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Signos filosóficos

Print version ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.23 n.46 Ciudad de México Jul./Dec. 2021  Epub Apr 04, 2022

 

Artículos

Azar y ética: responsabilidad y suerte moral

Chance and ethics: responsibility and moral luck

*Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) Departamento Académico de Ciencia Política, felipe.curco@itam.mx


Resumen

En 1976, Nagel y Williams presentaron -en una reunión de la Aristotelian Society- dos célebres textos dirigidos a exhibir el desafío que el azar y la fortuna representan para la imputación kantiana de responsabilidad moral. Desde entonces han proliferado cientos de artículos centrados en analizar este dilema. Dicho debate, no obstante, rara vez es situado al interior del análisis de las implausibles y falsas premisas que dan lugar a él. En este trabajo reconstruyo las coordenadas centrales en las que esta problemática filosófica se origina. Posteriormente muestro que la imputación de responsabilidad ética a un agente no sólo no excluye, sino incluso presupone, lo que llamaré una capacidad impura de agencia donde la suerte ocupa un lugar central.

Palabras clave: carácter moral; fortuna; agencia moral; imputación jurídica; igualitarismo de la suerte

Abstract

In 1976, Nagel and Williams presented -at the congress of the Aristotelian Society- two famous texts aimed at exposing the challenge that chance and fortune represent for moral thought. Since then, hundreds of articles have proliferated in the literature focused on analyzing this dilemma. This debate, however, is rarely situated within the analysis of the implausible and false premises that give rise to it. In this paper I reconstruct the central coordinates in which this philosophical problem originates. Later, I show that imputation of ethical responsibility to an agent not only does not exclude, but even presupposes, what I will call an impure capacity for agency where luck occupies a central place.

Keywords: moral character; fortune; moral agency; legal imputation; lucky egalitarianism

Introducción

Hay dos elementos que -en apariencia y de modo inevitable- damos por sentados cada que juzgamos moralmente la conducta de alguien. En términos generales podemos decir que nuestros juicios de imputación éticos y jurídicos siempre suponen: (i) responsabilizar a las personas únicamente por las decisiones que toman y están bajo su control, y (ii), no responsabilizar a las personas por circunstancias que no son efecto de sus decisiones y, por consiguiente, no se hallan bajo su control.

En buena parte debemos esta intuición a Kant, quien argumentó con claridad que moralidad e inmoralidad no son atributos que puedan predicarse de los actos de una persona, sino términos que en realidad evalúan las intenciones para actuar. En otras palabras, Kant comprendió que un agente nunca tiene control completo de sus acciones ni de los efectos por ellas producidos, por eso en sí misma la acción no es buena ni mala, sino sólo la voluntad que la produce: sólo sobre ella, y los motivos que la animan, un sujeto ejerce pleno control. De ahí que éste sea responsable únicamente de las razones que elije para actuar (Kant, 1998 [c. 1784], iv: 394).1

Por ejemplo, en la obra de Dostoyevski, El Jugador, Alekséi Ivánovich vive una vida de ruina y miseria debido a su adicción por la ruleta y las apuestas, lo cual le afecta no únicamente a él, sino a muchas de las personas que le rodean (en especial a la noble y generosa Paulina). Hacia el final de la novela, el Sr. Astley lo ve en una situación tan miserable y desesperada que decide regalarle mil libras con la intención de ayudarle a rehacer su identidad e iniciar una nueva vida alejada del juego. En el último monólogo de la trama nos enteramos que Ivánovich irá al día siguiente a jugarse esas mil libras al casino. No sabemos si la noble acción de Sr. Astley terminará causando más daño del que pretende remediar, ni cuáles serán los efectos que su decisión tendrá en la vida de Alekséi (hundiéndole quizá más, en lugar de redimiéndole, de su adicción). Sin embargo, y de acuerdo con Kant, juzgar su conducta no requiere saberlo, basta evaluar cuál fue su intención. Él no es responsable de las consecuencias (buenas o malas) que deriven de su acto. Si bien -tal y como Kant señala- su responsabilidad no se limita sólo a sus buenas intenciones, sino “al acopio de todos los medios a su alcance para anticipar los efectos de las mismas”, lo único sobre lo cual conserva pleno control hasta el final es de la intención original que anima su voluntad.

A raíz de la publicación de los artículos de Nagel y Williams, ambos titulados “Moral Luck” (aparecidos en 1976 en la revista de la Sociedad Aristotélica), conocemos este principio como el “Principio de Control (PC)”. Siguiendo la literatura clásica (Rosell, 2006; Nelkin, 2008), podemos formularlo así:

(PC) Un sujeto “s” puede ser evaluado o juzgado moralmente por la conducta “x” sólo en la medida en que “x” dependa de factores que se hallen bajo su control.

Notemos que si el PC es válido, se sigue la siguiente implicación, a la que en lo sucesivo denominaré Corolario de PC:

(Corolario PC) Un sujeto “p” y un sujeto “s” no deberían ser evaluados moralmente de manera diferente por haber llevado a cabo la misma conducta “x”, si la única diferencia entre “p” y “s” se debe a factores que se hallan fuera de su control.

Williams ofrece un ejemplo célebre que permite clarificar con precisión el Corolario de PC. Dos choferes conducen cada uno su camión a la misma hora, por la misma ruta, habiendo tomado idénticas precauciones y manejando con idéntico cuidado. Sin embargo, a uno de ellos de pronto le salta imprudentemente un niño por la calle, al no frenar a tiempo lo atropella causándole la muerte (Williams, 1981: 27).

Según el Corolario PC, en una circunstancia como ésta no deberíamos evaluar de distinta manera a ambos choferes. Más aún -dice Williams-, si PC fuese correcto, el camionero que ha matado al niño debería experimentar exactamente el mismo remordimiento y sentimiento moral que aquél que no causó ningún daño a nadie, pues ambos conductores han obrado de forma idéntica, la única diferencia es que uno ha tenido peor suerte que el otro. Sin embargo, no resulta cierto que éste sea el modelo que mejor describa la estructura bajo la cual juzgamos. Si el chofer que ha matado al niño no reacciona con tristeza, e incluso con culpa, indudablemente causaría repulsa moral en nosotros. Este ejemplo muestra uno de los muchos casos donde juzgamos claramente a las personas por circunstancias fuera de su control y que dependen sólo de la suerte. Ello es especialmente obvio no sólo en lo que respecta a la valoración ética, sino también jurídica: quien asesina a una persona debido a la mala fortuna no es juzgada del mismo modo que quien gracias a su buena suerte no comete un asesinato imprudencial; un intento de homicidio que se ve frustrado debido al azar no recibe la misma pena que un homicidio consumado (sobre las implicaciones del papel de la suerte en los juicios jurídicos y éticos (véanse Hart, 1986: 19 y Schleider, 2011: 141-159).

Esto lleva a Nagel (1979: 59) a formular lo que podemos llamar el Principio de la Suerte Moral (PSM) y que parafrasearé del siguiente modo:

(PSM) La suerte moral ocurre cuando aspectos significativos de lo que una persona es, lo que una persona hace (o genera como consecuencia de sus acciones), y las circunstancias en las que se encuentra, dependen de factores que están fuera de su control. Pese a ello, esos factores fuera de su control influyen moralmente de modo decisivo en la forma que evaluamos a esa persona.

Lo anterior significa que existen tipos de suerte moral que niegan el PC; es decir, es indudable que a menudo juzgamos a la gente por cuestiones accidentales fuera de su dominio y no por las que dependen únicamente de sus decisiones o voluntad. Para ilustrar esto imaginemos dos científicos en la búsqueda de un bactericida capaz de reducir las muertes por infección de herida en la década posterior al final de la Primera Guerra Mundial, época en que aún no existían antibióticos. Ambos poseen todas las virtudes académicas: han ensayado con salvarsán, son serios, inteligentes y meticulosos; conocen todos los trabajos especializados y publicados en su área sobre lisozimas. Uno de ellos, sin embargo, es un tanto despistado y descuidado, se dice que incluso fuma al interior de su laboratorio. Casualmente este descuido provoca que algunos de sus cultivos se contaminen con hongos, así que, un tanto frustrado, se ve obligado a tirar sus cultivos a una bandeja de lysol. Afortunadamente, un familiar que se encuentra con él se percata de una sustancia difusible micótica alrededor de la cual no se observa ningún rastro bacteriano. Este accidente permite al investigador aislar la sustancia y descubrir la primera penicilina. La buena suerte hace que este científico reciba reconocimiento moral, incluso un premio Nobel. Gracias a la buena fortuna, Alexander Fleming es considerado uno de los más grandes sabios de su época. En cambio, su colega -quien había hecho exactamente lo mismo e incluso era más meticuloso, pero no tuvo su buena estrella- quedó relegado para siempre al olvido. De hecho, hoy ni siquiera recordamos su nombre.

Algo parece, pues, desprenderse de estos ejemplos: la Suerte Moral (SM) socava el PC. Lo que somos y hacemos está permanentemente expuesto a condiciones contingentes que escapan a nuestro dominio, sin embargo, con frecuencia ocurre que nuestros juicios morales, políticos y jurídicos, parecen basarse y fundamentarse precisamente en estas cuestiones que dependen por completo del azar. Si la suerte interviene y determina la forma en que somos juzgados y juzgamos a nuestros congéneres, ¿qué queda entonces del PC? ¿Es legítimo ser responsabilizados por cosas que no dependen de nosotros? Nagel ofrece una respuesta tentativa: “creo, en cierto sentido, que el problema no tiene solución, porque algo en la idea de agencia es incompatible con el reconocimiento de que las acciones sean eventos [fortuitos] y las personas objetos [condicionados de forma pasiva en vez de activamente condicionantes]” (Nagel, 1979: 68).

A partir de aquí se abrió un dilema del que la literatura se ha ocupado profusamente (Rosell, 2006 y 2012; Andre, 1983; Arneson, 2001; Coffman, 2015; Khoury, 2018). Dicho dilema consiste en cómo reconciliar las intuiciones que nos hacen sentirnos comprometidos con el PC, con aquellas en favor de la SM. Advierto que se trata de algo relevante no únicamente para nuestros juicos inocuos de alabanza o culpa, sino también para debates legales respecto a sanciones diferenciales que aplican a daños o perjuicios consumados frente a intentos de daño/perjuicio no consumados gracias a factores atribuibles al azar (Risptein, 1999; Kadish, 1994). De modo aún más significativo: no resulta exagerado decir que buena parte del pensamiento y la filosofía política ha discutido si es correcto o no que las personas gocen de beneficios derivados de ventajas de las que no son responsables (como las circunstancias y la familia en la que nacen, los talentos y habilidades naturales, la herencia recibida, etcétera), lo cual da pie a la discusión acerca de si las instituciones habrían de procesar (y cómo) esos factores moralmente arbitrarios a través de esquemas redistributivos que logren igualar la fortuna y hacer que la gente deba padecer o gozar nada más por aquello que sea atribuible a decisiones autónomas bajo su control (véanse Rawls, 1971: 70-74; Dworkin, 2000; Anderson, 1999).

Frente a la tensión, pues, entre el PC y el PSM, la literatura ha ofrecido principalmente dos tipos de respuestas dirigidas a remediar, o al menos mitigar, dicho conflicto.

  • (i) Defender el PC afirmando que algunas formas de SM son aparentes, de modo que nuestro compromiso con el PC se mantiene en algunos casos (llamaré a esto defensa parcial del PC).

  • (ii) Defender el PC argumentando que todas las formas de SM son aparentes, lo cual significa que en realidad nunca dejamos de estar enteramente comprometidos con el PC (llamaré a esto defensa amplia del PC).

En este artículo, por el contrario, me propongo argumentar en favor de una tercera alternativa:

  • (ii) Defender la SM mostrando que el PC es una idea errónea que descansa en premisas falsas, lo cual significa que debemos abandonar nuestro compromiso hacia él (llamaré a esto defensa amplia de la SM).

En las dos primeras partes del artículo explicaré en qué consisten las alternativas (i) y (ii). En la tercera ofreceré las razones que me llevan a rechazarlas para adoptar la respuesta (iii). Son muy pocos los analistas que han optado por alguna modalidad de la estrategia que asumiré (Adams, 1985: 3-31; Walker, 1991: 1427). Me parece que solamente Margaret Urban Walker toca el fondo del problema de este debate y señala el camino a seguir para desmantelar los falsos supuestos que origina. Mi propósito final es mostrar que todos los dilemas que involucran la SM tienen un mismo origen: la aceptación acrítica de la muy implausible (y falsa) concepción kantiana del yo y de la agencia moral. Por consiguiente, mostraré que este debate se resuelve desprendiéndose de la herencia kantiana que moldea nuestros juicios sobre el yo y la responsabilidad ética.

Los distintos tipos de suerte moral

El PC establece que somos moralmente responsables sólo de aquellas cosas que dependen de nosotros, lo cual quiere decir que nadie debería juzgarnos por cuestiones producto del azar. Sin embargo, muchas veces juzgamos a la gente en función de cuestiones contingentes y accidentales de las que no tienen control, de modo que resultaría útil distinguir las distintas formas de SM que suelen determinar el modo de interpretar la conducta ética. De ahí se podría derivar en qué casos nuestros juicios de responsabilidad (culpa o elogio) pueden basarse correctamente en el PC, y en qué casos sucede, por el contrario, que ciertas formas de fortuna cancelan la posibilidad de imputar responsabilidad sobre la base del PC, obligando a hacerlo en la del azar.

Para explorar esta ruta, Nagel sugiere distinguir tres formas esenciales en las que la suerte determina nuestras vidas y juicios morales (1979: 26-28): (i) suerte resultante, (ii) circunstancial y (iii) constitutiva. La primera se concentra en los resultados y las dos siguientes en las causas fortuitas que influyen en cómo leemos la conducta de las personas. Usaré algunos ejemplos de Williams y Nagel para explicar brevemente en qué consiste esta tipología.2

(i) Suerte resultante. Pensemos en dos terroristas que tienen el propósito de matar a alguien de un disparo en la cabeza. El primero logra su objetivo, mientras el segundo se ve frustrado debido a que su arma se le encasquilla. Tras varios intentos fallidos, se ve forzado a huir sin haber asesinado a su enemigo. Aquí tenemos dos personas realizando una misma acción, cuyo origen tiene su causa en un mismo motivo o intención, pero con consecuencias diferentes que dan lugar a dos resultados aleatorios igualmente distintos: en un caso, una persona asesinada, en el otro, ningún daño cometido.

En oposición a lo establecido por Kant, estos resultados impredecibles definitivamente influyen en la evaluación que hacemos de cada personaje. Prima facie el último terrorista aparecerá como menos culpable; en cambio, el asesino exitoso será juzgado con mucho mayor severidad, en virtud del hecho accidental de que su arma no falló al momento de disparar. Como el personaje Hugo Barine en Las manos sucias de Jean-Paul Sartre (alter ego de Ramón Mercader en la vida real), este hecho es, por así decirlo, algo empedernido, cuyas trágicas consecuencias no podrán ya borrarse en la vida. En los dos casos la intención (único de lo cual el agente tiene control) es la misma, pero el azar de los resultados hace que el terrorista certero sea considerado moral (y jurídicamente) un asesino, mientras que el fallido tendrá si acaso una responsabilidad moral mucho menor, y desde el punto de vista jurídico sólo podrá ser juzgado por intento de homicidio. Nuestros juicios éticos también están comprometidos con la suerte, al grado de que la dureza con la que juzguemos depende en buena medida de las afectaciones reales que produzcan estos datos accidentales.

Otro ejemplo célebre de Williams es el de Gauguin. En 1895 el pintor decide dejar a su familia para iniciar un retiro artístico como residente en Tahití. En un escenario hipotético el artista fracasa; en el otro, triunfa y se convierte en el gran postimpresionista que todos conocemos. De acuerdo con Williams (1981: 23), el juicio que hagamos acerca de su acción dependerá retroactivamente en cada caso del resultado obtenido. Su decisión nos parecerá acertada y correcta si tiene éxito; por el contario, nos parecerá injustificada o absurda (e incluso loca) si no la tiene. La cuestión es: cualquier cosa que ocurra dependerá -así sea sólo parcialmente- de la casualidad. Algunos resultados podrán atribuirse a las decisiones que Gauguin tome, mientras otros ocurrirán por factores que no están bajo su control, lo cierto es que los juicios que hagamos sobre él se basarán tanto en lo primero como en lo segundo. Para ilustrar con mayor precisión esto, pensemos en cómo juzgamos al personaje de Ana Karenina. La decisión de dejar a su marido Alékséi es suya. Pero si, supongamos, Vronski hubiera heredado una enorme fortuna en Norteamérica y se la hubiera llevado a vivir con él al otro lado del Atlántico, ambos habrían escapado de la presión de la aristocracia y quizá su relación habría sido de éxito y no de fracaso; en tal caso no juzgaríamos a Ana como a alguien incapaz de controlar sus emociones pasajeras, sino como un personaje bien estructurado y emocionalmente estable decidido a planificar pragmáticamente lo que anhelaba.

El segundo tipo de suerte (ii) es la circunstancial. Ésta alude a los factores aleatorios que determinan las circunstancias donde cada uno se encuentra. Para ilustrarla, Nagel (1979) sugiere imaginar dos amigos alemanes de la misma edad, con iguales actitudes emocionales y disposiciones psicológicas similares. Ambos viven al inicio de la década de 1930 en Berlín y comparten su simpatía por el movimiento que encabeza Hitler. Uno de ellos se queda en Alemania donde se vuelve miembro activo de las SS, mientras el otro es transferido por su empresa a Argentina, donde nunca se verá seducido por el Movimiento, pues no encontrará ambiente propicio que le induzca a desarrollar y practicar sus convicciones nacional-socialistas. Denominamos circunstancial a este tipo de suerte porque ninguno de ellos elige las circunstancias que, al mismo tiempo, conducen a uno a llevar una vida ejemplar (en la que todos le consideran buen ciudadano), y al otro a terminar convertido en un criminal. Como en el caso anterior, la suerte hará que juzguemos de manera muy diferente a ambos, aun si aquello sobre lo que cada uno tiene control (la elección de sus motivos y actitudes) es el mismo.

Finalmente, (iii) la suerte constitutiva (Nagel, 1979) es la que determina cómo somos, cuál es nuestra personalidad. Ya que no elegimos nuestra herencia ni nuestra genética, o el condicionamiento social o familiar que recibimos en la infancia, todo aquello que determina las habilidades, talentos, gustos y disposiciones que nos forjan es en enorme medida producto de la coincidencia. Es evidente que cuando culpamos a alguien por ser cobarde o egoísta, o lo encomiamos por ser generoso y altruista, en realidad estamos juzgando sus actos o rasgos de carácter por factores que en gran parte no dependen de ellos. En resumen, no sólo las acciones (junto a sus circunstancias, causas y resultados), sino también nuestra identidad, son efecto de innumerables eventos fortuitos no elegidos voluntariamente por nosotros, de modo que la evaluación moral sobre el carácter o modo de ser de las personas, al estar en su mayor parte basada en dichos elementos fortuitos, es algo que también socava el PC.

A la luz de lo anterior notemos algo relevante: una vez que consideramos estos tipos de fortuna, una consecuencia obvia es que ninguno de los factores determinantes en la conducta de las personas resulta inmune a la suerte. Más aún, como lo ha hecho notar Joel Feinberg (1970: 30-38), un corolario de la suerte circunstancial y constitutiva es que afecta incluso la voluntad, las intenciones y todo aquello en lo que Kant hacía cifrar el PC.

La defensa (parcial) del Principio de Control

La defensa parcial del PC (Wolf, 1990), también llamada moderada (Rosell, 2012: 3-33), consiste en mostrar que algunas formas de SM son en realidad aparentes. Quienes siguen esta estrategia se sirven de lo que Andrew Latus (2000) denomina Argumento Epistémico (AE), el cual niega, esencialmente, la suerte resultante. Recordando los ejemplos que dimos al analizar este tipo de suerte, ¿por qué juzgamos de manera distinta al asesino que tiene éxito en su crimen respecto de aquél que por casualidad no lo tiene?, o ¿al camionero que por accidente mata a un niño en comparación al que no lo hace? ¿Por qué nuestro juicio moral respecto a Fleming, Gauguin o Ana Karenina variará en función de la buena o mala fortuna que acompañe cada uno de sus proyectos? La respuesta es: por los distintos resultados que el azar produce.

Sin embargo, según el AE, la importancia que damos a la suerte en esta clase de juicios es sólo aparente. Cuando valoramos a las personas según los distintos resultados azarosos derivados de sus acciones, en realidad no pretendemos renunciar al PC o juzgar el estatus moral real que cada persona merece en virtud del control que tienen a la hora de elegir sus intenciones, sino sólo juzgar la evidencia que está al alcance de nuestro conocimiento. En otras palabras (y algo en lo que Kant habría estado de acuerdo): nosotros nunca podemos tener acceso directo a las intenciones privadas y los estados mentales de los sujetos, sólo podemos aspirar a inferirlos a partir de la evidencia observable disponible. El éxito que una persona alcanza o no a través de sus actos es un indicador de este tipo, un indicador -en específico- del grado de compromiso que un individuo mantiene con respecto a sus intenciones.

Si un plan se realiza y tiene éxito, eso ofrece un indicio epistémico respecto a cuán sinceras son las intenciones que podemos atribuir a la persona que lo lleva a cabo. Eso no sucede cuando una acción no logra su cometido. Es el caso de los dos asesinos. El asesinato culminado es una prueba de que quien lo ejecutó estaba fuertemente comprometido con su proyecto. El asesinato frustrado, en cambio, introduce dudas. En este último caso, la suerte hizo que la pistola se encasquillara y la acción criminal no se ejecutara, pero ¿por qué el asesino no intentó acudir a otros medios, golpear a su víctima con algún objeto, apuñarlo, intentar ahorcarlo? ¿Será que en realidad no estaba convencido de hacerlo? No lo sabemos. El Argumento Epistémico sostiene que justo eso permite explicar la razón por la cual juzgamos de modo distinto a ambos asesinos. No creemos realmente que la suerte marque una diferencia moral y ontológica entre ellos (es decir, lo que cada uno realmente merece), sino que en un caso lo único sabido es que un individuo no causó ningún tipo de daño, mientras el otro sí. Así, a la luz de la evidencia disponible, tenemos mejores indicios para sospechar y condenar con mayor dureza a uno y no al otro. La misma lógica puede aplicarse a los casos de los camioneros, Gauguin y Ana Karenina.

Se trata de un argumento seductor que, bajo distintas variables, fue en su momento suscrito por varios autores (Richards, 1986; Thomson, 1993; Rosebury, 1995; Rescher, 1993) con una ventaja adicional mencionada por Norvin Richards: el AE permite no sólo explicar los juicios diferenciales éticos, sino también jurídicos, pues cuando no existe daño real hay buenas razones para que la valoración de los motivos que atribuimos a las personas permanezca indefinido, así, en ausencia de una base sólida que permita juzgar con certeza, las penas legales deben reflejar esa incertidumbre epistémica (Richards, 1986: 171).

Esto significa que el AE tiene límites claros, difícilmente puede ampliarse para ser aplicado a las otras dos formas de SM. Dicho argumento no puede extenderse a la suerte circunstancial ni constitutiva debido a que AE opera como razonamiento que permite inferir -a partir de los resultados observables de una acción- cuáles pudieron ser los motivos reales de una persona para hacer tal o cual cosa, mas no autoriza (como acabamos de señalar) a concluir cuál es el modo real de ser de la persona y su naturaleza moral constitutiva. La razón de ello es obvia: el AE depende de un conjunto de información y evidencia basada en los resultados, no en las circunstancias ni en los factores definitorios del carácter o la identidad. De esta base de datos consecuencialista, el AE colige conclusiones acerca de los motivos y razones que, suponemos, un agente tuvo para actuar.

Esto equivale a decir que ni las circunstancias contingentes que moldean o condicionan el comportamiento de un individuo, ni los factores fortuitos que moldean su carácter, forman parte del cúmulo de evidencia del AE para atribuir estados mentales e intenciones a los agentes que evaluamos. Para decirlo de la manera más clara posible (recuperando nuestros ejemplos): son los resultados -y no los rasgos o antecedentes que moldean su personalidad, ni la descripción del entorno y las circunstancias contingentes en medio de las cuales los agentes (Gauguin, Karenina, los conductores, o los terroristas) toman sus decisiones- los únicos indicios a partir de los cuales hacemos inferencias legítimamente válidas y plausibles de las intenciones y motivos que los inspiraron. Eso hace que el AE se limite a explicar la suerte resultante, mas no explica el peso que la suerte circunstancial y constitutiva tiene en nuestros juicios.

La defensa (amplia) del Principio de Control

No obstante, hay un argumento dirigido a intentar ampliar el AE a la suerte circunstancial. Inicialmente planteado por Richards (1986: 174-190) y posteriormente desarrollado hasta sus últimas consecuencias por Michael Zimmerman (2002: 559) .

Para Richards, los resultados provocados por las acciones que la gente lleva a cabo no son el único insumo disponible a la hora de inferir el carácter y las intenciones genuinas de alguien. Muchas veces evaluamos desde el punto de vista moral a las personas no sólo (ni principalmente) a partir de sus actos, sino también de lo que suponemos podrían haber hecho si hubieran estado en circunstancias diferentes de aquellas en las que estuvieron cuando obraron de determinado modo. Para ilustrar esto regresemos al ejemplo de Nagel (1979) de los amigos que viven en la época de la Alemania nazi. Uno de ellos (llamémosle Franz) emigra a Argentina por motivos laborales, mientras el otro (Hermman) permanece en su país. A la larga este último termina enrolado en las SS y trabajando en un campo de exterminio; en cambio, el primero encuentra en el país sudamericano un ambiente propicio que le permite volverse un vecino simpático y un cariñoso padre de familia.

De acuerdo con el argumento de Richards, a la hora de evaluar la conducta de los dos amigos debemos concentrarnos no sólo en la forma efectiva en que cada uno de ellos terminó actuando en virtud de las condiciones en las que por accidente terminaron envueltos, sino también (y esencialmente) en lo que cada uno habría hecho de haber estado situado en las mismas circunstancias. Desde esta perspectiva, ceteris paribus podemos legítimamente inferir que, de haber permanecido en Alemania, Franz también habría terminado en las SS, convirtiéndose en un despreciable criminal, tal como ocurrió con su amigo. Como Franz y Hermman comparten, además de preferencias ideológicas, temperamento e inclinaciones, la diferencia en el modo de obrar de uno con respecto al otro es atribuible a hechos meramente contingentes. Sin embargo, por su carácter, podemos afirmar que de haber estado en la misma situación habrían observado exactamente el mismo tipo de conducta; si eso se cumple y es así, entonces los dos son moralmente condenables. Por consiguiente, la suerte no influye en el juicio que hacemos de ellos. Esto permite salvar el desafío que la suerte circunstancial implica para el PC. Aun si las circunstancias fortuitas nos llevan a juzgar a la gente de distinta forma, suponer que persiste en el yo de cada persona un núcleo de autonomía, que no se ve afectado por lo accidental, permite que podamos seguir atribuyendo a Franz y Hermman el control de sus decisiones y, por lo tanto, imputarles idéntica responsabilidad.

Por supuesto, tenderíamos a juzgar con mucho mayor dureza a Hermman (quien de hecho se enroló en las SS), que a Franz, de quien sólo sospechamos habría hecho exactamente lo mismo de haberse quedado en Alemania. Según Brian Rosebury (1995: 521-524), esto podría simplemente deberse al peso concedido a la responsabilidad legal cuando determinamos la responsabilidad moral. Como Hermman es juzgado en Núremberg, sentimos que debe ser más culpable que su amigo (algo similar ocurre con el terrorista exitoso en contraste con el fallido). Sin embargo, claramente esto aún no es un argumento completo.

Para redondear y complementar el argumento, Zimmerman (1987) distingue entre alcance y grado de responsabilidad. El alcance de una acción hace alusión a la influencia e impacto que tiene en el mundo, es decir, a los efectos generados y su capacidad para producir cambios en la realidad. El control que un agente tiene sobre esto es restringido. El grado, en cambio, refiere al compromiso que el individuo mantiene hacia sus inclinaciones e intenciones, cuyo origen se localiza en la voluntad del agente, de la cual éste conserva siempre un control amplio. Ya que podemos atribuir a Franz y Hermman un mismo compromiso y una misma disposición intencional a llevar a cabo la misma clase de acciones, su grado de responsabilidad es el mismo, aunque el alcance de sus actos es muy diferente. Mientras las acciones del miembro de las SS tienen efectos criminales, el alcance de las acciones de Franz es nulo (o cero), esto explica el diferencial en el juicio que hacemos respecto de los dos amigos, aun si su grado de responsabilidad es igual. Mientras para la ley importa el alcance, en términos morales sólo cuenta el grado de responsabilidad (Zimmerman, 2002: 568). Así, incluso con las diferencias circunstanciales, podríamos decir que ambos tienen la misma responsabilidad moral.

Zimmerman (1987: 376) radicaliza la defensa del PC, argumentando que el merecimiento y la responsabilidad no deben hallarse en los actos efectivos de las personas, sino en lo que podrían haber hecho, con independencia del papel de la suerte de sus circunstancias. Así es como lo resume:

Si (i) P hizo d en lo que se cree es la situación s,

(ii) P* habría hecho d si hubiera estado en la situación s,

(iii) que P* estuviera en la situación s no es algo que estuviera bajo su control restringido.

Entonces, cualquier imputación moral que hagamos sobre P debemos hacerla también sobre P*.

De este modo, la defensa del PC no sólo juzga la acción real, sino también la acción potencial o hipotética, haciendo recaer la responsabilidad en lo que -plausiblemente, y de modo hipotético- suponemos constituye el conjunto de diversos cursos de acción atribuibles a una persona.

Por supuesto, el argumento de Zimmerman tiene limitaciones claras y plantea objeciones obvias. Su primera limitación se hace patente al momento en que intentamos ampliarlo a la suerte constitutiva. Decir que bajo las mismas circunstancias Franz hubiera obrado igual a Hermman, tiene sentido únicamente en tanto sigamos creyendo que el carácter de Franz no se ve afectado -y de hecho se mantiene incólume- por la influencia de la fortuna. En otras palabras, para que el PC no se vea afectado debemos mantenernos en la creencia de que algo en la personalidad escapa al poder arbitrario de la fortuna. Por el contrario, si sostenemos que los genes y condicionamiento social de Franz (o cualquier otro factor aleatorio constitutivo de su personalidad y fuera de su alcance) determina los motivos de sus decisiones, entonces esto equivale a reconocer que no queda bajo su control. En términos más esquemáticos: para que la fortuna circunstancial no socave el PC, debería asentarse que la suerte no afecta el carácter, o al menos no a sus componentes esenciales. Para ahondar en esta posibilidad e intentar extender el PC incluso a la suerte constitutiva, Zimmerman propone distinguir entre carácter dado (innato, heredado) y carácter formado (1993: 223). Si suponemos que hay rasgos de la personalidad atribuibles sólo a nuestras decisiones autónomas, entonces también es posible fundamentar el PC alrededor de estos rasgos.

Sin embargo, hay límites en este argumento, pues, indudablemente, extensos campos de lo que somos tienen su origen en el azar. De hecho, Zimmerman parece reconocerlo, al aceptar que “el papel que juega la suerte en la determinación de la responsabilidad moral puede no ser completamente eliminable” (2002: 575). En todo caso, fijar con precisión cuál es (y dónde está) la frontera entre tales rasgos dados y los formados (o autónomamente elegidos) del carácter, haría necesario contar con el desarrollo de una teoría metafísica de la identidad que -como sostendré más adelante- Zimmerman no elabora ni fundamenta. Su visión parte de una serie de presupuestos metafísicos confusos, asumidos de modo acrítico y sin justificar. Mostraré esto en el siguiente apartado.

Las objeciones al argumento de Zimmerman han sido diversas (Adams, 1985; Nelkin, 2004; Hanna, 2014). Consigno solamente la que me parece más obvia: esta defensa amplia del PC se hace sobre la base de contrafácticos hipotéticos donde no es posible asignar ningún valor de verdad. Así (continuando con el ejemplo), a la vez que es verdad que Franz habría hecho lo mismo que Hermman de haber estado en la misma situación, también es falso que habría hecho lo mismo que Hermman de haber estado en la misma situación. En otras palabras, como hablamos de situaciones ampliamente hipotéticas, no podemos en última instancia saber cuál de estas historias ficticias es la real. Desde el argumento de Zimmerman, en definitiva, alguien puede ser considerado responsable tanto si lleva a cabo la acción “x”, como si no la lleva a cabo. Evaluar moralmente a las personas abandonando por completo las condiciones reales bajo las cuales actúan, conduce a la paradoja de considerar que alguien (como Franz) puede ser enteramente responsable de haber realizado una acción incluso sin haberla hecho. Este tipo de absurdos al que conducen las defensas amplias del PC tienen su origen, no obstante, en algo que me propongo explicar, a saber: el compromiso radicalizado hacia PC hunde su raíz en la aceptación acrítica de un conjunto de supuestos metafísicos de cuño esencialmente kantiano, desde los cuales se admite una concepción de la identidad no sólo implausible y absurda, sino que también imposibilita a pensar adecuadamente la responsabilidad moral.

La defensa (amplia) de la suerte moral

Los malabares complejos, que deben realizar quienes desean neutralizar la amenaza que el Principio de la Suerte Moral (PSM) supone para el PC, contribuyen a ocultar las razones que originan la paradoja entre ambos principios. En realidad, la paradoja descrita por Nagel y Williams sólo puede emerger al interior de las coordenadas de lo que cierta parte de la literatura ha interpretado como la concepción kantiana del yo y la agencia moral.3 Si logramos mostrar por qué esta concepción es falsa e implausible, y con ello abandonamos sus supuestos, tendremos un mejor panorama para pensar la responsabilidad moral sin mantener un compromiso extenso, caro e inútil, con el PC. En la literatura académica, me parece sólo han visto con precisión este problema Rosell (2012) y, especialmente, Walker (1991). Veámoslo con detenimiento.

En la concepción kantiana de la responsabilidad son necesarias tres condiciones para que la imputación moral pueda darse con sentido: (i) que el agente sea la causa eficiente del acto; (ii) que las razones e intenciones del sujeto justifiquen racionalmente y causen la acción; (iii) que tales razones e intenciones tengan como origen la decisión autónoma del agente y no procesos mecánicos causales cuyo origen se extienda más allá de su voluntad. Como explica Rosell (2009: 131), estas condiciones son necesarias por separado y suficientes en conjunto. De acuerdo con esta concepción, únicamente podemos ser imputados por efectos que hemos causado eficientemente. Al mismo tiempo, la sola causalidad eficiente, sin intencionalidad racional, no genera responsabilidad moral, sólo los efectos producidos a través de máximas intencionales lo hacen (véase Placencia, 2011: 78). Por ejemplo: un fenómeno climático puede ser causa eficiente de muchos efectos dañinos, pero no puede ser moralmente responsable de ellos, pues carece de razones e intenciones. Finalmente, debemos suponer que las razones e intenciones de un agente no están determinadas por causas externas a su voluntad, capaces de programar o determinar mecánicamente sus decisiones, pues en tal caso la acción sería heterónoma en lugar de autónoma.

Esto supone claramente una concepción muy idealizada de la agencia humana, donde el locus o el polo autónomo de la acción reside en un sustrato nouménico puro, un residuo intangible e impermeabilizado. Así, ni el determinismo que rige en el mundo material ni la suerte o los accidentes propios del universo empírico, ejercen influencia decisiva en la intencionalidad del agente.

Esta noción metafísica del yo y la identidad me parece tan inconcebible como poco plausible. Implausible porque para satisfacer las condiciones antes fijadas (en especial la tercera), debemos suponer -empleando palabras de Sandel- un sujeto “radicalmente desencarnado”, es decir, cuya esencia sea la de un “ser puro” anterior e inafectado de todas las historias causales y contingentes que definen los accidentes de su personalidad: cosas como los gustos, preferencias, lealtades, identificaciones, proyectos, metas, convicciones, pensamientos, para Kant no constituyen más que elementos contingentes de lo que somos, atributos circunstanciales que no afectan la naturaleza real y profunda de nuestro “yo” (un yo sin atributos, tal y como lo recuerda el célebre título de la novela de Robert Musil). El problema -insisto en ello- es que un yo sin tales características o atributos simplemente resulta inconcebible.

Para mostrarlo pido hacer el siguiente ejercicio: despréndase el lector o lectora de todos sus atributos. Imagine que una amnesia o patología profunda e inesperada le hace perder todo aquello que a lo largo de una trayectoria contingente ha ido construyendo su personalidad: ideas, recuerdos, convicciones, gustos, aversiones, proyectos, metas, sentimientos. Si todo esto se esfuma de usted, si se despoja a alguien de todas sus características, ¿qué queda de esa persona? La respuesta es: nada. Porque todo lo que acabo de mencionar en esta larga lista forma parte constitutiva (y no meramente decorativa u ornamental) de la identidad (véase Sandel, 1982: 15-21 y 150). Por supuesto, de todos estos elementos constitutivos de la identidad no guardamos pleno control. En último término, las cosas en las que creo, me gustan, o son de valor para mí, están determinadas por mi genética, mi condicionamiento familiar o cultural, y cómo las circunstancias del mundo me han ido contingentemente moldeando. Esto significa que para mantener el compromiso hacia el PC, Kant -y en realidad todos aquellos que como Zimmerman se aferran a dicho principio- se ven obligados a construir un reducto metafísico ficticio impermeable a la causalidad del mundo y a los accidentes de la existencia empírica: un individuo que posee un yo puro previo al yo empírico. La noción de agencia kantiana requiere tal concepción, pues sólo esa clase de yo es capaz de mantener plena distancia respecto a sus lealtades, deseos, anhelos, pensamientos y metas constitutivas. Este supuesto es indispensable en el modelo de agencia kantiana, ya que tomar distancia de todos estos elementos significa no identificarse ni verse diluido en ellos. Únicamente así, desde semejante independencia y distancia, surge la posibilidad de cuestionar, criticar o revisar nuestros proyectos e intenciones, es decir, ejercer pleno control y autonomía en todo lo que me constituye. Por esta guisa se llega a una concepción muy oscura de la responsabilidad basada en una igualmente oscura concepción de la identidad que se dibuja a partir de un yo nouménico o trascendental que termina por estar “más allá de cualquier cualidad del sujeto” (Rosell, 2012: 29).

El verdadero problema es que un yo sin cualidades no puede tomar decisiones autónomas. Un yo sin atributos, preferencias, deseos, prejuicios, convicciones, carece precisamente de lo que constituye la base de una elección propia. Más aún: a una identidad de este tipo no se le pueden imputar acciones, pues cuando alabamos o censuramos a alguien lo hacemos necesariamente por algo que él o ella ha realizado. La acción debe ser, por tanto, su acción, es decir, efecto de lo que le hace ser precisamente quien es: sus necesidades, gustos, propósitos, razones, fines, lealtades y todo el largo etcétera que incorpora aquellos elementos constitutivos de su identidad.

La alternativa que sugiero, en lugar de esta concepción enredada y falsa, asume una fenomenología distinta más próxima a la realidad. Podemos escapar de la paradoja entre PC y SM si comenzamos por construir una idea de responsabilidad moral que parta -ya no de la idea de un yo nouménico, situado fuera del tiempo y del espacio, ajeno a la causalidad empírica e inmune a la suerte y la fatalidad- de un agente moral situado e inmerso en el mundo, cuyas decisiones se ven constantemente contaminadas tanto por el azar como por una causalidad externa a su voluntad. Esto permite enfrentar el reto de la SM a partir de lo que realmente es: una situación de riesgo, un hecho ineludible de nuestra existencia y situación ética que da lugar a un tipo de agencia moral entrelazada a un mundo causalmente complejo y con resultados en su mayor parte impredecibles.

Desde mi punto de vista, el argumento más sugerente para respaldar esta visión alternativa ha sido elaborado por Walker (1991). Su razonamiento hace una pregunta demoledora para cualquiera que quiera aferrarse al PC: ¿le gustaría a usted realmente vivir en un mundo donde las imputaciones de responsabilidad y las expectativas morales quedaran enteramente reducidas al PC? Es decir, ¿cómo sería realmente habitar un universo donde exigiéramos a las personas (o al Estado o las instituciones) responder únicamente por aquellas cosas que en sentido estricto dependen de su voluntad? ¿Qué cabría esperar de agentes nouménicamente puros, dispuestos a hacer frente sólo a compromisos asumidos de modo deliberado, con implicaciones previstas y predecibles en las intenciones expresadas en sus obligaciones adquiridas?

Para Walker, tal clase de agentes puros tendrían mucha menos responsabilidad de la que esperaríamos de cualquier persona que nos rodea. Los agentes cuya responsabilidad se vea limitada al PC no tendrían obligación de rendir cuentas por ningún hecho fuera de su control, y mucho menos de hacerse cargo por situaciones enteramente atribuibles al azar y no a sus decisiones. Los agentes que obraran únicamente conforme a las exigencias del PC no sólo podrían librar casi cualquier tipo de deber, sino además tendrían un tipo muy especial de relación (casi cínica) con sus responsabilidades. Por ejemplo: quien decidiera, supongamos, tener hijos, probablemente no elegiría uno enfermizo o con graves problemas congénitos, de presentarse esta situación trágica no queda claro qué obligación aceptarían los padres a la hora de hacerse cargo de efectos de enfermedades y males fortuitos enteramente impredecibles e inesperados (no controlados ni decididos por ellos). Pese a esto, alguien podría todavía replicar que la decisión de ser padre implica asumir, con pleno control y consciencia, este tipo de riesgos, así que plantearé otro ejemplo más claro.

Imagine que va por la calle y de pronto accidentalmente alguien le empuja por la espalda, como resultado choca involuntariamente contra una anciana en silla de ruedas. El impacto la hace caer al suelo. Al percatarse de lo sucedido, encuentra una oportunidad inmejorable para mantenerse fiel al PC, así que, mirando a la anciana adoleciéndose en el piso, le dice: “es realmente una lástima lo que sucedió y el daño que involuntariamente acabo de hacerle, pero mi participación en el infortunio fue solamente una casualidad de la que tuve tan mala suerte de padecer como usted. Por tal motivo no tengo ninguna obligación de ayudarle a levantarse. Lo siento”.

Ahora dejemos por un momento de lado a las personas. ¿Qué tipo de implicaciones tendría el PC en el modo en que entendemos la responsabilidad del Estado y las instituciones públicas frente al infortunio? Una filosofía libertaria como la de Nozick -que asume el PC como punto básico de partida-, afirmará en el contexto de su debate con Rawls la necesidad de distinguir entre injusticia e infortunio.4 Mientras la injusticia es siempre subproducto de violar intencional e indebidamente los derechos de alguien (lo cual el Estado está obligado a impedir o corregir), el infortunio es consecuencia de desgracias, marginalidad y exclusiones que ocurren debido a la mala suerte y, por tanto, no es responsabilidad de nadie evitar o remediar (Nozick, 1974: 213-216). Partiendo del muy dudoso supuesto de que esta línea entre infortunio e injusticia es fácil de trazar, el Estado de Nozick respondería a la persona -que en un régimen de explotación se ve obligada a aceptar un trabajo con un salario de miseria para no morir de hambre- en términos muy similares a los que, en el ejemplo anterior, el agente adherido al PC le hablaría a la anciana. Roberto Gargarella se imagina así el tipo respuesta que dicho régimen daría al trabajador explotado:

[…] lamento mucho lo que te pasa. Sería recomendable que todos los individuos vivieran en condiciones de plena satisfacción a sus necesidades y tuvieran trabajos dignos, pero […] dado que nadie ha violado tus derechos y estás actuando intencionalmente, nada de injusto hay en la situación en la que te hallas. (1999: 56)

Estos ejemplos muestran que un mundo regido por el PC sería francamente inhóspito y hostil. Los habitantes serían insensibles a las heridas y desgracias que por infortunio padecieran otros, al estar moralmente librados de atender casi cualquier tipo de exigencia ética que se presente entre ellos. Resulta alarmante anticipar un mundo donde se ha desterrado la SM y se ha purificado el albedrío tanto que en las relaciones humanas no se exija a nadie cargar con circunstancias fuera de su control. En un mundo así, nadie sería confiable ni se podría esperar auxilio bajo condiciones en las cuales la mala fortuna nos abrume.

Pese a todo, alguien podría objetar que:

[…] del hecho de que los agentes no tengan que rendir cuentas por aquello que escape de su control no se sigue que no deban hacerse cargo de situaciones atribuibles al azar, y que igualmente estoy extrayendo de ciertas posturas teóricas o políticas implicaciones que tampoco se siguen pues nadie (ni siquiera Nozick) sostendría que el Estado no es normativamente responsable de ayudar a los demás por cuestiones que escapen de su control.5

A esto respondo al menos dos cosas: (i) las personas nos hacemos cargo todos los días de situaciones atribuibles al azar (por ejemplo, si nuestro automóvil no enciende, debemos hallar algún modo de cumplir con nuestra responsabilidad de ir a trabajar). Pero una cosa es ser moralmente responsable en virtud de razones morales que operan como causa de la responsabilidad y otra estar obligado por exigencias naturales o fortuitas. Lo primero es algo propiamente humano (como lo es la importancia moral que atribuimos al PC). Lo segundo es algo compartido con el resto de los animales (pues éstos igualmente se ven forzados cada día a hacer frente a diversos problemas dominados por el azar, como alimentarse). Sin embargo, me interesa analizar las circunstancias en las cuales adquirimos responsabilidades morales hacia eventos no imputables a nosotros. Por ejemplo, si mi hija por accidente padece una discapacidad, este evento fortuito no me exime de responsabilidad hacia ella (todo lo contrario). En casos como éste solemos reflexionar atrapados en la lógica que impone el PC. Así, mucha gente diría que el origen de la responsabilidad hacia una hija discapacitada no está en el infortunio que le ocasionó la desgracia, sino en la decisión de ser padre, la cual estaba bajo mi control. Lo mismo puede decirse con el ejemplo de la anciana: mi responsabilidad moral a socorrerla no tendría origen en su accidente, sino en la decisión que he tomado de auxiliar a personas indefensas. Por el contrario, mi interés es plantear otra alternativa, a saber, que podemos y debemos asumir responsabilidades hacia eventos fortuitos, cuyo origen no derive de aceptar el PC. En otras palabras: no considero la posibilidad de conciliar la SM con el PC, más bien me interesa ensayar alternativas para pensar la responsabilidad al margen del PC. En seguida volveré a esto.

En segundo lugar (ii), no sólo Nozick, sino la mayor parte del pensamiento político contemporáneo, ha tendido a considerar que las instituciones de una sociedad son justas en tanto permiten premiar o castigar a las personas exclusivamente por factores que podemos considerar se hallan bajo su control. Con matices y excepciones, igualitaristas y libertarios coinciden sin distinciones en este principio -cuyo centro de gravedad se localiza en la lógica meritocrática-; si acaso disienten sólo respecto a cuál es la mejor forma de satisfacerlo o realizarlo. Para ilustrar el punto: a diferencia de Nozick, igualitaristas como Dworkin (2000) aceptan en primera instancia que el Estado compense a las personas con mala suerte (haber nacido pobres, discapacitados o con escasas aptitudes), pero inmediatamente después señalan que ello ha de hacerse exclusivamente en tanto su infortunio sea debido a factores ajenos a su control. Así, por ejemplo, Dworkin condiciona la ayuda pública (ya sean transferencias económicas o prestaciones sanitarias) a que el necesitado lo esté por una cuestión de mala suerte bruta y no por sus decisiones opcionales atribuibles a las apuestas calculadas o a las decisiones autónomas de las cuales el individuo siempre es responsable (Dworkin, 2000: 73). Sin ir más lejos, tal es el origen de todos los llamados “programas de transferencias condicionadas” en América Latina. Estos consisten en la entrega de recursos a familias en situación de pobreza con la condición de que demuestren un compromiso moral de hacer todo lo que esté bajo su control para revertir su precariedad (como asistir periódicamente a visitas médicas preventivas, llevar a sus hijos a la escuela, buscar empleo). Tales programas suponen, por tanto, que premiar a las personas implica hacerlo por aspectos que ellas controlan.

Contrario a lo implicado en esta clase de visión ética y política, argumento que la responsabilidad moral hacia los necesitados se extiende más allá de lo atribuible a la estricta responsabilidad de las personas, sus elecciones intencionales e incluso las implicaciones previstas y los resultados esperados en las decisiones que toman. En pocas palabras: la responsabilidad moral excede el PC. Hago un planteamiento más concreto: la integridad moral de una persona está vinculada con su disposición para responder moralmente a situaciones impredecibles fuera de su control y que no son atribuibles a su voluntad. “Integridad” es un término que describe un tipo de respuesta moral, donde el individuo no actúa desde un componente nouménico y autónomo -una agencia pura aislada de su carácter contingente-, sino por el contario responde desde todo lo que integra su carácter y su persona. La integridad implica una capacidad para lidiar con aquello que no anticipo y no controlo, en este sentido integrar quiere decir incorporar la mala suerte, las heridas y los daños de otras personas, a la vida propia: “puede que haya elegido entablar una amistad, pero no podré controlar que tal vez la esposa de mi amigo muera y entonces necesite desesperadamente de mi [por eso… la fortuna] impone responsabilidades que sería indecente ignorar” (Walker, 1991: 24).

Philippa Foot denomina a estas virtudes “de agencia impura” (1978: 8), pues son capacidades derivadas no sólo de nuestra autonomía nouménica, sino también de nuestro temperamento real, los rasgos de nuestro carácter, incluidas nuestras reacciones odiosas y nuestros defectos. Por supuesto, estamos diciendo que nuestras capacidades morales dependen de todas estas cosas, ellas dependen en buena medida de accidentes fortuitos y hechos circunstanciales, lo cual quiere decir que nuestro valor moral (o falta de él) también. Si lo que hacemos deriva de lo que somos y esto se debe a la fortuna, entonces hemos de decir lo mismo acerca del valor moral de nuestras acciones, es decir, en último término éstas dependerán del azar y, por tanto, no podría imputársenos responsabilidad moral por lo que hagamos. Sin embargo, ahora estamos ya en condiciones de percatarnos cuál es el punto erróneo en esta forma de razonar. Tal modo de pensar parte de una visión excesivamente reduccionista y una fenomenología que describe de forma inadecuada nuestra vida moral.

El debate compatibilista puede ayudarnos a entender esto porque muestra cómo la ausencia de control es enteramente compatible con la responsabilidad. Sostengo que es posible ofrecer diversos argumentos para probar la responsabilidad de las personas, aun si el motivo último de sus acciones está determinado por causas externas a su voluntad, e incluso si sus hechos descansan en factores accidentales y fortuitos fuera de control. Explicaré esto con un célebre ejemplo que, bajo diversas variantes, ofrece la literatura:

Marcos vive en el Reino Unido y padece de un tumor cerebral. Dada su enfermedad, le pide a su neuróloga María que lo opere para quitarle el tumor. En el transcurso de la operación, sin embargo, María decide colocar en el cerebro de Marcos un aparato que le permite monitorear y controlar su vida mental. Marcos, entre tanto, ignora este hecho. El aparato que María le coloca en el cerebro es tan sofisticado que le permite monitorear y controlar en detalle su comportamiento político. En particular, si Marcos llegara a tener el menor indicio de una inclinación para votar por los Conservadores, el aparato le permitiría a María interferir a su capricho y determinar que él decida votar por los Laboristas. Marcos, sin embargo, es un analista político cauteloso. Jamás tomaría una decisión política de manera precipitada. Por lo tanto, a la hora de las elecciones, lleva a cabo una reflexión acerca de si debe decidir votar por los Conservadores o por los Laboristas. A raíz de esa reflexión, se convence de que la mejor opción son los Laboristas y decide votar por ese partido. En consecuencia, lleva a cabo la acción correspondiente. A todas luces Marcos es responsable de haber decidido votar por los laboristas. Sin embargo, debido al aparato que le colocó María, en último término era ella quien tenía el control de su decisión. De este modo Marcos fue responsable de lo que hizo aun si el Principio de Control (PC) no se cumplía en este caso.

Para Harry Frankfurt, una de las razones de que Marcos sea responsable de votar por los Laboristas, a pesar de que en último término su decisión dependía del capricho arbitrario o azaroso de María, parece ser la siguiente: aun si no hubiera tenido en su cerebro el aparato que le colocó María, él hubiera decidido votar por los Laboristas de todos modos (1971: 5-20). Más aún: si enumeramos a detalle los elementos causales por los cuales Marcos tomó su decisión y actuó, el poder de María (o el azar) no figuraría en la lista. Para atribuirle responsabilidad a Marcos poco importa que en último término haya sido María (o el azar) quien tuviera control de lo que ocurría. La decisión de Marcos es integral, porque es consecuencia de todas las razones, motivos y el balance de fuerzas que convergen en su persona.

Insisto: cuando alabamos o censuramos a alguien sólo podemos hacerlo por algo que ella o él hacen. La acción debe por tanto ser suya; para que una acción pueda ser realmente atribuida a un sujeto, debe ser consecuencia de todo lo que hay en su interior. Marcos se identifica plenamente con las razones que le llevaron a tomar su decisión, eso lo hace responsable de haber votado por los Laboristas. Como señala Adams (1985), esto constituye también el motivo por el cual responsabilizamos a la gente de sus actitudes racistas, aun si suponemos que no controlan sus actitudes, pues éstas están moldeadas por circunstancias causales fuera de su control. Pese a no tener control sobre la suerte constitutiva que moldea nuestro carácter, no dejamos de ser responsables de las actitudes derivadas de ella en tanto nos identificamos con tales actitudes y con las razones que las originaron al hacerlas propias.

Desde esta perspectiva, la SM ya no es pretexto para refugiarnos en la indiferencia o la parálisis. La integridad se erige como aquella capacidad moral requerida para lidiar con los desafíos y compromisos que la suerte impone, y el azar se vuelve compatible con la responsabilidad.

A modo de conclusión

He querido mostrar que la paradoja entre la Suerte Moral (SM) y el Principio de Control (PC) nace de una mala comprensión de lo que es la agencia humana y el centro alrededor del cual gravita la moralidad humana. Una consecuencia ha sido la indebida importancia que la tradición ha atribuido al PC en detrimento de la SM. Según señalé, el verdadero problema con el PC es cuando menos triple. (i) En primer lugar, erróneamente ubica el locus de la decisión humana en un componente puro y artificial: una especie de sujeto nouménico carente de atributos, que en el peor de los casos representa una mera ficción y en el mejor constituye una mala descripción fenomenológica de nuestra vida moral. La equivocación en (i) conduce a un segundo error (ii): suponer que la fortuna cancela el PC y, con ello, la base de imputación de responsabilidad en los juicios morales. El ejemplo de Frankfurt nos permite entender, sin embargo, porqué esto es un error: la influencia del pensamiento kantiano nos ha hecho creer que el mérito moral depende exclusivamente de que podamos aislar un componente puro en la personalidad que no se vea jamás afectado por la causalidad natural y los accidentes empíricos que ocurren en el mundo. Sin embargo, ésta es una mala descripción del modo en que transcurre nuestra existencia ética, pues solamente podemos ser responsables de nuestras acciones (y del modo en que respondemos al azar y los eventos fortuitos que nos definen) cuando emergen de la totalidad de aquello que constituye nuestra personalidad. Esto incluye, sí, nuestras intenciones, pero también nuestras actitudes, convicciones, prejuicios, emociones, proyectos: todo aquello con lo cual nos identificamos y hace que una acción pueda sernos adecuadamente imputada.

Finalmente (iii), siguiendo a Walker, señalé que un mundo de agentes morales puros, donde la responsabilidad dependiera estrictamente del PC, recrearía un universo donde las responsabilidades adelgazarían hasta casi desaparecer. En un universo de ese tipo, nadie tendría obligación de ocuparse de los sufrimientos y desgracias producto de la mala suerte que a menudo padecen las personas. He intentado probar por qué no podemos admitir un mundo donde la carga de la responsabilidad dependa exclusivamente de aquello que se halla bajo nuestro control. La razón de ello -y esto es lo último que me gustaría añadir- es que el verdadero núcleo de nuestra vida moral reside en esa extraña y maravillosa capacidad de las personas para pararse, responder y asumir compromisos en esas situaciones donde se hace más patente y queda exhibida nuestra vulnerabilidad frente a la suerte. A esto refiere Wolf cuando señala: “hay una virtud sin nombre, consistente en responder por aquellas consecuencias de las propias acciones, aun cuando éstas no estén bajo nuestro control” (2001: 13).

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1En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant es explícito al señalar que el valor moral de nuestros actos estriba en la naturaleza de los principios que regulan nuestro querer (Ak. iv: 400). Con el fin de ilustrar esto, Kant desarrolla una teoría de la acción donde se describen perfectamente los tres modos fundamentales de determinación (o motivación) de la voluntad. Korsgaard lo resume claramente así: “Uno puede actuar por deber (hacer lo correcto porque es lo correcto), por una inclinación directa (llevar a cabo una acción porque uno en sí mismo la disfruta), o por una inclinación indirecta (llevar a cabo una acción como medio para lograr un fin ulterior a través de ella)” (1996: 55). En la Fundamentación se ofrece un claro ejemplo de cómo lo que merece propiamente el calificativo de moral o inmoral no es, en sí mismo, el acto, sino la voluntad que lo determina. Kant nos invita a pensar en una persona que lleva a cabo un acto de filantropía (Ak. iv: 398). El acto en sí mismo (ayudar a otro) puede obedecer a distintas máximas (por máxima de una acción se entiende el fundamento o motivo que mueve a la voluntad a querer y realizar la acción). Si en este caso el filántropo realiza el acto porque espera obtener de él una consecuencia favorable (por ejemplo, ganarse la confianza de alguien para luego estafarle), dicho acto tendrá su origen en una inclinación indirecta y, por tanto, carecerá de valor moral. Si por el contrario, el filántropo realiza el acto porque lo considera como absolutamente debido (aun si su temperamento es frío e indiferente hacia el bienestar o sufrimiento de otros) (Ak. iv: 398), tanto el acto como la voluntad que lo determina merecerá propiamente el calificativo de moral. Por ello, la fórmula del imperativo categórico no prescribe acciones determinadas, sólo afirma que el fundamento de la moralidad se halla en la máxima de la acción. Naturalmente, para atribuir moralidad a la acción no basta la pura intención de hacer lo correcto. Es necesario, además, dice Kant, “hacer acopio de todos los medios que estén en nuestro poder” tanto para cumplir los propósitos del acto como para prever los efectos del mismo (Ak. iv: 394).

2Daniel Statman (1993: 11) propone una cuarta forma de suerte moral denominada causal (relativa a los antecedentes y causas que determinan nuestras acciones y modo de ser). Omito esta descripción, pues, como señalaré, ya está claramente implicada en la suerte circunstancial y constitutiva.

3Siguiendo la recomendación de los árbitros de este artículo, subrayo que soy consciente de lo problemático que resulta atribuir realmente esta concepción a Kant; sin embargo, buena parte de la literatura así lo ha hecho: no sólo Williams (1981) o Nagel (1979), sino también Michael Sandel (1982) y, en general, la llamada escuela comunitarista.

4Para ampliar el debate de Nozick con el “igualitarismo de la suerte”, y la distinción entre la “suerte bruta” y la “suerte opcional”, véanse Anderson, 1999: 287-337; y Dworkin, 2000: 73.

5Se trata de una objeción planteada por los árbitros del artículo.

Recibido: 14 de Enero de 2021; Aprobado: 28 de Mayo de 2021

Felipe Curcó Cobos: doctor en filosofía política por la Universidad de Barcelona. Actualmente es Investigador Titular “C” de tiempo completo en el Departamento de Ciencia Política del Instituto Tecnológico Autónomo de México. Fue becario Fulbright de ciencias sociales e investigador y profesor asociado en dicha Universidad. Merecedor de la Medalla Gabino Barreda al mérito universitario por parte de la UNAM. Es autor de los libros Ironía y Democracia Liberal y La guerra perdida. Desde 2008 ha sido miembro ininterrumpido del SNI. Ha escrito más de 30 artículos en revistas arbitradas, entre las cuales destacan: Latin American Research Review, Canadian Journal of Latin American Studies o Kulturforschung de la Universidad de Frankfurt.

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