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Espiral (Guadalajara)

Print version ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.12 n.35 Guadalajara Jan./Apr. 2006

 

Sociedad

 

De la resistencia a la adaptación. El pueblo de Santa Ana Tepetitlán, Jalisco, siglo XIX

 

Laura Guillermina Gómez Santana*

 

* Estudiante de la maestría en Ciencias Sociales, Universidad de Guadalajara. México. lguille60@hotmail.com

 

Fecha de recepción: 08 de abril de 2005.
Fecha de aceptación: 29 de julio de 2005.

 

Resumen

Con la Independencia de nuestro país surge un nuevo grupo en el poder: los liberales y con ellos, el proceso de cambio de tenencia de la tierra, es decir, de una sociedad basada en organizaciones corporativas a una compuesta por individuos. A través de la legislación anticorporativa del siglo XIX y su aplicación en las propiedades del pueblo de Santa Ana Tepetitlán, Jalisco, nos acercaremos a las respuestas y propuestas de sus habitantes. Con el estudio de este pueblo podremos entender por qué a pesar de que la tenencia de la tierra fue afectada por la legislación estatal, sus pobladores lograron preservar el vínculo con la tierra.

Palabras clave: Liberales, Estado, anticorporativismo, pueblo, decretos.

 

Después de la Independencia de México, los bienes eclesiásticos y de las corporaciones civiles representaron un obstáculo para el nuevo gobierno liberal que deseaba establecer una sociedad basada en las garantías individuales, la propiedad privada y el progreso.

Los reformistas del siglo XIX, mediante disposiciones legales, establecieron la desaparición de los bienes comunales como propiedad corporativa. En un primer momento, la desamortización estuvo dirigida a dotar a los indígenas de una porción de tierra en propiedad privada y posteriormente, se contempló la venta de bienes poco productivos, con la intención de impulsar la pequeña y mediana propiedad, así como la creación de un mercado donde la propiedad raíz circulara libremente.

Pero para los pueblos, la individualización de sus bienes colectivos, representó la pérdida de los pastos y los montes, ya que su organización estaba basada principalmente en la explotación comunal de los recursos que allí se generaban.

El 25 de junio de 1856 apareció la primera ley nacional que desamortizaba los bienes de la Iglesia y de las corporaciones civiles. Pero desde la década de los veinte del siglo XIX, el estado de Jalisco ya había promulgado decretos para la división de los terrenos comunales de los pueblos.

La ejecución de estas leyes dependió tanto de las circunstancias políticas de la nación, como de las de cada pueblo, es decir, de la estabilidad de los gobiernos liberales, así como de la adaptación o la resistencia de los indígenas a la legislación agraria. Por eso, muchas de las corporaciones civiles transformaron su tenencia de la tierra hasta la última parte del siglo XIX, con el porfiriato. Esta situación se debió, principalmente, a que el Estado era más fuerte gracias a la consolidación de un sistema económico basado en el desarrollo de la propiedad privada, asimismo al fortalecimiento de los grupos regionales, los cuales encontraron el respaldo jurídico y armado de los gobiernos estatales, así como del nacional, en la obtención de las tierras.

El proceso de división de los bienes civiles fue lento, ya que los pueblos presentaron resistencia a colaborar en el proyecto liberal. Durante la mayor parte del siglo XIX, algunos de los pueblos de Jalisco lograron utilizar a su favor la ambigüedad de la ley y lograron preservar o expandir sus tierras, ya fuera de forma comunal o individual. Posteriormente, cuando se dio la división de la propiedad comunal, algunos de los habitantes del medio rural siguieron vinculados a la tierra y conservaron ciertos elementos de la vida comunitaria. La individualización de las corporaciones civiles fue un proceso de larga duración, que tuvo su origen en las reformas borbónicas del siglo XVIII, por lo que la guerra de Independencia fue el tránsito entre el régimen colonial y el México independiente, que finalizó en el porfiriato.

Aunque se han realizado estudios sobre la privatización de las tierras comunales y sobre las rebeliones de los campesinos, sabemos poco sobre las repercusiones reales de este proceso en las diferentes regiones de México. El objetivo de estas líneas es presentar la legislación anticorporativa del estado de Jalisco en el siglo XIX, así como su ejecución, específicamente en el proceso de división y repartición de los terrenos comunales del pueblo de Santa Ana Tepetitlán. Para conocer cómo se implementaron las leyes anticorporativas en la práctica y la respuesta de los pobladores rurales.

 

El pasado colonial

El pueblo de Santa Ana Tepetitlán se localizaba al sureste de la ciudad de Guadalajara, a unos 20 kilómetros de distancia, y perteneció al corregimiento de Tala, del Reino de la Nueva Galicia hasta el siglo XVIII. En el siglo XVI, los españoles fundaron este pueblo con esclavos negros para proteger a Guadalajara de los ataques chichimecas y para suministrar madera a la ciudad para su construcción (Taylor, 2003: 118).

Las autoridades virreinales no hacían una distinción étnica entre los pueblos. En realidad, el único elemento que los definían era el pago de tributo a la Corona. Razón por la cual, a pesar de que los santanenses eran negros y afro-mestizos, fueron designados como pueblo de indios. No fue sino hasta finales del siglo XVIII cuando aparece por primera vez en la documentación "Santa Ana de los negros". Pese a ello, el pueblo siguió conservando el estatus de "indio" (AHEJ, Tierras y Aguas, vol. 60, leg. 20, exp. 18).

Para nuestro caso específico, retomaré "el pueblo" como un actor colectivo que se identificaba con el concepto pueblo-población que tenía una personalidad jurídica reconocida por la ley con las autoridades sobre los bienes comunales y formas de sociabilidad propios (Guerra, 1993: 354 y 356). No hay que perder de vista que es un concepto político-jurídico, ya que a partir de la propiedad comunal de los bienes se desarrollaron las relaciones políticas de sus integrantes.

En la época colonial, los poblados indígenas podían tener tres tipos de tierras comunales: el fundo legal, que se constituía cuando se fundaba un pueblo y era el lugar donde vivían los vecinos; las tierras de común repartimiento, que eran los terrenos individuales para su explotación agrícola; y, el ejido, que estaba destinado a diversos usos comunes, como la recolección de leña, la obtención de agua o la caza (Pérez Castañeda, 2002: 33).

Los santanenses tuvieron como fundo legal un territorio conformado casi de un sitio de ganado mayor es decir, 24'640,000 varas. Aunque en la ley se estipulaba que los indígenas deberían de poseer un ejido para la recolección de madera, antes del siglo XVIII, los vecinos de este pueblo acudían a cualquiera de los cerros cercanos para cortar leña y elaborar carbón, ya que no poseían legalmente este tipo de propiedad.

Sin embargo, esta situación cambió a finales de la época colonial, ya que los pueblos y las haciendas comenzaron a expandir más su territorio, a partir de los terrenos realengos,1 principalmente, porque se incrementó la población rural, se desarrolló la ganadería comercial en las haciendas y por la deforestación de los valles. Estos factores provocaron que no sólo surgieran conflictos entre ellos, sino entre los mismos pueblos indígenas. Esta problemática continuó durante el siglo XIX, aunque bajo diferentes características.

A mediados del XVIII, el cerro de San Miguel, a 15 kilómetros de Santa Ana (véase mapa 1), se convirtió en la manzana de la discordia. Los bosques de dicho cerro fueron la principal fuente de explotación de madera, no sólo para los santanenses sino también para los habitantes de los pueblos cercanos a Guadalajara, tales como San Agustín, San Sebastián y Santa María.

Los santanenses, entonces, buscaron tener la propiedad legal del cerro de San Miguel. En 1806, realizaron el denuncio de los siete sitios de ganado mayor en el mencionado lugar, a la par que luchaban con otros pueblos, al no permitirles la entrada a ese territorio. Finalmente, el proceso se detuvo por la guerra de Independencia y sus esfuerzos por obtener el control legal de la madera no llegaron a concluirse.

Cabe señalar que la rivalidad por la posesión de los montes se agudizó porque era el principal medio de subsistencia de los pueblos. Además, se incrementó la demanda de recursos forestales por el crecimiento de la ciudad de Guadalajara. Razón por la cual los montes que el pueblo de Santa Ana usufructuó "desde tiempos inmemoriales" fueron muy codiciados.

 

La vida rural en el siglo XIX

El campo jalisciense durante el siglo XIX fue el principal espacio que albergó y dio trabajo a los habitantes del estado. Para 1822, Victoriano Roa registró 656,810 jaliscienses. En el cantón de Guadalajara se concentraba 18.15% de la población, le seguía Lagos con 17%, La Barca con 14.64%, Sayula con 15.81%; Tepic con 10.1%, Etzatlán con 11.6%, mientras que Autlán y Colotlán concentraron el 12% de la población total del Estado (Valerio Ulloa, 2003: 40).

A la llegada de los liberales al poder del estado, el pueblo de Santa Ana sufrió transformaciones en su administración política. Anteriormente, en el periodo colonial, perteneció a la jurisdicción de Tala. Pero en 1822 fue adjudicado al Departamento de Zapopan. Para 1838, el estado de Jalisco estaba dividido territorial y administrativamente en distritos y cada uno de ellos en partidos. El primer distrito era el de Guadalajara, y su cuarto partido era Zapopan, al cual seguía perteneciendo Santa Ana (Organización municipal, 1982: 93).

Con la Guerra de Reforma, por razones militares se separó al pueblo de Santa Ana de la jurisdicción de Zapopan, y fue agregado a Tlaquepaque, mientras que los servicios religiosos estaban a cargo de la parroquia de Toluquilla (Olveda, 2004: 74).

Posteriormente, durante el Imperio, los santanenses fueron de nueva cuenta incorporados a Zapopan, pero no estuvieron de acuerdo con esta disposición, por lo que una comisión de representantes viajó a la ciudad de México para presentarle su oposición a Maximiliano, quien accedió a sus demandas. Finalmente, fue hasta 1885 cuando el gobierno estatal dispuso que este pueblo se reincorporara a la Villa Maicera (Olveda, 2004: 74).

Durante el siglo XIX los pueblos de la entidad presentaron una tendencia de crecimiento, que sólo fue interrumpida en el periodo de 1822 y 1838 por las luchas sociales, la crisis agrícola y las epidemias. Por lo que existió un ritmo constante de crecimiento demográfico entre 1840 y 1910, un elemento más que se sumó a la lista de los problemas del campo, como eran la presión sobre la tenencia de la tierra y los recursos naturales, el progreso de la agricultura comercial de las haciendas y los ranchos, que amenazaban con expandirse sobre las propiedades corporativas civiles de los pueblos, así como el desarrollo de la aparcería y el arrendamiento de tierras (Valerio Ulloa, 2003: 41).

A pesar de los cambios políticos decimonónicos, las instituciones españolas como la hacienda y los pueblos siguieron vigentes. Pero al mismo tiempo se consolidaron los ranchos y las propiedades arrendadas. Longinos Banda en su Estadística de Jalisco menciona que para 1858, la población de Jalisco ascendía a 829,716 personas, las cuales estaban organizadas en 13 ciudades, 27 villas, 225 pueblos, 23 congregaciones de indios, 21 minerales, siete puertos, 395 haciendas y 2686 ranchos (Banda, 1983: 55).

En el cantón de Guadalajara, al que pertenecía el pueblo de Santa Ana, para 1822 existían 44 haciendas y 272 ranchos; en 1840, las primeras ascendían a 58 y los segundos a 233. En 1858, las haciendas habían aumentado a 70 y los ranchos a 247 (Banda, 1983: 55, 141-142).

Mientras que durante el siglo XIX se consolidaron un grupo de actores rurales que se caracterizaban por ser trabajadores del campo, pero que no poseían tierras, como lo fueron los arrendatarios, los medieros, los aparceros, los peones acasillados y los jornaleros.

Los dueños de las haciendas y los ranchos no sólo alquilaban mano de obra para que trabajaran sus tierras, sino que también las rentaban, ya fuera por una cantidad de dinero a los arrendatarios o en especie, a los aparceros y a los medieros. Los arrendatarios eran grupos de campesinos a los que, por una renta fija, se les transfería el derecho de explotar una propiedad. Tanto las haciendas como los pueblos de indios arrendaban sus propiedades desde la época colonial.

Los medieros eran los trabajadores que no sólo ponían su fuerza de trabajo, sino también los instrumentos, como el apeo y el arado, para trabajar la tierra; y al finalizar el ciclo agrícola, la cosecha se repartía por mitad entre el dueño de la hacienda y el mediero (Valerio Ulloa, 2003: 182).

Los aparceros, al igual que los medieros, trabajaban la tierra de la hacienda, ambos aportaban los medios para producir los cultivos, sin embargo, la diferencia que existía entre ellos era la forma en que se distribuía la producción (Aldana Rendón, 1986: 66).

Los propietarios eran quienes proporcionaban la tierra y los medios para producir, mientras que los jornaleros aportaban su trabajo. Al final, el propietario se quedaba con tres partes de la cosecha y una para el trabajador. Además se le retribuía con tres hanegas de maíz y $600 pesos al año (Fábregas, 1986: 109).

Los cambios en las propiedades rústicas se dieron de manera lenta, a partir de la fragmentación de los latifundios, así como de su integración a un mercado dinámico de la tierra. Además, a finales del siglo XIX algunas haciendas jaliscienses implementaron instrumentos modernos para el cultivo, junto con la instalación de las vías férreas, y se desarrolló la agricultura comercial.

 

La legislación liberal, 1821-1868

En Jalisco, el proceso de individualización de las corporaciones civiles no se inició con las Leyes de Reforma. Durante los primeros años de la vida independiente de nuestro estado, al igual que durante otras doce gubernaturas,2 se respaldó la desamortización de los bienes comunales (Zúñiga, 1999: 217).

La premura con que el gobierno estableció las leyes de individualización de los pueblos de indios era un reflejo de las ideas liberales que deseaba suprimir las diferencias étnicas, principalmente al negar los derechos de los pueblos de indios como corporaciones civiles. Pero también se debió a que Jalisco era uno de los estados que tenía una fuerte tradición contraria a la propiedad corporativa (Knowlton, 1997: 183).

La Diputación Provisional de Guadalajara en el periodo de 1821 a 1823 estableció varias órdenes que apoyaban la división de las tierras comunales de los pueblos, siendo los ayuntamientos los encargados de ejecutarlos (Zúñiga, 1999: 216).

Así, el 27 de febrero de 1821, esta institución política ordenó que los terrenos comunes o del fundo legal de cada pueblo deberían ser divididos y de dominio particular, así como que ningún indio podría ser perturbado en la posesión de sus "solares2 ya fueran adquiridos en compra, repartimiento, cambio, donación, herencia u otro justo título" (Colección de acuerdos, 1849, t. I: 144).

Por tal motivo, en agosto de 1822, los santanenses solicitaron a la Diputación Provisional del Estado, se agregara a su fundo los terrenos que estaban arrendando los ranchos de Mendoza, de López y de Pedro Rodríguez, así como el llamado de El Agua Zarca (Colección de acuerdos, 1849, t. I: 49-50).

Posteriormente, en 1824, la Junta Auxiliar de Gobierno ordenó el repartimiento de los terrenos de esta corporación. Pero en la práctica no se alteró la propiedad comunal de Santa Ana. Sin embargo, sí provocó que se diera el primer paso en el proceso de individualización de las tierras, es decir, la regularización de la propiedad de los pueblos.

El 12 de febrero de 1825, el Congreso del Estado de Jalisco promulgó el Decreto número 2, que prohibía la propiedad corporativa civil y eclesiástica de los bienes raíces, bajo los mismos lineamientos que la instrucción girada en 1821. Esto significaba que se respetaría el ejido, mientras que el fundo legal sería dividido entre los habitantes del pueblo. Los antes llamados indios podían disponer de sus propiedades individuales libremente, pero bajo dos restricciones: no podrían venderlas a manos muertas4 y a quienes poseyeran uno o más sitios de ganado mayor (Knowlton, 1991: 186).

Los santanenses continuaron solicitando los siete sitios de ganado mayor, correspondientes al litigio que emprendieron a finales del periodo colonial y que no se concluyó por el estallido de la guerra de Independencia. Así, los habitantes de Santa Ana solicitaron en el mes de marzo de 1825, los títulos de propiedad de los puestos de Milpilla y Capulín en el Cerro de San Miguel.

Para ese entonces, Antonio Jerónimo era el regidor primero y Juan Domingo el segundo de igual clase, quienes "por si y a nombre de los demás ciudadanos llamados anteriormente, indios del pueblo de Santa Ana Tepetitlán, (alias de los Negros)", pidieron que se les otorgaran los terrenos que desde 1806 habían solicitado, quienes no pudieron completar el proceso, porque carecieron "de arbitrios para llevarlas al cabo por las plagas que hemos visto, se nos ha dificultado su logro hasta ahora, que restablecidos y resueltos a imperar esta gracia", y pedían que se les informara de la cantidad que deberían pagar por la composición de tierra de los terrenos baldíos (AHEJ, Tierras y Aguas, vol. 247, leg. 61, exp. 15).

Los dos regidores que solicitaron los terrenos eran quienes habían ostentado la representación política del pueblo durante el periodo colonial. Aunque se transformó la organización de los pueblos de manera formal, continuó siendo un sistema de cargos basado en el género y la edad. Después de la Independencia, las relaciones de poder de los santanenses permanecieron intactas hasta finales del siglo XIX, es decir, la comunidad a través de la tierra se relacionaba con el sistema de cargos de representación (Mallon, 2003: 230).

La transformación en la legislación en el estado sobre tierras hizo obsoletos los términos coloniales y fue a través del tiempo que se definieron los procedimientos para resolver los problemas que no se especificaban en las primeras leyes liberales. Así, en lugar de considerar las tierras que se solicitaron como realengas, se determinaron como tierras baldías.

Los llamados indios pidieron que se les mercedaran las tierras en común, pero como en el Decreto número 2 no contemplaba este tipo de transiciones, el secretario del departamento consultó al Congreso de Jalisco, para determinar a través de qué ley debería resolverse la petición de los pobladores de Santa Ana Tepetitlán. El gobernador del estado, Prisciliano Sánchez, el 9 de mayo de 1825, decidió resolver esta omisión de la ley, a través del Decreto número 20 (Colección de acuerdos, 1874, t. II: 78-79).

El Decreto número 20 establecía que podrían ser denunciados los baldíos conocidos anteriormente como "realengos", los cuales deben preferirse a su colonización más que su enajenación, de acuerdo con lo estipulado en las "leyes antiguas", sin ser impugnadas con las leyes que había decretado el Congreso del estado. Las solicitudes de los terrenos deberían realizarse directamente al gobernador y las diligencias serían ejecutadas por los jefes de policía y los directores de los respectivos departamentos (Colección de los decretos, s/f, s. p. i.).

Posteriormente, se elaboró el Decreto número 151, el 29 de septiembre de 1828, que especificaba cómo se realizaría la individualización de las propiedades corporativas. El gobierno dispuso que bajo la inspección de las municipalidades se les entregarían las fincas a los habitantes de los pueblos, siendo los más beneficiados los hombres casados, las viudas y los viudos, así como los huérfanos en estirpe, es decir, los que fueran mayores de edad (Knowlton,1991: 187).

Sin embargo, durante la primera mitad del siglo XIX existieron grandes limitaciones para establecer la desamortización de corporaciones civiles. El Estado tenía poca fuerza para llevar a cabo este proyecto, las guerras civiles entre conservadores y liberales, así como los cambios de bandos en el poder, no le permitieron establecer un control y legitimidad en el vasto territorio mexicano. Además, en esta primera etapa liberal, los gobernantes tuvieron la prioridad de acabar con el poder de la Iglesia, el bandolerismo y la crisis financiera (Foglen Deaton, 1997: 56).

Esta situación se vivió en Jalisco, ya que, de 1821 a 1833, los liberales gobernaron el estado e implementaron medidas anticorporativas. Pero esta legislación se vino abajo durante el lapso de 1834 a 1847, cuando se instauró un gobierno centralista y se proclamó el Decreto número 567, el cual suspendía todos los procesos de individualización de las tierras de los pueblos de indios (Meyer, 1989: 198).

Pero después, cuando los liberales retoman el poder del Estado, vuelve la legislación anticorporativa. El 17 de abril de 1849, el Congreso estableció mediante el Decreto número 121 que ratificaba la propiedad individual sobre los terrenos rurales de los pueblos y su derecho a exigir que se les distribuyeran entre sus habitantes, "a excepción [de] las tierras destinadas a algún fin o servicio público". Además se estipulaba que los habitantes deberían elegir, en una asamblea, una comisión de cinco miembros y tres suplentes, que se encargarían del proceso de individualización de la tierra, es decir, realizarían la división de la tierra, determinarían los procedimientos para distribuirla, así como especificarían qué terrenos serían incluidos o excluidos (Knowlton,1991: 187).

Al mismo tiempo, se publicó la Colección de acuerdos, órdenes y decretos sobre tierras, casas y solares, de los indígenas, bienes de su comunidad y fundos legales de los pueblos del Estado de Jalisco (1849-1882), donde se encuentra la correspondencia oficial que los pueblos dirigieron a las autoridades; y las aclaraciones que sobre leyes o los detalles específicos del proceso de desamortización de sus tierras de la comunidad hicieron las autoridades a las corporaciones civiles. Entre esta Colección de acuerdos se encuentra la orden de 31 agosto de 1868, donde se manda el repartimiento de "los catorce sitios de ganado mayor" que disfrutan los indios de Santa Ana Tepetitlán o de los Negros, los cuales la mayor parte eran montuosas productivas y el resto era tierra de labor. Para tal disposición estaría encargado el director político del departamento de Zapopan, con el fin de que los terrenos que poseen en comunidad, que no se habían repartido según las leyes (Colección de acuerdos, 1868, t. III: 337). Sin embargo, tal disposición era errónea, ya que los santanenses no poseían tal cantidad de tierras, su fundo legal correspondía a un sitio de ganado mayor, mientras que los terrenos del Cerro de San Miguel estaban compuestos por siete. De igual forma, esta disposición no se llevó a cabo, ya que no fue sino hasta 1881 que se inició el proceso de individualización del pueblo de Santa Ana Tepetitlán.

 

De comuneros a propietarios individuales, 1876-1887

Durante el periodo de 1876 a 1911 surgió la estabilidad política en el país, ya que solamente dos hombres ocuparon la presidencia: Manuel González (de 1880-1884) y Porfirio Díaz (de 1876 a 1880 y de 1884 a 1911), quienes aplacaron la oposición por medio del autoritarismo, con lo que se instauró una paz relativa. Con la pacificación, el país se vio inundado por la inversión extranjera, se consolidaron los ferrocarriles y, con ello, se amplió el control federal de la ciudad de México hacia las periferias, con lo que el Estado logró un poder sin precedentes. Asimismo, el sistema de transporte fue el principal integrador de la economía mexicana, tanto al interior como al exterior del país (Hansen, 1990: 23).

El gobierno liberal en Jalisco se caracterizó por ir a la vanguardia en este proceso. Muchas de las leyes particulares se habían adelantado a la legislación federal; sin embargo, la administración local durante el periodo de 1821 a 1875 no había tenido la capacidad de ejecutarlas en todos los pueblos. Gracias al contexto nacional que se dio en el porfiriato, el poder de la entidad tuvo mayor fuerza y las leyes anticorporativas pudieron ejecutarse.

Las autoridades jaliscienses señalaron, en el acuerdo de 9 de mayo de 1876, que los indios de Santa Ana continuaban resistiéndose a la división del pueblo y se les acusó de oponerse a las leyes del estado por continuar poseyendo los terrenos del común o en poder de algunos especuladores que se oponían a la repartición (Colección de acuerdos, 1882, t. VI: 257).

Veinte días después, el secretario oficial primero realizó una evaluación del pueblo de Santa Ana durante el gobierno independiente del estado de Jalisco. En el informe se señalaba que desde el año de 1824 se mandó repartir los terrenos de comunidad, posteriormente en 1828 bajo el Decreto número151 y, finalmente, bajo la prescripción del Decreto número 121. Pero todas esas órdenes fueron omitidas por los habitantes de Santa Ana Tepetitlán. El secretario consideraba que el incumplimiento de las leyes se debió a la irresponsabilidad de las autoridades locales y superiores (Colección de acuerdos, 1882, t. VI: 270-271).

Para detener los abusos y las infracciones que hicieron los santanenses al eludir las leyes, el jefe político del primer cantón ordenó, el 29 de mayo de 1876, al presidente del ayuntamiento de Zapopan que se procediera al nombramiento de la comisión, según el artículo 8 del Decreto número 121 (Colección de acuerdos, 1882, t. VI: 272).

Pero no fue sino hasta el 11 de enero de 1881 que en la casa principal del pueblo de Santa Ana se reunieron el comisario político, Félix Aguilar, y el comisario judicial, Miguel Navarro, junto con la mayor parte de los vecinos para acordar las bases sobre las cuales la comisión repartidora distribuiría los terrenos.

Los santanenses acordaron aceptar al perito agrimensor que se les asignara, pero en caso de no ser así, ellos deberían contratar a quien quisieran para delimitar los terrenos del pueblo y finalmente estarían conformes con los terrenos que se les asignaran (AHEJ, Indios-Gobernación, G-9-881. Zap/3687, Caja G-500, f. 13v).

Después, se eligió a la comisión repartidora de terrenos de indígenas del pueblo de Santa Ana, según el Decreto número 151, es decir, una asamblea compuesta por cinco miembros titulares y tres suplentes, la cual se conformó con los miembros propietarios, el presidente Ambrosio Corona, el secretario, Hilario López, Félix Aguilar, Bartolo Inguanzo, Tranquilino Sevilla, mientras que los suplentes fueron Inés Aguilar, Hilario Alvarado y Herculano Cruz (AHEJ, Indios-Gobernación, G-9-881, Zap/3687, Caja G-500, f. 14f).

El 15 de octubre de 1881, el presidente de la comisión acordó con los demás miembros solicitar los títulos de la comunidad para establecer cuáles terrenos estaban en litigio y cuáles se podrían repartir, según el padrón compuesto por todos los agraciados, de acuerdo al artículo 6 del Decreto número 121.

Por lo que al día siguiente fueron entregados los títulos a la comisión, la cual verificó que faltaban hacer los deslindes del pueblo al poniente y los correspondientes a los lindes con las haciendas del Refugio, Mazatepec, Calerilla y el pueblo de Santa Anita, así como la parte en discordia con la Hacienda de la Venta del Astillero, a lo que Bartolo Inguanzo respondió que se procedería a realizar un acuerdo con el dueño, Ricardo Lancaster Jones, quien antes de que se nombrara la comisión había tenido intenciones de llegar a un convenio con los indios del pueblo.

Sin embargo, el supremo gobierno de la jefatura, en el mes de noviembre, respondió que solamente se realizaría el reparto de las tierras comunes en los terrenos que no se encontraban en disputa, por lo que éstos serían excluidos del repartimiento. Por lo que los jueces posteriormente determinarían los límites entre los demandantes.

Pero no fue necesario esperar a la resolución de los tribunales, ya que los habitantes de este pueblo y Lancaster Jones llegaron a un acuerdo, el 15 de febrero de 1883. Los cinco requerimientos consistían en nombrar a Domingo Torres como perito agrimensor para que hiciera las medidas del terreno. En segundo término, se acordó que la línea que se trazó sería en lo sucesivo respetada. El tercero consistió en que la comisión estaba obliga a informarle a Lancaster Jones los nombres de los individuos a quienes se les adjudicaran los terrenos que lindaran con su propiedad, asimismo, una constancia de que no se excederían de la mencionada línea. En cuarto lugar, aunque el dueño de la Venta del Astillero aludía a que tenía derecho a exigir a los naturales de Santa Ana Tepetitlán los costos de un juicio, él los perdonaba y sólo pidió que los comisionados le proporcionaran mano de obra para desmontar un callejón de tres varas por cada lado de la línea que demarcaba el lindero. Por último, los gastos que resultaron de esta operación se pagarían por mitad por cada una de las partes (AHEJ, Indios-Gobernación, G-9-881, Zap/3687, Caja G-500).

De agosto de 1883 a octubre de 1884 se marcaron los linderos que faltaban con la Hacienda del Refugio, de Mazatepec y La Calerilla y con el pueblo de Santa Anita. Al realizar los deslindes, los santanenses se dieron cuenta de que tres de las propiedades vecinas habían invadido la suya. Pero esto no se volvió un conflicto, ya que prefirieron llegar a un acuerdo por los linderos, en lugar de llevarlos a los tribunales (AHEJ, Indios-Gobernación, G-9-881, Zap/3687, Caja G-500, f. 1).

La delimitación de las propiedades de los pueblos para ese entonces era difícil de definir, principalmente porque los rancheros habían rentado o poseído terrenos en la zona fronteriza, también conocidos como propios, para expandir sus parcelas o agostaderos para el ganado. El municipio no tenía claro en dónde estaban las líneas divisorias entre ambas partes, ni tampoco cuál era la propiedad exacta del pueblo.

A diferencia de las comunidades del estado de Puebla, que en 1869 fueron obligadas por el Congreso estatal a resolver sus diferencias de forma amigable sobre las tierras en conflicto (Mallon, 2003: 272), la comisión de repartimiento de Santa Ana por iniciativa propia pactó los lindes del pueblo con los propietarios vecinos, sin tener que llegar a los tribunales.

En la limitación de los linderos del pueblo de Santa Ana, sus habitantes fueron despojados de una gran parte de los montes que usufructuaron durante la época colonial. Quizá los santanenses permitieron que se les arrebatara parte de su territorio por miedo, ya que muy posiblemente si llevaban este conflicto ante los tribunales, estarían en una situación desventajosa, por el hecho de no contar con títulos de los montes y corrían el riesgo de perderlos totalmente.

Pero también se pudo deber a que existió una complicidad entre la comisión repartidora, el ayuntamiento y los hacendados. Así las autoridades del poblado, a cambio de una compensación económica, permitieron el despojo de manera legítima (Aldana Rendón, 1986: 36).

El 16 de abril de 1884, concluidos los deslindes y demarcaciones de los terrenos que se deberían de repartir, se abrió el registro para que todos los ciudadanos que se consideraban con derecho a las tierras de comunidad se presentaran a inscribirse en el local de la comisaría del pueblo. Para ello se publicaron avisos en los parajes públicos por el término de 30 días, según lo dispuesto en el artículo 6 del Decreto número 121 y a la sexta prevención del mismo.

Así el 27 de mayo se cerraron las inscripciones y se elaboró "el padrón de todos los agraciados del pueblo de S[an]ta Ana Tepetitlán" conformado por 897 habitantes, de los cuales 472 eran mujeres y 425 eran hombres. Mientras que 643 eran casados, 175 viudos, 39 huérfanos en estirpe, y aunque en las leyes no se consideraba a los solteros para poseer tierras, también aparecieron 40 (véase cuadro 1).

Como podemos observar, en la elaboración del padrón del pueblo de Santa Ana no se respetaron las indicaciones de las leyes, ya que se incluyó un gran número de mujeres, sin importar su estado matrimonial, es decir, sólo las viudas y huérfanas eran quienes tenían derecho a la tierra.

El 14 de junio de 1884, después de haberse concluido el padrón, la comisión nombró a diez curadores y diez huérfanos en estirpe, entre los cuales encontramos cuatro mujeres, quienes estaban encargados de verificar que la división de los terrenos se realizara según las leyes.

Esto representa una transformación en la organización social y política al interior de la comunidad, ya que hasta entonces no tenemos datos de que las mujeres hayan participado en las actividades públicas de la comunidad.

El 8 de febrero 1887, la comisión repartidora de Santa Ana pasó al sur de esta población y comenzó a reconocer y medir los terrenos de comunidad, "curiosamente" se inició con Francisco Martínez, hijo de Marcelino Martínez y Úrsula García, nieto de los alcaldes del pueblo durante la época colonial. A Francisco se le adjudicó un terreno de 1,600 varas a lo largo y de ancho 100 varas, el cual lindaba con otra propiedad que ya poseía de manera individual, lo que muestra que los solares legitimados en 1848 fueron respetados en el momento de la distribución de las tierras comunales, y que no fue un obstáculo para que continuara disfrutando de las posesiones individuales de la familia.

Asimismo, algunos miembros de la comisión repartidora, como Ambrosio Corona, Tranquilino Sevilla e Inés Aguilar también poseían solares, que no fueron repartidos y que eran tierras de temporal, que adquirieron antes del repartimiento.

Los terrenos repartidos entre los 897 "ciudadanos indígenas" fue de la manera más equitativa posible, de acuerdo al artículo 7 del Decreto número 121, que indica "en la partición se procurará la más posible igualdad en cantidad y calidad de las fincas" y según la Prevención 8, es decir, en caso de que hubiera algunos terrenos mejores por su situación, fertilidad, abundancia de agua, montes y demás, respecto de otros que no tenían estas cualidades, se haría la división atendiendo a sus productos, de modo que todos los agraciados tengan iguales utilidades, aunque los terrenos sean desiguales en extensión.

Por tal razón, la comisión repartió terrenos desde 1,600 varas de largo por 100 de ancho, así como otros con dimensiones menores, por ejemplo, el otorgado a Francisco García medía 150 varas por 160, ya que en este terreno se localizaba un ojo de agua, denominado Agua Blanca.

En total se distribuyó una superficie de 106'698,887 varas cuadradas entre los 897 habitantes de Santa Ana, lo cual correspondía aproximadamente a cuatro sitios y un cuarto de ganado mayor, por lo que, tres sitios y %, de los ocho que poseían antes de 1883 les fueron arrebatados en el procedimiento de deslinde de este pueblo (véase cuadro 2).

El 24 de marzo de 1887, la comisión repartidora terminó de distribuir los terrenos, es decir, casi tres años después de que se inició el proceso. Así el día 27, la comisión repartidora y más de 200 de los agraciados con el repartimiento, a las 10 de la mañana, se reunieron en el local de la comisaría política, donde el presidente de la acción preguntó en voz alta a todos los presentes si estaban o no conformes con las operaciones practicadas en el reparto y contestaron unánimemente que estaban conformes con el repartimiento practicado, y como prueba de su conformidad firmaron los que supieron. Así finalizó el repartimiento de las tierras de comunidad, al firmar junto a la comisión 40 indios más. El expediente fue aprobado el 31 de mayo de 1887, en Zapopan, al encontrarse que el procedimiento había sido hecho conforme a las disposiciones del Decreto número 121, conjuntamente con la circular de 29 de mayo de 1852 (AHEJ, Indios-Gobernación, G-9-881, Zap/3687, Caja G-500).

El que se haya repartido sólo una parte de los ocho sitios de ganado mayor que poseían los santanenses se debió a que, en el transcurso de cinco años —entre 1883 cuando se iniciaron los procedimientos de medidas de linderos de la comunidad hasta 1887 cuando se ejecutó el repartimiento entre los indios—, gran parte de las tierras comunales habían pasado a manos de los hacendados.

Los 897 terrenos repartidos correspondieron, principalmente, a los localizados a las afueras del fundo legal y en los montes, lo cual iba en contra de las leyes vigentes. A pesar de que en todo el documento se hace mención de los decretos 151 y 121 que disponían que la única parte que se dividiría fuera el fundo legal, exceptuando los terrenos en común, en este pueblo fue totalmente lo contrario.

De nueva cuenta las autoridades locales se adelantaron a la legislación, ya que no fue sino hasta el 26 de marzo de 1894 que la Ley de Tierras disponía que "los gobiernos de los estados, auxiliados por las autoridades federales, continuaran el señalamiento, fraccionamiento en lotes y adjudicación entre los vecinos de los pueblos, de los terrenos que formen "los exidos y los excedentes del fundo legal", cuando no se hubieran hecho esas operaciones" (Orozco, 1975). Esta ley aplicaría tanto con las concesiones hechas por el gobierno colonial como para los liberales en los terrenos denominados como baldíos, a partir de 1824.

Sin embargo, esta ley de la Federación sólo legitimó los procesos que los estados habían hecho anteriormente, ya que anulaba todos los títulos individuales que se hicieron sobre el fundo legal de las comunidades.

Los pobladores de Santa Ana, con la división del pueblo y los terrenos comunales, perdieron el poder político que les otorgaba la corporación para defender su territorio, con base en los cargos de representación. A pesar de la individualización de las tierras de Santa Ana y la legislación posterior, que permitió un mercado libre, sus habitantes conservaron de manera individual las tierras de los montes. La documentación elaborada por la Comisión Agraria local en 1922, muestra que el pueblo de Santa Ana Tepetitlán tenía 1,640 habitantes, con 416 familias y 390 agricultores. Además, se descubrió que 114 vecinos poseían tierras y 67 de ellos tenían de 8 a 230 hectáreas, principalmente de terrenos en los montes (RAN, leg. 23/113).

Así, las propiedades individuales del pueblo se concentraron en unos cuantos vecinos. Por lo que la estructura económica de Santa Ana desde finales del siglo XIX hasta 1922 continuó siendo la explotación de los bosques. El cambio del tipo de tenencia de la tierra no afectó las actividades tradicionales de los santanenses, ya que siguieron siendo leñadores, carboneros y arrieros.

 

Conclusiones

Uno de los principales propósitos del gobierno liberal durante el siglo XIX fue la transformación de los bienes comunales en propiedad individual. Sin embargo, no fue una tarea fácil de realizar, ya que por sí solas las nuevas leyes no cambiaron la tenencia de la tierra.

Ante la inestabilidad de los grupos políticos en el poder, los pueblos de Jalisco pudieron detener el avance de las políticas agrarias anticorporativas. Además, el pueblo de Santa Ana Tepetitlán logró resistirse a la división de sus bienes comunales, durante la mayor parte del siglo XIX, gracias a la imprecisión de las leyes y a los conflictos territoriales con los rancheros y los hacendados colindantes. Sin embargo, cuando terminaron las disputas entre los bandos liberal y conservador, en el porfiriato, y el Estado consolidó su poder, los santanenses ya no pudieron evadir la legislación y aceptaron la división de sus terrenos de comunidad. Con los cual, no sólo fueron beneficiados los dueños de las haciendas y ranchos vecinos, sino que los miembros del pueblo que tenían posibilidades económicas también pudieron adquirir propiedades.

Esa circunstancia permitió que los nuevos ciudadanos de la "extinguida comunidad" de Santa Ana pudieran seguir teniendo un vínculo con la tierra, aunque no de propiedad. Como trabajadores continuaron explotando los bosques, esto permitió la conservación del núcleo del pueblo y, con ello, de cierta forma la vida comunitaria. Estos casos fueron la excepción, más que la regla, ya que pocas comunidades indígenas se adaptaron a las nuevas instituciones legales para así seguir persistiendo.

 

Siglas y referencias

AHEJ: Archivo Histórico del Estado de Jalisco.

RANJ: Registro Agrario Nacional en Jalisco.

 

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Notas

1. Se denominaba como tierras realengas a las porciones de tierra que quedaban sin medir entre una y otra estancia de ganado, las cuales pertenecían al Rey.

2. Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, Sinaloa, Zacatecas, Michoacán, Guanajuato, Puebla, Veracruz, Oaxaca y Chiapas.

3. Según esta ley, los solares son aquellos pedazos de tierra que podrían estar dentro de la población o a las orillas de ella.

4. Se denominaba con este terminó a las propiedades que no estaban en compraventa.

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