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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.39 Ciudad de México may./ago. 2012

 

Legados

 

Diálogos México-Brasil

 

Mexico-Brazil Dialogues

 

Virginia García Acosta1, Luís Roberto Cardoso de Oliveira2, Alcida Rita Ramos3 y Mercedes Olivera4

 

1 Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Distrito Federal, México dirgral@ciesas.edu.mx

2 Programa de Pós-Graduação em Direito, Universidad de Brasilia, Brasilia, Brasil lcardoso@unb.br

3 Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico, Universidad de Brasilia, Brasilia, Brasil arramos@unb.br

4 Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica, San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, México merceci@prodigy.net.mx

 

Brasil y México cuentan con una larga tradición en investigación y docencia en ciencias sociales, naturales y exactas, que ha acompañado el crecimiento de estos países durante su historia y les ha permitido hacer frente a muchos de los desafíos que se han presentado. El desarrollo científico de Brasil y México juega un papel de liderazgo en América Latina, con reconocimiento cada vez mayor en otras latitudes. Las realidades brasileña y mexicana son divergentes en muchos aspectos, pero comparten problemas sociales y culturales de gran calado, que es necesario estudiar para generar nuevo conocimiento que permita enfrentarlos desde diversas perspectivas. La desigualdad y la pobreza, como algunos de los problemas más lacerantes en ambos países, son un ejemplo.

México y Brasil comparten también una intensa relación de cooperación de tiempo atrás. Promover y reactivar los lazos entre instituciones y colectivos de ambos países resulta relevante, en particular en el ámbito de la antropología social. Estos dos países cuentan, en comparación con América Latina, con la mayor cantidad de profesionales en ejercicio, con más instituciones de enseñanza e investigación, con el mayor monto de inversiones y de financiamiento para el trabajo de investigación y difusión, así como con la amplitud de temas, de aproximaciones metodológicas y de subdisciplinas que se trabajan sistemáticamente. Los dos países son un destino preferencial para los estudios de posgrado de los antropólogos de la Región Andina.

Los antropólogos brasileños y mexicanos han tenido algunas oportunidades de interactuar de manera individual en eventos o conferencias, como las más recientes organizadas por la Asociación Latinoamericana de Antropología (ALA), la Reunión de Antropólogos del Mercado Común del Sur (RAM), el 54º Congreso Internacional de Americanistas y los congresos de la Asociación Brasileira de Antropólogos (ABA) y del Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales de México (CEAS). Los investigadores de ambos países han coincidido en identificar la urgencia de iniciar una relación de largo plazo para generar oportunidades bilaterales que consideren las agendas profesionales, institucionales y de intercambio de avances en proyectos de investigación, experiencias de formación y circulación de publicaciones.

Durante el último medio siglo se ha desarrollado una fuerte relación entre la antropología y los antropólogos brasileños y mexicanos. En la década de 1970, cuando se fundó el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), Guillermo Bonfil y Roberto Cardoso de Oliveira estrecharon esa relación que habían iniciado en la década anterior, impulsando el intercambio de profesores y estudiantes. En las siguientes dos décadas, varios investigadores del CIESAS fueron a Brasil y varios brasileños se formaron en México. En los últimos años, el CIESAS ha buscado retomar y robustecer esta relación entre los dos países latinoamericanos en los que la antropología ha sido, y sigue siendo, un referente fundamental. Varias iniciativas se han desarrollado en este sentido:

a) El lanzamiento de la Cátedra Roberto Cardoso de Oliveira (CRCO), CIESAS-Universidad Estatal de Campinas (Unicamp) en 2007.

b) La publicación, dentro de la Colección Clásicos y Contemporáneos en Antropología (CIESAS, UIA, UAM-I) de los libros: Etnicidad y estructura social, de Roberto Cardoso de Oliveira (2007) y Antropologías del mundo, de Gustavo Lins Ribeiro y Arturo Escobar (2009).

c) La firma de la CRCO entre la Unicamp y el CIESAS en 2010.

d) El I Coloquio Académico dentro de esta Cátedra, organizado por el Instituto de Filosofía y Ciencias Humanas de la Unicamp y el CIESAS, realizado en Campinas, Brasil, en 2010.

e) La publicación del número 33 —mayo-agosto de 2010—, de Desacatos. Revista de Antropología Social del CIESAS, dedicado a "Antropología e Indigenismos. Reflexiones desde Brasil".

f) Intercambios diversos de investigadores y estudiantes de uno a otro lado.

Es importante mencionar que no todos los ejercicios internacionales de cooperación pasan por el ámbito institucional. En muchos casos, los acuerdos, los convenios y las iniciativas de cooperación conjunta provienen del ejercicio individual de los investigadores o de los estudiantes. Como instituciones tenemos el deber de motivarlos y apoyarlos para que ellos desarrollen el tejido fino de los acuerdos.

La histórica y fructífera colaboración científica entre México y Brasil es muy valiosa. Su fortalecimiento, como un instrumento para el desarrollo tecnológico, económico y social de ambos países, es primordial. Sobre la base de estas inquietudes, de la urgencia de un gran encuentro presencial entre ambas antropologías, el Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad de Brasilia y el CIESAS acordamos celebrar el I Encuentro entre Antropólogos Brasileños y Mexicanos. Se llevó a cabo en septiembre de 2011, en las instalaciones de la emblemática Casa Chata del CIESAS, sede de la institución desde su fundación en 1973. Con Gustavo Lins Ribeiro (Universidad de Brasilia) y Diego Iturralde (CIESAS) compartimos la idea inicial de organizar este Encuentro, que contó con el apoyo fundamental del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), de la Embajada de Brasil en México y de la Secretaría de Educación del Distrito Federal.

Uno de los objetivos del Encuentro fue honrar al mexicano que, con Roberto Cardoso de Oliveira, impulsó esta relación: Guillermo Bonfil Batalla. En 2011 se cumplieron 20 años de su fallecimiento e iniciamos la organización de su archivo, donado por Cristina Sánchez de Bonfil al CIESAS. En ese marco se inauguró la muestra "Y desde aquí, que no es allá, ¿cómo se ve el mundo?" —palabras de Guillermo Bonfil en sus Obras Escogidas—, lo que marcó al mismo tiempo la apertura del Archivo Histórico del CIESAS. El Encuentro contó con dos presidentes de honor: Roque de Barros Laraia de la Universidad de Brasilia y Jorge Alonso Sánchez del CIESAS-Occidente. El intercambio de temas, las discusiones y los debates se llevaron a cabo en seis paneles y 11 grupos de trabajo, organizados en ejes temáticos acordados conjuntamente en los que participaron tanto brasileños como mexicanos. Los investigadores mexicanos fueron comentaristas y moderadores, mientras que las relatorías estuvieron a cargo de los doctorantes en antropología.

Los participantes vinieron de instituciones brasileñas de prestigio académico: las universidades de Brasilia, la Federal de Río de Janeiro, la Federal Fluminense, la de Campinas, la de São Carlos, la Federal do Rio Grande do Sul, la Federal de Santa Catarina, la Federal do Ceará, la Federal de Minas Gerais, la Federal de Bahía y la Federal de Pernambuco. En cuanto a instituciones mexicanas, participaron: las universidades Autónoma de Yucatán y la Benemérita de Puebla, la Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, la de Ciencias y Artes de Chiapas, la Jesuita de Guadalajara (Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente, ITESO), la Iberoamericana, la Nacional Autónoma de México, la Pedagógica Nacional, el Instituto y la Escuela Nacional de Antropología e Historia, el Grupo Interdisciplinario sobre Mujer, Trabajo y Pobreza, los Colegios de la Frontera Norte, el de Michoacán, el de San Luis y el propio CIESAS.

Las conferencias magistrales, que se presentan en este número de Desacatos, dieron voz a un par de mujeres emblemáticas de estas dos antropologías: Mercedes Olivera, de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, y Alcida Rita Ramos, de la Universidad de Brasilia. Ambas intervenciones marcaron de manera significativa el evento, tanto por la calidad como por su profundidad. Las dos retomaron, con énfasis y estilos diferentes, esa vinculación característica de nuestras antropologías entre la reflexión académica y el compromiso con el destino de las poblaciones estudiadas. Alcida Rita brindó a los participantes una propuesta innovadora: una ampliación en la interpretación del campo del indigenismo, que mantiene, no obstante, la tradición de considerarlo como un universo que abarca tanto la comprensión como la acción política. Mercedes Olivera presentó un diálogo epistolar poético y analítico dirigido a Guillermo Bonfil, el homenajeado, enfatizando la reflexión y la acción indigenistas a lo largo de la trayectoria de ambos, como parte de un discurso cargado de emoción que hizo vibrar a los presentes.

De la misma manera que en los años setenta del siglo XX, cuando los debates en torno al indigenismo practicado en los dos países motivaron reflexiones originales e intercambios de perspectivas y dieron como resultado contribuciones significativas en la aproximación entre nuestras antropologías, nuestra expectativa es que el diálogo retomado en este Encuentro tenga un impacto similar para el desarrollo de la disciplina, con un universo más amplio y diversificado de temas. En este marco se desarrollarán las acciones a corto plazo: el II Encuentro entre Antropólogos Brasileños y Mexicanos, el II Coloquio de la Cátedra Roberto Cardoso de Oliveira y las traducciones en la Colección México-Brasil, que apoyará la Embajada de Brasil en México. Diálogos fructíferos sur-sur de los que habrá de nutrirse la producción generada al norte del planeta.

 

INDIGENISMO, UN ORIENTALISMO AMERICANO

Indigenism, an American Orientalism

Alcida Rita Ramos

En primer lugar, quiero agradecer la generosa y vistosa invitación de los colegas organizadores para participar en este evento. Con los 156 centímetros de estatura que me califican como "Chapa Rita", según mi amigo Miguel Bartolomé, no estoy a la altura, en todos los sentidos, de esta tarea, aunque haré lo posible para superar la modesta talla delante de mis pares. En segundo lugar, no puedo dejar de rendir homenaje a dos de nuestros grandes antecesores, de quienes tuvimos el privilegio de ser contemporáneos y que hicieron tanto para el avance de los estudios de las relaciones interétnicas: Guillermo Bonfil Batalla y Roberto Cardoso de Oliveira. En tercer lugar, me siento honrada de venir a hablar sobre indigenismo en su patria originaria, una vez que fue México el que puso este campo tan fértil de la antropología profunda en el mapa de nuestra disciplina.

Desde la década de 1940, marco importante en su historia, el indigenismo ha desvendado todo un mundo empírico y teórico sobre las relaciones extremadamente desiguales entre los pueblos indígenas y los Estados nacionales, en América Latina en particular. Inicialmente dedicado al papel del Estado como disciplinador de esas relaciones, el indigenismo ha pasado por transformaciones conceptuales al ritmo de los cambios vividos por sus protagonistas. Es hora de redefinir lo que es indigenismo.

 

REDEFINIENDO EL INDIGENISMO

Considerando que más allá del Estado otros actores han ejercido su influencia en el campo de las relaciones interétnicas, el concepto tradicional de indigenismo ya no abarca a todos esos actores y acciones. Por eso sentí la necesidad de ampliarlo e, inspirada en el trabajo de Edward Said (1979), de equipararlo al orientalismo. Ese orientalismo americano podría denominarse occidentalismo, como lo hace Fernando Coronil (1997), pero prefiero indigenismo para mantener un vínculo más estrecho con la tradición latinoamericana de pensamiento social sobre las relaciones interétnicas. Amplío el concepto de indigenismo para ir más allá de la incorporación estatal de los pueblos indígenas, a manera de incluir el vasto territorio, tanto popular como erudito, de imágenes e imaginarios, verdadero taller donde se esculpen los muchos rostros del indio. El campo de fuerza generado en la arena interétnica, que involucra indígenas y no indígenas, crea una realidad práctica y conceptual propia de esa modalidad de interacción. En mi concepción, indigenismo es un fenómeno político en el sentido más extenso del término. No está limitado ni a las políticas públicas o privadas ni a las acciones generadas por ellas. Incluye a los medios de comunicación, la literatura de ficción, las actuaciones de la Iglesia y de activistas de los derechos humanos, los análisis antropológicos y las posiciones de los propios indios que pueden negar o corroborar ese conjunto de imágenes sobre el indio. Todos esos actores contribuyen para construir un edificio ideológico que hace de la cuestión indígena su piedra angular. Espiando por detrás de todas las imágenes del indio compuestas por ese caleidoscopio de puntos de vista, siempre se ve la imagen o, más precisamente, la antiimagen del blanco, del dicho "civilizado". El indio como espejo, casi siempre invertido, representa una de las metáforas más presentes y persuasivas en el campo interétnico. En otras palabras, el indigenismo es a las Américas lo que el orientalismo es a Occidente. El libro Orientalismo, de Edward Said, marcó época al exponer a Oriente como pura creación de Occidente. Los paralelos entre indigenismo y orientalismo son fáciles de trazar, como podemos ver en los siguientes fragmentos. Según Said: "Oriente es orientalizado", también el indio es indianizado. El autor continúa: "Para el occidental, el oriental siempre fue semejante a algún aspecto de Occidente". Para limitarme a mi contexto específico, también para el brasilero el indio fue siempre semejante a algún aspecto de Brasil. Oímos todos los ecos del orientalismo en el indigenismo en pasajes de Said, como éste:

Es Europa [léase América Latina] quien articula Oriente [léase indio]; esa articulación es la prerrogativa, no de un titiritero sino la de un creador genuino, cuyo poder de generar vida representa, anima y constituye el espacio que está más allá de las fronteras que le son familiares, fronteras que de otro modo serían silenciosas y peligrosas (Said, 1979: 57).

Muestra del archivo documental de Guillermo Bonfil Batalla "Y desde aquí que no es allá", 2011.

Sin embargo, mi caracterización del indigenismo diverge del orientalismo, al menos, en un aspecto importante, que es la participación de los propios indígenas en su construcción. Al contrario del orientalismo que, según Said, es creado exclusivamente por mentes europeas distantes, en el indigenismo "nacionales" e indígenas hacen parte del mismo espacio de un Estado-nación, lo que coloca a estos últimos en contigüidad temporal y espacial con los primeros, a pesar de las leyes, actitudes y acciones que los segregan. Por ésta y otras razones, igualmente, los indios son agentes del proyecto indigenista de nuestros países, no importa cuán restricta sea su libertad de acción. Además de esto, los indígenas se han apropiado del concepto de cultura, un artefacto del pensamiento occidental sobre la alteridad. Con ello impulsan su lucha por el reconocimiento étnico y su autodeterminación. Al hacerlo, contribuyen significativamente en el diseño del indigenismo. Siendo así, no se puede decir, como hace Said sobre el orientalismo, que, por ejemplo Brasil —léase Occidente— es el actor y el indio —léase el oriental—, el receptor pasivo. En suma, desde mi perspectiva, el indigenismo puede ser visto como una elaborada construcción ideológica sobre la alteridad y la mismidad en contextos étnicos y nacionales. En este inmenso campo práctico-simbólico el indigenismo se manifiesta de muchas maneras. Puede tomar el rostro del prejuicio regional, de la conmiseración urbana, del control estatal, de la curiosidad antropológica, del celo religioso, de la publicidad mediática o de los discursos verbales, gestuales o escritos de los propios indígenas. Cada una de esas manifestaciones es como un ladrillo que se coloca en la construcción de un edificio de ideas y acciones que abrigan algunos de los aspectos más reveladores de las nacionalidades americanas. El indigenismo es la ventana indiscreta que expone el ethos, casi siempre oculto, de una determinada identidad nacional en el continente.

Es una encrucijada donde muchos agentes se encuentran —y los indígenas no son menos importantes—, ya sea por medio de acciones específicas de protesta o mediante la transformación de conceptos antropológicos en herramientas de afirmación étnica y fortalecimiento político. Otros actores más establecidos del indigenismo, como el Estado, la Iglesia y las organizaciones no gubernamentales (ONG), tienen perfiles y agendas bien delineados. Los medios de comunicación muestran un interés periférico en la cuestión indígena, aunque los periodistas tienen gran responsabilidad en la formación de la opinión pública y en mantener o matar el interés en el asunto. Nosotros los antropólogos, queramos o no, cargamos con el peso de traducir la alteridad en textos, que se espera que sean inteligibles, y tenemos el poder de retratar a un pueblo indígena como respetable o deplorable.

Todos esos agentes circulan en el terreno movedizo de la ambivalencia interétnica, pues la riqueza simbólica de la interetnicidad, al menos en el caso brasileño, está precisamente en la nebulosa que permea ese campo de lo político. Si no, veamos: el Estado aprueba leyes que protegen los derechos indígenas, pero el mismo Estado pasa por alto sus propias leyes con acciones que son manifiestamente antiindígenas. La Iglesia progresista propone que sus misioneros respeten y absorban las costumbres indígenas a través de lo que llaman "enculturación", pero con el propósito de transformar a los indios en cristianos. Las ONG, nacionales o extranjeras, abogan a favor de los derechos indígenas, pero exigen que los indios se comporten de acuerdo con las expectativas de los blancos si quieren merecer su apoyo. Es el caso del indio hiperreal (Ramos, 1994). Y así, la insostenible ambivalencia de ser indio se insinúa por todos lados, creando un medio fértil para la propagación de tantos "indios" cuantos sean los agentes interesados en construir ese edificio fascinante, multifacético y, a veces, tan imposible de descifrar como una obra de Escher. Ése es el indigenismo que llegó al siglo XXI.

 

INDIGENISMO COMPARADO

Pero, ¿por qué salir del estructurado indigenismo estatal y encaminarse por un indigenismo difuso, un tanto aleatorio y amorfo? Porque parto del hecho irrefutable de que todas, pero todas, las naciones del Nuevo Mundo se construyeron sobre las ruinas de los pueblos indígenas, en algunos casos de manera tan literal que es visible a ojo cerrado, como en Perú y en México. Ese hecho no se circunscribe a los asuntos de Estado. Impregna a la sociedad de forma total. Cada nación americana lidia con esa culpa a su modo: unas con prejuicios delirantes o con un silencio estridente, otras con una negación sorda, ciega y muda del pasado indígena, pero todas intentando borrar las huellas de ese pasado con plumeros freudianos que poco esconden. Una buena mala conciencia siempre es un manantial de confesiones y descubrimientos potenciales, entonces nada mejor que incluir en nuestra búsqueda de sentido del indigenismo revelaciones escondidas en los pliegues del manto espeso que cubre la conciencia de una nación. Estereotipos y clichés son manifestaciones cándidas, desarmadas de algo o alguien que fastidia y amenaza la comodidad existencial de quien las alimenta. Expresiones populares, como las comúnmente oídas en Brasil sobre la abuela indígena que fue enlazada en las profundidades de la selva, revelan volúmenes sobre el malestar de convivir con una alteridad indomable y, al mismo tiempo, en el caso brasileño, con un cierto orgullo de ser hijo natural de la tierra, brasilero legítimo que no se confunde con el inmigrante extranjero.

Mi objetivo de interrogar ese indigenismo lato sensu no es escudriñar en la intimidad de las culturas indígenas, buscar su nexo u origen, sino desvendar las maneras en que las naciones americanas se constituyeron y continúan construyéndose, contra el telón de fondo del genocidio indígena que perpetraron, aunque en ese entonces todavía no fueran naciones independientes. Para eso, me apoyo en la comparación, uno de los cimientos de la investigación antropológica capaz de cotejar situaciones diversas para revelar semejanzas y diferencias entre realidades que a veces aparentan ser iguales. El indigenismo comparado puede traer muchas sorpresas sobre el papel que los pueblos indígenas han desempeñado en la formación de las nuevas naciones del continente. Mi foco actual son tres países cuyas poblaciones indígenas conforman nítidas minorías demográficas y políticas. Es lo que podemos llamar, de sur a norte, el ABC —abecé— indigenista: Argentina, Brasil y Colombia. Pero por una cuestión de conveniencia expositiva, ya que hablo desde Brasil, comienzo por él. Es un relato necesariamente resumido e incompleto.

 

EL INDIGENISMO BRASILERO

Si tuviéramos que escoger una única palabra para describir la relación de Brasil con sus indios, ésa sería ambivalencia. Desde su descubrimiento en 1500, la tendencia de ver a los indígenas como hijos nobles del paraíso o como innobles salvajes que deben ser civilizados se elevó hasta desembocar en una verdadera esquizofrenia en la política indigenista oficial. Por un lado, los legisladores, al menos en décadas pasadas, mostraron una sensibilidad razonable para proteger las diferencias culturales y étnicas representadas por los pueblos indígenas. Por otro lado, los ejecutores de las políticas indigenistas, ya se trate de funcionarios de la Fundación Nacional del Indio (FUNAI), gobernadores o ministros, se han distinguido por atentar contra la legislación proindígena, incluida la propia Constitución Federal de 1988.

Persiste el credo de la unidad nacional que toma a la nación como individuo colectivo —al gusto del Estado tutelar— y no como colectividad de individuos de inclinación liberal (Reis, 1988: 193-194). En diversas ocasiones, las autoridades brasileras se pronunciaron contra la presencia de indígenas en el territorio nacional, pues éstos representarían el atraso en un país que ansía ser aceptado en el selecto club de países del "primer mundo". Al declararse contrarios a la diversidad cultural interna del país, esos señores desnudan al Brasil por el ojo de la cerradura de la política indigenista. La cuestión indígena, como un potente reflector, expone las imperfecciones de la intimidad del ethos brasilero sin la generosidad de retoques. Si hay alguna sutileza en el modo tutelar en que el Estado trata a los ciudadanos en general, esa finura desaparece cuando los sujetos son los indígenas. Los indios son el prototipo del objeto de tutela por parte del Estado y de la nación (Ramos, 1998).

No obstante, Brasil sería inconcebible sin sus indios, no como colectividades concretas, sino como objetos del imaginario y de la manipulación nacional. Como una memoria involuntaria proustiana, la cuestión indígena tiene la potencia de extraer de la imagen autodeclarada del país aquello que no se piensa o que no se quiere admitir. Para usar una figura freudiana, es como si los indios representasen el id, el inconsciente más profundo de la nación, un componente a veces embarazoso pero necesario a su propia constitución. La fábula de las tres razas no es más que un intento de acomodar esa ambivalencia entre una ideología humanista y el ansia por la modernidad. En ese juego ideológico, los indios fueron convertidos en moneda de cambio del capital simbólico del país, desde emblemas de codicia extranjera hasta donadores de genes que, junto a negros y portugueses, produjeron ese ser único y privilegiado que es el brasilero.

La ambivalencia contamina todo y abre un gran flanco para la proliferación de posturas e imágenes casi siempre deletéreas para los indígenas. Vemos la invención de la nación y del indio en literatos, en decretos y leyes, en los proyectos de desarrollo, en las columnas periodísticas, en las románticas formulaciones ambientalistas y en tantas otras manifestaciones de repudio o elogio a las diferencias socioculturales. En esta Babel ideológica se percibe que es imposible extirpar al indígena de la autoconciencia del Brasil.

 

EL INDIGENISMO ARGENTINO

Siempre con Brasil como punto de partida y referencia, he investigado las ideologías y acciones indigenistas en Argentina y cómo han contribuido para formar a aquella nación (Ramos, 2009). Aunque la investigación esté en curso, algunos temas empiezan a surgir como indicadores importantes de las trayectorias políticas y científicas en ambos países y de la forma en que han afectado y continúan afectando directa o indirectamente a los pueblos indígenas. Uno de los puntos comunes entre Argentina y Brasil es el papel de la ideología positivista. No obstante, los presupuestos y consecuencias políticas difieren de manera considerable. En Argentina, el positivismo de vertiente inglesa prevaleció tanto en la política —por ejemplo, en la figura del general Roca, "el Conquistador del Desierto" (Briones y Delrio, 2009)—, como en la ciencia, aunque no haya sido unánime. Ya en Brasil, el positivismo comteano de origen francés fue el que asumió el liderazgo en la política y, en especial, en el indigenismo, mientras que el darwinismo social inspiró a científicos dedicados al estudio de la raza.

Otra constante está en los "mitos de origen" brasilero y argentino. Mientras Brasil incluye a los indígenas como formadores de nacionalidad, Argentina les niega perentoriamente a los pueblos originarios la participación en la formación de la argentinidad. Como dice el viejo chiste, al contrario de los peruanos que vinieron de los incas y de los mexicanos que vinieron de los aztecas, los argentinos dicen que vinieron de los barcos. Rechazan cualquier ascendencia indígena y afirman que el dibujo de su nación tiene únicamente trazo europeo. Aunque en sus años formativos el Estado argentino anhelara atraer inmigrantes del norte europeo, tuvo que contentarse con multitudes de italianos y españoles. Fueron ellos, más que los ingleses y los alemanes, quienes aparecieron en los barcos.

En el campo de la producción cultural, en especial en la literatura, Brasil tuvo en el movimiento indianista un grito de alabanza a las cualidades atribuidas a los indios, cantadas en autores como José de Alencar y Gonçalves Dias. Pero los indios del indianismo brasilero son las muchedumbres primigenias de un pasado que nunca existió. Viviendo en la misma época de esos indianistas brasileros, los argentinos Domingo Faustino Sarmiento, José Hernández y Lucio Mansilla, por ejemplo, trataron el problema indígena desde el punto de vista de la construcción de la nación, aunque en un registro diametralmente opuesto al brasileño. Sus indígenas eran sus contemporáneos, competían por recursos con la sociedad nacional y por ello les hicieron la guerra. Sin nostalgia por la inocencia perdida, lo que incomodaba a los formadores de la nación argentina eran los indios vivos, no los muertos. No se trataba de indios extintos que el tiempo transformó en héroes, sino de obstáculos para un progreso que parecía esperar con impaciencia que Argentina los eliminara para, finalmente, florecer. Ellos eran los "diferentes" y los "imposibles de asimilar". Desde Londres, un argentino lamentó: "no nos dejan hacer buenos negocios, los de aquí se impacientan" (Viñas, [1982] 2003: 59).

Para marcar la (in)significancia de los indios para el destino del naciente país, autores como Domingo Faustino Sarmiento atacaron el problema por los lados, por así decir. El blanco privilegiado de su tiro civilizador no era exactamente un indio, pero sí un caudillo interiorano de Cuyo que mostraba su fuerza política al comando de un ejército regional. Juan Facundo Quiroga emerge de las páginas de Sarmiento como un bandido desgreñado que rechaza la elegancia del frac —epítome de la civilidad europea— y comete actos atroces que, en manos de aliados, serían apenas prácticas inevitables de guerra:

Facundo es un tipo de la barbarie primitiva; no conoció sujeción de ningún género; su cólera era la de las fieras; la melena de sus renegridos y ensortijados cabellos caía sobre su frente y sus ojos en guedejas, como las serpientes de la cabeza de Medusa (Sarmiento, [1845] 2004: 123).

No siendo indio, se mimetiza en el salvaje:

trafica desde Córdoba con los indios; y últimamente se casa con la hija de un cacique, vive sanamente con ella, se mezcla en las guerras de las tribus salvajes, se habitúa a comer carne cruda y beber sangre en la degolladera de los caballos, hasta que en cuatro años se hace un salvaje hecho y derecho (Sarmiento, [1845] 2004: 206).

Actos imperdonables para el civilizador Sarmiento, para quien peor que nacer indio es hacerse indio habiendo nacido blanco. La civilización soñada por Sarmiento para Argentina era en todo la antípoda de la barbarie. De ella estaban excluidos indios, gauchos, ejércitos informales —las montoneras de Facundo—. Portavoz de ese poder civilizado, Sarmiento inauguró un proyecto cuyo desenlace no dejaba espacio al término medio: "o se someten o se los elimina; se convierten o se los suprime. El resto son suspiros de beatas". Con esa plataforma negativa más la propuesta positiva de difundir un sistema ejemplar de educación nacional, Sarmiento se eligió presidente de Argentina entre 1868 y 1874.

Sin embargo, la aspiración de eliminar la barbarie, neutralizando la actuación indígena, sólo comenzó a ser satisfecha de veras algunos años después. Casi al final del siglo XIX, la llamada Campaña del Desierto de 1879 dilaceró la vida indígena en la Pampa y en la Patagonia, seguida por las masacres que devastaron a los pueblos del Chaco. La vasta literatura sobre la "conquista del desierto" muestra que la acometida de 1879, liderada por el coronel Julio Argentino Roca, fue el último de una serie de ataques armados contra los indígenas, sólo en el siglo XIX. Fue un tiro de gracia anunciado hacía mucho tiempo y se convirtió en el arquetipo de la "solución final".

Las campañas bélicas mataron dos pájaros de un solo tiro: hicieron invisibles a los indígenas argentinos para la nación y para el mundo. Desde el punto de vista económico, el Estado convenció al país de que la solución era desocupar de indígenas las tierras fértiles para acelerar un plan de cría extensiva de ganado destinada a la bonanza del mercado internacional de carnes y derivados. Desde el punto de vista ideológico, demostró que destruir a los indios cumplía la profecía según la cual Argentina era una nación de blancos para blancos venidos de los barcos.

El grandioso diseño de la nación argentina siguió, paso a paso, un plan cuidadoso y bien definido: 1) eliminar a los indios; 2) poblar el interior con inmigrantes europeos; 3) blanquear el país, y 4) implantar un programa de educación universal. En rigor, apenas este último punto tuvo el éxito esperado: ni los indios fueron eliminados —hoy en día son más de un millón— ni se presentaron los esperados inmigrantes del norte europeo ni el país salió más blanqueado si fuéramos más allá de las estadísticas de los censos. Uno de los subproductos de las campañas antiindígenas, unidas al desatino de la Guerra del Paraguay (1865-1870), fue el alarmante crecimiento de la deuda pública, "que consumió casi la mitad del presupuesto en 1878-1879" (Fausto y Devoto, 2004), o sea, se vaciaron los campos y los cofres públicos en nombre de una hegemonía erguida a sangre y fuego, dejando tras de sí un rastro de míseras equivocaciones. La comparación del indigenismo se vuelve más rica a medida que adicionamos casos empíricos. Seleccioné a Colombia como el país que mejor ejemplifica un tercer término en la construcción del indigenismo y de la nación.

 

EL INDIGENISMO COLOMBIANO

En una cápsula, el politólogo Álvaro Tirado Mejía caracteriza a Colombia así:

Colombia ha sido un país muy metido en sí mismo, sin grandes movimientos de inmigración, con una economía mediana, cuando no pobre, si se lo compara con sus homólogos del continente pero, sobre todo, un país que se sale de los esquemas con que se mira a Latinoamérica desde el exterior. En efecto, Colombia brilla por la ausencia de dictadores; posee un sistema bipartidista, una tradición electoral y unos partidos políticos que se sitúan entre los más antiguos de Occidente, con instituciones propias de la democracia liberal, pero, al mismo tiempo, ha sufrido una tremenda violencia (Tirado, 1994: 9).

Fuente de orgullo para muchos colombianos, ese respeto por el sistema electoral que le ha ahorrado a Colombia golpes de Estado, tan comunes en los demás países sudamericanos, no garantiza la vigencia de un régimen democrático. La proverbial debilidad del Estado colombiano tiene como resultado la desastrosa proliferación de actos de violencia que dejan a los ciudadanos a merced del arbitrio de grupos regionales que se arrogan el derecho de usar la fuerza en beneficio propio. Dentro de los segmentos más sufrientes de Colombia están los pueblos indígenas, víctimas de masacres, persecuciones y expropiaciones. En este punto, Colombia se aproxima lamentablemente a sus vecinos del sur. Diversos autores colombianos o dedicados al estudio de Colombia son unánimes en apuntar un rasgo distintivo del ordenamiento nacional. Se trata de la inapetencia por la centralización del poder, la cual ha posibilitado la propagación de poderes regionales, e inclusive familiares, agudizando la debilidad del Estado y la instalación endémica, e incluso epidémica, de la violencia generalizada que ha afligido a la nación colombiana durante más de 70 años.

Un observador externo no puede dejar de hacer la pregunta que no calla: ¿por qué Colombia, en este aspecto, difiere tanto de sus vecinos sudamericanos? ¿Por qué allá poderosas fuerzas regionales, aparentemente sin un proyecto separatista, proliferan tan a gusto sin que el Estado central haya ejercido plenamente sus atribuciones weberianas, o sea, mantener el monopolio legítimo de la fuerza? ¿Por qué el Estado colombiano deja a sus ciudadanos a merced de la saña de grupos armados al servicio de intereses particulares? ¿Qué hay en la historia del país que pueda iluminar esa particularidad única en el continente? Considerando que Colombia tuvo el mismo sustrato de sus vecinos, primero colonial y después libertario en la figura de Simón Bolívar, la posible respuesta no estaría en el paso de colonia a país independiente. ¿Estará, entonces, en alguna peculiaridad de su colonización española o podrá ser trazada más atrás en el tiempo? ¿La actual fragmentación de poder tendrá algo que ver con la estructura política prehispánica que dominaba en especial los Andes colombianos y que estaba ausente o muy débil en Venezuela y en los otros países de la región? Frente a la ausencia de análisis que, hasta donde sé, silencian ese tema específico, me tomo la libertad de sugerir una interpretación, más como una provocación para nuevas investigaciones que propiamente como una afirmación temeraria. Como "hipótesis de trabajo", y corriendo el riesgo de crear una ficción antropológica más, propongo que el sustrato indígena en la forma de los famosos cacicazgos sea, si no el principal responsable, al menos un elemento importante en la formación de un país que ha sido visto como "Colombia: una nación a pesar de sí misma" (Bushnell, 1994); "país fragmentado, sociedad dividida" (Palacios y Safford, 2002), o como "el fracaso de una nación" (Múnera, [1998] 2008).

El registro arqueológico e histórico de la ocupación de Colombia, en especial en las regiones andina y caribeña, resalta la presencia de los llamados "cacicazgos", formaciones político-sociales organizadas en confederaciones independientes y en gran competencia entre sí (Langebaek, 1996, 2001; Langebaek y Cárdenas, 1996). También se sabe por la historiografía que los conquistadores españoles, a semejanza de lo que hicieron en los Andes bolivianos y peruanos, en una primera fase de la conquista depusieron a los grandes líderes y los sustituyeron sin alterar sustancialmente la estructura de poder vigente (Herrera, 2006 a y b, 2007, 2009). Mantuvieron la tendencia a la fragmentación regional. A pesar del robo de tierras y de la fuerza de trabajo indígena, persistió —al menos en los territorios de dominio chibcha— la organización en clanes matrilineales (Gamboa, 2010). Igual que en Argentina, la independencia y la constitución del nuevo Estado republicano pusieron en choque a aquellos en favor del centralismo de gobierno contra los adeptos al federalismo que buscaban mantener la autonomía regional. Pero, al contrario de Argentina, que optó por un Estado formal y sustantivamente centralista, Colombia quedó a la mitad del camino con un gobierno formalmente centralizado pero con un fuerte contrapeso regionalista.

Además de esto, la gran fuente de energía que ha alimentado las disputas regionales son algunos grupos familiares muy poderosos que, con sus fuerzas de seguridad particulares, provocaron el surgimiento de las facciones paramilitares que aún hoy aterrorizan al país. De los clanes muiscas de los tiempos prehispánicos a las familias poderosas de la actualidad colombiana parece haber una continuidad inédita en el paisaje político sudamericano. No me resisto a evocar a Lewis Henry Morgan cuando analiza el surgimiento de la sociedad civil en la Antigua Grecia. El Morgan historiador deja claro que ese proceso estuvo acompañado por largas y violentas luchas internas en las que "la sociedad se devoraba" (Morgan, 1963: 271). Su fascinante análisis histórico podría ser visto también como la búsqueda por las "formas elementales de la vida civil". La transformación de la sociedad griega, de un gran y articulado colectivo organizado con base en el parentesco a una sociedad civil compuesta de elementos muchas veces dispares, es descrita por Morgan en uno de los pasajes más ricos de Ancient Society ([1877] 1963). El parentesco como motor de la organización social es sustituido por el orden político hasta transformarse en un nuevo modelo de sociedad, la polis. El periodo de transición entre la sociedad gentílica —organizada alrededor de gentes o clanes— y la sociedad civil duró siglos y fue conturbado por la coexistencia y gran competencia entre las instituciones antiguas basadas en el parentesco y las nuevas basadas en el territorio, la propiedad privada y la ciudadanía. Un largo periodo repleto de situaciones altamente conflictivas.

Propongo la osadía de extender la imaginación sociológica de Morgan a la situación actual de Colombia, donde parentesco y Estado aún no han resuelto sus diferencias, donde poderosas familias oligárquicas continúan desafiando al orden estatal, llevando terror a la ciudadanía. Si esta interpretación tiene algún fundamento, en el caso de Colombia tenemos una de las mayores demostraciones de cuánto contribuyeron los indígenas para la formación de la nación, sean cuales fueran los ingredientes de esa construcción.

Hay otra característica del caso colombiano que cabe en el tema central del indigenismo comparado: la repulsión por el propagado salvajismo o barbarie. Diferente del caso argentino, la idea colombiana de barbarie fue construida de manera selectiva. Si, por un lado, el peso de la barbarie recayó sobre los pueblos amazónicos y caribeños —de las tierras calientes—, por otro lado, los habitantes de los Andes —de las tierras frías— recibieron el dudoso privilegio de representar a los indios legítimos de un pasado noble, admirable y, especialmente, dorado, con sus magníficos y relucientes adornos de oro, volviéndolos dignos de servir como ancestros de la nueva nación. Pero esto no quiere decir que los indígenas andinos hayan sido librados de las vicisitudes de la conquista y del colonialismo que diezmó a la América indígena, como muestra la abundancia de casos de abusos, ilustrados en la repetición de masacres que continúan hasta hoy en la región del Cauca (Jimeno, Castillo y Varela, 2010). Por tanto, no cuesta enfatizar que no me refiero al "indio" concreto sino a las imágenes que se hacen de él.

En flagrante contraste con la nobleza prístina concebida sobre los Andes, los indígenas de la región amazónica y del Caribe, así como los afrocolombianos, eran, y son, el epítome de la barbarie. Un ejemplo de esa dicotomía fue la reacción indiferente, si es que no de alivio, a la pérdida de Panamá en 1903, región entonces considerada como la metáfora del fracaso de un modelo de nación: "Por su geografía, por su composición racial y por el predominio de una cultura popular, el Istmo encajaba perfectamente en el estereotipo de las tierras incivilizadas y bárbaras" (Múnera, 2005: 116). En suma, la pérdida de aquel gran territorio fue compensada por el descarte de la barbarie que contenía, aliviando a Colombia de la carga de civilizarlo. A su vez, la Amazonia colombiana ha sido el escenario del inmenso sufrimiento para los pueblos indígenas, especialmente en la época del caucho. Todavía a mediados de la década de 1960, los indígenas de la Amazonia y la Orinoquía eran considerados como entes subhumanos, incluso ante los ojos de la ley, para la cual matar indios no era un crimen.

Como ocurrió en Brasil a partir de 1988, la Constitución promulgada en 1991 introdujo cambios sustanciales al indigenismo colombiano. Al declarar que el "Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana" (artículo 7), la nueva Constitución creó una serie de medidas que garantizan el derecho indígena a las tierras ancestrales, a sus usos y costumbres, delegando a los propios indígenas la responsabilidad de administrar sus territorios. Aun sin el amparo de la legislación ordinaria, esta última provisión ha sido objeto de críticas de varios órdenes.

Comparar la construcción de la nación colombiana con la brasilera y argentina inmediatamente revela algunas diferencias, de las cuales destaco tres: la doctrina del positivismo, la política de inmigración y el tributo de la arqueología. Al contrario de Brasil y Argentina, Colombia no sufrió la fuerte influencia del positivismo de inspiración francesa o inglesa, ni en el ámbito del gobierno ni en el de la intelectualidad. Aunque algunos pensadores de la nación se inspiraron en el ejemplo de Inglaterra, no fue el positivismo el que orientó la formación de la nación colombiana, sino la doctrina del laissez-faire, o sea, el liberalismo, o una "filosofía experimental" (Rúben Sierra, comunicación personal, 24 de abril, 2010). Esto significa que el Estado colombiano, para bien o para mal, abdicó de conducir una política indigenista coherente con su designio de "civilizar" al país. En gran medida, Colombia delegó a los misioneros el papel de tratar con los indios que enfrentaban la furia expansionista del sector privado en varios frentes. Así, mientras el positivismo argentino y el brasilero contribuyeron para la separación del Estado y la Iglesia, la filosofía benthamista de Colombia siguió la dirección opuesta, transfiriéndole a la Iglesia atribuciones que serían del Estado.

Mercedes Olivera y Luís Roberto Cardoso de Oliveira en el I Encuentro entre Antropólogos Mexicanos y Brasileños, 2011.

Otro fuerte contraste entre Colombia, de un lado, y Argentina y Brasil, del otro, fue el de la escasa inmigración hacia ese país. Algunos intentos débiles de gobiernos republicanos para atraer inmigrantes resultaron en un rotundo fracaso, lo cual acentuó el ya crónico aislamiento de Colombia en relación con el Viejo Mundo y hasta con sus vecinos del continente. Aunque existiera el anhelo de blanquear el país con la atracción del inmigrante ideal, las "políticas voluntaristas" que comandaron ese anhelo se derruyeron por falta de consistencia y de recursos materiales. Por tanto, no hubo una avalancha de inmigrantes desbravando el "desierto" para enriquecer al país, lo que sirvió como justificación para el exterminio y sumisión de los pueblos indígenas, como ocurrió en la mayor parte de Argentina y en el sur de Brasil. La frontera económica de la Colombia independiente se formó, y aún se forma, principalmente, por las fuerzas internas del propio país, como los sectores cafetero, minero y militar, y cocalero.

Por último, la arqueología ha moldeado el imaginario colombiano, como los sectores cafetero, minero, militar y cocalero, en relación con los pueblos indígenas y ha creado contrastes exacerbados entre las grandes realizaciones del pasado y la indigencia del presente. También aquí, Colombia contrasta con los otros dos países, ya que esa actividad no ha generado consecuencias sociales o políticas perceptibles ni en Brasil ni en Argentina. Me refiero a la arqueología no como una disciplina académica, sino como un recurso ideológico que contribuye a marcar diferencias sociales. La arqueología como elemento ideológico separa el pasado admirable, traducido, por ejemplo, en las espectaculares esculturas de San Agustín, del presente miserable de los pueblos indígenas paupérrimos y marginalizados. Como afirma el arqueólogo Cristóbal Gnecco: "la negación de continuidad cultural resultó muy útil para deslegitimar las reivindicaciones territoriales de las sociedades indígenas contemporáneas" (Gnecco, 2000: 40). "Los sujetos arqueológicos", dice Gnecco, "no cambian, desaparecen" (Gnecco, 2000: 37). De este modo, se atribuye la civilización a los indígenas del pasado monumental y la barbarie a sus actuales descendientes. De estos últimos se espera apenas que se civilicen y dejen de demandar derechos étnicos.

En flagrante contraste con el glamour atávico de las montañas o del Caribe, la región amazónica fue elegida por el propio Estado como "el lugar propicio para los condenados, mediante la creación de Colonias Penales y centros de confinamiento" (Gómez, 2000: 93). Esa marginalidad política y social ha contribuido a perpetuar la marginalización de los pueblos indígenas de la Amazonia colombiana. La caracterización que hace Augusto Gómez expone la fuerza del imaginario colombiano sobre la Amazonia:

la satanización [de la Amazonia] se ha venido construyendo de dicho espacio y de sus habitantes, hasta convertirla en el "infierno", en el "lugar de los condenados". La difusión de imágenes como, por ejemplo, la del salvajismo y canibalismo de sus pobladores aborígenes [...] ha sido desde siglos atrás parte de esa construcción de la región, con sus efectos desastrosos... peor aún, si se observa que muchas de esas imágenes negativas [...] persisten hoy en la sociedad colombiana (Gómez, 2000: 93).

En última instancia, apenas los indios del pasado glamoroso, como los muiscas (Gómez Londoño, 2005; Gamboa, 2008; Langebaek, 1996) y los taironas (Langebaek, 2007), merecen consideración. Indio vivo, ya sea de la montaña, del Caribe o de la Amazonia, es indio perdido si no se somete a los dictámenes de una civilización que continúa ciega a su propia incapacidad de servir de ejemplo para alguien.

 

CONCLUYENDO

Al estudiar el indigenismo como una ideología sobre las diferencias culturales, espero poder invadir al Estado-nación en sus espacios más íntimos y ocultos. Es como si la cuestión indígena fuera una neurosis virtualmente incurable que, en general, de un modo u otro, aflige a los países americanos. ¿Hasta qué punto, al revolver en ese subconsciente nacional, es posible desvendar algo nuevo? Puedo decir que, en el caso del Brasil, ir al fondo de los discursos indigenistas y de las imágenes creadas sobre los indios ha hecho emerger, por ejemplo, una característica de la brasilidad poco o nada reconocida. Me refiero a la ambigüedad como un rasgo que subraya a Brasil. Mi desafío es usar el indigenismo para traer a la superficie el lado encubierto del país que no queda totalmente expuesto en los análisis sociológicos o políticos.

En relación con Argentina, hay un claro renacimiento de la indianidad después de siglos de negación de la existencia de los indios y de la carga negativa que pesa sobre la figura de los "cabecitas negras" en los medios urbanos. Esta nueva coyuntura trae, necesariamente, consecuencias importantes y hasta imprevisibles. Cuando, en 1994, con la reforma de la Constitución nacional, los legisladores argentinos reconocieron por primera vez la presencia de los indios en el territorio nacional, desmintieron a los notables más importantes de la historia republicana del país y dieron un mensaje a la población: Argentina, advirtieron ellos, no es solamente un país de blancos y, aunque exista un anhelo de blanqueamiento por quien no es blanco, no es con homogeneidad étnica que se hace una verdadera nación.

En Colombia, el lugar de los indígenas es el de una minoría dominada. Aun en esa situación, es sorprendente constatar la visible vanguardia política de los pueblos indígenas respecto de las iniciativas de repudio y combate a la violencia generalizada. Como muchos segmentos de la sociedad rural de Colombia, los indígenas, tanto los de los Andes como los de la Amazonia y de la región caribeña, han sido perseguidos, torturados y asesinados por los varios brazos armados que asolan el país, desde grupos paramilitares y revolucionarios hasta el propio ejército nacional. La masa de mutilados y desposeídos dejada en la estera de las agresiones externas por parte de esos grupos beligerantes generó una nueva categoría política en la estela de las agresiones: las víctimas. De desvalidas a políticamente activas, esas víctimas a duras penas se han movilizado para hacer públicas sus pérdidas y las condiciones en que ocurrieron, transformando la impotencia individual en potencia colectiva. Al frente de esas movilizaciones están los grupos indígenas organizados, contando con la adhesión de los demás segmentos del país (Jimeno, Castillo y Varela, 2010). Ese protagonismo indígena en Colombia no sucede por casualidad. En aquel país hay innumerables líderes y pensadores de diversas etnias que, en el pasado y en el presente, se han destacado por su actuación política e intelectual. El resultado es una visibilidad en el ascenso de figuras preeminentes en el campo de las relaciones interétnicas en Colombia.

No está demás enfatizar que el estudio del indigenismo como vía para entender el ethos de una nación americana es como una puerta que se abre a las regiones más íntimas y recónditas de un país. El indigenismo tiene el potencial de revelar lo no dicho de una nacionalidad, o sea, aquellos espacios muchas veces implícitos que no se quiere o no se puede explicitar. En última instancia, el valor heurístico de la comparación es el de permitir un conocimiento más profundo de nuestra propia realidad, reflejada en el espejo que son los otros. La comparación también ayuda a minimizar la tendencia de nuestros países a un provincianismo etnográfico en el que los estudiosos se ocupan con demasiada exclusividad en examinar su propio contexto nacional. Que este Encuentro me desmienta.

Muito obrigada!

 

Bibliografía

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A 20 AÑOS. DIÁLOGO CON GUILLERMO BONFIL

 

Información sobre los autores (as)

Virginia García Acosta es licenciada y maestra en antropología social por la Universidad Iberoamericana. Es doctora en Historia de México por la Universidad Nacional Autónoma de México. Desde 1974 es investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS). Es miembro de la Academia Mexicana de Ciencias y, desde 1987, del Sistema Nacional de Investigadores, nivel III. Sus proyectos de investigación actuales son "Los huracanes en la historia de México. Memoria y catálogo", CIESAS-Universidad de Colima; "Red sobre riesgo y vulnerabilidad: estrategias sociales de prevención y adaptación", CIESAS-Instituto Politécnico Nacional-Universidad de Hull-Universidad de Helsinki-Universidad de Wageningen-Politécnico de Milán. Ha publicado 20 libros, el último en 2008 bajo el título de Historia y desastres en América Latina (CIESAS la red, México). Desde mayo de 2004 es directora general del CIESAS, cargo que ocupará hasta mayo de 2014.

Luís Roberto Cardoso de Oliveira es profesor titular de la Universidad de Brasilia e investigador 1B del Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico de Brasil. Es doctor en antropología por la Universidad de Harvard y fue presidente de la Asociación Brasileña de Antropología de 2006 a 2008. Ha sido investigador visitante en la Universidad de Montreal, Canadá, y en la Casa de Ciencias del Hombre en Francia. Fue profesor invitado en la Universidad Diderot, París 7, en enero y febrero de 2012. Coordina el Instituto de Estudios Comparados en Administración Institucional de Conflictos (INCT-InEAC) con sede en la Universidad Federal Fluminense y es coeditor de la revista Anuário Antropológico. Cuenta con experiencia de investigación en Brasil, Estados Unidos, Canadá y Francia sobre temas de derechos, ciudadanía, democracia, políticas de reconocimiento y conflicto. Ha publicado tres libros y decenas de artículos en Brasil y en el exterior.

Alcida Rita Ramos es profesora de antropología en la Universidad de Brasilia e investigadora titular del Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico de Brasil. Ha realizado una investigación profunda sobre los yanomami en Brasil. Actualmente trabaja con los temas de indigenismo y nación, por medio de la comparación de Brasil con otros países de América del Sur. Ha escrito numerosos artículos y es autora de Sanumá Memories: Yanomami Ethnography in Times of Crisis (University of Wisconsin Press, 1995) e Indigenism: Ethnic Politics in Brazil (University of Wisconsin Press, 1998).

Mercedes Olivera Bustamante es feminista, profesora-investigadora del Centro de Estudios Superiores de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (Unicach) y es asesora general del Centro de Derechos de la Mujer de Chiapas. Es doctora en antropología por la Universidad Nacional Autónoma de México y doctora honoris causa por la Unicach. En sus actividades pedagógicas y académicas ha dado énfasis a la investigación participativa con mujeres indígenas de Chiapas y Centroamérica. Entre sus últimas publicaciones se encuentran La violencia feminicida en Chiapas (2005), Las mujeres marginadas de los Altos (2011) y Marginación y exclusión de las mujeres del norte chiapaneco (2012) publicados por Unicach y el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. Ha escrito numerosos artículos para revistas especializadas nacionales y extranjeras. Además de ser docente del posgrado en ciencias sociales y humanísticas del Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica, en los años recientes ha sido docente invitada por la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco y la Universidad Nacional de El Salvador.

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