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina, s/f). Al año 2017, 70 mil personas en La Guajira se habían desplazado7 a consecuencia de la actividad minera (Hernández, 2018). Con ello tenemos una situación en la que, a partir de los ochenta del siglo pasado, el despliegue neoliberal en La Guajira se ha evidenciado a través del desplazamiento forzado y la destrucción de comunidades étnicas e interétnicas, lo cual ilustra una dimensión de violencia racial ejecutada en conjunto por la iniciativa privada y el Estado. Las comunidades afro se han establecido históricamente en lugares de memoria, pero también se ha registrado, desde finales del siglo XIX, una intensa cohabitación interétnica que ha propiciado una suerte de amalgama cultural basada en la confluencia de costumbres africanas e indígenas (Mosquera et al., 2016), que da cuenta de una historia común. En este sentido, la desterritorialización comunitaria presenta dinámicas de reconfiguración de la memoria que, a pesar de experimentar destrucciones masivas y totales de sus infraestructuras materiales, expresa resistencias desde lo cultural, sobre todo, a través de la reafirmación étnica y colectiva al derecho de la tierra.

La ubicación geográfica de las comunidades wayúu como ruta estratégica del narcotráfico y para la expansión de la producción carbonífera estimuló la presencia paramilitar del Frente Contrainsurgencia Wayúu (Villalba, 2008), que perpetró varias masacres contra la población wayúu, como en Bahía Portete.8 Por otro lado, uno de los episodios de despojo más significativos ocurrió en 2001, cuando la multinacional y las autoridades locales obligaron, bajo amenazas de muerte, a las familias afrocolombianas a salir de sus hogares (aproximadamente mil doscientas personas que habitaban el quinto corregimiento de Tabaco) (Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina, s/f). Por otro lado, estudios como los de Bermúdez, Rodríguez y Roa (2011) y Barón (2013) han señalado, desde la perspectiva de género, que la estrategia gubernamental de exploración y explotación de las riquezas mineras en Colombia ha deteriorado la calidad de vida de las comunidades y ha agudizado la violencia forzando al destierro de miles de personas. En el estudio titulado “Mujer y minería”, las autoras afirman que “la instalación de las grandes empresas mineras ha estado acompañada del incremento de bases militares en el entorno inmediato a las explotaciones, lo que en la práctica se ha traducido en un proceso de militarización de la vida cotidiana” (Bermúdez et al., 2011, p. 6).

Cuadro 2 Comunidades desplazadas o reasentadas por la actividad minera de El Cerrejón 

Comunidades Grupo étnico La comunidad dejó de existir Año de inicio del desplazamiento y/o reasentamiento
Tabaco Afro 2001
El Descanso Afro 1997
Palmarito Afroindígena 1996
Oreganal Afro 1995-1997
Sarahíta Afro 1997
Jamiche Indígena 1988-1989
El Espinal Indígena 1991-1993
Manantial Afro 1985
Caracolí Indígena-afro 1991-1993
Cabezaeperro Indígena 1997
Las Mulas Indígena 1986-1989

Fuente: Hernández (2018, p. 106).

Si bien buscamos argumentos que nos permitan resaltar la conformación de dinámicas estructurales en torno del racismo, también quisiéramos proponer que este debe ser reafirmado, reactualizado y resignificado constantemente a través de elementos materiales como políticas públicas, infraestructura o proyectos de inversión, por un lado, y elementos intangibles como discursos, narrativas o leyes, por otro lado (Anand, Gupta y Appel, 2018; Nemser, 2017). Para ello, seguimos la propuesta de Werner Bonefeld (2004) de no desvincular la existencia de las relaciones de dominación capitalista de sus procesos de constitución. Si bien esta propuesta de Bonefeld apunta a la necesidad de la acumulación capitalista de reafirmar las separaciones y las condiciones que le permiten su reproducción, lo mismo podemos considerar respecto de la serie de desigualdades, injusticias y subordinaciones mediante las que el Estado y el capital imponen un orden social excluyente en territorios periféricos y a sujetos excluidos a través de la racialización y la reafirmación del dominio patriarcal. Es decir, si bien aceptamos que el racismo y la explotación capitalista tienen condiciones sistémicas y estructurales, nuestra propuesta, en tanto busca abonar a horizontes de cambio social, apunta a entender dicho carácter sistémico como dependiente del despliegue -constante, discontinuo, despersonalizado y, muchas veces, contradictorio- de infraestructura, políticas territoriales, instituciones, dispositivos y discursos de poder en general que reafirman, transforman y reacentúan la dominación de clase, raza y género. En concordancia con ello, Lund (2012, p. 14) señala que “la raza se vuelve significativa en el mundo real solo cuando opera en la división histórica de recursos materiales y la vigilancia institucional de dicha división”.9

Con estos argumentos proponemos entender, junto con Bonnet (2005), las políticas neoliberales como la mercantilización de relaciones sociales previamente estatalizadas, y el neoextrativismo -en tanto manifestación que el despliegue de dichas políticas tuvo en la región- como una estrategia territorial que implicó un salto cualitativo y cuantitativo en la inversión, la construcción y la presencia de megainfraestructuras capitalistas que acentuaron lógicas de racialización, patriarcalización y clasificación. Las infraestructuras del neoextractivismo profundizan la repartición desigual del flujo de los elementos necesarios para la reproducción de la vida, intensifican la monetarización de las relaciones sociales y acentúan dinámicas de violencia e injusticia ambiental. Puede decirse, entonces, que para las poblaciones afroguajira y wayúu dicho neoextractivismo ha significado un recrudecimiento racista, de desposesión y marginación histórica, que ha impuesto continuidad en el desafío a su identidad comunitaria y a sus formas de resistencia, de autonomía y de organización frente al despliegue del capital.10

Interseccionalidad, juridización y refetichización de identidades en Hatonuevo

Como lo subraya Davis (2016b), el análisis interseccional es uno de los principales legados que el feminismo ha dejado para pensar la dominación en el siglo XXI. Décadas de pensamiento analítico y perspectivas liberales, occidentales y masculinas, llevaron a privilegiar la separación analítica o temática por sobre la enunciación de otro tipo de relatos, narrativas o subjetividades. Por otro lado, argumentos de muchos autores culminaban en la noción de ciudadanía o sociedad civil como único horizonte político posible. Sin embargo, con la emergencia de movilizaciones contemporáneas, la noción de ciudadanía comenzó a ser sistemáticamente cuestionada y desbordada por planteamientos que clamarían más bien por la autonomía y la autodeterminación. En ello tuvieron mucho que ver el feminismo negro y algunas perspectivas decoloniales, pero en tanto les entendamos como manifestaciones de movimientos y luchas vivas en el plano práctico y no solo como discursos críticos generados desde la academia.

El punto es que a partir de las últimas décadas del siglo pasado y lo que va del presente es más factible generar planteamientos en los que el Estado pueda ser pensado como efecto de y coexistiendo con la reproducción de relaciones patriarcales, raciales y capitalistas. En dicho tenor, la misma Davis menciona:

[…] para entender la manera en que el racismo sigue definiendo nuestras sociedades, es importante tener en cuenta el racismo estructural, y no sólo el racismo actitudinal. Por supuesto, hay un montón de personas que tienen actitudes racistas, pero eso no es lo más importante. El hecho es que el racismo está muy arraigado en las estructuras sociales y económicas (2016b, p. 44).

Una manifestación de ello es que, si bien Colombia juridizó el reconocimiento de las comunidades étnicas como patrimonio nacional (Ley 21 de 1991), dicho reconocimiento constituye un adorno constitucional que engalana el racismo desde las falacias de la democracia liberal y la refetichización (Holloway, 1992) de sus identidades, más que un intento real por incidir en sus realidades y contextos reduciendo desigualdades y violencias históricas.

Por su parte, Quijano (2014) ha abonado a planteamientos interseccionales a través del concepto de colonialidad del poder. Esta categoría ha hecho posible abordar la modernidad en términos de la reproducción y la extensión de un patrón de poder histórico-mundial. Esta es posible mediante el entrecruzamiento de cuatro regímenes de dominación: racismo, capitalismo, patriarcado e imperialismo. Dicho entrecruzamiento permea en distintas manifestaciones e instancias de la vida social, como puede ser la interseccionalidad de las identidades, las relaciones económicas que suponen la explotación y acumulación capitalista, así como formas de comunidad política y geopolítica (Lao Montes, 2009, p. 212). Con ello, la raza, como el género o la clase social, devienen ejes de articulación del patrón de poder. La constitución de los Estados modernos en América Latina, en especial el colombiano, no fue ajena a dicho patrón, e implicó la reproducción de estas formas de opresión en las esferas estructural e institucional, y no solo actitudinal, cultural o intersubjetiva. Con ello nos acercamos a lo que Dinerstein (2018, p. 7) sugiere cuando subraya que “colonial” no significa dividir al mundo en territorios, sino “reconocer que el capital como relación social es mediado por relaciones de clase, de género, raciales, todas construidas en el proceso de expansión”. En este sentido, el Estado colombiano se ha consolidado como modo de existencia de las relaciones sociales capitalistas (Bonnet, 2019). Precisamente, tras la finalización del Frente Nacional (1958-1974) -periodo de crisis de legitimación-, podría decirse que las décadas siguientes, ochenta, noventa y lo corrido del siglo XXI, se han constituido como una etapa de afianzamiento y reestructuración del Estado moderno colombiano, marcado, en los últimos años, por un resurgimiento del populismo neoliberal (Velasco, 2007) impulsado desde el uribismo, que ha permitido, incluso estimulado -gracias a la polarización discursiva relacionada con el conflicto armado, entre otros- una profundización de la opresión interseccional.

Esta manera de pensar el proceso de formación del Estado-nación en América Latina tiene como antecedente a algunos clásicos del marxismo latinoamericano como Mariátegui (2007) o Zavaleta Mercado (1986). Sin embargo, si bien en ambos es notoria la sensibilidad para pensar la realidad indígena, no llegaron a plantear la interseccionalidad o el entrecruzamiento como lo han hecho algunas de las posturas críticas más estimulantes de la actualidad. Abordar esas convergencias como particularidades del antagonismo y de la dominación capitalista ha sido un ejercicio cada vez más frecuente y visible. En este sentido, Barnes (2017) propone integrar la cuestión racial para entender la dinámica de racialización implícita en el entrecruzamiento entre naturaleza y Estado. Nuestro caso manifiesta que la histórica lucha por la tenencia de la tierra en Colombia es una lucha racial. En palabras de Dinerstein (2018, p. 7), “el capital ‘es el capital’, pero la diferencia está en la forma en la que se nos somete, la forma de lucha no está separada de las mediaciones estatales, legales, económicas”.

Aun dentro de una misma formación nacional se presentan diferencias sustanciales en la subjetivación, ya sea que pertenezcamos a clases populares, a una comunidad indígena o de raza negra, o seamos miembros de una minoría de género. En este sentido, si bien la identidad nacional es una construcción histórica e ideológica -y ello nos debería llevar a plantear horizontes emancipatorios y formas de subjetivación que trasciendan dichos imaginarios-, no por ello podemos negar el peso de las demarcaciones nacionales como expresiones de espacios de poder. Para Lao-Montes (2009, p. 231), estas demarcaciones son fundamentales para definir la “cartografía de la política racial afrolatina”, en tanto que en ellas se expresan dimensiones concretas de la hegemonía; además de que son las arenas de lucha en las que se despliegan mediaciones como la ciudadanía, los derechos y la apropiación jurídica de la naturaleza. Tal como lo afirma Lao Montes (2009, p. 231), “los órdenes raciales y los regímenes racistas tienen dimensiones locales, nacionales, regionales y globales, y por ende la política racial debe enmarcarse en todos estos niveles”.

Las luchas de minorías étnicas, raciales o sexuales son ilustrativas en este sentido, ya que, si bien su despliegue en el tiempo ha permitido diseños jurídicos cada vez más plurales, expresados en Estados progresistas multiculturales, es claro también que la deuda histórica es considerable y que la proclamación de la igualdad jurídica sirve poco en ordenes institucionales atravesados por la corrupción, o cuando en la praxis se reproducen pautas normalizadas de discriminación, exclusión y explotación, como lo que se presenta en La Guajira. Ejemplo de esto es el régimen de regalías,11 a través del cual, en lugar de la redistribución jurídicamente estipulada en él, se ha instaurado un régimen de irregularidades que ha conducido a cuatro exgobernadores consecutivos a ser condenados por corrupción.12

Lo que encontramos, más bien, es que estos procesos de “integración” a formas estatales multiculturales vienen acompañados de una complejización de las mediaciones a través de las que el poder fetichiza (Holloway, 1992) dichas identidades desde lo jurídico, sin ocuparse de las posibilidades reales de autodeterminación y omitiendo la atención a dicha deuda histórica. Esta dimensión contradictoria del reconocimiento de derechos civiles es subrayada por Davis (2016a, p. 30), para quien, si bien el reconocimiento de igualdad racial ante la ley fue un avance, también posibilitó la desigualdad racial, “por cuanto la ley quedó privada de su capacidad de reconocer que la gente estaba racializada, que provenía de comunidades racializadas”. Su observación apunta al hecho de que para la ley la persona es un abstracto, un sujeto portador de derechos, lo que incapacita a que el sistema legal reconozca la injusta e histórica realidad social.

Por otro lado, buscar el reconocimiento jurídico sin considerar la dinámica económica contemporánea bien podría resultar funcional al actual patrón de poder. Este, nos parece, es el límite de toda estrategia emancipatoria estadocéntrica, y el horizonte de cualquier forma de politización liberal, sea feminista, multicultural o socialdemócrata. Y es que, como Dinerstein (2016, p. 364) señala, “la característica más importante del capitalismo actual no es la incorporación de trabajadores en el proceso productivo, al cual claramente la población indígena del mundo no ha sido completamente integrada, sino la subsunción real, o sea la subsunción de toda actividad humana a la lógica expansiva del valor”. Así, podemos encontrar una diversidad de ejemplos en los que la vida se subordina a la lógica del valor sin pasar por un proceso de proletarización, como el caso de los wayúu y afroguajiros. A ello Holloway (2008) le llamó “crisis del trabajo abstracto” e implica que el antagonismo capitalista se haga presente con mayor recurrencia con expresiones como el despojo, el endeudamiento o la exclusión. Esto nos puede llevar a suponer, erróneamente, que si las comunidades indígenas o afrolatinas no han pasado por un proceso de proletarización, implica que están fuera o más allá del capital. Sin embargo, en tanto que la subsunción de la vida no se da solamente por la vía de la incorporación a la producción capitalista, podemos afirmar que la subsunción de comunidades indígenas al capital es diferente a la de la población no indígena, pero ello no implica su no-integración al mercado y, por lo tanto, al antagonismo de clases. Así, el reconocimiento de derechos civiles y específicos (indígenas, territoriales, ambientales) debe también ser considerado como el despliegue de mediaciones propias de la globalización neoliberal y, por lo tanto, como parte del proceso de refetichización (Holloway, 1992) de los sujetos políticos frente al capital global.

Al mismo tiempo, la multinacional ha ofrecido oportunidades laborales a algunos hombres wayúu. El nivel de beneficio y perjuicio varía según los clanes, pero, en general, ello ha permitido que las mujeres que han permanecido en las comunidades lideren la preocupación colectiva por la defensa de la naturaleza y las luchas territoriales. El deterioro ambiental derivado de las actividades mineras detonó una inclinación reivindicatoria de los derechos ambientales de las mujeres wayúu, camino que ha redefinido su identidad social indígena para posicionarle como sujeto político (Novo, Hernández y Peralta, 2018). Esto se ha dado desde escenarios organizativos enfocados a denunciar y defender los derechos humanos, en especial a través del colectivo Sütsüin Jieyuu Wayuu/Fuerza de Mujeres Wayuu. Ello ha fortalecido el papel de liderazgo de las mujeres wayúu en su comunidad y en los movimientos sociales, en tanto que dirigen la intermediación e interlocución interfamiliar (Novo, Hernández y Peralta, 2018).13 Esta dimensión se acentúa aún más si consideramos que la industria minera no se caracteriza por su alta generación de empleo. En palabras de Bermúdez, Rodríguez y Roa (2011, p. 6), “por su composición técnica y de capital, sólo involucra una cantidad marginal de empleo con respecto a la estructura ocupacional en el país”. Aunado a ello, hay una participación diferenciada por sexo: las mujeres representaban en 2001 el 18.6 por ciento de la fuerza de trabajo ocupada en el sector, y en 2006, el 19.98 por ciento, frente a 81.4 y 80 por ciento de ocupación masculina en los mismos periodos.

Siguiendo dicho argumento, señalamos que el neoextractivismo en América Latina y en Colombia ha impactado cualitativa y cuantitativamente en los modos de vida rurales y en los modos de producción basados en los ciclos de la naturaleza o ciclos no lineales (Tapia, 2009), con los cuales comunidades locales de La Guajira organizaban su reproducción de la vida. En la dimensión cualitativa implicó una actualización de la infraestructura con vistas a actualizar y renovar las formas de dominio capitalista. Mientras que en lo cuantitativo condujo a una intensificación de proyectos de inversión y a una agudización de distintas formas de violencia. Sin embargo, esta violencia vulnerabiliza de manera diferenciada a sectores en función de variables como género y raza. Como hemos mencionado líneas más arriba, para las mujeres, la presencia de actividad minera lejos de traducirse en oportunidades laborales, significa mayor vulnerabilidad, precariedad, violencia y daños a la salud. En palabras de Davis:

[…] a medida que las sociedades imponen economías de efectivo (cash-economies), lo que ocurre en toda la región del sur, las personas ya no son capaces de sobrevivir simplemente cultivando sus alimentos y viviendo de la tierra. Éstas tienen que tener dinero, y para tener dinero necesitan empleos. Muchas veces no hay empleos disponibles, o si los hay, son empleos que permiten a las corporaciones capitalistas cosechar la mayor cantidad de beneficios. Por lo tanto, estos empleos consisten más en la explotación de la gente que en darles los medios con los cuales vivir vidas decentes (2016b, p. 45).

Precisamente, para wayúus y afroguajiros, la desposesión de tierras ancestralmente ocupadas por sus pueblos significó el fin de sus actividades productivas artesanales, como la ganadería, la horticultura, la agricultura, la pesca y el trabajo textil (Múnera et al., 2014). Al mismo tiempo, la monetización de la región coartó el tradicional trueque aún practicado, mientras que los empleos disponibles tenían que ver, en su mayoría, con El Cerrejón, empresa que provocó la crisis socioambiental.

La resistencia en La Guajira divide a la población; sin embargo, en algunos movimientos como El Comité Cívico por la Dignidad por La Guajira, integrado por organizaciones sociales, sindicales e indígenas, se han concentrado luchas antes desarticuladas desde 2010. Desde el Comité han afrontado la modificación del régimen de regalías del departamento, la explotación del subsuelo del manantial Cañaverales y el desvío del arroyo Bruno y el río Ranchería. De igual modo, han impulsado huelgas de mineros, bloqueos, paros cívicos, marchas, manifestaciones, pliegos petitorios y negociaciones con el gobierno nacional (Acosta Gamboa, 2013). De su organización han nacido también comités locales y focalizados, como el Comité Cívico en Defensa del Río Ranchería. En este último, la participación wayúu ha sido amplia, y a pesar de interponer recursos legales para detener la desviación del arroyo Bruno, este ha sido finalmente desviado para priorizar el interés empresarial sobre la voluntad comunitaria, con lo cual se ha suprimido la posibilidad de actividades de reproducción de la vida, como la pesca, la siembra, la medicina herbolaria tradicional y los ritos ligados al agua (Agua Para Los Pueblos, 2020). La lucha del Comité Cívico en Defensa del Río Ranchería pudo contribuir, con paros cívicos y con ayuda de aliados políticos, a posponer la desviación del río Ranchería. Aunque para los movimientos sociales esto ha sido interpretado como una victoria parcial, no podría asegurarse del todo que la decisión de El Cerrejón no se debió simplemente a temas de rentabilidad (Acosta, 2013).

Ante la improcedencia de los recursos legales, algunos líderes y lideresas de comunidades wayúu y afroguajiras desplazadas y reasentadas como Roche, La Gran Parada, Tamaquito II, entre otras, han recurrido a organizaciones sociales como Agua Para Los Pueblos y Change con el fin de denunciar y visibilizar el empeoramiento de sus condiciones de vida tras el desvío del arroyo Bruno y el incumplimiento de los acuerdos por parte de El Cerrejón para sus reasentamientos.14 Las campañas se han centrado en la recolección de firmas para, a través de peticiones, solicitar ante organismos internacionales la defensa de sus derechos humanos (Agua Para Los Pueblos, 2020), estrategia infructífera hasta el momento.

Este cúmulo de maniobras diversas incomoda y perturba transitoriamente a El Cerrejón y a autoridades, y se enmarca dentro de las fronteras jurídicas liberales demandando reconocimiento y ampliación de derechos, obteniendo, en los mejores casos, victorias parciales que posponen las intenciones corporativas y gubernamentales. No obstante, la oportunidad de afianzamiento de una seguridad definitiva para wayúus y afroguajiros parece lejana, situación que entorpece las posibilidades de emancipación frente a las violencias interseccionales que, con el paso de los años, parecen no disminuir, sino agudizarse.

Estos argumentos llevan a Dinerstein a plantear la noción de subsunción real del mundo indígena, cuyo mecanismo a través del que opera es la exclusión, expresada en la opresión racial y la subordinación diferenciada de elementos necesarios para la reproducción de la vida a la lógica del valor. El énfasis que hacemos en las particularidades que dicha subordinación presenta en contextos indígenas o afro se debe a que en ellos esta adquiere una dimensión fenomenológica, toda vez que sus prácticas están atravesadas por cosmologías ajenas o antagónicas a la valorización capitalista. Uno de los ejes centrales del conflicto, como lo es la tierra, encuentra un claro antagonismo entre su valor como propiedad común sagrada vs. su valor mercantil. En esta dimensión resalta el papel de las mediaciones, y es la razón por la que la crítica a la refetichización de relaciones sociales (Holloway, 1992) se vuelve esencial, ya que la reproducción de formas comunitarias no solo depende de su reconocimiento jurídico, sino que también implica la puesta en práctica de dimensiones que suelen ser incompatibles con los parámetros de la legibilidad jurídica liberal. La riqueza de las ideas planteadas por Davis y Dinerstein destaca no únicamente por teorizar desde las dimensiones de raza y clase, sino porque, asimismo, su perspectiva feminista posibilita la problematización de la crítica a la acumulación capitalista desde la perspectiva de la reproducción de la vida, y no solo desde la explotación, la injusticia o el reclamo de derechos. Como muchas autoras y movimientos contemporáneos han afirmado, esta es una dimensión fundamental para la crítica, tanto por la actual dinámica del capital como por la referencia a comunidades afro e indígenas en La Guajira.

En este sentido, Raquel Gutiérrez y Mina Navarro (2019, pp. 312-313) señalan un proceso que dan en llamar “irrupción del complejo de dominación patriarcal, colonial y capitalista sobre el tejido de la vida”, cuya presencia rompe con las relaciones de interdependencia que vienen sosteniendo la vida en esos territorios, que suelen ser más palpables en contextos rurales donde predominan formas de politización propias de comunidades indígenas. Acompañada de estos argumentos, la crítica al capital profundiza y transita del nivel económico a esferas más amplias vinculadas con las capacidades políticas y colectivas de dichas comunidades. En el siguiente apartado abordaremos esta dimensión con la intención de señalar los aportes de formas de politización que trascienden las mediaciones de la política liberal.

Politización, excedencia y desfetichización de wayúus y afroguajiros como sujetos críticos

En el modelo que Modonesi (2010) propone para pensar los procesos de subjetivación política se describen tres momentos -no necesariamente seriados o en estado de pureza-: la subalternidad, el antagonismo y la autonomía. Dicha propuesta nos parece loable porque permite entender la subjetivación política desde una perspectiva vinculada con la lucha de clases, pero sin que haya una definición estructuralista o identitaria de las clases sociales. La noción de subjetivación política abona al entendimiento de la manera en que, desde el poder (que no necesariamente desde el Estado) hay un proceso activo, agresivo y diverso de construcción de mediaciones con la intención de que los horizontes de politización queden enmarcados por formas de dominación. Es en esta dimensión de subalternidad en la que recaen aquellas luchas dirigidas solo al reclamo de derechos o a la ampliación de la noción de ciudadanía. Con esto no quisiéramos desdeñar dichas causas y movimientos, ya que las relaciones políticas se van transformando gracias a la novedad que brindan en la esfera pública, sino subrayar los aportes que brindan formas de politización autónoma, formas de politización que desbordan la normalidad capitalista.

Las políticas neoliberales nos han llevado a un contexto político en el que movimientos en defensa de sus territorios, derechos, recursos, cosmovisiones y naturaleza han transitado de formas juridizadas y nacionales de hacer política a formas autónomas, novedosas y transfronterizas. Quisiéramos resaltar que hablamos de subjetivación política con la intención de evitar posturas esencialistas o identitarias. Si bien con ello no pretendemos negar la importancia de contenidos culturales o ancestrales, sí afirmamos que la subjetivación contemporánea hace uso de dichos elementos orientándolos a un momento histórico con cualidades específicas respecto al despliegue y antagonismo del capital, y que dicha politización reactualiza y es parte de la construcción de una utopía concreta que anticipa un mundo-otro-posible (Dinerstein, 2013a; Dinerstein, 2013b).

La identidad, por sí sola, nunca ha sido un criterio adecuado en torno al cual pudieran organizarse las comunidades de lucha, ni siquiera durante esas épocas en las que veíamos la identidad como el más poderoso motor de los movimientos. Las comunidades son proyectos políticos que no pueden apoyarse únicamente en la identidad. Incluso durante el periodo en el que se dio por hecho que la unidad negra era la condición indispensable de la lucha, fue más una ficción que otra cosa. Las grietas de clase, de género y sexuales que acechaban justo por debajo de la construcción de la unidad acabaron sacando a la luz estas y otras heterogeneidades que hicieron de la unidad un sueño imposible. Es interesante ver cuánto más difícil es transportar los discursos que construir instituciones nuevas (Davis, 2016a, pp. 35-36).

Dichos argumentos nos permiten plantear que, si bien es complicado hablar de una autonomía de facto, frente tanto al capital como al Estado, dicha posibilidad está presente en el ahora en tanto utopía concreta, es decir, en tanto imaginario en permanente construcción en el que se despatriarcaliza, se comuniza y se descolonializa desde el hacer. A esta dimensión Dinerstein (2018) le llama excedencia, y sugerimos que nos ayuda a pensar cómo, desde movilizaciones afro y wayúu en La Guajira, la posibilidad de materializar alternativas en realidad autónomas depende de la creatividad que dichos movimientos desplieguen para avanzar con conquistas y mediaciones estatales, pero intentando trascenderlas y construir un orden político completamente distinto. Desde la perspectiva de Dinerstein (2017), las luchas pasan por cuatro procesos (no etapas o fases) que van de la negación, expresada en la protesta y el antagonismo, seguida de un proceso de afirmación, que implica el despliegue y la consolidación de una forma de hacer política desde lo afectivo, para llegar al proceso en el que se navega con las mediaciones y, si se las trasciende, llegar a la excedencia que contiene las semillas de formaciones sociales alternativas.

Cuando decimos entonces que el Estado es una mediación de la lucha de los movimientos por constituirse en subjetividad emancipadora, no nos referimos a la función estatal de regulación o dominación ejercida externamente sobre los sujetos, sino a su función constitutiva del proceso de producción de subjetividad. El Estado es una forma de existencia de las relaciones antagónicas, no elimina las inconsistencias de dichas relaciones, sino que permite que existan (Dinerstein, 2013a, p. 32).

Frente a la oleada de luchas contra el neoextractivismo en América Latina, los Estados parecerían estar alternando entre dos formas: la estrategia de producir nuevas mediaciones desde la excedencia, que es la que ha caracterizado a Estados progresistas como los de Bolivia, Ecuador o Brasil, y la de reafirmar de manera autoritaria las mediaciones existentes, incluso haciendo uso de medios violentos, que es la que ha caracterizado a gobiernos neoliberales con marcado tinte autoritario como los de México, Chile y Colombia, incluyendo, por supuesto, a La Guajira. En estos Estados se presentan procesos violentos para imponer la subsunción de la vida al capital. Desde la perspectiva de Gutiérrez y Navarro (2019, p. 305), estos son: 1) La actual acumulación capitalista, que viene acompañada de modalidades de “guerra y terror que están devastando los territorios y diezmando las tramas comunitarias”. Al respecto resaltan trabajos como los de Paley (2018) y Segato (2013), quienes han dado muestras de la dinámica feminicida y de la guerra permanente contra pueblos en lucha. 2) Las “políticas liberales articuladas en clave identitaria”, que en el presente artículo hemos denominado “mediaciones propias de las políticas neoliberales en el contexto de la globalización”. 3) La “reconstrucción clientelar o corporativa de rígidas formas de control social a partir de políticas de subsidios individuales y focalizados”, que llevan a acentuar las desigualdades e introducir lógicas de división en los territorios y sujetos atravesados por el proceso de subsunción por exclusión.

Todo ello se observa en La Guajira, donde, desde 1997, las transnacionales han ofrecido dinero, indemnizaciones o compensaciones a los pobladores para desalojar y ceder sus derechos sobre el territorio. Algunos han accedido tras presiones como el corte de suministros y servicios públicos, la quema del cementerio y otras; mientras que otros resisten y reclaman a quienes cedieron. En este caso se da una creciente desarticulación y desequilibrio entre el espacio y las sociedades vinculadas históricamente, dado que se introducen relaciones económicas y políticas externas a las formas de reproducción local. Uno de los principales modos de provocar esta desarticulación es destruyendo gobiernos locales a través de la corrupción, pero también dividiendo de manera directa a la comunidad. Es por ello que, además de las mediaciones, hay que pensar en el papel que las producciones materiales (infraestructura, espacialidades) tienen en el despliegue de formas de racialización y clasificación. Con ello no solo estamos afirmando que haya una dimensión racial en las políticas de desarrollo territorial, sino que, así como son capitalistas, y tal vez por el mismo hecho de serlo, son también racistas y patriarcales en sí mismas. Nemser (2017), por citar a un solo autor, afirma que la raza opera como una forma de infraestructura que permea en las relaciones materiales en el tiempo y el espacio.

Estas expresiones descaradamente violentas del proceso de acumulación de capital se despliegan en mayor medida en espacialidades periféricas. De hecho, por definición, el extractivismo fomenta dicha desigualdad geopolítica, ya que implica que el beneficio de los excedentes generados por la extracción y mercantilización de bienes comunes naturales se traslada al norte, donde residen las matrices de las empresas transnacionales, en este caso particular, Australia, Reino Unido y Suiza. Difícilmente encontraríamos expresiones tan violentas, crudas y ajenas a la lógica de los derechos sociales en los países en los que residen las oficinas centrales de las corporaciones que administran El Cerrejón, por ejemplo. Lo peor es que dicha violencia es encubierta, legitimada o hasta operada por el mismo Estado. Pedraza (2017, p. 108) denuncia que la falta de respuesta que activistas colombianos han padecido acerca de asuntos de violencia política por parte de los entes oficiales nacionales les “obligó a ir más allá de los límites del Estado nacional e hizo necesaria la presión internacional, ejercida a través de dispositivos legales, morales y políticos”. Y es que no es accidental que la violencia, la injusticia ambiental, la enfermedad y la muerte se presenten en comunidades afro o indígenas cercanas a territorios donde se impulsa la extracción minera. La parcialidad de instancias públicas a favor de privados ha acentuado la racialización y la violencia. De ahí la necesidad de pensar la subsunción de la vida en términos de clase, raza y género, no para establecer una perspectiva estructuralista y universalizante, sino para entender las manifestaciones concretas a partir de las que es posible politizar y generar la teoría crítica que necesitamos.

Sin embargo, a pesar de dicha violencia y desigualdad en la imbricación de poder, para Gutiérrez y Navarro (2019, p. 304), los sujetos críticos en América Latina han desafiado y puesto en crisis varios pilares de la dominación. Al respecto resaltan cuatro formas cuya crisis, para nosotros, implica el despliegue de nuevas formas de subjetivación política: a) la amalgama de la dominación colonial-republicana-liberal y la explotación capitalista organizada en el marco del Estado nación; b) la estructura de la propiedad agraria vinculada con añejas relaciones de tutela política; c) los despojos múltiples y d) formas de organización de la reproducción de la vida desde formas patriarcales. Si bien es algo que se viene gestando por décadas y que tomará tiempo en sedimentarse, no podemos negar que las actuales formas de politización se están gestando en los aprendizajes a dicha crisis. Siguiendo a Tapia (1996), entendemos la politización como un proceso de semantización o resemantización a través del que se carga de sentido político a las cosas. Esta resemantización permite organizar prácticas y relaciones de formas inusitadas abriendo procesos de disputa respecto de los fines, límites y potencialidades de dichas prácticas. Cuando la disputa por la semantización decanta las luchas a cauces institucionales, nos encontraríamos frente a un proceso de transformación estatal por la vía de la actualización de sus mediaciones. En los momentos en los que la resemantización transita hacia las valoraciones y codificaciones propias de las comunidades en lucha, caminamos hacia la autonomía colectiva, entendida esta como una forma posible de “organizar la esperanza” (Dinerstein 2013a, p. 34).

Reflexiones finales

Si bien el conflicto en La Guajira se presenta como reciente, nuestra propuesta teórico-analítica nos ha permitido trascender dicha apariencia para develar algunos aspectos complejos, interseccionales, e históricos presentes en la problemática local y regional. Las violencias y la opresión ejercidas en contra de las comunidades wayúu y afroguajira son antiguas, estructurales, complejas, multiformes, patriarcales y colonizadoras. Han tardado muchos años en constituirse y normalizarse, y se han recrudecido con los despliegues recientes del capitalismo neoliberal, principalmente mediante la amplia y agresiva presencia de las políticas neoextractivistas en la región. La consecuencia más visible de ello ha sido el desplazamiento forzado, producto directo de las estrategias empresariales que incluyen variados tipos de compensaciones, desalojos violentos por parte del Estado colombiano, presiones y amenazas de la empresa y, finalmente, la destrucción total de comunidades enteras.

Al mismo tiempo, hemos podido advertir cómo las luchas y las reivindicaciones étnicas ligadas a las crisis socioambientales, incluyendo la de La Guajira, se han visto mayoritariamente atrapadas dentro del orden jurídico liberal y las mediaciones estatales, con lo cual se han dificultado las posibilidades de politización, semantización y resemantización que hagan posible la organización y el fortalecimiento de un verdadero potencial emancipatorio o, cuando menos, un orden jurídico y político distinto al que prevalece y se impone desde la acumulación capitalista en su fase neoliberal. La histórica negación y exclusión al derecho colectivo de la tierra para estas comunidades, aunada a la actual coyuntura crítica del conflicto, parece sugerir cierto agotamiento -intrascendencia, al menos- de las negociaciones y las luchas encuadradas dentro del orden estatal liberal colombiano. Asimismo, las experiencias progresistas de la región en las últimas décadas impiden considerar la estrategia estatal como la más pertinente para hacer valer las prioridades, mediaciones y relaciones necesarias para que estas comunidades puedan hacer valer su autonomía y autodeterminación en sus propios territorios.

Lo anterior nos ha llevado a esbozar formas de problematizar y visibilizar caminos alternativos caracterizados por el movimiento permanente, intraducibles para la actual narrativa estatal y no codificables en la economía política capitalista. Se vislumbra, entonces, la necesidad de avanzar en agendas que politicen desde experiencias, cosmovisiones y formas políticas de etnias como la wayúu y afroguajiras. Pero no en términos de una afirmación obtusa de sus propios referentes identitarios o en búsqueda de un pluralismo jurídico abstracto, sino con la intención de prefigurar relaciones comunitarias lejanas a los patrones que el capital y sus formas políticas producen. Esto se presenta como una urgencia, dada la crisis social, ambiental y de violencia que afecta a Colombia, y a América Latina, que amenaza todos los días las posibilidades de reproducción de la vida para comunidades en La Guajira y fuera de ella. Para ello recuperamos la impronta de “navegar entre las contradicciones y mediaciones estatales” (Dinerstein, 2017) con el fin de visibilizar procesos ya existentes, como latencia o posibilidad, y que harán posible que sujetos sistemática e históricamente excluidos determinen los horizontes de su propio desarrollo.

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1Ríos Cesar y Ranchería.

2Ahí se encontrarían los primeros cementerios familiares wayúú. Tambien es parte del camino por el que transitan los espíritus hacia el fondo del mar.

3Los wayúu representan aproximadamente 20 por ciento de la población indígena nacional de Colombia; es la etnia indígena más grande del país. La palabra wayúu traduce ‘persona’ en genérico.

4La Conferencia Nacional de Organizaciones Afrocolombianas (CNOA) ha cuestionado la estrategia y los resultados del censo, aduciendo que la cifra oficial es menor a la real.

5Nos referimos a espacios que conforman la memoria colectiva y la construcción identitaria afroguajira y que tienen como finalidad rememorar, conmemorar o denunciar hechos precisos ligados a su historia.

6Este término ha surgido en los últimos años como respuesta a la necesidad de reivindicaciones étnicas, territoriales y autonomistas de las comunidades negras en La Guajira, producto de las problemáticas derivadas de la minería (Múnera, et al., 2014).

7No fue sido sino hasta 2017 cuando se inició la reconstrucción y reubicación de la comunidad de Tabaco (Alcaldía de Hatonuevo, 2017), perteneciente al municipio de Hatonuevo, una de las más afectadas por el conflicto; así se respondió al lejano fallo de la Corte Suprema de Justicia de 2002 que instaba a El Cerrejón a reconstruir dicha comunidad.

8Esta masacre sucedió en 2004. Perecieron cuatro mujeres y dos hombres wayúu, se desplazaron 600 personas y se destruyeron decenas de viviendas (Centro de Memoria Histórica, 2020).

9Traducción propia.

10Autores como Zibechi (2014) reconocen en el neoextractivismo a un actor social total. Es decir, un actor que interviene de manera profunda en las comunidades donde se instala impactando todas sus esferas, generando conflictos y divisiones que promueven una reestructuración total de los Estados y de las sociedades mismas.

11El modelo de regalías supone, a través de la redistribución, beneficios sociales para la población de la región. Al año 2018, el gobierno colombiano había recibido 1.461 millones de dólares por concepto de regalías de los últimos 25 años (Hernández, 2018).

12Estos son Wilmer González (2016), Oneida Pinto (2015-2016), Juan Francisco “Kiko” Gómez (2012-2015), Jorge Eduardo Pérez (2008-2009) y José Luis González (2004-2007).

13Desde su constitución, Sütsüin Jieyuu Wayuu ha ejercido presión sobre El Cerrejón gracias a la difusión de las denuncias, situación que, por un lado, le permitió ganar el Premio Nacional a la Defensa de Derechos Humanos, pero, por otro lado, ha empujado a varias de sus lideresas al exilio, a causa de las amenazas de muerte recibidas.

14La calidad de la tierra en el reasentamiento de Roche impide desarrollar agricultura y, por su cercanía al casco urbano, la caza es imposible. Estas dos nuevas condicionantes han suprimido su antigua soberanía alimentaria, mientras que los apoyos acordados por El Cerrejón no han llegado, y la mayoría debe ahora emplearse informalmente en la ciudad para sobrevivir (Agua Para Los Pueblos, 2020).

Recibido: 14 de Septiembre de 2020; Revisado: 15 de Noviembre de 2020; Revisado: 08 de Marzo de 2021

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