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Política y gobierno

Print version ISSN 1665-2037

Polít. gob vol.20 n.2 Ciudad de México Jan. 2013

 

Notas de investigación

 

Desigualdad sanitaria, libertarismo e igualitarismo

 

Health Inequality, Libertarianism and Egalitarianism

 

Alejandra Zúñiga Fajuri*

 

* Profesora en la Universidad de Valparaíso, Chile, y Universidad Diego Portales, Santiago, Chile. Errázuriz 2120, Valparaíso. Tel. 32 250 70 14 y 32 250 71 80. Correo electrónico: alejandra.zuniga@uv.cl.

 

Artículo recibido el 8 de junio de 2012
Aceptado para su publicación el 22 de enero de 2013.

 

Resumen

Los sistemas sanitarios de Chile y Estados Unidos están en crisis. Los resultados desiguales que han producido hacen necesario insistir en el problema de los determinantes sociales de las desigualdades sanitarias y en el modo en que la teoría de la justicia del "liberalismo igualitario" permiten responder al libertarismo —que rechaza la legitimidad de la redistribución de recursos sociales y deja las demandas de cuidado sanitario a la caridad y al mercado—, fundamentando moralmente que el cuidado sanitario es un derecho básico esencial que afecta de manera sustancial las oportunidades de bienestar y participación de las personas.

Palabras clave: salud, desigualdad, libertarismo, beneficencia.

 

Abstract

Health care systems in Chile and the U.S. are in crisis. That is why we need to reexamine the problem of the social determinants of health inequalities and the arguments of the libertarian theory of justice (Nozick) that reject the legitimacy of the redistribution of social resources and leaves the demands of a universal minimum to health care to charity and the market. To answer that theory we analyze the liberal egalitarian theory of justice (Rawls, Dworkin) that legitimizes the existence of a basic human right to health care to the extent that substantially determines the welfare and equality of opportunity for people.

Keywords: health care, fairness, libertarianism, charity.

 

Introducción

Varios sistemas de salud en el mundo parecen estar en crisis. Desde el sistema sanitario chileno —con la sentencia 1710 del año 2010 del Tribunal Constitucional, que declaró inconstitucionales las clasificaciones de riesgo de las aseguradoras privadas heredadas de la dictadura de Pinochet y los llamados "Chicago boys" (Callahan y Wasunna, 2006)— hasta Estados Unidos con la reforma sanitaria de Obama que poco a poco intenta que se reconozca, por primera vez, el derecho universal al cuidado sanitario. Ambos sistemas sanitarios están muy próximos a lo que he descrito en otro lugar como "mercantilismo sanitario" (Lora y Zúñiga, 2009), un mecanismo de provisión de asistencia sanitaria que cuenta, entre otros ingredientes, con la consideración de que el recurso o servicio sanitario es un bien más que puede definir su distribución sólo con base en las reglas del mercado.

Hoy parece existir cierto consenso en la mayoría de las sociedades de que la gente tiene un derecho básico a la asistencia sanitaria como condición necesaria para la vida propiamente humana. Así como la educación, los procesos e instituciones políticas y jurídicas, el orden público, la comunicación y el transporte, la asistencia sanitaria empezó a verse como uno de los derechos sociales fundamentales necesarios para que las personas ejerzan sus derechos como seres humanos autónomos. Si bien las mejoras en los estándares de nutrición y calidad de vida en los últimos tres siglos han contribuido enormemente a mejorar los niveles de salud, las desigualdades que se mantienen a escala global son todavía considerables.

Los factores sociales son fundamentales y determinantes a la hora de garantizar oportunidades de bienestar, pues la enfermedad y sus consecuencias siguen siendo una de las principales fuentes de pobreza en los países en vías de desarrollo y también en algunos desarrollados. Por eso las investigaciones relativas a las desigualdades sanitarias originadas por factores sociales y otros factores pueden decirnos algo sobre si el sistema social vigente es un sistema cooperativo justo. Entender cómo los factores sociales, económicos y culturales afectan los resultados sanitarios, agrega información económica y social crucial y puede ser visto como un barómetro sensible sobre la equidad y la justicia de una comunidad. Generalmente esto se pasa de largo y sólo se analiza cómo las valoraciones sobre la justicia pueden aplicarse al problema sanitario y no cómo los problemas sanitarios pueden afectar nuestras valoraciones sobre la justicia (Fabienne y Evans, 2001).

Junto con lo anterior, resulta fundamental ahondar en las contundentes respuestas teóricas que pueden esgrimirse contra el libertarismo sanitario (que legitima la ausencia de un derecho universal a la protección de la salud) de la mano de filósofos de la talla de John Rawls y Ronald Dworkin. Así, en las páginas que siguen se analizará, primero, la importancia de los determinantes sociales en las desigualdades en la salud, así como el modo en que el libertarismo sanitario ampara la tesis de que los ciudadanos no poseen obligación alguna de contribuir al bienestar de los demás. Finalmente, me concentro en la tesis del liberalismo igualitario y en cómo permite una férrea y consistente defensa de un "derecho al cuidado sanitario universal".

 

Desigualdad social y estatus sanitario

¿Cómo influyen las desigualdades sociales en la distribución del "estatus sanitario"? El acceso universal a un cuidado sanitario apropiado o "justo" no basta para quebrar la relación que existe entre la desigualdad y el estado de salud. Como demostró el famoso Informe Black del British National Health Service del año 1988, confirmado posteriormente por diversos estudios (Whitehead, 1992; Whitehead y Dahlgren, 2006, y Marmot, 2007) nuestra salud no sólo se ve afectada por la facilidad con que podemos visitar a un médico, sino también por nuestra posición social y por las desigualdades subyacentes en la sociedad. Si bien no se puede inferir una relación de causalidad, pues es difícil entender el funcionamiento total del proceso, las evidencias sugieren que los determinantes sociales sí existen (Daniels, Kennedy y Kawachi, 2000) (véase la figura 1).

 

La salud de las personas depende no sólo de sus antecedentes biológicos y conductuales individuales, o de su posibilidad efectiva de acceso a los servicios de prevención, manutención y recuperación de la salud, sino también a una serie de factores que tienen una relación directa con la clase social a la cual se pertenezca. El descubrimiento de que con demasiada frecuencia el estatus social privilegiado supone también una mejor salud ha puesto la atención en las desigualdades sociales sanitarias relacionadas con la pobreza, los salarios y las oportunidades desiguales, de modo que el discurso sobre equidad sanitaria necesariamente debe participar también de las discusiones sobre justicia social. "La equidad sanitaria no puede ser un asunto apolítico, acultural, tecnocrático y restringido al dominio del cuidado sanitario y la salud pública" (Fabienne y Evans, 2001, pp. 25-6).

Si los factores sociales desempeñan un papel importante en la salud de las personas, entonces para alcanzar la mayor justicia posible en los resultados sanitarios no podemos focalizarnos simplemente en el tradicional sector sanitario. "La ambulancia que llega para atender a una persona de 60 años con un ataque al corazón a consecuencia de una vida de descuidos y daños al cuerpo, no es más que la ambulancia que espera al fondo del precipicio" (Daniels, Kennedy y Kawachi, 2000). Por ello, las discusiones contemporáneas sobre la reducción de las desigualdades sanitarias no deben olvidar este elemento central.

Si bien el nivel sanitario de un país suele determinarse por la expectativa de vida de sus ciudadanos, la relación entre el Producto Interno Bruto (PIB) per cápita y los niveles de expectativa de vida es de alrededor de 8 000 a 10 000 dólares. Más allá de ese nivel no se aprecian mayores ganancias en materia sanitaria. Cuba e Iraq son igualmente pobres (3 100 dólares) pero la expectativa de vida en Cuba excede la que existe en Iraq en 17.2 años. El pobre estado de Kerala, en India, que invierte mucho en educación, especialmente femenina, tiene resultados sanitarios muy superiores a los del resto de la India y mejores que muchos otros países más ricos (Daniels, Kenndy y Kawachi, 2000) (véase el diagrama 1).

 

En la misma línea se ha demostrado que los países pobres que quieren aumentar sus estándares sanitarios es mejor que inviertan sus escasos recursos en agua potable y un entorno ambiental limpio para la mayoría de la población más que en cuidado sanitario curativo para unos pocos (Buchanan y Hessler, 2002, pp. 84-5). De este modo, la inversión sanitaria debería dividirse en tres categorías: servicios básicos para la población —como inmunización—, promoción de conductas saludables —como las campañas antitabaco— y la promoción de un medioambiente sano.

No es sorpresa, entonces, comprobar que las naciones pobres tienen peores resultados en salud que las ricas. Pero no es tan evidente que eso se deba únicamente a que los ricos tienen más y mejor acceso al cuidado sanitario. Lo que tiende a influir en la calidad de vida de la población es que en los países ricos hay mayor acceso a un entorno sano y a una mejor nutrición.

El hecho de que sean muchos los factores que influyen en la salud de los individuos es lo que hace de la salud un bien complejo y lo que obliga a delimitar claramente el contenido de lo que entenderemos por "derecho al cuidado sanitario".1

En conclusión, puesto que es posible advertir una estrecha relación entre pobreza y mala salud, entre desigualdad y falta de asistencia sanitaria, y porque parece evidente que es la justicia social la justificación moral fundacional de la salud pública (Powers y Faden, 2006) resulta pertinente analizar cuál puede ser hoy —en un contexto de crisis de los sistemas sanitarios y en un entorno también de fuerte compromiso del Estado de bienestar— la respuesta adecuada para quienes, sustentados en la tesis del libertarismo sanitario, insisten en la ilegitimidad de estimar el cuidado sanitario como un "derecho".

 

Libertarismo y beneficencia sanitaria

Para el libertarismo (Nozick, 1974) la actividad del Estado debe estar limitada al mantenimiento del orden público y la defensa de los derechos de propiedad y libertad sin nunca intervenir, por medio de mecanismos redistributivos, en el reconocimiento y garantía de derechos positivos. Por ello, si bien el gasto sanitario nacional per cápita en Estados Unidos es el más alto del mundo2 —y posee también el mayor PIB per cápita— queda a la zaga de Canadá y Noruega en algunos de los campos que el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) considera relevantes en el momento de evaluar los índices de desarrollo de las naciones, incluida la esperanza de vida y la educación.

El modelo estadounidense confía casi por entero en los mecanismos del mercado de seguros, lo que tiene consecuencias perversas de distinto orden. Primero, puesto que no es la "necesidad" sino la capacidad de pago lo que gobierna la distribución de recursos sanitarios, la equidad se ve seriamente sacrificada.3 A pesar de lo que usualmente se piensa, se trata también de un modelo muy poco eficiente, pues los costos administrativos que conlleva un sistema disperso, no centralizado —de "pagador único" como es típicamente el de los Estados europeos— es muy alto. Además, el incentivo que una póliza de seguro médico de amplia cobertura genera para consumir recursos es realmente importante, puesto que los profesionales no atienden necesariamente la relación costo-beneficio del tratamiento, sino más bien su potencial terapéutico, mientras que muchos pacientes exigen medicinas o tratamientos de alto costo y muy baja expectativa de éxito. Finalmente, hay que mencionar que los salarios elevados de los profesionales sanitarios estadounidenses —que se relacionan con la gran incidencia de demandas por responsabilidad civil— no ayuda mucho a la contención de los costos (Lora, 2010).

Ahora, si bien en el país hay muchas organizaciones sin fines de lucro que recaudan fondos para causas relacionadas con la salud, especialmente investigación,4 lo cierto es que Estados Unidos es la única democracia industrializada moderna sin alguna forma de seguro sanitario universal, por lo que "en casi todo el país, los ciudadanos carecen de derechos o garantías legales de acceso al cuidado sanitario excepto el relacionado con la evaluación y tratamiento por parte de los departamentos de emergencia de los hospitales, si es que logran, de alguna manera, ingeniárselas para acceder a ellos" (Vladeck y Fishman, 2002, p. 102).

El retraso en el cuidado y el miedo a las cuentas médicas es una espiral que conduce a costos que, en última instancia, son más altos que en el resto de las personas. Más de un tercio de los adultos sin seguro tiene problemas para pagar sus cuentas de salud, lo que explica que muchos de ellos esperen hasta el último minuto antes de solicitar ayuda. Probablemente por eso, a pesar de que la diferencia del PIB per cápita entre Estados Unidos y Costa Rica es enorme (alrededor de 21 000 dólares) la expectativa de vida en Costa Rica excede la de Estados Unidos de 76.6 a 76.4 años (Daniels, 2002, pp. 11-12).

Quienes todavía defienden este sistema frecuentemente utilizan los argumentos y razonamientos de la teoría de la justicia del libertarismo. ¿Cuáles son sus bases teóricas? Para el libertarista T.H. Engelhardt, la coerción estatal para aportar al sistema público o nacional de salud es esencialmente arbitraria e inmoral y el derecho al cuidado sanitario, si es que tiene que ser establecido, debe reconocerse como la creación limitada de una política gubernamental de seguros y no como expresión de un derecho fundacional al cuidado sanitario o como reclamo de equidad o igualdad. "Ser libre supone poder hacer elecciones que tengan resultados no igualitarios" (Engelhardt, 1997, pp. 180-181). La libertad para usar la propia riqueza hace inevitable la creación de desigualdades en las oportunidades y en los resultados de modo que, en su concepto, la libertad cuestiona la posibilidad de un derecho uniforme e igual al cuidado sanitario.

Engelhardt argumenta que no existe ningún derecho moral secular fundamental humano a recibir asistencia sanitaria, ni tan siquiera un "mínimo decoroso", por lo que apelar a la justicia social sería deshonesto y demagógico, puesto que se incita el uso coercitivo de la fuerza estatal. Exigir este derecho, sin respetar el principio del permiso, significa pretender que se puede obligar a otros a trabajar o que esté permitido confiscar la propiedad. El derecho a la asistencia sanitaria, excepto cuando derive de acuerdos contractuales especiales, dependerá de una interpretación determinada de la beneficencia. Luego, los trágicos resultados de la lotería natural y social son, para este autor, productos ciegos de la naturaleza de los que nadie, si no existe un criterio especial de la responsabilidad, es responsable. "Evidentemente nadie es culpable de que las personas resulten heridas en huracanes, tormentas y terremotos y, como no se puede acusar a nadie, nadie puede cargar con la responsabilidad de restablecer la salud de quienes pierden en la lotería natural basándose en que son responsables del daño" (Engelhardt, 1995, pp. 407-408). La lotería natural crea desigualdades y sitúa a unas personas en desventaja, sin generar por ello una obligación moral clara y manifiesta de ayudarlas, pues en estos casos no interviene justicia o injusticia alguna, sólo buena o mala suerte.

En la misma línea, Richard A. Epstein rechaza la existencia de derechos positivos considerando que debe permitirse, en todos los casos, que funcione el libre mercado sin límites. Como Engelhardt, cree en el respeto absoluto de la propiedad privada y en las virtudes que se siguen de distribuir los recursos conforme a la capacidad de pago. No considera que el bien "cuidado sanitario" tenga nada de especial y se pregunta por qué el principio de distribución equitativa habría de ser adecuado al cuidado sanitario si no lo es para "las casas de verano o los autos rápidos" (Epstein, 1999, p. 112). Además, la idea de derechos positivos sería económicamente ineficiente y administrativamente imposible, pues implicaría la redistribución de recursos conforme a la necesidad que se tiene de ellos, lo que exigiría que la sociedad se ponga de acuerdo sobre el mínimo básico sanitario. Por ello, los libertaristas oponen un sistema de derechos negativos en el que la gente empieza su vida con sus atributos, libertad y riqueza iniciales, negociando con ellos como mejor le parezca.

¿Y quienes no tienen recursos con qué negociar debido a una injusta distribución inicial de atributos y riquezas? Su respuesta es que se debe dejar actuar a la caridad. La beneficencia sanitaria, que nunca debe ser confundida con la justicia, tiene que entregarse por el cuidador (médico o clínica) y debe ser siempre libre, nunca forzada ni recompensada por la sociedad. De este modo, todo el edificio de las donaciones benéficas descansará exclusivamente en un paquete difuso pero perdurable de sanciones culturales y sociales en el que cada cual decide con cuánto debe contribuir y en qué condiciones.

R.M. Sade, por su parte, sostiene que el concepto mismo de derecho al cuidado sanitario es inmoral. El cuidado sanitario "no es ni un derecho ni un privilegio", es un servicio que ofrecen los médicos a quienes quieran (o puedan) pagar por él. Por lo tanto, cualquier regulación será simplemente deshonesta, pues el mejor sistema de regulación es el "no sistema" (Sade, 1971, pp. 1289-1292). Luego, el derecho a la atención sanitaria sería sólo un derecho negativo que contempla la libertad de adquirir asistencia en el mercado de la protección de la salud. Pero, ¿qué pasa con los pobres que no pueden acceder a ese mercado sanitario? Como los otros libertaristas revisados, defiende un cuidado sanitario caritativo.

Por último, Allen Buchanan argumenta que el libertarismo sí puede fundamentar la necesidad de garantizar un mínimo sanitario decente sobre la base de lo que sería nuestro deber de benevolencia. La primera razón para ello tendría relación con la necesidad de coordinar los esfuerzos caritativos individuales, es decir, con la eficacia de "nuestros impulsos caritativos" (Buchanan, 1984). Serían las mismas razones para fundamentar la contribución forzada a los gastos de defensa, a la conservación energética o a otros muchos bienes públicos similares. Paul Menzel explica que incluso las tesis no igualitarias (como la libertarista) pueden concluir —fundadas en los principios del libre mercado— en la necesidad de establecer un sistema obligatorio de cobertura sanitaria universal de cierto nivel con el objeto de resolver el clásico problema del free-riding, relacionado con la no exclusividad de los bienes públicos.5

De este modo, el argumento libertarista parece responder a los dilemas asociados a la provisión de servicios sanitarios básicos con base en la tesis de la beneficencia y criterios de justicia "retributiva", pues únicamente estaría obligado a restituir quien previamente ha ocasionado un perjuicio, de modo que si no se puede hacer a nadie directamente responsable de la mala salud de otra persona, no se tiene derecho a exigir una compensación social como la entregada por los sistemas nacionales públicos de salud.

¿Es legítimo, desde un punto de vista moral, dejar librado el acceso al cuidado sanitario básico a la caridad o incluso al mérito personal? Sostengo que no lo es, puesto que las objeciones éticas a las desigualdades del mundo no se sustentan en la realidad de quienes tienen menos debido a una actitud irresponsable de lo que, en un principio, fue una repartición equitativa. Lo que ofende a los igualitaristas son las enormes diferencias en la repartición de los recursos "iniciales" de la gente conforme a la posición social que les ha tocado en suerte y con la que han nacido, como son, precisamente, los recursos originarios que posee cada quien, los cuales no pueden justificarse, ya que no hay razón para concebir el derecho de propiedad como un derecho absoluto (Scanlon, 1976, pp. 6-7). No hay bases intuitivas para pensar que estos derechos son absolutos y sí, en cambio, hay poderosos motivos para coincidir con la idea de que alcanzar la igualdad puede llamar a infringirlos. Esa es la base teórica de la respuesta desarrollada por el liberalismo igualitario, que se revisa a continuación.

 

El derecho a la protección de la salud y el liberalismo igualitario

Rawls, en Teoría de la justicia, construye un modelo de justicia para las instituciones sociales básicas de la mano de la teoría clásica del contrato social y del constructivismo ético kantiano. La idea es que a través de un procedimiento racional que asegure la equidad de las partes contratantes se llegue a principios de justicia capaces de definir y consolidar nuestros derechos básicos. A este aparato contractual Rawls lo llama "posición original"6 y en ella la equidad de las partes se asegura a través del mecanismo del "velo de ignorancia"7 con el cual se concluirían principios de justicia que, por un lado, reconocen a todas las personas libertades básicas iguales y, por el otro, justifican la existencia de ciertas desigualdades sociales.

El primer principio de justicia garantiza que cada persona tenga derecho a un esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales que sean compatibles con un esquema semejante de libertades para todos. En este contexto, las libertades políticas iguales, y sólo esas libertades, tienen que ser garantizadas. Entre ellas destaca la libertad de pensamiento y de conciencia, libertades políticas —como el derecho al voto y el derecho a participar en la política—, la libertad de asociación, además de los derechos a la integridad física y psíquica de la persona. Finalmente, incluye "los derechos y libertades amparados por el imperio de la ley" (Rawls, 2002, p. 75). Ahora, una de las características más importantes del primer principio de justicia es su primacía sobre el segundo principio (que regula las desigualdades sociales), lo cual significa que no se pueden intercambiar libertades por mayor igualdad, es decir, implica no sólo que las más importantes libertades que Rawls concibe deben ser iguales para todos, sino que esas libertades se considerarán lexicográficamente anteriores a cualquier otra consideración de tipo utilitarista, por lo que no son de ninguna manera negociables.

Por su parte, el segundo principio de justicia dispone que las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos requisitos para ser legítimas: a) deben estar vinculadas a cargos y posiciones abiertas a todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades, y b) deben redundar en el mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad (Rawls, 2002, p. 73). Es decir, el principio contendría, a su vez, dos principios independientes aunque relacionados. Primero, el "principio de igualdad equitativa de oportunidades", que asegura igual acceso a todos los cargos sociales, y el "principio de diferencia", que permite las desigualdades sólo con la condición de que beneficien especialmente a los menos aventajados.

La necesidad de compensar las desventajas de algunos en la distribución de dotaciones naturales o sociales y de suprimir al máximo las diferencias entre las personas deriva del hecho de que, para Rawls, ellas no se corresponderían con la igualdad moral intrínseca de los seres humanos. Porque somos moralmente iguales, entonces, debemos ser tratados como iguales, siendo necesario compensar por todas aquellas características, naturales o sociales, que determinan que las personas desarrollen desigualmente sus capacidades. En su concepto, los talentos y facultades superiores de algunos deben usarse para el bienestar de todos, pues, en primer lugar, se obtienen inmerecidamente en tanto que son sólo el resultado del azar natural o social y, en segundo lugar, porque esa distribución desigual violenta y niega la visión esencial que, desde un punto de vista moral, destaca de los humanos: su igualdad moral. "No merecemos el lugar que tenemos en la distribución de dones naturales; tampoco nuestra posición inicial en la sociedad" (Rawls, 1971, p. 126).

Desde ahora sostengo que es posible leer la teoría de Rawls como una que garantiza un cuidado sanitario básico de dos maneras. Primero, de forma indirecta, al considerar que un "mínimo social básico" —dentro del que es posible incluir un mínimo de protección sanitaria— es una esencia constitucional. Segundo, de un modo más directo, al estimar que una interpretación suficientemente "flexible" de su idea de bienes primarios permite concluir que, ante discapacidades que impidan a los sujetos participar como miembros permanentes de la sociedad, los bienes primarios deberían incluir un nivel de cuidado sanitario capaz de recomponer su funcionamiento normal. Comenzaré revisando la primera de estas interpretaciones.

 

El cuidado sanitario como esencia constitucional

El segundo principio de justicia puede desmembrarse en, al menos, tres subprincipios, todos ellos considerando la igualdad como base. Primero, uno que asegura, como punto de partida, una distribución igual de bienes primarios, salvo que ello sea ineficiente. Segundo, uno que garantice una igualdad equitativa de oportunidades de acceso a los cargos y posiciones sociales más destacados y mejor remunerados y, en tercer lugar, un principio que, ante la necesidad de aceptar las consecuencias de la eficiencia (es decir, la desigualdad social) permita que los menos aventajados sean compensados cada vez que las instituciones sociales los hacen responsables por circunstancias adscritas sobre las que no tienen control. De esta forma se garantiza una repartición igual de bienes primarios para todos, salvo que el principio de eficiencia justifique otro estado de cosas.

Cuando se habla de "desigualdades por mor de la eficiencia", ¿significa que la eficiencia podría justificar que algunos carecieran de "bienes mínimos"? Rawls no lo cree así y argumenta que los dos principios de justicia expresan la idea de que nadie debe tener menos de lo que recibiría en una división equitativa de los bienes primarios, de modo que, cuando lo fructífero de la cooperación social permita una mejora general, entonces las desigualdades existentes deben funcionar en beneficio de aquellos cuya posición ha mejorado menos, tomando la redistribución igualitaria como punto de partida (Rawls, 1995, p. 265). Esta idea se sustenta en los elementos constitucionales esenciales o esencias constitucionales que define como aquellas cuestiones cruciales sobre las que, dado el hecho del pluralismo, es máximamente urgente lograr un acuerdo político.

Las esencias constitucionales serían de dos clases: primero, los principios fundamentales que especifican la estructura general de gobierno y el proceso político (por ejemplo, los tres poderes y la regla de la mayoría) y, segundo, los derechos y libertades de ciudadanía iguales. De los dos principios de justicia adoptados en la posición original sólo el primero (el que determina los derechos y libertades básicos en pie de igualdad) se entiende comprendido en el segundo elemento constitucional esencial, de modo que el principio de diferencia no estaría incluido. Las características que definen una concepción política liberal de la justicia no sólo especifican derechos, libertades y oportunidades básicas y su priorización frente a razones de interés social o a valores perfeccionistas, sino que también garantiza a todas las personas los medios adecuados de uso universal para que puedan utilizar efectivamente sus libertades y oportunidades.

Para asegurar el ejercicio real de las libertades reconocidas por el primer principio, se reconoce la necesidad de que a las personas se les confirme su derecho a un mínimo social básico capaz de evitar una concepción de derechos simplemente formal, como se le ha criticado a Nozick. Por ello, Rawls sostuvo repetidamente (desde el "liberalismo político" en adelante) que el primer principio, que abarca los derechos y libertades iguales para todos, "Puede ir precedido de un principio léxicamente anterior que exigiera que queden satisfechas las necesidades básicas, al menos en la medida en que su satisfacción es una condición necesaria para que los ciudadanos entiendan y sean capaces de ejercer fructíferamente los derechos y libertades básicos" (Rawls, 2002, p. 75).

El autor estimaba como razonablemente obvio que el principio de diferencia quedaba violado de forma bastante paladina cuando no se garantiza ese mínimo. Luego, si bien no aceptó la noción del mínimo social como un principio de justicia, admitió la idea de que una sociedad justa debe garantizar un cierto estándar de vida básico para sus ciudadanos, estándar que incluiría un mínimo sanitario decente!8 El mínimo social, aunque no es un principio de justicia, sí tendría una importancia clave en la política social de cualquier sociedad. Pero, ¿existen razones de peso para no considerar el segundo principio de justicia una esencia constitucional? En mi opinión no. Veamos.

En la teoría de Rawls, cuatro son los fundamentos para distinguir entre los elementos constitucionales —especificados por las libertades básicas— de los principios que rigen la corrección de las desigualdades sociales y económicas. Los dos primeros son: "a) las dos clases de principios especifican diferentes papeles para la estructura básica, y b) es más urgente dirimir lo relativo a los elementos esenciales vinculados a las libertades básicas". Frente a estas primeras razones podríamos, desde ya, preguntarnos ¿por qué sólo los primeros principios son más apremiantes? ¿No es acaso precisamente esto —la mayor o menor urgencia de ciertos derechos— lo que debiéramos poder fundamentar moralmente?

Los otros dos motivos mencionados por Rawls son "c) es mucho más fácil determinar si esos elementos esenciales se han aplicado, y d) es mucho más fácil llegar a un acuerdo sobre cuáles deberían ser los derechos y las libertades básicas". Y agrega, finalmente, que la satisfacción o no de los elementos constitucionales esenciales que abarcan las libertades básicas es más o menos visible frente a los convenios constitucionales, en cambio, ver que se realicen los objetivos de los principios que comprenden las desigualdades sociales y económicas es mucho más difícil.

Considero débiles estos argumentos puesto que la "simplicidad" con que una sociedad llegue a acordar el contenido mínimo de un catálogo de derechos y su nivel razonable de cumplimiento no puede ser un argumento moral suficiente como para fundamentar la jerarquización de derechos que finalmente propone Rawls. Especialmente cuando ya se ha reconocido que dicha "facilidad de acuerdo" tuvo un origen histórico que dependió más de contingencias políticas (vigentes al finalizar la Segunda Guerra Mundial) que de razonamientos morales de peso. El hecho de que las sociedades modernas estén más pendientes de velar por las llamadas libertades "clásicas" (expresión, asociación, libertades políticas, derecho de propiedad etc.) que por el grado de satisfacción de las necesidades básicas de sus ciudadanos (derecho a la protección de la salud, a la vivienda, a la alimentación, etc.) es contingente, no necesario. Sobre esta base es posible cuestionar la jerarquización tradicional de derechos y el armazón de argumentos que la avalan y que Rawls utiliza para clasificar sus esencias constitucionales.

 

El cuidado sanitario básico como precondición de la justicia

La segunda respuesta al problema del cuidado sanitario de Rawls fue desarrollada a propósito de su réplica a Amartya Sen, quien lo acusaba de haber configurado un índice de bienes primarios demasiado inflexible como para ser justo. Los bienes primarios —que Sen, define como "medios para la libertad"— son cosas que afectan el conjunto de vidas alternativas entre las que las personas pueden elegir. Si lo que interesa es la libertad real de los sujetos entonces no parece suficiente centrarse únicamente en los medios para la libertad en lugar de la amplitud de la libertad de la que ciertamente se goza. Por ejemplo, "considérese el caso de una persona que puede tener más renta y mejor alimentación que otra, pero menos libertad para vivir una existencia bien nutrida en razón de una tasa metabólica basal más alta, mayor vulnerabilidad a las enfermedades parasitarias o, por estar embarazada" (Sen, 1997, pp. 114-115).

Muchas de las personas que son pobres en términos de renta y de otros bienes primarios también tienen características como la edad, la discapacidad, la propensión a enfermedades, etc., que les hacen más difícil convertir bienes primarios en capacidades básicas, por ejemplo, la capacidad para desplazarse, para llevar una vida sana o para tomar parte en la vida social. Por ello, este autor concluye que "ni los bienes primarios ni los recursos —por más ampliamente que se les defina— pueden representar la capacidad de la que realmente goza una persona" (Sen, 1997, p. 115). Un ingreso igual puede dejar subsistir mucha desigualdad con respecto a nuestra capacidad para realizar lo que valoramos, por ejemplo, dar igual cantidad de bienes a un hombre y a una mujer no es justo pues sus características biológicas y los factores sociales asociados al embarazo, a los cuidados de los recién nacidos, a la distribución convencional de los papales en la familia, etc., colocan a la mujer en evidente desventaja.

El fracaso básico que supone la pobreza, concluye, es el de mantener capacidades claramente inadecuadas, aunque además sea una cuestión de insuficiencia de medios económicos para evitar ese fracaso. Tener unos ingresos insuficientes no es cuestión de encontrarse en un nivel de ingresos por debajo de una línea de pobreza establecida externamente, sino el de contentarse a la fuerza con unos ingresos inferiores a lo que es necesario para generar niveles de capacidades especificados para la persona en cuestión (lo que la bibliografía económica llama "preferencias adaptadas"). Por ello, el análisis general de la desigualdad tiene que llevarse adelante, en muchos casos, en términos de grupos más que en términos de individuos específicos.

Rawls respondió, en su última obra, que sus dos principios de justicia —con un índice de bienes primarios tal como está especificado— tienen una "considerable flexibilidad", y para demostrarlo distingue entre dos tipos de casos. El primer tipo concierne a las diferencias en el desarrollo y ejercicio de las dos facultades morales que están "por encima del mínimo esencial" requerido para considerar a alguien miembro plenamente cooperativo de la sociedad. Las diferencias en las facultades morales de los ciudadanos no originan, por sí solas, variaciones en la asignación de los bienes primarios sino que, antes bien, la estructura básica está pensada de tal forma que los ciudadanos dispongan de "medios generales de uso universal" para cultivar y educar sus capacidades básicas, y tengan una oportunidad equitativa de hacer buen uso de ellas, siempre que sus capacidades caigan dentro del espectro normal de capacidades.9

El segundo tipo de casos trata las diferencias en las necesidades de asistencia médica de los ciudadanos cuando caen temporalmente "por debajo del mínimo esencial" de capacidades para ser miembros normales y plenamente cooperativos de la sociedad. El supuesto base es que los ciudadanos estén activos durante toda una vida y que sólo, de vez en cuando, puedan estar seriamente enfermos o sufran graves accidentes. Luego, para cubrir esas necesidades con los bienes primarios, hay que considerar tres características de este índice: primero, que los bienes primarios no quedan plenamente especificados en la posición original sino en etapas posteriores; segundo, el índice de bienes primarios sería un índice de expectativas sobre esos bienes en el transcurso de "una vida completa", lo que permite que los dos principios den cabida a las diferencias de necesidades que surgen de la enfermedad y el accidente en el curso de toda una vida, y tercero, los bienes primarios de ingreso y riqueza no deben identificarse sólo con la renta personal y la riqueza privada pues, como ciudadanos, "todos somos beneficiarios de derechos como el derecho a la asistencia sanitaria o a la provisión de bienes públicos" (Rawls, 2002, p. 228).

De este modo la Teoría de la justicia no sólo garantiza una prestación sanitaria mínima al momento de asegurar, junto con el primer principio de justicia, un "mínimo social" suficiente para hacer realidad el ejercicio de las libertades, sino que, además, en un segundo momento, el cuidado sanitario mínimo estaría apoyado por el conjunto de bienes primarios que, en una primera etapa, se entregarían a todos por igual.

 

Dworkin y el seguro prudente

Otro destacado autor que se ha preocupado por desarrollar una base teórica consistente en favor del reconocimiento del cuidado sanitario como derecho es Ronald Dworkin. Las preguntas que se hace son ¿cuánto debe gastar un Estado en salud?, y ¿cuál es el nivel de atención médica que una sociedad decente debe ofrecer a todos? El aumento impresionante de los costos de la salud en los países desarrollados y en vías de desarrollo ha significado que, por ejemplo, la gente más anciana sea la principal consumidora de recursos de la asistencia sanitaria. El encarecimiento de la medicina obliga al establecimiento de límites al cuidado sanitario de forma justa y socialmente aceptable teniendo presente que esos "límites son el precio que hay que pagar por el éxito de la medicina, no su fracaso" (Daniels y Sabin, 2002, pp. 1-2).

Cualquier racionalización del gasto en salud depende, argumenta Dworkin, de una concepción acerca de qué tratamientos resultaría injusto negar a causa de sus elevados costos. Por eso llama a revisar la aplicación del principio del rescate que sostiene, por una parte, que la salud y la vida son los bienes más importantes (por lo que todo lo demás debe ser sacrificado en su nombre) y que la salud debe ser distribuida equitativamente. Este principio es tan antiguo y está tan extendido que no se cuestiona que su uso, muchas veces, ha hecho más daño que bien, pues no tiene sentido gastar todo en salud si no se gana, a cambio, prácticamente nada en expectativa de vida. Por ello, lo cierto es que ninguna sociedad sana o persona individual organizaría realmente su vida en torno a ese principio.

Como alternativa el autor propone el principio del seguro prudente, cuyo contenido se determina por medio del siguiente análisis teórico. Imaginemos una sociedad en la que se dan las siguientes tres características: primero, el sistema económico provee una distribución de los recursos basada en la "justa igualdad", es decir, una estructura económica que trata a todos los miembros de la comunidad con igual consideración, dividiendo los recursos en partes iguales y medidos de acuerdo con los costos de oportunidad que cada cual dé a un bien particular conforme a su plan de vida (Dworkin, 1993, p. 888).

Segundo, la información sobre el costo, efectos secundarios y utilidad de los tratamientos, procedimientos y medicamentos —en otras palabras, todo lo que saben los médicos— estaría al alcance del público en general. Finalmente, nadie en esa sociedad, incluyendo las compañías de seguros, poseería información sobre los antecedentes y probabilidades que cualquiera pueda tener de contraer alguna enfermedad o sufrir algún accidente. En estas condiciones, se pregunta Dworkin, ¿qué tipo de acuerdo sanitario se tomaría? ¿Cuánto de los recursos de esa comunidad se destinarían a salud y cómo se distribuirían entre sus miembros?

Este modelo supone asignar recursos para salud intentando imaginar cómo sería la atención sanitaria si se dejara en manos de un mercado libre no subsidiado que, sin embargo, pudiera corregir las tres deficiencias mencionadas. Al no haber inequidades sociales, las personas pueden elegir en una especie de subasta el paquete de "seguro sanitario" que desean comprar con los bienes que poseen y teniendo presente el costo de oportunidad que esos recursos sanitarios les signifiquen. El procedimiento concluirá que sea lo que sea que esa comunidad gaste en salud en su conjunto, esa será la cantidad justa. Esta importante conclusión permite decidir qué tipo de atención de salud deberíamos proveer a todos en una comunidad imperfecta e injusta, como las reales, especulando qué clase de seguro la gente se haría y usando los resultados de esa especulación como guías para decidir qué nos exige la justicia (Dworkin, 2000, p. 313).

¿Qué reglas de adjudicación de recursos sanitarios se seleccionarían de seguir este razonamiento? Primero, la obligatoriedad para todos, por los altos costos de la salud, de racionalizar, segundo, que lo que cada cual decida gastar dependerá de sus planes de vida autónomos y, tercero, si bien no podemos saber qué elegirá cada persona, sí podemos formarnos algún juicio sobre algunas necesidades y preferencias generales, como por ejemplo que la mayoría de las personas jóvenes considerará irracional costear un seguro carísimo que los cubriera en caso de ingresar en un estado vegetativo persistente, en atención a los altos costos de oportunidad implicados. Siempre será mejor gastar bien ese dinero durante el tiempo que se tenga antes de caer en esos estados, pues preferiremos invertir ese dinero en mejorar nuestra vida consciente. Por ello, concluye, la gente contrataría, posiblemente, un cuidado en condiciones dignas para estados de demencia senil, Alzheimer u otros estados de inconsciencia, pero no tratamientos muy costosos que limiten sus planes de vida.

Con esa idea en mente podemos imaginar que la mayoría de las personas prudentes con recursos medios suficientes estaría dispuesta a comprar un seguro que cubriera un tratamiento médico ordinario (hospitalización, atención prenatal, pediátrica, exámenes regulares y otro tipo de medicina preventiva). En esta sociedad todos tendrían ese mínimo y, si bien habría personas que, excepcionalmente, puedan querer asegurarse a todo evento sin importar el costo, no parece justo obligar a los demás a hacer lo mismo a través de un sistema obligatorio. Por ello, al autor le parece equitativo elaborar un esquema de seguro obligatorio que se construya en función de lo que la mayoría, y no la excepción de un pequeño grupo, juzga apropiado, siempre que se permita a esos pocos, que posean dinero, contratar un seguro complementario. Así, el sistema sanitario que estima moralmente defendible es el sistema pluralista (que permite la existencia de sistemas de seguros privados que entreguen servicios "adicionales" a quienes puedan pagarlos), proporcional (en los que la cantidad de recursos pagados para recibir cuidado sanitario es la misma para todos los que pertenecen al mismo nivel) y de [mandamiento privado, pues cada cual compraría su propio seguro con los recursos "iguales" de los que dispone, haciendo efectivo y vigente el criterio de la responsabilidad personal a la hora de decidir sobre adjudicación de recursos sanitarios.

En esta línea, la Patient Protection and Affordable Care Act —base de la reforma sanitaria de Obama— ha apelado a la responsabilidad de los ciudadanos al hacer obligatorio para todos la contratación de un seguro médico llamado "individual mandate".10 Pero como las condiciones ideales de Dworkin no son posibles se impide a las compañías privadas que excluyan a quienes tienen una enfermedad o patología preexistente. Además, para facilitar la opción de compra del seguro médico por parte de los individuos y las pequeñas empresas (menos de cien empleados), se crean los Health Benefit Exchanges, una suerte de mercado secundario de seguro sanitario a escala estatal que sería administrado por agencias gubernamentales u otras instituciones sin ánimo de lucro, en el que las compañías aseguradoras que tradicionalmente han venido prestando cobertura a las grandes empresas podrán tratar de ganarse para sí a esos pequeños consumidores hasta ahora desprotegidos (Lora, 2010). Por último, la ley amplía el número de beneficiarios de Medicaid mediante la elevación del nivel de pobreza exigido hasta ahora.

 

Conclusiones

Considerar la importancia de los determinantes sociales en salud y, en general, del establecimiento de un sistema sanitario equitativo, gratuito y universal, se justifica con base en la evidencia que muestra cómo el cuidado sanitario tiene implicaciones directas en lo que, desde el punto de vista de la justicia distributiva, se conoce como principio de igualdad de oportunidades, que es finalmente un requisito de legitimidad del Estado y fundamento de la comunidad política (Zúñiga, 2011a). La apelación a la compasión ajena —a la beneficencia— que hacen los libertaristas de la salud para ayudar a quienes carecen de medios para costear cuidado sanitario, no resulta moralmente concluyente. En primer lugar, existe una contradicción interna en la propuesta de Engelhardt de que los Estados pueden financiar atención sanitaria para los pobres sólo si lo hace con sus propios bienes, pues en la clásica tesis libertarista no existe propiedad colectiva y el Estado sólo posee recursos para garantizar la seguridad y la propiedad privada de sus ciudadanos, quienes, por lo demás, son dueños de todos los restantes bienes que existen. Luego, ¿cómo se procurarán los medios para el establecimiento de un sistema sanitario público?

En segundo lugar, resolver los problemas de justicia por medio del mecanismo de la beneficencia nos obliga a preguntarnos ¿qué hay de malo en la "caridad" como principio o mecanismo de distribución de recursos escasos? La caridad es un acto naturalmente voluntario, por lo que el nivel de esfuerzo y compromiso estará arbitrariamente determinado por quienes creen que deben compartir sus recursos con otros menos afortunados. Eso hace que los servicios que se entregan, en materia sanitaria, sean muy inferiores a aquellos financiados por los seguros, aumentando la brecha de desigualdad social. Más aún, dejar a la caridad la resolución de los problemas sociales de distribución supone transformar en principios de "justicia" los "criterios de beneficencia" diciendo a quienes han tenido la mala suerte de nacer en un ambiente social marginal y pobre que lo que merecen en la vida es lo que los demás estén dispuestos a darles.

El problema, siguiendo a Rawls, es que quien da suele no merecer al cien por ciento aquello que da, y quien recibe, no merece tampoco la mala suerte que lo ha colocado en la humillante situación de tener que vivir de la beneficencia. Luego, el fundamento moral por el que todos los bienes básicos que el dinero puede comprar —como el cuidado sanitario— deban ser garantizados a quienes no pueden costeárselos se sustenta en el reconocimiento, mediante actos de reparación, por parte de las instituciones sociales básicas, de la injusticia de la suerte. Por lo mismo, parece injustificado un principio de distribución que pretenda hacer equivalente caridad y justicia.

Responder apelando a las tesis del "liberalismo igualitario" para fundamentar moralmente el derecho a un cuidado sanitario básico resulta crucial en este tiempo de crisis. Como vimos, la Teoría de la justicia de Rawls no sólo garantiza una prestación sanitaria mínima al momento de asegurar, junto con el primer principio de justicia, un "mínimo social" suficiente para hacer realidad el ejercicio de las libertades sino que, además, en un segundo momento, el cuidado sanitario mínimo estaría apoyado por el conjunto de bienes primarios que, en una primera etapa, se entregarían a todos por igual. Luego, las diferencias de capacidades que se producen cuando los ciudadanos, debido a una enfermedad o accidente, caen durante un tiempo "bajo el mínimo esencial" se resuelven atendiendo al hecho de que el índice de bienes primarios ha de ser determinado con más precisión en la etapa legislativa y, como siempre, en términos de expectativas.

Dworkin, por su parte, considera evidente la necesidad de garantizar a todos un mínimo sanitario decente cuyo contenido se obtendría de la suma de lo que los individuos de esa sociedad decidan gastar en salud. La suma se deducirá de lo que una persona bien informada determine para sí misma mediante su elección individual suponiendo que el sistema económico y la distribución de la riqueza en esa comunidad son equitativas. Según este criterio se optaría por racionalizar los recursos en salud, por definir el gasto individual conforme a los planes de vida autónomos de cada cual y, finalmente, por fijar un mínimo sanitario universalmente garantizado con base en los juicios sobre algunas necesidades y preferencias generales de las personas.

 

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Notas

Este trabajo forma parte del proyecto de investigación Fondecyt núm. 1120022, titulado "Una propuesta teórica para resolver los conflictos de equidad vigentes en el sistema privado de salud chileno".

1 Para Buchanan y Hessler (2002), este no sería un derecho amplio del tipo consagrado en los documentos internacionales sino uno restringido a un cuidado que asegure a las personas una lista más o menos detallada de derechos o reclamos (entitlements) específicos entregados por los profesionales de la salud. Esto implica incorporar el derecho a servicios curativos y preventivos pero no el derecho a agua potable, a un ambiente limpio o a la colocación adecuada de los residuos tóxicos.

2 15.2% del PIB, 5 711 dólares per cápita, según el último Informe de Desarrollo Humano del PNUD.

3 En general, las minorías raciales y las mujeres tienden a constituir una mayor porción de los no asegurados ("Perfil de sistemas y servicios de salud, Estados Unidos de América", Organización Panamericana de la Salud (OPS), 2002).

4 Organizaciones como la Asociación Americana del Cáncer, la Sociedad Nacional de Esclerosis Múltiple, la American Heart Association y la Henry J. Kaiser Family Foundation, entre otras, se crearon para aumentar la conciencia sobre dolencias específicas, así como para recaudar fondos para la investigación y el tratamiento de estas enfermedades. El gobierno actual ha establecido en el Health and Human Services (HHS) un centro para Iniciativas de Carácter Religioso y de la Comunidad, que permite al sector privado participar con el HHS y otros organismos gubernamentales en asistir al público estadounidense (Organización Panamericana de la Salud, 2002).

5 El autor define el "principio anti-free-riding" como aquel que dice que una persona debe pagar por el costo de las acciones voluntarias que impone a otros y que realiza sin su consentimiento informado, como también, por su parte, en una empresa colectiva que produce beneficios de los que no es posible excluirlo, a menos que él prefiera perder todos esos beneficios antes que pagar su parte (Menzel, 2002, pp. 24-6). Esa es una de las principales razones por las que sería legítimo exigir que todos contribuyeran a la manutención del bien público "cuidado sanitario".

6 Este primer mecanismo corresponde a la situación inicial llamada "Estado de naturaleza" desarrollada extensamente por la teoría contractualista y recogida por Rawls con el nombre de posición original, la que, evidentemente, "no es más que una situación hipotética" (Rawls, 1971, p. 12).

7 El velo de ignorancia responde a la necesidad de establecer ciertas restricciones formales a las partes para impedir que algunos estén colocadas en una posición de negociación más ventajosa que otras debido a las consecuencias de la fortuna natural o por las circunstancias sociales que les han tocado en la vida. Para alcanzar este punto de vista equitativo es necesario dejar al margen del convenio todos los rasgos y circunstancias particulares que pudieran distorsionarlo. Desde ya, eso implica excluir, al menos, el conocimiento de las partes sobre su posición social, doctrina comprehensiva (religiosa o filosófica), raza, sexo, clase social, capacidades y talentos (Rawls, 1971, p. 12, y 1995, pp. 39-40) dejándoles, para afrontar la elección de los principios de justicia, el conocimiento de que su sociedad está sujeta a las circunstancias de la justicia.

8 Para una interpretación de las tesis de Rawls en el sentido de fundamentar la idea del mínimo social como un principio de justicia, véase a Waldron (1993).

9 Rawls resalta aquí que el principio de diferencia presume no sólo una distribución igualitaria inicial de bienes primarios sino, como vimos, un mínimo social que permita el desarrollo real de las libertades aseguradas por el primer principio de justicia (Rawls, 2002, pp. 226-227).

10 Que en el estado de Massachusetts, por cierto, es obligatorio desde el año 2006.

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