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Revista de El Colegio de San Luis

On-line version ISSN 2007-8846Print version ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.11 n.22 San Luis Potosí Jan./Dec. 2021  Epub Feb 16, 2024

https://doi.org/10.21696/rcsl112220211241 

Artículos

De lo agenciado a lo representado. La transformación de los objetos entre los teenek de la Huasteca potosina

From what is Agenciated to what is Represented. The Transformation of Objects between the Teenek of the Huasteca Potosina

Imelda Aguirre Mendoza* 

*Centro INAH-San Luis Potosí. Correo electrónico: pulikbuk@gmail.com


Resumen

El objetivo de este texto es discutir cómo operan los conceptos de agencia y representación en un conjunto de objetos de la cultura teenek potosina dispuestos para ser incorporados a la colección etnográfica del Museo Nacional de Antropología. Mediante el método etnográfico se examinarán los procesos de elaboración y la importancia de estos en la ritualidad de las comunidades, para luego advertir su transformación en artefactos de museo. En los ejemplos analizados, la agencia es conceptuada con los términos de fuerza, vida, poder y sabiduría. Un pendiente en la investigación es documentar lo ocurrido con los objetos después de su montaje y exhibición, fases que aún se encuentran en proceso. El valor de este trabajo estriba en que muestra los procesos de reflexión originados en las propias comunidades respecto a los bienes culturales que habrían de seleccionar como materiales de exposición. Al final se verá que los conceptos de agencia y representación son relacionales y transitorios, pues se encuentran en redefinición dependiendo de contextos, funciones e intencionalidades depositadas en los objetos.

Palabras clave: agencia; representación; objetos; fuerza; teenek

Abstract

The objective of this text is discuss how the concepts of agency and representation operate in a set of objects from Teenek culture of San Luis Potosi arranged to be incorporated into the ethnographic collection of the National Museum of Anthropology. Using the ethnographic method, will be examined their elaboration processes and their importance in the rituals of the communities, to later notice their transformation in museum artifacts. In the examples analyzed, agency is conceptualized in terms of force, life, power, and wisdom. One pending for the investigation was to document what happened to the objects after their assembly and exhibition, phases that are still in process. The value of this work lies in showing the processes of reflection originated in the communities themselves regarding the cultural property that should select as exhibition materials. In the end will be seen that the concepts of agency and representation are relational and transitory, they are in redefinition depending on the contexts, functions and intentions deposited in the objects.

Keywords: agency; representation; objects; force; teenek

Introducción1

En el año 2017 fui invitada a asesorar la curaduría de lo que se planteó como una reestructuración de la sala etnográfica de las Culturas del Golfo de México en el Museo Nacional de Antropología (MNA). En particular, mi labor se abocó a la selección de bienes materiales representativos de la cultura teenek potosina, población en la que he desarrollado mis investigaciones a lo largo de los últimos catorce años.

Para mí era complicado realizar tal selección sin cuestionar la cosificación que los pueblos indígenas afrontan cuando son vistos a través de las vitrinas de los museos, espacios que desde sus inicios se han caracterizado por coleccionar objetos y bienes pertenecientes a distintas sociedades. Sin embargo, como se verá adelante, mis interlocutores dispusieron de manera puntual entre un conjunto de elementos que podrían ser identificados como parte del corpus material generado por la cultura teenek de la Huasteca potosina.

En este artículo se discute cómo operan los conceptos de agencia y representación en algunos de los objetos seleccionados, para lo cual será necesario examinar los procesos de elaboración y la importancia de estos en la vida ritual de las comunidades, para después advertir su transformación en artefactos para ser incorporados a la colección de un museo.

Hay que señalar que los curadores son precisamente especialistas en las distintas regiones geográfico-culturales de México, quienes fungen como enlaces entre el MNA y las poblaciones indígenas, algunas de las cuales se han convertido en sus colaboradoras activas. Varios de estos grupos tienen participación en eventos culturales y en la Feria del Libro de Antropología e Historia (FILAH), que se lleva a cabo entre septiembre y octubre de cada año. En dichos momentos dan muestras gastronómicas, exponen sus creaciones artesanales o ejecutan danzas. Asimismo, las festividades concernientes al Día de Muertos están dedicadas a una población indígena específica, que varía año con año. Para esto, el curador responsable se encarga de invitar a integrantes del pueblo elegido, con quienes ha establecido vínculos; ellos ayudan en el montaje de un altar representativo de su cultura y, en algunas ocasiones, ejecutan bailes tradicionales durante el evento inaugural.

Teniendo conocimiento del trabajo etnográfico que he realizado con poblaciones teenek potosinas desde 2006 hasta el presente, fue el etnólogo Leopoldo Trejo, curador responsable de la sala etnográfica Culturas del Golfo de México: Huasteca-Totonacapan, quien me extendió la invitación para asesorar la curaduría de los objetos procedentes de poblaciones teenek potosinas. Así pues, apoyada en el método etnográfico, una de mis primeras actividades fue acudir a las comunidades del municipio de Aquismón en las que he llevado a cabo mi trabajo de campo, a fin de que, mediante ejercicios de consenso desarrollados en algunas reuniones con autoridades, especialistas rituales y varios de mis interlocutores más cercanos, decidir qué tipo de objetos se podrían aportar al acervo etnográfico del museo. Entre los insumos se contemplaron prendas bordadas, instrumentos musicales, máscaras de diablos y figuras de santos, algunos de los cuales serán abordados con mayor detenimiento en los párrafos subsecuentes. Luego de esto, las mujeres bordadoras invitadas a colaborar se dispusieron a preparar manteles, servilletas, talegas -algunas de las cuales ya tenían entre sus haberes-. Los maestros talladores de santos y máscaras también hicieron lo propio. Dicho proceso tuvo una duración de entre dos y seis meses.

En el caso de los instrumentos musicales, una vez identificados a los lauderos destacados procedentes de los municipios de Aquismón y Tanlajás, se realizaron entrevistas que proporcionaron información sobre sus historias de vida, su labor, los procesos de elaboración y significación de los instrumentos que confeccionan, entre los que se encuentran rabeles, jaranas, arpas, guitarras y violines. En tanto, se reunieron a tres especialistas interesados en colaborar con el MNA haciendo instrumentos ex profeso o cediendo alguna de las piezas que tenían como excedente en su colección particular.

Finalmente, y por iniciativa propia, se organizó una reunión con los danzantes voladores de Tamaletom y Benigno Robles, su “líder espiritual”, quienes, como se verá más adelante, ya habían colaborado con el MNA en varios eventos y exposiciones. Al hablarles sobre el proyecto de restructuración museográfica en curso, mostraron interés de participar sumando al acervo algunas piezas vinculadas con la danza, tal es el caso del tecomate y un ejemplar de la indumentaria representativa de los voladores.

Cabe señalar que para cada objeto se convino con los maestros especialistas una retribución económica que de alguna manera compensara su destreza y tiempo de trabajo invertido. Conforme los involucrados iban teniendo listas las piezas con las que contribuirían, me lo hacían saber por una llamada telefónica. Gran parte de los objetos fueron colectados durante mayo de 2017, mes en que Leopoldo Trejo y quien suscribe este artículo realizamos una estancia de campo programando visitas en comunidades de Aquismón, Tanlajás y Tancanhuitz, para así profundizar, entre otros aspectos, en los procesos de manufactura de los objetos reunidos. Luego de ello, a lo largo de ese año regresé en unas tres ocasiones a las comunidades de trabajo para dar seguimiento a la confección de las piezas pendientes, particularmente en el caso de los bordados, que por su grado de detalle requieren un mayor tiempo de elaboración.

Habiendo esbozado la metodología y el proceso de investigación en torno a la recaudación de objetos que se habrían de sumar al acervo etnográfico del MNA, en lo que sigue bosquejaré el contexto de dicho espacio, para luego discutir la problemática sobre las capacidades de agencia de los objetos y su paso hacia el campo de la representación.

El Museo Nacional de Antropología y su contexto

De acuerdo con el Consejo Internacional de Museos (2007), organización vinculada a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), un museo puede definirse, entre otros aspectos, por ser una institución “que adquiere, conserva, estudia, expone y difunde el patrimonio material de la humanidad con fines de estudio, educación y recreo”.

En las corrientes museológicas, un antecedente importante para la antropología fue la llamada museología de la idea, promovida por Franz Boas a principios del siglo XX. Esta vertiente destaca el papel del museo como un organismo para la investigación, de manera “que se pueda explicar el modo de vida de diferentes culturas en la exposición de sus objetos diarios” (Acha, 2010, pp. 23-24) dándole un peso importante al contexto del que se extrajeron. Así, aparecerían los museos centrados en las identidades, preocupados por contrastar las culturas “arcaicas” con la occidental. Las colecciones de estos espacios se constituyeron, en gran medida, de materiales procedentes de sociedades identificadas como “primitivas” o en vías de desaparición, presentadas desde una perspectiva exotizante y atemporal (Balbé, 2019, pp. 13-14).

Como tal, la expansión de los museos antropológicos ocurrió en la segunda mitad del siglo XX, a la par de la consolidación de los Estados-nación y de la antropología misma (Bustamante, 2012, p. 18). En este contexto surgió el Museo Nacional de Antropología, cuya sede actual, en el bosque de Chapultepec (Ciudad de México), fue inaugurada el 17 de septiembre de 1964. Dicho recinto se concibió como un espacio de reflexión sobre la rica herencia indígena de una nación multicultural. De acuerdo con sus objetivos, el MNA busca rendir “homenaje a los pueblos indígenas del México de hoy a través de un nutrido acervo que rescata los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y tradiciones que son patrimonio intangible de la nación y legado que pertenece a toda la humanidad”. El MNA se presenta como símbolo de identidad, como un remanente de raíces culturales y como un espacio de memoria, derivado de un proyecto de nación en el que se evocan las glorias del pasado prehispánico indígena cristalizadas en la riqueza cultural de los indios contemporáneos (Ramírez, 1968; Ramírez, 2008).

La colección etnográfica del MNA se encuentra distribuida en once salas, ubicadas en la planta alta del inmueble, y en las bodegas de resguardo. De inicio, cada una de estas fue conformada con la asesoría de un equipo de investigadores. El antropólogo Roberto Williams García quedó a cargo de la que sería la sala Costa del Golfo de México, para la que elaboró, entre 1961 y 1962, los primeros guiones museográficos con los que contó dicho espacio. Uno de los objetivos de esas primeras salas etnográficas fue la incorporación gradual de los patrones de vida indígena a la realidad social del país por medio de la etnografía nacional (Ramírez, 2008). Consecuente con el proyecto de nación entre 1964 y 1984, una de estas salas llevó el nombre de Indigenismo, la cual tenía entre sus tópicos las políticas de Estado y el desarrollo de la antropología mexicana, ocupada en estudiar “el problema indígena” (Trejo, 2017, p. 13).

Para el año 2000, el discurso museográfico de varias de estas salas fue renovado. Así, se reorganizaron algunas de las piezas en exhibición, se actualizaron cédulas y se incorporaron insumos tanto museológicos como tecnológicos. No obstante, muchas de estas modificaciones vinieron a dar continuidad a los primeros proyectos curatoriales.

De la agencia a la representación de los objetos

De acuerdo con Baudrillard, los objetos pueden ser comprendidos como signos dentro de un sistema más amplio (2007, p. 224). Cuando estos son desprovistos de su función o abstraídos de su uso, cobran un estatus subjetivo y se convierten en objetos de colección (p. 28), es decir, se transforman en lo que aquí es entendido como artefacto, término que en la museística ha sido categorizado como “un objeto normalmente simple (una herramienta u ornamento) que revela la fabricación o modificación humana en contraste con un objeto natural” (FundéuRAE, 2020). Para Barbara Kirshenblatt-Gimblett, en el campo de la etnografía, los artefactos son creados por los etnógrafos; estos “se vuelven etnográficos en virtud de ser definidos, segmentados, desprendidos y llevados por los etnógrafos” (1991, p. 387).

En el esbozo de los planteamientos filosóficos, Simondone, Sandrone y Berti (2015, pp. 3-4) anotan que no hay una diferencia sustancial entre los conceptos de artefacto y de objeto, ya que este último puede englobar un grupo de artefactos; pero la naturaleza del artefacto no da cuenta de la ontología del objeto, pues se encuentra despojado de intencionalidad. Ante esto, para el trabajo que aquí nos ocupa, es posible plantear que mientras los objetos ostentan capacidades agentivas, los artefactos, al ser vistos como colecciones u objetos de museo, carecen de ellas. En estos términos, el presente texto mostrará la manera en que determinados objetos son transformados en artefactos no solo por la intervención de los antropólogos, sino también por el criterio y las acciones del pueblo nativo en cuestión.

Teniendo en cuenta lo señalado hasta aquí, al involucrarme en la curaduría de una sala etnográfica del MNA me preguntaba cuáles serían las transformaciones que experimentarían los objetos seleccionados cuando pasaran a formar parte de la colección etnográfica de dicho espacio, pues de origen suelen confeccionarse para usos rituales, y es ahí donde adquieren su valor.

Tales objetos tienen el potencial de agentes porque, siguiendo las tesis de Alfred Gell (1998), han sido dotados de poderes e intencionalidades específicas que se adquieren en determinadas circunstancias y “hacen que los eventos ocurran” (1998, p. 16), es decir, provocan efectos singulares. Es de presumir que esos poderes se modifican en relación con el contexto y los fines para los que se producen. En este sentido, por anticipar un ejemplo, no es lo mismo una máscara confeccionada para una danza de cierta comunidad que una máscara hecha ex profeso para ser incorporada a la colección del MNA; ni sus poderes ni sus efectos serán iguales.

Entonces, es plausible que los objetos sean tratados en el contexto ritual como agentes, mientras que en el contexto del museo sean pensados por sus creadores como meras representaciones, abducidas de poder. Siguiendo a Elsje Lagrou, en el contexto del arte amerindio, es posible decir que “la noción de representación supone la ausencia de aquello que sustituye, así como supone una diferencia cualitativa entre la cosa representada y la imagen que sustituye. La imagen no tiene otra realidad que ser semejante a la cosa a la que refiere” (2002, p. 52). Y es a partir de estas “representaciones”, entendidas como una “expresión estética”, que se crea algo nuevo, “una nueva forma de percibir la relación entre uno mismo, el otro y el mundo” (p. 54). Es así como el objeto representado se convierte en un modo de relación con la alteridad. Los museos etnográficos son espacios por excelencia dedicados a la producción de discursos sobre “los otros”, pues, como lo plantea Wanda Balbé en su trabajo sobre el Museo Nacional del Hombre, en Argentina, en esta clase de lugares “los objetos suelen operar por sustitución. Es decir, por reemplazo o representación de los pueblos o colectivos que los produjeron” (Balbé, 2019, p. 13). Mediante ellos se establece un acercamiento, aunque sea un tanto superficial y distante, a la realidad que se pretende aludir.

El etnólogo Leopoldo Trejo opina que en la renovación que este espacio tuvo durante el año 2000, los investigadores que en ese entonces estuvieron a cargo tomaron los objetos como “cosas”. En su interés por reproducir la vida de los nativos echaron mano de fotografías, maniquíes hiperreales y casas.

[…] debemos sumar a ellos la maqueta de la cueva de Ximo Xunco [sic], las dos gallinas, los cinco guajolotes y los cinco pollitos disecados de los módulos sobre el zacahuil, la ofrenda al sol y la ofrenda a la lluvia. En la búsqueda de fidelidad y realismo se abusó de estos recursos generando el efecto inverso, es decir, reafirmando la artificialidad de los contextos representados (Trejo, 2017, p. 19).

Este tipo de recursos museográficos son de uso común en la mayoría de las salas etnográficas del MNA. Como observa Mario Ruffer, en esos dioramas recreados “predomina el orden de la escena sincrónica, la romantización de una performance ‘captada’ más cercana a la escena del festival que de la vida: los trajes pulcros, los objetos dispuestos simétricamente, la vista diáfana dirigida hacia el otro-espectador (Ruffer, 2014, pp. 112-113).

No obstante, tomando como base el estudio de Terence Turner entre los kayapó de Brasil y su interacción con la sociedad occidental, se puede apreciar que en la representación de lo que se concibe como elementos de determinada cultura no solo intervienen agentes externos a esta, sino también integrantes de la misma cultura, que persiguen, con ello, diversos fines. Es entonces cuando se puede hablar de una “objetificación de la propia cultura” (1991, p. 305). La representación se asocia con el poder de conferir valor y significado de sí mismos ante “el mundo exterior”, pero también ante el mundo propio (p. 306). De tal suerte, la representación no solo depende de la sociedad mayoritaria, ya que los nativos cuentan con medios propios para representarse, con lo cual ejercen su capacidad para definir el significado y el valor de sus actos y eventos (pp. 306-307).

Así las cosas, y volviendo a lo referido líneas arriba, el trabajo etnográfico realizado en varias comunidades con población teenek de la región me había mostrado que gran parte de los insumos materiales de uso ritual -que ahora se estaban contemplando para incorporarse al MNA- cuentan con poderes y atribuciones que precisamente adquieren a partir de un proceso ritual. En este sentido, en este texto me propongo atender las siguientes preguntas: cómo los integrantes de la cultura nativa intervienen en el proceso de transformación de estos objetos y qué ocurre con la agencia de esos objetos al cambiar de función y de contexto, de ser confeccionados para el ritual a ser confeccionados para su exhibición. Para dar desarrollo a estas cuestiones tomaré como puntos de partida lo sucedido con algunos de esos artefactos -particularizando en las situaciones que se sortearon en cada caso-, entre los que se encuentran instrumentos musicales, santos, máscaras de diablos y varios insumos relacionados con la danza de voladores.2 Veamos, pues, cómo ocurrió la transposición entre la agencia y la representación en cada ejemplo.

La fuerza en los instrumentos musicales

En gran parte de las conversaciones, los interlocutores reconocían la música de costumbre y sus instrumentos como elementos vinculados en suma con la cultura teenek de la Huasteca potosina. Llegué al Fortín, comunidad de Tanlajás, orientada por la antropóloga Minerva López. Fue ella quien me presentó a Juan Diego, laudero y danzante; a la par se me hablaba de la importante tradición que tienen algunos habitantes de este lugar en la confección de instrumentos musicales.

Juan Diego hace jaranitas y rabelitos, instrumentos en miniatura dispuestos y custodiados sobre el altar doméstico, ya que se trata de objetos sagrados. Con ellos se interpreta el tsakam son, el “son chiquito” en honor a Dhipák, el espíritu del maíz, el cual acompaña las danzas efectuadas durante rituales para la petición y el agradecimiento de las buenas cosechas; ejemplo de ello es la fiesta en honor a San Miguel Arcángel.

Tanto las jaranitas como los rabelitos son elaborados con cedro, madera resistente al paso del tiempo. Aunque en la actualidad muchos de estos instrumentos se dotan de cuerdas sintéticas -hechas de nylon o acero-, lo tradicional, como lo indica Juan Diego, es confeccionarlas con tripas de animales como el zorrillo, el cual se caza en los montes cercanos a la comunidad.

Además del rabelito y la jarana, el tsakam son se acompaña de un arpa. Son pocos los especialistas que aún elaboran esta clase de instrumentos, pero en Tanlajás y Aquismón todavía se cuenta con algunos. Un ejemplo es don Domingo, anciano de unos 73 años que vive en el Fortín. Él es músico y danzante, poseedor de un arpa con más de 30 años de antigüedad. Y en La Laja, Aquismón, está don Pablo, laudero que no toca ningún instrumento, pero aprendió a elaborar arpas observando cómo otros integrantes de su comunidad -ancianos que ya fallecieron- lo hacían. Las arpas también son talladas en cedro y sus cuerdas están hechas de tripas secas de tlacuache o tejón. De acuerdo con los registros etnográficos del antropólogo Joel Lara, en la comunidad de Santa Bárbara, Aquismón, las arpas son connotadas como “abuelas”, instrumentos pertenecientes a los tiempos “de antes”; “es como la abuela de nosotros, la madre”, le dijo un interlocutor, realizando una asociación entre esta y la Madre Tierra. Otro de sus interlocutores describió el tsakam son como la danza del arpa; “es una danza de cosas muy grandes porque es danza de la madre, la abuela, la mamá de la madre, esa es el arpa, es una danza de cosas muy fuertes y muy poderosas”, concluyó (Lara, en prensa).

Al igual que algunos rabelitos, las arpas cuentan con un animal que las dota de cierta singularidad. Estos animales se tallan en las volutas de los primeros instrumentos y en los clavijeros de las segundas. Así, la vieja arpa de don Domingo tiene tallado un felino que él describe como un gato. Una pequeña paloma le sirve como afinador de cuerdas. Al etnomusicólogo Gonzalo Camacho se le ha explicado que en la Huasteca potosina hay dos tipos de arpas: con y sin figuras. “La que carece de ‘animalitos’ [le explicaron sus interlocutores] se usa para casi todas las ocasiones, pero la que tiene animalitos tiene más ‘fuerza’, y por ello también se emplea en ciertas ceremonias, las cuales requieran de una mayor eficacia, como es el caso de un costumbre para curar ciertas enfermedades o para pedir lluvia” (2013, p. 323). En el caso del arpa de don Domingo, además de contar con un felino, tiene ese afilador en forma de paloma, ave que en la cosmología teenek suele observarse como el espíritu (ts’itsin) que dota de fuerza vital a las personas y, en este caso, al instrumento.

La confección de instrumentos implica un conjunto de prescripciones. Hay lauderos que ayunan, y una vez terminados, bendicen los instrumentos con copal; antes de comenzar a tocarlos, les dedican ofrendas y plegarias con las que se les inaugura en la vida ritual para la que fueron creados. En un trabajo acerca de los rabelitos teenek, Jocelyn Vázquez (2010) documentó que para la manufactura de estos instrumentos se prefieren los días con luna llena. Gonzalo Camacho registró que los nahuas acostumbran derramar aguardiente sobre las embocaduras del arpa, a la que también se le deposita pedacitos de patlache;3 de esta manera se le da de comer y de beber (p. 328). Todos estos procedimientos coadyuvan a la obtención de fuerza que los instrumentos requieren, para así otorgarles vida; de lo contrario, “los animalitos no tienen fuerza, solo son adornos” (p. 323).

Foto: Imelda Aguirre Mendoza, 2017.

Ilustración 1 Arpa con felino 

Cuando los instrumentos han cumplido con su trabajo, es decir, cuando han llegado al término de su vida útil, han ganado su derecho a descansar. Entonces se organiza un ritual en el interior de una cueva, donde “se les coloca sobre las rocas altas que conforman una repisa natural de piedra. Junto a los trajes de los danzantes, coronas destruidas, maracas rotas, descansan los instrumentos musicales” (p. 330).

Los instrumentos, como las personas, adquieren fuerza (tsápláb) con los años y con su grado de implicación en la vida ritual de sus comunidades. Por lo tanto, es casi improbable pensar en que un instrumento como el arpa de don Domingo, con más de 30 años de antigüedad, pueda ser destinada a la colección etnográfica del MNA; es preferible elaborar una nueva, y así fue como procedimos. Los lauderos que se interesaron en colaborar con el MNA crearon nuevos instrumentos o, bien, nos otorgaron instrumentos que no contaban con alguna consagración ritual en específico o que no se encontraban en uso. Este fue el caso del arpa elaborada por don Pablo, quien la confeccionó por mero pasatiempo unos tres años atrás y la tenía arrumbada en su vivienda.

En un primer momento, Juan Diego decidió enviar al MNA una jaranita de aproximadamente 15 años de antigüedad, adornada con listones rojos, verdes y blancos. De forma casi enigmática, el instrumento fue reportado como desaparecido al ser inventariado como parte de los acervos de la colección etnográfica teenek. Al enterarse de lo ocurrido, Juan Diego y otros interlocutores sugirieron que posiblemente la jaranita no se sintió contenta de abandonar la comunidad. Y eso que, como Juan Diego comentó, nunca se le hicieron los rituales iniciáticos.

Fue así que Juan Diego resolvió realizar una jaranita y un rabel para específicamente ser destinados al MNA. Aunque dichos instrumentos no fueron dotados de fuerza con algún ritual, antes de hacernos entrega de ellos, Juan Diego tocó, a manera de despedida, una melodía con cada uno de los instrumentos, mientras su suegro danzaba en solitario. Activados mediante rituales o no, finalmente se trata de objetos en los que se deposita el trabajo (una forma de fuerza) y la creatividad de la persona que los elabora.

El poder de los que hacen llover

Librado es un ebanista de unos 33 años de edad que en los últimos tiempos ha sido encomendado para realizar imágenes de santos en su comunidad. Esto comenzó cuando, en 2013, el comité de la capilla de El Zopope, barrio de Tamapatz, en Aquismón, decidió tallar un San Isidro de mayores dimensiones que el que ya tenían -de aproximadamente 30 centímetros de altura- a fin de hacer notoria su presencia dentro de aquel espacio. Entonces Librado eligió el tronco de un árbol de pemoche, madera afable y a la vez resistente; con este hizo un San Isidro de aproximadamente un metro de altura.

Para el proyecto de reestructuración de la sala etnográfica que nos ocupa, Librado y los integrantes de su comunidad decidieron que los santos elaborados por él eran uno de los elementos a partir de los cuales se podrían dar a conocer las tradiciones del lugar. Fue así como Librado se dio a la tarea de confeccionar un San Isidro, pero además elaboró un San Miguel, ambos con madera de pemoche y de una altura cercana a los 50 centímetros. A cada uno de estos santos les construyó un nicho de madera “para que tuvieran casa a donde quiera que fueran”, dijo. Pues, en Tamapatz, los santos son acomodados en cajas de madera, que, además de ser casas para los santos, facilitan el traslado de estos en las procesiones y las velaciones realizadas en distintas unidades domésticas. Librado hizo los santos para la colección etnográfica del MNA pensando en los santos de su pueblo. San Isidro, con su vestimenta pintada en tonos verdes y azules; San Miguel, en tonos rojos, verdes y azules, con su espada que combate “lo malo”.

Foto: Imelda Aguirre Mendoza, 2017.

Ilustración 2 San Isidro y San Miguel 

En Tamapatz, los santos adquieren agencia a partir de una serie de rituales en los que se les involucra. Un ejemplo de estos es el que se conoce como “el baño de San Isidro”, realizado el 14 de mayo, día de su fiesta. Cerca del mediodía se organiza una procesión, con una duración de aproximadamente dos horas, la cual toma como ruta las principales calles del barrio. Al llegar al manantial Tsop tsop Já’ o Zopope, las imágenes de San Isidro son rociadas con algunas gotas de agua procedentes de dicho manantial.

Cuando la procesión se lleva a cabo durante un día soleado, los participantes se detienen en este lugar por unos treinta minutos, y colocan al pequeño San Isidro y su nicho sobre una mesa. Posteriormente se forman dos filas, una de mujeres y otra de hombres, quienes van pasando a sahumar la imagen. Después de esto es cuando San Isidro es mojado con algunas gotas de agua procedente del manantial, recurso que se deposita en una jícara. Mientras esto sucede, el conjunto de minuetes toca y los danzantes ejecutan una coreografía serpenteada frente al nicho del santo patrón pidiendo que llegue la lluvia.

Cuando la procesión se realiza en un día lluvioso, el baño de San Isidro se efectúa con rapidez. Uno de los ayudantes del representante del barrio se apresura a llenar la jícara con el agua del manantial, en esta se sumerge un ramo de buganvilias, que después sacude sobre cada una de las imágenes para así rociarlas.

Don Eusebio, que ha sido juez del barrio, explica que “el baño del santo” debe llevarse a cabo con unas cuantas gotas, pues si se hiciera con mucha agua “se hundiría todo el país”, debido a que se está pidiendo “lluvia para todos, no solo para la comunidad”. Por lo tanto, se puede proponer que el fin último de la procesión, de las danzas, de la fiesta, en general, y del baño, en concreto, es atraer el agua hacia la tierra, petición para la cual San Isidro es un auxiliar. No es gratuito que en el proceso de creación de la primera imagen de San Isidro, hacia 1925, los antiguos pobladores de El Zopope hayan hecho una adecuación del cromatismo de la vestimenta de este santo, que se presenta comúnmente en tonos verde olivo y café, y que ellos lo hayan sustituido por un ropaje color verde agua. Curiosamente, dicho color es vinculado a los tsok inik (hombres rayo), que acompañan al Trueno y lo apoyan en la distribución de la lluvia que fertiliza la Tierra. Los interlocutores mencionan que estos tsok inik son de ese tono de verde porque en sus cuerpos o sobre sus espaldas llevan el agua que después derraman sobre la Tierra. Estas relaciones posibilitan la categorización de San Isidro como un ayudante más del Trueno, que trabaja a la par de los tsok inik; pero, además de ello, es un sembrador de fuerza vital, porque, como labrador del campo, trabaja en pro de la bonanza agrícola.4

A San Miguel, santo patrón de Tamapatz, se le celebra entre el 28 y el 29 de septiembre.5 En su fiesta se le da gracias por las lluvias que propiciaron las cosechas; también se le agradece por proteger “del demonio” y de sus infortunios a la comunidad.

Entre todo lo realizado, resulta importante destacar la cantidad de alimentos reunidos durante la noche del 28 de septiembre. El representante y los integrantes del equipo de los barrios de Tamapatz que participan de manera más activa reúnen cierta cantidad de bolimes, panes, botellas de aguardiente y refrescos, que son concentrados en la sala comunal del pueblo para el consumo de todos los mandatarios y de las, al menos, cuatro cuadrillas de danzas de la Malinche que ofrecen sus pasos a San Miguel. Con esto pueden llegar a reunirse hasta cien bolimes y, por lo menos, unas cincuenta botellas de aguardiente. Los alimentos también se constituyen como ofrendas que dotan de fuerza a San Miguel, quien ha dejado parte de su vigor ayudando a la humanidad con la lluvia esperada.

En distintos años, los comisariados en turno han subrayado la eficacia de las danzas participantes y del resto de los esfuerzos que se hacen para festejar al santo patrón, ya que la misma noche, mientras los danzantes ejecutan sus pasos, la lluvia no se hace esperar. Entonces se sabe que “San Miguel y Mámláb (Trueno) se ponen contentos”, y ese contento se traduce en más lluvias en favor de la prolongación del temporal agrícola.

La agencia de San Isidro y San Miguel se verifica en el poder que tienen para, a partir de ciertos rituales, incidir en los temporales pluviales que devienen en buenas cosechas. Pero, los santos carecen de poder de acción cuando no son involucrados en la vida ritual de la comunidad, cuando no se les baña, no se les ofrenda y no se les dedican danzas y plegarias. Es el caso de los santos destinados para el MNA, que se entienden como expresiones estéticas con nulidad de agencia. Aun con todo eso, Librado y su padre despidieron a los santos sahumándolos y tocándoles un minuete -así como Juan Diego lo hiciera con los instrumentos musicales-, pues finalmente son la representación de aquellos que sí tienen potestad sobre la comunidad, aquellos que sirvieron de modelo para su creación.

La fuerza de las máscaras

Además de santos, Librado hace máscaras de diablos, que son empleadas por los integrantes de la cuadrilla de diablos o judas que aparece cada Semana Santa en Tamapatz. Varios integrantes de la comunidad consideraron que dicha manifestación es una de las más “representativas” de su pueblo. Así que Librado se dio a la tarea de elaborar un par de máscaras de diablo para ser incorporadas a la colección etnográfica del MNA.

En otros momentos he referido las características de estas máscaras, los procesos de elaboración y los rituales involucrados (cf. Aguirre, 2017; Aguirre, 2019). Aquí es pertinente resaltar que las máscaras, hechas con madera de pemoche, deben ser labradas bajo ciertas prescripciones. Se dice que deben realizarse durante un día “débil”,6 ya que si se tallan en un día fuerte, como el viernes, se corre el riesgo de resultar herido con el filo de la herramienta empleada, pues desde su manufactura las máscaras son objetos en suma delicados porque contienen una gran cantidad de fuerza atribuida al diablo. Es por ello que pueden ser comprendidas como índices de su agencia (Gell, 1998, p. 23), es decir, como instrumentos para la ejecución de su poder.

Siguiendo a Rappaport, un índice puede entenderse como un signo que “está provocado por”, que “es parte de” o, bien, “es idéntico a” lo que significa. “En otras palabras, son aspectos perceptibles de los sucesos o condiciones que significan la presencia o existencia de los aspectos imperceptibles de los mismos eventos o condiciones” (Rappaport, 2001, p. 100). De tal manera, se considera que el poder de las máscaras es provocado por el diablo; estas, a su vez, permiten hacerlo presente entre los hombres.

Foto: Imelda Aguirre Mendoza, 2014

Ilustración 3 Máscaras y diablos 

Los diablos y sus máscaras ingresan a la cuadrilla con un ritual efectuado en la casa del capitán de la danza siete días antes de la Semana Santa; en este se comparten bolimes y aguardiente. De la misma forma, hay un ritual de cierre que se realiza en el interior de una cueva de la localidad siete días después del Sábado Santo, que, como señala un interlocutor, tiene por fin principal “hacer la entrega del equipo”, es decir, dejar de disponer del traje y de la máscara que les permiten a los hombres devenir en diablos. El abandono de estos objetos prescribe un conjunto de disposiciones que, de no acatarse, pueden producir consecuencias perjudiciales en contra del propietario, entre las que destacan enfermedades, sueños constantes con el diablo, la locura y la muerte.

Así, cada vez que se clausura la actividad de diablo se clausura también el poder de su máscara y de su indumentaria. Se tiene pautado que las máscaras de plástico y de otros materiales sintéticos empleadas en años recientes deben ser desechadas cada año porque son menos resistentes ante la acumulación de fuerzas nefastas, mientras que las máscaras de madera pueden utilizarse hasta por siete años. Después de este tiempo deberán abandonarse en la cueva, donde se realizan los costumbres concluyentes de la cuadrilla, sobre alguna llegada ritual (ul taláb)7 ubicada entre el monte o en cualquier oquedad situada dentro del solar (un tronco hueco, por ejemplo), pues estas son, a decir de los especialistas rituales, puntos asociados con el inframundo, uno de los lugares donde vive el diablo. Si la máscara no se desecha en el tiempo prescrito, “le pueden pasar cosas” al danzante en cuestión, entre las que, como ya se ha señalado, se mencionan “los sustos” y “las enfermedades” que pueden conducir a la muerte (Aguirre, 2019, pp. 96-97).

Tomando cierta precaución, Librado inició la elaboración de las máscaras durante el lunes, un día débil de fuerza. No obstante, nunca fueron agenciadas con los rituales específicos de incorporación a la cuadrilla y, como nadie las portó para danzar, tampoco quedaron incorporadas de esa delicada fuerza que se le atribuye al diablo. En algún momento preguntamos cuán factible era llevar al MNA una máscara “ya bailada”, es decir, inmersa en la danza; ante lo cual hubo una negativa. Al respecto, algunos danzantes argumentaron que se trataba de pertrechos muy personales, ligados a la actividad ritual de los que “se hacen diablos”. Una vez iniciadas, las máscaras deben completar su ciclo de siete años de actividad y, luego de concluir ese tiempo, deben ser “entregadas” a la cueva, antes de que se tornen peligrosas. Llevar una máscara “ya bailada” implicaba consecuencias nefastas para su danzante diablo, pero también para los investigadores, transgresores de la normativa estipulada.

Las máscaras entregadas por Librado, a diferencia de lo que ocurrió con los santos, no tuvieron sahumación ni despedida alguna, pues, por su delicadeza, era mejor no reconocer en ellas ninguna clase de potencia.

El vuelo de los gavilanes y sus vicisitudes

En la comunidad de Tamaletom, Tancanhuitz, se preserva la única danza de voladores teenek que hay en la Huasteca potosina. En tiempo reciente ha cobrado mayor popularidad entre investigadores y turistas porque fue decretada como patrimonio cultural intangible del estado, en 2018, y, antes de esto, por ser promovida como un atractivo etnoturístico por la Secretaría de Turismo del Gobierno de San Luis Potosí, entre otras dependencias.8

Benigno Robles, quien se autodenomina “líder espiritual” de esta danza, ha colaborado con el MNA en distintos momentos. Entre los haberes de la predecesora sala etnográfica de las Culturas del Golfo, montada hace unos 20 años, se encuentra un vídeo en el que Benigno habla sobre “el significado” de la danza del volador. Para este proyecto de reestructuración, Benigno enfatizó que, si se iba a hablar de los voladores, se mencionara la diversidad de estas danzas y se les diera cabida especial a los voladores teenek de Tamaletom, ya que, en la curaduría anterior, su explicación terminó siendo ilustrada con imágenes y videos de los voladores de Papantla, hecho que, con justa razón, le indignó.

Es menester señalar que la danza de los voladores de Tamaletom se ejecuta principalmente en un espacio denominado “centro ceremonial”, en el que también ha sido montado un museo comunitario de dos salas en las que se muestra “la historia” de este tipo de danza mediante imágenes y objetos de carácter “étnico” típicos de la región, muchos de los cuales han llegado al sitio gracias a donaciones de funcionarios públicos y académicos amistados con Benigno. Ahí se encuentran fotografías de los voladores y de las mujeres de la comunidad que fueron tomadas por Guy Stresser-Péan, etnólogo francés que hizo registros de esta danza entre los años 30 y 50 del siglo pasado.9 Además, se exponen imágenes de las nuevas generaciones de voladores, libros y otras publicaciones cuya temática principal es la danza y la cultura teenek. Entre otros objetos están los trajes, los bastones y las coronas, indumentaria correspondiente a los voladores.

Benigno convino en que era necesario llevar al MNA un tecomate, también llamado manzana o chomol, acompañado de su cuadro (base en la que descansan los voladores desde las alturas), pues es en este donde se puede notar la diferencia entre el implementado por la danza de Tamaletom y las de otros lugares, ya que, según lo referido por él, el amarre del mecate se realiza desde la parte superior del tecomate y de manera cruzada.

El tecomate destinado para el MNA ya había sido “clausurado”, es decir, ya no participaba en la danza. Asimismo, Benigno consideró pertinente llevar un traje de gavilán, nombre que reciben los danzantes teenek, confeccionado especialmente para los fines del museo.

Foto: Imelda Aguirre Mendoza, 2017

Ilustración 4 Tecomate con cuadro y arcos 

En el contexto ritual, antes de que el tronco del palo volador sea cortado debe presentarse un conjunto de ofrendas para la Tierra (Mím Tsabál), entre las que se encuentran tamales de gran tamaño (bolimes), botellas de aguardiente y sahumaciones con copal. En el fondo del hoyo donde se erigirá el mástil se coloca un pollito vivo, que también forma parte de las ofrendas.

Siguiendo las explicaciones de Benigno, el tecomate es el elemento de mayor jerarquía en la estructura. Se confecciona con madera de cedro, y es visto como el abuelo del palo volador, categoría que adquiere luego de una ceremonia de consagración en la que se le ofrendan dos corazones de gallos vigorosos. El tecomate es el abuelo del palo volador porque en él descansa la fuerza y la sabiduría ostentada por el capitán de la danza. En tanto que el cuadro que sirve como asiento de los voladores en las alturas remite a las cuatro direcciones del universo, y cada uno de sus lados se encuentra rematado por arcos hechos con palmilla.

Las cuerdas de henequén que permiten el descenso de los voladores tienen una longitud de 25 metros. Los participantes de la danza las interpretan como un “cordón umbilical” que los vincula a la Tierra.

Previo a que los danzantes emprendan el vuelo, deben preparar un altar, compuesto por un arco, un gran mantel bordado con figuras en punto de cruz -entre las que resalta una gran estrella que hace referencia a los distintos puntos del cosmos-, copal, aguardiente que se ofrenda “a los dioses y a la Madre Tierra” -en palabras de Benigno- y un caracol, relacionado con el viento, categorizado en este contexto como “un soplo de vida”.

La indumentaria de los voladores de Tamaletom se compone de una camisa y un pantalón de manta blanca. Los danzantes sujetan en cada una de sus manos un conjunto de plumas blancas que conforman sus alas. Se dice que los voladores de antaño, interesados en imitar a los gavilanes, confeccionaban su “corona” con plumas negras de guajolote, después lo hicieron con plumas “rayadas”. En la actualidad, la corona se elabora con plumas blancas, que son teñidas con pintura acrílica rosa, color que evoca la “alegría”.

El capitán de la danza se distingue del resto de los voladores por llevar sobre su torso un par de cintas entrecruzadas de colores amarillo y verde, relacionados con “la luz del sol” y con “la naturaleza”, respectivamente. Sobre su frente se sujeta un cinto hecho de cuadrillé, bordado con varias figuras en punto de cruz.

Además de esto, el capitán porta una pequeña talega (morral), en la que guarda un mantel bordado con estrellas y flores en punto de cruz, que contiene cinco tulipanes en botón, que desde las alturas son ofrendados hacia los puntos del cosmos y su centro; estas son significadas como “la vida de cada uno de los participantes”. En la talega también lleva un guajecito con el aguardiente que asperja hacia los cuatro puntos cardinales cuando se encuentra sobre el tecomate. El capitán es el encargado de tocar un flautín de carrizo y un pequeño tambor cuadrado forrado con piel de venado.

Por otro lado, en la danza de los voladores de Tamaletom ejecutada como un atractivo turístico10 de la Huasteca o como un espectáculo de fiestas patronales, ferias y otros tantos eventos, podrán omitirse determinados procedimientos rituales, pues, al cabo, se trata de “representar” una acción que, desde esta perspectiva, se connota como un trabajo remunerado, y no tanto como una ofrenda para suministrarle fuerza a la Tierra. Al llamado centro ceremonial de los voladores de Tamaletom llegan turistas, a quienes, en los últimos años, se les ha permitido vivir la experiencia de ser voladores; algunos han logrado descender acompañados de los danzantes, otros, como menciona Benigno, “se arrepienten cuando ya están arriba porque les dan miedo las alturas”. Siguiendo a Kirshenblatt-Gimblett, es en ese contexto donde las personas se tornan el medio de representación etnográfica, pues al “actuar” para turistas o en el marco de ferias y festivales “se convierten en signos vivos de sí mismos” (1991, p. 388).

Para 2019, los voladores contaban con una tarifa de ingreso al centro ceremonial (adultos, 50 pesos; menores de 10 años, 25 pesos), así como con horarios y fechas bien delimitados. La Secretaría de Turismo del Gobierno del Estado de San Luis Potosí fue la encargada de dar a conocer que la danza se llevaría a cabo el primer y el tercer sábado de cada mes a las 11:45 horas. Entre las “ceremonias especiales” se contemplaban: la del 21 de marzo, con motivo del equinoccio de la primavera; la del 3 de mayo, en honor a la Santa Cruz y la bendición de las semillas; la del 14 y 15 de mayo, en la fiesta del patrón San Isidro Labrador; la del 22 de junio, consistente en el “encuentro de tradiciones”, en el centro ceremonial; la del 27, 28 y 29 de septiembre, en las celebraciones de San Miguel Arcángel; en noviembre, durante las fiestas de Xantolo, y, al final, el 28 de diciembre, para efectuar un “ritual de agradecimiento” por el año transcurrido. Aunque estas “ceremonias especiales” se empatan con el ciclo ritual convencional de gran parte de las comunidades indígenas de la región, forman parte, en este caso, de una suerte de performance que engrosa la cartelera turística de la Huasteca potosina.

Otro ejemplo de representación fue cuando los voladores de Tamaletom fueron invitados en 2010 por un investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia al Smithsonian Folklife Festival, en Washington, D.C. Al respecto, cuentan que el palo volador lo acomodaron “encima de un tapete, como un candelero”. Ahí, a lo largo de quince días, estuvieron exhibiendo cómo vuelan, ejecutando su danza dos o tres veces al día. A cambio se les remuneró económicamente. Lo mismo ocurre cuando son contratados para fiestas patronales u otros eventos.

Únicamente sacamos el costo del material, el costo del trabajo, lo que necesitamos, lo que van a ganar los voladores. Y vuelan las veces que nos pidan. Si la fiesta es una noche, vuelan dos o tres veces, pero si la fiesta es una semana, son más vuelos. Dependiendo de los días es la tarifa;11 si es un día, es menos el gasto. Así hemos llegado a Coatzacoalcos, a la Cumbre Tajín y a muchos pueblos de aquí cerca [dijo Benigno].

En todo esto hay una distinción cuando el vuelo de los gavilanes se efectúa durante un ritual comunitario o como un trabajo remunerado. En la primera circunstancia se hace énfasis en la importancia de las ofrendas, se alude a la fuerza del abuelo tecomate, a la alegría y el vigor de los danzantes. En el segundo escenario se habla de turistas, de espectadores, de un pago costo-beneficio, de una especie de negocio. Es en este último sentido, el de la representación, cuando la etnicidad adquiere características de empresa, se transforma en una mercancía (Comaroff y Comaroff, 2011, p. 9).

En el campo de los objetos, se entienden como mercancías aquellos que cobran un valor monetario (Appadurai, 1991, p. 17). Precisamente, un ejemplo de estos son los involucrados en la actividad turística, en la que “los objetos producidos por comunidades pequeñas con fines estéticos, ceremoniales o suntuarios, son transformados cultural, económica y socialmente por los gustos, los mercados y las ideologías de economías más grandes” (p. 44).

Comentarios finales

Durante las últimas décadas, a partir de la llamada museología crítica y del surgimiento de la nueva museología, se ha intentado hacer de los museos instituciones reflexivas y emancipadoras, planteadas desde las comunidades y para las comunidades12 (Acha, 2010, p. 34). Como parte de estas vertientes, los esfuerzos de antropólogos, sociólogos, historiadores y otros científicos sociales involucrados en el ámbito de los museos se han concentrado, en gran medida, en abogar por la restitución de objetos y otros materiales museísticos a las poblaciones de las que fueron despojados sin consentimiento alguno. Al mismo tiempo, han cuestionado las prácticas coloniales con las que fueron conformadas inicialmente muchas de las colecciones (Lorente, 2006, p. 28), las cuales corrían a la par de la consolidación de los Estados y los proyectos en los que se buscaba “integrar” a los pueblos indígenas a la vida nacional.

Como Appadurai advierte, muchas de las colecciones artísticas y arqueológicas del mundo occidental se conformaron a partir de prácticas de “saqueo, venta y herencia, combinadas con el gusto occidental por las cosas del pasado y de los otros”, situaciones que en una variedad de casos han dificultado fijar responsivas de reclamos y contrarreclamos (1991, p. 44). Los reclamos por la restitución de piezas y objetos que fueron reconocidos como parte de determinadas comunidades llegaron con “la crisis del Estado-nacional en el contexto de la globalización” (Bustamante, 2012, p. 19), que, entre sus consecuencias, trajo el debilitamiento de los museos como instituciones portavoces del Estado. En paralelo, emergió una serie de movimientos reivindicatorios de los pueblos indígenas y los colectivos minoritarios que en mucho favorecieron a las demandas de legítima restitución del patrimonio.13

En el caso aquí tratado, y a pesar de las relaciones de poder que se pudieran fijar entre una institución como el MNA y las comunidades nativas, asevero que en la medida en que los interlocutores teenek se hicieron partícipes de la toma de decisiones respecto a cuáles objetos debían incluirse en la colección etnográfica y de qué forma se haría tal inclusión, la labor curatorial se fue simetrizando, pues al pensar con ellos (Viveiros de Castro, 2010, pp. 211-212) se fue develando una serie de procesos creativos mediante los cuales se explicitaba cómo determinados objetos adquieren agencia o cómo esta se suspende de manera transitoria o se “clausura” definitivamente. Al mismo tiempo se iba advirtiendo el modo en que los objetos se tornan representaciones, es decir, imágenes semejantes a las que les sirvieron de modelo, pero abducidas de poder, adecuadas para determinadas situaciones, como un espectáculo que simula un ritual o, bien, como un artefacto de museo. De ahí, la ductilidad de los objetos, moldeables ante distintos espacios, flexibles ante las voluntades e intencionalidades para las que son creados.

Los objetos de los que aquí se trató se configuran como “cuerpos artefactuales”, en términos de Alfred Gell (1998, p. 98), ya que cuentan con “intencionalidades específicas que hacen que los acontecimientos ocurran, al tiempo que producen y afianzan relaciones con los seres humanos”. Es así como, mediante las máscaras, los danzantes devienen en diablos o hay lluvia porque se cuenta con la intervención de San Isidro y San Miguel.

La manufactura de estos objetos es un quehacer reflexivo -integrado por los vínculos diádicos que se establecen entre los creadores y lo creado-, en el que las capacidades de agencia y las intencionalidades no están del todo dadas; más bien, van emergiendo y transformándose acorde con las circunstancias. En los casos observados, la agencia es conceptuada con los términos de fuerza, vida, poder, sabiduría, categorías que se implican y se encuentran en relación.

De acuerdo con Janis Alcorn, tsápláb (fuerza) puede definirse como “la inteligencia de una persona, sus habilidades, su personalidad, su manera particular de aprendizaje, su aptitud para el aprendizaje de determinados tipos de conocimiento y en última instancia su sabiduría” (1984, p. 68). Por mi parte, he insistido en las especificidades de la fuerza vital como aquella “procedente del espíritu en movimiento y en pensamiento” (Aguirre, 2017, p. 59). Esta no solo es distintiva de los seres humanos, sino también de otros seres existentes a los que se les imputa un espíritu con poderes de acción. En el caso documentado, los objetos referidos cobran vida, tienen espíritu, son sabios y, por ende, tienen y acumulan fuerza.

La agentividad es una cualidad adquirida y controlada mediante ciertos rituales de consecuencias diversas. En este sentido, se advirtió la importancia de rituales de inauguración o consagración que dotan de fuerza vital a las jaranitas, los rabeles, las arpas, las máscaras de diablos y el tecomate del palo volador. Hay otros rituales con efectos particulares, como el baño de San Isidro, capaz de detonar la lluvia en la comunidad que lo realiza y con posibilidades de surtir efectos en “todo el mundo”. En tanto, los rituales de clausura o cierre son necesarios para dar muerte a determinados objetos, anulando su poder y toda capacidad de agencia. En algunos casos son pensados como “rituales de descanso”, como ocurre con los instrumentos musicales que han cumplido su ciclo de vida. Los rituales de clausura son de fundamental importancia cuando la fuerza acumulada tiende a tornarse “peligrosa”; ejemplo de ello es lo que sucede con las máscaras de diablos, entregadas en una cueva mediante la celebración de “un costumbre”.

Por otro lado, los objetos, como representaciones, suelen ser categorizados en términos locales como “adornos”. Estos pueden plantearse, parafraseando a Araiza y Kindl, como una suerte de imágenes “sin presencia”, pues no dan “signos de vida”; es como si estuvieran dormidos (2019, p. 8). En ciertas situaciones sería mejor no reconocerles ninguna clase de presencia; otra vez cabe recordar el caso de las máscaras de diablos, objetos predispuestos a las fuerzas nefastas del diablo, al grado de que Librado, su creador, prefirió no sahumarlas ni despedirlas como lo hizo con los santos. Se trata, por lo tanto, de “versiones impotentes”14 (Neurath, 2005, p. 23), elaboradas únicamente para estar en el museo.

En otras situaciones, los objetos representados fueron reconocidos como portadores de una potencia suspendida que podría reactivarse con los rituales precisos. Eso ocurrió con los instrumentos y los santos, a los que sus respectivos ebanistas despidieron con música y sahumaciones; a los santos incluso se les fabricaron nichos, a manera de casa, procurando su protección.

En el campo de lo representado están también los artefactos que funcionan como escenografía de rituales representados. Ejemplo de ellos son los insumos involucrados en la danza de los voladores, que en el contexto del ritual comunitario adquieren determinadas cualidades de intencionalidad, mismas cualidades que en cierta forma quedan suspendidas cuando la danza se ejecuta como espectáculo, bajo condiciones de trabajo remunerado. En los casos abordados, agencia y representación se muestran como cualidades relacionales y transitorias; no son estáticas, se encuentran en redefinición constante dependiendo de tiempos, espacios, contextos, funciones e intencionalidades de las que los objetos sean depositarios.

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1Agradezco los comentarios de la doctora Olivia Kindl para el borrador de este texto y por motivarme a trabajar en su publicación. De igual modo, agradezco al maestro Leopoldo Trejo por invitarme a colaborar en el proyecto de reestructuración de la sala etnográfica Culturas del Golfo de México: Huasteca-Totonacapan, del cual se desprende gran parte de las reflexiones aquí presentadas. Finalmente, agradezco a los dictaminadores, cuyos comentarios y sugerencias ayudaron en mucho en la mejora del artículo.

2Es importante subrayar que este texto principalmente aborda lo concerniente a la selección, procesos de elaboración, cualidades agentivas de los objetos y algunas aproximaciones en cuanto a su representación. Por el momento, ha sido imposible documentar lo ocurrido después de su montaje y exhibición en el MNA, pues debido a decisiones institucionales, estas últimas fases se han venido posponiendo y el proyecto de reestructuración de la sala etnográfica que nos ocupa aún se encuentra en proceso. Por otro lado, considero que las reflexiones derivadas de los objetos en exhibición dentro del Museo pueden ser motivo de un texto posterior.

3Tamal del tamaño de un pollo, análogo al bolím entre los teenek.

4Para una información más amplia sobre la ritualidad en torno a San Miguel, San Isidro y su relación con el Trueno y sus hombres rayo, consúltense los trabajos de Aguirre Mendoza (2017, 2018).

5Sin embargo, los preparativos inmediatos comienzan por lo menos una semana antes, cuando los representantes de cada barrio, acompañados de su equipo de trabajo, del presidente de la capilla y de sus ayudantes, recorren las distintas unidades domésticas llevando dentro de un nicho la imagen de San Miguel, la cual colocan en los altares familiares de los hogares visitados, mientras es sahumada con copal por los presentes. En cada lugar se reza un rosario y se entonan un par de alabanzas en honor al arcángel. Los anfitriones comparten con los visitantes algunas tazas de café, refresco o pan y también les obsequian una cooperación que van acumulando para contribuir a los gastos de la fiesta.

6Se considera como días débiles el lunes, el sábado y el domingo. Los días fuertes son el martes, el miércoles, el jueves y el viernes, pues en ellos se conjuntan los poderes de distintos existentes importantes en la cosmología teenek de Tamapatz.

7Se llama “llegadas” o “mesas” a determinadas piedras planas ubicadas en distintos puntos del monte, donde pueden disponerse ofrendas para diferentes seres. Los ancianos refieren que dichas llegadas o sitios de ofrenda fueron dejados por los antepasados, por ser lugares donde los seres fácilmente “reciben” lo que se les lleva y en donde se les puede formular peticiones.

8Al respecto, puede consultarse el trabajo de Claudia Rocha (2018), en el que aborda la historia de esa danza realizando un estudio diacrónico desde sus posibles orígenes hasta los tiempos recientes, cuando fue declarada patrimonio cultural intangible del estado de San Luis Potosí.

9Parte de estos registros se encuentra en G. Stresser-Péan (2008 [1948]).

10Sin ser el turismo el tema central de este trabajo, y siguiendo los planteamientos de Comaroff y Comaroff (2011, p. 10), es necesario anotar que, en casos como el de los voladores de Tamaletom, este ha venido funcionando como una “economía de la identidad”, en el que se reúnen nociones como las de “experiencia ancestral”, “acercamiento”, “supervivencia de una cultura”, etcétera.

11Omitimos el monto de “las tarifas” por reserva de la privacidad de los integrantes de la cuadrilla.

12Una muestra de ello en México es la creación, en 1983, del Programa Nacional de Museos Comunitarios (PNMC), que fue promovido por el Instituto Nacional de Antropología e Historia. En este Programa se planteaba la autogestión de las comunidades en torno a la salvaguarda de su historia, memoria y patrimonios.

13Un ejemplo paradigmático fue la restitución de los restos de Inakayal, cacique del pueblo mapuche tehuelche, reclamado al Museo de la Plata por el Centro Indígena Mapuche en el año de 1989; se consiguió la devolución hasta 1994, después de un decreto de ley (Endere, 2011).

14Dicho término fue empleado por Johannes Neurath, curador de la sala etnográfica Gran Nayar del MNA, para referirse a las máscaras y a otras obras de arte de origen huichol destinadas a la venta y también a la colección etnográfica del museo.

Recibido: 13 de Enero de 2020; Revisado: 17 de Julio de 2020; Revisado: 23 de Septiembre de 2020; Revisado: 26 de Octubre de 2020

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