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Signos filosóficos

Print version ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.15 n.29 Ciudad de México Jan./Jun. 2013

 

Artículo

 

El Barroco en disputa: Carl Schmitt y Walter Benjamin entre lo estético y lo político

 

Baroque in dispute: Carl Schmitt and Walter Benjamin between the aesthetic and the political

 

Donovan Adrián Hernández Castellanos*

 

* Doctorando en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México, donovan.ahc@gmail.com

 

Recepción: 16/01/12
Aceptación: 11/07/12

 

Resumen

El presente artículo es un estudio comparativo donde se argumenta la relación disonante entre las obras de Schmitt y Benjamin sobre la estética barroca. Se defiende que la diferencia entre ambos consiste en su concepción de lo político. Para Benjamin, son dos los aspectos fundamentales del Trauerspiel alemán: 1) la diferencia entre drama barroco y tragedia clásica y 2) el recurso a la alegoría como técnica de expresión. Schmitt, por su parte, encuentra lo singular del drama barroco en la irrupción del tiempo histórico-político dentro de la forma estética. Para el crítico berlinés, lo alegórico debe estudiarse desde la filosofía de la historia, mientras que para Schmitt lo decisivo es lo político, ejecutado a través de la soberanía y la decisión. Tal es la línea argumental del presente estudio.

Palabras clave: alegoría, Barroco, drama, filosofía de la historia, soberanía.

 

Abstract

This paper is a comparative study about the Works of Benjamin and Schmitt on the baroque art. It argues that the specific difference between them most be found in their concept of the political. For Benjamin there is a difference between tragedy and drama, the german Trauerspiel it is an allegorical approach to thingsand history. Schmitt argues that the singularity of baroque drama is the irruption of time in the plastic form. These are the points that the paper proposes.

Key words: allegory, Baroque, drama, philosophy of history, sovereignty.

 

LAS CLAVES DE LA EXPERIENCIA MODERNA

No resulta baladí afirmar que el siglo XX se mostró interesado de las más diversas formas en el pensamiento y la cultura barroca. Esto no sólo a lo que a la literatura y las artes plásticas compete; podemos afirmar que para la filosofía de la historia (Geschichtsphilosophie) más radical de este turbulento siglo, el ethos barroco se impuso con autoridad y le otorgó claves imprescindibles para comprender los fenómenos más relevantes que lo caracterizaron. Del siglo XX se aprendió que el carácter decididamente devastador de la violencia depende en esencia de los avances en la técnica, mientras las relaciones políticas entraron en un periodo crítico que obligó a muchos filósofos a reflexionar de nuevo en el divorcio que se establecía entre la experiencia política y el vocabulario moderno, utilizado para nombrar los fenómenos decisivos de la existencia social. Pero ¿qué aprendió el siglo XX, y particularmente la filosofía centroeuropea, del Barroco? Las ciudades bombardeadas, los problemas entre naciones, el rompimiento de una cultura compartida y la fractura que la racionalidad sufrió a causa de sus propios medios, fueron descritas en gran medida con tropos que el siglo XVII utilizaba para reflexionar melancólicamente sobre su propia crisis. El discurso de la historia aprendió del Barroco a leer la desgracia como una suma de catástrofes naturales y, al mismo tiempo, la historia se contempló como una catarata que arrastraba a su iracundo paso las ruinas de un proyecto civilizatorio.1 La modernidad tardía aprendió del Barroco el lenguaje de la crisis.

De admitirse lo anterior, resulta evidente que, entre los distintos pensadores que se detuvieron a contemplar este pasmoso paisaje de osamentas y rupturas, Benjamin y Schmitt son dos de los más destacados representantes de una mirada radical que se detuvo a reflexionar sobre lo político en su generalidad y sobre las condiciones tardomodernas de la experiencia en particular. Proveniente de una tradición mesiánica y utópica que no temía comprometerse con el marxismo, Benjamín observó que el presente vívido del totalitarismo se imponía con la fuerza de un instante de peligro que amenazaba las formas sociales de la transmisión de la memoria y sobre todo el futuro de lo humano.

Por otra parte, Schmitt, quien se vería comprometido con el nacionalsocialismo activamente, observó a la Modernidad como una era de neutralizaciones que, a través del liberalismo burgués y de la democracia de masas, había elidido el antagonismo que, en su argumentación, constituía la esencia de lo político (Schmitt, 2006: 107-122; y 2008a). Para Benjamin, el Jetztzeit se ofrecía como la ocasión de la detención revolucionaria del tren de la historia, mientras que para el jurista católico, el presente estaba urgido de una decisión soberana, la cual, a través del régimen dictatorial, instauró definitivamente el Estado total. Revolución y contrarrevolución se enfrentaban mediante la revisión política de la historia, pues para ambos pensadores lo decisivo en última instancia era lo político. ¿Dónde estaban entonces las claves de la experiencia de la modernidad, época de crisis y progreso, de regresión y racionalidad?

Recientemente, Giorgio Agamben ha sostenido, de forma acertada al parecer, que la expropiación de la experiencia estaba implícita en el proyecto fundamental de la ciencia moderna (2010: 13). Sin embargo, Benjamin defendió un argumento distinto; para el crítico berlinés de la literatura, no sólo el arte moderno (que se figuraba a través del expresionismo y más tarde con el teatro de su amigo Bertolt Brecht) había sido antecedido por los dramas barrocos y su amor por la alegoría en tanto forma de expresión, sino que también la experiencia moderna en su conjunto había sido modificada por el impacto de la tecnología sobre la sensibilidad humana. El empobrecimiento de la experiencia debería ser comprendido como una lectura de alto impacto sobre las políticas del cuerpo del capitalismo tardomoderno.

Una generación que fue al colegio todavía en tranvía de caballos se encontraba ahora a la intemperie y en una región donde lo único que no había cambiado eran las nubes; y ahí, en medio de ella, en un campo de fuerzas de explosiones y torrentes destructivos, el diminuto y frágil cuerpo humano. (Benjamin, 2007: 217)

Lo que en Benjamin aparece alegorizado como una imagen de la historia que aporta un valor crítico para la acción, en Schmitt se piensa como una condición histórica de la ruptura del ius publicum europeo.2

En tiempos donde la movilización total es un componente constitutivo del Estado total, la acción se percibe como una decisión que suspende la constitución alemana in toto con la finalidad de eliminar la dualidad Estado-Sociedad que tan determinante había sido para la política anterior, unificando ambas e instaurándolas como un objeto de resguardo del Führer (Schmitt, 2004a: 114-118; y Schmitt y Kelsen, 2009).

Por ello no es gratuito que Benjamin y Schmitt se ocuparan de estudiar la cultura barroca desde distintas perspectivas. En el Origen del Trauerspiel alemán de 1927, Benjamin rescataba un género estético de orden menor dentro de la cultura alemana, tanto para ilustrar su metodología histórico-filosófica, como para iluminar el presente ominoso en el que la lucha de clases entraría decididamente; mientras que Schmitt estudiaría en dos polémicas obras el pensamiento político y filosófico-histórico del siglo XVII, para ilustrar sus tesis sobre el concepto de lo político, tales obras serían El Leviatán en la doctrina del Estado de Thomas Hobbes y Hamleth o Hécuba, la irrupción del tiempo en el drama, de 1938 y 1956 respectivamente. Es destacable en este sentido que la obra de Benjamin, antes mencionada, fuera escrita al mismo tiempo bajo el influjo de las categorías schmittianas de la dictadura, la soberanía y el estado de excepción, a la vez que como una corroboración historiográfica de las mismas a partir de un estudio filosófico de la estética del barroquismo. Ello fue motivo para que en una carta de la década de 1930, Benjamin agradeciera a Schmitt por sus aportes enviándole un ejemplar de su estudio especializado.

El historiador italiano Enzo Traverso, siguiendo los pasos de Jacob Taubes, comentó dicha carta —ocultada por Theodor Adorno y Gershom Scholem para la publicación de la correspondencia del amigo— y la muestra como un documento de inagotable valor sobre la cultura política y estética del periodo de Weimar. En opinión de Traverso, la carta muestra una constelación en la cual figura una de las relaciones peligrosas, aunque no por ello menos productivas, del radicalismo político de entreguerras.3 Ese documento se exhibió a la luz pública por el propio Schmitt en su estudio sobre el drama shakespeariano de Hamlet, obra constelada de referencias al estudio de Benjamin sobre el Barroco alemán. Entre ambos estudios existe un paralelismo asombroso. Para el teórico de la constitución, lo característico del drama, distinto de la tragedia, es la irrupción de la temporalidad histórico-política en sus representaciones artísticas, mientras que para el marxista-mesiánico el Trauerspiel es una constelación dialéctica donde puede observarse la experiencia histórica cristalizada en el contenido de verdad (Warheitsgehalte) de las obras dramáticas. Si la tragedia para ambos es la puesta en juego del mito, el drama es el documento donde la irrupción del tiempo es fundamental. Los dos escudriñarían las figuras de la soberanía que el siglo XVII esbozó para la posteridad, pero lo harían de formas inversas: donde Schmitt vio la configuración de una soberanía fuerte capaz de suspender el derecho para la defensa del Estado, Benjamin observó la naturaleza melancólica de los príncipes que caen como un sol en el atardecer. Schmitt para el Estado decisionista, Benjamin para una sociedad sin clases, entrarían en un conflicto póstumo donde el objeto del litigio era la herencia del siglo XVII. El Barroco entró, pues, en disputa, y lo hizo a través de dos proyectos políticos enfrentados a muerte en el continente europeo durante la primera mitad del siglo XX.

En este artículo analizaré las dos lecturas encontradas de Schmitt y Benjamin sobre el drama barroco. Como espero dejar en claro, estas lecturas polémicas parten de una base política que encontró en las obras literarias una forma de explorar las categorías que conforman el rostro histórico de la modernidad. Entre lo estético y lo político, ambos pensadores situaron sus métodos filosóficos e históricos con la finalidad de orientar el sentido de la acción en los tiempos oscuros que se avecinaron enla década de 1930. En consecuencia, el objeto de este estudio serán las políticas de la lectura ejercidas por dos de los pensadores más polémicos de la actualidad.

 

TRAUERSPIELY ALEGORÍA: LAPOLÍTICA DE LA LECTURA EN WALTER BENJAMIN

Benjamin concebía su estudio sobre el drama barroco alemán como una pieza de filosofía de la historia, donde la emblematicidad de la experiencia, sus condiciones retóricas y materiales, figuraban como los actores principales. La historia de este fulgurante y denso escrito está fracturada desde su comienzo. Redactado como un proyecto para acceder a la universidad alemana como profesor, el estudio de Benjamin sobre la estética barroca se convertiría pronto en una de las bases epistemológicas para toda su obra. En particular, el concepto de alegoría, que aparece problematizado con la mayor profundidad, determinó notablemente su concepción dialéctica de la historia y puede ser entendido como una herramienta filosófica constitutiva del Passagen-Werk que ocuparía el resto de sus días. Tal centralidad de la obra de 1927, que influyó en el joven Adorno, se plasma en los testimonios sobre Benjamin publicados tras su muerte. En su Dialéctica de la mirada, Susan Buck-Morss recoge un comentario donde Asja Lascis exhibe la inmersión de Benjamin en su Habilitationsschrift. Lascis, preocupada por los problemas del teatro obrero en ciernes, se indignaba de que Benjamin estudiara piezas de anticuario, escritos de una literatura muerta que sólo conocían algunos especialistas alemanes. El crítico berlinés replicaría la relevancia de su proyecto con dos argumentos: 1) su estudio sobre el Trauerspiel introducía una nueva terminología en la estética filosófica al exhibir la diferencia entre el drama y la tragedia; 2) su obra exploraba la forma lingüística de los dramas barrocos como un fenómeno análogo al expresionismo, considerando la técnica de la alegoría como la pieza clave del arte moderno.4

Recientemente, Irving Wohlfarth ha considerado el trabajo benjaminiano de la década de 1920 dentro de la trama política de la asimilación y la exclusión de los judíos de la cultura alemana. Benjamin se propuso como meta redimir documentos culturales que el mainstream de la época había excluido de su seno, como también de sus instituciones de enseñanza a los judíos alemanes (Wohlfarth, 1999: 30). Argumento adecuado, debido a que el antisemitismo institucional había lanzado a su exterior a los judíos de Centroeuropa, quienes se verían obligados a hacer frente a una herencia cultural dividida que los excluía de la vida social. La imagen de Benjamin como un outsider o como representante del paria, sin duda proveniente de Hannah Arendt, es reiterada por Scholem, para quien Benjamin siempre ocuparía un lugar marginal en el ámbito de las ciencias y la literatura alemana (Sholem, 2007).

Sin embargo, en vida, el propio Benjamin fue considerado como una autoridad en temas de estética, debido principalmente a sus sólidos ensayos sobre la crítica de arte en el Romanticismo y sobre Goethe, todos de la década de 1920. Este último trabajo es bien sabido que cautivó a Hugo von Hoffmansthal, quien apoyó su publicación. Así, Benjamin se dedicaba a ajustar cuentas con la cultura alemana en un medio especializado que recibía ambiguamente su producción crítica. Pero más allá del anecdotario, ¿qué dificultaba tanto la lectura del Origen del Trauerspiel alemán?

Es altamente probable que la dificultad se encontrara en el innovador método filosófico que pergeña la obertura del estudio sobre el Barroco. El Prólogo epistemocrítico es quizás el texto más complicado de toda la producción benjaminiana. Atestado de intuiciones y conceptos provenientes de la metafísica, el texto muestra una escritura casi sobrecodificada y críptica que debe ser descifrada con cuidado y paciencia. Tal como los alegoristas barrocos desvelaban lentamente el enigma contenido en los ideogramas plásticos donde condensaban su taciturno conocimiento, el famoso Prólogo insiste en que toda indagación filosófica sobre la verdad del drama debe ser planteada como un problema de filosofía de la historia. El objeto de la crítica literaria informada filosóficamente es el origen de una forma estética. El planteamiento de Benjamin, cercano a ciertas tradiciones platónicas según veremos, no busca el origen (Ursprung) del drama barroco alemán en las génesis empíricas de la historia, sino que lo rastrea en la prehistoria y en la poshistoria de este género.

Porque, en efecto, el origen no designa el devenir de lo nacido, sino lo que les nace al pasar y al devenir [...] Lo originario no se da nunca a conocer en la nuda existencia palmaria de lo fáctico, y su rítmica únicamente se revela a una doble intelección. Aquélla quiere ser reconocida como restauración, como rehabilitación, por una parte, lo mismo que, justamente debido a ella, como algo inconcluso e imperfecto. (Benjamin, 2006a: 243)

Debido a ello, lo buscado por la filosofía de la historia benjaminiana es la idea del Trauerspiel, nombre alemán para el drama que se empleaba indistintamente en el siglo XIX para referirse también a la tragedia alemana. En consecuencia, la historia filosófica, en cuanto ciencia del origen, hace que surja la configuración de la idea como totalidad. Dicho en los términos de la metafísica leibniziana, la idea es mónada: "La idea es mónada, y eso significa, en pocas palabras, que cada idea contiene la imagen del mundo. Y su exposición tiene como tarea nada menos que trazar en su abreviación esta imagen del mundo" (Benjamin, 2006a: 245).

Como señala su también colega, el injustamente menospreciado Siegfried Kracauer, el método benjaminiano era monadológico, consistía en cristalizar de golpe las ideas de la época y concebirlas como una mónada o constelación dialéctica en detención para redimir filosóficamente la verdad sobre la experiencia de una época.

El propio Benjamin llama monádica su forma de proceder. Es la posición contraria al sistema filosófico que se quiere asegurar gracias a los conceptos universales del mundo [...], Benjamin sostiene —haciendo referencia a la teoría platónica de las ideas y a la escolástica— la multiplicidad discontinua no tanto de fenómenos como de las ideas. Éstas se manifiestan en el turbio medio de la historia. El drama es, por ejemplo, una idea. (Kracauer, 2009: 163)

Ello acercaba los trabajos del crítico berlinés con los escritos talmúdicos y los tratados medievales, pues su procedimiento era la interpretación. "Sus intenciones son de tipo teológico", precisaba agudamente Kracauer (2009: 163). La unión tensa entre materialismo y teología, otro ejemplo de las relaciones peligrosas con las que disfrutaba el crítico berlinés, le daba a su lectura de los documentos culturales un afán redentivo.5

En este tenor, Benjamin sostenía ya desde su ensayo sobre las Afinidades electivas de Goethe, que el comentario de una obra se distingue de la crítica estética en la medida en que el primer procedimiento de lectura busca el contenido objetivo de la obra, mientras la crítica busca el contenido de verdad que se hace explícito en su recepción póstuma. Éstas son las claves de su lectura crítico-filológico-política (Martínez, 2005: 172). El contenido de verdad de una obra está discretamente tejido con su contenido objetivo, que todo buen comentario debe lograr. Sin embargo, el trabajo del crítico puede compararse con el del paleógrafo ante un pergamino cuyo texto está cubierto con los trazos de un escrito más fuerte que a él se refiere.

En este sentido, la historia de las obras prepara su crítica, y por eso mismo incrementa su fuerza la distancia histórica [...] Así, el crítico pregunta por la verdad, cuya llama viva sigue ardiendo sobre los pesados leños de lo sido y la liviana ceniza de lo vivido. (Benjamin, 2006b: 126)

Aceptando que el Trauerspiel sea una mónada que cristaliza la imagen del mundo del Barroco, cabe preguntarse por el contenido de verdad que la crítica de arte debe sacar a la luz pública. Para Benjamin, el contenido de todo drama barroco es la historia y no la narrativa mítica que caracteriza a las tragedias clásicas. En esto se separa de la estética del Romanticismo, que confundía ambas en su afán de unificación de criterios idealistas para consignar la esencia del médium artístico. Si la interpretación clásica de la tragedia veía en ésta la ocasión de expurgar el pathos del espectador en un efecto catártico, el pensador judeo-alemán veía en el Trauerspiel la crónica de los padecimientos del mundo petrificados en sus alegorías. Ni siquiera la interpretación nietzscheana del genio trágico satisfacía las exigencias benjaminianas. Interpretar la tragedia a partir del espíritu de la música dionisíaca, como hacía Friedrich Nietzsche, o verla como una narrativa fragmentaria que tomaba sus temas de la épica, como postulaba Ulrich von Wilamowitz, no atendía a la diferencia específica del Trauerspiel barroco. Como defiende Benjamin: "Hasta la fecha actual, la renovación del patrimonio literario alemán que comenzó con el Romanticismo apenas si ha afectado a la literatura del Barroco" (Benjamin, 2006a: 246). De esta forma, la crítica benjaminiana plantea una tesis que debería encerrar las características extremas de este género dramático tan poco explorado a la sazón. Pero, ¿cuál era su contenido de verdad?

El contenido de éste, su verdadero objeto, es la vida histórica tal como se la representaba aquella época. En eso se diferencia de la tragedia. Pues su objeto no es la historia, sino el mito, y lo que confiere status trágico a las dramatis personae no es el estamento —la monarquía absoluta—, sino la época prehistórica de su existencia —el pasado heroico—. Al modo de ver de Opitz, lo que define al monarca como personaje principal del Trauerspiel no es el enfrenta-miento con Dios y el destino, la actualización de un pasado inmemorial que contiene la clave de una población viva, sino la consagración de las virtudes principescas, la representación de los vicios principescos, la comprensión de la actividad diplomática y, en fin, la destreza en las maquinaciones políticas. En cuanto primer exponente de la historia, el soberano llega casi con ello a pasar por su verdadera encarnación. (Benjamin, 2006a: 265)

El soberano, entonces, es el protagonista principal del Trauerspiel y su estamento monárquico le concede a los dramas de razón de Estado su dignidad estética. El Trauerspiel es indiscernible de una representación de la política que la reduce a ser un escenario de conflictos de corte. Aun más, tal comprensión de la historia, heredada de las disputas teológicas entre protestantes y contrarreformistas, como un drama escénico, apela a la comprensión de la crónica de los sucesos epocales mismos en tanto que Trauerspiel. La historia como drama, una suerte de estetización de la experiencia moderna que sería lograda cabalmente por el fascismo. "Como el calificativo de 'trágico' hoy en día, así también —y con más razón— en el siglo XVII la palabra Trauerspiel se aplicaba tanto al drama como al mismo acontecer histórico" (Benjamin, 2006a: 266). Pero antes de explorar la concepción barroca de la historia, fundamentalmente alegórica e ideográfica, Benjamin muestra lo que, en el vocabulario contemporáneo de los estudios literarios, podríamos llamar la estructura formal y sincrónica del Trauerspiel barroco.

Si todo drama del siglo XVII tiene como elemento estructural las virtudes o vicios del soberano, los dramas de soberanía propiamente pueden dividirse en dos grandes tipos: los dramas de martirio, donde el soberano sufre debido a su bondad idiosincrática y se resigna melancólicamente a su caída ocasionada por las luchas por el poder de la corte; y, en segundo lugar, los dramas de tiranía, cuyo cometido soberano es restaurar el orden en el seno del estado de excepción: "una dictadura cuya utopía siempre consistía en sustituir el errático acontecer histórico por la férrea constitución propia de las leyes naturales" (Benjamin, 2006a: 277). Este concepto de soberanía, Benjamin lo toma prestado de la Teología política de Schmitt, quien a través de una recuperación de los teóricos contrarrevolucionarios y de los pensadores modernos de lo político, sostiene que es soberano quien decide contingentemente sobre la excepción por la que atraviesa un Estado (Schmitt, 2004b: 23). Esta concepción, que se opone punto por punto a la teoría normativa kelseniana, sostiene que más allá de las normas, las cuales deben funcionar en un estado de normalidad asegurada, existen momentos, imposibles de precisar por definición, donde la normatividad legal que regula a la sociedad debe ser suspendida por completo con la finalidad de restablecer las condiciones que hacen posible el funcionamiento cotidiano del Estado (Schmitt, 2004b: 54 y ss.). La excepción en este caso serían las situaciones de guerra y de sedición, o guerra civil, donde el enemigo no es una agrupación política ajena al Estado, sino interna al mismo.

Schmitt estudió la institución del estado de excepción en su monografía sobre La dictadura, donde hacía un recorrido historiográfico de tal situación política y sus regulaciones desde el derecho romano hasta el moderno estado de sitio militar. El jurista distinguía entonces entre una dictadura comisarial, donde el dictador no era otra cosa que un magistrado al servicio de la República, el cual, en un tiempo establecido de antemano, debía restablecer las condiciones del ejercicio normal de la formación política, y mostraba la clara tendencia de la Modernidad a proclamar una dictadura soberana, la cual no funciona al interior de una forma política, sino que instaura soberanamente una nueva, rompiendo la constitución anterior y postulando otra distinta. En el primer caso se trata de una magistratura que funciona dentro de un poder constituido; en el segundo caso se trata de una soberanía nueva que opera como poder constituyente: una suspende la Constitución del Estado, mientras la otra da lugar a una nueva Constitución (Schmitt, 2007). No es gratuito que Benjamin se hubiera interesado en estas tesis teológico-políticas. En su libro de 1927 escribe:

Si el concepto de soberanía acaba por otorgar sin reservas al príncipe un supremo poder ejecutivo, el barroco se desarrolla por su parte a partir de una discusión sobre el estado de excepción, y considera que la función más importante del príncipe consiste en evitarlo. (Benjamin, 2006a: 268)

Ya en la Teología política, Schmitt defendió que todo concepto significativo de la teoría moderna del Estado era en realidad un concepto teológico secularizado. Pero esto no era sólo un avatar de la historia, sino que por estructura sistemática "el estado de excepción tiene un significado análogo al del milagro en la teología" (Schmitt, 2004b: 42). A ésta, Benjamin la identificaría como una tesis contrarreformista, pues el modo de pensar teológico-jurídico del siglo XVII expresa la trascendencia que subyace a la visión intramundana del Barroco. Sobre esta antítesis se funda la teoría del estado de excepción.

El hombre religioso del Barroco tiene tanto apego al mundo dado que se siente arrastrado con él hacia una catarata. No hay en efecto una escatología barroca; y justamente por ello sí hay un mecanismo que reúne y exalta todo lo nacido sobre la tierra antes de que se entregue a su final. El más allá es vaciado de todo aquello en que se mueve hasta el más leve hálito del mundo, y el Barroco le arrebata una profusión de cosas, normalmente sustraídas a cualquier figuración, que ahora en su apogeo saca a la luz con una figura drástica, a fin de despejar un último cielo y, en cuanto vacío, ponerlo en condiciones de aniquilar algún día en sí a la tierra con una catastrófica violencia. (Benjamin, 2006a: 269)

De esta forma, la idea de catástrofe muestra la visión de la historia del siglo XVII, una imagen del mundo pesimista y sin salida redentora. De esta manera, la historiografía cristiana se encuentra vinculada con el teatro barroco. Si no hay salida hacia la trascendencia, sólo hay lugar para una mundana. El Trauerspiel se sume por entero en el desconsuelo de la condición terrena. Y en el estado de creatura, que también incluye al soberano, el empleo de símiles de la historia natural fue definitivo; a ello le adjudica Benjamin el entusiasmo barroco por el paisaje: "en la huida barroca del mundo la última palabra no la tiene la antítesis de historia y naturaleza, sino la total secularización de lo histórico en lo que es el estado de la Creación" (Benjamin, 2006a: 297). El Barroco supo hacer una imagen espacial del tiempo, cuya representación alegórica se expresaba en emblemas e ideogramas que debían ser interpretados por el sabio meditabundo.

Es por ello que el drama barroco no es la catarsis del luto, sino el objeto donde el luto encuentra al fin su realización: "en los dramas barrocos la historia se transforma en historia natural, así en el análisis de la tragedia no se atendió a la distinción entre historia y leyenda" (Benjamin, 2006a: 330). De la teología contrarreformista el Trauerspiel obtuvo su pleno significado, pues concebía el acontecer como el desarrollo natural de la condición de criatura, que, reflejando todavía el sol de la gracia, se hundía en el charco de la culpa adánica. Trauerspiel significa propiamente que la historia natural es obra del dolor. La teoría del luto, fundamental para la época, hallaba en el taedium vitae su forma de subjetivación característica.

La afinidad entre luto y ostentación, tan grandiosamente documentada por las construcciones verbales del Barroco, tiene en esto una de sus raíces, como la tiene el ensimismamiento ante cuyos ojos aquellas grandes constelaciones de la crónica del mundo se presentan como un espectáculo cuya contemplación puede valer la pena ciertamente por mor del significado que en él se pueda confiadamente descifrar, pero cuya repetición ad infinitum promueve hasta el predominio desesperanzado la desgana vital propia de la estirpe de los melancólicos. (Benjamin, 2006a: 353)

Los melancólicos, nacidos bajo el signo de Saturno, el planeta de las revoluciones lentas, obtienen su sabiduría mediante la inmersión en la vida de las cosas creaturales, sin deber nada a la voz de la revelación. Leen el mundo, mediante la acidia, como se lee un libro de emblemas y grabados.

Este recurso técnico-estético a la alegoría barroca abre todo un programa filosófico de lectura del mundo. En él, cada objeto remite semánticamente a otro, cada imagen narra una historia diferente donde, al fin, la confusión de los signos toma asilo en las cosas que se prestan a la mirada. Podría hablarse incluso de toda una retórica de la imagen que el dispositivo barroco de la lectura hace posible, y que quizá pueda rastrearse hasta las técnicas modernas de impresión y reproducción del arte como son el grabado y la litografía. Sin embargo, el Romanticismo confundió sempiternamente a la alegoría con el símbolo teologal, negando la especificidad tropológica y visual de la primera figura del pensamiento. Benjamin, como señala Wohlfarth, denuncia al Romanticismo como un usurpador del lugar que le correspondía a la alegoría como técnica de expresión.

Sobre la base de premisas judías, Benjamin procede a hacer una transvaloración de esta oposición cargada, reinterpretando la naturaleza arbitraria de la alegoría como una reflexión melancólica sobre la caída del lenguaje en la arbitrariedad de los signos, los rasgos sin redimir del mundo histórico. (Wohlfart, 1999: 86)

Susan Buck-Morss muestra que el recurso ideográfico de la historia natural hace aparecer concretamente la prehistoria, en su sentido marxista, como mortificación del mundo de las cosas: "la idea de 'historia natural' (Naturgeschichte) proporciona imágenes críticas de la historia moderna como prehistoria —meramente natural, aún no historia en el auténtico sentido humano—" (Buck-Morss, 2001: 182).

Como numerosos investigadores del Barroco sostienen, la alegoría moderna surge de los intentos académicos por descifrar los jeroglíficos egipcios. Considerado como la escritura de Dios a través de imágenes naturales, en lugar del lenguaje fonético, el jeroglífico suponía, por un lado, que la cosa representada era en realidad la significada: ser era significar; y, por el otro, que no había arbitrariedad en la referencialidad del significante con el significado. "Las imágenes naturales prometían develar el lenguaje a través del cual Dios comunicaba el sentido de sus creaciones a los seres humanos" (Buck-Morss, 2001: 193). Esta representación de los ideogramas egipcios, lograda por el Renacimiento, tenía una interpretación neoplatónica derivada de la recepción del Physiologus donde las historias de animales estaban revestidas de un ropaje moral de carácter alegórico. De acuerdo con el estudioso de los signos Rudolph Wittkower, en su ensayo "Los jeroglíficos en el primer Renacimiento" Marsilio Ficino, quien intentaba reconciliar a Platón con el cristianismo, consideraba que los jeroglíficos contenían una sabiduría oculta. Precisamente el "neoplatonismo alejandrino había combinado todas las tradiciones esotéricas orientales en un solo edificio filosófico con la ayuda de la alegoría" (Wittkower, 2006: 174). Pero, ¿cuál era la forma visual en que se revelaba la verdad última? Ya Plotino, en el libro V de las Enéadas, escribió:

Los sabios egipcios [...] dibujan imágenes y grabados para todas las cosas en sus templos, haciendo así manifiesta la descripción de esas cosas. De este modo, cada imagen era una especie de entendimiento y sabiduría y substancia que ofrecía todo a la vez, y no razonamiento discursivo y deliberación. (Wittkower, 2006: 175)

Por su parte, Ficino agregaba: "Los egipcios presentaban el conjunto del razonamiento discursivo como si dijéramos en una imagen completa" (citado en Wittkower, 2006: 175). De forma que para el neoplatonismo la imagen del jeroglífico no representaba simplemente el concepto, sino que lo encarnaba. Como Wittkower concluye, de acuerdo con el neoplatonismo,

Si uno pudiera descifrar los jeroglíficos, tendría acceso no sólo a muchos misterios antiguos, sino sobre todo al secreto de cómo expresar la esencia de una idea, su forma platónica, por decirlo así, perfecta y completa en sí misma, por medio de una imagen. [De forma que] los jeroglíficos esbozaban la verdad general en forma alegórica o simbólica. (Wittkower, 2006: 175)

A pesar de las recientes reservas que muestra Fernando de la Flor frente a la escuela de Aby Warburg,6 lo cierto es que Benjamin tiene en mente la cita de Ficino donde la sabiduría divina conoce por medio de la imagen los arquetipos de las cosas, por ello la eficacia epistémica y pedagógica de la imagen alegórica supera la deliberación discursiva, pues es la inmediatez de una iluminación profana.

Benjamin recurre a los auténticos documentos de la moderna concepción alegórica, a saber, las obras emblemáticas, gráficas y literarias del Barroco. Para el pensador judeo-alemán, la alegoría moderna no es un mero tropo que designa una narrativa alterna o simplemente encriptada en signos, como sostiene "no es una técnica lúdica de producción de imágenes, sino que es expresión, tal como es sin duda expresión el lenguaje, y también la escritura" (Benjamin, 2006a: 379). Se trata, en consecuencia, de una técnica. Siguiendo a Friedrich Creuzer, Benjamin destaca que la diferencia entre representación simbólica y expresión alegórica consiste en que la primera significa meramente una idea, la cual es por tanto distinta del signo que la reproduce, mientras que la alegoría es la idea hecha sensible, encarnada (Benjamin, 2006a: 387). Por ello:

La medida de temporal de la experiencia simbólica es el instante místico en el que el símbolo da acogida al sentido en su interior oculto e incluso boscoso, si es que puede decirse de este modo. Y, por otra parte, la alegoría no se encuentra exenta de una correspondiente dialéctica, y la calma contemplativa con que se sumerge en el abismo entre el ser figurativo y el significar no tiene nada de la desinteresada suficiencia que se encuentra en la apariencia emparentada intención del signo. La violencia con la cual el movimiento dialéctico se agita en este abismo de la alegoría debe revelarla el estudio de la forma del Trauerspiel con mucha más claridad que cualquier otro. (Benjamin, 2006a: 382)

La categoría del tiempo entonces será fundamental para esta dialéctica alegórica, toda vez que en la alegoría la facies hippocratica de la historia se ofrece a los ojos del espectador como paisaje primordial petrificado. En todo lo intempestivo e inacabado, lo doloroso y lo fallido, la historia se plasma como las marcas sobre un rostro:

[... ] o mejor, en una calavera. Y si es cierto que esta carece de toda libertad "simbólica" de expresión, de toda armonía clásica de la forma, de todo lo humano, en esta figura suya, la más sujeta a la naturaleza, se expresa significativamente como enigma no sólo la naturaleza de la existencia humana como tal, sino la historicidad biográfica propia del individuo. Éste es sin duda el núcleo de la visión alegórica, de la exposición barroca y mundana de la historia en cuanto que es historia del sufrimiento del mundo. (Benjamin, 2006a: 383)

Y como historia del dolor, la alegoría muestra el significado de las cosas en las estaciones de su decaer. Por ello mientras mayor sujeción a la muerte, mayor significado. De ahí que la naturaleza, al estar sujeta a la muerte, sea siempre alegórica. Esta forma de expresión viene al mundo Barroco con un extraño entrecruzamiento entre naturaleza e historia. Las iconologías nacieron justamente de la interpretación alegórica de los jeroglíficos egipcios, donde los datos históricos y religiosos se reconocían como elementos de la filosofía de la naturaleza, al lado de otros de carácter místico y moral. Durante el Renacimiento, los literatos comenzaron a escribir empleando imágenes de cosas (rebús) y los emblemas alegóricos, con sus inscripciones icónicas, pergeñaron medallas y columnas, arcos y demás objetos artísticos de la época.

A diferencia del humanismo ilustrado, el pensamiento emblemático del Barroco no veía la teleología de la historia como realización de la felicidad humana, ni objetivaba a la naturaleza como tema de estudio científico.

Pues para el Barroco la naturaleza es útil a la expresión de su significado, a la representación emblemática de su sentido, la cual, en cuanto alegórica, continúa siendo irremediablemente distinta de su realización histórica. En los ejemplos morales y en las catástrofes, la historia no contaba sino como un momento temático de la emblemática. El que ahí vence es el rígido rostro de la naturaleza significante, mientras que la historia ha de quedar, de una vez por todas, confinada a lo accesorio. (Benjamin, 2006a: 389)

De esta forma, la emblemática del siglo XVII se opone a la alegoría medieval y su uso pedagógico y edificante. En esta nueva dialéctica alegórica, cada personaje, cada cosa y situación remiten a otra; en esta exégesis textual, icónica y escritural, los signos intramundanos cobran una potencialidad que los hace parecer inconmensurables con las cosas profanas.

[La] doctrina barroca concebía la historia en tanto que creado acontecer, la alegoría en particular, aun siendo convención como toda escritura, sin embargo es tenida por creada igual que la sagrada. La alegoría del siglo XVII no es pues convención de la expresión, sino expresión de la convención. Expresión por tanto de la autoridad, secreta por la dignidad misma de su origen y pública por el ámbito de su validez. (Benjamin, 2006a: 393)

Ahora bien, con el Trauerspiel la historia se convierte en objeto dramático; el carácter escritural de la alegoresis será para ello determinante en la estructura del drama barroco. "La fisonomía alegórica de la historia-naturaleza que escenifica el Trauerspiel está presente en tanto que ruina" (Benjamin, 2006a: 396). Con ello, la historia se reduce a ser escenario sensible, una cadena de acontecimientos que avanzan hacia una decadencia incontenible. Las ruinas muestran la eterna caducidad de las cosas y son la materia más digna del artista barroco. Por ello, las alegorías son en el reino de los pensamientos lo que las ruinas al reino de las cosas. "De este modo, con la decadencia, y única y exclusivamente a través de ella, el acontecer histórico se contrae y entra en escena" (Benjamin, 2006a: 398). Pero, en la medida en que las cosas se ofrecen al melancólico en tanto alegorías, su efecto mortuorio se acentúa; las cosas que antes se presentaban como rebosantes de significación aparecen ahora como vacías, pues la arbitrariedad semántica y la referencialidad cuasi ilimitada de la alegoría hacen de la mortificación de las obras el resultado de su conocimiento.

Benjamin demostró la radicalidad de sus tesis al defender que lo definitivo del Trauerspiel estaba en su estructura alegórica. De esta manera desocultó un objeto analítico que había pasado desapercibido por la crítica de arte romántica, y, por si eso fuera poco, inauguró toda una serie de pistas que aportan claves actuales y todavía vigentes para el estudio de los signos barrocos, de la alegoresis y sus implicaciones en la experiencia de los sujetos históricos, mostrando la importancia que la emblemática tiene para la representación filosófica de la historia, y ayudó a reflexionar sobre la configuración barroca de toda una retórica de la imagen. Estas pistas sirvieron para que Schmitt reflexionara acerca del drama barroco, pero esta vez sobre el Hamlet de Shakespeare. En esta reflexión se encuentra la conflictualidad de las interpretaciones aportadas por ambos, la cual analizaré a continuación. Sin embargo, para Benjamin lo decisivo de su estudio sobre el Trauerspiel consistía en su afán de salvar un documento de cultura que la barbarie romántica había elidido de la herencia alemana.

 

CARL SCHMITT, EL DRAMA DE LA SOBERANÍA

A su manera, Schmitt descifró lo filosófico que subyace encubierto en lo estético, pero el programa político desde el cual lo hace es radicalmente opuesto al de Benjamin. Mientras que el filósofo judeoalemán buscaba redimir la experiencia barroca para iluminar el momento revolucionario, el jurista alemán buscó fortalecer las bases de una cultura política autoritaria y decisionista, que tomaría su forma en el Estado nacionalsocialista. La idea de Schmitt es fortalecer el autoritarismo político mediante una recuperación polémica del estado de excepción de cara al constitucionalismo de la República de Weimar.

Como puede apreciarse en la Teoría de la constitución y en su escrito sobre El concepto de lo político, Schmitt promueve una teoría política que rechaza los principios tanto del constitucionalismo liberal y republicano como del normativismo. La teoría schmittiana de lo político atiende a cuestiones existenciales sobre las unidades políticas realmente constituidas. Si quisiera verse así, se trata de una especie de existencialismo político en la medida en que reflexiona sobre la conflictualidad de los grupos políticos vigentes en tanto que esencia de lo político. Cualidad que ha llamado poderosamente la atención del pensamiento político vigente.7

Así, para Schmitt la constitución es la situación total de la unidad y ordenación políticas (Schmitt, 2009: 29). Lo cual implica que un pueblo sólo encuentra cauce y facticidad en la medida en que se otorgue una Constitución. Es una decisión totalitaria que afecta a la unidad política, determinante para la soberanía. Como mencioné antes, al señalar la clara influencia que esta teoría schmittiana tenía sobre el pensamiento político y estético de Benjamin, Schmitt sólo identifica la soberanía con el ejercicio actual y fáctico del soberano que suspende la constitución in toto para la salvaguarda del Estado. Esto es: soberano es quien dicta el estado de excepción.

Podría decirse que todo el pensamiento de Schmitt consiste en leer la historia de la teoría política y jurídica a partir del estado de excepción. De forma que nociones como soberanía, estado de excepción, dictadura y otras afines se articulan en el discurso de Schmitt como significantes maestros, a partir de los cuales comprende todo el fenómeno de lo político.

Schmitt, hábil lector de la coyuntura política, se mostraría proclive a combatir el liberalismo y a rechazar la vía revolucionaria marxista. En su lugar propone la consolidación decisionista del Estado total. Razón por la cual, el jurista alemán se muestra como el perfecto antagonista de la imagen que el liberalismo se ha conformado del Estado. Para éste, como sostiene en su libro sobre la crisis del parlamentarismo, el Estado liberal deja de ser una entidad política (en el sentido que le da Schmitt a ese término), para constituirse en un organismo administrativo que atiende a las funciones mínimas de garantizar la competencia entre rivales dentro del mercado en expansión (Schmitt, 2008a).

En su interpretación de la filosofía política de Thomas Hobbes, Schmitt ya había analizado la eficacia icónica del mito para la representación del Estado y de lo político. En ese texto, el jurista sostiene que en el Estado lo importante no es la representación de la totalidad por medio de una persona, sino el servicio de la protección efectiva. Afirmación contundente que adquiere todo su sentido en medio de la generalización de la guerra civil intraeuropea del siglo XX. La imagen del Leviatán, alegórica en extremo, era eficaz para la ideación del cuerpo colectivo.

Pues [como escribe en Catolicismo romano y forma política] ningún sistema político puede perdurar ni siquiera una generación con la mera técnica de la afirmación del poder. La idea es parte integrante de lo político, ya que no hay política alguna sin autoridad, ni ninguna autoridad sin persuasión. (Schmitt, 2011: 21)

Sin embargo, la imagen técnico-racional del Estado que se pone en marcha en el pensamiento hobbesiano era un índice de la entrada de la Modernidad en la era de las neutralizaciones y las despolitizaciones. La mitología mecanicista del siglo XVII hace que

[...] su concepto de Estado [se convierta] en un factor esencial del gran proceso, que duró cuatro siglos y a través del cual, con el auxilio de concepciones técnicas, se produjo una "neutralización" general y el Estado se transformó en un instrumento técnico-neutral. (Schmitt, 2008b: 104)

Por ello, Schmitt difiere en la evaluación que hace Benjamin de la soberanía en el Barroco, apelando justamente al género dramático, pues el drama de Shakespeare no está en el camino del Estado soberano del continente europeo, que debía ser neutral en cuestiones religiosas porque había salido de la guerra civil generalizada. En este sentido, el crítico berlinés no atendía la diferencia entre la situación insular inglesa y la continental "y, con ello, a la diferencia entre el drama inglés y el drama barroco alemán del siglo XVII". Para Schmitt esa diferencia era esencial para una interpretación del Hamlet, debido a que el núcleo de ese drama no se deja aprehender meramente con categorías culturales como Barroco o Renacimiento.

La diferencia puede caracterizarse, de manera rápida y adecuada, mediante una antítesis entre dos expresiones llenas de un fecundo sentido y sintomáticas en relación con la historia espiritual del concepto de lo político. (Schmitt, 1993: 53)

El desacuerdo, en consecuencia, radica estrictamente en la concepción de lo político detentada por ambos autores. Si para Benjamin la política se entiende a partir de categorías existenciales como el dolor del mundo, con su forma de expresión alegórica y no teleológica, para Schmitt lo político es el lugar de la antítesis extrema entre el amigo y el enemigo de unidades políticas concretas. Esta oposición incide en la propia interpretación del drama barroco. Al igual que el filósofo judeoalemán, Schmitt se pregunta acerca del origen del drama, pero este origen se encuentra en el acontecer trágico que sólo puede hallarse en una realidad histórica y no a partir del contenido inmanente de la obra (Schmitt, 1993: 53). Para Schmitt el drama no es una mónada, es sobre todo el lugar estético de la irrupción del tiempo histórico-político que se piensa con el concepto de decisión. Según el jurista alemán, quien había trabajado sobre el decisionismo jurídico desde la década de 1920, el orden político no se sostiene sobre normas impersonales ni sobre la división del poder, sino que se instaura sobre la arbitrariedad de una decisión soberana. Por ello veía en el Hamlet shakespeareano la figura por excelencia del ensueño y la vacilación incapaz de decidirse por acción alguna. Todo un reto para su concepción autoritaria de lo político.

En tres breves capítulos, Schmitt elabora sus tesis sobre el drama shakespeareano. Hamlet o Hécuba resulta por ello un documento de la mayor relevancia. Pues entre el drama de venganza y la innovadora figura del soberano sin decisión, Schmitt intenta refutar las tesis psicologistas e historicistas que intentan explicar unidimensionalmente uno de los mitos más importantes de Occidente. De acuerdo con el jurista alemán, la oblicuidad del tema de la madre (el hecho de que el espectro del padre le haya pedido a Hamlet que tome venganza sin lastimar a su antigua esposa) no debe leerse como un patrón de complejos psicoanalíticos, sino como alusión alegórica de un episodio real en la familia de los Estuardo (María Estuardo se involucró en el asesinato de su esposo para luego casarse con su cuñado); episodio que fue integrante de los conflictos de religión en la península británica del siglo XVII. Obviamente Shakespeare y su compañía estuvieron al tanto de ese episodio de historia contemporánea, pero no podían hacerlo explícito. Lo interesante del argumento de Schmitt radica en que él observa el teatro shakespeareano como un documento artístico realizado por y para su época, donde el espectador y el saber común de la corte eran determinantes. Lo singular del Hamlet consiste "en la desviación de la figura del vengador hacia la de un melancólico inhibido por la reflexión" (Schmitt, 1993:19). Contrario al racionalismo ilustrado, y en oposición directa a las tesis de Benjamin y la importancia que éste le adjudicaba a la teoría de la melancolía barroca, Schmitt defiende que la acción política siempre requiere de la decisión del soberano sobre la excepción, y cuando ésta no se efectúa entonces no existe la soberanía. Shakespeare, por otra parte, deja abierta la cuestión de la soberanía para saber si en efecto el Hamlet puede interpretarse como un drama de usurpación.

La misión de venganza y su impulso son desviados por reflexiones del vengador que no se refieren sólo a los medios prácticos y al camino de una venganza aproblemática, sino que hacen de ella un problema ético y dramático. El protagonista de la pieza de venganza, el vengador que lleva la acción, incluso como personaje y figura dramática, sufre una desviación interna de su carácter y su motivación. Podríamos llamar a esto la hamletización del vengador. (Schmitt, 1993: 21)

Debido a estas discontinuidades en la estructura del drama, Schmitt se pregunta por las fuentes de esta forma estética y encuentra su respuesta en la historia política de las acciones soberanas. "Aquí es donde aparece la relación entre la tragedia y el presente histórico" (Schmitt, 1993: 24). La figura de la reina y la del vengador inhibido (que remite a Jacobo Estuardo) son dos irrupciones del tiempo histórico que penetran en el drama. Un trabajo que les abre la puerta al historiador y al pensador de lo político para dirimir una cuestión en apariencia estética en grado puro. Pero éste es un enclave que complica justamente tales diferencias. En opinión de Schmitt sólo el Romanticismo, al que rechaza como liberal y despolitizador (2001), pudo haber generado una imagen de la creación estética como deudora exclusiva del genio artístico. Mientras que lo decisivo en todo caso es lo político. En este sentido, la libertad creativa del dramaturgo siempre está limitada por los sucesos histórico-políticos efectivos. Contrario a la teoría estética del juego, que de Schiller a Gadamer ha determinado la comprensión del arte, Schmitt recusa la idea de que la obra sea una unidad cerrada, la cual establece las reglas de su mundo autónomo y formativo del hombre, para sostener que la "tragedia termina donde comienza el juego, aunque éste sea el juego del llanto (Trauerspiel), una obra triste para espectadores tristes y un intenso drama" (Schmitt, 1993: 34). El drama es entonces la irrupción del tiempo.8

Para el sentir barroco, la vida se había convertido en escena; estetización de lo histórico que ya se había apuntado al pasar. Pero en el Theatrum Mundi, en el Theatrum Naturae el "hombre activo de esta época se veía a sí mismo sobre un proscenio frente a espectadores, y se entendía a sí mismo y su actividad en la teatralidad de su obrar" (Schmitt, 1993: 38). Este sentimiento escénico, que denota la enorme voluntad de espectáculo del Barroco (que para muchos antecede nuestras modernas sociedades del espectáculo), convierte a la acción en el espacio público en una acción para el escenario y, por tanto, para el drama.

Dicha teatralización barroca de la vida en la Inglaterra isabelina de Shakespeare fue pensada por Schmitt como un proceso independiente y elemental, que aún no estaba organizado en la estatalidad soberana. Los dramas del inglés no tenían el sentido estatal-político de esa época, pero tenían una característica distintiva. El teatro de Shakespeare introducía una especie de excedente tomado de la realidad objetiva del acontecer trágico, logrando que la gravedad irreductible de estos sucesos no se disolviera en el juego autorreferencial del teatro barroco.

Más aún, como teatro elemental, era parte de la realidad presente de su época, un fragmento de presente, en una sociedad que percibía su acción en gran medida como teatro, sin por ello contraponer de forma especial el presente del fragmento representado a la actualidad vivida de su propio presente. También la sociedad estaba sobre la escena. La obra en escena podía aparecer, sin afectación, como teatro dentro del teatro, como representación viviente en la obra inmediatamente presente de la vida real. (Schmitt, 1993: 34-35)

Teatro dentro del teatro, el Barroco encontró una manera de insertar dos dinámicas que claramente forman parte de nuestra experiencia contemporánea: la estetización de la política y el excedente histórico-político dentro del drama, tan importante para el teatro expresionista posterior.

De este modo se producen ambas irrupciones en el que, de otro modo, sería el círculo cerrado de una mera obra escénica, sin más, dos puertas a través de las cuales accede el elemento trágico de un acontecer real en el mundo de la obra, convirtiendo el drama en tragedia, la realidad histórica en mito. (Schmitt, 1993: 40)

De esta forma, el análisis del Barroco elaborado por Schmitt introduce un aspecto que el trabajo benjaminiano analizaba de soslayo: la irrupción de la temporalidad histórica en el orden de la creación estética. Si para el crítico judeoalemán era posible generar un método monadológico que pudiera descubrir la verdad inmanente a la obra por medio de la crítica del arte, Schmitt optaba por leer la tragedia barroca como una puerta alegórica hacia la historia y la situación espiritual de lo político, conforme a la distinción amigo-enemigo. Sin embargo, ambos estudiaban, quizá sin notarlo abiertamente, un periodo histórico que mostraba una dinámica que antecedía en mucho a las derivas históricas de lo político durante el siglo XX.

La voluntad barroca de espectáculo, de la cual hablé antes, detectada eficazmente por Benjamin y Schmitt, puede ser entendida como un antecedente histórico de la estetización de la política administrada por el nacional-socialismo durante el Tercer Reich. Con esta idea, Benjamin mostraba que la guerra y la autodestrucción humanas se habían convertido en un espectáculo que exhibía a los seres humanos el grado brutal de su alienación en un tiempo donde la tecnología era capaz de satisfacer las necesidades básicas de la humanidad. Esta idea y este diagnóstico radical sobre el estado de la experiencia sensible en la Modernidad tardía fueron aprovechados para la elaboración crítica del concepto de espectáculo, que encontramos en la obra de situacionistas como Guy Debord y Raoul Vaneigem. Aunque con diferentes estrategias políticas (los situacionistas, finalmente, pretendían revolucionar la vida cotidiana empleando a fondo las técnicas de la vanguardia estética y las ideas políticas del marxismo consejista), la idea de que el mundo deviene su imagen técnicamente determinada, forma parte de todo un diagnóstico epocal que apoyaron, entre otros, Heidegger, Benjamin y la Escuela de Fráncfort. En todo caso, se ve en Schmitt y sus tesis sobre el Hamlet a un precursor sociológico de los estudios de la influencia del arte en la vida, pero sobre todo a un teórico preocupado por la historia de lo político.

Precisamente en esta línea de pensamiento, Schmitt no puede menos que notar cómo la figura trágica del melancólico príncipe de Dinamarca interpela y reta su teoría. El jurista alemán llevaba toda una vida defendiendo que lo político debía encontrarse en la conflictualidad, de tal forma que sólo podría ser efectivamente categorizada si hallábamos en el terreno social las oposiciones determinantes de dicha actitud. Tales eran, a su juicio, las oposiciones que tienen lugar entre amigo-enemigo. Sólo ellas eran capaces de dotar de sentido a las cuestiones políticas. Pero el Hamlet muestra que de la soberanía también forma parte la indecisión. Y frente a esta indecisión, la última palabra de Schmitt consiste en resguardar en la figura mítica de Shakespeare, el poeta que retó a lo político de su siglo.

 

CONCLUSIONES

En este artículo intenté mostrar la especificidad del concepto de lo político que se articula en los trabajos de Benjamin y de Schmitt sobre el drama barroco en Europa. Para concluir, me gustaría decir únicamente unas palabras más acerca del impacto de estos conceptos. Respecto al trabajo benjaminiano es notable su carácter anticipador y en algunos aspectos pionero en lo que respecta a sus hallazgos sobre la alegoría; las implicaciones, que este tropo tiene para la filosofía de la historia del marxismo, fueron ampliamente notables en sus tesis Sobre el concepto de la historia. Schmitt, por su parte, rechaza algunos de los aspectos más relevantes de la argumentación benjaminiana por motivos políticos: claramente ocurre con la teoría de la melancolía barroca, definitiva para la estructura alegórica del Trauerspiel a decir de Benjamin. Si este último percibía el drama como un juego del duelo, cosa que permite el idioma alemán en el que la palabra Spiel designa tanto al juego como a la interpretación de la música y las obras artísticas, Schmitt encontraría en el decisionismo su postura última ante lo político.

El decisionismo schmittiano, que sirvió de base ideológica para el Tercer Reich, fue el legado de una visión autoritaria de la política que depende de la acción arbitraria del soberano. Benjamin habría mostrado que, en el fondo, el Barroco había encontrado que la soberanía era propiamente impracticable a no ser como dictadura, instalando el estado de excepción como forma de dominación política. Es obvio que, la Modernidad tardía se apropió de esta herencia polémica, pero también, en una visión retroactiva, el capitalismo tardomoderno se ha revestido con formas de estetización de lo político que el viejo Barroco europeo había practicado sólidamente y en un contexto económico-cultural distinto por completo del nuestro.

Lo anterior me hace suponer, como indiqué al comienzo de este artículo, que la diferencia entre Schmitt y Benjamin radica en su política de la lectura sobre el Barroco, y, en particular, sobre el drama barroco europeo. Con esta expresión pretendo englobar algo más que simples metodologías de lectura. Detrás de las obras de ambos pensadores no sólo se esconde un programa de lectura que pueda aplicarse mecánicamente a cada objeto cultural, en todo caso, subyace una posición política que pretende superar las limitantes de la República de Weimar. Sin embargo, esta política de la lectura no se limita al margen coyuntural de las formulaciones de ambos teóricos.

Es notable que revolución y contrarrevolución se hayan enfrentado, en el plano teórico, mediante una lectura intempestiva del Barroco europeo. Pero esto es así debido a que ambas posiciones observan en el siglo XVII elementos fundamentales para el planteamiento de sus programas políticos en general.

En este sentido, la influencia de Schmitt sobre Benjamin es definitiva e innegable, y ésta no se limita exclusivamente a la obra sobre el Trauer-spiel alemán. En las reflexiones benjaminianas sobre la violencia, también la huella de Schmitt se hace presente, aunque su análisis llevaría a otro ensayo. Cuando Benjamin sostiene que su estudio sobre el drama barroco alemán corrobora las categorías de la teología política de Schmitt, no lo hace para mostrar que no existe ninguna diferencia entre su posicionamiento marxista y la defensa schmittiana del autoritarismo político; casi se diría que lo hace para introducir un desvío en el orden del discurso de Schmitt.

Las figuras antes pensadas por el jurista alemán, con la finalidad de defender sus posiciones teológico-políticas, son revertidas, transvaloradas por la política de la lectura benjaminiana para revelar en ellas, en su estructura sistemática, no la fortaleza de la autoridad política, sino la fragilidad de la dictadura y la soberanía en el pensamiento europeo.

También es cierto que Benjamin ejerció una influencia, si bien errática, en la obra de Schmitt. El respeto y las críticas de Schmitt al autor de la obra sobre el Trauerspiel lo demuestran. Pero, ¿en qué consistió dicha influencia? Considero que de lo argumentado en el presente artículo, es posible concluir que las categorías benjaminianas y la transvaloración de los conceptos teológico-políticos de Schmitt constituyen el núcleo de la disputa sobre el Barroco. Mientras el drama de Hamlet le impone a Schmitt evidencia de que la figura de la melancolía soberana vuelve imposible la decisión, el jurista se vio obligado a elaborar una posición sobre el respecto que refutará o al menos polemizará con las propuestas psicoanalíticas e historicistas.

En este sentido, Schmitt sostiene que el drama barroco no es una mónada, sino que depende de los acontecimientos históricos que determinan su forma y contenido. El drama como la irrupción del tiempo introduce la historicidad dentro del objeto estético de manera distinta a la teoría crítica de la historia. Si para el crítico berlinés los objetos artísticos muestran el contenido inmanente de la experiencia epocal, y además lo hacen en una coagulación o cristalización dialéctica, para Schmitt el objeto artístico del drama sólo puede serlo en esencia el acontecer histórico mismo. Lo determinante de éste es, en todo caso, lo político como dimensión antagonista en las relaciones humanas.

La consecuencia de la postura schmittiana consiste en rechazar la crítica de arte del Romanticismo, con el corolario de que la obra de ninguna manera es una unidad de juego cerrada en sus fronteras y dirigida hacia sus adentros. La obra de arte está abierta al tiempo, en la medida en que el acontecer es la marca distintiva de la tragedia misma y ésta, durante el Barroco, conforma a la sociedad europea como un espectáculo para sí misma. La obra de arte no retrata el estado de lo político en acontecer histórico, es una exposición de este último en sus determinaciones narrativas. La tragedia es un objeto diacrónico per se.

Tal es, pues, la situación de la discusión que tiene lugar entre Schmitt y Benjamin en torno al drama barroco europeo. Una postura, la que interpreta los hechos de cultura de forma cosista —representada por Benjamin—, defiende que la obra es una unidad monádica cuya verdad debe ser expropiada mediante la crítica inmanente al objeto estético; la otra posición, la que concibe el arte como un objeto abierto y determinado por el tiempo —representada por Schmitt—, permite concebir al arte como una determinación directamente política de la realidad histórica. Ambas posturas son, como puede notarse, antitéticas. Benjamin consideraría que la experiencia histórica puede ser historizada a partir de su cristalización en objetos culturales, mientras que Schmitt considera que los objetos culturales son determinados por la historia política. Éstas serán las posiciones defendidas por los proyectos teóricos de ambos pensadores.

Por estas razones, más allá del valor monográfico de los aspectos exhibidos en este texto, conviene hacer una serie de genealogías del presente que permitan tener claras las políticas de la experiencia que conforman los actuales modos de subjetivación. Considero que la obra de ambos pensadores es un lugar fundamental para teorizar sobre los dispositivos que actualmente rigen la infraestructura conceptual, tanto de la teoría política, como de la subjetividad contemporánea. En este terreno, entre lo estético y lo político, el capitalismo sigue determinando los aspectos de la realidad crítica que han puesto en jaque las relaciones políticas contemporáneas. La discusión sobre lo político no se cerró con el siglo pasado. Por ello, conviene recordar aquella alegoría de la historia donde Benjamin, siguiendo y oponiéndose a Schmitt, decía que el estado de excepción en el cual hoy vivimos es en realidad la regla. Benjamin para la emancipación, Schmitt para el autoritarismo estatal, fueron dos de las opciones que el extremismo de la cultura de Weimar situó ante nuestra consideración. La interpretación del Barroco fue uno de los tableros donde ambos proyectos políticos se enfrentaron. ¿Seremos capaces de modificar los términos del enfrentamiento y, más aun, las condiciones políticas en las que se realiza?

 

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NOTAS

1 De la amplia producción historiográfica y filosófica de esta época, véanse Kracauer, 2010; Benjamin, 2005; y Elias, 2009.

2 En esto resulta muy parecido a su contemporáneo Ernst Jünger, 2008.

3 Véase Traverso, 2007: 93-109. Traverso se muestra cuidadoso en su lectura, y sostiene que existen evidentes diferencias entre el radicalismo político y comunista de Benjamin con la postura decisionista-autoritaria de Schmitt, en un ejercicio brillante de lectura crítica realizada por el primero.

4 Para la cita completa de Asja Lascis véase Buck-Morss, 2001: 32.

5 Sin embargo, pese a la alegre proclamación de Benjamin como un simple teólogo, habrá que distinguir los usos que el vocabulario místico tenía en sus textos y su teoría. Para el Benjamin de la década de 1930, plenamente marxista, la redención era un sinónimo de la revolución. Lo distinguía de Marx su concepción de la historia: si para el fundador del materialismo histórico la revolución comunista era una superación del capitalismo hacia el futuro, para Benjamin la revolución era la detención mesiánica del continuum histórico que la ideología burguesa y social-demócrata confundía con el progreso. Que la historia siga su curso como una locomotora sin freno era justamente la catástrofe que debía detenerse con la acción revolucionaria del proletariado. La alegoría de la revolución como activación de la palanca de freno de la locomotora universal es la mejor representación de aquel salto del tigre que Benjamin tenía en mente.

6 Véase De la Flor, 2009: 208. Si bien el autor español sostiene que es imperativo que el estudio del género mixto de la emblemática renuncia a las premisas filológicas que lo acercan al pensamiento místico de cuño neoplatónico, propone una nueva interpretación, mucho más interesante, donde la emblemática y la alegoría del siglo XVII estarían destinadas a la producción de un nuevo sujeto en la península Ibérica y sus comarcas; lo cual muestra que en realidad toda la emblemática española estuvo destinada a cercar, mediante una pedagogía de la imagen, el dominio del imperialismo colonial novohispano.

7 Para una argumentación más extensa al respecto, véase Hernández, 2010: 107-129.

8 Para Schmitt lo que configura el espacio público entre los participantes del drama (actores, autores, espectadores) no son las reglas lingüísticas y teatrales comúnmente reconocidas, como pudo haberse imaginado Benjamin al teorizar sobre el carácter alegórico de la experiencia, sino la "experiencia viva de una realidad histórica común" (Schmitt, 1993: 38).

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

Donovan Hernández Castellanos: Maestro en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde actualmente realiza sus estudios de doctorado. Es profesor en la División de Educación Continua de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, e imparte la asignatura "Corrientes fenomenológicas" en el IMPAC. Miembro fundador de la Academia de Teoría y Filosofía de la Educación (ATyFE) e investigador asociado en el CEGE. Recientemente ha publicado en revistas especializadas como En-Claves del Pensamiento, Intersticios, Argumentos, Andamios, Espiral, Reflexiones marginales y es autor de capítulos de libro en textos colectivos. Autor del libro La crisis en la cabeza, reflexiones desde el pensamiento de Michel Foucault (México, FFyL-UNAM/Afínita, 2010, segunda edición en Vejamen).

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