Peirce, el pragmatismo y el empirismo
Charles Sanders Peirce dio origen al movimiento filosófico conocido como pragmatismo. Paralelamente, William James y John Dewey se apropiaron del término para referirse a una tendencia de pensamiento revolucionaria, según Hilary Putnam, por dos razones: (i) su desconfianza al escepticismo y (ii) una concepción falibilista de la verdad (Putnam, 1999: 9). Desconfianza ante el escepticismo porque, según los pragmatistas, la duda debe tener tanta justificación como la creencia. Respecto al falibilismo, el pragmatismo sostiene que hasta nuestras creencias más arraigadas pueden someterse a revisión, si se presenta el contexto adecuado; si nuestra experiencia exige un cambio de creencias, entonces deben revisarse. Las anomalías en las teorías científicas, por ejemplo, obligan a modificar ciertas creencias dando lugar a nuevas teorías. Asimismo, en el plano de la moral, un principio podría resultar inconveniente frente a un caso particular; en algunas situaciones es mejor pasar por alto el principio, por ejemplo, de que está mal mentir para evitar la duda y la inacción. Por ambas peculiaridades, el pragmatismo se consolidó como la gran contribución estadounidense a la filosofía contemporánea. Si bien Peirce postuló la máxima pragmática en “The fixation of belief” (1877) y en “How to make our ideas clear” (1878), más adelante, en 1905, se distanció del incipiente pragmatismo reivindicando -algo que el resto de los pragmatistas no hacían- el origen kantiano de su esquema general de pensamiento y adoptó, con el fin de diferenciarse de James y Dewey, el término pragmaticismo para su propia orientación filosófica.
Más allá de las diferencias internas entre sus representantes, se puede juzgar al pragmatismo como un movimiento filosófico que sospecha de ciertas dicotomías acérrimamente consolidadas en la tradición, tales como: sujeto/objeto, mente/ mundo, hecho/valor, analítico/sintético, esquema/contenido. Por regla general, el pragmatismo tiende a superar tales distinciones en favor de un holismo donde los hechos dependen de la teoría -o de la interpretación- y algunos de ellos están imbricados de valores. A partir de la década de 1970, en pleno auge del giro lingüístico, Richard Rorty recuperó y reavivó el pragmatismo en Philosophy and the Mirror in the Nature (1979), dando lugar a un neopragmatismo que no sólo actualizó viejas ideas olvidadas por sus contemporáneos, sino que también mostró cómo la filosofía de ciertos autores recientes ajustaba y actualizaba cierto ideario pragmatista. En este sentido, Rorty asoció el pragmatismo con un modo completamente original de comprender la experiencia o el contenido empírico. Mejor todavía: colocó al pragmatismo como una reacción crítica del empirismo lógico y, a través de éste, del empirismo clásico. El pragmatismo rortyano se presentó como una herramienta, incluso, para la superación de la epistemología.
La tesis del empirismo es: todo conocimiento proviene de la experiencia y ésta justifica los juicios empíricos. Si bien, desde James, el pragmatismo se muestra como una tendencia afín al empirismo e incluso él mismo lo describió como un empirismo radical, y si bien para Dewey el término experiencia tiene un valor fundamental en la reflexión epistemológica y moral, lo cierto es que hay una línea crítica del pragmatismo hacia el empirismo. Esa línea se inicia en James y Dewey, pero continúa con autores no asociados directamente al movimiento como Wilfrid Sellars y Willard van Orman Quine, pasando por Donald Davidson y los mencionados Hilary Putnam y Richard Rorty (este último que sin duda tiene el mérito de haber vinculado a todos estos pensadores críticos del empirismo). En este trabajo, colocamos como trasfondo de nuestra lectura de Peirce la crítica de los pragmatistas sobre el carácter justificatorio de la experiencia, ésta se profundiza hasta concluir su carácter conceptual y judicativo. Acentuamos este punto porque el estatus conceptual de la experiencia y su estructura judicativa son temas fundamentales que recorren el pensamiento maduro de Peirce en torno de la percepción y, en perspectiva, reflejan un acuerdo importante con el pragmatismo considerado en este perfil crítico. Como satélite intelectual de todas estas figuras eminentes, la figura del segundo Wittgenstein se cierne poderosa e influyente en la convicción del carácter normativo de nuestra racionalidad. Dicho estatus normativo impide aceptar la determinación epistemológica de nuestro pensamiento por vínculos extraconceptuales o causales. Por esta razón, Wittgenstein se puede calificar, pese a su reticencia, como un pragmatista (Putnam, 1999: 15).
La crítica pragmatista del empirismo se divide en tres ejes principales: en primer lugar, Sellars con su ataque a la idea de lo dado; según él, no es posible colocar como fundamento de los juicios de experiencia entidades extraconceptuales que funcionen como respaldo epistemológico para dichos juicios (Sellars, 1956). En segundo lugar, Quine critica la dicotomía analítico/sintético y al dogma del reduccionismo; según él, es un error epistemológico considerar los enunciados empíricos de forma aislada o atómica e intentar asociarlos con una porción de experiencia determinada garantizando su verificación (Quine, 1953). El tercer hito pertenece a Davidson, quien critica la separación de esquema y contenido; para él, es un error suponer que los esquemas conceptuales -i. e. teorías- se enfrentan a un contenido empírico independiente de conceptos al punto de originar dos esquemas conceptuales válidos, pero incompatibles entre sí para un mismo soporte experiencial, tal como Quine concluyera con su tesis de la “indeterminación de la traducción” (Davidson,1974 y Quine, 1960).
Antes de todas estas objeciones al empirismo, hallamos en Peirce una reivindicación del carácter conceptual y judicativo de la experiencia. Él desarrolla una nueva concepción del signo que conlleva, en principio, un gran aporte a la lógica tal como la concebía a modo de “teoría acerca de lo que es un buen razonamiento” (Hoffmeyer, 1996: 17). La semiosis o semiótica, por su parte, como estudio de “cómo se intercambian los signos [entre sí]” (Hoffmeyer, 1996: 18) y su función permite el estudio del significado. En este punto, la originalidad de Peirce se expresa en la crítica furibunda a un concepto de representación concebido en términos binarios y, por tanto, causales. El modo peirciano de entender la “función representativa” (CP. 5.287),1 señala el carácter conceptual de la experiencia. Este modo de relacionar la función representacional con la experiencia, ubica a Peirce, junto con Sellars, Quine, Davidson y Rorty, en un ataque contra todo dogma presente en el empirismo. Permite, al mismo tiempo, ubicarlo en el debate contemporáneo acerca de la naturaleza del contenido empírico. A este respecto, la pregunta es: ¿el contenido empírico está determinado por conceptos o desprovisto de toda contaminación conceptual?
Peirce y la función representativa
Para situar a Peirce en el debate contemporáneo sobre el carácter del contenido empírico es necesario mostrar sus afinidades con la constelación de pensadores pragmatistas mencionados, así como precisar algunos conceptos desarrollados en su semiótica. En especial porque sus expresiones más contundentes acerca de la percepción, si bien se dan en la madurez, no están explícitamente vinculadas con su teoría de los signos. Sin embargo, no cabe duda de que elementos de la semiótica están supuestos en su consideración de la experiencia. Por ello debemos señalar, aunque sea brevemente, su forma de considerar la función representativa, pues esto explica un elemento conceptual decisivo: el por qué una relación causal no podría respaldar una descripción de la capacidad que tiene nuestro pensamiento incluida la percepción de representar cosas del mundo. Peirce aclara que no funciona una concepción causal de la representación. Esto abre las puertas a una consideración conceptualista de la percepción.
Por tanto, veamos algunos aspectos de la función representativa de los signos desde su enfoque. Peirce sostiene:
La función representativa de un signo no reside ni en su cualidad material ni en su aplicación demostrativa pura, pues se trata de algo que el signo es, no en sí mismo o en una relación real con su objeto, sino que es en relación con un pensamiento. (CP. 5.287)
Lo que aquí se pretende señalar, entre otras cosas, es el hecho de que la función representacional no está en el signo en tanto objeto físico ni por tanto no está determinada por aquellas propiedades o cualidades materiales que intervienen en los vínculos causales con otros objetos materiales, incluso en aquellos que puedan existir entre el signo y el objeto que representa. Por el contrario, la relación de representación exige un tipo de articulación diferente a la diádica. A este respecto, Peirce afirma:
[…] ningún pensamiento real presente (que es mera sensación) tiene significado alguno, valor intelectual alguno; pues esta circunstancia no reside en lo que se piensa realmente, sino en aquello con lo que puede conectarse este pensamiento en la representación por medio de pensamientos subsiguientes; de tal modo que el significado de un pensamiento es algo por completo virtual. (CP. 5.289)
El contenido o significado de un signo, tal como lo conceptualiza Peirce, no está en él en tanto objeto o cualidad material ni bajo ningún otro aspecto que dependa de sus cualidades propias o intrínsecas. El significado está dado por la relación del signo con otros (pero no por su relación causal o su aplicación demostrativa). Éste tiene un significado o contenido en tanto es interpretado por otros signos o pensamientos, es decir, en tanto es parte de un sistema de signos, donde cada uno traduce o interpreta a otro y, al hacerlo, le otorga dicha cualidad. Así, cada signo es interpretante de algún pensamiento-signo y es, a su vez, interpretado por otro. Para decirlo en palabras de Peirce: “todo pensamiento-signo se traduce o interpreta en otro subsiguiente” (CP. 5.284). Ningún signo puede significar o representar por relación a un objeto o cosa, como no sea otro que lo traduce o interpreta.
Jesper Hoffmeyer resume esta concepción triádica de los signos mediante el ejemplo de un niño que un día le brotan manchas rojas en su piel.
La madre lleva el niño al doctor quien establece que tiene sarampión. Para él las manchas rojas son el signo del sarampión. Sin embargo, para la madre son meramente un signo de que el chico está enfermo. Así las manchas rojas no son automáticamente un signo de sarampión para cualquiera, sino sólo para ‘alguien’, a saber, el doctor. Podemos representar esta conexión como una triada […] la cual por tanto se convierte en un ejemplo específico de la triada general del signo de Peirce […].
En la instancia general entonces, el signo representa una relación entre tres factores: el signo primario -el vehículo signo- i.e. el portador o manifestación del signo en cualquier caso de su significado (e.g., las manchas rojas); (2) (el objeto físico o no físico) al cual el vehículo signo refiere (e.g., la enfermedad, sarampión); y (3) ‘el interpretante’ i.e., el sistema el cual construye la relación entre el vehículo signo y su objeto (e.g. el proceso mental en la cabeza). Para ser un signo en el sentido que Peirce da a la palabra todos estos tres elementos deben estar presentes. (1996: 19)2
Las manchas rojas son interpretables sólo para el médico y no para la madre. Incluso se podría profundizar en el ejemplo y pensar en una madre (o padre) distraída (o) que no repara siquiera en el brote en cuestión. Si la semiosis, lo que el signo representa, tuviera una estructura binaria, bastaría sólo la relación entre el signo y su objeto para dar lugar a una representación. Pero esto no funciona así. Sin un intérprete de esos signos, sin ese tercer factor, la relación de semiosis, la habilidad de darle significado a algo y, por tanto, realizar inferencias a partir de allí, se ve impedida. Como bien muestra Hoffmeyer, esta concepción del signo inaugura una nueva concepción de la lógica en tanto teoría del razonamiento. Una concepción diádica del signo no podría fundamentar en absoluto nuestra capacidad para razonar ni por tanto sería una explicación aceptable de nuestro pensamiento. De allí que la concepción triádica resulte revolucionaria más allá de la lógica para dar cuenta de la representación.
La irreductibilidad de las relaciones triádicas
En tanto el signo requiere de otro que lo exprese, la relación significativa mente-mundo no puede expresarse en términos causales, pues exige un carácter irreductiblemente triádico. Una de las características de los fenómenos naturales es que no cumplen con este requisito. Cabe insistir en este contraste para comprender la relevancia de la concepción de Peirce sobre la representación.
Los fenómenos naturales configuran regularidades, es decir, manifiestan la concatenación de dos acontecimientos, por ejemplo, el humo y el fuego o pensemos en la respuesta al estímulo del ambiente por parte de un termostato. De ninguna manera el humo será un signo o una indicación del fuego en ausencia de una mente o un pensamiento que lo interprete. Las conexiones causales o diádicas por si solas no expresan cabalmente el concepto de representación, aunque tales conexiones siempre resultan necesarias. En estos casos se debe reconocer la vinculación dinámica o existencial entre los fenómenos referidos y los que sirven como signos, pues de esto depende la consideración de los signos naturales o, como les llama Peirce, índices. No obstante, si bien este vínculo dinámico o relación causal del signo con el objeto es una condición necesaria del índice, no resulta suficiente por sí misma para dar cuenta de su carácter representacional. Admitir que la conexión dinámica basta para la representación, implica aceptar una noción muy débil que sirve para aplicarla a termostatos o aires acondicionados e incluso para el caso de animales no lingüísticos quienes responden a estímulos discriminativos.
Sin embargo, tomando en cuenta eso, la pregunta es: ¿cabe hablar aquí de representación en sentido estricto? Peirce agrega que es necesario considerar la presencia de otro elemento para establecer la relación de representación:
En los casos [i.e. fuego y humo y los ejemplos agregados por nosotros], no obstante, se produce una representación mental del índice, a la cual se denomina el objeto inmediato del signo; y este objeto produce triádicamente el pretendido o específico efecto del signo, estrictamente por medio de otro signo mental; y se evidencia que este carácter triádico de la acción se considera esencial por el hecho de que si [por ejemplo] el termómetro está conectado dinámicamente con un aparato de calefacción o refrigeración, como para testear uno u otro efecto, no podríamos hablar de la existencia de alguna semiosis o acción de un signo, sino, por el contrario, habría que decir que hay una “regulación automática”, una idea opuesta, en nuestro pensamiento, a la de semiosis. (CP. 5.473)
Si bien puede sugerirse que esta regulación automática, de algún modo, podría ser el resultado de la lectura (o reconocimiento de un signo) que el termómetro -siguiendo el último ejemplo- hace del estado del termostato, ciertamente esto no pasa de ser una metáfora del proceso semiótico, para lo cual Peirce ha sugerido el nombre de “cuasi-signo” (CP. 5.474) más que el de signo. Con el fin de que algo pueda ser considerado como una representación para alguien, es necesario establecer no sólo ciertas relaciones causales, sino también obtener las condiciones mínimas para que se constituya la acción humana. El signo sólo se constituye en una genuina relación tripartita, es decir, una relación que no resulta de un compuesto de relaciones diádicas. La naturaleza triádica de este proceso cierra toda posibilidad a las explicaciones en términos de relaciones físicas o causales. Este tipo de relaciones son de naturaleza diádica, por lo cual, en su forma más simple, pueden estar involucrados hasta dos términos: causa y efecto. La relación triádica, en cambio, expresa la estructura de los fenómenos característicos del ámbito de los conceptos.
Por una parte, habiendo presentado como horizonte comprensivo algunas ideas del pragmatismo, conducentes a afirmar el carácter conceptual de la experiencia y, por otro lado, al mostrar cómo Peirce considera la función representativa, podemos adentrarnos en la vinculación entre este último y el actual debate acerca de la naturaleza del contenido empírico.
Peirce y la discusión sobre el carácter del contenido empírico
La discusión en torno al carácter o la naturaleza de la experiencia ha sido un tema ampliamente tratado por los filósofos de cualquier época. Sin embargo, en las últimas décadas se ha renovado su interés debido a nuevas metodologías y fundamentalmente a nuevos modos de considerar las relaciones entre las nociones de contenido perceptivo (experiencia perceptiva) y de representación. El debate actual sobre el carácter conceptual o no-conceptual del contenido empírico es prueba de ello.
Un punto fundamental para entender la dimensión de este debate contemporáneo es reflexionar acerca del argumento de Davidson en contra de la relevancia epistemológica de la experiencia (el cual, pese a que a menudo no se reconozca, está ya presente en Karl Popper).3 Lo interesante del planteamiento davidsoniano es que, de ser cierto, no tenemos escapatoria: optar por un carácter conceptual de la experiencia, por un lado, queda totalmente descartado y, por otro, un noconceptualismo tampoco podría satisfacer la intuición de que la contribución de la experiencia a nuestras creencias sobre el mundo es racional: ésta sólo podría ser causal. Davidson expone esta perplejidad de la siguiente manera:
La relación entre una sensación [i.e. una experiencia perceptiva] y una creencia no puede ser lógica, dado que las sensaciones no son creencias ni otras actitudes proposicionales. ¿Cuál es, entonces, la relación? Pienso que la respuesta es obvia: la relación es causal. Las sensaciones causan algunas de nuestras creencias y en este sentido son la base o el fundamento de esas creencias. Pero una explicación causal de una creencia no muestra cómo o por qué la creencia es justificada. (Davidson, 1983: 229)
Podríamos resumir este argumento de la no-relevancia epistemológica de la experiencia así:
(1). La única cosa que puede justificar una creencia es algo con el contenido proposicional adecuado (para la justificación).4
(2). Las percepciones no tienen el contenido proposicional adecuado (para la justificación).
(3). Por tanto, las percepciones o la experiencia no puede(n) justificar las creencias o juicios empíricos.
Como no puede haber relaciones lógicas -o racionales- entre experiencia y juicios, se sigue una consecuencia importante para la epistemología: sólo cabe representar el conocimiento como una trama coherente de creencias o de compromisos, pero no tiene sentido preguntarse por la dependencia racional entre dichas creencias y la experiencia. Otra forma de decir esto es que la aportación de la experiencia al conocimiento es netamente causal. Como sabemos, éste es el abecé del coherentismo epistemológico.
Este argumento también decreta virtualmente la muerte del empirismo, pues el insight básico de su epistemología es que la constitución del contenido empírico de las creencias es producto de una aportación racional de la experiencia a los juicios. Para esta tradición, el papel justificatorio de la experiencia implica la constitución del contenido empírico de las creencias o juicios perceptivos.
En este contexto, toda crítica concebible a (3) -las percepciones o experiencia no pueden justificar creencias o juicios empíricos-, conlleva la ardua tarea de rehabilitar la intuición de que el contenido perceptivo tiene relevancia epistemológica para los juicios sin caer en ciertas críticas usuales del empirismo. El razonamiento que busca emprender el desafío es más o menos el siguiente: es bastante aceptable que las relaciones lógicas se establecen entre ítems con contenido proposicional. Por otra parte, es cierto que hay una diferencia entre experiencia y juicios, la cual puede explicarse en términos de representación. La pregunta es si es posible aceptar estas dos cuestiones sin, al mismo tiempo, aceptar que las percepciones no tienen el contenido proposicional adecuado para la justificación (2). Esta vía desanda el conceptualismo que normalmente se asocia a la preocupación epistemológica de reinstalar el referido insight empirista.
De acuerdo con el conceptualismo del contenido perceptivo, no es posible tener experiencias sin los conceptos necesarios para especificarla.5 Según el conceptualismo, creer que x es F, implica que para cualquier objeto x y cualquier propiedad F, un sujeto debe tener los conceptos del objeto y de la propiedad en cuestión y desplegar esos conceptos en la creencia. Cuando los conceptos y las creencias se relacionan de esta manera, se dice que el contenido de las segundas es conceptual. Esta tesis extendida a la percepción resulta así: los conceptualistas afirman que para cualquier objeto x y cualquier propiedad F, un sujeto tiene una experiencia de x como F sólo si tiene los conceptos de x y F y los despliega -o los actualiza- en la experiencia. La motivación principal en este caso es de carácter epistemológico y en un sentido preciso: si no se establecen relaciones justificatorias entre la percepción y juicios o creencias, no es posible hacer siquiera inteligible el contenido empírico. Entre los máximos representantes del conceptualismo están Wilfrid Sellars (1956), Bill Brewer (1999) y paradigmáticamente John McDowell con su defensa de “la posibilidad de un empirismo mínimo” (1994/6: XII) (cfr. McDowell, 1994, 1998, 2006, 2008, 2011).
Por su parte, el noconceptualismo sostiene que es posible tener experiencias sin los conceptos necesarios para especificarlas (Evans, 1982; Bermúdez, 1995, 2007, y Peacocke, 1992, 2001a, 2001b). Dentro del noconceptualismo no parece preponderar la preocupación epistemológica por el aporte de la experiencia a los juicios empíricos. Suele decirse que las preocupaciones del noconceptualismo son más bien fenomenológicas (Bermúdez y Cahen, 2015) -tratando de ver la fineza de grano de la percepción en contraste con el modo de representación propio de los conceptos en los juicios- y que se concentran en marcar las continuidades que se dan en la percepción entre seres lingüísticos y no lingüísticos a partir de la constatación de que hay, en efecto, una diferencia representacional entre percepción y juicios. Sin embargo, todo intento de pensar el contenido empírico obliga, en algún punto, a pensar la articulación de la experiencia con los juicios. Si tenemos esto en cuenta, todo contenido noconceptual no podría, en principio, establecer relaciones racionales con juicios o creencias. En alguna medida, toda pretensión epistemológica en el noconceptualismo está destinada al fracaso, ya que la única alternativa a cumplir con dicha pretensión es el rechazo de (1).
Pero, para rechazar (1) hace falta pasar por alto las críticas en torno de la idea de lo dado. De acuerdo con el argumento propuesto por Sellars (1997), toda tentativa de justificar juicios no-inferenciales -tales como los juicios empíricos- en elementos dados al modo de hechos del agente que conoce -tales como las clásicas ideas de Locke o las impresiones humeanas, o los sense-data del empirismo lógico o el propio contenido noconceptual del noconceptualismo-6 comete una flagrante incoherencia. Basados en el argumento de Davidson, la crítica está supuesta y, desde nuestro punto de vista, el denominado “Mito de lo Dado” resulta un buen argumento para poner en entredicho al noconceptualismo.
El conceptualismo constituye la única tentativa promisoria para ofrecer una teoría del contenido perceptivo enfocada en el aporte de la experiencia a los juicios empíricos. Esto, en principio, no desestima por completo el valor explicativo de la noción de contenido noconceptual, pero sí obliga a profundizar en las variantes conceptualistas. Ahora bien, ¿qué vías de defensa para el conceptualismo quedan si, por un lado, uno acepta que la justificación se da sólo entre elementos proposicionales y, por otro, reconoce una diferencia entre experiencia y juicios pero, al mismo tiempo, rechaza que aquélla carezca de la estructura proposicional adecuada? La punta del hilo de Ariadna, para encontrar el argumento apropiado, aparentemente, es mostrar que la percepción cuenta con un contenido proposicional adecuado para justificar los juicios empíricos. Así, el propósito del argumento que cuestione a Davidson yace en elucidar si la percepción tiene o no carácter proposicional. Dilucidar tal cuestión -y más concretamente, si tiene carácter conceptual noproposicional- es la clave de la discusión en torno a la naturaleza del contenido empírico.
Dos variantes de conceptualismo
¿Qué variantes disponibles hay de conceptualismo? Por lo menos encontramos dos.
Alguien puede sostener que sólo una creencia justifica a otra y, al mismo tiempo, cuestionar (2), es decir, que la percepción no cuente con un contenido proposicional adecuado. Podría defender, en cambio, que las percepciones son solicitaciones de juicios -tal como McDowell propone (1994) - que un agente afirma o desestima. Desde este enfoque, la percepción tendría estructura proposicional y los juicios empíricos agotarían todo aquello que un agente puede conocer no-inferencialmente. De esta forma, habría un contenido proposicional compartido por la experiencia, mientras que los juicios y su relación lógica sería cuasi-inferencial.7 Este análisis sostendría:
(4) La experiencia justifica los juicios.
Llamemos a esta alternativa Conceptualismo Fundacionalista fuerte (CFf). Contemporáneamente está representada por McDowell (1994, 1998, 2006), Brewer (1999) y Sedivy (1996, 2006).
Sin embargo, una segunda variante conceptualista puede sostener que (1) lo único que puede justificar una creencia es el contenido proposicional adecuado, pero sin cuestionar (2). Su estrategia sería diferenciar, dentro del ámbito del contenido conceptual, contenidos proposicionales -cuyo ejercicio paradigmático se evidenciaría en los juicios- no proposicionales todavía conceptuales -cuya actualización se daría en las experiencias-. Así considerada, la experiencia no tendría estructura proposicional y podría decirse igual que en CFf hay un vínculo cuasi-inferencial entre percepción y juicios. Tales compromisos permitirían sostener (4). Llamemos a esta opción Conceptualismo Fundacionalista débil (CFd), ya que el carácter conceptual de la experiencia está asociado a la atribución de una estructura no proposicional antes que de una proposicional. Actualmente, un segundo o nuevo McDowell sostiene CFd (2008, 2011).
Charles Sanders Peirce abarcó diversidad de intereses en el campo de la filosofía. La temática de la percepción y en especial el carácter proposicional, o no, del contenido perceptivo ocupó un lugar fundamental durante su periodo de madurez. Colocar a Peirce en el contexto del reciente debate en torno a la naturaleza del contenido empírico puede resultar fructífero en términos conceptuales. El resultado de esta estrategia es la crítica de las opciones actuales disponibles sobre la percepción. Desde esta clave hermenéutica, se pone de relieve la originalidad de Peirce.8
Tomando en cuenta su desarrollo en The Harvard Lectures on Pragmatism (1903) en especial la sexta y séptima conferencias,9 Peirce se compromete con el conceptualismo, pero desafiando el marco general ofrecido en CFf y CFd. En la siguiente sección, repasamos los puntos más destacados de su teoría madura sobre la percepción tomando como criterio tres puntos: (i) la relevancia de la proposición para articular toda forma de pensamiento, (ii) el estatus del percepto y del juicio perceptivo y (iii) el vínculo inferencial entre ellos. Para anticipar parte de la conclusión: otra vez, como es usualmente señalado por los exégetas, Peirce se sustrae a los encasillamientos dicotómicos y devuelve la carga de la prueba para pensar si efectivamente las opciones son tan cerradas como usualmente las presentamos los filósofos.
La teoría de la percepción de Peirce
¿Por qué incluir a Peirce dentro del conceptualismo? ¿No cabe pensar que quizá podría abonar la tesis del noconceptualismo? Por su modo de concebir la función representacional, hallamos una clave importante de por qué no se le podría considerar un noconceptualista: como a través del signo comprendemos la representación, y éste cuenta con una estructura diádica, la relación representacional no puede ser producto de una interacción causal con el mundo. Los noconceptualistas se comprometen con una interpretación causal del concepto de representación. Pero la causalidad implica un modo binario que resulta en la representación. Si bien, se puede decir que hay representaciones primitivas interpretables bajo ese molde diádico -las cuales podemos atribuir, como dijimos, a animales no lingüísticos o, a algunos artefactos como termostatos o puertas automáticas-, la representación en cuanto tal sólo es concebible como un signo de algo para alguien y, por tanto, irreductible a la estructura diádica que propone la causalidad. Consideramos que los análisis noconceptualistas tratan el fenómeno de la representación de manera diádica en una tónica quizá censurable desde la concepción de la función representacional peirciana. De allí, la convicción de no deformar el pensamiento de Peirce aproximándolo al conceptualismo.10
En sus célebres conferencias de 1903, Peirce dedica varios párrafos específicos a la percepción, proponiendo una compleja relación entre percepto y juicio perceptivo, que se expide sobre el carácter proposicional de la percepción y declara al juicio perceptivo como el caso más extremo de razonamiento abductivo. En virtud de la compleja red conceptual que propone, parece conveniente citar sistemáticamente sus opiniones al respecto.
El modo en que Peirce caracteriza el percepto es una analogía. Así como en la vida ordinaria, un enunciado pretende traducir “un tono o un gesto que es con frecuencia la parte más definida de lo que se dice” (CP. 5.568) de igual manera se da un vínculo entre los juicios y los perceptos singulares.
El percepto es la realidad. No está en forma proposicional. Pero el juicio inmediato relativo mismo es abstracto. Es, por tanto, esencialmente desigual a la realidad, aunque tiene que aceptarse verdadero para esta realidad. (CP. 5.568)
El juicio no es un reflejo aparente del percepto, sino la única forma de expresarlo. Toda percepción es interpretativa. Peirce emplea la noción de interpretación para referir a la acción del juicio que toma por objeto el percepto. Se podría pensar que Peirce defiende la idea de que en la experiencia es posible representarse cosas con un grado de fineza superior al de los conceptos que podemos emplear en los juicios correspondientes a esas representaciones perceptivas. Pero que, al nivel de la representación, pretenda diferenciar, percibir de juzgar, no implica que asocie el carácter conceptual únicamente con los juicios. En su caracterización de los juicios perceptivos profundiza esta articulación entre percepto y juicio apelando a la dicotomía singular y universal o abstracto.
Una característica de los juicios perceptivos es que cada uno refiere a algún singular con el que no se relaciona directamente ninguna otra proposición, pero que, si llega a producirse esta relación, ello sucede mediante relación con aquel juicio perceptivo. Cuando expresamos una proposición en palabras dejamos sin expresar la mayoría de sus sujetos singulares; pues las circunstancias del enunciado muestran suficientemente cuál es el sujeto aludido, y las palabras, debido a su habitual generalidad, no se adecuan bien a la designación de singulares. El pronombre, que puede definirse como una parte del discurso destinada a cumplir la función de un índex, nunca es inteligible tomado por sí mismo sin tomar en cuenta las circunstancias de su enunciación; y el nombre, que puede definirse como una parte del discurso que sustituye al pronombre, es propenso siempre a ser equívoco (CP. 5.153).
Para entender esto, pensemos en un juicio perceptivo con sujetos demostrativos: “Esta mesa es roja”. El adjetivo pronominal ‘esta’ alude a la mesa roja en particular que estoy viendo ahora. Sin embargo, fuera de la circunstancia de enunciación es imposible saber cuál es la referencia de ese pronombre. Con esto, Peirce no está criticando una característica de una categoría lógica de nuestro lenguaje, sino que muestra cómo funciona una zona de nuestro lenguaje que apunta a una referencia concreta. Por lo demás, el sentido de los demostrativos es referir en contexto.
Peirce profundiza en detalle el contraste entre percepto y juicio perceptivo, marcando, a un tiempo, una tensión que impide su tratamiento independiente. Por una parte, hay aspectos que aproximan el juicio al percepto: no hay una forma de representación más primitiva que la apelación a un juicio. Si bien el percepto es lo real precisamos de una proposición para aludir a él, la cual no deviene en apariencia devaluada del percepto, sino en herramienta básica para su expresión.
La interpretación peirciana del juicio
Un rasgo muy original del análisis de Peirce es recordar que a menudo no se elige aceptar o no un juicio perceptivo. Es curioso, pero la forma en que muestra la implicación entre percepto y juicio es otorgarles a los juicios perceptivos una característica que no tienen otros, a saber: la involuntariedad. Si bien reconoce que “Un juicio perceptual, es el punto de partida o primera premisa de todo pensamiento crítico y controlado” (CP. 5.151), también afirma de manera contundente que:
Todo lo que puedo significar por juicio perceptivo es un juicio cuya aceptación se me impone absolutamente, y ello por un proceso que soy totalmente incapaz de controlar y, consecuentemente, incapaz de criticar, sin poder pretender tampoco una certeza absoluta sobre ninguna cuestión de hecho. Si al hacer un examen, lo más minucioso de lo que soy capaz, resulta que un juicio parece tener las características que he descrito, tengo que reconocerlo como un juicio perceptivo hasta que se me demuestre lo contrario. (CP. 5.158. Énfasis nuestro)
Esta forma de comprender los juicios de experiencia establece un contraste con el CFf de McDowell, según el cual, el juicio perceptivo es resultado de un asentimiento voluntario frente a una solicitación de juicio correspondiente a una impresión perceptiva (el equivalente al percepto peirciano). Si bien el propio McDowell relativiza esta tesis (1998), es importante precisar la imposición de un juicio perceptivo como rasgo que coloca a estos juicios en un lugar excepcional. Es como si Peirce dijera “en ciertas circunstancias hay juicios que no puedo dejar de hacer, que bajo ningún aspecto elijo hacer y que tienen que ver con las cosas que veo o percibo mediante las diferentes modalidades sensoriales”.
Sin embargo, aunque para Peirce el juicio perceptivo no sea resultado de un asentimiento, si alguien a posteriori se propusiera analizar qué hace de ese juicio un caso de conocimiento, llegaría hasta un tipo de inferencia, la cual no sería justificatoria. En este punto, Peirce se diferencia tanto de ambas formas de conceptualismo tanto CFf, como CFd, pues está convencido de que no hay un papel justificatorio para los perceptos. La rareza, la novedad planteada por Peirce, es que la inferencia de un percepto a un juicio podría comprenderse como una inferencia abductiva. Es más: el propio percepto también podría ser considerado producto de una inferencia abductiva. En este punto, la amenaza de regressio se asoma sin demasiados inconvenientes para Peirce. Es claro que el percepto establece relaciones lógicas con los juicios, aunque no se ajustan con el tipo de dependencia lógica que esperan los conceptualistas. Peirce no entiende la experiencia como Davidson, pues considera que puede hablarse de un vínculo racional entre experiencia y juicios; pero tampoco como McDowell, ni en su primera ni en su segunda versión conceptualista. La dependencia racional entre percepto y juicio de experiencia es abductiva.
[…] el juicio perceptivo es el resultado de un proceso, bien que se trate de un proceso que no es lo bastante consciente como para ser controlado, o, exponiéndolo con mayor precisión, que no es controlable y por tanto no es plenamente consciente. Si sometiéramos este proceso subconsciente al análisis lógico, encontraríamos que se resolvía en lo que ese análisis representaría como una inferencia abductiva, la cual a su vez descansaría en el resultado de un proceso similar que un análisis lógico similar representaría que se resolvía en una inferencia abductiva similar, y así sucesivamente ad infinitum. Este análisis sería exactamente análogo a aquel que el sofisma de Aquiles y la tortuga aplica a la persecución de la tortuga por Aquiles y, por la misma razón, no representaría el proceso real. (CP. 5.153)
En relación con este vínculo entre percepción y razonamiento abductivo ha dicho:
[…] la inferencia abductiva se funde insensiblemente con el juicio perceptual, sin una línea tajante de demarcación entre ellos; o, en otras palabras, nuestras premisas primeras, los juicios perceptuales, han de considerarse como un caso extremo de las inferencias abductivas, de las cuales difieren en estar absolutamente por encima de toda crítica. La sugerencia abductiva viene a nosotros como un relámpago. Es un acto de intuición, aunque sea una intuición extremadamente falible. Es cierto que los diversos elementos de la hipótesis estaban con anterioridad en nuestra mente; pero es la idea de juntar lo que jamás habíamos soñado juntar la que hace fulgurar ante nuestra contemplación la nueva sugerencia. (CP. 5.153)
Atribuir propiedades conceptuales al percepto resalta que los elementos de la hipótesis abductiva preceden el acto de intuición en que consiste el juicio. La misteriosa aclaración de apelar a la noción de intuición para reforzar la idea “de juntar lo que jamás habíamos soñado juntar lo que hace fulgurar ante nuestra contemplación la nueva sugerencia” (CP. 5.153), quizá relativice o matice un poco el carácter impuesto o involuntario de los juicios perceptivos. Esto no implica una contradicción con lo dicho anteriormente, sino que amerita establecer una distinción.
Si yo cruzo el semáforo en rojo y alguien me reprocha “¿no lo ves?” señalando el semáforo, yo no puedo elegir si aceptar o no el juicio “el semáforo está en rojo”. Yo no podría anteponer a ese juicio otro, “ese semáforo está en excelentes condiciones” o “qué bello paisaje detrás de ese semáforo”. Pero, por otra parte, hay momentos donde el contexto no requiere asentir al juicio. Se trata de circunstancias, en las cuales, mientras percibo, podría potencialmente realizar innumerables juicios. Si intentáramos describir lo que vemos, nos sorprenderíamos emitiendo juicios que quizá ni se nos habían ocurrido en nuestra contemplación silenciosa. En ese caso, la realización de un juicio es voluntaria, pero no deja de tener un halo de descubrimiento que reúne lo que no pensábamos haber reunido antes de proponérnoslo. Peirce intenta reflejar en esta aclaración final tal idea.
El percepto, pese a ser lo real, no configura un tipo de representación no conceptual. El modo de representar el percepto implica juicios aun cuando él mismo no lo sea. Por otra parte, el juicio perceptivo para él, se nos impone con la fuerza de un relámpago, incluso en ciertas circunstancias nuestra creatividad decide qué aspectos posibles habilitan mi percepto al actualizar nuestro juicio. Asimismo, se dan relaciones lógicas entre experiencia y juicios, pero no de carácter justificatorio sino abductivo. De esta forma, retomando el argumento davidsoniano inicial, no se podría comprometer a Peirce con (1), la única cosa que puede justificar una creencia es algo con el contenido proposicional adecuado, pues si bien descarta la posibilidad de establecer relaciones lógicas entre percepto y juicio, también se sustrae de la cuestión de la justificación. Sin embargo, no podríamos endosarle sin aclaraciones (2) “Las percepciones no tienen el contenido proposicional adecuado” (para la justificación). Porque si bien las percepciones, conforme a su postura, no son proposicionales, su modo de tratar al percepto hace pensar que hay un resquicio para la idea de un contenido conceptual no proposicional. En esta medida, Peirce se aproximaría al CFd. Habría un parecido sin mayores consecuencias para el interés del conceptualismo que se define al vincular la defensa del carácter conceptual de la experiencia con la idea de que la percepción justifica los juicios. Parece claro que, en la teoría de la percepción de 1903, Peirce acepta (3) mediante un argumento diferente al del coherentismo. La percepción no justifica a los juicios, porque son resultado de un razonamiento abductivo. El compromiso con esta afirmación no coloca a Peirce dentro de las filas del fundacionalismo tal como hace Atkins (2014).
Podría decirse que los juicios perceptivos son indistinguibles de los abductivos. Aquí Peirce considera oportuna una discriminación:
El único síntoma mediante el cual cabe distinguir los dos [el juicio abductivo y el juicio perceptivo] es que no podemos formarnos la más leve concepción de lo que sería negar el juicio perceptual. Si yo juzgo que una imagen perceptual es roja, puedo concebir que otro hombre no tenga ese mismo percepto. Puedo también concebir que tenga este percepto pero que nunca haya pensado en si era o no era rojo. Puedo concebir que, aunque los colores se hallen entre sus sensaciones, jamás haya dirigido su atención hacia ellos. O puedo concebir que, en lugar de la rojez, surja en su mente una concepción un tanto diferente; que, por ejemplo, juzgue que este percepto tiene un color cálido. Puedo imaginar que la rojez de mi percepto sea excesivamente débil y vaga para que esté uno seguro de si es rojo o no lo es. Pero que un hombre tenga un percepto similar al mío y se haga la pregunta de si este percepto es rojo, lo cual presupondría que ya había juzgado que algún percepto era rojo, y que, tras de una cuidadosa atención a este percepto, declare que palmaria y tajantemente no es rojo, cuando yo juzgo que es netamente rojo, eso no puedo comprenderlo en absoluto. En cambio, una sugerencia abductiva es algo cuya verdad puede ser puesta en duda e incluso negada. (CP. 5.186)
La teoría de la percepción de Peirce puede calificarse como un conceptualismo problemático. En primer lugar, acepta que la percepción no justifica los juicios. En segundo lugar, desestima la definición de si la experiencia tiene o no carácter proposicional. Peirce sostiene que el percepto es no proposicional; sin embargo, con el fin de expresar o externalizar ese percepto sólo contamos con la herramienta cognitiva del juicio perceptivo. En tercer lugar, la explicación del origen del percepto conduce hasta un razonamiento abductivo. Entonces, la relación entre percepto y juicio es abductiva, lo cual no basta para sostener que la experiencia justifique los juicios perceptivos.
Peirce se sustrae a los encasillamientos. Por una parte, su rasgo noconceptualista insiste en marcar la diferencia representacional entre percepto y juicio. Por otra, al igual que los conceptualistas, argumenta que se dan relaciones lógicas entre percepto y juicio. A su vez, por su manera de caracterizar la función representacional, no puede otorgar crédito a ninguna variante del noconceptualismo. No obstante, su rechazo del conceptualismo no puede ser ni un CFf ni un CFd, dado su modo de concebir la inferencia que resulta en un juicio (inferencia abductiva). Asimismo, hallamos una razón más para no asociarlo directamente con ninguna de estas dos opciones conceptualistas, a saber: Peirce no define el carácter proposicional o noproposicional de la experiencia. Para él, la experiencia claramente es conceptual, aun cuando no tenga demasiado sentido decir si tiene carácter proposicional o no. Se estima que esta indeterminación surge de que no se establecen relaciones justificatorias entre la experiencia y los juicios tal como lo afirma el insight del empirismo.
Conclusión
Ensayamos el anacronismo de incluir a Peirce en un debate que lo sucede varias décadas en el tiempo. Luego de reconstruir, por un lado, el vínculo entre Peirce y el pragmatismo y, por otro, de rescatar algunos conceptos referidos a la función representacional, consideramos que nuestra recontextualización resulta un aporte promisorio. La enseñanza más fructífera que lega Peirce, en su análisis de la percepción, podría servir para reavivar las discusiones al plantear un nuevo modo de analizar el conceptualismo. Es posible defender el conceptualismo sin preocuparse por el carácter justificatorio de la experiencia. Cabe una defensa coherente del carácter conceptual del contenido empírico sin sostener que la percepción justifica los juicios. Asimismo, a partir de nuestra investigación, se propone lo siguiente: ahondar en la inferencia abductiva que da como resultado el juicio perceptivo, luego, reconocer en qué estriba la singularidad del percepto y, por último, discriminar tipos de juicios perceptivos de acuerdo a si es posible formularlos voluntariamente o no. En su análisis de la percepción, a Peirce le parece erróneo preguntar por la diferencia entre percepción y juicio. Tiene sentido reparar en su articulación, pero concluir, a partir de dicha diferencia representacional, que hay un aspecto noconceptual ligado a la percepción sería un exceso innecesario.