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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.15-16 Ciudad de México  2004

 

Legados

 

La memoria interrogada*

 

Jan De Vos

 

CIESAS-Sureste.

 

Escribo estas reflexiones al cumplir treinta años de vivir en México, la mayor parte de ellos en el estado de Chiapas. Llegué al país en 1973 y en ese mismo año pisé por primera vez tierra chiapaneca integrándome como agente pastoral en la diócesis de San Cristóbal de las Casas. Desde este mirador muy particular descubrí pronto lo que son, sin duda, las tres características sobresalientes de la sociedad de ese profundo sur mexicano que es Chiapas: una prodigiosa diversidad natural, una marcada división entre indígenas y no indígenas, y la extrema necesidad que padece la mayoría de la población, incluido en ella un gran número de mestizos urbanos y rurales. Tampoco perdí mucho tiempo para comprobar que en esa muchedumbre de pobres los indígenas ocupan el estrato más bajo. Tomé partido por ellos, no sólo movido por mi convicción ética de cristiano sino también debido a mi identidad étnica de flamenco. En Bélgica los flamencos habíamos sido ciudadanos de segunda clase durante siglos. Sólo en fecha muy reciente hemos conquistado nuestra autonomía frente a un gobierno francófono centralista, muy despectivo de nuestra lengua. Era, pues, natural que me identificara con aquellos chiapanecos que, además de ser pobres, se encontraban marginados de la vida nacional y estatal por ser "indios".

Tuve la suerte de acercarme a los campesinos mayas en la misión jesuíta de Bachajón. Lo hice bajo la inspiración de la teología de la liberación, entonces en boga entre los agentes pastorales de la diócesis. Empujado por esta corriente ideológica eclesial, busqué mi propia manera de ayudar a los tzeltales en la tarea de convertirse, de objetos, en sujetos de su propio destino. Restringido por mi condición de extranjero, decidí sacar provecho de mi formación de historiador recibida en la Universidad Católica de Lovaina y dedicarme a la investigación del pasado indígena de la región. Ahora, seis lustros más tarde, puedo observar con satisfacción que mi trabajo no ha sido en vano. Sin embargo, soy consciente del valor muy relativo de mis indagaciones, debido en primer lugar a mis limitaciones personales y en segundo lugar al modesto alcance que tiene, de por sí, el oficio de historiar. Hay una buena dosis de ficción en la interpretación que los historiadores hacemos del pasado ya que nos acercamos a él a través de unos pocos documentos que, de manera muy sesgada, representan sólo una pequeña parte de la realidad. Además, no podemos evitar leerlos con la distancia que impone el presente en que vivimos y que nos condiciona social y mentalmente. Esta falta de consistencia ha llevado a los profesionales de las ciencias duras a ubicarnos a veces muy cerca de los novelistas.

Die Lust zum Fabulieren1 llamaba Goethe a ese gusto de reconstruir los sucesos según nuestro punto de vista personal. Pero ese proceder constituye por fortuna sólo una cara de la medalla histórica. En el otro lado está el afán de averiguar, con la mayor precisión posible, wie es eigentlich gewesen,2 como lo dijo otro alemán famoso. En efecto, los historiadores también pretendemos hacer ciencia, aunque sea sólo interpretativa. Afirmamos que disponemos de una disciplina que lleva casi 25 siglos de existencia y que ha recibido no pocas aportaciones y afinaciones a lo largo del camino. He sido formado en esta venerable escuela de "ciencia-ficción" y he seguido aplicando sus enseñanzas a lo largo de mi carrera profesional. En la medida de mis posibilidades he tratado de cultivar siempre una actitud crítica, no sólo frente a los documentos disponibles sino también hacia mi manera personal de interpretarlos. Igual de constante ha sido mi afán de aplicar un tipo de escritura donde la seriedad académica no estuviera reñida con la amenidad propia de la narrativa. Aun la pesquisa más seria sólo tiene sentido y valor si sus hallazgos son comunicados después a un público amplio, dispuesto a ponerles atención y capaz de entenderlos.

Durante las últimas tres décadas el objeto de mi investigación ha sido el pasado lejano y reciente de Chiapas. La entidad así llamada no se reduce al estado que lleva el mismo nombre y menos aún al territorio físico administrado por él. Chiapas es para mí ante todo una realidad social, es decir, un conglomerado de seres humanos, fluctuante y polifacético, que escapa de los moldes impuestos por los regímenes que lo gobernaron sucesivamente. En este universo humano he tratado de identificar y resaltar los diversos comportamientos regionales. Mi interés ha consistido en seleccionar y estudiar sucesos que se produjeron o en espacios más pequeños que el estatal o en comarcas situadas a caballo sobre la frontera que une a Chiapas con otros estados mexicanos del sureste o con el vecino país de Guatemala. De nuevo, estoy consciente de que las regiones así descubiertas por mí son en parte entidades producidas por la información objetiva encontrada en los documentos y en parte construcciones mías.

Llevo un buen rato indagando el pasado chiapaneco. Ha sido una labor de largo aliento, comparable al oficio de un psiquiatra que dedica años a escuchar las confesiones de una paciente que viene a pedir ayuda. Digo: una paciente, porque es una sociedad la que he recibido durante todos estos años en mi consultorio de historiador regional. Al principio ella me habló sólo de sus problemas recientes, utilizando un lenguaje poco articulado. Sin embargo, poco a poco fuimos, ella y yo, poniendo orden en nuestras conversaciones y empezamos a desempolvar recuerdos más profundos. Con el tiempo la señora Chiapas llegó a confiarme cosas íntimas que le habían sucedido en su niñez y en su juventud, pero que no había querido mencionar antes. A veces se trataba de experiencias dolorosas que ella mantenía almacenadas en el sótano de su inconsciencia. Tuve que poner mucha atención y armarme de mucha paciencia para sacarlas a la superficie. Aún no está concluida la terapia, pero después de tanto tiempo de observar el pasado de mi cliente puedo decir que tengo una idea bastante completa y coherente de su vida. Considero que ha llegado el momento de poner orden en mis anotaciones dispersas y formar un texto a partir de ellas que rescate las confesiones que más me han impresionado. Las presentaré en la forma de una secuencia de ensayos que espero serán de fácil lectura, pero cuya elaboración estará sujeta a las reglas que rigen toda investigación seria.

Pero, ¿cuáles son estas reglas y de qué manera orientan el proceder del historiador? Existen sobre el tema varios manuales excelentes, entre los cuales destaca El oficio de historiar, de Luis González y González. Desde su aparición en 1988, este texto ha sido mi libro de cabecera en cuanto a la metodología que he tratado de aplicar en mis propias publicaciones. Inspirado por él, tracé mi propio derrotero, al que titulé El decálogo del historiador. Este escrito es un modesto folleto y de ninguna manera comparable con la erudita y amena síntesis de don Luis. Presenta, en forma de mandamientos, los pasos que en mi opinión debe seguir cualquier historiador que se respete. La idea me vino de las doctrinas cristianas elaboradas por los misioneros españoles del siglo XVI. A la manera de aquellos tratados sencillos y didácticos, explico —a los demás y a mí mismo— que mi oficio incluye diez preceptos que hay que obedecer en su totalidad si se quiere obtener un buen resultado. Sólo que en este caso ya no es el profeta judío Moisés el que baja del monte Sinaí cargando sus dos tablas de piedra, sino la musa griega Clío la que desciende del Olimpo con un códice doblado bajo el brazo. Y ya no es el pueblo creyente el destinatario del mensaje divino, sino un cenáculo de discípulos ávidos de aprender la esencia de una disciplina que desde los tiempos de Herodoto llamamos Historia.

El pergamino que Clío abre para nuestro conocimiento contiene una declaración programática que consta de los siguientes diez puntos:

1. Elegirás el campo

2. Definirás el tema

3. Planearás el trabajo

4. Buscarás la información

5. Almacenarás los datos

6. Interrogarás las fuentes

7. Explicarás los sucesos

8. Estructurarás los apuntes

9. Compondrás la obra

10. Comunicarás el resultado

Creo haber hecho un esfuerzo para cumplir con ese decálogo mandado a lo largo de los treinta años que he interrogado la memoria chiapaneca. Recapitulo aquí —frente a mis lectores y frente a mí mismo— el camino transitado. Así hago el balance de mi desempeño como historiador regional y de paso abordo algunos problemas que arroja la investigación del pasado de Chiapas.

 

¿ELEGÍ EL CAMPO?

Al igual que el campesino maya que en su parcela busca el terreno más idóneo para el año venidero, el historiador también debe elegir de antemano el campo donde desarrollará el estudio. Son cuatro los elementos que tiene que tomar en cuenta en ese esfuerzo inicial de delimitación: el espacio, el tiempo, el área y la posición desde la cual observará los tres primeros. Para hacer esta selección tendrá razones personales.

En mi caso tomé las cuatro decisiones hacia 1973, en la misión jesuita de Bachajón. Recibí entonces del padre superior el encargo de indagar las causas del atraso que padecían las comunidades de la región tzeltal. Me sentí como el aprendiz de médico al que habían pedido elaborar la historia clínica de un enfermo. Me tocó, pues, la parte inicial de un diagnóstico más amplio que mis compañeros en el trabajo pastoral se encargarían de completar. El espacio que escogí fue, obviamente, la zona habitada por los indígenas de habla tzeltal, y el tiempo, por razones también obvias, la época colonial y los dos siglos posteriores a ella. Llegué a identificar estos últimos 200 años como "época neocolonial", ya que para los indígenas de Chiapas ni la independencia de 1821 ni la revolución de 1917 habían producido un cambio real en su vida. Como área de preferencia se impuso el mundo de los indígenas, no sólo observados en sí mismos sino también en relación con los kaxlanes, como llaman ellos a los mestizos de Chiapas y a cualquier persona que viene de fuera. Finalmente, tomé como mirador el lugar donde se ubica el campesino pobre y menospreciado: el de abajo. Con esta cuádruple decisión descarté todo un abanico de alternativas igualmente válidas. He sido fiel a aquella limitación inicial que me puse entonces. A lo largo de los 30 años posteriores no he querido escribir ni historia nacional ni historia estatal ni aún menos "historia del poder". El cultivo de estos campos, y muchos otros más, lo he dejado a los colegas que los han preferido. En ello no hubo de mi parte ningún juicio de valor, sino la simple decisión de seguir una inclinación y vocación personal.

 

¿DEFINÍ EL TEMA?

Antes de lanzarse a la investigación conviene al historiador in spe elegir un tema que cumpla con cinco requisitos: que sea posible, original, actual, útil y del gusto de uno. Un tema es posible si las fuentes son suficientemente abundantes y de fácil acceso. Es original si aún no ha sido trillado por otros estudiosos. Es actual si se relaciona con algún problema que en el presente ocupa y preocupa a la gente. Es útil si hace avanzar el conocimiento histórico como tal o ayuda a esclarecer desde el pasado algún proceso que se vive hoy. Finalmente, es del gusto de uno cuando le nace de manera espontánea en vez de ser inducido o impuesto por personas ajenas. El aprendiz que da sus primeros pasos en el terreno de la investigación puede pedir consejo a sus maestros en lo referido a los cuatro primeros puntos, pero sería fatal si aceptara un tema por ser de la conveniencia de algún profesor y no de su propio interés.

En mi caso ningún mentor influyó en mi elección, más bien al contrario. Mis compañeros en el trabajo pastoral consideraban mi labor de poca relevancia, ya que no veían en qué pudiera ayudar a solucionar la problemática lacerante que soportaban los campesinos tzeltales. Tuve, pues, entera libertad para resolver no sólo la cuestión de mi gusto sino también los otros cuatro asuntos.

Así, escogí los dos objetos de estudio que ahora, tres décadas después, siguen cautivando mi atención: la selva Lacandona y las comunidades mayas. No lamento mi decisión. Indagar el pasado de ambos mundos ha sido una aventura que resultó sorpresivamente fructífera y que me ha procurado enorme satisfacción personal. Gracias a ella pude dominar poco a poco las dos disciplinas en las cuales me fui especializando sobre la marcha: la historia regional y la etnohistoria. Los resultados están a la vista. Escribí no menos de cuatro libros sobre la selva Lacandona: la antología Viajes al Desierto de la Soledad (primera edición: SEP-CIESAS, 1988; segunda edición corregida y aumentada: Miguel Ángel Porrúa-CIESAS, 2003) y la trilogía publicada por el Fondo de Cultura Económica bajo los títulos La paz de Dios y del rey (primera edición: Fonapas, 1980; segunda edición: FCE-SEC, 1988), Oro verde (FCE-ICT, 1988) y Una tierra para sembrar sueños (FCE-CIESAS, 2002). Por otra parte, de mi preocupación por los indígenas de Chiapas hablan sobre todo dos textos: Vivir en frontera (INI-CIESAS, 1994,1997) y Nuestra raíz (Clío-CIESAS, 2001).

Escribí todos estos libros con pasión, y el hecho de haber encontrado no sólo editores sino también lectores me confirma que los temas elegidos respondieron a las cuatro condiciones de posibilidad, originalidad, actualidad y utilidad mencionadas arriba. La trayectoria de la selva Lacandona y el destino de la población indígena de Chiapas cobraron especial importancia en la segunda mitad del siglo XX. Por varias razones ambos procesos ocupan un lugar de excepción en la historia reciente de México. La colonización campesina, la organización indígena, la formación de una iglesia autóctona, el refugio guatemalteco y el movimiento zapatista que allí se dieron, o bien son exclusivos de la región o bien se verificaron allí con mayor intensidad que en otras partes del país.

 

¿PLANEÉ EL TRABAJO?

Con el fin de no perderse en el camino, al historiador le conviene trazar con anticipación la ruta, fijando el rumbo y el derrotero del viaje. En otras palabras, debe planear el trabajo. Son cuatro las exigencias que aquí han de tomarse en cuenta. En primer lugar, está la obligación de "hacer ciencia", lo que significa en este momento inicial convertir el tema escogido en problema. Sólo así es posible formular las hipótesis que darán aquella mirada alerta y crítica, tan indispensable en cualquier indagación seria. Si no se toman estas dos medidas previas, el historiador no pasará de ser un simple contador de cuentos, pero sin la gracia del cuentero, especialista en ese oficio. La formulación de hipótesis es un acto que exige una buena dosis de imaginación creativa, pero no puede darse en el vacío. Depende de un paso previo, el estudio exhaustivo de lo que ya ha sido escrito y discutido en torno al tema elegido. Los académicos antiguos daban a ese escrutinio panorámico el nombre latín de status quaestionis o "estado de la cuestión". Una vez presentado el tema como problema de investigación, enriquecido con la elaboración de las hipótesis y observado a la luz de opiniones previas, es posible dar el último paso de la planeación: el diseño de un esquema de trabajo provisional, anticipación de lo que un día será el índice del libro acabado. Sin ese proyecto es difícil mantener el rumbo y entonces se perderá mucho tiempo durante la investigación por venir.

¿Cómo he tratado de cumplir con ese tercer mandamiento? No tuve que desarrollar mucha imaginación para convertir en "problemáticos" mis dos temas. En 1973 buena parte de la selva Lacandona fue objeto de una intervención agraria por parte del gobierno federal. Por una desatinada resolución presidencial, más de 600 000 hectáreas de selva fueron adjudicadas a un grupo indígena que no llegaba a 600 personas. La medida unilateral excluyó de ese reparto populista a otras treinta comunidades cuyos miembros rebasaban los 3 000 individuos. Surgió así un problema social y político que no dejaría de crecer en las décadas posteriores. No es exagerado afirmar que aquel funesto decreto fue la causa lejana del alzamiento zapatista que en esa misma región tomó cuerpo a partir de 1984 y aún persiste. En cuanto a la población indígena en general, ella también por sí sola se había vuelto "problemática" desde el momento en que empezó a organizarse y a exigir sus más elementales derechos frente al gobierno estatal y los demás sectores pudientes de la sociedad chiapaneca.

Reconozco que me vi obligado a renovar y corregir continuamente mis hipótesis iniciales al ver multiplicarse las investigaciones sobre Chiapas en las diversas ciencias sociales. Al principio era yo uno entre pocos, después tuve que hacer todo lo posible para no desaparecer entre el montón. El acervo de libros y artículos ha crecido enormemente en cantidad y calidad, de manera que el "estado de la cuestión" se ha vuelto extremadamente complejo. También la sociedad bajo escrutinio se fue diversificando y por esta razón se hizo cada vez más difícil de analizar, como lo ilustran de manera elocuente dos fenómenos que afectaron a la gente común y corriente —el primero— y al selecto mundo de la academia —el segundo. En 1950 la abrumadora mayoría de los chiapanecos eran feligreses católicos y afiliados al PRI. Ahora, medio siglo después, sus hijos y sus nietos confiesan una multitud de credos religiosos y se pelean el poder político desde una decena de partidos y un número aún mayor de movimientos populares. Igualmente en 1950, Chiapas carecía por completo de universidades y centros de investigación científica. Ahora, medio siglo después, los jóvenes pueden escoger entre más de cincuenta instituciones de educación superior. En medio de esa inusitada efervescencia social y cultural la reflexión pausada es más que nunca una exigencia. ¡Razón suficiente para no cansarse de seguir formulando hipótesis originales y elaborar nuevos proyectos de investigación!

 

¿BUSQUÉ LA INFORMACIÓN?

Los manuales de historiografía distinguen por lo general cuatro tipos de fuentes que nos hablan del pasado y por ende están disponibles para su interpretación: escritas, orales, monumentales y rituales. Como bien se sabe, los documentos escritos siempre han ocupado un lugar de privilegio, a grado tal que muchos libros de historia se apoyan exclusivamente en aquéllos. La clásica distinción entre fuentes primarias (documentos manuscritos) y secundarias (textos publicados) se refiere sólo a esa primera clase de información. Ese amor desmedido por las letras se entiende si nos damos cuenta de dónde y cuándo nació la historia como ciencia moderna: la Europa del siglo XIX. Sin embargo, no es justificable en obras que pretenden indagar el pasado de sociedades o sectores sociales en buena parte ágrafas. A pesar de que México es un país que sólo es conocible incluyendo el uso de las otras tres variantes documentales, poco o nada se ha hecho al respecto en sus universidades. ¿Dónde existe una cátedra de crítica histórica que capacite a los alumnos a manejar las fuentes orales, rituales, monumentales? ¿Cuánta gente leída e instruida sigue confundiendo tradición oral con historia oral? ¿Quiénes entre los historiadores se atreven a abrir el desconcertante abanico de ritos e incluir sus mensajes cifrados en la reconstrucción del pasado? ¿Quiénes están dispuestos a imitar a los arqueólogos en su afán de reconstruir procesos sociales, económicos y políticos a partir de algún artefacto, edificio, imagen? ¿Existe entre nosotros disposición para dejarnos ayudar por los antropólogos, lingüistas y folcloristas en el desciframiento del lenguaje hablado, cantado y figurado?

Por mi parte confieso que no he cumplido a cabalidad con el cuarto mandamiento. Formado a la antigua, pensé durante mucho tiempo que bastaba el documento escrito para la reconstrucción del pasado. Comencé la búsqueda de datos, como debe ser, en las fuentes secundarias, tanto las crónicas coloniales como las obras decimonónicas y más recientes. Pronto descubrí que las bibliotecas públicas en Chiapas eran casi inexistentes. En cambio, un pequeño número de instituciones académicas habían hecho, o estaban haciendo, un esfuerzo loable para construir acervos dignos de consulta. Pasé, pues, largos ratos leyendo libros y folletos en la Casa Na Bolom, el Centro de Investigaciones Ecológicas del Sureste, la Fundación Arqueológica Nuevo Mundo y el Centro de Estudios Indígenas, todos ubicados en la ciudad de San Cristóbal de las Casas. Al mismo tiempo empecé a comprar a diestra y siniestra las publicaciones más importantes que se habían escrito sobre Chiapas. No hubo entonces otra manera de tener acceso a la materia prima indispensable para poner la base de cualquier investigación futura. El hambre y la sed de conocimiento me llevaron varias veces a las ciudades de México, Guatemala y Villahermosa, donde conseguí libros que aún conservo como reliquias. Entre ellas destacan las ediciones primas de las obras de Manuel Trens, Emeterio Pineda y Marcos Becerra. Una visita a la Academia de Historia y Geografía de Guatemala me proporcionó la oportunidad de adquirir la crónica de fray Francisco Ximénez. En cambio, la Historia de fray Antonio de Remesal la conseguiría años más tarde de paso por Madrid, en el camino a Sevilla y su Archivo General de Indias.

¡El Archivo de Indias de Sevilla! Pasé más de medio año en esta Meca de la historia colonial iberoamericana. Cumplí así con creces el mandamiento moral y académico de peregrinar, por lo menos una vez en la vida, a ese imponente depósito documental. Tuve la fortuna de poder trabajar aún en los documentos mismos, antes de la computarización posmoderna que también allí se está imponiendo. Ha sido, sin duda, una de las experiencias más positivas en mi vida de investigador. La búsqueda de información documental es la fase más gratificante de nuestro trabajo, porque raras veces transcurre un día en que no aparezca en los folios hojeados algún dato nuevo y fresco, con posibilidades de ser utilizado después. Recorrí con la energía propia del neófito los diversos fondos que la administración de la corona española había creado a lo largo de tres siglos. Encontré la información más abundante en Audiencia de Guatemala, ya que la mayor parte del Chiapas actual había formado parte de aquella jurisdicción durante casi 300 años. Datos adicionales fueron apareciendo en Contaduría para los asuntos económicos, en Justicia y Escribanía de Cámara para los judiciales, en Patronato para los civiles, militares y eclesiásticos, y en Indiferente General que, como dice su nombre, alberga documentos de toda índole. Resultado de esa exploración fue un acervo de más de medio centenar de microfilmes y un catálogo mimeografiado en dos tomos que fueron a parar a cuatro centros de investigación, dentro y fuera de Chiapas. Esta selección, a pesar de no ser exhaustiva, ha facilitado el trabajo a varios colegas míos, aunque esta ayuda no siempre ha sido reconocida públicamente por ellos. Comprendí así el escaso valor que en nuestro medio se sigue atribuyendo a la ardua cuanto indispensable labor de la catalogación archivista.

¿Por qué emprendí la trabajosa expedición a Sevilla en vez de quedarme a buscar y revisar primero lo que hubiera podido encontrar en casa? La razón es muy simple. Chiapas es tal vez el estado mexicano que menos documentación conserva en sus archivos locales. Los acervos que en Oaxaca y Mérida, por ejemplo, constituyen verdaderos monumentos coloniales, en Tuxtla Gutiérrez y San Cristóbal han sido o bien destruidos casi por completo (el civil) o severamente mutilados (el eclesiástico). Se trata de una pérdida irreparable, no sólo en cantidad sino también en calidad. La administración local es la única que refleja de manera directa y orgánica a la realidad procesada. En cambio, la información enviada a la lejana España es, salvo pocas excepciones, la que la autoridad provinciana debía o quería despachar. Es decir, que respondía no pocas veces al interés, por parte de sus emisarios, de omitir, minimizar o exagerar los hechos.

Este problema de credibilidad afecta asimismo a la documentación que sobre Chiapas se guarda en el Archivo General de Centroamérica. En él, igual que en el de Indias, puede hallarse documentación de las diversas ramas administrativas, tanto en el fondo llamado Chiapas como en el titulado Guatemala. Del primero hice de nuevo un catálogo, esta vez exhaustivo que, asimismo, acompañado de los microfilmes correspondientes, se encuentra también en las instituciones arriba mencionadas. Sin embargo, han quedado en mi fichero más de dos mil referencias recopiladas del fondo Guatemala. Esperan ser rescatadas por algún colega más joven y dinámico que yo, dispuesto a ordenarlas y así ponerlas también a disposición de los estudiosos.

En comparación con los acervos de Sevilla y Guatemala, los demás archivos dentro y fuera de Chiapas deben considerarse de segunda opción. Entre ellos destaca el Archivo Diocesano de San Cristóbal, a pesar de haber sido seriamente mutilado al caer en manos de las tropas carrancistas en 1915. Muchos documentos fueron entonces destruidos junto con los libros de la valiosa biblioteca sobre la historia de Chiapas que había formado monseñor Orozco y Jiménez durante los 24 años que gobernó la diócesis de San Cristóbal de las Casas. Cuenta la gente que únicamente se salvaron aquellos legajos que el padre Flores, entonces cura de la catedral, logró sacar durante la noche anterior al saqueo. Si esa información oral es cierta, el encargado no tenía gran interés en la documentación más antigua, porque son casi inexistentes los papeles que se refieren a los siglos XVI y XVII. Un segundo atentado archivístico fue perpetrado en fecha muy reciente al ser desmembrados legajos y expedientes. La pedacería así obtenida ha sido catalogada con base en una clasificación absurda por inepta. Además, en el proceso de restructuración varios documentos muy valiosos se extraviaron y siguen hasta la fecha en condición de desaparecidos. El archivo civil, resguardado en el palacio de gobierno de San Cristóbal, no fue víctima de igual atropello, sólo porque en 1863 ya había perecido en un incendio que destruyó el edificio que lo albergaba. La escasa documentación producida después por la administración estatal en Tuxtla Gutiérrez fue destruida en 1915 por los mismos soldados que subieron más tarde al valle de Jovel.

Para infortunio nuestro el Archivo Diocesano de San Cristóbal no es el único monumento colonial de esta índole que ha padecido "arreglos" que en realidad son verdaderos atentados contra la archivonomía. Algo similar sucedió en el ya mencionado Archivo de Centroamérica (ACA) en Guatemala y en el Archivo General de la Nación (AGN) en México. Allí también se remplazó la organización de procedencia, creada orgánicamente durante siglos, por una ordenación, temática en el primer caso, y alfabética en el segundo. En el AGN de México, por ejemplo, el estudioso debe recorrer los ficheros de la A a la Z, empezando con abastos y pasando por cabildos, caciques e indios, capellanías, censos, colegios, competencias, conventos, curas, diezmos, ejidos, encomiendas, fincas, minas, obras pías, pleitos civiles y criminales, poblaciones, policía, resguardos, residencias, testamentarias, tierras, hasta terminar con tributos. En el ACA de Guatemala le espera un desmenuzamiento aún mucho más rígido que roza a lo maniático. Joaquín Pardo, quien fue el encargado del archivo de 1935 a 1964, introdujo una clasificación que, además de ser numérica (lleva número de expediente y número de legajo), indica también el contenido de cada documento (indica su pertenencia a una de las tres grandes secciones del gobierno colonial —Superior Gobierno, Mando Militar y Real Hacienda— y dentro de ellas a un tema y subtema) y el año de su redacción.

El archivo eclesiástico de San Cristóbal tiene el nombre de diocesano, y no de catedralicio, porque alberga también una buena cantidad de documentos que provienen de las parroquias chiapanecas. Esta integración fue obra del obispo Orozco y Jiménez a principios del siglo XX. Sin embargo, varios pueblos conservaron sus expedientes in situ, no sólo los relativos a la administración eclesiástica sino también los civiles. En general estos acervos se encuentran en un lamentable estado de conservación. Me consta que desde hace una década se están haciendo esfuerzos para rescatar lo que escapó del abandono y la destrucción. Sin embargo, me acuerdo con amargura de las dos ocasiones en que pude presenciar personalmente el desprecio de la autoridad local por la "vieja papelería" arrinconada en algún cuartucho oscuro de la casa municipal. En Chiapa de Corzo y Comitán traté en vano de salvar sendos lotes de documentos a punto de ser llevados al basurero. Aún guardo como reliquia un expediente del siglo XIX sobre la secularización de las fincas dominicas de la Frailesca que logré apartar subrepticiamente y salvar así del holocausto.

Admito que no me he esforzado lo suficiente para entrar a otros archivos públicos resguardados en varios edificios gubernamentales de San Cristóbal y Tuxtla. Me desanimaba el difícil acceso a los acervos, su mal estado de conservación, su nulo ordenamiento y su escasa documentación sobre la época colonial, al principio de mi exclusivo interés. En aquellas décadas de los setenta y ochenta aún no se había iniciado el proceso de rescate que ahora conocemos y disfrutamos. Por esta razón dirigí mi búsqueda hacia colecciones privadas dentro y fuera del país. En San Cristóbal tuve la oportunidad de conocer el acervo de "libros raros" de la biblioteca de Na Bolom, antes de su saqueo. También me abrió las puertas de su biblioteca el profesor Prudencio Moscoso, aunque con la condición de dedicar primero buena parte de mi precioso tiempo a conversar con él antes de poder tener acceso a los documentos. Pero fueron sobre todo algunas colecciones estadounidenses las que me proporcionaron una cantidad nada despreciable de información adicional. Las localicé y aproveché en Nueva Orleans (Tulane University), Chicago (Newberry Library), Filadelfia (Philosophical Society), Berkeley (Bancroft Library), Austin (University of Texas Library) y, en menor grado, en Washington (Library of Congress). En todas estas visitas hice una recopilación más o menos exhaustiva, cuyas referencias fueron a parar a un fichero que, una vez más, espera ser transformado algún día en catálogo ad usum omnium. Me faltaron el presupuesto y el ánimo para emprender una gira parecida a través de Europa, pasando por ciudades como París, Londres, Berlín y, sobre todo, Roma. Allí, en la capital italiana, el Vaticano y las sedes de las órdenes religiosas que misionaron en Chiapas deben albergar documentación valiosa que aún está por localizar y conocerse.

Ha sido, pues, digna pero incompleta mi labor de recopilación de datos. Por esta razón creo que tarde o temprano todos mis libros serán corregidos y aumentados en cuanto a la información procesada. Aún mayor deficiencia observo en mis trabajos en cuanto al uso de las fuentes no escritas. ¿Merezco realmente llamarme etnohistoriador si veo el poco espacio que supe abrir a la interpretación de la tradición oral y ritual de las comunidades indígenas que pretendo haber estudiado? Reconozco que fue un grave error no haber aprendido algún idioma maya de Chiapas. Ahora, con la memoria averiada por la edad, siento que ya no tengo la capacidad de hacerlo, aunque sé que es la única manera de penetrar y moverse en el vasto y maravilloso mundo que se esconde en el cuento, el rezo, la palabra casual y el discurso festivo. Tampoco tuve mayor preocupación por incluir en mis interpretaciones el análisis de imágenes, ni siquiera al abordar temas de historia reciente para los cuales la iconografía ya abunda. Es otro defecto más con el que cargo debido a la formación que recibí en una escuela exageradamente fascinada por las letras. Por fortuna, también en Chiapas aquellas fuentes, por tanto tiempo despreciadas, se están rescatando e integrando en el estudio del pasado y el presente de la población. Son sobre todo los indígenas, mucho más necesitados de ver su cultura afirmada y aceptada por propios y extraños, los que están dedicados a esa noble tarea.

 

¿ALMACENÉ LOS DATOS?

El tipo de fuentes escogidas determina no sólo la manera de recopilar la información allí encontrada sino también el modo de almacenarla. Si de documentos escritos se trata, hay que hacer anotaciones; si de documentos orales, grabaciones; si de documentos visuales, fotografías y filmaciones. De nuevo, el historiador tradicional recurre principalmente a la primera vía de almacenamiento. Mi caso no fue la excepción. Ya mencioné más arriba los ficheros a donde fueron a parar las referencias a los documentos que localicé en los diversos archivos y demás acervos. La redacción de fichas bibliográficas, escritas a mano o mecanografiadas, es el primer paso en esta quinta etapa de la investigación. Le sigue, como segunda fase, la elaboración de las llamadas fichas de trabajo, de tamaño media carta y de nuevo escritas a mano, mecanografiadas o computarizadas.

Confieso que llevo ya 30 años escribiendo mis fichas con lápiz y corrigiéndolas con goma sobre la marcha. No supe —o no quise— aprovechar el momento de subir al tren expreso de la informática posmoderna. No acostumbro llevar mi lap-top a los archivos y anotar allí en directo lo que considero de importancia en algún documento. Sigo, pues, llenando por escrito infinidad de tarjetas y no dejo de colocarlas con esmero en cajoncitos de madera que mandé fabricar especialmente para ese fin. Como debe ser, pongo en cada ficha dos encabezados: el primero (a la izquierda) se refiere al asunto de interés, y el segundo (a la derecha) indica el capítulo del libro en gestación donde pienso utilizar el dato. El hecho de haber elaborado de antemano ese índice provisional me da la posibilidad de seleccionar de inmediato el dato relevante y no perder tiempo en copiar todo lo que encuentro. Sin embargo, prefiero exagerar en la anotación en vez de ser parco, porque más adelante me estará esperando un segundo filtro por el cual pasarán sólo los datos dignos de ser integrados en el análisis posterior. La disposición de las fichas por capítulos revelará pronto si cada uno está respaldado por suficiente documentación. En el caso contrario, elimino el apartado sin futuro y reestructuro el índice provisional sobre la marcha, en vez de dejar esa intervención para la redacción final.

De nuevo, llevo tres décadas haciendo fichas y no veo la necesidad de cambiar una técnica que me ha dado buenos resultados. Todos mis libros y artículos están endeudados con ella y aun los datos de historia y tradición oral, captados en grabaciones, fueron después convertidos por mí en notas escritas. Muy recientemente, al tener que cambiar de casa y enfrentar el traslado de aquellos cartoncitos pesados, decidí deshacerme de la mayoría de ellos, junto con los libros que no había yo abierto en los últimos cinco años. Procuré seguir así el ejemplo de Daniel Cosío Villegas quien, una vez terminada una obra, acostumbraba eliminar de su biblioteca privada lo que él consideraba digno de ser trasladado a la naciente biblioteca de El Colegio de México.

 

¿INTERROGUÉ LAS FUENTES?

Este sexto mandamiento constituye, junto con el séptimo, el plato fuerte de toda investigación histórica. Luis González, en su libro mencionado, llama ese paso "el proceso a las respuestas de la fuente". Yo prefiero poner el acento en el interrogatorio que es la primera fase del diálogo entablado por el investigador con los documentos. Le toca en este momento preciso aplicar la famosa crítica histórica, explicada con tanta precisión en los manuales de los eruditos decimonónicos Ernst Bernheim, Charles Victor Langlois y Charles Seignobos. Sin embargo, son pocos los historiadores que siguen a la letra las cuatro operaciones fundamentales allí establecidas y que responden a las siguientes preguntas: 1) ¿Quién es el autor de la fuente y dónde, cómo y cuándo la escribió?; 2) ¿pudo y quiso transmitir información verdadera?; 3) ¿cómo entender bien lo que dice?; 4) ¿su testimonio concuerda, completa o contradice otros testimonios? Luis González es el primero en aconsejarnos tomar con un grano de sal aquel requerimiento de autenticidad, credibilidad, significación y concordancia que debemos hacer a las fuentes que pasan por nuestras manos. Si lo tomamos demasiado en serio, corremos el peligro de caer víctimas de un positivismo que mata toda creatividad.

Me sentí, pues, respaldado por la autoridad del maestro michoacano, cuando opté por no dejarme quitar el sueño por los lineamientos severos que mi profesor de historiografía medieval, formado en la más ortodoxa línea positivista, me había inculcado desde su cátedra en la Universidad de Lovaina. Sin embargo, no pude resistir la tentación de intentar, a guisa de divertimento, algún ejercicio de crítica histórica en relación con la historiografía colonial de Chiapas. La víctima de mi requisitorio resultó ser fray Antonio de Remesal al descubrirle una serie de errores en la versión que sobre la conquista presenta en su Historia de 1619. Entre los más de veinte tropezones destaca su aceptación del suicidio colectivo de los antiguos chiapanecas en el cañón El Sumidero. Al someter esa afirmación a un riguroso examen de crítica interna llegué a la conclusión de que estaba yo frente a una hermosa leyenda. El paso siguiente fue elaborar una hipótesis de trabajo capaz de cautivar mi interés y el de mis futuros lectores. ¿Cuál podría haber sido el acontecimiento que dio pie a la elaboración legendaria y cuándo, cómo y por quién fue creada esa grandiosa mitificación? Mis indagaciones tuvieron como primer resultado el ensayo La batalla del Sumidero (Katún, K) 85,e INI, 1990). La satisfacción que me había procurado su escritura fue de corta duración, ya que pronto fui acusado de agredir los cimientos mismos de la identidad chiapaneca. De este combate entre mi razón individual y los sentimientos de toda una comunidad era obvio quién iba a salir ganando. Ningún peso tuvo aquí el argumento de que un pueblo que se suicida en su totalidad no deja descendencia y que por lo tanto los chiapanecos de hoy difícilmente pueden ser los herederos de aquellos que se tiraron de las peñas al río que dio nombre al estado.

Aprendí de mi desventura intelectual y ya no incluí el tema del suicidio colectivo en otro ensayo que publiqué bajo el título Los enredos de Remesal (Conaculta, 1992). Confieso que fui demasiado severo con el fraile dominico que sufrió la cárcel en Guatemala por haber osado escribir algunas verdades sobre los poderosos de su tiempo. El libro sigue gustándome porque considero haber logrado un texto que une de manera satisfactoria dos temas que entonces eran de mi interés particular: la interpretación acuciosa de las fuentes coloniales y el nacimiento de la sociedad chiapaneca. Junto con La batalla del Sumidero ha sido mi contribución, muy modesta por cierto, a la crítica histórica. Una vez hecho el ejercicio, me despedí de esta subdisciplina con la certeza de haber cumplido ampliamente con sus exigencias poco gratas pero a veces indispensables si queremos dominar el oficio a la perfección. Ésta, sin embargo, tiene que ver, mucho más que con el escrutinio negativo de las fuentes, con el saber explicar e interpretar los datos que ellas nos proporcionan. Eso me lleva al mandamiento que ocupa en mi decálogo el séptimo lugar. De su examen depende realmente si pertenezco o no al gremio de los historiadores. Ya no puedo, pues, evitar hacerme la siguiente pregunta:

 

¿EXPLIQUÉ LOS SUCESOS?

La interpretación de los sucesos, una vez que éstos han pasado el examen de su credibilidad y valor interno, es la verdadera esencia del quehacer histórico. Para realizarla están disponibles varios modelos que sólo en teoría existen en estado puro y se aplican de manera exclusiva. En la práctica se da generalmente una combinación de varios, aunque casi siempre uno de ellos predomina. De esta manera han sido escritas las grandes obras de historiografía y hacemos bien en seguir el ejemplo de los maestros. Son cuatro los modelos explicativos más comunes, cada uno de ellos inspirado por un enfoque distinto que les da su forma y contenido especial. Opera aquí, además de una posición ideológica, la inclinación particular de cada historiador. Unos prefieren explicar los procesos desde una visión holística, otros por las intenciones de sus protagonistas, otros por sus antecedentes, otros por su inmersión en estructuras más amplias que les dan sentido. Detrás de estas operaciones se esconden cuatro corrientes que podrían asustar por su nomenclatura: totalitarismo, intencionalismo, positivismo y estructuralismo. Son los "ismos" que uno aprendió de joven en la universidad y vio aparecer en los clásicos que tuvo que leer. Pero una cosa es la escuela y otra el espacio que uno se abre después por gusto personal y según las condiciones que ofrece la vida.

El gusto me llevó a preferir la segunda y la tercera vías, las circunstancias me llevaron a incluir en mis análisis interpretativos también las otras dos. Confieso que me encanta armar un buen relato que avanza en el tiempo y relaciona causas y efectos. Lo hice en la mayoría de mis libros, pero sobre todo en la trilogía de la selva Lacandona. En efecto, en esa obra traté de llevar a mis lectores por una larga travesía que se inicia con la conquista de aquella región por los españoles y termina en el umbral del tercer milenio. En aquellos tres libros fui también en búsqueda de los personajes clave que a mi modo de ver desencadenaron o padecieron los procesos. Llevado a sus últimas consecuencias, este afán desemboca en la escritura de una biografía histórica. Incursioné una sola vez en este género, pero lo hice con enorme satisfacción. Allí está como testimonio el pequeño libro que dediqué a la memoria de un hombre excepcional que en la segunda mitad del siglo XVI recorrió lo más inhóspito de Chiapas y Tabasco: Fray Pedro Lorenzo de la Nada (Conaculta, 2001).

Narrar sucesos y verlos protagonizados por sujetos humanos ha sido, indudablemente, mi ocupación preferida. Sin embargo, pienso que no he descuidado en demasía los otros dos modelos. Nunca pudo convencerme la receta holística de la interpretación marxista, pero sí opino que cualquier proceso histórico, tanto global como local, puede ser tratado como situación conflictiva. Una vez aceptada esa categoría universal del conflicto, toca sin embargo detectar y reconstruir con mucha finura las muy diversas maneras en las que aquél se vive según el momento y el lugar. Puse mi grano de arena en este sentido al introducir en dos ocasiones el concepto de frontera, que considero como una variante de la eterna confrontación que opone y acerca a grupos o personas. Nací en un país dos veces invadido por su vecino oriental en tiempos recientes y, además, dividido desde el siglo V por una invisible pero muy real barrera lingüística. Tal vez por eso desarrollé una sensibilidad especial hacia las dos fronteras padecidas por la mayoría de la humanidad: la férrea frontera-límite, inmóvil y nítida, que divide drásticamente en dos un territorio o grupo étnico, y la no menos poderosa frontera-frente, móvil y dinámica ésta, que permite a personas o comunidades humanas crear espacios sobre los cuales después deciden avanzar o retroceder. No cabe duda de que experiencias muy personales originaron la escritura de dos libros míos que abordan esa doble temática: Las fronteras de la frontera sur (UJAT-CIESAS, 1993) y Vivir en frontera. La experiencia de los indios de Chiapas (INI-CIESAS, 1994 y 1997).

Es, sin duda, el modelo estructuralista el que menor atracción ha ejercido sobre mí. Sé que el hombre no se explica sin tomar en cuenta los condicionamientos que le imponen la naturaleza, la geografía, la economía, la psicología, la cultura, la ecología y otras situaciones más. Pero reconozco que siempre me ha costado ejercer esa mirada, más horizontal que vertical, que identifica e interpreta los sucesos por su pertenencia a procesos de larga duración o entornos de vasta extensión. No soy, pues, aficionado de los Annales, aunque aún admiro en varios colegas míos su capacidad de escribir textos que aplican las enseñanzas de aquella venerable escuela francesa. Tampoco me fascina demasiado la tentación braudeliana de explicar los sucesos desde su inserción en algún sistema de alcance mundial. Siete años de estudios de filosofía y teología me causaron una indigestión especulativa que fui curando después con un tratamiento basado en una mayor atención a lo concreto y local. Sigo con esta dieta hasta la fecha y confirmo que me he sentido bien al aplicarla más o menos disciplinadamente.

 

¿ESTRUCTURÉ LOS APUNTES?

La opción por algún modelo explicativo está íntimamente ligada al empleo de cierto estilo de exposición. Siguiendo al maestro Luis González, se pueden distinguir cinco maneras de estructurar los apuntes: la investigante, la polémica, la narrativa, la estructural y la comparativa. De nuevo, estos estilos nunca se dan en estado puro sino en combinaciones más o menos ágiles donde uno de ellos predomina. Es investigante una obra cuando su autor reproduce para el lector el camino que recorrió para obtener el resultado de su investigación. Es polémica cuando contrapone su propia y nueva versión a otra tesis ya establecida, pero considerada por él como inválida o insuficiente. Es narrativa cuando presenta los sucesos en forma cronológica, sin por ello reducir la exposición al simplismo de una crónica. Es estructural cuando se acerca al pasado como si fuera un presente observado con método de sociólogo, economista, antropólogo o politólogo. Es comparativa, finalmente, cuando hace resaltar las características de su tema de estudio contraponiéndolo a otro caso real o idealizado.

Si observo el conjunto de mis publicaciones debo reconocer que en ellas predomina el gusto de narrar y que los demás elementos han sido aplicados con mucho menor frecuencia e intensidad. Lo polémico y lo investigante están especialmente presentes en La batalla del Sumidero y Los enredos de Remesal, libros que deben mucho a las enseñanzas pioneras que dio Edmundo O'Gorman en su ensayo Destierro de sombras. Pero, claro, hay una diferencia enorme entre su magistral cuestionamiento del origen de la devoción a la Virgen de Guadalupe y mi modesta indagación sobre el mito del suicidio heroico de los antiguos chiapanecas. También de polémico se podría calificar mi folleto El sentimiento chiapaneco (Cecytech, 1998), ya que califica de "fraude electoral" el plebiscito por el cual en 1824 se decidió la agregación de Chiapas a la República Mexicana. En cuanto al estilo comparativo, veo que éste se me ha dado más al yuxtaponer procesos similares, ocurridos no tanto en latitudes diferentes sino en distintos momentos del mismo devenir histórico. Pienso, por ejemplo, en artículos como "La comunidad fracturada" (2000) y "Los indios de Chiapas frente al poder establecido" (2001) donde llamé la atención sobre varios escenarios de violencia en el mundo indígena que se parecen tanto que dan la impresión de repetirse, a pesar de una separación de siglos en el tiempo.

 

¿COMPUSE LA OBRA?

Ningún conocimiento científico nuevo vale la pena si no llega a comunicarse a los demás. Los últimos dos mandamientos refieren a esa conditio sine qua non en el caso de la investigación histórica. El noveno se ocupa de los criterios que deben regir la comunicación; el décimo, de los diversos públicos a los cuales uno puede dirigirse y de los medios que están a su disposición para ese fin. Los criterios se reducen, por experiencia propia y ajena, a tres elementos fundamentales que no pueden faltar si no queremos correr el riesgo de ver naufragar toda nuestra empresa. Nuestro libro o artículo de historia debe ser: 1) riguroso en su contenido; 2) armonioso en su composición, y 3) atractivo en su exposición. Es decir, que no basta comunicar a secas, hay que tratar de hacerlo con seriedad, elegancia y claridad. Hay en el mercado muchos textos que nos enseñan cómo no hacerlo, ya que son o superficiales o mal escritos o aburridos. Pero también están a la mano obras cuyos autores procuraron responder a las tres exigencias del canon clásico de la perfección: producir algo verdadero, bello y bueno.

¿Cumplí con este triple precepto al escribir mis libros y dar mis clases y conferencias? Sería muy presuntuoso contestar afirmativamente. Sin embargo, sí ha sido mi preocupación, desde el primer texto que escribí, responder a las tres condiciones mencionadas y establecer un equilibrio entre ellas. Pero son mis lectores y oyentes los que tienen aquí el derecho de emitir un juicio. ¡Que ellos decidan si he sido serio, claro, interesante y didáctico al formular mis opiniones, hipótesis, deducciones y conclusiones! Pero, ¿de qué público se trata realmente? Para saberlo falta examinar mi compromiso con el último precepto:

 

¿COMUNIQUÉ EL RESULTADO?

Ya vimos más arriba que una investigación es vana si no llega a comunicar sus resultados. Ya vimos también a qué virtudes la comunicación debe aspirar para que sea aceptable. Pero aún falta ver cuál puede o debe ser el público al que se dirige y cuáles los medios disponibles para llevarla a cabo. ¿Hemos decidido seguir moviéndonos en el alto nivel académico que se nos exigió para la elaboración de nuestras tesis de grado o estamos dispuestos a escribir y hablar a un auditorio más amplio? En el primer caso, nuestro público se reducirá al gremio de los colegas y la comunidad, siempre muy reducida, de aspirantes a investigadores o maestros. Pero si elegimos la segunda opción, se nos abre todo un abanico de grupos diferenciados según su edad, cultura y condición social. El tipo de público que entonces veremos enfrente —adultos, jóvenes, niños, campesinos, maestros de escuela, alumnos de secundaria y preparatoria, amas de casa, profesionistas de toda clase, etcétera— influirá poderosamente en la manera en que iremos comunicando nuestros resultados. Y una vez convencidos de las bondades de la divulgación, buscaremos otros caminos, además de la escritura, para llegar a nuestro público. No se excluye, por supuesto, la elaboración de textos accesibles, como son, por ejemplo, un libro en una colección popular o algún folleto ilustrado. Pero, ¿por qué no intentar canalizar nuestro conocimiento hacia una obra de teatro, un programa televisivo, una serie de pláticas radiales, un guión museográfico, un video, etcétera?

Admito que opté por la segunda opción desde el momento en que me senté a escribir mi tesis de doctorado, en la misión de Bachajón. La batalla diaria con el idioma escrito a través de un diccionario de bolsillo neerlandés-español me impuso la condición inevitable de expresarme en un lenguaje sencillo. No he podido ni querido desviarme de ese camino que escogí hace 30 años; en cambio he tratado de seguir fiel a la decisión, asimismo tomada entonces, de poner mi trabajo al servicio de la causa indígena, sin por ello olvidarme de la seriedad que exige la investigación. De vez en cuando algún lector u oyente me hace llegar señales de que tomé la decisión correcta. Si he logrado dirigirme a un público amplio y diverso, lo debo en buena medida a los años que aprendí a predicar en el templo frente a los auditorios más diversos y complejos. Allí también me inicié en el arte de utilizar imágenes y parábolas en vez de limitarme a conceptos abstractos, siempre con el fin de llegar mejor a la gente. He incursionado en los terrenos del video, del programa de radio, de la entrevista televisiva, del guión museográfico; pero han sido muy esporádicas estas experiencias. Sigo siendo un hombre de libros que pasa la mayor parte de su tiempo sentado en un escritorio. Mis esfuerzos de divulgación han desembocado en varias publicaciones, entre las cuales cuatro me agradan particularmente: Viajes al Desierto de la Soledad (1980, 2002), antología razonada de textos sobre la selva Lacandona en los últimos dos siglos; Nuestra raíz (2001), introducción a la historia de los pueblos indios de Chiapas en cinco lenguas (español, tzeltal, tzotzil, chol, tojolabal); Fray Pedro Lorenzo de la Nada (1980-2001), homenaje a un excepcional defensor de los indios de su tiempo, y El sentimiento chiapaneco, opus 1821-1824 (1992,1998), ensayo escrito con el fin de explicar, a través de la imagen de un cuarteto de música de cámara, la decisión que tomaron los chiapanecos de independizarse de España y agregarse a la nación mexicana.

Aquí termina mi interrogatorio con base en el decálogo del historiador. Con ello quise matar dos pájaros de un tiro. Formulé, en primer lugar, algunas inquietudes en torno a la memoria chiapaneca tal y como puede ser rescatada a través del estudio de sus múltiples fuentes y las obras que ya han sido escritas a partir de ellas. Y en segundo lugar me hice algunas preguntas sobre el alcance de mis propios intentos de historiar esa memoria.

Creo que el balance arroja, a pesar de los inevitables errores y omisiones, un saldo positivo. Así llegué a pensar al ver mi nombre en la entrada de la biblioteca del CIESAS-Sureste, centro que vio nacer varias publicaciones mías. Gracias por esta distinción, que se me da cuando aún puedo disfrutar plenamente de ella. Los libros que con los años coleccioné y ahora conforman mi modesta biblioteca personal están ya con ganas de enriquecer algún día el acervo que desde hoy lleva mi nombre.

 

Notas

* Bajo el mismo título, este texto fue publicado en una edición de autor en San Cristóbal de las Casas, 2004.

1 "El gusto por fabular"

2 "Como ha sido realmente".

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