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Signos filosóficos

Print version ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.21 n.42 Ciudad de México Jul./Dec. 2019  Epub Apr 04, 2022

 

Artículos

La receptividad del adonado en J.-L. Marion

The receptivity of the gifted in J.-L. Marion

1 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas. Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras. Correo electrónico: jorgeluisroggero@gmail.com.


Resumen

En este artículo me propongo aclarar la noción de adonado en Marion. Al igual que Husserl, Marion entiende que no puede oponer actividad y pasividad, ni asociar la actividad con la racionalidad, así como la pasividad con la irracionalidad. A diferencia de él, Marion otorga un papel decisivo a la pasividad no sólo en el dominio de la teoría, sino también en el de la práctica. Esta contraposición puede ser superada a partir de una noción de receptividad capaz de dar cuenta de la imbricación entre ambas. Marion advierte que en la pasividad radical debe buscarse la responsabilidad. Asumir y entregarse a ella constituye la primera respuesta a la llamada. La responsabilidad ética y fenomenológica consiste en cuestionar los límites y las consecuencias de esa racionalidad -que perpetúa el primado de la mismidad sobre la otredad-, para entregarnos pasivamente a otra lógica: la del amor.

Palabras clave: Pasividad; Husserl; Descartes; subjetividad; lógica del amor

Abstract

This article aims to clarify the Marionian notion of gifted. Like Husserl, Marion understands that he cannot oppose activity and passivity, nor associate activity with rationality, as well as passivity with irrationality. Unlike Husserl, Marion understands that passivity should be granted a privilege not only in the field of theoretical reason, but also in that of practical reason. This sharp contrast can be overcome from a notion of receptivity capable of accounting for the imbrication between the two. Marion warns that it is in radical passivity where responsibility should be sought. Assuming and surrendering to it constitutes the first response to the call. Our ethical and phenomenological responsibility consist in encouraging us to question the limits and consequences of that rationality -which perpetuates the primacy of the sameness over otherness-, in order to be able to passively surrender ourselves to another logic: that of love.

Keywords: Passivity; Husserl; Descartes; subjectivity; logic of love

En el § 26 de Étant donné, Jean-Luc Marion presenta al adonado (adonné)1 -“aquel que viene después del sujeto” (1998: 426)- como una figura de la subjetividad que se caracteriza por un desplazamiento de toda posición trascendental a partir de un abandono a la pasividad capaz de escuchar y acoger la llamada de lo dado. Marion sostiene que cuando el fenómeno dado es saturado, el impacto debe entenderse de modo radical como llamada y el asignatario deviene adonado (cfr. 1998: 366). Sin embargo, el fenomenólogo francés aclara que la receptividad del adonado supera la oposición entre pasividad y actividad. En De surcroît se afirma:

El adonado, perdiendo su rango trascendental y la espontaneidad o actividad que éste implica, sin embargo no se reduce a la pasividad o al yo empírico. De hecho, el adonado supera tanto la pasividad como la actividad porque, liberándose de la púrpura trascendentalicia, anula la distinción misma entre el Yo trascendental y el yo empírico. Por consiguiente ¿qué tercer término interviene entre actividad y pasividad, trascendentalidad y empiricidad? Retomemos la definición de adonado: aquel que se recibe a sí mismo de lo que recibe. El adonado se caracteriza, por tanto, por la recepción. La recepción implica, ciertamente, la receptividad pasiva, pero también exige la contención activa; pues la capacidad (capacitas) para incrementarse a la medida de lo dado y para sostener su llegada, debe ponerse a trabajar: trabajo de lo dado a recibir, trabajo sobre sí mismo para recibir. (Marion, 2010a: 57)

En una nota en “La banalité de la saturation”, respondiendo a la caracterización de Marlène Zarader (2003: 115) respecto del adonado como “enteramente vacío, pasivo, bajo control, afectado, sin poder, etc.”, Marion replica:

Por supuesto, jamás el adonado ha sido definido de ese modo, ya que se descubre a cargo de la visibilidad de eso que se da en el momento mismo en el que se recibe con lo que se da. No hay aquí un dilema tan simplista entre la “actividad” y la “pasividad”, sin otra opción (por otra parte, son categorías prestadas de Aristóteles, radicalmente metafísicas y cuyo uso fenomenológico puede discutirse). El adonado se ejerce según la llamada y la respuesta, y gestiona el pasaje de lo que se da a lo que se muestra: ni lo uno ni lo otro se corresponden a estas dos categorías; “pasividad” y “actividad” sólo pueden intervenir una vez que las características del adonado fueron malinterpretadas. (2005: 149, n. 2)

En el mismo texto, enfatizando cierto carácter activo de la respuesta, Marion señala:

El adonado no tiene nada de pasivo, ya que, por su respuesta (hermenéutica) a la llamada (intuitiva), él y solo él permite a lo que se da devenir -en parte solamente, pero realmente- lo que se muestra. (2005: 181)

Así, cuando en la serie de conferencias recogidas en La rigueur des choses, Dan Arbib pregunta respecto de la afirmación de un yo pasivo, Marion responde:

Por un lado, hay ciertamente una situación de historicidad, de imprevisibilidad, de hecho consumado, por tanto, de pasividad. Pero, por el otro, el término pasividad no basta porque, ante el acontecimiento, no puedo permanecer precisamente pasivo: devengo disponible o rehúyo, asumo el riesgo o escapo, en una palabra, aun decido y respondo, incluso negándome a responder. Es necesario, para volverse pasivo en tal encuentro, una cierta forma de actividad, exponerse a las cosas con un cierto coraje. Por tanto, no se trata solamente de una pasividad. Hablar de “síntesis pasiva” o de conciencia pasiva no basta porque tal comprensión se limita a invertir finalmente la actividad y a imaginar la ausencia total de ella. […] Hay que ir al encuentro de, exponerse a, regresar a, etc. Ciertamente, en un primer momento, podemos limitarnos a hacer el elogio de la pasividad, polémicamente -muchos filósofos lo han hecho-, pero lo que está en juego es mucho más importante, compromete otro régimen de fenomenicidad que se impone a otro régimen de subjetividad, sin la postura trascendental que prevé, que controla lo que reduce al rango de objeto. Cuando la reducción va más allá de la objetividad y de la enticidad, hasta lo dado, es necesario que la subjetividad misma cambie de estatuto, que se reciba ella misma de lo que ella recibe. Es lo que propongo llamar adonado. (2012a: 141-142)

El adonado no resulta de una mera reducción a la pasividad, en oposición a la identificación del sujeto y el yo con la actividad. La propuesta de Marion busca reconfigurar la relación entre pasividad y actividad a partir de la idea de receptividad. Pero ¿qué implica esta noción? ¿Cuál es el alcance de la función de la capacidad pasiva? En este artículo me propongo aclarar esta cuestión contraponiendo el papel de la pasividad en Marion al propuesto por Husserl. Mi hipótesis es que, a diferencia de Husserl, Marion otorga un papel decisivo a la pasividad no sólo en el dominio de la teoría, sino también en el de la práctica. Para ello, en un primer apartado, presento la noción husserliana de pasividad siguiendo la exposición de Bruce Bégout y Andrés Osswald. En un segundo apartado, explico la noción marioniana de pasividad y el modo en que ésta opera. Al respecto, sostengo que Marion incorpora el modelo cartesiano, según su lectura de Les passions de l’âme, presentada en Sur la pensé passive de Descartes. Finalmente extraigo algunas conclusiones.

La pasividad en Husserl

Bruce Bégout acierta al señalar que ninguno de los tres grandes fenomenólogos franceses que trabajaron la cuestión de la pasividad (Maurice Merleau-Ponty, Emmanuel Lévinas y Michel Henry) comprendió la concepción husserliana al respecto. Los tres filósofos plantean que los análisis husserlianos de la vida pasiva de la subjetividad deberían conducir a un cuestionamiento radical del idealismo trascendental. Pero, si esto es así ¿por qué Husserl jamás lo advirtió? ¿Por qué sus análisis no lo llevaron al mismo lugar que a Merleau-Ponty, Lévinas o Henry? (cfr.Bégout, 2000: 7-9).

La respuesta, explica Bégout, es clara: lejos de admitir una incompatibilidad entre la génesis pasiva y la egología trascendental, Husserl entendía que la pasividad se integraba en el proceso de logicización:

Lo que vemos, por estas últimas consideraciones, es que los sucesos en la esfera del sustrato pasivo, meramente aperceptivo, y los sucesos dependientes de los modos de comportamiento egológico y de las tomas de posición, curiosamente, van de la mano. (1966: 358)

Husserl cuestiona el modelo trascendental kantiano, que se sostiene sobre la oposición entre una pasividad receptiva y una actividad espontánea, pues advierte la continuidad y co-implicación entre ambas, e, incluso, el carácter relativo de la distinción. En el § 26 de Erfahrung und Urteil dice:

Con estas palabras se ha señalado que la distinción entre actividad y pasividad no es rígida, que no se puede tratar de términos que de una vez por todas cabe fijar por definición, sino sólo de auxiliares para describir y contrastar, cuyo sentido tendrá que crearse de nuevo originariamente en cada caso particular, atendiendo a la situación concreta del análisis; esta observación es válida para todas las descripciones de fenómenos intencionales. (Husserl, 1939: 119) 2

Bégout destaca que estas afirmaciones no deben entenderse en el sentido de que la pasividad y la actividad podrían intercambiar sus prerrogativas, sino más bien que en toda recepción pasiva hay una forma de actividad y que en toda operación espontánea del entendimiento hay una parte pasiva (cfr.2000: 33). En ese mismo § 26, Husserl explica el vínculo entre pasividad y actividad a partir de la distinción entre una pasividad primaria y otra secundaria. La pasividad rodea la actividad: la precede y la sigue. Existe una pasividad primaria y pre-constituyente, previa a la espontaneidad activa, que actúa como condición de posibilidad del yo; hay otra secundaria que opera después y junto con la actividad que tematiza objetos -a partir de la sedimentación de la experiencia, en la formación de hábitos- como una pasividad en la actividad:

[...] no existe únicamente una pasividad previa a la actividad, como pasividad del fluir temporal, originariamente constitutivo, aunque sólo pre-constitutivo, sino también una pasividad superpuesta, propiamente objetivadora, es decir, que tematiza o co-tematiza los objetos; una pasividad que pertenece al acto no como base, sino como acto, una especie de pasividad en la actividad. (Husserl, 1939: 119)

Este vínculo entre ambas permite a Bégout sostener que la mejor forma de introducir el concepto fenomenológico de pasividad es siguiendo el hilo conductor de la correlación intencional:

[...] la pasividad no puede comprenderse por fuera de su co-pertenencia a una subjetividad constituyente. […] es en el corazón mismo de la relación constituyente entre un acto subjetivo y un objeto mentado que puede aparecer el verdadero sentido de lo que Husserl llama “constitución pasiva”. (Bégout, 2000: 18-19)

La originalidad de la propuesta husserliana consiste, precisamente, en no oponer la pasividad a la actividad, en no circunscribir las operaciones del sujeto solamente a la esfera activa, sino en admitir a ambas como dimensiones de la subjetividad integrándolas en un mismo planteamiento constitutivo.

Ahora bien, cuando Marion denuncia las aporías del sujeto moderno refiriendo a cierto modelo cartesiano que se continúa en Kant, y también se observa en Husserl, parece caer en el tipo de interpretación que proponen Merleau-Ponty, Lévinas y Henry. En cierto sentido, esta consideración parece indudable: ciertamente puede sostenerse que la lectura marioniana de Husserl está influenciada en buena medida por las críticas de Heidegger y, respecto de la importancia decisiva de la pasividad, la influencia de Lévinas y Henry es innegable. Sin embargo, cabe recordar la complejidad de la operación de crítica y recuperación de Husserl por parte de Marion.3 Como bien señala Javier San Martín, existe una duplicidad entre el Husserl convencional y el nuevo Husserl que emprende, en los manuscritos y en textos inéditos, la revisión de algunas de las tesis de sus obras publicadas (San Martin, 2015: 37-38). El paradigma del Husserl convencional se forja a partir de la publicación de Ideen I y, principalmente, a partir de las críticas de Heidegger.

Sin embargo, la posición de Marion siempre fue hacer jugar las posibilidades latentes en la obra de Husserl contra el Husserl convencional. Marion toma algunas de las críticas de Heidegger para dejar en claro que cierta concepción errada de la fenomenología debe ser superada: la deriva idealista trascendental. Pero, para lograr esa superación, Marion siempre indaga nuevamente en Husserl. En este sentido, podríamos decir que Marion critica el Husserl convencional desde uno nuevo o desde ciertas posibilidades inscriptas en la obra husserliana, pero poco desarrolladas.

Pero ¿cuáles son los rasgos de la concepción husserliana de la pasividad? Para dar cuenta con precisión de la significativa diferencia que introduce Marion, expondré algunas características de la pasividad en Husserl, siguiendo el detenido análisis de Andrés Osswald en La fundamentación pasiva de la experiencia.

Teniendo en cuenta la oposición -ya referida- generalmente establecida entre la pasividad y la idea moderna de una subjetividad centrada en un yo que se define sólo por sus procesos activos, el libro de Osswald plantea como problemática la identificación del yo y el sujeto. En este sentido, el autor también destaca la novedad de la propuesta de Husserl, quien no identifica sin más al sujeto con el yo, sino que considera una subjetividad compuesta por un yo y otras capas constitutivas (cfr.Osswald, 2016: 14).

Según Osswald, para desanudar la imbricación entre yo y sujeto es necesario: 1) dejar de asociar la pasividad con la irracionalidad, y la actividad y el yo con la racionalidad; 2) dejar de oponer pasividad y actividad, para entender su vínculo como una relación gradual, de continuidad entre ambas; 3) dejar de considerar, desde un punto de vista práctico, que la pasividad puede presentar una excusa al principio de responsabilidad. La pasividad no escapa a la responsabilidad, pues podemos advertir lo que sucede pasivamente y elegir, de manera activa, qué hacemos con eso (cfr.Osswald, 2016: 16-17).

En el capítulo quinto, Osswald se detiene en las consecuencias de los análisis husserlianos de la pasividad para su teoría de la subjetividad. El autor sostiene que es posible afirmar el carácter cartesiano del sujeto husserliano a partir de una interpretación pasiva del cogito:

En primer lugar, el cogito permite definir la subjetividad a partir de la experiencia que cada sujeto posee de sí mismo. Este fenómeno, caracterizado como “perspectiva de la primera persona”, reposa, en última instancia, en la automanifestación pasiva del presente viviente. Ahora bien, y en segundo lugar, dado que la automanifestación no es solo una operación pasiva sino que, por su carácter no objetivante e incluso no-intencional, debe considerarse como la forma más elemental de la vida pasiva, la automanifestación es la primera y más simple condición que debe cumplir una entidad para ser considerado un sujeto. (2016: 29-30)

El sujeto husserliano no sólo incluye una dimensión de pasividad, sino que también se funda en la vida pasiva. Como bien ha demostrado Dan Zahavi, Husserl advirtió la instancia de automanifestación de la conciencia en sus análisis sobre la temporalidad (cfr.2003a: 86-93; y 2003b: 157-180). Los estudios genéticos investigan los procesos de formación de las estructuras de la subjetividad, los cuales, como se ha visto, son pasivos. La síntesis temporal es el nivel más fundamental de la vida pasiva de la conciencia.

Indagando en el vínculo con la temporalidad, y con el objeto de demostrar que la automanifestación -como condición básica de la subjetividad- cumple con el requisito cartesiano de la apodicitidad del yo, en el capítulo quinto, Osswald examina la evolución de esa noción en Husserl. En una primera etapa, la apodicticidad es equiparada a la adecuación, sólo puede predicarse de lo que se da con perfecta plenitud. En Logische Untersuchungen, la adecuación solo corresponde a la percepción interna, ya que:

[...] es claro por sí mismo e incluso evidente por la esencia pura de la percepción, que solo la percepción interna puede ser percepción adecuada, que solo esta puede dirigirse a vivencias dadas simultáneamente con ella misma, pertenecientes con ella a una misma conciencia. (Husserl, 1984: 365)

El mismo planteamiento se repite en Ideen I. En el § 46, Husserl distingue la percepción trascendente, la cual siempre deja abierta la posibilidad de que lo dado no exista, de la percepción inmanente, que provee una certeza indubitable:

Tan pronto como dirijo la mirada a la vida que corre, en su presencia real, y me apresto a mí mismo como el puro sujeto de esta vida […], digo simple y necesariamente: existo, esta vida existe, vivo: cogito. (1976: 97)

A esta distinción subyace, destaca Osswald, la idea de que el escorzamiento es sólo espacial. En la percepción interna, las vivencias sólo se dan en el tiempo, por lo tanto, sin escorzamiento. Por este motivo, en estos casos se puede hablar de adecuación y apodicticidad.

En una segunda etapa, Husserl acepta el escorzamiento temporal cuestionando la equivalencia entre adecuación y apodicticidad. En el § 9 de Cartesianische Meditationen se lee: “adecuación y apodicticidad de una evidencia no tienen por fuerza que ir de la mano” (1973: 62). A continuación, Husserl destaca que la equiparación sólo es válida para un único caso: el de la experiencia trascendental del yo, donde el ego deviene originariamente accesible a sí mismo. Se trata de la experiencia de la “actualidad viva del yo [lebendige Selbstgegenwart], que expresa el sentido de la proposición gramatical ego cogito” (1973: 62). Más allá de esta actualidad se extiende un horizonte temporal que reintroduce el escorzamiento. Osswald señala que Husserl no desarrolló en profundidad esta idea, sin embargo, considera posible sostener la siguiente hipótesis:

Por mi parte -y siguiendo a Henry- propongo vincular el problema de la apodicticidad del yo con el tópico de la automanifestación temporal de la conciencia. Así, el fundamento apodíctico no debería buscarse en el contenido de una vivencia particular sino en aquello que es condición de posibilidad de toda vivencia. Como vimos, Husserl atribuye apodicticidad a la “actualidad viva del yo” pero no es la “vivencia del presente” lo que es adecuado sino el “presente en cuanto viviente”. Mientras la “vivencia del presente” es el objeto de un acto de reflexión, el “presente en cuanto viviente” es del orden del sujeto, es decir, conocemos a la subjetividad por su volverse objeto para un acto de reflexión pero su modo de ser originario no es el ser objeto. […] La vía cartesiana no nos condujo a una vivencia apodíctica pero sí a un punto de partida apodíctico -i. e. en la medida que arribamos a una verdad que, en tanto no es un objeto, no puede ser cancelada-. Aquello que se pone a la luz es la subjetividad que es condición de posibilidad de toda objetividad. Ahora bien, si la vía cartesiana fallaba era porque identificaba sin más el modo de ser de la subjetividad con el modo de su aparecer en la reflexión. (Osswald, 2016: 206-207)

Para que la reflexión sea posible -y no se dé un regreso al infinito- es necesario un darse previo de la conciencia que no proceda del modo reflexivo. La subjetividad debe darse a sí misma de un modo diferente al de los objetos, es más, el propio acto de reflexión demanda que la conciencia se constituya de manera no reflexiva. El proceso de modificación retencional, que conserva los actos pasados para la reflexión, depende de que la conciencia se automanifieste en el presente. El autoaparecer presente del flujo actúa como condición de posibilidad para la modificación retencional y también para la automanifestación de la subjetividad en su conjunto (cfr.2016: 207). Osswald concluye que estas consideraciones están presentes cuando Husserl analiza la idea de una fundamentación trascendental del conocimiento, en el § 12 de Cartesianische Meditationen, y dice:

No es la vacía identidad del “yo soy” el contenido absolutamente indubitable de la experiencia trascendental del yo, sino que a través de todos los datos particulares de la experiencia real y posible del yo se extiende una estructura universal y apodíctica de la experiencia del mismo (por ejemplo, la forma inmanente del tiempo que tiene la corriente de vivencias), aun cuando estos datos no sean indudables en detalle. (1973: 67)

La apodicticidad, el carácter indubitable, no está del lado del objeto particular, del contenido del acto, sino más bien de la estructura de ese acto.

Finalmente, Osswald considera necesario dar un paso más, pues sólo se ha demostrado el carácter apodíctico de la subjetividad trascendental en su condición temporal, pero no que la apodicticidad sea atribuible al yo. Ese paso puede darse a partir de las consideraciones de Husserl, de manera incipiente, en los Bernauer Manuskripte, y de modo más decisivo, en los manuscritos del grupo C. En estos textos, Husserl sitúa una dimensión yoica de naturaleza pasiva (el protoyo) en el presente viviente. Un mismo yo, que opera en el presente, como agente intencional de actos y centro pasivo de la vida de la conciencia. El yo, pensado desde una perspectiva temporal, se identifica con la automanifestación. “En síntesis, si es posible situar el yo al nivel de la síntesis del tiempo y ella es apodíctica, entonces el yo también lo es” (Osswald, 2016: 209). De este modo, se conserva el privilegio cartesiano del sujeto sobre el mundo, pero conciliado con la idea de un cogito pasivo y pre-reflexivo. Como se verá en el próximo apartado, Marion intenta una operación similar en Sur la pensée passive de Descartes, afirmando una fundamentación pasiva del cogito, ya no en Husserl, sino en el propio Descartes.

El libro de Osswald señala una importante distinción respecto del papel de la pasividad en los ámbitos de la razón teórica y práctica. Como he analizado, ésta tiene una doble función: 1) es condición de la actividad, 2) constituye el complejo de la vida instintiva y la sedimentación de las tradiciones. En el plano de la razón teórica, la pasividad se ordena a la teleología racional, pero en el de la razón práctica, corresponde considerar la libertad de los actos humanos (cfr.Osswald, 2016: 235-242).

El hombre tiene también la peculiaridad esencial de “actuar” libre y activamente desde sí mismo, desde su yo-centro, en lugar de estar entregado pasivamente y sin libertad a sus impulsos (tendencias, afectos) y de ser, en el sentido más amplio, movido afectivamente por éstos. En una actividad auténticamente “personal” o “libre”, el hombre tiene experiencia (examinando algo, por ejemplo), piensa, valora, interviene en el mundo circundante de su experiencia. Esto implica que el hombre tiene la capacidad de “frenar” [hemmen] la descarga de su actuar pasivo (“el ser conscientemente empujado a”) y de “frenar” los presupuestos que pasivamente motivan (tendencias, creencias); tiene la capacidad de poner en cuestión tales presupuestos, de llevar a cabo los sopesamientos y ponderaciones que vengan al caso y de tomar la correspondiente decisión volitiva solo sobre la base del conocimiento obtenido de la situación existente, de las posibilidades en ella realizables y de sus valores relativos. (Husserl, 1989: 24)

En el ámbito de la práctica, Husserl invierte la relación entre pasividad y actividad. Cuando el análisis es genético, la pasividad se impone a la actividad. La vida pasiva condiciona y posibilita la actividad del yo. Cuando la pregunta está orientada a comprender el sentido último y el valor de la praxis, Husserl afirma la preeminencia de la actividad racional sobre la pasividad. Con la acción libre ya no hay una continuidad gradual entre pasividad y actividad. En el dominio de la ética, para devenir agente personal y libre, el sujeto debe reflexionar críticamente acerca de los impulsos originarios (dimensión instintiva) y los comportamientos adquiridos (hábitos) de la vida pasiva, para decidir de manera activa si actuará conforme a esas motivaciones o no (cfr.Osswald, 2016: 246-248).

La pasividad en Marion

De acuerdo con lo anterior, Marion práctica una estrategia similar a la husserliana, procurando una reformulación de la relación entre actividad y pasividad. El adonado no se caracteriza por la pasividad, sino por la receptividad, ésta articula una dimensión pasiva con otra activa. Sin embargo, existe una diferencia fundamental respecto del planteamiento husserliano que se advierte en la función de la pasividad en el ámbito práctico. Para aclarar esta cuestión, me detendré en los análisis de Marion respecto de una fundamentación pasiva del cogito en Descartes, introducidos en Sur la pensée passive de Descartes.

El libro de Marion comienza señalando que Les passions de l’âme ha sido una obra incomprendida históricamente. Para él, Descartes busca restablecer la pasividad en el ejercicio del pensamiento, pensar la cogitatio hasta su pasividad. El principal problema que ha llevado a no advertir este propósito cartesiano ha sido la tesis del dualismo. Sin embargo, Descartes resuelve la unión alma-cuerpo, considerándolos tan unidos que ciertos pensamientos modifican ciertos movimientos y viceversa. Según Marion, Descartes considera esta unión como un hecho con el carácter de factum rationis:

Que, efectivamente, el espíritu, que es incorporal, pueda poner en movimiento al cuerpo, no es algo que nos lo muestre ningún razonamiento ni ninguna comparación extraída de otras cosas, sino que nos lo muestra la experiencia muy cierta y evidente de todos los días; pues ésta es una de las cosas conocidas por sí misma, que oscurecemos cuando queremos explicarla por medio de otras. (1903: 222)

Esta unión ya se constata en la Meditatio VI con la noción de meum corpus, como un cuerpo originario e irreductible a los otros cuerpos de carácter extenso (cfr.2013: 20). Sin embargo, explica Marion, la pregunta que Descartes entiende como realmente relevante es cómo saber cuándo opera la conjunción alma-cuerpo y cómo usarla en el momento oportuno (cfr.2013: 22). Marion propone dos hipótesis: 1) En el último periodo de su obra, Descartes piensa la pasividad como un modo pleno de la res cogitans. 2) El pensamiento pasivo permite reunir la cuestión de la unión (meum corpus) y el estatuto de las pasiones, para relacionarlo con una doctrina de las virtudes:

Asumimos que el pensamiento pasivo no solo asegura la cohesión del último momento del pensamiento cartesiano (de 1641 a 1650); sino también, y sobre todo, que ese último momento, precisamente porque se limita a desplegar -pero en toda su grandeza y radicalidad- el último modo de la cogitatio, guarda y sanciona la unidad de todo el camino filosófico de Descartes. (Marion, 2013: 24)

En el capítulo VI, Marion examina las nociones cartesianas de pasión y pasividad. Esta última designa “todos los pensamientos que no son acciones del alma” (Descartes, 1909: 349). Marion destaca que se trata, pues, de pensar ese acontecimiento que se impone por su facticidad a la res cogitans: “La pasión indica el modo de pensamiento en el cual la res cogitans piensa pasivamente sin ejercer ‘generalmente’ la causa de su propio pensamiento” (2013: 223). Ésta es, según Marion, la cuestión en la que Les passions de l’âme se detiene. La obra de Descartes no explica en términos causales la unión entre el cuerpo y el alma, sino que se propone determinar cómo las cogitationes pueden advenir al ego sin que éste sea quien las provoque (cfr.2013: 224).

Descartes entiende que hay pensamientos activos (voluntades) y pensamientos pasivos (pasiones). Esta pasividad puede describirse por medio de tres conceptos: 1) percepciones (perceptions), pensamientos que no son acciones o voluntades, 2) sentimientos (sentiments), pensamientos recibidos del mismo modo que los objetos de los sentidos exteriores, y 3) emociones (émotions), término aplicado a todos los cambios del alma (1909: 349-350).

Para Marion, el principal interés de Descartes es epistémico, pues pretende establecer todos los modos de la cogitatio. Les passions de l’âme investiga “la cogitatio que la res cogitans solo puede pensar dejando que le venga de allende [ailleurs]”. Ese ailleurs implica que la causa de ese pensamiento no es la voluntad. Descartes distingue tres grados de pasividad del alma, según el mayor o menor grado de exterioridad de la causa: 1) el primer grado es el provocado por objetos que están fuera de nosotros. 2) El segundo grado de pasividad es provocado por mi cuerpo (meum corpus). Descartes señala en estos casos lo que se siente -el hambre, la sed, el dolor o el calor-: “se sienten como en nuestros miembros y no como en los objetos que están fuera de nosotros” (1909: 346-347). 3) Finalmente, el tercer grado es provocado por el alma misma, por la huella (trace) en la memoria de movimientos anteriores, la cual, para Descartes constituye la única pasión indubitable:

[...] son tan próximas y tan interiores que es imposible que las sienta sin que ellas sean verdaderamente tales como se sienten. [...] Aunque uno esté dormido y sueñe, no podría sentirse triste o conmovido por alguna otra pasión sin que sea muy verdadero que el alma tiene en sí misma esa pasión. (1909: 348)

Marion destaca que no se trata, en este caso, del mero hecho de que la sensación no engaña o el sentir de la sensación se testimonia aunque el contenido sentido pueda ser engañoso, sino del particular privilegio de las pasiones: “al sentirlas en nosotros, las sentimos como a nosotros, nosotros nos sentimos en ellas a nosotros mismos” (Marion, 2013: 236). En este punto, extrae algunas consecuencias que permiten advertir su propia noción de la pasividad o, en rigor, su propia concepción del movimiento activo/pasivo que implica la receptividad. Dice Marion:

[...] hay que comprender que, en su indolencia asumida, el alma decide no decidir, en otros términos no asignar una causa (ni uno de los cuerpos del mundo, ni mi propio cuerpo) a la pasión que ella sufre, ni asignarle ni “nombrar ningún sujeto”, de modo que esa pasión no se refiere a nada distinto de sí misma; convirtiéndose, entonces, en la pura sensación indubitable en cuanto sentida, la pasión, sin otra causa ni fundamento que sí misma, cumple una perfecta auto-afección o, como ella se siente a sí misma y a sí sola, se vuelve la única fenomenalización del alma que se siente a sí misma por sí misma. De donde se ve que el alma no sentiría ninguna cosa (mediante la pasión, como percepción de los objetos del mundo) si no sintiera primero y al mismo tiempo su meum corpus (por la emoción de las sensaciones de sufrimiento, de necesidad, de placer, de sed, de hambre, etc., de hecho por los movimientos de los espíritus); pero también que el alma no sentiría por el meum corpus si no se experimentara al final o más bien al comienzo, a sí misma, en el puro sentir de sí. En sentido estricto, tener sensaciones no significa tanto sentir otra cosa que sí mismo, ni siquiera experimentar su carne (meum corpus), como sentirse, sentir sentirse y sentir que solo esta pasión de sí le da al ego un acceso a su fenomenicidad. (2013: 236-237)

El adonado, como el alma, decide no decidir, decide no asignar causa a la pasión que lo afecta, y, en este sentido, en tanto carne, se auto-afecta, se manifiesta a sí mismo a partir de una pasividad originaria.4

Marion destaca cómo la experiencia de alegría y tristeza -que puede ser reconducida a la alegría-, como sensaciones de sí mismo por sí mismo, determinan al alma desde la pasividad más radical que proviene de sí misma. En la alegría -en la que se da el goce del alma por sí misma en ocasión del goce del bien- (cfr. 1909: 397), la autonomía del goce de sí es producto de la pasividad de la afección de sí mismo por sí mismo.

Así, se repite según el modo del pensamiento pasivo, la experiencia de sí que realizaba, en primer lugar (pero no únicamente), según el modo del pensamiento activo (intellectus, duda, voluntad), el cogito, sum. O, dicho de otra manera, esta auto-afección vuelta sobre sí misma repite, bajo el modo justamente de la pasividad, lo que la causa sui cumplía bajo el modo activo según la causalidad eficiente. (Marion, 2013: 24)

Marion analiza el rasgo volitivo de las pasiones. Dice Descartes: “el principal efecto de todas las pasiones en los hombres es que incitan y disponen sus almas para que quieran las cosas para las cuales preparan el cuerpo” (1909: 359). Las pasiones me imponen pensamientos contra mi voluntad, por su propia iniciativa, y me hacen querer cosas. ¿Cómo considerar esa voluntad venida de allende, de la pasión que puede oponerse a los designios de mi voluntad autónoma y terminar imponiéndose?

Marion señala la particularidad de la respuesta de Descartes: en lugar de considerar que la voluntad puede oponerse a las pasiones por medio de una contra-acción, propone dejar que la voluntad sea capturada por la pasividad. Descartes desconfía del poder del ser humano para controlar sus pasiones, éstas siempre se presentan unidas a una representación de cosas. No hay que intentar modificar directamente las pasiones, sino más bien modificar los movimientos de los espíritus para provocar otros objetos que den lugar a otros movimientos y, así, a otras representaciones (cfr.1909: 362, 363, 365, 367). Marion resume su interpretación de la estrategia cartesiana en los siguientes términos:

Tomemos la definición y el mecanismo en general de la pasión: ésta ejerce una contravoluntad (de allende) sobre la voluntad (autónoma) […] de hecho y en la mayoría de los casos, el alma no puede contrarrestar la relación de fuerzas ni sustraerse a la pasividad de la pasión; solo queda una solución: hacer jugar esta pasividad misma en provecho de la voluntad (autónoma), y no ya en su desmedro. En otros términos, sería necesario que cierta pasión provenga no de allende (movimiento de los espíritus causados por los cuerpos o por meum corpus), sino por completo de la actividad misma de la voluntad (autónoma), de manera de poner esa pasividad al servicio y en apoyo de la actividad de la voluntad autónoma. (2013: 245)5

Esta función de pasión de la actividad será desempeñada por la generosidad (générosité), la cual proviene de la admiración por intermedio de la estima. La admiración no necesita más objeto que el alma misma, puede darse por autorreferencia.6 La generosidad permite que el ego se encuentre afectado por sí mismo en la autoestima. Esta pasión goza del privilegio de no necesitar una imagen, ni un objeto externo, ni tampoco una verificación, pues se da como un sentir inmediato que pone en acción a la voluntad y aparece como la ipseidad misma del ego (cfr.Marion, 2013: 248). La generosidad alcanza una excepción al principio que dicta: “la voluntad no tiene el poder de excitar directamente las pasiones” (Descartes, 1909: 365). De modo que “la voluntad retoma el control de la pasión provocando ella misma su propia pasión o, más bien, provocando (en ella misma) una pasión en segundo grado” (Marion, 2013: 250).

En el parágrafo 31, Marion considera la posible hýbris que puede provocar este estatuto de la generosidad, fundada en la admiración y el amor de sí mismo, concediendo al ego una autonomía irrestricta. La autoestima se da ante el buen uso del libre arbitrio. Descartes considera que:

[...] el libre arbitrio es de suyo la cosa más noble que pueda haber en nosotros, en la medida en que nos hace en cierto modo semejantes a Dios y parece exceptuarnos de estarle sometidos, y, en consecuencia, su buen uso es el más grande de todos los bienes, y es además el bien que es más propiamente nuestro y que más nos importa, de donde se sigue que solo de él pueden proceder nuestros más grandes contentamientos. (1903: 85)

Marion destaca que, de este modo, el ego vuelve al modelo divino contra sí mismo. Si éste puede autoprocurarse la satisfacción moral ¿cómo se distingue el bien del mal? ¿Hay alguna regla o criterio para medir la estima de sí? La respuesta debe ser afirmativa, pues Descartes considera que la generosidad es, además de una pasión, una virtud (1909: 453). Marion señala los dos criterios que encuentra Descartes para establecer si se ha usado legítimamente bien el libre arbitrio: 1) Un primer criterio proviene de la generosidad misma. El generoso debe estimar a los demás del mismo modo que se estima a sí mismo:

Los que tienen este conocimiento y sentimiento de sí mismos creen fácilmente que cada uno de los demás hombres puede tenerlos también de sí mismo […] Por eso no desprecian nunca a nadie. […] así tampoco se estiman muy por encima de aquellos a quienes superan, porque todas estas cosas les parecen muy poco considerables en comparación de la buena voluntad, única cualidad por la que se estiman, y que suponen existe también o al menos puede existir en cada uno de los demás hombres. (1909: 446-447)

Se trata de poner en práctica la buena voluntad (bonne volonté) que aleja del orgullo, el odio, el desprecio, los celos, la cólera y la humildad viciosa (cfr.1909: 449-450). El generoso encuentra un parámetro para su generosidad distanciándose de todos los vicios vinculados con la voluntad de querer otra cosa, otros bienes, distintos del buen uso de su libre arbitrio. Marion señala: “la estima del otro se convierte en el criterio de la estima de sí. El primer criterio depende de la comunidad de generosos” (2013: 258). 2) El segundo criterio refiere al modo en que esa comunidad define la generosidad a partir de la doctrina del amor.7 El amor siempre supone una norma básica: amar un bien en la medida de su perfección. En una carta a Pierre Chanut, Descartes dice:

Pues la naturaleza del amor es hacer que uno se considere con el objeto amado como un todo, del cual se es solo una parte, y que se transfiera de tal modo los cuidados que se acostumbra tener por sí mismo a la conservación de ese todo, que solo se retenga para sí en particular una parte tan grande o tan pequeña según que uno crea ser una parte grande o pequeña del todo al cual se ha dado su afecto. (1901: 611-612)

La misma idea se puede leer en Les passions de l’âme:

Me parece que con razón se puede distinguir el amor por la estimación que se hace de lo que se ama en comparación con la que hacemos de nosotros mismos; pues cuando estimamos el objeto de nuestro amor menos que a nosotros mismos sólo sentimos por él un simple afecto; cuando lo estimamos igual, se llama amistad, y cuando lo estimamos más, la pasión que sentimos puede ser llamada devoción. (1909: 389-390)

Descartes propone una suerte de jerarquía de estimas de acuerdo con el tamaño de la parte en ese todo que se constituye en el amor: no se ama de igual modo a “una flor, un ave o un caballo” (simple afecto), a un ser humano (amistad), a una pareja, a los hijos o a Dios (devoción). Marion destaca que, de este modo, el amor fija una norma a la estima y, por lo tanto, a la generosidad. La jerarquía de estimas es decisiva, pues actúa como un claro parámetro para la virtud de la generosidad. Dice Descartes:

[...] la diferencia que hay entre estas tres clases de amor se manifiesta principalmente por sus efectos; pues, considerándonos en todas unidos a la cosa amada, estamos siempre dispuestos a abandonar la parte menor del todo que formamos con ella para conservar la otra; lo cual hace que, en el simple afecto, nos preferimos siempre a lo que amamos, y en cambio, en la devoción, preferimos de tal modo la cosa amada a nosotros mismos que no tememos la muerte por conservarla. (1909: 390)

De acuerdo con los efectos, la devoción se identifica con la caridad, pues “la caridad quiere que cada uno estime a su amigo más que a sí mismo” (1901: 612). Ésta se identifica con la generosidad, pues consiste en:

[…] la satisfacción interior que acompaña siempre las buenas acciones, principalmente las que proceden de un puro afecto por el otro, que no se refiere a sí mismo, es decir, de la virtud cristiana que se llama caridad. (1901: 308-309)

De este modo, concluye Marion, la generosidad encuentra una norma que no corre el riesgo de la hýbris de un contentamiento de sí o la ilusión de autonomía y realización autárquica:

Hacer la voluntad de Dios constituye paradójicamente el mejor uso de mi libre arbitrio, porque en ese caso solamente sé que estimo “legítimamente” ese uso: amando a Dios, formo con él un “todo”, en el cual evidentemente debo estimarlo más que a mí mismo y, según ese criterio, debo preferirlo a mí mismo, por ende preferir su voluntad a la mía. (Marion, 2013: 260)

Finalmente, la pasión de la actividad cartesiana encuentra su criterio último en el amor, es decir, en el estimar al otro (Dios u otro ser humano) más que a mí mismo.

La receptividad y la lógica del amor

Marion encuentra en Descartes un modelo que refleja su propuesta. Al igual que Husserl, Marion entiende que no puede oponer actividad y pasividad, ni asociar la actividad con la racionalidad, así como la pasividad con la irracionalidad. Esta contraposición tajante puede ser superada a partir de una noción de receptividad capaz de dar cuenta de la imbricación entre ambas.

Además, a diferencia de Husserl, Marion entiende que debe otorgarse un privilegio a la pasividad no sólo en el ámbito de la razón teórica, sino también en el de la razón práctica. Siguiendo a Emmanuel Lévinas, Marion advierte que es en la pasividad radical -que interviene en la constitución de la subjetividad- donde debe buscarse la responsabilidad. Asumir y entregarse a ella constituye la primera respuesta a la llamada. Nuestra responsabilidad ética, pero fundamentalmente fenomenológica (si de este modo se entiende que no eludimos, sino que incluimos tanto una dimensión de responsabilidad teórica como una de respon- sabilidad práctica ética, política, social e histórica), no consiste en dar una respuesta por medio de una acción racional, sino -por el contrario- en animarnos a cuestionar los límites y las consecuencias de esa racionalidad -que perpetúa el primado de la mismidad sobre la otredad-, para entregarnos pasivamente a otra lógica: la del amor (cfr.Marion, 2010b: 25-29).

En este punto, Marion incorpora la tesis pascaliana de los tres órdenes, enfatizando que la racionalidad no se agota en el orden del espíritu.8 El orden del corazón, si bien permanece inaccesible para la lógica racional del segundo orden, responde también a una lógica rigurosa, a una “gran razón”9 que da acceso a los fenómenos más decisivos: “mi identidad, mi estatuto, mi historia, mi destino, mi muerte, mi nacimiento y mi carne, en una palabra, [...] mi irreductible ipseidad” (Marion, 2003: 33).

El amor provee la hermenéutica adecuada para los fenómenos más importantes, aquellos que le dan sentido a la existencia. Estos fenómenos permanecen inaccesibles sin una ampliación de la razón que incluya la lógica del corazón. Ahora bien, una vez que se accede al tercer orden, también es posible iluminar a los dos inferiores a partir de esta gran razón. La hermenéutica del amor permite acceder a todo fenómeno sin tergiversar su otredad, permite recibirlo en sus propios términos, en su carácter acontecial, mediante el ejercicio de la pasividad desde una “ascesis activa” (ascèse active) sostenida activamente en su pasividad, que se deja “afectar y atrapar por la cosa” (cfr.Marion, 2014: 165), que se decide a no decidir, a no imponer categorías a priori, permaneciendo abierta a su manifestación. En este sentido, la receptividad marioniana no sólo no es meramente pasiva, sino que también requiere una actividad que se caracterice por su valentía, capaz de “exponerse a las cosas con un cierto coraje” (Marion, 2012a: 141). Esta valentía se ejerce en la activa entrega a una pasividad señalada, la del amor, que no sólo mueve la voluntad, sino que también devela un aspecto decisivo de la racionalidad que debe articularse con la racionalidad objetivante.

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1 Luis Flores analiza la riqueza y pertinencia de la polisemia en juego en la noción de adonado: “en francés, adonner como verbo intransitivo es interesante porque significa ‘Mar. En parlante du vent. Tourner en permettant au bateau d’adopter une allure plus arrivée sans changer le cap’ (Le Petit Robert, 26). Lo esencial es que el barco cambie de dirección de tal modo que su marcha le permita dejarse ir con el viento, sin cambiar de rumbo. Y como verbo pronominal significa: ‘s’appliquer avec constance à une activité, une pratique’ (Le Petit Robert, 26). Esta significación comprende como ejemplos tanto el dedicarse apasionadamente al estudio como el entregarse a la bebida” (Flores, 2017: 115-116). En este sentido, el termino adonné da cuenta de una dimensión pasiva y otra activa ya presentes en sus diversas acepciones.

2Marion también sostiene que no tiene sentido plantear un análisis estático de las nociones de pasividad y actividad. En régimen erótico: “toda oposición estática entre actividad y pasividad deviene caduca” (2003: 193).

3En este caso particular, Marion refiere explícitamente a la necesidad de un pasaje del “yo pienso” al “yo soy afectado” en Husserl, a partir de la tematización de la temporalidad y la impresión originaria. En el § 25 de Étant donné, Marion señala que existe una aporía formal del yo empírico o, mejor dicho, de la distinción entre un yo trascendental y un yo empírico, lo cual tiene que ver con la relación del “yo” con la intuición. El primer acto del “yo pienso”, en tanto espontaneidad del entendimiento, consiste en realizar una síntesis de lo diverso. De este modo, explica Marion, el “yo pienso” aparece después o, a lo sumo, junto con el advenimiento de la diversidad de la intuición, en este sentido, depende de ella. Marion destaca que esta dependencia fue advertida por Kant, pero adquiere una relevancia particular en la fenomenología de Husserl: “Lo originario se desplaza del ‘yo pienso’ de la representación de sí según el entendimiento hacia el ‘yo soy afectado’ en la intuición por el instante siempre renovado, pero absolutamente sin precedentes, que viene, por así decir, a estallar en la pantalla de mi conciencia —despertándola, desapareciendo en ella y abriendo así a la impresión siguiente, cargada de nuevo de originariedad. […] En efecto, el ‘yo’ empírico no se añade aquí facultativamente al ‘yo pienso’ trascendental, ya que la impresión originaria, la única que da acceso a la temporalidad, no podría de ningún modo advenir dentro de una unidad ya originariamente sintética, ni de una constitución trascendental de objeto (una y otra presuponen además esa temporalidad que reciben y ordenan, pero que ni producen ni provocan)” (1998: 351-352). Marion concluye que la prioridad de la impresión originaria demanda que el “yo” abandone el estatuto de representación que acompaña toda representación y que sintetiza de modo originario, para adoptar una función receptiva. La impresión originaria exige el pasaje del “yo pienso” al “yo soy afectado”. En este sentido, el yo trascendental y el yo empírico, las dos caras de la subjetividad metafísica, se ven suplantadas por el adonado que impone la receptividad como único a priori de la donación.

4Ahora bien, este auto-afectarse de la carne se recibe del otro en el cruce de las carnes de los amantes (cfr.Marion, 2003: 178-200). El análisis marioniano de Descartes, como examinaré a continuación, lleva a introducir el amor como criterio.

5Marion cita en una nota al pie las palabras de Pierre Guenancia respecto de esta operación cartesiana: “Para que las voluntades tengan la fuerza de conmover al alma tanto como las pasiones en las cuales esa fuerza es natural, será necesario que el alma por su destreza y habilidad las transforme en sus propias pasiones, que llegue a ser conmovida por sus propias representaciones tanto como o incluso más que por los objetos de sus pasiones, a fin justamente de serlo menos. La generosidad manifestará el poder del alma para constituir su propio libre arbitrio como objeto de la más fuerte de las pasiones” (1998: 259).

6Marion explica que si bien Descartes define a la generosidad como el estimarse a sí mismo (cfr.1909: 445-446), conviene no olvidar que la estima (y el desprecio) es considerada por Descartes como una “especie de admiración” (1909: 444).

7En este punto, Marion admite un cambio de perspectiva respecto del estatuto cartesiano: el amor. Éste cumple una función positiva como criterio del buen uso de la voluntad. Esto no había sido advertido en los análisis de Sur la théologie blanche de Descartes y en Questions cartésiennes I (cfr.1981: 422 ss. y 1991: 189 ss.).

8En Sur le prisme métaphysique de Descartes, Marion señala que al introducir el tercer orden, Pascal presenta un nuevo modo de superación de la metafísica: la destitución (destitution): “Pascal no refuta la onto-teología redoblada de Descartes, solamente la ve; pero la ve desde el punto de vista de un orden más potente, el de la caridad, que, considerando simplemente la metafísica como un orden inferior, la juzga y la destituye. La metafísica no sufre ni refutación, ni recuperación, ni tampoco delimitación: aparece como tal, vana para la mirada de la caridad” (Marion, 1986: 377).

9Marion cita a Nietzsche: “Dices ‘yo’ y estás orgulloso de esa palabra. Pero esa cosa más grande aún, en la que tú no quieres creer, tu carne y su gran razón [dein Leib und seine grosse Vernunft]: ésa no dice ‘yo’, pero hace ‘yo’” (1988: 39).

Jorge Luis Roggero: Abogado y licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Doctor en Filosofía por la Universidad de París IV-Sorbona y la UBA. El tema de su tesis doctoral fue la obra de Jean-Luc Marion. Becario posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Investigador-docente, categoría 3, de la UBA. Investigador asociado de los Archivos Husserl de París (ENS). Miembro del Centro de Investigaciones Filosóficas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires (ANCBA) y del Círculo Latinoamericano de Fenomenología (CLAFEN).

Recibido: 31 de Julio de 2018; Aprobado: 19 de Marzo de 2019

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