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Signos históricos

versão impressa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.12 no.24 México Jul./Dez. 2010

 

Reseñas

 

Comentario de Peter Guardino a su obra. El tiempo de la Libertad. La cultura política popular en Oaxaca, 1750-1850

 

Peter Guardino*

 

Department of History, Indiana University, *pguardin@indiana.edu

 

Quiero empezar con algunos agradecimientos. Cualquier libro es fruto de arduo trabajo, pero lo que a veces el lector no alcanza a percibir es que mucho del trabajo necesario no se hace por el autor mismo. Los autores siempre trabajamos dentro de una red extensiva de amigos y colegas, quienes aportan sus críticas, sus sugerencias, y su apoyo moral durante el largo proceso de hacer un libro. Además, los archivistas y los bibliotecarios de las instituciones que guardan las fuentes proporcionan servicios indispensables. Finalmente, las instituciones que publican los libros —en este caso la Universidad Autónoma Metropolitana, El Colegio de Michoacán, El Colegio de San Luis, la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca y el Congreso del Estado de Oaxaca— hacen posible su aparición. En particular, quiero agradecerle a Carlos Sánchez Silva, quien, además de ayudarme como excelente colega en historia y como excelente archivista, se encargó de impulsar y organizar esta edición mexicana del libro. Sin Carlos, esta versión sería todavía un sueño en vez de una realidad. También en esta ocasión quiero agradecerle a Brian Connaughton, con quien tengo una serie de deudas que empezaron hace más de veinticinco años —cuando era mi profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México—, las cuales continúan incrementándose gracias a su ayuda en la organización de este libro y, por supuesto, sus comentarios. Finalmente, le agradezco a Edgar Mendoza por su participación y sus aportaciones.

En este libro pretendo analizar el significado de la política para la gente de los grupos marginados en la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del XIX. Es —en cierto sentido— una historia política de grupos que casi siempre aparecen en los libros como los sujetos de la historia social o la etnohistoria. La gente urbana de escasos medios y los campesinos indígenas tenían una importancia demográfica dominante en ese entonces, pero este hecho empírico no se refleja en las páginas de la historia política de la época, una historia poblada de gente más famosa, como los virreyes, los líderes insurgentes, los generales, los intelectuales y los políticos. Lo que se observa en este libro y otros similares es que la gente de escasos medios participaba en la política, utilizando una amplia serie de técnicas, incluyendo los procesos judiciales, las quejas administrativas, las rebeliones, las alianzas, y hasta las elecciones.

Asimismo, en este libro analizo cómo los cambios a largo plazo en la cultura política de las élites modificaron la manera en que los marginados participaban en la política. Estos cambios empezaron con la Ilustración y las Reformas Borbónicas, y siguieron con el liberalismo español, la Independencia y el republicanismo hasta la Reforma. Con cada paso se modificó aun más la manera en la que las élites justificaban tanto su poder político como la jerarquía social. Los plebeyos urbanos y los campesinos indígenas tenían que reaccionar frente a estos cambios, porque la política —en la definición amplia de la palabra— siguió siendo importante para ellos. ¿Cómo hacían sus argumentos? ¿Cuáles eran sus tácticas? En este caso concluyo que había cambios importantes en la cultura política popular.

Los plebeyos de la ciudad de Oaxaca vieron una oportunidad en el igualitarismo de las nuevas ideas. Querían destruir la preocupación de la sociedad colonial con las desigualdades de raza y de familia. Por ello, pretendían construir una cultura política que valoraba el talento y desempeño más que los orígenes. Vieron las elecciones locales como su arma más importante, y participaron en éstas con entusiasmo. El resultado fue un conflicto muy fuerte entre dos partidos políticos.

Para los indígenas del distrito de Villa Alta la situación era más complicada. Algunos intentaron usar las nuevas normas republicanas para reducir el poder de los ancianos, pero fracasaron. Los pueblos tenían más éxito en eliminar los privilegios hereditarios de algunas de sus familias. Sin embargo, los indígenas podían conservar cierta autonomía política y cultural, una autonomía que les favorecía y que sigue siendo importante en la región.

Al analizar los dos casos, es importante destacar que los cambios en la cultura política dominante —que empezaron con la Ilustración— eran importantes para los dos grupos: los campesinos indígenas y los plebeyos urbanos.

Los comentarios de Edgar Mendoza y Brian Connaughton me permitieron pensar en la importancia que tienen las decisiones iniciales sobre una investigación para determinar el resultado final. Brian Connaughton comenta sobre la gran diferencia en forma que hay entre mi primer libro y éste.

Inicié mi investigación sobre el estado de Guerrero durante mis estudios de posgrado después de tomar un seminario sobre las rebeliones rurales en América Latina con John Coatsworth. Desde el principio de la investigación, me llamó mucho la atención que no había suficientes estudios sobre las alianzas que los campesinos hicieron con otros grupos y su influencia en la política. Así decidí investigar este problema en Guerrero, donde había una participación campesina decisiva en la guerra de Independencia, la Revolución de Ayutla y varios otros movimientos. De esta manera tomó forma el libro. El enfoque se centró en la violencia social y las alianzas entre grupos, mostrando cómo los campesinos ejercieron una influencia notable en la formación del Estado nacional.

Las decisiones iniciales respecto a la investigación que culminó en este libro eran, hasta cierto punto, motivadas por las inquietudes que me surgieron durante el estudio previo. Durante el trabajo sobre Guerrero, observé que las alianzas sólo eran posibles porque había cierto acercamiento entre los discursos de los campesinos y los de una parte de la élite regional. Usaban ideas sobre el pasado y el futuro para construir lo que considero un federalismo popular. Era muy interesante ver en esto el impacto de la Ilustración, la Independencia y el republicanismo. Estaba claro que hubo cierto cambio en la cultura política. Sin embargo, pensaba que este impacto se había intensificado por las guerras civiles y las rebeliones. Para mi segundo libro, revisé si hubo un cambio considerable en la cultura política popular en una región más tranquila. Quise constatar si en la política cotidiana y pacífica hubo interpretaciones de estas innovaciones ideológicas. También quería trabajar en una región donde los archivos se hubieran preservado mejor. En Guerrero abarqué todo el estado, lo que limitaba mi conocimiento de cualquier situación en particular o de algún distrito en específico. Por ello, consideré que sería mejor centrarme en un área más pequeña, para entender mejor los detalles finales de los sucesos, los ambientes y las personas. Finalmente, quería trabajar en una región donde pudiera investigar un área rural e indígena y compararla con una ciudad. Por estas dos razones elegí Oaxaca.

La situación de los archivos en Oaxaca me llevó muy pronto a escoger el distrito de Villa Alta. Supe que había un programa bajo el cual el gobierno del estado estaba rescatando los archivos judiciales de los distritos y concentrándolos en uno solo, central-judicial, en la capital del estado. De éstos había dos que tenían índices y que eran a la vez muy grandes, los de Teposcolula y Villa Alta. Rodolfo Pastor escribió un libro muy interesante utilizando el de Teposcolula, donde trata algunos de los temas que me interesaban. Por ello escogí trabajar sobre Villa Alta.

Esa decisión tuvo resultados inesperados. Los documentos judiciales sobre Villa Alta eran impresionantes en número y calidad; el distrito tenía 112 pueblos indígenas y —como Edgar Mendoza señala— allí estaban representados varios grupos lingüísticos. La gran mayoría de estos pueblos son pequeños y existen en varios nichos ecológicos. Al principio tenía la intención de buscar y consultar los archivos municipales, pero sólo hubiera sido posible revisar una parte pequeña, por ello nunca pude construir una esquematización metodológica que me permitiera justificar la elección de éstos. Además, el número de pueblos limitaba las posibilidades de reconstruir los datos biográficos de los políticos e indígenas, trazando, por ejemplo, las relaciones familiares, algo que algunos historiadores como Claudia Guarisco y Michael Ducey han hecho con bastante éxito en otras regiones. Con más de cien pueblos y un siglo hubiera sido simplemente imposible.

Trabajar todo un distrito también tenía consecuencias en cuanto al tema de la diversidad étnica y lingüística. Casi cien por ciento de los documentos disponibles se habían escrito en español, y todos se habían presentado ante jueces que operaban dentro de una cultura política y judicial muy hispanizada. Por ello, era imposible detectar diferencias entre las prácticas e ideas políticas de los grupos étnicos. Al respecto, cabe mencionar que los españoles y sus sucesores mexicanos tenían algunas ideas sobre el tema. Sobre todo opinaban que los mixes eran más salvajes y menos civilizados que otros grupos. Sin embargo, los mixes claramente compartían los rasgos generales de éstos, por ejemplo el sistema de cargos, el prestigio de los ancianos, etcétera. Es posible que en una investigación más detallada sobre el asunto —sobre todo utilizando los archivos municipales— se encontrarían diferencias importantes entre las culturas políticas de los distintos grupos étnicos.

Las imprecisiones de vocabulario que Edgar Mendoza detecta no son fruto de las decisiones iniciales, sino del proceso de edición. Ésta es una traducción de la edición estadounidense. Cuando escribí la versión en español utilicé ciertos términos que se usan en la academia estadounidense; entre ellos, el más importante es comunidad indígena, que se usa para distinguir los pueblos de indígenas. Cuando los traductores hacían la versión en español, este término quedó en el texto, aunque en la Nueva España del siglo XVIII se reservaba para los bienes de la comunidad. Así, su uso en el libro —hasta cierto punto y sobre todo en los capítulos 2 y 3— es un anacronismo. El uso de distrito es fruto de otra decisión. Como señala Edgar Mendoza, las expresiones que se usaban para esa área cambiaban a través del tiempo, de alcaldía mayor a subdelegación y de ésta a departamento, etcétera. Sin embargo, decidí que para el público estadounidense no muy especializado era necesario simplificar la nomenclatura, y así utilicé el término distrito en todos los capítulos.

En cuanto a las diferencias entre mis interpretaciones y la de Luis Alberto Arrioja, la explicación radica en que culminé la preparación de mi libro en 2004, y él terminó su tesis en 2008. Después de 2004 tuve la oportunidad de leer algunos artículos suyos, pero no detecté contradicciones entre ambas obras. Espero la publicación del libro que resulte de su tesis para observar las diferencias. En particular quiero ver si las cabeceras de las cuales habla Edgar Mendoza en su comentario aquí son de doctrina o parroquia en vez de cabeceras de república.

Tomando alguna distancia de la investigación, quiero comentar un poco sobre lo que logré y lo que no. Hay una versión de la historia mexicana que privilegia la idea de que hubo en verdad poco cambio en la cultura y el papel políticos de los marginados antes de la Reforma o —en algunas versiones— la Revolución misma. Creo que esta manera de ver la época nació durante la Reforma, cuando los liberales querían decir que México seguía siendo una sociedad colonial. Considero que hasta cierto punto la versión renace en momentos importantes de la historia política mexicana, cuando los críticos quieren enfatizar la desigualdad económica y la poca participación efectiva que las personas de escasos recursos tienen en la política. Así se ve la misma idea en algunos de los intelectuales de la época de la Revolución mexicana o en ciertos análisis del movimiento neozapatista de Chiapas, quienes opinaban que la Revolución misma no había llegado al estado de Chiapas.

Uno de los logros de este libro es mostrar que, hasta la primera mitad del siglo XIX, esta idea de una cultura política inmóvil y una jerarquía social congelada es poco precisa. Esto no quiere decir que hubo una participación política muy abierta y democrática de parte de los pobres en el siglo XIX, ni que la desigualdad social no continuaba. Lo que sí muestra es que las jerarquías, en vez de seguir sin cambio, se tenían que rehacer continuamente, utilizando nuevos conceptos y tácticas políticas. El proceso les dio a los subalternos oportunidades y les presentó, a la vez, amenazas. Sobre todo, modificó la manera en que hicieron la política. Me parece que este proceso sigue hasta nuestros días, y es muy importante que lo entendamos como un cambio continuo. Sin este conocimiento nunca será posible hacer un México —y un mundo— más justo.

Prometí también decir algo sobre lo que no pude hacer. Creo que una de las mejores cualidades de este tipo de investigación es también una debilidad muy fuerte. Considero que es imposible el análisis de la participación —o la cultura— política de la gente marginada con un estudio a escala nacional. Es necesario investigar a fondo en archivos regionales para entender las particularidades de sus vidas y sus posibilidades políticas. Además, hay mucho más documentación sobre la gente de escasos medios en los archivos regionales. Así, se termina con un libro que tiene un nombre geográfico en el título, en este caso, Oaxaca. La investigación local es el alma de este tipo de trabajo. Sin embargo, es al mismo tiempo una debilidad, pues, finalmente, al ser una especie de historia regional, es posible marginar el estudio en la historiografía nacional. Los lectores pueden pensar que lo que pasó en Oaxaca no era común, que era un caso excepcional. Por supuesto, podríamos seguir armando proyectos de investigación en distintas regiones, viendo el mismo fenómeno. Hay, por ejemplo, algunos libros colectivos que siguen este patrón. No obstante, tengo la sensación de que algunas veces los estudios regionales se ven como algo aparte de la narrativa histórica nacional. El ambiente intelectual del país sigue siendo hasta cierto punto chilango-céntrico, y no sé cuál sería una solución adecuada al hecho.

Sin embargo, no quise ser tan pesimista. Escogí el oficio de historiador hace cerca de treinta años, y empecé mi primera investigación en la historia de México hace más de veinticinco. Es mucho tiempo. A pesar de ello, mi entusiasmo sigue siendo muy fuerte, y creo que de hecho lo es más ahora que nunca. La historia nos da una oportunidad indispensable, la de escuchar a los muertos, a nuestros antepasados, para entender el mundo en el que hoy vivimos. Rescatamos sus hechos y sus voces, los interpretamos y comunicamos nuestras interpretaciones a un público que puede hacer su propia historia, por sus hechos en la vida del siglo XXI. Es un oficio increíble, algo que parece más de ciencia ficción que de la vida cotidiana. No hay nada igual en el mundo. Los dejo con esa idea.

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