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Desacatos

On-line version ISSN 2448-5144Print version ISSN 1607-050X

Desacatos  n.56 Ciudad de México Jan./Apr. 2018

 

Legados

La agricultura campesina e indígena como una transición hacia el bien común de la humanidad: el caso de Ecuador

François Houtart


El nuevo paradigma incluye los cuatro ejes de toda forma de vida colectiva

El bien común de la humanidad como paradigma poscapitalista puede parecer un concepto utópico, una discusión abstracta de tipo neohegeliano o peor, una ilusión que sólo puede conducir al fracaso. Pienso que no, por dos razones. Primero, porque es una expresión de las luchas sociales existentes en el mundo entero: es necesario encontrar el vínculo que las une, sin perder la especificidad de cada una. Cada movimiento, en su lugar, contribuye a la lucha de conjunto, la búsqueda del bien común de la humanidad. En segundo lugar, porque se trata de un combate contra el capitalismo, es decir, una relación social que somete a los seres humanos y la naturaleza a la lógica de la acumulación. Son otras las relaciones sociales que se deben construir, otra organización colectiva, otra cultura.

Tal vez el concepto revela un pensamiento demasiado occidental y referencias mayores a las luchas sociales de clases del centro del capitalismo industrial. Por eso, debemos hablar con los pueblos andinos de Sumak Kawsay, añadir con los budistas la noción de compasión o de armonía con los taoístas. La pluriculturalidad se aplica también aquí y lo importante es el contenido más que la expresión: un paradigma de vida frente a la destrucción de la Madre Tierra y de la humanidad.

En función de su aspecto holístico -de conjunto-, el nuevo paradigma incluye en su aplicación concreta los cuatro ejes de la vida colectiva: la relación con la naturaleza, la producción de la base material de la vida -física, cultural, espiritual-, la organización social y política, y la interculturalidad.

Necesidad de transiciones

Como no se puede realizar un cambio instantáneo, un pasaje inmediato a un ecosocialismo, al “buen vivir”, al bien común de la humanidad, debemos pensar en las transiciones. En el caso del poscapitalismo, no se trata sólo de un proceso interno, como Karl Marx lo estudió a propósito del pasaje entre el feudalismo y el capitalismo: este último nació de las entrañas mismas del primero. Ahora, estamos frente a un proceso de transiciones voluntarias, que exige iniciativas sociales y políticas en relación con la realidad concreta, es decir “revoluciones”, con todos los matices que permiten evitar tanto el voluntarismo, como la recuperación conservadora del concepto. Transición significa entonces un paso hacia el nuevo paradigma poscapitalista y no una adaptación del capitalismo a nuevas demandas, ambientales o sociales: un capitalismo verde, un capitalismo social, un capitalismo moderno.

La agricultura campesina puede ser uno de estos lugares, en los que una transición es posible, pero no sin condiciones. No se trata, como en el caso europeo o norteamericano, de crear capitalistas de poca monta o pequeños productores totalmente integrados a la cadena del capitalismo, hoy en día financiero, desde los insumos hasta la comercialización.

En la situación actual, eso significa una lucha social para defender o reconquistar espacios -territorios- contra el modelo de agronegocio; organizar un acceso adecuado a la tierra y el agua; guardar el control de las semillas campesinas; resistir contra la introducción masiva de los productos químicos y los transgénicos; eliminar los intermediarios abusivos y los contratos de dependencia con empresas del capitalismo agrario; crear circuitos cortos de comercialización; reorganizar una sociedad rural multisectorial; luchar contra el vacío cultural provocado por la supresión de las escuelas comunitarias, la pérdida de las celebraciones locales, la ausencia de equipamientos, construir alternativas a la migración de jóvenes y la feminización de la pequeña producción. En todo eso, un gobierno puede crear condiciones favorables a las diversas formas de agricultura campesina, apoyar las luchas, pero puede también contribuir a su desaparición progresiva bajo el pretexto de que son un desastre productivo y que debe favorecerse una agricultura moderna.

La referencia a Ecuador

LA SITUACIÓN DE LA AGRICULTURA CAMPESINA FAMILIAR E INDÍGENA

Desde el tiempo en que se habla de modernizar la sociedad en Ecuador, es decir, más o menos 45 años y el ingreso a la era del petróleo, la agricultura no fue una prioridad. Para medir su importancia relativa, basta estudiar los presupuestos nacionales. En 2016, el Ministerio de Agricultura, Ganadería, Acuacultura y Pesca (MAGAP) tenía un presupuesto de 193 millones de dólares, al cual se puede añadir otros puestos del presupuesto nacional en relación con el campo,2 lo que llega a un total de 349 millones, sobre un total de 29 835 millones de dólares del Presupuesto General del Estado, es decir 1.17 % -0.64% para el MAGAP-.

Podemos hacer comparaciones con algunos otros puestos: Justicia, 438 millones; Ministerio de Transporte y Obras Públicas, 603 millones; Servicio de Construcción de Obras (Secob), 769 549; Policía, 1 111 millones; Energía, 1 194 millones; Defensa, 1 414 millones. Además, dentro del presupuesto del MAGAP, una parte minoritaria está consagrada a la agricultura campesina familiar e indígena (ACFI). En 2010, sólo 3.5% era gastado para Reforma Agraria y titularización.

Otro indicador es la tasa de pobreza. Según el Reporte de pobreza por ingresos, del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC, 2015), la pobreza en el país ha disminuido hacia 24.12% en 2015. Es un fenómeno que hemos conocido en el conjunto de Latinoamérica, tanto en los países progresistas como en los liberales, con una filosofía diferente: mejorar las bases del mercado para los últimos y la dignidad humana para los primeros. Así, Colombia está en 28% (AFP, 2017).

La pobreza rural en Ecuador, siempre según el INEC, ha pasado, entre 2007 y 2015, de 61.34% a 43.35%, es decir, una disminución de 17.99 puntos. La extrema pobreza pasó de 33.34% a 19.74%, lo que manifiesta una diferencia de 13.60 puntos, un poco más que un tercio en ocho años. Son resultados apreciables. Sin embargo, con la crisis, existe una tendencia a la estabilización de las proporciones, si no a un nuevo aumento de la pobreza, no medible de manera significativa por las estadísticas de 2015. La disminución de la pobreza está atribuida por el INEC en mayor parte al aumento de actividades no agrícolas y en menor medida a los bonos humanitarios. Una política de apoyo a la ACFI hubiera podido mejorar la situación de manera más general y más rápida, como un tercer elemento de cambio.

En concreto, eso significa que en 2014, según el INEC, 2.53 millones de personas del campo vivían en la pobreza, con un ingreso promedio, calculado en 2015, de un poco más de 82 USD por mes. Dentro de este total, casi la mitad, es decir más de un millón de personas, vivía en extrema pobreza, con 46 USD por mes. Para la conciencia nacional, es un estado de catástrofe. Por eso debemos preguntarnos, primero, por qué la ACFI es un fracaso productivo, y segundo, si su promoción puede ser un elemento de un paradigma poscapitalista.

¿POR QUÉ ES LA AGRICULTURA CAMPESINA FAMILIAR E INDÍGENA UN DESASTRE PRODUCTIVO?

La primera respuesta es que se trata de un modelo arcaico, del pasado, y que por eso debe ser reemplazado por una agricultura moderna, empresarial, industrial, productiva. Sin embargo, el 21 de febrero de 2017, la FAO (2017) afirmó una vez más que la agricultura campesina era una solución de futuro, más productiva a largo plazo y menos destructiva del ambiente natural.

De hecho, existe otra manera de concebir una respuesta: estudiar la situación real del sector en la sociedad e intentar entender el impacto que eso tiene sobre su productividad. Hay muchos factores que intervienen en el asunto. En primer lugar, viene la desigualdad de la posesión de tierras y el nivel de concentración. Damos cifras nacionales; recordemos, sin embargo, que las tres regiones, costa, sierra y Amazonía, tienen cada una sus especificaciones.

Esteban Daza y Alejandra Santillana recuerdan las cifras del INEC en 2012:

El 75.5% de las familias campesinas tienen propiedades de menos de 10 has, lo que representa el 11.8% de las tierras del país. El 18.1% de las familias en el campo tiene tierra entre 10 y 50 has y representa el 27.4 % de la tierra para producir. Sólo el 6.4 % de las familias tiene propiedades de más de 50 has que representan más del 60.7 % de la tierra cultivable en el país (2016: 5).

El índice de Gini aplicado a la propiedad y que mide el grado de desigualdad -0 es igual a poca desigualdad, 1 es igual a mucha-, se ubicaba en 0.80 en 2000, el Ecuador sigue siendo el segundo país más desigual del continente. En este panorama, la proporción de minifundios -menos de media ha- representaba 165 000 familias, una verdadera zona de pobreza (Houtart y Laforge, 2016: 23-24).

El peso económico, social y político del sector de grandes propiedades y capitales en la sociedad ecuatoriana es evidente y tiene incidencias importantes sobre las decisiones colectivas. Es un factor de freno a cualquier reforma agraria y como se ubican en mayor parte en cultivos de exportación, constituyen un elemento clave en la balanza de pagos y en los ingresos del Estado. Es probable que en los últimos tiempos la concentración de tierras aumentara, pero no se puede asegurar de manera precisa, por falta de un censo agrario. Por otra parte, la triste realidad de los minifundios de autoconsumo indica con claridad que no basta distribuir tierras para resolver el problema.

El acceso a la tierra es, sin embargo, un primer elemento. En la historia, fue una dificultad mayor, que influyó también la cultura campesina, a menudo de autoflagelación e inferioridad. Los indígenas en particular fueron concentrados en tierras de segunda calidad, sobre todo en zonas montañosas. Aún hoy en día la situación no parece mejorar. La Ley de Tierras Rurales y de Territorios Ancestrales de 2016, que intentó mejorar la suerte de los pequeños agricultores y fue saludada en la Asamblea Nacional como la base de una reforma agraria, tiene a la vez contradicciones internas y una aplicabilidad muy relativa. Una de las contradicciones es la venta a precio de mercado a los pequeños campesinos de las tierras recuperadas por el Estado, el cual también paga el precio del mercado, muy pocas veces con la reglamentación actual. Eso obliga a los campesinos a recurrir a préstamos o subsidios. Éste fue el caso en Corea del Sur, y 25 años después de este tipo de reforma agraria, cada día, tres o cuatro campesinos se suicidan por la imposibilidad de pagar sus deudas.

KEN BANKS/KIWANJA.NET ► Torre de antenas en Brasil, junio de 2008. 

Por otra parte, poner en un mismo nivel a la ACFI y los monocultivos de exportación significa una ignorancia del peso relativo de cada uno de los sectores en la sociedad ecuatoriana. De verdad, muchas limitaciones objetivas a los monocultivos son previstas por la ley, pero ¿quién llevará a juicio a estas empresas que no respetan la ley ni a menudo la legislación sobre el medio ambiente y el código laboral, pero que entran tan felizmente en la filosofía de la nueva matriz productiva? Lo mismo para el apoyo a la ACFI, que corre el riesgo de quedarse sólo como planteamientos declarativos. Por eso, a pesar de las intenciones, podemos pensar que un día estas leyes podrían ser presentadas para un premio Nobel, pero de literatura.

Otro problema es el recurso del agua. El principio constitucional es la no privatización del agua, lo que es fundamental. En lo concreto, se suprimió la regulación tradicional del agua en más de 1 000 sistemas existentes, para burocratizar el sector, y no se ven muchas medidas para aplicar la ley en casos de acaparamiento del agua por grandes empresas en detrimento de las comunidades vecinas o de pequeños agricultores. Los trabajos de riego realizados en la “década ganada” del gobierno de Alianza País han sido eficaces y sirvieron para mitigar los efectos del cambio climático, pero no cambiaron las desigualdades de acceso. De los grandes propietarios, 51% tiene acceso al riego, frente a 21% de los pequeños (Houtart y Laforge, 2016: 26-27).

Si tratamos la cuestión del crédito, sabemos lo difícil que es para los pequeños campesinos acceder al sistema financiero. No sólo intermediarios abusivos absorben una parte importante de la ganancia, sino que los organismos creados para ayudarlos funcionan con normas muy complicadas -el Banco Nacional del Fomento, por ejemplo-. La garantía que pueden dar los grandes productores es evidentemente mayor. Para dar un ejemplo, el Fondo Nacional de Tierra entregó, en 2010, 89% de sus recursos a la agroindustria y 11% a los pequeños productores (Carrión, 2012, citado en Daza y Santillana, 2016: 25).

De verdad, las actividades del campo no se limitan a la agricultura. Lo hemos notado a propósito de la disminución de la pobreza. Es un factor universal que hemos observado, por ejemplo, en el estudio de una comuna rural del delta del río Rojo en Vietnam, donde la mayoría de las actividades eran no agrícolas desde por lo menos el principio de la década de 1980 (Houtart, 2004: 207-217). Luciano Martínez y Liisa North señalan esta situación desde hace muchos años en el Ecuador: nuevos empleos en el comercio, servicios, sector público, iniciativas locales, aumento de mercados locales, acceso a caminos, educación, etc. (2009: 21). El Censo de 2001 (INEC, 2001) revela que 39.9% de la población rural realizaba actividades no agrícolas y pertenecía al empleo rural no agrícola.

Puede ser un factor de “descampesinación”, como lo indica David Ayora León (2016) a propósito de los jóvenes. Se añade el fenómeno de constitución de “productores agrícolas”, según el concepto de Luciano Martínez y Liisa North (2009). Todo eso indica una dinámica interna de la realidad social rural, tal vez de manera más intensiva alrededor de las ciudades, que ofrece posibilidades para el futuro. Sin embargo, la agricultura familiar, campesina e indígena no ha recibido los incentivos que hubieran permitido a este sector participar de manera positiva en un mejoramiento general.

Al contrario, el resultado de estas situaciones acumuladas en zonas de prevalencia de la ACFI es un vacío social y cultural siempre más grande que una parte importante de la sociedad rural. Muchos hombres buscan trabajo en las ciudades, dejan las minipropiedades en manos de los mayores y las mujeres -un tercio, según estimaciones-, a menudo con trabajo de niños, y la educación preescolar a cargo de las abuelitas, muy limitadas culturalmente (Rodríguez, 2017: 283). En la encuesta realizada en la provincia de Azuay, David Ayora reveló que 77% de los jóvenes rurales de la parroquia estudiada no elegirían una actividad agropecuaria, aun si mejoraran las condiciones de vida en el campo (Ayora, 2016: 90).

Por otra parte, el plan de cerrar 18 000 escuelas comunitarias -llamadas “de la pobreza”- a favor de las escuelas del milenio acentúa el problema.3 Sin duda, estos establecimientos están bien equipados, con maestros competentes, pero dentro de una filosofía de ruptura con la vida tradicional y con una apertura a la modernidad hoy en día puesta en duda por sus consecuencias sociales y ambientales. No responden tampoco fácilmente al principio constitucional de la educación bilingüe. Además, el sistema de transporte en varios casos no ha podido corresponder a las necesidades y obliga a los alumnos a caminar horas por senderos en mal estado, lo que provoca también una tasa elevada de ausentismo (Rodríguez, 2017: 246). Al contrario, en Cuba, se eligió el mejoramiento de las escuelas rurales con un maestro por varios grados, con un éxito comparable a los resultados de las escuelas urbanas y gastos mucho menores (Silva, 2017).

En el marco cultural debe señalarse también la dificultad, en estas circunstancias, de mantener una espiritualidad indígena orientada al respeto de la Madre Tierra y la armonía social y personal. Se añade finalmente la reacción, en las Iglesias cristianas y en particular la Iglesia católica, contra la teología de la liberación y la pastoral indígena, que se manifiestan por la invisibilidad de la obra de monseñor Proaño.

Fuera de las estadísticas, basta viajar por las zonas rurales del país para constatar el aislamiento de las comunidades indígenas del Cañar; las condiciones de las viviendas de los campesinos del norte de la Provincia del Oro; la lucha por el agua de comunidades del Chimborazo para la conservación de los páramos; el estado miserable de los caminos y senderos vecinales que obligan a los pequeños campesinos a levantarse muy de madrugada para ir a vender sus productos. Las condiciones de vida de estas zonas rurales son a menudo inhumanas. Todo eso muestra la marginación de la ACFI en el Ecuador, no por el simple efecto de la naturaleza, sino por la construcción social que la reduce en un apéndice destinado a la desaparición y que por razones humanitarias se trata con bonos de tipo asistencialista. El Ecuador no se encuentra solo en el caso. Es casi universal. La cuestión es saber si la agricultura campesina familiar puede ser elemento de un nuevo paradigma. Pero antes examinaremos el estado de la agricultura industrial, de hecho, en competencia con la ACFI.

LA PROMOCIÓN DEL MODELO AGROEMPRESARIAL Y AGROEXPORTADOR

En el mundo entero, se trata de una nueva frontera para el capitalismo -agrario y financiero-, con conversiones nacionales e internacionales. Según el Horizonte de Desarrollo hacia 2025, en Ecuador, este sector aportará 15 000 millones de USD a la economía nacional, creará 250 000 empleos y significará una contribución de 10 000 millones al balance comercial del país. Hay diversas ramas: bananos, azúcar, palma africana, flores, brócoli. En su campaña electoral de 2017, el vicepresidente Jorge Glass insistió mucho sobre este aspecto: la productividad del sector, su contribución a la riqueza del país, la extensión de la producción de agrocombustibles, la necesidad de atraer el capital extranjero, sin ninguna referencia a los costos ecológicos, a los territorios ancestrales, al tipo de empleos que se crean ni al poder económico del sector en la economía del país.

La frontera agrícola se extiende con la deforestación: entre 2000 y 2010, 618 000 has, aun si la proporción anual ha disminuido (SIPAE, 2011: 3). Hay considerables daños al paisaje -los plásticos de las flores, por ejemplo-. Hay una tendencia que se reafirma hacia privilegiar los transgénicos; en septiembre de 2012, el presidente afirmó: “el uso de semillas transgénicas mejorará notablemente la producción del campo” (Daza, 2017: 21). El capital extranjero se introduce: entre 2000 y 2008, el aporte fue de 49% para las empresas de exportaciones (Brassel, Breilh y Zapata, 2011: 29).

La característica de esta política de capitalismo agrario no es sólo la concentración de las tierras o el control de los circuitos de insumo y de comercialización, sino la ignorancia de las externalidades, es decir, los daños ambientales y sociales no pagados por el capital, sino por la Madre Tierra, las comunidades y los individuos. Así, como primer aspecto, se puede señalar la pérdida de la biodiversidad, la erosión de los suelos, la contaminación de las aguas, la producción de gases invernadero: CO2 y metano. La simple contabilización de estos gastos reales cambiaría totalmente la estructura de los precios de estos bienes. A propósito de las flores, un productor orgánico holandés retirado, que visitó varias empresas ecuatorianas en 2015, afirmó que si los europeos supieran en qué condiciones se producían las flores, no comprarían ni una rosa.

Las consecuencias sociales y culturales no son menos nocivas. Las enfermedades de la piel, los pulmones, los cánceres, son elevados con la utilización masiva de productos químicos. Con la visita del papa a Ecuador, en 2015, se utilizaron más de 90 000 rosas, pero al mismo tiempo estaba en la Fundación Pueblo Indio del Ecuador, en Quito, una pareja indígena. La mujer, de 40 años de edad, con cuatro hijos, padecía de leucemia y esperaba una cita en el hospital público. Había trabajado durante diez años en la industria de las flores. Pura coincidencia o precio humano de las rosas.

A pesar de todo, el Ecuador ha podido conservar un grado elevado de soberanía alimentaria, concepto diferente al de seguridad alimentaria, porque supone que el país produce lo que consume. Sin embargo, existen señales de pérdida de la primera, a causa de la extensión del sector de los monocultivos. En 2000, según el Censo Nacional Agropecuario (INEC, 2000), la ACFI producía 60% de la alimentación del país.

Los derechos de los trabajadores, aun establecidos en la ley, son frecuentemente violados (Brassel, Breilh y Zapata, 2011: 42): empleos temporales, horas extras no pagadas, prohibición de sindicatos. La sindicalización por ramas está prohibida en el país y las últimas leyes laborales favorecen la flexibilización del trabajo. El discurso macroeconómico es predominante, está orientado hacia la producción e ignora los factores estructurales de la desigualdad de productividad (Brassel, Breilh y Zapata, 2011: 42).

Para terminar, vale la pena citar el estudio hecho en 2013 sobre la producción de brócoli en la región de Pujilí, en la provincia de Cotopaxi (Houtart y Yumba, 2013). El 97% de la producción de brócoli se exporta hacia países en mayor parte capaces de producir brócoli -Estados Unidos, Unión Europea, Japón-, en función de ventajas comparativas, como bajos salarios y leyes ambientales menos exigentes. La empresa productiva acapara el agua, que no basta más para las comunidades vecinas; bombardea las nubes para evitar que los chaparrones caigan sobre el brócoli, sino en los alrededores. Se utilizan productos químicos, aun a menos de 200 metros de las habitaciones, como lo exige la ley. Las aguas contaminadas corren en los ríos. La salud de los trabajadores está afectada -piel, pulmones, cánceres-. Los contratos se hacen en parte a la semana, con un capataz que recibe 1% de los salarios, lo que permite eludir el seguro social. Las horas extras no son pagadas a menudo. La empresa de procesamiento de brócoli para la exportación trabaja 24 horas en tres turnos. No es excepcional que los trabajadores sean obligados a hacer dos turnos seguidos. El sindicato está prohibido. Además, las dos empresas, hoy en día fusionadas, tenían sus capitales una en Panamá y la otra en las Antillas holandesas.

Como autores, nos hemos preguntado en nuestro informe si era posible construir el socialismo del siglo XXI con el capitalismo del siglo XIX. Seis meses después, el vicepresidente, que había recibido el informe, visitó la empresa y declaró que era un modelo de la nueva matriz productiva. Una vez más en la historia, son el campo y sus trabajadores los que pagan el precio de la modernización. Éste fue el caso del capitalismo europeo en el siglo XIX, de la Unión Soviética en los años veinte del siglo XX, de China después de la Revolución comunista.

Evidentemente, uno se pregunta si había una alternativa posible. El Estado ecuatoriano necesita medios para financiar sus políticas sociales. El petróleo bajó de precio. La minería no ha tenido todavía un lugar equivalente y se encuentra frente a problemas sociales y conflictos serios con comunidades indígenas. Incluir las externalidades en el precio de los productos exportados significaría la pérdida de toda competitividad.

Estas políticas son también a corto plazo. No tienen en cuenta los cambios naturales y sus efectos a largo plazo, la soberanía alimentaria, los derechos de los trabajadores, el origen de la pobreza rural. Se acentúa un modelo agroexportador presentado como una meta, sin indicar las consecuencias. Algunas alternativas son posibles: reorganizar las condiciones de la ACFI, con una producción orgánica que asegure la soberanía alimentaria; garantizar los derechos de los trabajadores de los monocultivos y reducir el margen de arbitrariedad de los dueños de la tierra; reconocer de verdad los derechos de la naturaleza; implementar la integración latinoamericana para imponer medidas comunes en materias de protección de la naturaleza, paraísos fiscales y resistencia a los monopolios transnacionales; llevar luchas más radicales a las instancias mundiales con objetivos similares. Un pequeño país no puede actuar eficazmente solo, pero puede ser protagonista. Lo que podemos afirmar desde una perspectiva del sector agrario, puede ser aplicado a otros sectores también.

EL DEBILITAMIENTO DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES CAMPESINOS E INDÍGENAS

Los movimientos sociales campesinos e indígenas, portadores de la lucha del mundo rural en sus varios componentes, han pasado por periodos particularmente difíciles. Habían tenido un protagonismo político muy importante en la década de 1990, sobre todo el movimiento indígena, pero sufrieron después dos fenómenos que contribuyeron a su debilitamiento. El primero fue la cooptación por el poder político en función de ventajas inmediatas: regalías petroleras y mineras, cooperación para el desarrollo y proyectos provinciales y parroquiales. El segundo, la absorción por la política electoral a corto plazo. Los dos factores llevaron a la división de las bases populares y la dificultad de concentrarse sobre el largo plazo de la lucha de los pueblos indígenas como pueblos y de los campesinos como clase. Por una parte, en las políticas posneoliberales hubo un deseo de modernizar el campo, pero sin tomar una distancia suficiente frente al carácter capitalista de este proyecto. Por otra parte, los objetivos fundamentales de las luchas sociales no fueron totalmente ignorados, sino sometidos a preocupaciones secundarias que los absorbieron e impidieron acciones comunes.

Estos factores contribuyeron a la marginación de la ACFI en Ecuador, hasta el punto en que se puede hablar de una década perdida para el sector, a pesar de los esfuerzos de algunos sectores del MAGAP, organizaciones no gubernamentales, movimientos y grupos locales.

¿Puede la agricultura campesina familiar e indígena contribuir a elaborar un paradigma poscapitalista?

CONDICIONES GENERALES

Desde el punto de vista del bien común de la humanidad como paradigma nuevo, los cuatro ejes de cambio concreto encuentran en la ACFI aplicaciones interesantes. La relación con la naturaleza se caracteriza por el respeto a su capacidad de regeneración, vía cultivos orgánicos -agroecología- y biodiversidad. La producción de la base material de la vida en el sector específico de la agricultura privilegia el valor de uso sobre el valor de cambio, no somete el trabajo al capital y exige el usufructo de la tierra, pero no necesariamente su propiedad, y excluye su acumulación en tanto que capital. La organización colectiva -comunitaria o cooperativista- del acceso al agua, insumos, maquinaria, crédito; la organización en conjunto de ciertas fases del trabajo -mingas,4 reforestación-; la comercialización en circuitos cortos, ferias y tiendas comunes, tienen, en la filosofía de una economía popular solidaria, una base democrática. Por último, la interculturalidad encuentra en esta forma de agricultura una posibilidad de diversidad de expresiones y de lecturas de lo real.

KEN BANKS/KIWANJA.NET ► Costo de llamadas en Uganda, agosto de 2007. 

Evidentemente, el capitalismo puede también instrumentalizar el sistema, como en muchos casos. Los contratos con pequeños cultivadores de palma integran a estos últimos en una dependencia total de las grandes empresas. En Europa, los agricultores familiares “modernos”, con alto grado de mecanización y acceso al crédito, son integrados en cadenas de producción dominadas por el capitalismo agrario y financiero. El microcrédito de muchos países es administrado por el sistema bancario. Organizaciones que al principio eran mutualidades o cooperativas, con el tiempo y el éxito, se transformaron en pilares de la economía capitalista.

Por eso, la ACFI no es sólo una cuestión técnica, sino un objetivo de lucha social, una resistencia de clase y de comunidad, un problema político. El papel de los movimientos sociales es esencial. Constituye una de las transiciones hacia otro paradigma, pero no como un proceso mecánico, sino como fruto de actores, verdaderos sujetos de la construcción social, y eso va mucho más allá de un aumento de productividad.

Al mismo tiempo, la ACFI debe cumplir con las tres funciones de la agricultura. Primero, nutrir a la población, no sólo de manera cuantitativa sino también cualitativa. Lo hace al elegir las semillas, respetar la diversidad, operar de forma orgánica. En segundo lugar, contribuir a la regeneración de la tierra, lo que no cumple la agricultura industrial, al contario. Finalmente, procurar el bienestar de los que trabajan en el sector; proletarizar el campesinado bajo el pretexto de crear empleos está lejos de responder a esta necesidad. Todo eso requiere condiciones económicas, sociales y políticas, que se llaman, como lo dice el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra de Brasil, una reforma agraria integral y popular.

EN ECUADOR

Como hemos señalado antes (Houtart y Laforge, 2016: 30-36), existen en Ecuador bases para el desarrollo de una ACFI. Hay un real despertar: iniciativas de comunidades indígenas, campesinos que se unen, mujeres campesinas que se organizan para producir carne, cacao, fabricar sombreros, producir obras de arte con desechos de plástico, etc. En varios casos, son apoyadas por organizaciones no gubernamentales - FoodFirst Information and Action Network (FIAN), Fundación Heiffer, Populorum Progresio, Oxfam, etc.-, y a veces por gobiernos provinciales, cantonales, parroquiales, y cooperaciones internacionales. Sin embargo, son dispersas y a menudo aisladas.

Lo nuevo de la década de 2010 es la aparición de propuestas nacionales y con perspectivas estructurales. Vienen de diversas fuentes. Podemos citar iniciativas de movimientos sociales, campesinos e indígenas: la Red Agraria en 2012, y en fechas recientes, 2016, la Cumbre Agraria, convocada por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie). En 2017, durante la campaña electoral, varios movimientos, entre ellos la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC), rama latinoamericana de La Vía Campesina, y la Federación Nacional de Organizaciones Campesinas-Indígenas (Fenocin), elaboraron un documento de política general a favor de la ACFI que fue firmado por el binomio de Alianza País. El movimiento montubio preparó un texto de ley y obligó a los grandes terratenientes a ceder 30% de sus tierras para los pequeños productores. Dentro de movimientos políticos también surgieron propuestas, como el grupo Revolución Agraria, que nació en el seno de Alianza País, en 2011.

El mundo académico tomó también iniciativas. El Instituto de Altos Estudios Nacionales de Ecuador (IAEN) organizó un seminario abierto de 2015 a 2016 y publicó el Manifiesto para una agricultura familiar campesina e indígena en Ecuador (Houtart y Laforge, 2016). Un grupo de trabajo, llamado Tierra, reúne mensualmente a varias universidades y centros de investigaciones, como el Sistema de Investigación sobre la Problemática Agraria en el Ecuador (SIPAE) y el Observatorio del Cambio Rural del Instituto de Estudios Ecuatorianos (IEE-Ocaru), para discutir sobre los problemas rurales. Este último propone un “pacto ético para el campo” (Daza, 2017). Se está preparando un elenco de todas las investigaciones realizadas sobre el agro en Ecuador y la colaboración se extenderá a universidades de varias provincias. Las tres universidades, Andina, Central y Salesiana de Quito, tienen un proyecto de desarrollo rural con Cayambe, un centro de capacitación y un espacio urbano de consumo ecológico.

Órganos del Estado no se quedaron inactivos. El MAGAP realizó varios seminarios sobre agricultura campesina. El Consorcio de Gobiernos Autónomos Provinciales del Ecuador (Congope), órgano de coordinación de los gobiernos autónomos descentralizados (GAD), prepara publicaciones e investigaciones sobre el tema. Se debe subrayar en particular el trabajo de la Copisa que estableció en colaboración con el IAEN un documento de síntesis de las propuestas de los movimientos sociales, para una acción política después de las elecciones.

Los ejemplos del exterior no faltan. Vietnam, segundo exportador de arroz en el mundo, lo produce con agricultura campesina. En Brasil, una ley de 2008 obliga a todas las instituciones públicas a abastecerse con los pequeños productores. En Nicaragua, el programa de bonos productivos para las mujeres campesinas -entrega de gallinas, cabras o una vaca- ha permitido al país de conservar su soberanía alimentaria.

Para el futuro, la solución no se encuentra en un capitalismo oligárquico vinculado al capital financiero. Tampoco la continuidad de un capitalismo moderno dará la respuesta que no ha podido proponer durante la última década. Se trata de una nueva propuesta, basada en una refundación del proyecto, como un elemento de una transición hacia un paradigma poscapitalista. Por eso las fuerzas de la lucha social deben reconstruirse desde la base, movilizando las energías en un frente unido, con metas precisas y propuestas concretas, en las que nadie, en particular los movimientos indígenas, pierda su identidad. Es urgente. Es posible. Mañana será demasiado tarde.

Bibliografía

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2Instituto de Provisión de Alimentos, Instituto Nacional de Pesca, Agencia Ecuatoriana de Aseguramiento de la Calidad del Agro, Instituto Nacional de Investigaciones Agropecuarias; Conferencia Plurinacional e Intercultural de Soberanía Alimentaria (Copisa), Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés).

3A comienzos de 2017, 71 construidas, 52 en construcción y 200 en funcionamiento (Rodríguez, 2017: 199).

4“Trabajo agrícola colectivo y gratuito con fines de utilidad social” (RAE, 2017) [nota de la editora].

Peasant and Indigenous Agriculture as a Transition to the Common Good of Humanity: The Case of Ecuador. François Houtart

François Houtart Nació en Bruselas, Bélgica, en 1925, y murió en Quito, Ecuador, el 6 de junio de 2017. Fue profesor emérito de la Universidad Católica de Lovaina y profesor del Instituto de Altos Estudios Nacionales de Ecuador, Quito. Autor de más de 50 libros, François Houtart fue uno de los fundadores del Foro Social Mundial y miembro de su Consejo Internacional.

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