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Espiral (Guadalajara)

Print version ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.15 n.44 Guadalajara Jan./Apr. 2009

 

Teoría y debate

 

¿Ha terminado la revolución? Historia del concepto y valoración política1

 

Is The Revolution Over? A History of the Concept and its Political Valoration

 

Maurizio Ricciardi*

 

* Profesor del Dipartimento di Politica, istituzioni, storia. Università di Bologna. maurizio.ricciardi@unibo.it.

 

Fecha de recepción: 14 de junio de 2008.
Fecha de aceptación: 27 de octubre de 2008.

 

Resumen

En el vocabulario de las transformaciones históricas y políticas, el término "revolución" ha ocupado una posición relevante y desempeñado un rol decisivo en diversos periodos de la historia. En torno a él se ha articulado, además, un campo semántico que ha integrado y alterado las modalidades y la posibilidad de referirse a otros conceptos claves de la modernidad política. En este artículo se analiza el proceso secular de transformación política del concepto de revolución.

Palabras clave: revolución social, revolución política, historia conceptual.

 

Abstract

In the vocabulary of historical and political transformations, the term "revolution" has occupied a prominent position and played a decisive role at different historical periods. In addition, a semantic field has been articulated around it which has integrated and altered the modalities and the possibility of referring to other key concepts of political modernity. This article analyzes the secular process of political transformation of the concept of revolution.

 

Definir el concepto político de "revolución" ha resultado problemático desde que el término tuvo una difusión casi universal y fue aplicado a casi todos los eventos a los que se les atribuye un significado de cambio extremo y radical. En el vocabulario de las transformaciones históricas y políticas el término "revolución" ha ocupado una posición relevante a partir del siglo XVII (Rachum, 1999) y ha tenido un rol determinante desde finales del siglo XVIII (Koselleck, 2006). En torno a ello se ha articulado un campo semántico que ha integrado y alterado las modalidades y la posibilidad misma de referirse a otros conceptos claves de la modernidad política. El advenimiento de los procesos revolucionarios ha cambiado radicalmente el significado de democracia, Estado, población, guerra; y ha contribuido de manera decisiva a la acuñación o a la redefinición de otros términos, que después se han vuelto esenciales para su compresión, tales como nación, clase, revolucionario, proletariado. El proceso secular de transformación política del concepto (Ricciardi, 2001) parece haber alcanzado su apogeo durante el siglo XX, cuando las revoluciones proliferaron de manera exponencial (Goldstone, Gurr, Moshiri, 1991), hasta el punto que la revolución parecía ser en realidad la "sexta gran potencia", al grado de ser parte de la política mundial más allá de las configuraciones geopolíticas y el predominio de los bloques militares (Halliday, 1999). Posteriormente, de manera paradójica, mientras se suscitaban revoluciones que no sólo fragmentaban los órdenes institucionales consolidados, sino que ponían también en crisis estructuras seculares transnacionales como el dominio colonial, en los últimos decenios del siglo pasado la revolución pareció convertirse en un objeto políticamente casi obsoleto, aparentemente destinado a permanecer en el archivo de la historia. El juicio político sobre las revoluciones que se sucedieron y consolidaron en forma estatal, sobre todo en Europa centro-oriental, ha ingresado preponderantemente en la definición del concepto. El fracaso de aquellas formas estatales se volvió el argumento principal para demostrar la desactualización de cada referencia a la revolución. El multiplicarse de las revoluciones y de las teorías revolucionarias (Goldstone, 2003) se volvió el signo de una fragmentación del concepto, que ha terminado por negarle el hecho de estar específicamente dirigido al futuro, mucho más que a cualquier otro concepto político. Es sobre todo en el concepto de revolución, de hecho, que en la época moderna se ha expresado aquella "contemporaneidad de lo no contemporáneo", al grado de permitir una anticipación del futuro gracias a las diversas "extensiones temporales" que en él encuentran expresión. Éstas "reenvían a la estructura prognóstica del tiempo histórico, ya que cada prognosis anticipa eventos que están implícitos en el presente, y en este sentido existen ya, pero todavía no acontecen" (Koselleck, 1986: 112). Una vez relegado al pasado, el concepto de revolución parece haber perdido su capacidad de pronosticar sobre el tiempo presente así como su transformación. Esta opacidad del tiempo histórico implica, en primer lugar, a los sujetos de la transformación, que parecen haber estado también ellos ofuscados por la objetividad aparentemente incontrastable de las transformaciones en acto. A esta situación han contribuido también importantes discursos científicos, como por ejemplo los de la sociología histórica, en los cuales el rol transformador de las revoluciones ha sido "conservado", aunque haciéndolo que se vuelva una suerte de factor institucional de transformación de las instituciones. En la más total indiferencia respecto al sujeto revolucionario, viene por ello individualizada una serie de indicadores que señala la crisis estructural de un determinado orden estatal: "tensión fiscal/administrativa, conflicto de la élite, rebelión popular —además de numerosas trayectorias de crisis en éstos factores" (Collins, 1993: 121).

The Encyclopedia of Political Revolutions sugiere, en cambio, dos características fundamentales que se deben considerar en cada proceso revolucionario: "los procedimientos irregulares tuvieron como objetivo el forzar el cambio político dentro de una sociedad [...] y efectos duraderos sobre el sistema político de la sociedad en la cual ocurrieron" (Goldstone, 1998: VII). La elección explícita es no hablar de golpes de Estado militares, guerras civiles que se presentan como luchas de facción al interior de un bloque de poder, que por ello "no cambia el orden político", así como de movimientos de reforma social con un objetivo específico y determinado. A pesar de esto se habla del movimiento de las mujeres y del de los derechos civiles, o de los movimientos independentistas indiano o paquistano, como también de la Revolución Mexicana de 1910 al 1940 (Goldstone, 1998: VII), porque todos estos movimientos "cambiaron la definición de quién debería y no debería tener poder político".

El mérito de esta definición es el de haber vuelto a nombrar a una transformación mucho más vasta que aquélla limitada a la organización del Estado. En ella el orden político es explícitamente cualquier cosa que sobrepasa el poder sobre el Estado.

Además deja entrever cómo los sujetos del poder que intervienen en las revoluciones son más numerosos y complejos que aquéllos que aparecen en la consolidación institucional posrevolucionaria. Los excesos del sujeto revolucionario representan el trato abierto e irresuelto del moderno concepto de revolución; mientras que desde el punto de vista histórico la institucionalización es el modo a partir del cual cada revolución se declara concluida, precisamente para asegurar las conquistas revolucionarias.

Vale la pena recorrer algunos momentos fundamentales de la historia del concepto de revolución, buscando comprender la dialéctica entre la apertura al tiempo histórico y el final de la revolución, entre la acción subjetiva y la consolidación institucional. Ya en 1931, Eugen Rosenstock, quien fue uno de los primeros en reconstruir las vicisitudes del concepto de revolución, la interpreta como un principio interno a la historia constitucional europea, por decir así, uno de sus motores (Rosenstock, 1931a: 85). Consecuentemente, él no sólo excluye de sus reconstrucciones el surgimiento del término en la América del siglo XVIII, sino sobre todo, insistiendo sobre la difícil dialéctica que liga Occidente y Europa, considera agotado su curso, desde el momento en el cual, después de la I Guerra Mundial, de un lado "Europa ha sido vencida por los americanos" (Rosenstock, 1931b: 524), vale decir desde el Occidente no europeo; mientras, por el otro, en la Unión Soviética la doctrina bolchevique de la revolución permanente y mundial convierte en regla aquello que era excepción. En realidad, Rosenstock omite también todas aquellas revueltas antiesclavistas y anticoloniales que contribuyen de manera determinante al redimensionamiento del espacio político europeo (Rudan, 2007), asumiendo progresivamente la forma de una revolución que, a través de lograr la independencia nacional, se prefija también la renovación del orden económico sobre el cual se basaba la explotación de las colonias. También la reconstrucción de Rosenstock puede así llegar al final de la revolución. Una vez cancelado el espacio de Europa y abierta la cuestión de un tiempo ordenado y finito de la política, la revolución pierde el propio centro, dejando de ser un momento singular y excepcional, pero interno en cada forma al proceso de constante renovación de la política europea. Así como los Estados Unidos representan una excepción externa al Occidente europeo (Ricciardi, 2006), al menos al inicio de los años treinta, la Unión Soviética muestra la posibilidad del fin de la modernidad europea. Ambas nacidas de eventos revolucionarios, rechazan concluir la revolución allí donde ha iniciado, en el espacio y tiempo europeos.

La imposibilidad de cerrar el círculo de la revolución conduce, en primer plano, al significado originario del término que notoriamente tenía que ver con el movimiento circular. Ello deriva, de hecho, de la astronomía y describe el movimiento completado por un cuerpo celeste en torno a otro. En efecto, es un movimiento en torno a un punto fijo, es decir, a un centro, que es también el punto de partida para interpretar los movimientos que tienen lugar tanto en la tierra como en los cielos. Dante describe este estable modelo de orden, al hablar de la "cotidiana revolución" de las ciencias civiles y políticas en torno a la filosofía moral y "por comparación bastante manifiesta", de los diversos cielos en torno al Primer Móvil (Dante, 1995, II, XIV: 15). En las crónicas florentinas de los hermanos Villani, escritas pocos decenios después, el término asume el significado de cambio político y niega el orden instituido, sea en el interior de la república, sea en las relaciones internacionales. Aquí no se encuentra ya en primer plano la metáfora astronómica, sino más que nada el cambio inesperado y violento que se da en el interior de las relaciones políticas. En esta acepción el término se representa en los siglos sucesivos, a tal punto que, en 1612, el Dizionario degli Accademici della Crusca define la revolución como "revuelta" y agrega: "Y es más propio de los estados que de otro" (Rachum, 1995: 415-416). Sólo en la segunda edición, de 1623, se agrega el significado astronómico del término (Conti, 1990). En este punto el significado político de cambio radical es ya predominante y el término revolución pasa de Italia a Inglaterra, todavía antes de que se aplique a la Glorious revolution (Hill, 1990). Ya en el 1543, por otra parte, la publicación de De revolutionbus orbium coelestium de Copérnico, anunciando la transformación del cuadro astronómico y cosmológico tradicional, hace disponible también la acepción del término de derivación "científica" para una politización antes imposible. Las dos genealogías lexicales tienden de ahora en adelante a conjugarse. Revolución significa la implosión inmediata y violenta contra el poder soberano, cubriendo así lentamente el campo semántico antes reservado a "sedición" y "revuelta"; significa, además, el proceso en el que, en el tiempo, se mira a la apropiación de la potencialidad política del futuro, coincidiendo, al menos inicialmente, con aquel movimiento rectilíneo que la filosofía de la historia imaginaba como progreso constante de la humanidad. Ello rompe así el círculo de la temporalidad clásica y se dirige hacia un futuro a su vez desconocido, es decir, no homologable a ninguna condición precedente de perfección, y anticipable, o entendido como construcción racional que se mueve por los intentos y por los proyectos del sujeto revolucionario.

A pesar de que en su sentido político ello se hubiera "vuelto usual solo a partir la revolución francesa" (Koselleck, 1984: 653), el concepto de revolución se encuentra estrechamente ligado a la modernidad en su conjunto. Sus condiciones de posibilidad se anuncian, de hecho, en las cercanías de aquel "inicio de época" que según Hans Blumenberg señala el pasaje de la edad moderna, cuando "aserciones diversas pueden ser entendidas como respuestas a preguntas idénticas" (Blumenberg, 1992: 502).

Precisamente por esto el complejo momento del siglo XIV, cuando la ruptura de la respublica christiana se anuncia como realidad, sea en el plano religioso o en el de la política imperial, representa un precedente fundamental para la sucesiva comprensión del concepto. Es en el cinquecento que Maquiavelo, "el padre espiritual de la revolución" (Arendt, 1983: 37), registra el movimiento irreversible e incontrolable que ya domina la historia. De manera diferente a como lo sostiene Arendt, no es a pesar del descubrimiento de la violencia como hecho de la política que se impone la centralidad de Maquiavelo para la reconstrucción del concepto moderno de revolución. Es más que nada la distinción entre "modos" ordinarios y extraordinarios para conducir la política: es la individualización de las soluciones constitucionales que, tanto en el principado civil como en la república, asumen como sujeto de referencia al "pueblo", es decir, una parte de la comunidad republicana que debe servir de garantía o motor de la virtud, precisamente gracias a su posición en la constitución social (Ricciardi, 2005). La doctrina maquiaveliana introduce la innovación en el interior de un universo político que observa con preocupación los cambios, pero no está en posición de aprehender su posible productividad. No sorprende ciertamente a Guicciardi quien, comprendiendo plenamente los cambios en curso y la nueva calidad de la historia, opone a los métodos extraordinarios, que, según él, tanto gustan a Maquiavelo, una reglamentación administrativa de los confines, una reforma progresiva que salve el orden unitario (Guicciardini, 1984). Sin querer indicar dos principios que, indiferentes a los umbrales de transformación, se representan en un continuo para dar forma al desarrollo histórico, se está así de frente a dos modos opuestos de considerar el cambio y el conflicto social. Si en Maquiavelo no hay aún una teoría de la revolución en el sentido moderno, con Guicciardini se deja ver la conciencia de que la experiencia de estratos determinados del conjunto social y la atención a la funcionalidad de las decisiones administrativas pueden establecer un dique en las confrontaciones de los cambios más disruptivos.

Es en el laboratorio de la soberanía, abierto desde la guerra civil inglesa del 1640 al 1660, que los significados del término revolución, indicados previamente, alcanzan una fuerza conceptual. En las precedentes doctrinas del derecho de resistencia, a consecuencia de los cuales la antigua sociedad estamental europea había conocido grandes explosiones de revuelta, todas las "nociones eran desarrolladas como parte de una teoría de la obediencia, no de la libertad" (Figgis, 1992: 222). En Inglaterra la "gran rebelión" puritana, el lenguaje y las revueltas de libertadores y campesinos plantean el problema de manera diversa. No sólo rechazan la obediencia pasiva, sino que pretenden también afirmar un nuevo modo de construir la autoridad. El rechazo de la legitimación del pasado se resuelve en una crítica del presente que abre la posibilidad de dar forma al futuro. Es a partir de este desafío que emerge el poder soberano, y ello es formulado teóricamente de manera distinta por Hobbes y Locke. No se trata sólo de un gobierno político y de sus formas institucionales, sino de una forma comprensiva gracias a la cual viene constituido, organizado y ejercitado el dominio sobre los cuerpos de los hombres y las mujeres. En su momento constitutivo se prevé la adhesión activa que pone fin a la condición de lucha y de guerra, pero cada actuar sucesivo es después mediado exclusivamente por el poder soberano que constituye los espacios para las manifestaciones públicas de la colectividad, y el orden concreto en el cual cada "ciudadano" se encuentra ubicado.

Precisamente por esto, en los siglos sucesivos, a partir de la secesión americana, la revolución ha conllevado siempre una pérdida de la subjetividad política legítima: un movimiento que cobra fuerza en el encuentro con la posibilidad de tomar la palabra política. Ello no es simplemente un encuentro ocasional sobre la forma de la comunicación política, sino la práctica de una modalidad comunicativa que no establece inmediatamente un orden, sino que más bien subvierte tumultuosamente el orden establecido entre política, derecho y vida cotidiana. Si la gloriosa revolución puede ser aún interpretada como reintegración de los derechos originarios del parlamento contra las pretensiones del monarca, la revolución americana es inmediatamente una lucha por el poder político: concluye con su expropiación a cargo de sujetos nuevos y diversos de sus detentadores precedentes. El periodo de las revoluciones atlánticas abre así la dialéctica entre revolución y constitución; a partir de que a la disolución de un ordenamiento legítimo le sigue la constitución de un nuevo orden, que debe programáticamente tener abierta la posibilidad de participación en espacios negados antes. En la revolución norteamericana, así como en la francesa, la ilegitimidad del acto revolucionario funciona entonces como fundamento de la legitimidad del nuevo orden.

A propósito de la historia de la ciudad plebeya italiana del medioevo, Max Weber sostiene que, sustituyéndose a las viejas familias señoriales, el grupo social, formado sobre todo de comerciantes y artesanos, que se definía a sí mismo simplemente como pueblo, ha sido el "primer grupo político conscientemente ilegítimo y revolucionario" (Weber, 1984, vol. IV: 406). El que, a pesar de la época de referencia, Weber entienda en realidad el concepto moderno está demostrado por el hecho que en otro lugar, describiendo ese mismo pasaje histórico, escribe que "el noble, el hombre de familia caballeresca y en grado de poseer un feudo, viene puesto bajo vigilancia, privado del derecho de voto y de sus derechos como la burguesía rusa con Lenin" (Weber, 1993: 283).

De este modo Weber pone en primer plano la dimensión jurídica, al mismo tiempo ideal y formal, que históricamente acompaña las revoluciones en el siglo XVIII. En ambos casos, de hecho, no está en juego solamente la sustitución de un derecho positivo con otro, sino la afirmación de algunos derechos que son considerados como naturales. Ellos aparecen, de hecho, tanto en la Declaración de independencia norteamericana como en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano del 26 de agosto de 1789, y representan prioritariamente aquello que se quiere volver legítimo y que el derecho vigente aún no reconoce. En este sentido el "derecho natural es por ello la forma legítima específica de los ordenamientos creados mediante revolución" (Weber, 1984, vol. III: 176). Si, desde el punto de vista histórico, esta explicación del nexo entre ilegitimidad y revolución parece apropiada a las revoluciones acaecidas en los dos lados del Atlántico, resulta más problemático extenderla a las sucesivas. Esta es, por otra parte, la solución elegida por el propio Weber en su crítica de los acontecimientos rusos a inicios del siglo XX, en ocasión de los cuales contrapone constantemente el modelo constitucional del Estado moderno y de su sociedad al pseudo constitucionalismo ruso y a las tentativas de superarlo en una dirección que no haga de la libertad de contrato la libertad en sentido fundamental.

El problema es que, desde el siglo XIX, la directa implicación entre revolución y constitución se expande al máximo grado, casi hasta formar un único e inextricable recorrido jurídico-político, cuya forma es un criterio universal de ciudadanía, circunscrito a la figura de un individuo abstracto, privado de cada determinación material. En realidad el ejercicio de los derechos naturales no es tan universal como la revolución pretende y la constitución comúnmente afirma, sino que resulta inmediatamente limitado por las divisiones y las diferencias sobre las cuales la misma sociedad revolucionaria se funda. La relación entre revolución y constitución está así construida en la intersección entre los principios y las prácticas jurídicas; esto significa que el dictado constitucional reconoce y certifica, por una parte, los fines y el fin de la revolución (Schnur, 1986), mientras por otra parte deviene el núcleo normativo en virtud del cual son realizados progresivamente los contenidos suspendidos por la revolución (Schiera, 1979). De esta forma viene interiorizada una diferencia esencial entre el tiempo de la revolución y el de la constitución, que establece contemporáneamente una continuidad y una distinción, ambas fundamentales, entre el evento revolucionario y la reforma constante de los órdenes socio-estatales (Troper, 2006). En otros términos, la reforma está separada de la revolución, dando origen a una acción administrativa que va de la intervención puntual y específica a la planificación comprensiva, con base en la cual hay de todas formas la profunda convicción que "una revolución puede destruir las barreras existentes y producir canales para nuevas experiencias, pero la nueva experiencia en sí misma es un hecho posrevolucionario" (Lindeman, 1937: 626).

Presupuesto y consecuencia de esta reaparición de la propia genealogía del concepto de revolución es la reafirmación de la unicidad del orden soberano del Estado. En condiciones cambiantes, ello debe ser ejercitado no solamente frente a los individuos sino en el conjunto de su actividad, esto es, de la sociedad. Aquí, de hecho, resurgen en continuación tanto el espectro del estado de naturaleza, que se consideraba ilegal, como la temida posibilidad de que el poder constituyente no sea limitable a un mero artefacto de la constitución, sino que se represente como fractura al interior de la sociedad estatal (Negri, 1992). La dialéctica entre poder constituyente y la forma de su representación caracteriza entonces el proceder contemporáneo de los movimientos revolucionarios. El problema del fin de la revolución, como veremos, en los términos de una saturación jurídica del orden político, se repropone en este nivel como puesta en discusión de la posibilidad de representar políticamente el poder constituyente. Se pone en cuestión así la función unificadora de aquella representación política que es uno de los pilares fundamentales del orden soberano. Inicia en consecuencia una época en la cual la "revolución" parece más que nunca volverse un factor al mismo tiempo constitucional y de radical negación de la modernidad política. Desde el siglo XIX revolución significa una cosa diversa a un evento imprevisto que irrumpe y desvía aquello que viene siendo considerado el curso "natural" de la historia. En primer lugar, en ella se afirma por primera vez la figura del revolucionario que no es ocasionalmente movido por la necesidad de los tiempos, sino que se presenta como intento político fundamental y consciente que se propone perseguir una específica línea política, que se diferencia de otra precisamente porque es revolucionaria. La producción del evento y la continuidad del proceso vienen así a depender de la voluntad política, mientras la realidad social se vuelve el objeto inerte y opaco sobre el cual habrá que intervenir e imponerse. La sociedad, sin embargo, se muestra como espacio disciplinado de disposición de la forma de relación y de las figuras subjetivas que la rigen, y muestra ser más bien resistente al cambio rápido y violento de cuanto la voluntad revolucionaria pueda presumir. Precisamente, el descubrimiento de la sociedad impone así la transformación de una significación de la revolución como acto violento y repentino, a una en la cual se vuelve central el carácter procedimental del movimiento revolucionario. Por otra parte, no es una casualidad que precisamente con este vuelco de tiempo la sociedad se vuelva el objeto de nuevas ciencias que se definen precisamente como sociales, así como el ámbito privilegiado de intervención de la política estatal. Ciencia social y política social, reforma política y actividad administrativa se vuelven la respuesta al peligro, advertido siempre con mayor ansiedad por las clases dominantes, de nuevas revoluciones. Todo menos que ocasional o insólita es entonces la afirmación con la cual el jurista Friedrich Julius Stahl expresa la condición específica de una época que sólo nominalmente se considera posrevolucionaria: "La revolución no es un simple acto; ella es un estado duradero, un nuevo orden de las cosas. En todos los tiempos ha habido revueltas, la caza de la dinastía, la subversión de la constitución. Pero la revolución es el peculiar signo histórico-universal de nuestra época" (Stahl, 1852: 4). Sociedad, Estado y revolución se vuelven así un trinomio crucial indisoluble, si bien cada esfuerzo revolucionario apunta en primer lugar a apropiarse del poder estatal. La dirección del Estado es entendida como medio para poder incidir sobre las relaciones propietarias, sobre la condición concreta del proletariado, el nuevo sujeto que con la revolución industrial se ha hecho presente en la escena política. Al proletariado, que también es una parte de la sociedad, se le excluye de las formas de decisión política y así se le obstaculiza la posibilidad de incidir sobre su propia condición material en la sociedad. La distinción entre revolución política y social representa, en este sentido, el signo de conjunción de este nudo problemático, o el intento de separar la acción que se puede ejercer en la esfera de la política de aquella que puede introducir cambios en las relaciones sociales. En esta distinción resurgen tanto la revolución como acto puramente político que no puede incidir sobre las estructuras de la sociedad —reafirmando así la constitución de la política moderna como esfera separada—, como la intangibilidad de la sociedad que puede ser modelada sólo progresivamente con un tiempo diverso del político.

Por otra parte, la sociedad moderna no crece contra el Estado sino en su interior, esto es, en la intersección de las prácticas de control (Schiera, 1999) que recoge, favorece y gestiona gracias a su función representativa (Piccinni, 2007). Precisamente el descubrimiento de esta intersección entre Estado y sociedad —que está en el centro de las lecturas de la revolución escritas por Alexis de Tocqueville y por Lorenz von Stein— establece el vuelco radical que los movimientos de 1830 y de 1848 imponen al concepto mismo de revolución. Desde el punto de vista histórico, el parteaguas representado desde 1848 es al menos parcialmente anticipado en la Revolución francesa. En ella, de hecho, aparecen tanto las características que llevan a definir las revoluciones sucesivas como sociales, como aquella específica práctica jacobina que hace de la revolución un accionar político. Desde el punto de vista teórico el rechazo es registrado, como habíamos dicho, por la distinción entre revolución política y revolución social, que Stein apunta a resolver dialécticamente a través de su doctrina de la sociedad y de la administración (Ricciardi, 1992). En cambio, con Karl Marx no estamos más frente a la prospectiva de una diversa reconstrucción del orden soberano con su aparato institucional, que, aun con todas sus específicas diversidades es siempre un Estado. Aquí la revolución es, en primer lugar, la negación absoluta de un orden que ya no pretende solamente fundarse sobre derechos naturales, sino hacer de eso mismo una segunda naturaleza. La ilegitimidad de las pretensiones no debería resolverse en una solicitud de apertura de los espacios políticos, en la inclusión de sujetos anteriormente considerados como incapaces de hacer política. La ilegitimidad se mide, en lugar de ello, con respecto a los sujetos y a las instituciones presentes, a través de la continua y radical negación de la normatividad política que funda y regula el accionar. Aquí no sería puesta en cuestión la forma con la cual los intereses y roles sociales están representados. Lo que está en discusión es la forma política misma. La revolución en sentido marxista no se dirige prioritariamente contra el Estado y su ordenamiento soberano, sino sobre todo contra el orden de la sociedad a través de la acción de una parte de ella. Contra el pensamiento dominante de la política moderna, que gira en torno a la constitución de la unidad política, es decir, de su representación como orden, la revolución se vuelve en Marx la exposición de una radical desunión, o en primer lugar, de la imposibilidad acaecida de representar políticamente en modo unitario las diferencias. "Nuestro terreno no es el terreno jurídico, es el terreno revolucionario" escribe Marx en 1848 (Marx, 1982, vol. VI: 102). La continuidad entre revolución y derecho es así explícitamente subvertida y negada.

Los sujetos revolucionarios de la época moderna no han fundado jamás su propia acción sobre el reconocimiento del derecho vigente. De aquí la dificultad de reconocer el derecho de resistencia entre sus raíces, ya sea que ello se entienda como derecho fundado sobre una específica colocación del pueblo respecto al gobierno, o asuma la forma del cumplimiento de un deber religioso, como era para la mayor parte de los calvinistas del siglo XVI, pero también para los católicos (De Benedictus-Lingens, 2003). La revolución es un hecho y como tal puede producir derecho, pero no es simplemente interpretable con base en un derecho, aunque esto pueda ser el trato más evidente del lenguaje revolucionario (Scuccimarra, 1998). El hecho de que hasta la Revolución francesa el problema de la representación política esté en primer plano, señala tanto la centralidad como la inadecuación de la solución. Poniendo en duda el resultado, el concepto, marxista primero y leninista después, de revolución pone en discusión el presupuesto unitario de la representación que, anteriormente expresado en la gramática hobbesiana de la individualidad radicalmente igual, encuentra la propia epifanía en la Declaración de 1789. Sin querer indicar una continuidad genealógica, se puede por otra parte afirmar que esta crítica práctica de unidad del sujeto de la política moderna modifica la propia radicalidad en la crítica feminista de la vigente constitución social de los géneros: tanto cuando se dirige contra la persistencia de imaginarios patriarcales, como cuando niega la legitimidad de un sujeto indiferenciado de derechos.

En realidad el concepto marxista de revolución no llega nunca a sustituir aquel nodo sobre la constitucionalización y la administración de los derechos revolucionarios, ni a resolver la tensión práctica entre los dos conceptos, experimentada por muchos movimientos revolucionarios "marxistas". Por un largo momento, iniciado en 1848 y con duración de más de un siglo, los dos conceptos han establecido los términos de una recíproca alternativa. En este largo siglo, mientras las luchas revolucionarias alcanzaban una intensidad y una difusión jamás vista, la Unión Soviética, históricamente el primer y más importante éxito de una revolución no burguesa, construía progresivamente su propio fracaso. A la estructura no representativa de los soviets y a la extinción del Estado se sustituía el aparato institucional y jurídico propio del orden soberano. El modelo soviético no sólo ha producido un orden jurídico que relegaba la revolución a la posición de un antecedente generador de derechos determinados aunque sí diferentes a los de libertad, pero respecto a su modelo concurrente, terminaba por mostrar también la imposibilidad material de ser sujeto de una reforma fundada sobre sus principios.

Tanto este fracaso como el registro de la completa juridización de cada ámbito de la vida social (Prodi, 2000), que parece saturar el espacio que se veía como productivamente abierto entre constitución y administración, entre revolución y reforma (Costa, 2000), llevó a primer plano el problema de la relación entre derecho y revolución. En un texto fundamental, Harold J. Berman ha mostrado cómo la reforma introducida entre 1075 y 1122 por Gregorio VII es el momento de apertura de la tradición jurídica occidental, esto es, de un mundo históricamente peculiar, de asegurar, racionalizar y neutralizar la política a través del derecho. Según Berman, ya la reforma gregoriana amerita el nombre de revolución porque se ha tratado de un cambio total, rápido, violento, duradero (Berman, 1998: 107). No importa aquí establecer la inadecuación de esta comprensión aún otra vez objetivista de la revolución, que asume la forma del cambio como criterio decisivo para la definición. Fundamentalmente es, en lugar de ello, el nexo que Berman evidencia entre revolución y derecho, desde el origen de aquella historia constitucional europea que Rosenstock ve terminar junto a su concepto de revolución. En la revolución inglesa de 1640 el derecho es el objeto y la forma del encuentro en acto. A través del derecho vienen formuladas las peticiones y contestadas las pretensiones. Ello provee en último análisis la gramática gracias a la cual viene formulada la tensión hacia una renovación radical del tiempo. Hoy, al contrario, la saturación jurídica del orden político parece tener abierta la posibilidad de que se den prácticas de subjetivación al grado de exceder "cada forma de derecho y de ley" (Hart y Negri, 2000: 394). En otros términos, puede haber, y las hay, normatividades que no se expresan exclusivamente en el lenguaje universal del derecho, que llevan a conjugaciones contradictorias y parciales de la individualidad, que no están definidas por ser parte de un orden ni miran prioritariamente a constituirse como orden. En consecuencia, se debe agregar que la revuelta de la multitud revolucionaria no puede ser considerada meramente como el dispositivo detonante que lleva a la transformación estatal, porque en las revoluciones modernas se pone en juego algo más que la sola rotación de los titulares del poder estatal.

 

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Nota

1. Traducción del italiano al español realizada por Alejandra Vizcarra Ruiz.

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