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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.33 Ciudad de México may./ago. 2010

 

Saberes y Razones

 

¿Una etnología de los indios misturados? Identidades étnicas y territorialización en el Nordeste de Brasil*, **

 

¿A misturado Indians Ethnology? Ethnic Identities and Territorialization in Northeast Brazil

 

João Pacheco de Oliveira

 

Programa de Posgrado en Antropología Social, Museo Nacional, Río de Janeiro, Brasil jpo.antropologia@gmail.com

 

Recepción: 9 de marzo de 2009
Aceptación: 23 de julio de 2009

 

Resumen

Los pueblos indígenas del Nordeste de Brasil nos ponen delante de una aparente paradoja: el surgimiento reciente (dos décadas) y continuo de colectividades que se piensan como originarias. Para intentar comprender esto, procuro indicar cómo, en concreto, se interrelacionan los modelos cognitivos y las demandas políticas. Basándome en las etnografías más actuales, procuro proveer una clave interpretativa para los hechos de la llamada "emergencia" de nuevas identidades étnicas. La imagen figurativa que utilizo —el viaje de vuelta— apunta hacia dos dimensiones constitutivas de la identidad étnica. La etnicidad supone necesariamente una trayectoria (que es histórica y determinada por múltiples factores) y un origen (que es una experiencia primaria, individual, pero que también se traduce en saberes y narrativas a los cuales se acopla).

Palabras clave: etnogénesis, emergencias étnicas, identidades étnicas, indios misturados, indígenas de Brasil.

 

Abstract

Northeastern indigenous peoples of Brazil face us with a seeming paradox: the continuous and recent (two decades) emergence of colectivities thought of as originary. In order to understand this paradox, I intend to show how cognitive models and politic demands are related. Based on the most actual ethnographies, I intend to provide an interpretative key for the facts of the so–called "emergence" of new ethnic identities.The figurative image that I use —the journey of return— points towards two constitutive dimensions of ethnic identity. Ethnicity necessarily assumes a trajectory (that is historical and determined by multiple factors), and an origin (an initial experience, individual, but that also is traduced into knowledge and narratives to which it couples itself).

Keywords: ethnogenesis, ethnic emergences, ethnic identities, misturado indians, indians of Brazil.

 

Los pueblos indígenas del Nordeste brasileño, hasta hace unas pocas décadas, no fueron objeto de especial atención por parte de los etnólogos. En las bibliotecas y en el mercado editorial eran raros los trabajos especializados disponibles. A pesar de la gran expansión en los últimos años del sistema de posgrado en Brasil, aún en el inicio de la década de 1990, se contaba con pocas investigaciones monográficas sobre este asunto. Todo llevaba a creer que se trataba, en definitiva, de un objeto de interés residual, a contracorriente de las problemáticas destacadas por los americanistas europeos y ajeno por completo a los grandes debates de la antropología. Se entendía como una etnología menor.

En la década de 1950, la relación de los pueblos indígenas del Nordeste incluía diez etnias; cuarenta años después, en 1994, la lista llegaba a 23; el actual movimiento indígena menciona a más de sesenta. Si recordamos la conceptualización de los pueblos indígenas en las Américas como "pueblos únicos" (Bonfil, 1995: 10) o la descripción de los derechos indígenas como "originarios" (Carneiro da Cunha, 1987), estamos frente a una contradicción en términos absolutos: el surgimiento reciente (¡dos décadas!) de pueblos que son pensados y se piensan como originarios1. ¿Cómo podemos explicar esta paradoja? Sin duda, las lagunas etnográficas y los silencios de la historiografía constituyen fuentes generadoras de este enigma, pero no resuelven el problema, por lo que es necesario discutir los modelos analíticos utilizados y contribuir así al desarrollo de las teorías sobre la etnicidad.

Mi intención aquí es reflexionar sobre dicha paradoja. Para eso, mi exposición seguirá tres movimientos. En el primero, procuraré mostrar cómo ocurrió la formación del objeto de investigación y reflexión llamado "indios del Nordeste"2, partiendo tanto de cánones científicos nacionales e internacionales como de las instituciones locales, para presentar la manera en que se interrelacionaron modelos cognitivos y demandas políticas. En un segundo movimiento, discutiré distintos conceptos sobre el análisis de la etnicidad y, basándome en las etnografías más actuales, buscaré proveer una clave para interpretar los hechos en torno a la llamada "emergencia" de nuevas identidades. Finalmente, reflexionaré sobre las perspectivas para el estudio de las poblaciones vistas como de poca distinción cultural (o sea, culturalmente misturadas).

 

UNA ETNOLOGÍA DE LAS PÉRDIDAS Y DE LAS AUSENCIAS

En su trabajo de clasificación de las áreas culturales indígenas existentes en el país, Eduardo Galvão (1978 [1957]: 225–226) manifestaba dudas de si la última de ellas —la XI, llamada "Nordeste"— poseía efectivamente unidad y consistencia como las demás. El autor destacaba los efectos de la aculturación y su diagnóstico sobre las 10 etnias de esa área cultural fue el siguiente: "La mayor parte vive integrada al medio regional, y se registra una considerable mezcla y pérdida de los elementos tradicionales, inclusive la lengua". Al mencionar a los Pataxó, el autor agregó (sin comillas) el adjetivo "mestizados". Es importante recordar que el artículo de Galvão —por su carácter introductorio y clasificatorio— constituye uno de los textos más consultados no sólo por estudiantes de antropología sino también por museólogos, bibliotecarios, educadores y comunicadores sociales en general.

Para el público más especializado, el escenario no es diferente. En el Handbook of South American Indians, obra de referencia capital para los estudios etnológicos, los pueblos indígenas del Nordeste fueron analizados en pequeños artículos (casi glosarios) escritos por Robert Lowie (1946) y Alfred Métraux (1946), y algunos en colaboración con Curt Nimuendaju (Métraux y Nimuendaju, 1946). En estos textos los autores utilizaron fuentes históricas y, sobre todo, relatos de cronistas del quinientos o seiscientos, o de naturalistas viajeros de los siglos XVIII y XIX. O sea, estos pueblos y culturas eran descritos, apenas, por lo que fueron (o por lo que se supone que fueron) siglos atrás, pero no se sabía nada (o muy poco) sobre lo que eran en la época. Hecho que, por supuesto, poca contribución traería a la etnología en tanto estudio comparativo de las culturas.

En una famosa metáfora, Lévi–Strauss nos dice que "El antropólogo es un astrónomo de las ciencias sociales: está encargado de descubrir un sentido para configuraciones muy diferentes, por su orden de grandeza y distancia, de aquellas que están inmediatamente próximas al observador" (1967: 422, énfasis en el original). No se trata de una asociación accidental o poco representativa de su obra, sino de una enseñanza conectada con presupuestos fundamentales del "método etnológico" diseñado por él3. La relevancia del autor para los estudios americanistas no puede ser medida sólo por las innumerables citas o referencias explícitas en artículos y monografías. Lévi–Strauss propone una imagen simple y sugestiva compartida por muchos etnólogos que estudian las poblaciones autóctonas sudamericanas (inclusive los no vinculados directamente a ese enfoque teórico).

La metáfora de la astronomía es, sin embargo, enteramente inaplicable en el estudio de las culturas autóctonas del Nordeste y, como máximo, podría ayudar a entender las razones de su escaso interés para los etnólogos. Si la distinción cultural posibilita el distanciamiento y la objetividad instaurando la no contemporaneidad entre el nativo y el etnólogo, ¿cómo es posible proceder con las culturas indígenas del Nordeste que no se presentan como entidades discontinuas y discretas? La imagen del astrónomo escudriñando los cielos nos recuerda al viajero/etnógrafo del cual nos habló hace un siglo y medio Joseph–Marie Degérando, cuyos viajes en el espacio correspondían también a enormes desfases en el tiempo, pues exploraba el pasado y transitaba por diferentes eras (véase Stocking Jr., 1982; Fabian, 1983)4.

Para poner en práctica el método etnológico tal como lo define Lévi–Strauss, deberíamos suponer también que el momento privilegiado de observación de aquellas culturas sería el posterior a los primeros contactos de los indígenas con los portugueses, esto es, en las etapas iniciales de la colonización, durante los siglos XVI y XVII. Traspasados esos marcos, dichas culturas quedarían sobre–expuestas al campo magnético de occidente, con lo cual se verificaría una interferencia cada vez más fuerte de éste en los registros y, en consecuencia, en las hipótesis avanzadas. El rendimiento de esas culturas para la etnografía y la etnología sería siempre inferior al estudio de otras situadas en una zona de observación más favorable.

Si las dos mayores vertientes de los estudios etnológicos de las poblaciones autóctonas de América del sur —el evolucionismo cultural norteamericano y el estructuralismo francés— parecen confluir en una confirmación negativa sobre las perspectivas de una etnología de los pueblos y culturas indígenas del Nordeste, lo mismo ocurre con el indigenismo. En un texto de gran difusión, Darcy Ribeiro fue incluso más incisivo. Haciendo uso de Imagenes fuertes, hablaba de "residuos de la población indígena del Nordeste", de "magotes (bandas o pequeños grupos) de indios desajustados", vistos en las islas y barrancos de san Francisco (Ribeiro, 1970: 56). Recordaba con tristeza que incluso "los símbolos de su origen indígena habían sido adoptados en el proceso de aculturación" (Ribeiro, 1970: 53), lo cual ejemplificó con los potiguara, quienes utilizaban en sus danzas instrumentos africanos —zambé y puita— "afirmando ser típicamente tribales" (Ribeiro, 1970: 53). En su descripción similar de los xucuru, el autor observa que están altamente mestizados con la población sertaneja5 local, y que han perdido "el idioma y todas las prácticas tribales, excepto el culto del Juazeiro sagrado, si es que esta ceremonia fue originalmente suya" (Ribeiro, 1970).

Al resquemor se une la sospecha, y enseguida el descrédito, inclusive en tanto que posibles sujetos históricos: "por todos los sertões del Nordeste, a lo largo de los caminos de las manadas de bueyes, toda la tierra ya está poseída pacíficamente por la sociedad nacional; y los remanentes tribales que todavía resisten al avasallamiento sólo tienen sentido como acontecimientos locales, imponderables" (Ribeiro, 1970). El patrón habitual de la acción indigenista se daba en situaciones de frontera en expansión con pueblos indígenas que mantenían extensos espacios territoriales bajo su control (o, a la inversa, que amenazaban el control de los espacios pretendidos por los blancos) y que poseían una cultura evidentemente distinta de aquella de los no indios. Establecer la tutela sobre "los indios" era ejercer una función de mediación intercultural y política, disciplinadora y necesaria para la convivencia entre los dos lados, a partir de la pacificación de la región como un todo, la regularización mínima del mercado de tierras y la creación de condiciones para el denominado desarrollo económico (véase Pacheco de Oliveira, 1983 y 1988; Lima, 1995, para profundizar sobre este punto). En el Nordeste, sin embargo, un área de colonización antigua, con las formas económicas y la red territorial definidas hace más de dos siglos, donde los indígenas, por supuesto, ya carecían de un fuerte contraste cultural, la agencia indigenista actuaba apenas de manera esporádica6.

Tampoco en las universidades de la región la etnología indígena tenía el mismo poder de atracción que las investigaciones sobre las religiones afrobrasileñas, la arqueología o el folclor. Las incursiones de los catedráticos abordaban la temática indígena exclusivamente desde los ejes del pasado7. Esto se reflejaba con más claridad en los museos, donde las culturas indígenas eran representadas por medio de piezas arqueológicas y de las relaciones históricas de las poblaciones que vivieron en el Nordeste, o por colecciones etnográficas traídas de poblaciones actuales de los xingu o de la Amazonia. En suma, los indios del Nordeste no tenían más importancia en tanto que objeto de acción política (indigenista) ni permitían visualizar perspectivas nuevas para los estudios etnológicos.

 

LA CONSTRUCCIÓN DEL OBJETO

INDIOS DEL NORDESTE

Es a partir de hechos de naturaleza política —demandas en relación con la tierra y la asistencia formuladas por los indígenas a la agencia tutelar (Fundación Nacional del Indio, Funai)— que los actuales pueblos indígenas del Nordeste han sido considerados como objeto de atención por los antropólogos adscritos a las universidades de la región8. Organizados y movilizados a partir de la creación de la Asociación Nacional de Acción Indigenista (ANAI) y del Programa de Investigaciones sobre Pueblos Indígenas del Nordeste Brasileño (PINEB) (véase Agostinho, 1995), los antropólogos han producido artículos, informes y peritajes que amplían el conocimiento empírico de las condiciones de existencia de la población indígena del estado (véase Carvalho, 1984; Agostinho, 1988), con lo cual generaron datos y argumentos que fortalecieron las demandas indígenas9.

La expresión indios misturados —encontrada con frecuencia en los informes de presidentes de provincia del siglo XIX y en otros documentos oficiales10— merece, a mi ver, una atención especial, pues permite explicitar valores, estrategias de acción y expectativas de los múltiples actores presentes en esa situación interétnica. Comprender la mistura como una fabricación ideológica y forzada debe combinarse con la necesidad de crear instrumentos teóricos para el estudio de ese fenómeno.

En un artículo comparo los pueblos indígenas de la región del Nordeste con los de la Amazonia en términos de los territorios que ocupan o reivindican (Pacheco de Oliveira, 1994). Dadas las características y la cronología de la expansión de las fronteras en la Amazonia, los pueblos indígenas detentan una parte significativa de sus territorios y nichos ecológicos, mientras que en el Nordeste tales áreas fueron incorporadas por los flujos colonizadores anteriores, y sus posesiones actuales no difieren mucho de las del patrón campesino y han quedado intercaladas con la población regional11. Si en la Amazonia la amenaza más grave es la invasión de los territorios indígenas y la degradación de sus recursos ambientales, en el caso del Nordeste el desafío al que se enfrenta la acción indigenista es el de restablecer los territorios indígenas; para ello debe conseguir la retirada de los no indios de las áreas indígenas y desnaturalizar la mistura como la única vía de supervivencia y ciudadanía.

Es por eso que el hecho social que en los últimos 20 años se ha venido imponiendo entre los indígenas en el Nordeste es el denominado proceso de etnogénesis, que abarca tanto la emergencia de nuevas identidades como la reinvención de las etnias ya reconocidas. Como apunté en aquella ocasión (Pacheco de Oliveira, 1994), la "etnología de las pérdidas" dejó de tener un apelativo descriptivo o interpretativo. Desde el punto de vista teórico, el interés pasó a ser el debate sobre la problemática de las emergencias étnicas y de la reconstrucción cultural. A partir de esas preocupaciones teóricas se constituyó, a inicios de la década de 1990, un significativo conjunto de conocimientos sobre los pueblos y las culturas indígenas del Nordeste, anclados en la bibliografía europea y estadounidense sobre etnicidad, antropología política e historia, así como en los estudios brasileños sobre contacto interétnico12.

Apoyándome en esa significativa acumulación de datos etnográficos y en las interpretaciones ahí vertidas13 me parece posible y necesario intentar una reflexión más sistemática y elaborada sobre el lugar y la contribución que pueden aportar esos estudios a la etnología indígena. Es lo que intentaré hacer a continuación.

 

SITUACIÓN COLONIAL Y TERRITORIALIZACIÓN

Cabe recordar que la noción de territorio no es de ninguna manera nueva en la antropología. Fue utilizada por Morgan (1973) como criterio para distinguir las formas de gobierno (societas y civitas, basadas respectivamente en los grupos de parentesco o en el territorio y en la propiedad) y retomada con la misma función por Fortes y Evans–Pritchard (1975) en la clasificación de los sistemas políticos africanos. En un artículo posterior, Bohanan (1975) reúne una gran cantidad de ejemplos en los que los principios ordenadores de una sociedad están localizados en un punto específico de la estructura social —el sistema de linaje, las clases de edad, la organización militar, el sistema ritual, las formaciones religiosas— sin que las acciones sociales posean una conexión más significativa con alguna base territorial fija. Otras sociedades tienden a constituir formaciones estatales y consideran el territorio como un factor regulador de las relaciones entre sus miembros.

Si es posible señalar muchos factores (internos y externos) para explicar el pasaje de una sociedad segmentaria a una centralizada, el elemento más repetitivo y constante responsable de tal transformación es su incorporación a una situación colonial, donde queda sujeta, por lo tanto, a un aparato político–administrativo que integra y representa un estado (sea políticamente soberano o solamente con un status colonial). Lo que importa retener de esta discusión (que en otro trabajo —Pacheco de Oliveira, 1993— procuré explorar más sistemáticamente) es que es un hecho histórico —la presencia colonial— el que instaura una nueva relación de la sociedad con el territorio, provocando transformaciones muy rápidas en múltiples niveles de su existencia sociocultural.

La noción de territorialización aparece, precisamente, para destacar la extensión y la radicalidad de tal cambio —el cual Henry Maine (1972 [1861]), en un lenguaje claramente evolucionista y sin referirse al marco colonial, celebraba como "la revolución más radical ocurrida en el dominio de la política"—. Como he argumentado, la "atribución a una sociedad de base territorial fija se constituye en un punto clave para la aprehensión de los cambios que pasan por ella, lo cual afecta profundamente el funcionamiento de sus instituciones y la significación de sus manifestaciones culturales" (Pacheco de Oliveira, 1993). En ese sentido, la noción de territorialización es definida como un proceso de reorganización social que implica: 1) la creación de una nueva unidad sociocultural mediante el establecimiento de una identidad étnica diferenciadora; 2) la constitución de mecanismos políticos especializados; 3) la redefinición del control social sobre los recursos ambientales; 4) la reelaboración de la cultura y de la relación con el pasado.

Tal formulación pretende sumar un elemento nuevo al clásico análisis de Barth (1969) sobre los grupos étnicos y sus fronteras. Alejándose de las posturas culturalistas, Barth definía a un grupo étnico como un tipo de organización en el cual una sociedad hacía uso de diferencias culturales para fabricar y refabricar su individualidad frente a otras, con las que convivía en un proceso de interacción social permanente. Desde el punto de vista heurístico, sería un equívoco pretender recurrir a una condición de aislamiento (localizada en el pasado) para explicar los elementos definitorios de un grupo étnico cuyos límites (boundaries) serían construidos —y siempre situacionalmente— por los propios miembros de aquella sociedad. Lo anterior lo lleva a proponer el traslado del foco de atención en las culturas (en tanto que elementos aislados) hacia los procesos identitarios que deben ser estudiados en contextos precisos y percibidos también como actos políticos. Así, de manera implícita, recupera la definición weberiana de "comunidades étnicas" (véase Weber, 1983).

La elaboración teórica de Barth va encaminada, justamente, hacia ese punto, pero la interrumpe con un giro hacia la investigación empírica. Cuando la retoma, años más tarde (Barth, 1984, 1988), el prisma adoptado ya es diferente. Creo, sin embargo, que es importante reflexionar más detenidamente sobre el contacto intersocietario en el cual se constituyen los grupos étnicos. No se trata de manera alguna de un contexto abstracto y genérico que pueda absorber a todas las sociedades y sus diferentes formas de gobierno, sino de una interacción que es procesada dentro de un marco político preciso, cuyos parámetros están dados por el Estado–nación14. Para darle más actualidad histórica a tal contexto cabría observar también que existen reglamentaciones internacionales que cada día adquieren más fuerza y que instituyen nuevos dinamismos en la relación grupo étnico/Estado–nación.

La dimensión estratégica para pensar la incorporación de las poblaciones étnicamente diferenciadas dentro de un Estado–nación es, a mi modo de ver, la territorial. Desde la perspectiva de las organizaciones estatales —de las cuales los reinos serían la primera modalidad conocida—, administrar es realizar la gestión del territorio, es dividir su población en unidades geográficas menores y jerárquicamente relacionadas (véase Revel, 1990), definir límites y demarcar fronteras (Bourdieu, 1980).

Familia de botocudos en marcha, 1834 (Imagen)

La noción de territorialización cumple la misma función heurística que la de situación colonial —trabajada por Balandier (1951), reelaborada por Cardoso de Oliveira (1964), por los africanistas franceses y más recientemente por Stocking Jr. (1991)—, de la cual proviene en términos teóricos. Es una intervención de la esfera política que asocia —de forma prescriptiva e innegable— un conjunto de individuos y grupos a límites geográficos bien determinados. Es ese acto político, conformador de objetos étnicos por medio de mecanismos arbitrarios y de arbitraje15, el que propongo tomar como hilo conductor de la investigación antropológica.

Lo que denomino proceso de territorialización es, precisamente, el movimiento por el cual un objeto político–administrativo —en las colonias francesas equivaldría a "etnia", en la América española a "reducciones" y "resguardos", en Brasil a "comunidades indígenas"— se transforma en una colectividad organizada a partir de la formulación de una identidad propia, la institución de mecanismos de toma de decisión y de representación, y la reestructuración de sus formas culturales (inclusive las que los relacionan con el medio ambiente y con el universo religioso)16. Y aquí vuelvo a Barth, pero sin restringirme a la dimensión identitaria, para destacar la distinción y la individualización como vectores de organización social. Las afinidades culturales o lingüísticas, así como los vínculos afectivos e históricos que pudieran existir entre los miembros de esa unidad político–administrativa (que al inicio quizás sean vistos como arbitrarios y circunstanciales), serán retrabajados por los propios sujetos en un contexto histórico determinado y contrastados con características atribuidas a los miembros de otras unidades, lo cual genera un proceso de reorganización sociocultural de amplias proporciones.

¿Qué les sucedió a los pueblos y a las culturas indígenas del Nordeste? Los pueblos indígenas que hoy habitan esta región provienen de culturas autóctonas que fueron involucradas en dos procesos de territorialización con características muy distintas: uno, acontecido en la segunda mitad del siglo XVII y en las primeras décadas del siglo XVIII, asociado a las misiones religiosas; el otro, ocurrido en este siglo y articulado a la agencia indigenista oficial17.

Durante el primer movimiento, algunas familias nativas de diferentes lenguas y culturas fueron atraídas hacia las aldeas misioneras (lugar de reunión de diferentes etnias promovida por agentes religiosos entre los siglos XVI y XIX, con la finalidad de convertirlos a la fe católica) y después sedentarizadas y catequizadas. De ese contingente proceden las actuales denominaciones indígenas del Nordeste, colectividades que permanecerán en las aldeas bajo el control de los misioneros y alejadas de los demás colonos y de los principales emprendimientos (como las plantaciones de caña de azúcar, las haciendas de ganado y las ciudades del litoral). En este sentido, la relación con las aldeas misioneras (véase Dantas, Sampaio y Carvalho, 1992: 445–446) puede ser leída como un complejo árbol genealógico que contiene cadenas sucesorias y demandas territoriales.

Las misiones religiosas fueron instrumentos importantes de la política colonial, emprendimientos de expansión territorial y de las finanzas de la Corona, localizadas principalmente en el sertão de san Francisco. Con su implantación incorporaban un contingente de "indios mansos" al Estado colonial portugués, el cual era producto de una primera mistura. Debemos subrayar que el modo de territorialización vivido en ese momento por la población autóctona es radicalmente diferente del generado por la política indigenista del siglo XX que, en términos de proposición, pretende interrumpir el proceso de asimilación compulsiva, asignando el progreso material de la región como una tarea para los no indígenas. En el caso de las misiones, que eran unidades básicas de ocupación territorial y de producción económica, hubo una intención inicial explícita de promover una adaptación entre diferentes culturas: homogeneizarlas por medio del proceso de catequesis y de la disciplina del trabajo. La mistura y la articulación con el mercado fueron factores constitutivos de esa situación interétnica.

Si las misiones —en tanto producto de políticas estatales— conjugaban aspectos que podemos llamar asimilacionistas y preservacionistas, su sucedáneo histórico —el "directorio de indios"— se inclinó de manera decisiva hacia la primera dirección, estimulando los casamientos interétnicos y el asentamiento de colonos blancos dentro de los límites de las antiguas aldeas. Esta segunda mistura no tuvo efectos devastadores debido al carácter extensivo y diluido de la presencia humana en las haciendas de ganado, único emprendimiento que tuvo un éxito relativo en la región. Sin la existencia de flujos migratorios significativos hacia el sertão, las antiguas tierras de las aldeas permanecieron bajo el control de una población de descendientes de los indios de las misiones, que las mantenía bajo un régimen de posesión común, al mismo tiempo que se identificaba colectivamente mediante referencias a las misiones originales, a santos patronos, a accidentes geográficos o a tradiciones anteriores.

Pero la política asimilacionista se recrudeció, como consecuencia de cambios demográficos y económicos. Con la Ley de Tierras de 1850 se inició en todo el imperio un movimiento de regularización de las propiedades rurales. Las familias provenientes de las grandes propiedades del litoral o de las haciendas de ganado buscaron establecerse en las antiguas misiones y villas de indios o en sus cercanías. Los gobiernos provinciales fueron, de manera sucesiva, declarando extintas las antiguas aldeas indígenas e incorporando sus terrenos a comarcas y municipios en formación. De forma paralela, pequeños agricultores y terratenientes no indígenas consolidaron sus glebas o, por arrendamiento, ejercieron el control sobre parcelas importantes de las tierras que, en ausencia de otros postulantes, todavía subsistían en posesión de los antiguos moradores. Esta fue la tercera mistura, la más radical, que redujo seriamente las posesiones indias y dejó marcas impresas en sus memorias y narrativas. Y es lo que sucedió, por ejemplo, con los pankararu de Brejo dos Padres, quienes describen la extinción del antiguo pueblo haciendo referencia al "tiempo de las líneas", cuando se llevaron a cabo los trabajos de delimitación y distribución de lotes (Arruti, 1996).

Antes del término del siglo XIX ya no se hablaba más de pueblos y culturas indígenas del Nordeste. Destituidos de sus antiguos territorios, dejaron de ser reconocidos como colectividades para ser referidos de manera individual como "remanentes" o "descendientes". Son los indios misturados de los cuales hablan las autoridades, la población regional y ellos mismos. De igual manera, los registros de sus fiestas y creencias se emprenden bajo el rótulo de "tradiciones populares". Fue bajo esa denominación, por ejemplo, que un equipo del viejo Instituto Nacional del Folclor, en la década de 1970, visitó el antiguo aldeamento de Almofala para filmar y grabar la realización del "torém", el ritual más importante de los indios tremembé (Valle, 1993).

El segundo modo de territorialización inicia en la década de 1920, cuando el gobierno de Pernambuco reconoció (aunque consolidando ocupaciones posteriores) las tierras donadas al antiguo aldeamento misionario de Ipanema (1705), sometiéndolas al control de la agencia indigenista "para que en ella resid[iesen] los descendientes de los carnijos" hasta que pudieran ser liberados de esa tutela (véase Peres, 1992)18. Los fulni–ô, nombre que reciben a partir de la implantación de un puesto indígena homónimo, quienes conservan su lengua (yate) y la costumbre de un periodo de reclusión ritual (el ouricouri), son reconocidos como el kuru, grupo más claramente "indio" entre la población indígena del Nordeste. Este proceso de territorialización operó como un mecanismo antiasimilacionista19 y creó condiciones, por supuesto, más adecuadas de afirmación de una cultura diferenciadora a partir de la demarcación de la población tutelada como un objeto delimitado cultural y territorialmente.

En las décadas siguientes, fueron implantados puestos indígenas en diversas áreas del Nordeste para atender a las poblaciones allí establecidas. Esto ocurrió en 1937 con los pankararu (Brejo dos Padres, Pernambuco) y los pataxó, de la Hacienda Paraguassu/Caramuru (Ilheus, Bahía); en 1944 con los kariri–xocó, de la isla de San Pedro (Alagoas); a mediados de la década de 1940 con los truká, de la isla de Assunção (Bahía); en 1949 con los atikum, de la sierra de Umã (Pernambuco) y los kiriri, de Mirandela (Bahía); en 1952 con los xukuru–kariri, de la Fazenda Canto (Alagoas); en 1954 con los kambiwá (Pernambuco), y en 1957 con los xukuru de Pesqueira (Pernambuco). En la mayor parte de estos casos, las tierras fueron delimitadas y destinadas a las poblaciones atendidas.

En líneas generales, ese proceso de territorialización trajo consigo la imposición de instituciones y creencias suscritas a un modo de vida propio de los indios —la indianidad— que habitaban en las reservas indígenas y que fueron objeto, en mayor grado de compulsión, del ejercicio paternalista de la tutela (hecho independiente de su diversidad cultural). Dentro de los componentes principales de esa indianidad cabe destacar la estructura política y los rituales diferenciadores (Pacheco de Oliveira, 1988).

La organización política de casi todas las áreas incluyó tres papeles diferenciados —el cacique, el payé y el consejero (esto es, miembro del "consejo tribal")—, considerados como "tradicionales" y "auténticamente indígenas". La elección o ratificación de los ocupantes de esos puestos era realizada por el agente indigenista local (el jefe del puesto indígena), quien, de hecho, ocupaba el tope de esa estructura de poder y distribuía los beneficios provenientes del Estado (desde alimentos hasta empleos, pasando por préstamos o permisos de uso de instrumentos agrícolas, medios de transporte, agua, etcétera).

El patrimonio cultural de los pueblos indígenas del Nordeste —afectados dos siglos atrás por un proceso de territorialización y sometidos después a una asimilación casi impuesta— está necesariamente marcado por diferentes "flujos" y "tradiciones" culturales (Hannerz, 1997; Barth, 1988). Para que sean legítimos componentes de su cultura actual, no es necesario que tales costumbres y creencias provengan en exclusivo de aquella sociedad. Al contrario, por lo general estos elementos culturales son compartidos con otras poblaciones indígenas o regionales, como ocurre, por ejemplo, con los indios tremembé y sus vecinos, quienes poseen en común un conjunto de creencias y narrativas sobre el pasado y el mundo sobrenatural muy distintas de aquellas de la población rural del interior de Ceará (véase Valle, 1993).

La política indigenista oficial exige a los lugareños demarcar las discontinuidades culturales. Esto hace que este nuevo proceso de territorialización tenga características muy distintas de aquel ocurrido en las misiones religiosas. El ritual del toré, por ejemplo, permite exhibir las señales diacríticas de una indianidad (Pacheco de Oliveira, 1988) peculiar de los indios del Nordeste a todos los actores presentes en esa situación interétnica (regionales, indigenistas y los propios indios). Transmitido de un grupo a otro, por intermedio de las visitas de los payés y de otros participantes, el toré se difundió por toda la zona y se convirtió en una institución unificadora y común. Se trata de un ritual político practicado cada vez que era necesario delimitar las fronteras entre los "indios" y los "blancos". Fue lo que sucedió con los atikum, considerados como "indios" por el propio Servicio de Protección a los Indios (SPI, antigua agencia indigenista extinta en 1967) después de que —como relató un informante atikum casi cuarenta años después— un inspector asistiera a la representación de un toré. Al ver que "bailaban en toré de corazón", el representante oficial quedó convencido, con lo cual avaló el proceso de reconocimiento del grupo (véase Grünewald, 1993).

El proceso de territorialización jamás debe ser entendido de forma unidireccional pues su actualización por parte de los indígenas conduce, justamente, a lo contrario, esto es, a la construcción de una identidad étnica diferenciada de la de la comunidad genérica "indios del Nordeste". Los payés pankararu pueden enseñarle a comunidades de parientes desgarrados cómo se hace un praiá20 pero cada nueva aldea21 levantará su propia casa dos praiás, instituyendo su propia galería de "encantos" e instaurando una relación específica con los "encantados" más antiguos (Arruti, 1995).

Cada grupo étnico representa la mistura y se afirma como una colectividad precisamente cuando se apropia de ella según los intereses y creencias que prioriza. La idea de la mistura está presente también entre los propios indios y es accionada muchas veces para reforzar clivajes faccionales. De esta manera los xukuru y kukuru–kariri, entre otros, distinguen entre los "indios puros" (de familias antiguas reconocidas como indígenas) y los braiados (producto del casamiento con blancos u otros ya mestizados) (véase, respectivamente, Fialho, 1992, y Martins, 1994)22.

Algunas veces era el propio puesto indígena el que identificaba a los miembros de una denominación indígena mediante el otorgamiento de un documento individual de acreditación que probaba que "el portador de ésta era efectivamente indio". Sin embargo, si la imposición de la norma es general, su apropiación local es específica y personalizadora. Es así como los kiriri crearon una nueva figura, tan simple y clara como la lista, para tratar con el fenómeno de la identidad étnica, sólo que bajo su control, la cual podía, por lo tanto, ser utilizada situacionalmente. Para "ser indio no basta con tener ascendencia indígena ni acreditación", "es necesario también pasar por el colador". Esto es, tener una conducta moral y política adecuada, de la cual depende seguir formando parte de una lista que guarda el cacique y que es actualizada de tiempo en tiempo en reuniones del "consejo indígena" (véase Brasileiro, 1996).

Antes de finalizar esta resumida presentación de datos resultantes de investigaciones de la década de 1990 valdría la pena retornar a la discusión formulada al inicio de este subtítulo sobre la naturaleza última de los grupos étnicos. Siguiendo el análisis de Weber sobre las comunidades étnicas, Barth seguramente diría que esa naturaleza está asociada con la política. Los datos presentados en una situación etnográfica bastante adversa —en la que poblaciones que se reivindican como indígenas están desposeídas de su territorio y de medios de producción, y muy afectadas por agencias e instituciones occidentalizantes— parecen exigir una mayor complejización. Cada comunidad es imaginada como una unidad religiosa y es esto lo que la mantiene unificada y permite crear las bases internas para el ejercicio del poder. Lina metáfora utilizada por diferentes grupos en variados contextos conecta las generaciones del pasado y del presente (Baptista, 1992; Barreto Filho, 1993; Grünewald, 1993; Arruti, 1996). Los antepasados serían los "troncos viejos" y las generaciones actuales "las puntas de rama". Cuando las cadenas genealógicas se perdieron en la memoria y no quedan más vínculos palpables con los antiguos aldeamentos, las nuevas aldeas deben apelar a los "encantados" para distanciarse de la condición de mistura en que fueron colocadas en el pasado. Sólo así pueden reconstruir para sí mismas la relación con sus antepasados (su "tronco viejo") y poder llegar a redescubrirse como "puntas de rama".

 

DIÁSPORAS Y VIAJES

Otro movimiento de territorialización se dio en las décadas de 1970 y 1980, cuando llegan a conocimiento público reivindicaciones y movilizaciones de pueblos indígenas que no eran reconocidos por el organismo indigenista ni habían sido descritos por la literatura etnológica. Fue el caso de los tinguí–botó, los karapotó, los kantaruré, los jeripancó, los tapeba y los wassu, entre otros, que pasaron a ser considerados como "nuevas etnias" o "indios emergentes".

Las metáforas utilizadas, sea para describir este proceso, sea para definir la especificidad de estas sociedades, deben ser vistas con bastante reserva, ya que comprometen la investigación con presupuestos arbitrarios y equivocados. Es común el uso de Imagenes que suscriben la dinámica de las sociedades al ciclo biológico de los individuos. Se habla de nacimiento y muerte, usando así Imagenes simples y directas, algunas veces con una intención literaria, pero también en la elaboración o reelaboración de conceptos que pretenden explicar estas sociedades.

El término "etnogénesis", empleado por Gerald Sider (1976), aparece con un sentido claro en el contexto de una oposición al fenómeno de etnocidio. No cabría todavía tomarlo como un concepto, ya que Sider y otros autores que también aplican la misma idea en la etnografía de poblaciones indígenas (como Goldstein, 1975) no sienten la necesidad de darle un estatus de rigor y una definición precisa. En términos teóricos, la aplicación de esta noción puede acabar sustantivando un proceso que es histórico y dar la falsa impresión de que en otros casos, en que no se habla de "etnogénesis" o de "emergencia étnica", el proceso de formación de identidades estaría ausente.

También otras nociones que ocupan lugares precisos dentro de ciertos cuadros teóricos pueden ser utilizadas con significados modificados y referidos a la metáfora naturalizante criticada más arriba: es el caso de los conceptos de acampesinamiento/proletarización, par aplicado por Amorim (1971, 1975) para describir un ciclo evolutivo marcado por una casi fatalidad (expansión del capital y proletarización) atribuida a la historia.

Otra clasificación frecuente es la del atributo de la invisibilidad. Ésta retoma una tradición presente en Occidente al establecer una identificación entre visión y conocimiento, considerando a la visión como una facultad privilegiada. En lo relativo a las poblaciones indígenas de América no se trata de una aplicación nueva. Existen monografías —como la de Elizabeth Colson (1974 [1953]) sobre los makah y la de Anthony Stocks (1981) sobre los cocama— que asumen como eje ordenador de su exposición la idea de invisibilidad. Aunque pueda ser de utilidad como un artificio descriptivo, en el plano del análisis comparativo esta clasificación depende de una etnología de las pérdidas y de las ausencias culturales.

La caracterización de "indios emergentes" no deja de ser igualmente incómoda. Por un lado, sugiere asociaciones de naturaleza física y mecánica en cuanto al estudio de la dinámica de los cuerpos, lo que puede dar lugar a presupuestos y expectativas distorsionadas cuando es aplicada al dominio de los fenómenos humanos. Como imagen literaria, al contrario, remite a una aparición imprevista, enfatizando el factor sorpresa. Por su ambigüedad, puede ser susceptible de usos variados sin, a pesar de ello, contribuir al entendimiento de aspectos relevantes del fenómeno que designa.

Otro conjunto de Imagenes adopta como estrategia singularizar tales sociedades para contraponerlas y distinguirlas de los modelos sociológicos usuales. El más extendido es el que habla de "nuevas etnicidades" (Bennett, 1975), mismo que engloba un amplio arco de fenómenos (migrantes, minorías reconocidas, afroamericanos, indios en las ciudades, etc.) que, en sí mismos, tienen poco en común. Pero, en definitiva, ¿existe una "vieja" etnicidad?, ¿o los investigadores que utilizan tal expresión estarían construyendo una unidad fantasmagórica? En lugar de perderse en el lenguaje del empirismo, sería adecuado buscar una explicación de los presupuestos teóricos mostrando aquellos que no fueran pertinentes en las nuevas circunstancias, así como apuntar los que podrían abrir caminos alternativos para el análisis. La noción de sociétés fractales (véase Bernand y Gruzinski, 1992: 32) elaborada para describir sociedades cuyas formas de sociabilidad son irregulares e interrumpidas, también me parece que acarrea una limitación similar.

En un artículo reciente, James Clifford (1997) intenta adjudicarle un estatus analítico al término "diáspora", ampliamente difundido en las discusiones actuales sobre globalización, migraciones y etnicidad. A pesar de que el autor no se dirige hacia una definición, podríamos decir que la diáspora remite a aquellas situaciones en las que el individuo elabora su identidad personal con base en el sentimiento de estar dividido entre dos lealtades contradictorias, la de su tierra de origen (hogar) y la del lugar donde vive y construye su inserción social (lo que Bhabha, 1995, denomina locations). A pesar de la multiplicidad de formas que reviste la diáspora, Clifford insiste en que los pueblos indígenas están excluidos de la noción de diáspora, porque jamás dejarían de estar referidos a su propio origen, a diferencia de otros procesos que afectan a las naciones y grupos no indígenas.

La razón de la exclusión de los pueblos indígenas del concepto paraguas de diáspora resulta de un uso esquemático de las polaridades culturales en una situación interétnica (lo que, a mi modo de ver, compromete el esfuerzo de Clifford en la construcción relacional del concepto de diáspora). Pero lo que me interesa aquí es otro aspecto: hechas las debidas reservas, podría decir que Clifford implícitamente señala la importancia de la relación con el origen como característica de las identidades indígenas. ¿Por qué los pueblos indígenas nunca llegarían a la condición de unhomed (Bhabha, 1995: 9), tan típica de las poblaciones que sufren procesos migratorios?

Es eso lo que me estimula a retomar no los conceptos ya mencionados, pero sí una imagen23 —la de "viaje de vuelta" (Pacheco de Oliveira, 1994), que he utilizado en una publicación destinada a un público heterogéneo de interesados en los "indios del Nordeste" (incluso sus propios líderes), un texto anterior al artículo de Clifford. En el sentido usado en ese contexto, el viaje es la enunciación autorreflexiva de la experiencia de un migrante, que sale del Nordeste (posiblemente del interior) para trabajar en las metrópolis del Sudeste (São Paulo y Río de Janeiro). El poeta brasileño Torquato Neto la transpuso así, en versos escritos en la década de 1970: "desde que salí de casa, traje el viaje de vuelta grabado en mi mano, enterrado en el ombligo, dentro y fuera acá conmigo, mi propia conducción". ¿En qué puntos tales Imagenes pueden ayudarnos para la comprensión de estas formas de etnicidad?

Los debates teóricos sobre etnicidad apuntan siempre hacia una bifurcación de posturas: de un lado, los instrumentalistas (Barth, 1969; Cohen, 1969, 1974, y muchos otros), que la explican a partir de procesos políticos que deben ser analizados en circunstancias específicas; por otro, los primordialistas, que la identifican con lealtades primordiales (Geertz, 1963; Keyes, 1976; Bentley, 1987). La imagen figurativa que utilizo pretende superar esta polaridad, también objeto de reflexión de Carneiro da Cunha (1987), mostrando que ambas corrientes apuntan a dimensiones constitutivas sin las cuales la etnicidad no podría ser pensada. La etnicidad supone necesariamente una trayectoria (que es histórica y determinada por múltiples factores) y un origen (que es una experiencia primaria, individual, pero que también se traduce en saberes y narrativas a los cuales se acopla). Lo que sería propio de las identidades étnicas es que en ellas la actualización histórica no anula el sentimiento de referencia al origen sino que lo refuerza. Es de la resolución simbólica y colectiva de esa contradicción que resulta la fuerza política y emocional de la etnicidad.

En la imagen del "viaje de vuelta" existen dos aspectos que explicitan, cada uno, la relación entre etnicidad y territorio, y entre etnicidad y características físicas de los individuos, los cuales es preciso esclarecer y elaborar mejor. La expresión "enterrada en el ombligo" conlleva, para los nordestinos, una asociación muy particular. En las áreas rurales del Nordeste de Brasil existe la costumbre de que las madres entierren el ombligo de los recién nacidos para que ellos se mantengan emocionalmente ligados a su tierra de origen. Como en esas regiones es frecuente la migración en busca de mejores oportunidades de trabajo, tal acto mágico aumentaría las posibilidades de que, al menos, la persona vuelva un día a su tierra natal. Lo que la figura poética nos sugiere es una poderosa conexión entre el sentimiento de pertenencia étnica y un lugar de origen específico, donde el individuo y sus componentes mágicos se unen e identifican con la propia tierra, y así se establece un destino común. La relación entre la persona y el grupo étnico estaría mediada por el territorio y su representación podría remitir no sólo a una recuperación de la memoria más primaria, sino también a la imagen más expresiva de lo autóctono.

El otro punto es la relación entre etnicidad y características físicas. Al decir que su naturaleza física está "grabada" en la propia mano, el narrador crea un vínculo primario inextirpable transmitido biológicamente entre él y la colectividad mayor. Se trata de algo mucho más fuerte que una lealtad, la cual remitiría a fenómenos socioculturales y a contextos y oportunidades de actualización histórica (o no). Inscrita en su propio cuerpo y siempre presente ("dentro y fuera acá conmigo") la relación con la colectividad de origen remite al dominio de la fatalidad, de lo irrevocable, aquello que establece el norte y los parámetros de una trayectoria social concreta. Si la tarea de los antropólogos se centró en desmitificar la noción de "raza" y deconstruir la de "etnia", los miembros de un grupo étnico se dirigen con frecuencia en la dirección opuesta, reafirmando su unidad y situando las conexiones con el origen en planos que no pueden ser atravesados o arbitrados por los de afuera***. Saben que están muy lejos de los orígenes, sea en términos de organización política o en la dimensión cultural y cognitiva. El "viaje de vuelta" no es un ejercicio nostálgico de retorno al pasado y desconectado del presente (por eso no es un puro y simple rescate24).

En la imagen del "viaje de vuelta" también estuvo presente otra razón, casi diría de fidelidad etnográfica. Desde Victor Turner (1974), los antropólogos saben que las peregrinaciones pueden ser importantes medios para la construcción de una unidad sociocultural entre personas con intereses y patrones de comportamiento variados. No son pocos los autores que consideran los viajes como un factor importante en la propia constitución de las sociedades (Fabian, 1983; Anderson, 1983; Pratt, 1992 y más recientemente Clifford, 1997).

Es exactamente eso lo que se verifica en los estudios más recientes sobre los grupos étnicos del Nordeste. El papel de líderes como Acilon, entre los turká (véase Baptista, 1992); Perna–de–Pau, entre los tapeba (Barreto Filho, 1993); o Joao–Cabeça–de–Pena, entre los kambiwá (Barbosa, 1991) ha sido absolutamente decisivo. Sus viajes a las capitales del Nordeste y a Río de Janeiro para obtener el reconocimiento del SPI y la demarcación de sus tierras dieron lugar a verdaderas romerías políticas, en las cuales instituyeron mecanismos de representación, establecieron alianzas externas, elaboraron y divulgaron proyectos de futuro, cristalizaron los intereses dispersos e hicieron nacer una unidad política antes inexistente. Es necesario señalar que esos viajes sólo asumieron tal significado porque los líderes también actuaron en otra dimensión, realizando viajes que fueron peregrinaciones en el sentido religioso, dirigidas a la reafirmación de los valores morales y las creencias fundamentales en los que se sustenta la posibilidad de una existencia colectiva.

Acilon Ciriaco da Luz fue el primer "jefe de aldea" —conforme al relato hecho por su hija a la investigadora Mércia Baptista casi cincuenta años después—, porque viajó en el tiempo y en el espacio y llegó hasta la antigua "aldea" donde sus antepasados ("indios puros") le enseñaron cosas muy importantes y útiles que sus padres ya no recordaban. Le contaron el verdadero y olvidado nombre de la aldea, le mostraron los límites que ella debería tener y mandaron "levantarla otra vez" y enseñarle a "su gente" cómo debían vivir. Ese viaje —hecho por un hombre marcado desde la infancia por la parálisis— creó al grupo étnico turká (Baptista, 1992).

De ahí la afirmación de que el surgimiento de una nueva sociedad indígena no parte sólo del acto de otorgamiento de un territorio, de una "etnificación" puramente administrativa y de sumisiones, mandatos políticos e imposiciones culturales; es también una comunión de sentidos y valores, y se origina en el bautismo de cada uno de sus miembros, en la obediencia a una autoridad simultáneamente religiosa y política. Sólo la elaboración de utopías (religiosas–morales–políticas) permite la superación de la contradicción entre los objetivos históricos y el sentimiento de lealtad a los orígenes, y transforma la identidad étnica en una práctica social efectiva, la cual culmina en el proceso de territorialización.

 

¿UNA ETNOLOGÍA DE LOS INDIOS MISTURADOS?

Volviendo a la sugestiva metáfora del antropólogo como astrónomo, podría decir que una extraña maldición pesó sobre la etnología del Nordeste: en el momento más adecuado para la observación de las diferencias —o sea, al inicio de la colonización— no existía todavía la disciplina (con su instrumental teórico y metodológico); una vez constituida ésta, no había más culturas que posibilitaran registros de distanciamientos significativos. Tal paradoja, sin embargo, no sería específica del Nordeste brasileño, pues puede compararse, en mayor o menor grado, con las áreas de colonización más antiguas en las Américas (como la costa este de América del Norte o el altiplano central de México, la faja entre los Andes y el litoral del Pacífico, así como la región platina), que dieron origen a poblaciones heterogéneas con "culturas híbridas" (García Canclini, 1995) y a indios misturados, a los cuales los etnólogos, en su mayoría, no dedicaron mayor interés25.

La antropología brasileña registró, desde la década de 1950, preocupaciones innovadoras y reflexiones bastante originales sobre problemáticas y patrones de trabajo científico puestos en práctica en aquel momento en los centros metropolitanos de producción y consagración de la disciplina. Entre otros, indicaría tres que merecen ser considerados y reexaminados: la crítica a los estudios de aculturación y al concepto de asimilación; el énfasis en el estudio de la situación colonial y sus repercusiones en los datos e interpretaciones, y la dimensión ético–valorativa del ejercicio de la ciencia.

Las sugestiones contenidas en la metáfora de la astronomía propiciaron avances relevantes en muchos dominios de la etnología, pero también inhibieron (o tendieron a colocar como invisibles y secundarios) la investigación y la reflexión sobre fenómenos socioculturales que no se encuadraban exactamente en su óptica. En un movimiento de distanciamiento de los presupuestos del americanismo, indicaría de manera esquemática cuatro puntos de ruptura.

El primero sería el cuestionamiento a la completa abstracción de los contextos en que son generados los datos específicos. Si éstos no viajan en el espacio interestelar a través de las lentes de un telescopio ni resultan de condiciones ideales de laboratorio, es necesario entonces describir de modo riguroso las condiciones concretas de funcionamiento de las culturas y comprender contextualmente los datos obtenidos (véase Rosaldo 1980, 1989; Fabian, 1983; Clifford y Marcus, 1986; Clifford, 1988, 1997; Pacheco de Oliveira, 1988). En una revaluación crítica de algunas monografías clásicas de los africanistas ingleses, Owusu (1978) hace importantes rectificaciones etnográficas e interpretativas atribuyendo los equívocos ahí encontrados a la costumbre —que denomina "anacronismo esencial"— de presentar los datos etnográficos como si resultasen de un contexto tradicional, cuando de hecho fueron recogidos en un cuadro colonial. Las sociedades indígenas son, en efecto, contemporáneas a aquella del etnógrafo, y participan en ella mediante interacciones socioculturales que precisan ser descritas y analizadas, ya que constituyen una dimensión esencial de la producción de los datos generados.

Segundo, no es posible describir los hechos y los acontecimientos dentro de una cultura a partir de una temporalidad única y homogeneizadora (la larga duración). Si los registros etnográficos están circunscritos a una sola temporalidad, la tendencia será, por fuerza, a deshacer, minimizar o aun omitir los fenómenos que no se ajustan a tal ritmo, lo cual produce análisis parciales esquemáticos y poco explicativos. Entra en escena, entonces, una historia de la contingencia y de lo accidental y no una historia constitutiva que integre las diferentes temporalidades y permita comprender los hechos y las unidades observadas (véase Bloch, 1977; Appadurai, 1981; Le Goff, 1992; Trouillot, 1995; Miomas, 1989, 1994; Bensa, 1996, 2005).

Tercero, los relatos etnográficos evidencian que las sociedades indígenas son complejas y sus culturas heterogéneas y diversificadas. Hasta para comprender las expresiones más emocionales y reiteradas de unidad y armonía es preciso rescatar la polifonía real (Ramos, 1988; Turner, 1991). Las acciones y los contenidos simbólicos que allí circulan no corresponden únicamente a una proyección de modelos atemporales e inconscientes, pero sí representan una solución a problemas (inclusive con una dimensión ético–valorativa) surgidos en el curso de interacciones sociales (véase Bellah, 1983; Velho, 1995; Fabian, 2001). Sería extremadamente empobrecedor despojar las intervenciones verbales de los nativos de una dimensión crítica y explicativa (véase Cardoso de Oliveira, 1996; Rappaport, 1990, 2005) que puede operar en diferentes planos y con objetivos diversos.

Cuarto, las culturas no son coextensivas a las sociedades nacionales ni a los grupos étnicos. Lo que las vuelve así son, por un lado, las demandas de los propios grupos sociales (que a través de sus portavoces instituyen sus fronteras) y, por otro, la compleja temática de la autenticidad (que confirma una posición de poder para el antropólogo y demarca espacios sociales como legítimos o ilegítimos). En tiempos de multiculturalismo, vale recordar la indagación formulada por Radhakrishnan (1996: 210–211): "¿Por qué no puedo ser indiano sin tener que ser 'auténticamente indiano'? ¿La autenticidad es un hogar que construimos para nosotros mismos o es un gueto que habitamos para satisfacer al mundo dominante?" . Para escapar de esa trampa, algunos autores (Barth, 1988; Hannerz, 1992, 1997; Fabian, 2001) sugieren abandonar las Imagenes arquitectónicas de sistemas cerrados y pasar a trabajar con procesos de circulación de significados, enfatizando que el carácter conflictivo, dinámico y virtual es constitutivo de la cultura.

Tal alternativa de construcción teórica me parece más provechosa y universal. Permite una base más amplia de comparaciones sin exigir la aceptación de presuposiciones en relación con el aislamiento, el distanciamiento y la objetividad. En ese sentido, considero que las investigaciones e interpretaciones sobre los indios misturados (entre ellas véase Bartolomé, 2006) tuvieron y tienen el mérito de incluir en el debate entre los etnólogos algunos de los desafíos de la disciplina antropológica.

 

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Notas

* El presente artículo es una reelaboración actualizada, para su publicación en español, del artículo del mismo autor: "Uma etnologia dos índios 'misturados'? Situação colonial, territorialização e fluxos culturais", en João Pacheco de Oliveira (ed.), A viagem da volta: Religião, política e reelaboração cultural no nordeste indígena, Livraria Contra Capa, Río de Janeiro, 1999. El término misturados aparece en documentos del siglo XIX para designar a comunidades o familias indígenas en las que existen personas que contrajeron matrimonio con blancos o que hayan adoptado costumbres de estos últimos. La expresión tiene una implícita connotación negativa y sugiere que las personas así designadas "ya no son indígenas". Tal categoría aún es de uso corriente, una herramienta central para la actualización de estigmas y prejuicios. Mi intención al adoptarla es evidenciar la necesidad de una crítica explícita de los argumentos que naturalizan relaciones de poder y subordinación.

** Traducción: Andrea Roca (PPGAS/Museo Nacional).

*** N. del E. El subrayado es del autor.

1 Existen muchas otras conceptualizaciones similares esparcidas por el mundo (como la de las poblaciones aborígenes encontrada en la legislación de Australia y Oceanía, y en Canadá, Argentina y otros países de América Latina; la de "populations autochtones", referencia común utilizada en la etnología francesa y en especial por los africanistas; o la de "first nations", empleada por las organizaciones indígenas en los Estados Unidos), lo que tornó aún más extensa la cuestión.

2 Para el movimiento indígena en la actualidad este término incluye los pueblos que habitan las provincias de Ceará, Río Grande del Norte, Paraíba, Pernambuco, Alagoas, Sergipe, Bahía, Minas Gerais y Espíritu Santo, sea en el litoral o en el sertão.

3 Por un lado, Lévi–Strauss llama la atención para la escala de tiempo en que el etnólogo debe proceder a sus registros e interpretaciones: es la "larga duración", en la cual las disposiciones en cuanto al tiempo, como en Braudel, remiten a los parámetros con los que opera la geología; por otro, la etnología y la historia, que comparten el mismo objeto y método, se distinguen por perspectivas complementarias, puesto que organizan, respectivamente, sus datos en relación con "las condiciones inconscientes de la vida social" o con "las expresiones conscientes" (Lévi–Strauss, 1967: 34). La noción de cultura es equiparada a la de "aislado" en demografía, es del mismo tipo y posee el mismo valor heurístico. Aun cuando su amplitud pueda variar en función del "tipo de investigación considerado", no dejaría jamás, sin embargo, de "corresponder a una realidad objetiva" (Lévi–Strauss, 1967: 335). Seguir tales reglas metodológicas permitiría definir el lugar de la antropología entre las demás ciencias sociales como "hoy la única disciplina del distanciamiento social" (Lévi–Strauss, 1967: 423).

4 Recordemos los comentarios de Anne–Christine Taylor sobre el "arcaísmo" característico del "americanismo tropical" (Taylor, 1984: 232).

5 Las poblaciones que habitan el sertão brasileño. En la historia se denominó sertão (en plural, sertões) a las regiones del interior del Brasil de menor importancia económica y baja presencia demográfica, por oposición a las grandes haciendas esclavistas (plantations) del litoral.

6 Aún en esas pocas y puntuales intervenciones, el organismo indigenista tenía que justificar, ante sí mismo y ante los poderes estatales, que el objeto de su actuación estaba efectivamente compuesto por "indios" y no por meros "remanentes".

7 Como lo hicieron Frederico Edelweiss (estudio histórico de las lenguas tupi), Thales de Azevedo (1976) (estudio de la catequesis como proceso de aculturación), Carlos Estevão, Carlos Studart Filho y Pompeu Sobrinho (arqueología y etnografía), Luíz da Câmara Cascudo (folclor) y Estevão Pinto (1935–1938) (etnografía).

8 En 1975, como un desdoblamiento de la reunión Brasileña de Antropología realizada en salvador, se estableció un contrato de cooperación entre la Funai y la Universidad Federal de Bahía (UFBA) para que ésta realizara estudios que pudiesen sustentar programas de asistencia y desarrollo para los pueblos indígenas del estado. A pesar de que esa articulación tuvo una corta duración, estimuló la aparición de un primer "grupo de trabajo" (Carvalho, 1977; Bandeira, s. f., entre otros) sobre algunos pueblos indígenas de Bahía —como los pataxó y los kiriri— que no disponían de tierras delimitadas y protegidas, aunque eran reconocidos como "indios" por la agencia indigenista y también por la literatura etnológica.

9 Resultado de ese contexto es el surgimiento de la primera tentativa de definición de los "indios del Nordeste" como una unidad, asociando variables de naturaleza ecológica e histórica dentro de un molde de carácter regional y singular. Los "indios del Nordeste" serían un conjunto étnico e histórico integrado por diversos pueblos relacionados entre sí, adaptados a la caatinga (región semidesértica, de escasa vegetación) e históricamente asociados con los frentes de expansión pastoriles y con el patrón misionero de los siglos XVII y XVIII (Dantas, Sampaio y Carvalho, 1992: 433).

10 "A partir de la segunda mitad del siglo, sobre todo, los indios de las aldeas pasan a ser considerados, con creciente frecuencia, como indios misturados, atribuyéndoseles una serie de atributos negativos que los descalifican y los oponen a los indios puros del pasado, idealizados y presentados como antepasados míticos" (Dantas, Sampaio y Carvalho, 1992: 451).

11 Mientras que en la Amazonia la mayoría de las áreas supera las 50 000 hectáreas y las tierras indígenas representan entre 10 y 40% de la superficie de los estados, en el caso del Nordeste las extensiones de tierras en pleito son pequeñas (en general inferiores a 2 000 hectáreas), corresponden a haciendas de tamaño mediano y jamás han representado más de 0.7% de las tierras del estado. Si en la Amazonia la proporción entre tierra/hombre es de más de 1 000 hectáreas por indio, en el Nordeste, donde la población indígena es numerosa (porque ya atravesó en generaciones pasadas los desequilibrios demográficos vividos en las primeras fases del contacto), esa relación es de 7.2 hectáreas por cada indio.

12 Véase Cardoso de Oliveira, 1964, 1972, 1993 y 1996; y Pacheco de Oliveira, 1988, 1993, 1994 y 1999.

13 En su mayoría son tesis de doctorado y de maestría, defendidas principalmente en el Programa de Posgrado en Antropología Social del Museo (Museu) Nacional y también de la Universidad Federal de Pernambuco, la Universidad Federal de Campina Grande, la Universidad Federal de Ceará, la Universidad Federal de Río Grande del Norte, la Universidad Nacional de Brasilia y la Universidad de São Paulo.

14 Una reflexión semejante, pero con fines distintos, es hecha por Williams (1989).

15 En el sentido de externos a la población considerada y también resultante de una relación de poder que impone la mediación entre los diferentes grupos que integran el Estado.

16 Valdría la pena llamar la atención sobre la diferencia entre territorialización (un proceso social detonado por una instancia política) y territorialidad (un estado o cualidad inherente a cada cultura). El peligro con el uso de este último término es estimular la reflexión de la relación entre cultura y medio ambiente en términos atemporales.

17 Aunque pueda sorprender que la construcción de objetos étnicos no ocurra durante la conquista, esto no es raro. Wachtel, por ejemplo, al estudiar a los chipaya y sus vecinos en el altiplano boliviano, observa que la cristalización de los elementos que pueden ser vistos como constitutivos de las identidades étnicas actuales sólo se efectuó en el curso del siglo XVIII (Wachtel, 1992: 46–48).

18 A pesar del decreto, la intención de los tutores y tutelados nunca estuvo encaminada hacia la total asimilación y eliminación de la tutela.

19 Noción utilizada por Cardoso de Oliveira (1972) para describir el impacto de la creación de puestos indígenas en las poblaciones tuteladas.

20 Ceremonia en que las máscaras danzan, representando a los "encantados".

21 Así como cada grupo étnico allí surgido, como los pankararé, los kantaruré y los jeripancó.

22 No encontré explicación para el término braiado. Tratándose de una región de criadero, tal vez pueda haber alguna asociación con el término bragado (aplicado a bueyes y caballos "cuyas piernas tienen color diferente del resto del cuerpo") (Holanda, 1975: 224).

23 Fabian observa que, para escapar de las generalizaciones prematuras y de las síntesis excesivas, deberíamos hacer un uso más moderado de las definiciones positivas, y reevaluar la importancia de las Imagenes y actos creativos que expresan mejor la negatividad del pensamiento (Fabian, 2001: 98–99).

24 En portugués sería posible distinguir entre las expresiones viagem de volta (que corresponde a un retorno al punto de partida) y viagem da volta (donde lo que importa es el camino, el sentido del movimiento).

25 En un volumen especial de la revista L'Homme, conmemorativo de los 500 años del descubrimiento de América, Bernand y Gruzinski (1992: 21) critican aspectos significativos de la investigación etnológica. Según ellos, los mestizos constituirían el lado verdaderamente olvidado de la antropología americanista, cuyo mayor defecto sería el de emprender sus investigaciones como si existiera un "clivaje epistemológico entre indios de un lado y no autóctonos del otro" (Bernand y Gruzinski, 1992: 9).

 

Información de autor(a)

João Pacheco de Oliveira. Es antropólogo, profesor titular del Programa de Posgrado en Antropología Social (PPGAS) del Museo Nacional, de la Universidad Federal de Río de Janeiro, Brasil. Ha realizado diversas investigaciones con los indígenas de Amazonia, y en los últimos años su atención se dirige hacia los pueblos indígenas del Nordeste. Entre sus trabajos cabe destacar O Nosso Governo: Os Ticuna e o Regime Tutelar, Marco Zero/CNPq, São Paulo/Brasilia, 1988 y Ensaios em Antropologia Histórica, Editora da UFRJ, Río de Janeiro, 1999. Es autor de numerosos artículos sobre políticas públicas y derechos indígenas, algunos reunidos en libros (Indigenismo e territorialização: Rotinas, poderes e saberes coloniais no Brasil contemporâneo, Contra Capa, Río de Janeiro, 1998). Una selección de sus textos fue traducida al español: Hacia una antropología del indigenismo, CAAAP/Contra Capa, Lima, Perú y Río de Janeiro, 2006. Compiló una serie de trabajos de posgrado sobre los indígenas del Nordeste de Brasil que funcionan como libro de referencia: A Viagem da Volta: Religião, política e re–elaboração cultural no nordeste indígena, Contra Capa, Río de Janeiro, 1999.

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