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On-line version ISSN 2594-0619Print version ISSN 1665-1200

Tóp. Sem  n.50 Puebla Jul./Dec. 2023  Epub June 23, 2023

 

Artículos

Diálogo sobre la visualidad en la pintura

Dialogue on Visuality in Painting

Dialogue sur la visualité en peinture

Víctor Alejandro Ruiz Ramírez1  *

1 Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. victor.ruizramirez@correo.buap.mx


Resumen

La semiótica considera a la visualidad como una forma y valor de la percepción. Esta consideración coincide con la del concepto de percepción visual postulado por la fenomenología, por la cual reconoce no sólo la puesta en relación de lo visual con lo táctil o lo auditivo, sino la reversibilidad entre vidente y visible. Este artículo expone algunas aportaciones que se podrían hacer desde la fenomenología y la semiótica a los estudios sobre la cultura visual considerando la pintura en su visualidad. No trato de dar cuenta de las descripciones que ambas disciplinas han desarrollado sobre la percepción y la imagen; mi propósito sólo es mostrar cómo definen la percepción visual desde el estudio de la pintura para sugerir postulados de interés a los estudios de la cultura visual.

Palabras clave: visualidad; pintura; cuerpo; imagen; cultura visual

Abstract

Semiotics considers visuality as a form and value of perception. This consideration coincides with the concept of visual perception postulated by phenomenology who recognizes not only the relationship between the visual and the tactile or auditory, but the reversibility between the seer and the visible. This article exposes some contributions that could be made from phenomenology and semiotics to studies on visual culture considering painting in its visuality. I do not try to account for the descriptions that both disciplines have developed about perception and image; my purpose is only to show how they define visual perception from the study of painting to suggest postulates of interest to studies of visual culture.

Keywords: visuality; painting; body; image; visual culture

Résumé

La sémiotique considère la visualité comme une forme et une valeur de perception. Cette considération coïncide avec celle du concept de perception visuelle postulé par la phénoménologie, qui reconnaît non seulement la relation entre le visuel et le tactile ou l'auditif, mais aussi la réversibilité entre le voyant et le visible. Cet article présente quelques contributions que pourraient apporter la phénoménologie et la sémiotique aux études sur la culture visuelle, en considérant la peinture dans sa visualité. Je ne cherche pas à rendre compte des descriptions que les deux disciplines ont développées sur la perception et l'image, mon but est seulement de montrer comment elles définissent la perception visuelle à partir de l'étude de la peinture afin de suggérer des postulats intéressants pour les études de la culture visuelle.

Mots-clés : visualité; peinture; corps; image; culture visuelle

Introducción

Necesitamos aprender a ver el mundo justamente porque es lo que vemos: “Es verdad a la vez que el mundo es lo que vemos y que, sin embargo, necesitamos aprender a verlo” (Merleau-Ponty, 2010, p. 18). La imagen viene a ser el objeto primordial de la percepción como expresión y es por este motivo que en la imagen pictórica se expresa la visualidad. La pintura, en tanto asume lo que queda por hacer para restituir el encuentro de la mirada con el mundo, expresa la acción a distancia y la virtud de la ubicuidad en cada una de sus obras, estas son las marcas de lo visible. La obra de arte pictórica en tanto tiene su ser en lo sensible, es decir, en tanto sea objeto estético, convoca al cuerpo propio como articulación de lo vidente y lo visible. La pintura es un ejercicio que nos muestra cómo hemos aprendido a ver el mundo.

El acto de mirar, que consiste en vestir y envolver con su carne a las cosas, encuentra su opuesto en el de ver porque éste las desviste, las desenvuelve de la carne de la mirada y es así como las revela. La fenomenología de Maurice Merleau-Ponty desarrolla la reversibilidad del cuerpo percibiente y del cuerpo percibido que alcanza tres grados de profundidad. El primero es entre vidente-visible, el segundo entre visible y tangible, el tercero entre lo visible y lo invisible.

La pintura en su visualidad orienta la manera en que se aborda el objeto observado, en este caso, la mano emula el método y el instrumento queda manipulado en su totalidad por el artista, quien toca lo que mira para que su receptor mire lo que se ha tocado. Mediante el toque, el artista encarna su técnica en la obra y en ella surge la contemplación de una lejanía (el aura, según Benjamin). La pintura expresa la visualidad si le muestra al espectador, mediante la toma de distancia, la ambigüedad de la experiencia sensible; como si un alejamiento fuera necesario para apreciar la articulación de nuestra propia carne.

Lo propio del arte pictórico descansa en la intersección temporal del pasado de la producción con el presente de la recepción, un encuentro entre la mano de quien pinta y la mirada de la persona que contempla la obra, donde el acto de pintar aparece en lontananza siempre como el lejano instante en que se expresa el toque del pintor. Para la fenomenología, el campo de presencia del pintor trasciende su aquí y ahora para instalarse en el del espectador a través de la contemplación.

La pintura expresa visualmente al espectador la presencia corporal que el artista deja en su toque, donde se implica su presencia corporal, porque pone su marca como producto de su vida encarnada —he ahí la maravilla del estilo—. De esta manera, el toque es en lo táctil lo que la mirada en lo visual. De esto se deduce que en la pintura lo táctil se comunique en lo visual, es decir, el toque del pintor en la mirada del espectador.

Mieke Bal (2016) concibe que los estudios visuales “(…) tienen que recurrir a otras disciplinas que han explotado los recursos de la visualidad (…)” (p. 26). Tanto la semiótica como la fenomenología han tratado la pintura en su visualidad con lo que han explotado dichos recursos (la pintura es un recurso de expresión primordial de la visualidad) y por esta razón se pueden ofrecer como una fuente para los estudios visuales; además, ambas disciplinas (semiótica y fenomenología) han dado un “giro pictorial” al abordar el estudio de la visualidad desde la pintura.

Para Mieke Bal (2016), quien se refiere a los estudios visuales en términos de “movimiento” en lugar de disciplina, “[l]os conceptos viajan entre disciplinas, entre académicos, entre periodos históricos y entre comunidades académicas dispersas geográficamente. En su viaje entre disciplinas, su significado, su alcance y su valor operativo difieren. Tales procesos de diferenciación requieren que se los evalúe antes, durante y después de cada ‘viaje’” (p. 19). En el presente artículo pretendo hacer dialogar a la semiótica y la fenomenología, como disciplinas, con los estudios de la cultura visual, como movimiento, atendiendo la invitación que la misma Mieke Bal sugiere al proponer que los conceptos viajan de una disciplina a otra. En consecuencia, el diálogo interdisciplinario se vuelve el puente por el cual transita el concepto de visualidad.

1. La percepción como expresión primordial

Desde la postura del análisis cultural, existe la pretensión de “(…) conceptualizar la imagen como algo que viaja entre los estudios visuales y los literarios” (Bal, 2009, p. 87). El tránsito entre ambos estudios implica la concepción de la imagen como valor de equivalencia entre la visualidad y la verbalidad. Aquí se encuentra un punto de coincidencia con la semiótica, pero también de divergencia porque los estudios de la cultura visual han privilegiado una teoría de la imagen sobre una acerca de las formas perceptuales, pasando por alto que la visualidad es forma y valor de la percepción. En la misma línea de pensamiento de los estudios visuales, Horst Bredekamp (2017) ofrece la siguiente definición: “El concepto de imagen, en su fundamental y primera definición, abarca cualquier forma de creación” (p. 20). Sin embargo, en este concepto aún la imagen no se vincula con la percepción, pero entenderemos que en términos fenomenológicos la percepción es la productora de las imágenes y, en términos de Merleau-Ponty, forman parte de su expresión creadora.

Al respecto, Luisa Ruiz Moreno (2008) reconoce que “(…) la visualidad apunta hacia un valor que puede ser equivalente también para otros valores de la percepción (…)”, entonces la puesta en valor de las formas de la percepción implica su interrelación. Sin embargo, “(…) esto no equivale a decir que la significación generada por la acción del mirar y del ver sea la misma que generan otras acciones de la percepción.” Ciertamente la acción generada por la percepción visual se distingue de las otras por ser a distancia y en lejanía del cuerpo y esto implica un proceso de significación distinto al de la táctil, por mencionar alguna, donde la acción se realiza en la cercanía e inmediatez del cuerpo.

Sobre este punto cabe destacar que Mitchell (2019) también reconoce la mixtura de los medios al afirmar que “[l]os medios siempre son el resultado de la mezcla de elementos sensoriales y semióticos, y los así llamados ‘medios visuales’ son formaciones mixtas o híbridas que combinan el sonido y la vista, el texto y la imagen. Incluso la visión en sí misma no es puramente óptica, sino que requiere para sus operaciones una coordinación de impresiones ópticas y táctiles” (p. 24). A pesar de todo, queda pendiente por parte de los estudios visuales la explicación del proceso de hibridación de los medios; sobre este asunto, la fenomenología ofrece una posibilidad de comprensión de que es el mismo cuerpo el que percibe de distintas formas y de que toda técnica es técnica del cuerpo, mientras que la semiótica muestra que la puesta en valor de las formas de la percepción hace posible su comunicación. En efecto, la pintura en su visualidad convoca a las otras formas perceptuales desde lo visual y lo visible; por ejemplo, el volumen visible en una obra pictórica se vuelve tangible desde lo visual.

En su teoría de la percepción Maurice Merleau-Ponty (1964) propone el concepto de expresión primordial entendido como “[t]oda percepción, toda acción que la supone, en una palabra [,] todo uso humano del cuerpo (…)” (p. 79), por consecuencia, la percepción es la expresión primordial porque hace del cuerpo uso humano, de esta manera no hay una acción que no la suponga. Así, la percepción es “(...) la operación primera que ante todo constituye los signos en signos, hace que en ellos more lo expresado por la sola elocuencia de su disposición y de su configuración, implanta un sentido en lo que no lo tenía, inaugura un orden, funda una institución o una tradición…” (Merleau-Ponty, 1964, p. 80). Reconocemos en el mundo la separación de sentido entre las cosas gracias a que cada una marca una diferencia a partir de las demás; de esta manera, la fenomenología detenta una concepción diacrítica en su definición de percepción (como la que el estructuralismo tiene de la lengua), porque esta encuentra la elocuencia y eficacia en la disposición y la configuración de los signos, gracias a lo cual la percepción hace habitar en ellos (los signos) lo expresado. La percepción engendra, da sentido en donde no lo había, ya que en los signos mora lo expresado por ser la percepción expresión primordial y si “implanta un sentido” es porque crea una relación significante y no porque traiga algún referente; implantar sentido es también crear en la oblicuidad y lateralidad de los signos. La imagen viene a ser el objeto primordial de la percepción como expresión y es por este motivo que en la imagen pictórica se expresa la visualidad.

La pintura como tradición se funda en la percepción: “Y el primer dibujo en las paredes de las cavernas no fundaba una tradición sino porque recogía otra: la percepción” (Merleau-Ponty, 1964, p. 83). De esto se infiere que la tradición de las artes plásticas tiene su fundamento en el mundo percibido; así, lo que se toma desde aquel dibujo primero no es una cosa, sino su percepción, y el significado de la cosa se debe a que, en tanto expresado, habita en la percepción. Por lo tanto, todo análisis visual de la pintura necesita partir de la tradición que la fundamenta.

Las formas de la percepción, si bien se pueden distinguir unas de las otras, nunca actúan de manera aislada porque “(…) percibo de una manera indivisa con mi ser total, aprehendo una estructura única de la cosa, una única manera de existir que llama a la vez a todos mis sentidos” (Merleau-Ponty, 1966, p. 88).1 Gracias a que el cuerpo propio reúne las formas de la percepción se hace posible la sinestesia y también el intercambio con otras formas como es el caso de la lengua. A la par, el ser permanece indiviso con la imaginación, es decir, soy yo quien imagina, aunque el objeto imaginario no sea del mundo percibido. Pero el objeto percibido al ser el centro sensible convoca al cuerpo propio en su integridad: “El objeto percibido no es rescatado o construido a partir de los datos proporcionados por los sentidos, sino que se nos muestra de entrada como el centro de donde proceden esos datos” (Merleau-Ponty, 2012, p. 43). La pintura como objeto visual hace de centro donde emanan tanto lo visible como lo invisible. De ahí que nuestro campo perceptual no sea nunca una suma de estímulos sensoriales sino un sistema de configuraciones. Entonces, la percepción, como un sistema de sistemas, integra a la lengua, a la memoria y a la imaginación.

La fenomenología de Merleau-Ponty (1966) sostiene la preeminencia de la percepción sobre el pensamiento: “Cuando percibo, no pienso el mundo, éste se organiza delante mío” (p. 91). La percepción actúa de modo espontáneo y dirigido en el mundo, la organización de las apariencias se realiza de modo sensible para volverse inteligible. Por consecuencia, el pensamiento que me hago del mundo procede una vez que lo percibo. La percepción “(…) nos hace recobrar un intercambio con el mundo y una presencia en el mundo más antiguos que la inteligencia” (Merleau-Ponty, 1966, p. 93). Sin negar la presencia de la inteligencia en la pintura, la sensibilidad ocupa un lugar primordial en el intercambio con el mundo a la que la obra pictórica responde.

La obra de arte en general queda caracterizada en esta propuesta fenomenológica como una amplificación del trabajo de la percepción sobre el cuerpo que consiste en hacer de éste expresión: “(…) la operación expresiva del cuerpo, comenzada por la menor percepción, es lo que se amplifica en pintura y en arte” (Merleau-Ponty, 1964, p. 82). La percepción, siendo la expresión primordial del cuerpo vivido como propio, se constituye a la manera de esquema interior en la obra de arte, lo que implica una amplificación del cuerpo. Incluso el cuerpo se expresa como propio en la percepción. La sensación, por el contrario, manifiesta el hecho carnal del cuerpo. Si el esquema interior se vuelve “(…) cada vez más imperioso en cada nuevo cuadro (…)”, se debe a que “(…) es esa vida misma en tanto que sale de su inherencia, cesa de gozar de sí misma, y se convierte en medio universal de comprender y de hacer comprender, de ver y de dar a ver (…) como si cada paso exigiese e hiciese posible otro paso” (Merleau-Ponty, 1964, p. 57). El esquema interior es vida misma cuando sale de su inherencia, pero si se mantiene dentro de sí, esta vida muere. Esa vida misma al dejar de ser incesante se convierte por consecuencia en el medio universal de comprender y hacer comprender, de ver y dar a ver, como si comprender y ver no participaran de ese medio universal si no se acompañaran de otra acción, el hacer y el dar a ver respectivamente. Esta relación entre la vida misma y el medio universal que desencadena el esquema interior resulta más imperiosa en cada nuevo acto de creación.

Para el sujeto experimentante la percepción se le da a manera de expresión creadora y nunca a modo de mera receptora de sensaciones o registro de estímulos sensoriales porque “(…) lo propio del gesto humano es significar más allá de su simple existencia de hecho, inaugurar un sentido (…)” (Merleau-Ponty, 1964, p. 80). La percepción se expresa en la inauguración del sentido de todo gesto humano. El mundo también se expresa con la percepción; sin embargo, “(…) la expresión del mundo (…) [h]ace falta que sea poesía, es decir, que despierte y reconvoque por entero nuestro puro poder de expresar, más allá de las cosas ya dichas o ya vistas” (Merleau-Ponty, 1964, p. 63). De modo tal que la poesía y la pintura coinciden en que sacan a la lengua y a la percepción visual de su simple existencia de hecho porque nos dan la experiencia de las cosas por decirse o por verse; esto es, el mundo por hacerse y su expresión deviene poesía si despierta y reconvoca nuestra percepción como puro poder de expresar. Lo poético de las artes remite al retorno lúcido a la percepción. De esta manera, el aspecto poético de la obra de arte implica una actitud fenomenológica porque vuelve a la percepción misma. Se habla de una “intencionalidad operante” cuando la intencionalidad “(…) constituye la unidad natural y antepredicativa del mundo y de nuestra vida, la que se manifiesta en nuestros deseos, nuestras evaluaciones, nuestro paisaje, de una manera más clara que en el conocimiento objetivo, y la que proporciona el texto del cual nuestros conocimientos quieren ser la traducción en un lenguaje exacto (…)” (Merleau-Ponty, 1994, p. 17); en cambio, si la intencionalidad constituye “nuestros juicios y tomas voluntarias de posición”, se trata de una “intencionalidad de acto”. Por lo tanto, puedo vivir algo sin conocerlo previamente y esta acción será consciente porque gracias a la intencionalidad operante “la unidad del mundo, antes de ser planteada por el conocimiento y en un acto de identificación expresa, se vive como estando ya hecha, como estando ya ahí” (Merleau-Ponty, 1994, p. 17). Percibir es una forma de la intencionalidad operante si se expresa al margen de todo pensamiento e idea que nos hacemos del mundo. En cambio, se vuelve intencionalidad en acto si participa de una reflexión que incida en el juicio y la voluntad. En tanto la obra de arte requiera técnica, habrá una intencionalidad en acto del percibir, pero se vuelve operante si se mantiene la espontaneidad del gesto humano.

Significar en la expresión creadora consiste en intentar recuperar el encuentro entre el mundo y la percepción, “(…) lo que queda por hacer para restituir el encuentro de la mirada con las cosas que la solicitan” (Merleau-Ponty, 1964, p. 68). Toda obra artística se distingue por practicar esta restitución. La presencia de las cosas reclama la mirada y aquéllas se vuelven presentes por el trabajo de la percepción con el cuerpo. Volver a dicho encuentro para su restitución es el trabajo del arte. Desde esta perspectiva, la pintura se da a la experiencia como posibilidad de restituir ese encuentro entre lo visible y la mirada. Cada obra pictórica es ese intento de restitución mediante las formas visuales de la línea y el color que en términos de la semiótica plástica se entienden como categorías eidéticas y cromáticas respectivamente. Los estudios de la cultura visual suelen dar por consabido el concepto de percepción en general, por lo que obvian su definición en los diversos trabajos que realizan. Por este motivo un diálogo con la fenomenología y la semiótica aporta a dichos estudios una teoría que les permite circunscribir el concepto de percepción visual.

2. Pintura y percepción visual

En su tratado Teoría de la imagen, W. J. T. Mitchell (2009) reserva un lugar destacado para la pintura al considerar Las Meninas de Velázquez la metaimagen más plena porque “[l]a autorreflexividad de La Meninas se dirige a su propio tipo de pintura, a toda una institución y a un discurso sobre la pintura del que Velázquez es el epítome y el maestro” (p. 61). En este sentido, toda obra pictórica forma parte de dicho discurso, pero la obra de Las Meninas en particular muestra el discurso al que pertenece, de ahí su función meta. Entonces, los estudios de la cultura visual encuentran en la pintura la manifestación predilecta de lo que llaman “el giro pictorial”, definido como “(…) un redescubrimiento poslingüístico de la imagen como un complejo juego entre la visualidad, los aparatos, las instituciones, los discursos, los cuerpos y la figuralidad” (Mitchell, 2009, p. 23). El giro pictorial le otorga a la metaimagen un lugar central por llevar a cabo la autonomía de la imagen en una búsqueda de sí misma:

La metaimagen no es un subgénero dentro de las bellas artes, sino una potencialidad fundamental inherente a la representación pictórica en sí: es el lugar donde las imágenes se revelan y se “conocen”, donde reflexionan sobre las intersecciones entre la visualidad, el lenguaje y la similitud, donde especulan y teorizan sobre su propia naturaleza e historia (Mitchell, 2009, p. 77).

A diferencia de la historia del arte, que consideraría a la “metaimagen” un subgénero, los estudios de la cultura visual reconocen que en la metaimagen se expresa lo que aparece implícito en toda pintura, a saber, su pertenencia a la visualidad. En términos semióticos, la relación entre la percepción visual y la pintura como sistemas significantes es de engendramiento, ya que la visualidad es el sistema del que la pintura toma sus formas. De esta manera, la metaimagen muestra el proceso por el que la visualidad engendra la pintura.

Por su parte, la fenomenología observa que toda obra de arte tiene su ser en lo sensible. Su condición de objeto estético hace que su sentido descanse en el acto de darse a la percepción. Tal como lo observa Mikel Dufrenne (1982): “(…) el objeto estético no es otra cosa que la obra de arte percibida, y precisamente de un objeto que no exige más que ser percibido” (p. 56). En el caso particular de la obra de arte pictórica, su sentido radica en el darse a ver. Con mucha cercanía a la propuesta fenomenológica, Hubert Damisch (1997) afirmó que “(…) en pintura, crear sentido es, ante todo, dar ocasión de ver” (p. 352). Ciertamente damos por hecho el vínculo entre percepción visual y pintura. La necesidad que el acto de pintar tiene del acto de ver afianza dicho vínculo y la evidencia de que toda obra pictórica tiene su destino en la mirada del espectador nos hace obviar el proceso de creación de la obra de arte pictórica en el seno de la visualidad. Este segundo apartado pide a tal evidencia que se justifique, cuestiona la necesidad y exclusividad del acto de ver en el de pintar y no da por hecho, sino por hacerse, el vínculo entre pintura y visualidad. Luisa Ruiz Moreno (2008) advierte que la visualidad no sólo funciona como forma y valor de la percepción, sino como la articulación entre el acto de ver y el de mirar, cuyos órganos de acción son la visión y la mirada respectivamente, además de reunir al objeto visual con el sujeto visualista y de definir al primero como un complejo articulado por lo visible y lo invisible. Los conceptos de la teoría fenomenológica y semiótica permiten exponer estas relaciones.

Los procesos particulares que la pintura despliega para significar en la expresión creadora salen a la luz mediante los conceptos de la fenomenología porque ésta se postula como “(…) la teoría de la percepción [que] vuelve a instalar al pintor en el mundo visible y a encontrar el cuerpo como expresión espontánea (…)” (Merleau-Ponty, 1964, p. 77). Esta teoría ayuda a entender que la obra de arte pictórica muestra el mundo como lo visible y el trazo del pintor como una expresión espontánea de su cuerpo porque “[l]a mirada, al ir y venir de un trazo a otro, acaba viendo emerger un perfil de entre todos ellos, tal y como ocurre en la percepción” (Merleau-Ponty, 2012, p. 42). Ahí donde el pintor mira con su trazo, la pintura amplifica el trabajo de la percepción.

Comprenderemos que el arte pictórico, en tanto asume lo que queda por hacer para restituir el encuentro de la mirada con el mundo, expresa la acción a distancia y la virtud de la ubicuidad en cada una de sus obras, es decir, las marcas de lo visible. Por lo tanto, el contacto del pintor con el mundo acontece como la “(…) metamorfosis que, a través de él, transforma el mundo en pintura (…)” (Merleau-Ponty, 1964, p. 69). En cada encuentro siempre queda pendiente dicha metamorfosis en la que el mundo visible se vuelve a su vez pintura gracias al devenir visible de la forma visual, el paso de lo plástico a lo figurativo.

Según Merleau-Ponty (1986), el pensamiento cartesiano se deslinda de “(...) la acción a distancia y esa ubicuidad que es toda la dificultad de la visión (también toda su virtud)” (p. 30). De modo tal, el cartesianismo hace del tacto el modelo de la visión. Gérard Simon (2003) aclara que “(…) la asimilación metódica de la vista al tacto en la Dióptrica se encuentra lejos de ser una aberración en el análisis cartesiano, como lo juzgaba Merleau-Ponty (…)” (p. 240). Esto debido a que dicha asimilación “(…) tuvo en su tiempo una función epistemológica y heurística capital, aquella de distinguir radicalmente el objeto físico del sujeto sintiente, distinción sin la cual la noción kantiana más tardía de fenómeno y la ambición más tardía aún de una fenomenología no habrían sido concebibles” (Simon, 2003, p. 241).2 Por el contrario, si la fenomenología de la percepción niega que “[e]l modelo cartesiano de la visión es el tacto [,]” (Merleau-Ponty, 1986, p. 30) se debe a la acción inmediata del acto de tocar, opuesta a la de la visión; además de que en la tactilidad el mundo acontece sólo en el aquí del cuerpo. Lo táctil se vive en la cercanía. Al respecto, Dolores Illescas (2014) —siguiendo a Husserl— apunta que:

(…) la experiencia de tocar alguna cosa ofrece, a la vez, determinadas cualidades sensibles de dicha cosa, como pueden ser su forma, tamaño, o textura, pero a la vez, brinda una automanifestación de la experiencia misma en la cual el tocar mismo es sentido. El tocar algo, en efecto, implica un elemento de localización de la parte del cuerpo que toca o ha sido tocada (…) por esa misma cosa. De tal modo, la conciencia del tocar se manifiesta situada corporalmente (p. 19).

Por lo tanto, la visión no se siente viendo, pero el tacto sí se siente tocando. Contraria a la tactilidad, la percepción visual, gracias a su acción a distancia, nos presenta el mundo en su lejanía; mientras el horizonte se encuentra allá en lontananza, allende el lugar que mi cuerpo ocupa, también se abre aquí en mi mirada sin la necesidad de trasladarme hacia allá. Ésa es la ubicuidad, a saber, la presencia de la lejanía aquí y ahora. Como lo dice Merleau-Ponty al explicar el papel de la visión en la pintura, ver es tener a distancia. La pintura, cuyo sentido radica en dar a ocasión de ver, intensifica la acción de mirar porque el Ser aparece a distancia: “La pintura despierta, eleva a su última potencia un delirio que es la visión misma, pues ver es tener a distancia y la pintura extiende esta caprichosa posesión a todos los aspectos del Ser, que de alguna manera deben hacerse visibles para entrar en ella” (Merleau-Ponty, 1986, p. 22). Por la percepción visual el mundo se tiene a distancia, esto es hacerse visible y todos los signos figurativos de la obra pictórica aparecen siempre a distancia para la visión que los observa y la mirada que los contempla. Bajo las condiciones de la aprehensión visual de la pintura, un cuadro no se toca porque se niega la acción a distancia de su visualidad; en cambio, lo figurativo o lo plástico pueden convocar a lo táctil desde lo visual haciendo sentir la lejanía del horizonte figurativizado o la textura de los elementos cromáticos. En cualquier caso, cada obra pictórica se encuentra en la doble vía de revelar los procesos por los que se hace visible el mundo y de solventar aquello que le falta para ser pintura.

Gracias a que el cuerpo propio contiene a la percepción en todas sus formas, la sinestesia manifiesta que el cuerpo es el lugar común donde las formas de la percepción se encuentran y comunican. Esta manera de hacer táctil un objeto dado a la mirada es posible por la sinestesia, entendida como la comunicación entre las formas de la percepción. La visualidad de la pintura entra en relación con otras formas de la percepción sin confundirse con ellas. Ruiz Moreno (2014) entiende3 por visualidad “(…) un valor de la percepción cuyas valencias serían lo visual en la intensidad, que tendría como acción el mirar y como órgano de ejecución la mirada, y lo visible en la extensidad, que tendría como acción el ver y como órgano de ejecución la visión” (p. 163). De esta manera, la tactilidad, en correspondencia con la visualidad, es un valor de la percepción cuyas valencias serían lo táctil en la intensidad,4 que tendría como acción el sentir y como órgano de ejecución el sentimiento, y, lo tangible en la extensidad,5 que tendría como acción el tocar y como órgano de ejecución el toque. En el caso de la visualidad, a la acción a distancia propia de la visión le corresponde la lejanía en la mirada. Mientras que la acción a distancia de la visión vincula al sujeto percibiente con el mundo, la lejanía de la mirada lo hace con lo imaginario.

La fenomenología de la percepción nos ha enseñado que “[e]s prestando su cuerpo al mundo que el pintor cambia el mundo en pintura” (Ruiz Moreno, 2014, p. 15). Prestar el cuerpo al mundo es percibir. El mundo en sí mismo no es pintura, pero quien pinta lo cambia en pintura con su cuerpo: el pintor establece en su arte un modo de relación particular con el mundo, que toma la forma de la percepción visual en la pintura. Entonces, la transformación que opera el pintor con el mundo se realiza en la percepción visual, gracias a que “(…) el mundo ha grabado en él, al menos una vez, las cifras de lo visible” (Ruiz Moreno, 2014, pp. 22 y 23). En otras palabras, el pintor guarda la forma visual de la percepción que tiene del mundo. La cifra de lo visible está en la ubicuidad y la acción a distancia.

En el estudio de la síntesis del cuerpo propio, Merleau-Ponty (1994) formula que “[n]o es con el objeto físico que puede compararse el cuerpo, sino, más bien, con la obra de arte” (p. 167). A manera de paráfrasis, se deduce que el cuerpo se compara con la obra de arte. Por lo tanto, la obra de arte tampoco se parangona con el objeto físico; en cambio, si a la obra de arte se le considera un objeto físico, entonces se excluye su semejanza con el cuerpo propio. Surge así la pregunta de por qué la obra de arte como objeto físico excluye la similitud con el cuerpo.

Si se considera la obra de arte como objeto físico, sólo se toma en cuenta el material con el que está hecha. La obra de arte en su materialidad no permite la comparación con el cuerpo propio. Si se concibe el cuerpo como objeto físico, se excluye su percepción y, por lo tanto, el mundo percibido, así como la existencia y la experiencia de ser nuestro cuerpo. Lo único que se considera entonces es su simple existencia de hecho. La obra de arte se parangona con el cuerpo propio porque ambos participan de la reversibilidad entre percibiente y percibido, en cuya convergencia nace la percepción donde se crean las formas del mundo que son las imágenes.

Con el afán de mostrar cómo toda acción humana expresa a la percepción como creadora, Merleau-Ponty retoma el ejemplo del ciego y su bastón. Si el ciego se restringe al bastón como objeto de su percepción, no puede percibir el objeto exterior; el ciego se orienta en el mundo porque extiende la síntesis del cuerpo propio al bastón. Para el ciego el bastón es “(…) un instrumento con el que percibe. Es un apéndice del cuerpo, una extensión de la síntesis corpórea. (…) el objeto exterior [es] (…) una cosa hacia la que el bastón nos conduce (…)” (Merleau-Ponty, 1994, p. 169). A nuestro turno diremos que para el pintor el instrumento con el que percibe es el pincel porque se extiende a él la síntesis corpórea conduciendo al plano figurativo. Así como el ciego percibe con el bastón el objeto exterior, el pintor lo percibe con el pincel, de la misma forma le ocurre también al músico que toca su instrumento, porque ahora su percepción auditiva se amplifica y el mundo aparece con su aspecto sonoro. Además, el pintor y el ciego visualizan ambos lo que tocan, uno con el pincel, otro con el bastón; mientras que el músico oye aquello que toca. Entonces, la síntesis del cuerpo propio devela esa mixtura de las formas perceptivas que las artes entrañan. La aproximación fenomenológica a la pintura en particular y a las artes en general, ofrece a los estudios de la cultura visual la pauta para considerar la significación de las artes visuales en la expresión creadora.

Si para los estudios visuales “[l]a tarea importante es describir las relaciones específicas de la visión con el resto de los sentidos, especialmente el oído y el tacto, en tanto que están elaborados dentro de las prácticas culturales particulares” (Mitchell, 2020, p. 433), entonces la semiótica, desde mi perspectiva, puede abrir el diálogo aportando los conceptos con los cuales llevar a cabo esa descripción ya que no se trata sólo de las relaciones de la visión, sino también de la mirada con los otros sentidos.

En resumen, la percepción visual participa en la creación de la obra pictórica como su origen y su destino porque la pintura intenta, además de darse a la visión, restituir el encuentro de la mirada con las cosas que la solicitan. Es así como la pintura da cuenta de la visualidad a través de los rasgos distintivos de ésta, a saber, la ubicuidad y la acción a distancia, además de convocar desde lo visual a las otras formas de la percepción.

3. Entre vidente y visible

Si entendemos que lo visible pertenece a lo que se muestra (como pretenden los estudios visuales), entonces “[l]o que se muestra obtiene (…) una cualidad dialógica: nos regresa la mirada” (Boehm, 2017, p. 40). En este punto encontramos una coincidencia entre la semiótica, la fenomenología y el análisis visual.

Desde el punto de vista semiótico, Raúl Dorra (1999) plantea la oposición entre percibiente y percibido como condición vicaria de la corporalidad “(…) dado que el cuerpo es una figura del mundo la actividad perceptiva del sujeto inevitablemente toma también —e incluso en primer lugar— al cuerpo como objeto; de este modo el cuerpo percibiente es, por eso mismo, también cuerpo percibido, y habría que preguntarse cómo el sujeto percibe su propio cuerpo” (pp. 266 y 267). Mientras que la percepción se da como expresión del cuerpo, la obra de arte realiza la amplificación de la percepción. En dicha comparación se obtiene la pauta para abordar el estudio de la obra pictórica a partir de la restitución del encuentro de la mirada con el mundo, en otras palabras, como expresión creadora.

El cuerpo propio articula su ser perceptible con su ser percibiente, haciéndose necesarios ambos en el acto de la percepción. De tal manera que la visualidad, en tanto forma y valor de la percepción (Ruiz Moreno, 2008), adquiere esta condición vicaria entre vidente y visible. El cuerpo que ve también es visto y, ante todo, requiere ser visible para ser vidente; no sólo ve el mundo, sino que se ve siendo del mundo. Merleau-Ponty (1986) llamaba “enigma del cuerpo” a la articulación entre vidente y visible: “El enigma reside en que mi cuerpo es a la vez vidente y visible. Él, que mira todas las cosas, también se puede mirar, y reconocer entonces en lo que ve el ‘otro lado’ de su potencia vidente. Él se ve viendo, se toca tocando, es visible y sensible para sí mismo” (p. 16).

También la articulación entre vidente y visible configura una puesta en valor de las formas de la percepción cuando se reconoce “este extraño sistema de intercambios” entre “(…) quien toca y lo tocado, entre un ojo y el otro, entre la mano y la mano se hace una especie de recruzamiento, cuando se alumbra la chispa entre el que siente y lo sensible (…)” (Merleau-Ponty, 1986, p. 18). A propósito, la semiótica del cuerpo desarrollada por Raúl Dorra (1999) aborda este “enigma” como un desdoblamiento donde

(…) el cuerpo sintiente tiene su otro en el cuerpo sentido, su otro con el que continuamente se encuentra. Curiosamente, si todo es sentible para el “cuerpo sintiente”, y si encuentra en lo sentible su “natural” prolongación, el propio cuerpo, sin embargo, no puede ser sentido sino como desdoblamiento, como otredad. Cuando se trata de sentir el propio cuerpo, la familiaridad se reúne con la extrañeza. Es como si el cuerpo sintiente viviera la paradoja de que toda sensación que incorpora a su sentir la incorpora como mismidad salvo la sensación del propio cuerpo: el sí mismo, al presentarse como tal, no puede ser acogido sino como otro (pp. 258 y 259).

El cruzamiento en ambas direcciones entre vidente y visible descansa en la pertenencia del cuerpo al mundo, porque aquél se conforma de la misma manera que éste: “(…) mi cuerpo está en el número de las cosas, es una de ellas, pertenece al tejido del mundo y su cohesión es la de una cosa” (Merleau-Ponty, 1986, p. 17). Y a la inversa, “(…) el mundo está hecho con la misma tela del cuerpo” (Merleau-Ponty, 1986, p. 17). Esto implica la posibilidad de aprehender el mundo en la experiencia de modo sensible. El mundo se hace visible como mi cuerpo, pero sólo éste se hace vidente entre las cosas: “(…) allí donde un visible se pone a ver, se vuelve visible para sí y por la visión de todas las cosas, allí donde persiste (…) surge la indivisión del que siente y lo sentido” (Merleau-Ponty, 1986, p. 17). La dilucidación de la reversibilidad entre vidente y visible quizá sea la aportación más original de Merleau-Ponty a la comprensión de la percepción visual y de su vínculo de ésta con la pintura. La visión de las cosas se hace en ellas mismas a través de la pintura gracias a que “(…) las cosas y mi cuerpo están hechos con la misma tela (…)” (Merleau-Ponty, 1986, p. 18). La pintura realiza la máxima fenomenológica de “volver a las cosas mismas”, pero a través de la visión que se tiene de ellas, porque se lleva a cabo una epojé estética6 en el acto de pintar donde el mundo es aprehendido en su apariencia visual.

Acontece como síntesis del cuerpo propio la contemplación del cuadro si “(…) veo conforme al cuadro o con él más que veo al cuadro mismo” (Merleau-Ponty, 1986, p. 19). La obra de arte pictórica en tanto tiene su ser en lo sensible, es decir, en tanto sea objeto estético, convoca al cuerpo propio como articulación de vidente y visible, a causa de que la pintura sólo es visible si hace ver a modo de vidente de la misma forma que el cuerpo lleva a cabo su función de vidente al hacerme ver el mundo visible del que él mismo forma parte.

No obstante, el “enigma” del cuerpo vidente y visible, que se perfila como una contradicción racional, resulta del todo asequible en la experiencia sensible del mundo que incluso logra revelar su coherencia con mi cuerpo puesto que “(…) entre lo que yo veo y yo que veo, la relación no es de contradicción, inmediata o frontal, las cosas atraen mi mirada, mi mirada acaricia las cosas, sigue su contorno y sus relieves, entre aquella y estas entrevemos una complicidad” (Merleau-Ponty, 2010, p. 76). Acariciar las cosas con la mirada no es una metáfora, sino el modo en el que las integro a mi experiencia mediante la percepción visual si las circunscribo a distancia. Decir que “mi mirada acaricia las cosas” es la dilucidación del modo particular de aprehensión que la sensibilidad visual lleva cabo del mundo: “(…) algo a lo que sólo podemos aproximarnos más palpándolo con la mirada, cosas que no podemos soñar con ver ‘totalmente desnudas’, porque la misma mirada las envuelve, las viste con su carne” (Merleau-Ponty, 2010, p. 120).7 Se establece una distinción entre ver y mirar. Mientras que la acción de la mirada consiste en vestir y envolver con su carne a las cosas, la acción de ver resulta contraria porque las desviste, las desenvuelve de la carne de la mirada y es así como las revela.

El mundo se hace visible en su inmediatez: “Lo visible no puede así llenarme y ocuparme, sino porque yo, que lo veo, no lo veo desde el fondo de la nada sino desde el medio de él mismo, yo, el vidente, también soy visible” (Merleau-Ponty, 2010, p. 106). Es gracias a la pertenencia del vidente a lo visible que surge la visibilidad de las cosas y que éstas, en tanto formas visibles, habitan en el vidente.

Mediante la mirada la visualidad encuentra su pertenencia a la dimensión táctil: “Puesto que el mismo cuerpo ve y toca, visible y tangible pertenecen al mismo mundo. (…) toda visión tiene lugar en alguna parte dentro del espacio táctil. (…) puesto que la visión es palpación por la mirada, también debe inscribirse en el orden del ser que ella nos revela, el que mira no debe ser extraño al mundo que mira” (Merleau-Ponty, 2010, p. 122). La visualidad y la tactilidad intercambian sus formas de experiencia gracias a que el cuerpo las reúne. Además, en el acto de tocar que conduce al de tocarse se encuentra “(…) el modelo y la fuente de una percepción reflexiva. El vidente-visible (…) es prefigurado por la actividad de la mano derecha que toca la mano izquierda ‘palpando las cosas’” (Estay, 2014). De esta manera “(…) ‘la reversibilidad’ característica de la carne existe igualmente en los otros dominios” (Estay, 2014). El cuerpo que percibe el mundo también se percibe a sí mismo. La obra de arte recupera la percepción reflexiva y le da al cuerpo ocasión de percibirse percibiendo.

No sólo las formas de la percepción se comunican, también la direccionalidad del sentir va hacia lo sentido tanto como a lo sintiente porque “(…) el cuerpo sentido y el cuerpo sintiente son como el reverso y el anverso, o también, como dos segmentos de un solo recorrido circular, que, por arriba, va de izquierda a derecha, y por debajo, de derecha a izquierda, pero que no es más que un único movimiento en sus dos fases” (Merleau-Ponty, 2010, p. 125). El “recorrido circular” de la experiencia sensible muestra que la relación entre noesis y noema se intercambia en la carnalidad del cuerpo, revelando que toda supuesta jerarquía de los sentidos resulta intercambiable. La carne:

[E]s el enroscamiento de lo visible sobre el cuerpo vidente, de lo tangible sobre el cuerpo tocante, que se evidencia especialmente cuando el cuerpo se ve, se toca viendo y tocando las cosas, de manera que, simultáneamente, como tangible, desciende entre ellas, como tocante, las domina todas y extrae de él mismo esa relación, incluso esa doble relación, por dehiscencia o fisión de su masa (Merleau-Ponty, 2010, p. 132).8

Aunque tocante y tangible se vuelven reversibles, propician distintas formas de experiencia.

Por lo tanto, la referencia a una cultura visual no supone una jerarquía del sentido de la vista —al menos no definitiva—; en todo caso, la propuesta consiste en considerar cómo la visualidad entra en un intercambio con la tactilidad, la auditividad, entre otras formas perceptuales, y sobre todo los medios por los que lo visual convoca otros valores de la percepción, además de advertir la reversibilidad entre visible y vidente.

Dentro del gran espectáculo encontramos las expresiones de lo visible, incluida la visibilidad del cuerpo. Se trata de un gran espectáculo porque todo lo presente se da a ver, y en primera instancia el cuerpo: “Mi cuerpo como cosa visible está contenido en el gran espectáculo. Pero mi cuerpo vidente sustenta ese cuerpo visible, y todos los visibles con él. Hay inserción recíproca y entrelazamiento de uno en el otro” (Merleau-Ponty, 2010, p. 126). Si el cuerpo vidente sustenta al cuerpo visible, se debe a que aporta la visualidad a la visibilidad del cuerpo, sin olvidar que el cuerpo se hace vidente en su condición de visible.

La carne crea la diferencia entre vidente y visible haciendo de apertura entre uno y otro. La carne es “la dehiscencia del vidente en visible y de lo visible en vidente” (Merleau-Ponty, 2010, p. 138). Al mismo tiempo la carne media la relación entre vidente y visible, de tal manera que propicia para ambos la reversibilidad por darse como un umbral.

En la “(…) reversibilidad del vidente y de lo visible, y en el punto en que ambas metamorfosis se cruzan nace lo que se llama percepción (…)” (Merleau-Ponty, 2010, p. 138). Hay metamorfosis en el trayecto en ambos sentidos entre vidente y visible. Sin embargo, un visible que se vuelve vidente no deja su condición de visible, sigue siendo visible además de ser vidente y a la inversa. La percepción emerge de dichas metamorfosis, en el doble recorrido que va del visible al vidente, entre el cuerpo percibiente y el cuerpo percibido.

La reversibilidad alcanza un tercer grado de profundidad que cruza las de vidente-visible y visible-tangible, se trata de la reversibilidad entre lo visible y lo invisible. “Con la reversibilidad de lo visible y de lo tangible, lo que se nos abre es entonces, si no aún lo incorpóreo, al menos un ser intercorpóreo, un ámbito presumible de lo visible y lo tangible, que se extiende más lejos de lo que actualmente veo y toco” (Merleau-Ponty, 2010, p. 129). Lo invisible es el fondo de negatividad sobre el que emerge lo visible, que se encuentra entre todo lo corpóreo y allende lo tangible.9

A propósito, en la segunda de sus contratesis sobre la cultura visual, Mitchell (2020) afirma que “[l]a cultura conlleva una meditación sobre la ceguera, lo invisible, lo oculto, lo imposible de ver y lo desapercibido; también sobre la sordera y el lenguaje visible del gesto; también reclama atención hacia lo táctil, lo auditivo, lo háptico y el fenómeno de la sinestesia” (pp. 425 y 426). A partir de considerar la negatividad en la articulación del sentido, tanto la semiótica como la fenomenología se han detenido a dar cuenta sobre los procesos de conformación de todo lo que Mitchell enumera.

La fenomenología de la percepción muestra que los fenómenos de la llamada cultura visual lejos de excluir las otras formas perceptuales, las convoca a través de la visualidad. Si bien es cierto que los estudios de la cultura visual reconocen la mixtura entre las artes; no obstante, dejan sin explicación cómo se componen: “(…) todas las artes son artes ‘compuestas’ (tanto el texto como la imagen); todos los medios son mixtos, combinan diferentes códigos, convenciones discursivas, canales y modos sensoriales y cognitivos” (Mitchell, 2009, p. 88). Además de dar un tratamiento a los medios en términos de códigos y canales sensoriales, lo que muestra tanto un intelectualismo como un empirismo respectivamente, falta abordar de su parte el proceso por el que las formas de la percepción crean las articulaciones entre las artes.

Por su parte, Mieke Bal (2021) acepta que “el acto de mirar es profundamente ‘impuro’ (…)” (p. 143) siempre y cuando “esta cualidad impura también sea aplicable a otras actividades basadas en los sentidos: escuchar, leer, saborear u oler. Esta impureza hace que tales actividades sean mutuamente permeables, de modo que escuchar y leer también pueden tener visualidad. Por tanto, la literatura, el sonido y la música no serían ajenos al objeto de estudio del análisis visual” (Bal, 2021, p. 143). La supuesta “impureza” de las prácticas artísticas hacen su material, se encuentra en la condición carnal de la experiencia humana donde el cuerpo extrae de sí mismo la dehiscencia de su masa con la que “enrosca” las formas de la percepción.

El diálogo con las disciplinas semiótica y fenomenológica le permite al movimiento de los estudios visuales enfocar su análisis no sólo en la positividad de la visión que implica el acto de ver y lo visible, sino transitar a la esfera de la mirada donde lo visual y lo invisible hacen de fondo de negatividad para la emergencia del sentido.

Conclusiones

La semiótica considera a la visualidad como una forma y valor de la percepción. Esta consideración coincide con la del concepto de percepción visual postulado por la fenomenología, la cual reconoce no sólo la puesta en relación de lo visual con lo táctil o lo auditivo, sino la reversibilidad entre el vidente y lo visible y la implicación de éste en lo invisible. La fenomenología y la semiótica consideran la pintura en su visualidad y por esta razón poseen conceptos de interés para los estudios sobre la llamada cultura visual.

No he tratado de dar cuenta de las descripciones que ambas disciplinas (la semiótica y la fenomenología) han desarrollado sobre la percepción y la imagen, el solo intento requeriría por lo menos un libro completo. Mi propósito sólo fue mostrar, en unas cuantas páginas y en algunas pocas tesis, cómo la semiótica y la fenomenología definen la percepción visual desde una postura para sugerir un diálogo con los estudios de la cultura visual. Al menos estos estudios pudieran considerar de interés tres conceptos sobre la percepción visual, a saber, aquellos concernientes a la percepción como expresión primordial, a su relación con la pintura y a la reversibilidad entre vidente y visible. Cada uno de estos tres postulados fue desarrollado en los apartados anteriores y discutido a la luz de la semiótica y la propia fenomenología para explicar cómo pueden resultar de interés a los estudios de la cultura visual. El presente artículo pretendió llevar de “viaje” el concepto de visualidad, tal como lo elaboran la semiótica y la fenomenología a partir de la pintura, a los estudios visuales.

La postura de la fenomenología sobre la percepción visual se caracteriza en los trabajos de Merleau-Ponty por mostrar la necesidad de aprender a ver el mundo a pesar de su evidencia, y aprendemos que por la mirada nos abrimos al mundo y por la visión nos orientamos en él; el aprendizaje que adquirimos del mundo visible consiste en intuir la diferencia entre mirarlo y verlo, porque en la mirada se desarrolla (usando los términos de la semiótica tensiva) una intensidad sensible, mientras que, en la visión, una extensidad inteligible. Entiendo el mundo porque lo veo y lo siento si lo miro. La fenomenología y la semiótica parten de esta distinción entre mirada y visión que se vuelve de interés para todo estudio de la cultura visual y que la pintura abordada en su visualidad recupera.

Desde el punto de vista fenomenológico, una cultura sería visual no por dedicarse a la producción exclusiva de objetos visuales ni por prescindir de las demás formas de la percepción, sino por convocarlas a éstas mediante la visualidad, es decir, en los productos de la cultura visual se dan cita las otras formas de la percepción, además de que dichos objetos participan en la reversibilidad entre vidente y visible.

El contraste producido por el diálogo entre semiótica, fenomenología y cultura visual ha vislumbrado un concepto de la visualidad no sólo anclado en la imagen, sino desarrollado en la percepción. Con este trabajo propongo inaugurar un contrapunto donde los estudios visuales sean el canto firme mientras que la semiótica y la fenomenología hagan la primera y segunda voz, respectivamente. Pero esta exploración requiere un tratamiento a largo plazo que en las presentes líneas no me resulta posible continuar.

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1Todas las traducciones de las citas textuales de “Le cinéma et la nouvelle psychology” son mías.

2La traducción es mía.

3Esta formulación se hace desde el esquematismo que como hipótesis es “(…) entendido como una mediación entre lo sensible y lo inteligible” (Zilberberg, 1999, p. 114).

4“La intensidad que nosotros proponemos es la intensidad subjetal, la intensidad vivida, y por catálisis, la intensidad medida. ¿En qué consiste experimentar un afecto sino en tomarle ante todo y personalmente la medida?” (Zilberberg, 2015, p. 27).

5“La extensidad, orientada hacia los estados de cosas, tiene que ver con la densidad del campo de presencia: si las magnitudes son poco numerosas, diremos que la modalidad de la concentración es la válida; si es a la inversa, diremos que es la modalidad de la difusión la que será elegida” (Zilberberg, 2015, pp. 27-28).

6Román Chávez (2018) precisa que “(…) en la epojé estética se trata de suspender la realidad fáctica de la obra de arte. De esta manera, logramos suspender o desconectar lo cósico de la obra, y así acceder a las cuasi realidades representadas en ella. Por lo tanto, la epojé estética nos permite acceder al fenómeno artístico y a los modos de aparecer estético de la obra. Con ello se logra la debida correspondencia entre la experiencia estética del espectador y la obra de arte” (p. 245).

7Herman Parret (2017) revela que Merleau-Ponty “(…) reformula radicalmente la concepción de la estructura noético-noemática. Ya no es la intencionalidad la que conjunta noesis y noema, sino la carne participativa la que las confunde. A esa confusión noético-noemática, Merleau-Ponty le da el nombre de entrelazamiento o quiasmo. Ese deslizamiento de la conjunción noético-noemática hacia la confusión, el entrelazamiento, el quiasmo ha sido posible por una inversión de la jerarquía de los sentidos: de lo visible a lo tangible, en el plano noemático; de la mirada a la caricia, de la vista al tacto, en el plano noético.” Edición digital.

8A propósito, Herman Parret (2017) precisa que si la “mirada toca” se debe al “[e]ntrelazamiento de mi cuerpo visible y contenido en el gran espectáculo del mundo, y mi cuerpo vidente, bajo el signo de lo Sensible en sí, que llamamos carne. Esa reversibilidad confunde noesis y noema en la sublimación de la carne”.

9Anabelle Dufourcq (2012) también advierte que “Bachelard y Merleau-Ponty tienen (…) en común su rechazo a definir lo imaginario a partir de una imaginación superficial subordinada a la percepción común y reproductora del aspecto exterior de una cosa. Lo imaginario se muestra en toda su extensión cuando devela y exalta un invisible en formación sobre lo visible, una suerte de esencia carnal de las cosas” (p. 247). La traducción es mía.

Recibido: 07 de Octubre de 2021; Revisado: 19 de Enero de 2022; Aprobado: 28 de Abril de 2022

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Víctor Alejandro Ruiz Ramírez es profesor e investigador de la Escuela de Artes Plásticas y Audiovisuales de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, y se desempeña actualmente como director de dicha escuela. Especialista en estética, semiótica y fenomenología. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores del CONACyT. Entre sus publicaciones destacan los artículos: “De la visualidad a la tactilidad en las formas del diseño” (2022), Zincografía, 6(11); “El tacto en la mirada. La artista está presente de Marina Abramović” (2020), Configuraciones y reconfiguraciones de lo femenino en las artes; “La subjetividad onírica en el relato literario” (2018), Tópicos Del Seminario, 2(40), y “Las trayectorias del flâneur en la ciudad” (2017), Crisol y trayectorias. Acercamientos a la estética y el arte.

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