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Desacatos

On-line version ISSN 2448-5144Print version ISSN 1607-050X

Desacatos  n.10 Ciudad de México  2002

 

Esquinas

 

Movimientos indios en América Latina. Los nuevos procesos de construcción nacionalitaria*

 

Miguel Alberto Bartolomé

 

Profesor-investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México.

 

Resumen

El análisis y estudio de los movimientos protagonizados por los pueblos indígenas, es decir, por las sociedades y culturas originarias del continente americano, ha puesto cierto énfasis en sus aspectos coyunturales y en su capacidad o incapacidad para transformar las situaciones de dominación económica y subordinación cultural por las que atraviesan en los distintos estados. En este ensayo el autor pretende caracterizar a dichos movimientos en tanto procesos de construcción nacionalitaria, entendidos como la búsqueda por constituir sujetos colectivos que apelan a una identidad  social compartida, basada en una tradición cultural propia o apropiada, y que pretenden relacionarse en términos igualitarios con los otros conjuntos culturales que forman parte de un mismo Estado.

 

Abstract

The analysis and study of movements carried out by indigenous peoples —that is the native societies and cultures of the American continent— has to some extent emphasized the aspects of juncture and their capacity or incapacity to transform the situations of economic domination and cultural subordination undergone in the different states. In this essay the author seeks to identify these movements insofar as processes of nationality-building, understood as the quest to establish collective subjects that appeal to a shared social identity, based on one's own or on an adopted cultural tradition, and which seek to establish relations on equal terms with the other cultural groups that make up that particular State.

 

Alguna vez los hombres son dueños de sus destinos. La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, si consentimos en ser inferiores

William Shakespeare, Julio Cesar, Ac. 1, Esc. 2.

 

LAS DINÁMICAS SOCIALES

Aquellos que creían que la historia humana tenía algún tipo de propósito, generalmente coincidente con sus propias voluntades ideológicas y políticas, suelen desorientarse ante la dinámica social contemporánea. Al igual que lo ha hecho siempre, el mundo está cambiando pero no en las direcciones que se habían previsto. El mercantilismo salvaje se expande por el planeta, en el marco de una globalización cuya complejidad tecnológica y supuesta universalidad, tienden a hacer olvidar su signo occidentalizante y su naturaleza hegemónica. Los aspectos económicos, culturales e ideológicos de la globalización, no suponen una participación equilibrada de los grupos sociales y culturales, que tienen acceso en forma diferencial a este inusitado desarrollo de los sistemas conectivos dentro de los cuales están ahora involucrados. Asistimos a procesos en los cuales muchos de sus protagonistas, incluyendo a la antropología, encuentran difícil definir el papel que desempeñan, de tal manera que todos pareciéramos estar condenados a ser arrastrados por un inevitable torrente histórico, olvidando que la historia depende de la voluntad de sus participantes. Como en el caso de todas las grandes transformaciones que ha experimentado la humanidad, la actual es también un momento propicio para la reflexión y la acción políticas, orientadas a imaginar y proponer modelos alternativos de convivencia, ante la rápida obsolescencia de los que hasta ahora se han impuesto como realidad constituida.

Kikapoo / Archivo INAH, facilitado por el Instituto Estatal de Documentación de Coahuila

Es en este momento y en esta coyuntura de aparente unificación y homogeneización planetaria, que los pueblos indios de la llamada América Latina reaparecen con toda su carga de alteridad cultural, en una escena de la que en realidad nunca estuvieron ausentes. No se trata de un nuevo fenómeno identitario eventualmente provocado por la "modernidad", como lo pretenden algunas propuestas constructivistas a ultranza, sino de la nueva visibilidad de una presencia que había sido negada por las perspectivas integracionistas de los estados y por la ceguera ontológica de políticos y científicos sociales. A partir de la década de 1960 en el ámbito andino y mesoamericano y, con mayor dificultad en las tierras bajas sudamericanas, tanto las políticas públicas estatales como las propuestas contestatarias trataron de inducir a los indígenas a considerarse sólo como campesinos, asumiendo que la inserción económica bastaba para entender sus demandas o definir su proyecto social. Pero las sociedades nativas han demostrado que, a pesar de que muchas fueron colocadas en posición de clases subordinadas por los diferentes marcos estatales, poseen una trayectoria histórica y cultural propias, así como una identidad social asumida en términos étnicos, que las diferencian de similares contextos de clase. Resulta contradictorio observar cómo aquellos que pretendían entenderlos sólo como campesinos carenciados, se sorprenden ahora ante las demandas étnicas de grupos humanos que habían pretendido definir sin comprender.1 La renuncia activa a las ópticas reduccionistas de las décadas pasadas implica recuperar la experiencia acumulada por la tradición intelectual de la que formamos parte, tratando de contribuir con nuestras reflexiones y propuestas a la construcción de sociedades culturalmente plurales y políticamente igualitarias.

El análisis y estudio de los movimientos protagonizados por los pueblos indígenas, es decir, por las sociedades y culturas originarias del continente americano, ha puesto cierto énfasis en sus aspectos coyunturales y en su capacidad o incapacidad para transformar las situaciones de dominación económica y subordinación cultural por las que atraviesan en los distintos estados.2 Pero más allá del análisis de coyuntura, demasiado ligado a contextos específicos que pueden hacer perder de vista su legitimidad histórica, su dimensión continental y sus aspectos comunes, pretendo ahora caracterizar a dichos movimientos en tanto procesos de construcción nacionalitaria,3 entendidos como la búsqueda por constituir sujetos colectivos que apelan a una identidad social compartida, basada en una tradición cultural propia o apropiada, y que pretenden relacionarse en términos igualitarios con los otros conjuntos culturales que forman parte de un mismo estado. Esta dinámica social está siendo protagonizada por sociedades que, en la mayor parte de los casos, carecen de un aparato político unitario propio que incluya a la totalidad de sus miembros. Ello hace aún más compleja la tarea de reconstruir o construir un sujeto colectivo basado en una comunidad de comunicación y de intereses, que permitirían constituirlos como pueblos dotados de una identificación conjunta, en términos similares a los de las naciones construidas por los estados (M. Bartolomé, 2001). Sin embargo, una lectura de los actuales procesos étnicos en términos nacionalitarios, destaca que las movilizaciones, más allá de sus objetivos puntuales, o apelando instrumentalmente a ellos, pretenden que las comunidades etnoculturales se configuren como sujetos políticos, sin que esto implique la necesaria construcción de un aparato estatal propio.

Muchos de los grupos etnolingüísticos que protagonizan estos procesos pertenecen a las tradiciones civilizatorias mesoamericana y andina, y están compuestos por una multitud de comunidades agrícolas débilmente integradas entre sí, aunque el conjunto de los hablantes puedan sumar millones.4 Por ello buscan encontrar en las matrices históricas, lingüísticas y culturales compartidas los referentes comunes que posibiliten la identificación colectiva. Otro es el caso de las sociedades organizadas en jefaturas, en sistemas segmentarios tribales o en bandas compuestas, que poseen mecanismos generalizados de identificación, generalmente basados en principios míticos, parentales o de reciprocidad, que aunque no excluyen los conflictos internos, permiten un mayor nivel de reconocimiento de la membresía étnica. Así las jefaturas kunas de Panamá se saben integrantes de un grupo mayor que habita en kuna yala; la parcialidad tribal mbya guaraní del Paraguay se piensa como tal, pero reconoce tanto la existencia como las diferencias que la reúnen y separan de las parcialidades Pai Tavyterá y Avá-Guaraní. A su vez, las antiguas bandas de tradición cazadora del chaco argentino y paraguayo, reconocen un cierto parentesco que las une, más allá de las diferencias lingüísticas, políticas o históricas que las separan. Algo similar ocurre con los norteños wicholes, yaquis o seris de México, cuyos sistemas de intercambio han posibilitado el mantenimiento o desarrollo procesal de identidades compartidas.

Un elemento a destacar es que en la actualidad las movilizaciones de todas las sociedades nativas, más allá de los sistemas organizativos preexistentes, se orientan a buscar tanto la inclusión de la mayor parte de los miembros de un mismo grupo etnolingüístico, como a desarrollar alianzas interétnicas intentando generar un incremento de su presencia y fuerza políticas ante el Estado. Aquí cabe destacar la diferencia que existe entre los grupos etnolingüísticos y los étnicos en sentido estricto: Los grupos étnicos constituyen unidades adscriptivas y, por lo tanto, identitarias, cuyos miembros se reconocen y son reconocidos como tales (F. Barth, 1976), lo que facilita la acción colectiva. En cambio, los grupos etnolingüísticos se corresponderían más con lo que A. Smith (1997: 18) denomina categorías étnicas, es decir, agrupamientos lingüísticos, históricos o culturales, a veces concebidos como tales sólo por lingüistas o antropólogos, cuya conciencia de colectividad puede ser muy tenue o nunca haber existido.5 Sin embargo, la historia, la proximidad lingüística o los rasgos culturales compartidos pueden constituirse como referentes fundamentales del proceso de construcción de una colectividad identitaria y eventualmente orientar las conductas políticas.

La actual globalización aspira a un supuesto universalismo, ahora no sólo propuesto por los estados sino también por las corporaciones transnacionales que buscan un mercado homogéneo de consumidores. Pero el aumento de los contrastes interétnicos que ponen frente a frente a culturas diferenciadas, a pesar de buscar homogeneizar, genera un incremento de las identidades que se confrontan entre sí. Ante estas fuerzas de la política cultural y del mercado, los movimientos indígenas aparecen como la expresión contestataria no sólo de sujetos políticos, sino también de alteridades culturales que buscan una ubicación dentro de contextos estatales y globales, que con gran dificultad comienzan a reconocer su derecho a la existencia. Esta presencia replantea no sólo la actual organización formal de los estados, sino también la imposición cultural y la misma propuesta política y social implicadas en su construcción histórica. Y es que la vigencia del pluralismo cultural cuestiona radicalmente el proyecto uninacional de los estados, que se ve confrontado con la presencia de los proyectos nacionalitarios alternativos que asumen las minorías étnicas. Trataré entonces, en las páginas siguientes, de justificar estas aseveraciones.

 

PROCESOS DE LA GUERRA FRÍA

Como todos, el siglo XX estuvo signado por importantes transformaciones en los sistemas sociales y en las estructuras productivas de América Latina. En un ensayo anterior he comentado que hacia la mitad del siglo XX el industrialismo basado en la sustitución de importaciones aumentó los desniveles económicos regionales locales por el desequilibro en la distribución de la tecnología y los ingresos. A su vez, el desarrollismo imperante supuso una nueva expansión hacia las fronteras interiores, es decir, aquellas áreas que habían permanecido un tanto al margen de los procesos económicos dominantes y que entonces fueron vistas como potenciales fuentes de nuevos recursos (M. Bartolomé, 1979). De hecho, fue en esta época que comenzaron a surgir los primeros movimientos indígenas amazónicos como respuesta a la nueva expansión criolla. La selvas tropicales de Perú, Bolivia, Brasil, Ecuador, Colombia, las Guyanas y Venezuela, fueron objeto de una invasión de colonos, ganaderos y frentes extractivos de recursos, orientada por el mito del "gran vacío amazónico" en Perú (R. Chase Smith, 1983), que en Venezuela se denominaba como área marginal/fronteriza (N. Arvelo-Jiménez, 2001), y en Brasil como la "frontera interna". Las áreas indígenas andinas, mesoamericanas, patagónicas y chaqueñas, sufrieron el impacto de la oferta desarrollista que reclutó masivos contingentes de mano de obra, a la vez que generó grandes obras de infraestructura (represas, carreteras) que afectaron negativamente a las poblaciones locales (M. Bartolomé, 1992), A su vez, la asimétrica dicotomía económica rural-urbana se hizo aún más visible, al tiempo que fue permeada por las migraciones campesinas e indígenas en búsqueda de las oportunidades laborales que teóricamente se ofrecían. Se fue incrementando así para los pueblos nativos la conciencia de que estaban incluidos dentro de formaciones estatales que no los representaban y que, en realidad, los consideraba como un obstáculo para alcanzar la dorada meta del desarrollo, entendido no sólo como objetivo económico, sino también como concreción local del proceso de occidentalización planetaria.

Por otra parte, desde los fines de la Segunda Guerra Mundial, cuando el mundo quedó aparentemente dividido en dos bloques irreconciliables, las consecuencias de este sórdido conflicto comenzaron a hacerse sentir en las sociedades nativas. Los países del llamado tercer mundo empezaron a ser utilizados como piezas en una vasta partida de ajedrez cuyo resultado final parecía ser la guerra termonuclear. Las llamadas "fronteras interiores", aquellas áreas marginales a las expansiones y los controles estatales, pasaron a ser percibidas como espacios ambiguos donde se podían producir eventuales confrontaciones entre las perspectivas hegemónicas. Y de hecho se produjeron. Estos espacios, muchas veces poblados por pueblos indígenas o un pobre campesinado, con frecuencia sometidos a los más bárbaros mecanismos de explotación neocolonial, constituían (y constituyen) un reservorio de profundo descontento social y político. En ellos fijaron su acción tanto las fuerzas armadas estatales orientadas por las doctrinas de "seguridad interior", así como algunos de los movimientos contestatarios de la época, intentando que las culturas locales participaran como peones en esa perversa partida de ajedrez que llevaba a la humanidad hacia el abismo.

Un ejemplo de lo anterior es que algunos grupos, como los aché-guayakí del Paraguay, cazadores y recolectores entonces de muy reciente contacto, fueron utilizados en la década de 1960 como guías por las tropas paraguayas que reprimieron la insurgencia guerrillera en las selvas orientales. En Argentina sectores de los pueblos chaqueños de tradición cazadora, entre ellos los wichi, intentaron ser reclutados por los movimientos contestatarios, haciéndose destinatarios de la represión cuya crueldad tipificaba a la dictadura militar instaurada en 1976. Cientos de mapuches chilenos debieron, al igual que miles de sus compatriotas, aceptar el exilio impuesto por el régimen militar, que desde 1973 ensangrentó a su país enarbolando la alineación con un occidentalismo fundamentalista. En todos los países del área amazónica, la geopolítica imperante pretendió considerar a los pueblos indígenas que habitaban las fronteras estatales, como eventuales partícipes de los conflictos internos. En las regiones andinas del Perú, la violencia mesiánica de Sendero Luminoso ofreció contradictoriamente un inusual acceso a la vida política a los quechuas, quienes habían carecido de opciones propias de participación en la toma de decisiones estatales. En la amazonia peruana, algunos pueblos como los asháninka fueron reclutados como combatientes por la guerrilla local en 1965, proceso favorecido por la identificación de un jefe rebelde con el héroe mesiánico histórico Juan Santos Atahualpa (M. Brown y E. Fernández, 1991), aunque más tarde debieron combatir a la guerrilla senderista con el dramático saldo de 3 500 muertos (R. Montoya, 1998).

En lo que atañe a América Central, poco es lo que se puede añadir respecto a la guerra interna de Guatemala,6 cuyos aspectos interétnicos son de sobra conocidos y que implicaron un crítico costo para la población nativa no combatiente, pero que era considerada "el agua del pez guerrillero", de acuerdo a los modelos de contrainsurgencia derivados de la experiencia estadounidense en Vietnam. A su vez, los nahuas pilpiles de Nicaragua pelearon con denuedo a favor de la insurrección sandinista, aunque poco después los mískitos, sumos y ramas de la costa atlántica, combatieron al mismo ejército insurgente que se suponía que los había liberado. La situación global fue de tal naturaleza en esta época, que se puede proponer que, con algunas excepciones, los ejércitos latinoamericanos constituyeron la institución estatal que con más frecuencia interactuó con los indígenas, hasta el punto que muchos llegaron a identificar a los militares con el Estado.

El hecho es que, si los siglos XIX y XX estuvieron signados por la expansión de las sociedades criollas sobre las tierras indígenas, el siglo XX ofertó también el fallido desarrollismo y después la conflictividad política de los estados, involucrados en las disputas hegemónicas y en sus propios procesos de democratización. Cabe señalar, sin embargo, que la gran difusión de las políticas educativas en la misma época alfabetizó a un creciente grupo de nativos, permitiéndoles tener acceso a un mejor conocimiento de sus contextos históricos y sociales. A su vez, la globalización comunicativa de las últimas décadas hizo que los sucesos locales fueran cada vez más conocidos en el ámbito global, provocando repercusiones en lugares diferentes o muy distantes a los de su surgimiento. La generalización de las organizaciones y políticas defensoras de los derechos humanos, les ofreció la posibilidad de contar con un foro internacional ante el cual argumentar las violaciones a los mismos, a la vez que plantear sus derechos individuales como derechos colectivos (R. Stavenhagen, 1998). Por otra parte, la participación en organizaciones de productores y la defensa de los derechos sobre recursos naturales o sus tierras de labor, aumentó de manera exponencial el conocimiento indígena sobre las lógicas estatales y las posibilidades de actuar respecto a éstas. Esto generó una nueva forma de pensarse a sí mismos en términos de conjuntos étnicos, que padecían similares problemas fundados en esa misma condición étnica. Asimismo, los partidos políticos, las iglesias, las organizaciones ambientalistas, los grupos defensores de los derechos humanos, los narcotraficantes7 y distintas organizaciones no gubernamentales enfocaron su acción en los pueblos nativos.

Así, hartos ya de esta situación, una de las decanas de las organizaciones etnopolíticas en América Latina, el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) de Colombia, señala en el llamado Documento de Jambaló las siguientes consideraciones críticas (CRIC, 2000):

...En el pasado y aún en el presente, hemos sido víctimas de una guerra que no es nuestra, no la entendemos ni la apoyamos... Constantemente hemos sido señalados de pertenecer a la guerrilla, al ejercito, al narcotráfico o a los paramilitares. Siendo víctimas de constantes invasiones ideológicas (religiones, partidos políticos de derecha y de izquierda, instituciones de gobierno y privadas, ONGs, entre otras) que confunden a nuestras comunidades...

Por otra parte, en la última década el neoliberalismo y su frenesí mercantil, afectaron a nivel económico a cada vez más regiones indígenas, determinando el desarrollo de movilizaciones de autodefensa. A su vez, para la misma época, muchos de los estados liberalizaron sus estructuras políticas, desarrollando nuevas legislaciones que reconocen la presencia indígena y que eventualmente posibilitan su participación en las políticas públicas que los afectan. El resultado global de todos estos procesos, fue el incremento de la voluntad y capacidad de acción política compartida, en parte por poblaciones que hasta entonces habían sido percibidas como sujetos pasivos de determinaciones externas, a pesar de contar con una dilatada trayectoria de resistencia étnica. Este conjunto de factores influyó de manera crucial en las poblaciones nativas,8 quienes tuvieron acceso en pocos años a una más clara percepción de su inserción en los contextos interétnicos regionales y estatales, favoreciendo de esta manera el desarrollo de respuestas y demandas políticas, inicialmente guiadas hacia cuestiones puntuales, pero posteriormente orientadas a afirmar su condición de pueblos oprimidos y a proponer sus propias perspectivas de un futuro autónomo. Tal como lo hemos destacado en otra oportunidad, los factores contextuales son determinantes para el surgimiento de las movilizaciones, pero en su transcurso los factores culturales se comportan de manera dominante (M. Bartolomé y A. Barabas, 1977).

Archivo Purcell, Saltillo

Se desarrolló de esta manera una nueva conciencia del "sí en situación", que se manifiesta tanto a nivel ideológico en términos de la búsqueda de una nueva asunción identitaria que se debía explicitar ante el exterior, como en la vertebración de un nuevo tipo de acción política orientada a transformar los sistemas interétnicos dentro de los cuales han estado históricamente incluidos. Se trató, en síntesis, no de una nueva forma del ser, sino de una nueva forma en que ese ser social se podía pensar a sí mismo. En muy poco tiempo, lo que a partir de la década de 1960 se había inicialmente manifestado como la movilización circunscripta de algunos grupos étnicos en diferentes países, pasó a constituirse en un proceso continental influido y condicionado por los distintos contextos regionales, pero cada vez más vinculado entre sí; una de cuyas características generalizables radica en el rechazo de que las identidades étnicas nativas sean absorbidas por las identidades alternativas propuestas por los estados.9 Es decir, que la afirmación de la cultura e identidad propias constituye un elemento recurrente, lo que les otorga singularidad respecto del vasto espectro de los nuevos movimientos sociales contemporáneos.

Todavía en el año 2000, demostrando su incapacidad para renunciar a la doctrina de la seguridad nacional basada en la hipótesis bélica del conflicto interno, la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, en su reporte proyectivo sobre los siguientes 15 años, informaba respecto a los riesgos involucrados en los movimientos indígenas. Esta guardiana de la democracia internacional señalaba que uno de los principales retos que afrontarían los gobiernos latinoamericanos en los próximos 15 años estarían representados por los movimientos indígenas. Así destacan que "...tales movimientos se incrementarán, facilitados por redes transnacionales de activistas de derechos humanos y grupos ecologistas bien financiados. La tensión se incrementará en un área que va desde México hacia la región amazónica." (CIA, 2000: 31). El mismo documento señala que los estados de lento crecimiento económico y alta concentración del poder en una elite reducida, aumentarán su discriminación respecto a las comunidades minoritarias, lo que sería el caso de India, Rusia y China, pero también del Brasil. Si alguna duda le cabe a la reflexión social contemporánea respecto a la importancia de los movimientos indígenas, tal vez el interés que despiertan en la CIA ayude a convencerla de su trascendencia.

 

EL RESURGIMIENTO INDIO

Es así que en las últimas décadas asistimos a un proceso que a las ciencias sociales le ha costado mucho reconocer, ya que lo había considerado demasiado comprometedor para tratarlo de manera académica, o políticamente poco relevante para contribuir a la transformación de nuestras sociedades. La emergencia y multiplicación de organizaciones, federaciones, movimientos y agrupaciones etnopolíticas de las etnias nativas,10 que desde hace años disputan un espacio político, cultural y territorial propio dentro del ámbito de los estados-nacionales, no constituye un proceso que sólo puede ser juzgado en términos valorativos, sino un hecho social concreto sobre el que se debe proyectar la reflexión social contemporánea. Se trata de una demanda generalizada, que progresivamente va incorporando a más y más contingentes humanos pertenecientes a los casi 50 millones de sobrevivientes del dilatado proceso colonial y neocolonial.11 De las múltiples posibilidades analíticas que ofrecen, lo que aquí me importa destacar es su carácter de procesos constructores de nuevos tipos de sujetos colectivos.

Esta emergencia contemporánea no es un fenómeno nuevo, sino la expresión reestructurada de la misma lucha centenaria que han llevado a cabo las etnias indígenas, pero que ahora se expresa a través de un nuevo tipo de discurso y de acción. Se trata de una reelaborada praxis etnopolítica, que se ha adaptado a las cambiantes circunstancias por las que atraviesan los sistemas interétnicos locales, regionales y continentales, tratando de manifestarse en términos que sean comprensibles dentro de los parámetros impuestos por el logos dominante. Pero sus antecedentes se hunden en los siglos, donde los encontramos en forma de movimientos socio-religiosos de liberación, rebeliones armadas, migraciones mesiánicas, etcétera (A. Barabas, 1989). Incluso éstas sólo delimitan las épocas de eclosión; los momentos en los cuales la etnicidad desembocó en estallidos totalizadores. Mucho menos evidentes para los observadores externos son los siglos de resistencia aparentemente pasiva, las generaciones en las cuales la identidad étnica de millones de personas se vio obligada a refugiarse en el marco de lo cotidiano, en el seno de ámbitos exclusivos que mantuvieron su conciencia social específica —en este caso étnica—, lo más lejos posible de las pretensiones hegemónicas de los aparatos coloniales y neocoloniales. Se fue configurando así lo que alguna vez denominara como una "cultura de resistencia", que buscó y logró mantener la identidad social distintiva de sus miembros (si se quiere transfigurada, pero básicamente propia) hasta nuestros días (M. Bartolomé, 1988).

Sin embargo, tampoco debemos sobrevalorar la capacidad de resistencia de las poblaciones indias. Muchos proyectos sociales y culturales han desaparecido para siempre. Centenares de culturas concretas que testimoniaban formas singulares de los múltiples rostros de la humanidad se han perdido irremediablemente. Y, más allá de la extinción física, millones de hombres y mujeres inhabilitados para ejercer su identidad, fueron coercitivamente descaracterizados, alienados hasta el punto de verse obligados a renunciar a sí mismos, en aras de su integración a los modelos de identidad alternativa que les proponían las sociedades dominantes. Mestizos ideológicos, desposeídos de sus propios rostros y obligados a transformarse en una versión subalterna del mundo de los propietarios de los estados.

Este mecanismo de mestizaje no biológico que parecía ser irreversible en algunos ámbitos étnicos, muestra ahora ciertas tendencias en sentido inverso; ello se expresa en los intentos de reconstruir las casi perdidas o muchas veces imaginadas identidades precoloniales, aún cuando puedan carecer del sustento que les proporcionaba la lengua propia.12 Se trata de procesos algunos de los cuales pueden ser considerados de etnogénesis en sentido estricto (A. Pérez, 2001), no aplicándolo al resurgimiento de una etnia preexistente aunque desvitalizada, sino a la construcción de una identificación étnica efectuada por un grupo humano, cuyo origen y cultura compartida pueden ser sólo un dato del pasado, real o imaginario, pero que se asume como referente fundamental en la configuración de una comunidad identitaria. A ello contribuye tanto la posible vigencia de una tradición oral como la información proporcionada por la antropología y la historia, que se esgrimen como una argumentación clave para fundar la legitimidad de la colectividad que se asume en términos étnicos. En algunos casos esta etnogénesis responde a intereses instrumentales, cuando de ella se puede esperar la posible obtención de recursos, tales como el derecho a la tierra. Pero en otros casos se trata de conglomerados sociales heterogéneos, unificados por sus posiciones económicas, políticas y culturales subalternas, que a través de la etnogénesis tratan de aspirar a una cierta dignidad y reconocimiento, por parte de una sociedad nacional que los ignora. Sólo el futuro inmediato podrá arrojar luz sobre el resultado de estos procesos contemporáneos, pero el hecho a destacar es que los indios identitarios, en toda América Latina, son en realidad muchos más que los que proponen los censos estatales que recurren exclusivamente al indicador lingüístico.

 

LOS MOVIMIENTOS ETNOPOLÍTICOS

Las características actuales de las movilizaciones indias en cada ámbito local responden a muy variadas situaciones económicas, sociales y culturales. Las modalidades de la acción de las organizaciones responden no sólo a los contextos estatales en los cuales se desarrolla, sino también a la propia lógica y coyuntura política de los distintos pueblos. Algunas movilizaciones provienen de los sistemas políticos tradicionales (propios o apropiados), que aún guían y norman la vida colectiva; pero otras se han estructurado como nuevos movimientos sociales a los que denominamos etnopolíticos para diferenciarlos de los anteriores. Si bien ambos tipos responden a la misma necesidad de enfrentarse o articularse con el Estado en defensa de sus derechos, su estructuración responde a distintas coyunturas. En los pueblos que han logrado conservar en alguna medida los sistemas propios, la característica que asume la lucha se basa en su específica lógica política, la que a pesar de su legitimidad en ocasiones supone un factor adicional de incomprensión con la intolerante lógica de los estados. Así, por ejemplo, las complejas argumentaciones provenientes de su cosmología que esgrimen los guaraníes del Paraguay para fundamentar reivindicaciones sociales o territoriales, resultan incomprensibles para sus seculares interlocutores estatales.13 Más entendibles para el estado son las organizaciones etnopolíticas que, aunque se basan en la filiación étnica, recurren en sus demandas a un lenguaje político estructurado de acuerdo con la lógica dominante. Dicha lógica está orientada por una teórica noción de "democracia representativa", y aunque ésta pueda no formar parte de la experiencia política indígena, se supone que deben comportarse de acuerdo con sus términos para negociar con el estado.

La legitimidad interior y la búsqueda por una representatividad de estas organizaciones, generalmente supone un esfuerzo adicional de sus protagonistas para no desvirtuar la propia experiencia política, generalmente basada en la asamblea y en el consenso. Muchos de sus líderes no son guías o autoridades tradicionales de los pueblos, sino miembros de una creciente intelectualidad indígena, portadores de lenguajes e ideas innovadoras, que incluso pueden entrar en contradicción con las perspectivas locales.14 Resulta frecuente en estos casos que la atribuida o auto atribuida "representación democrática", adquiera el carácter de una mediación intercultural, cuyos protagonistas asumen dicho papel por su capacidad de manejar la lengua y los códigos de sus interlocutores, más que por su participación en las lógicas y tradiciones de su propia cultura.

El contexto anterior influye en la capacidad convocatoria y movilizadora de las organizaciones contemporáneas. En algunos países la configuración de los movimientos responde a una redimensionalización y refuncionalización de la propia tradición política, en cuyo caso su gestión dependerá de la adecuación de sus instituciones a la articulación intercultural.15 Pero en muchos otros casos se trata de organizaciones de nuevo tipo (federaciones, confederaciones, asociaciones, etcétera), que suelen ser lideradas por intelectuales indígenas no-tradicionales y cuya organicidad puede ser a veces discutible.16 En ciertos casos instituciones externas tanto estatales como partidarias, misionales o contestatarias han sido corresponsables de la estructuración de las organizaciones.17 Aunque no necesariamente sus motivaciones fueran espurias o manipulatorias, al no surgir de las bases étnicas y no responder a la experiencia política local, su capacidad de convocatoria se ha visto inicialmente condicionada por sus orígenes. Incluso algunos estados han pretendido controlar y dirigir las organizaciones indias, dentro de una lógica corporativa que les hace creer que la cuestión se resuelve coyunturalmente con manipular la movilización, pretendiendo realizar un manejo gerencial de la etnicidad. Se ha desarrollado de esta manera un sector étnico de interlocución con los estados, que no siempre responde a las expectativas de sus pueblos.

No pretendo con estas observaciones negar la legitimidad o vigencia de las organizaciones etnopolíticas, sino entender y no mitificar su real dimensión. Trato de señalar el carácter extraordinariamente complejo de su formulación actual, la que se encuentra sometida a las más duras pruebas. Por una parte, son objeto de las acciones represivas o manipulatorias de los estados, los partidos, las iglesias y otros movimientos, frente a los que deben defender su especificidad y mantener una distancia crítica; por otra, deben mantener o reformular su legitimidad respecto de las mismas poblaciones de las cuales emergen, muchas veces divididas por los faccionalismos internos. Las organizaciones y los líderes de ellas emanados deben asumir el desafío de hacer compatible su liderazgo con los sistemas políticos tradicionales, en cuyo marco generalmente no están elaboradas. Se trata de un largo y riesgoso proceso de adaptación estratégica de la vida política para adecuarse al cambiante contexto nacional e internacional en el que transcurre su acción. Y si lo califico de riesgoso es porque en su transcurso se puede perder la especificidad que se pretende preservar, al verse obligados a expresarse y actuar en términos de un pensamiento categorizador y de una lógica política que no por conocidos dejan de ser ajenos.18 Pero sin una adecuación tanto a las cambiantes coyunturas externas e internas como a las propias tradiciones, la nueva intelectualidad indígena corre el riesgo de desempeñarse exclusivamente como intermediaria entre dos mundos, sin encontrar verdadero eco en sus grupos de procedencia, perdiendo así la organicidad de la que se la supone portadora.

Un complejo e interesante proceso reciente sería el protagonizado por algunos de los grupos indígenas de México, en los que se advierte una incorporación de sus organizaciones etnopolíticas en el seno de la vida comunitaria, hasta hacerlas compatibles con los sistemas políticos preexistentes. Así se puede proponer que en la actualidad, y en muchos casos, las organizaciones han pasado a integrar las estructuras sociales comunitarias locales, en la medida en que están definitivamente condicionadas por las mismas lógicas políticas de raigambre parental que guían otros aspectos de la vida colectiva.19 En estos casos las nuevas organizaciones pasan a integrar los sistemas político-parentales, desarrollando así una definida base social en la cual apoyarse y a la que deben una nueva organicidad. Han logrado de esta manera una compatibilidad entre los viejos y los nuevos sistemas, demostrando la flexibilidad de las instituciones tradicionales para adaptarse a los cambios por los que atraviesan. Dentro de esta misma proyección de la lógica política propia, pero a nivel regional, un reciente y excepcional ensayo de Nelly Arvelo-Jiménez (2001) demuestra cómo la organización multiétnica indígena del Amazonas venezolano, se basa en lo que ella caracteriza como un histórico Sistema de Interdependencia Regional Horizontal del Orinoco (SIRO), que vinculaba y vincula a nivel parental, comercial, social, ceremonial y político a distintos grupos cuya articulación no es muy visible a nivel externo, pero que sustenta las movilizaciones actuales. Más investigaciones en esta línea, podrán tal vez exhibir que muchas de las organizaciones contemporáneas se están estructurando sobre la base de antiguos sistemas nativos.

Siguiendo esta misma línea de reflexión crítica y manteniendo lo asentado en los párrafos anteriores, habría que analizar las pretensiones continentalistas de los sectores, tanto indígenas como no-indígenas, que proponen la existencia de un movimiento panindio en el ámbito latinoamericano.20 Creo que hay que diferenciar las legítimas utopías de los intelectuales indios, de la real estructuración de un movimiento indígena en el ámbito continental. La multiplicación de congresos y reuniones, así como la apertura de algunos foros internacionales, podría brindar la imagen de que asistimos a la vertebración de un proceso, cuya dinámica expansiva ha superado definitivamente las arbitrarias barreras impuestas por las fronteras de los estados nacionales. Pero la realidad es mucho más modesta en el momento actual, si bien presenta amplias expectativas abiertas hacia el futuro. Resulta innegable la riqueza de dichas reuniones, que han proporcionado a los protagonistas una visión más clara de la problemática de sus pueblos a nivel comparativo internacional y han fomentado ese emergente espíritu panindianista, pero sería apresurado considerarlas como cristalizaciones de una aún inexistente estructuración política e identitaria compartida, la que sólo se hace visible a través de una óptica en exceso optimista. Incluso se puede confirmar que en varios de los países donde existen organizaciones o federaciones con pretensiones panregionales, gran parte de la población indígena desconoce su existencia.21 Si bien cabe destacar que esas mismas federaciones dinamizaron a nivel político la identidad de muchos grupos. Y es que uno de los mayores obstáculos a los que se enfrentan los pueblos indios radica en la actual fragmentación de las filiaciones identitarias abarcativas, resultante de los procesos coloniales y neocoloniales. De la misma manera, la autonomía exclusivista de las comunidades locales, que les ha permitido resistir durante cinco siglos, en muchas ocasiones constituye un obstáculo a superar para las movilizaciones colectivas.

Un componente crítico de este complejo proceso es que hasta hace poco tiempo los indígenas se encontraban solos, ya que incluso aquellos sectores que proponen una profunda transformación económica y política de sus sociedades, no habían sabido comprender (quizás muchos aún no lo logran) las luchas y demandas étnicas. Si alguna duda cabe respecto de las aseveraciones anteriores, debemos recordar que no resultan desconocidas las barreras de incomprensión que enfrentaron a los movimientos étnicos y a las izquierdas nacionales en los distintos países latinoamericanos durante la década de los años setenta.22

Kikapoo / Archivo INAH, facilitado por el Instituto Estatal de Documentación de Coahuila

Esta fue la época en la que las perspectivas dogmáticas minusvaloraban la cuestión étnica, por considerarla una "contradicción secundaria", a la que se pretendía incluir dentro de la problemática global del campesinado. Incluso la literatura emergente de los movimientos de liberación nacional de los países colonizados, tales como las obras del tunecino Albert Memmi (1969) o del argelino Frantz Fanon (1973) entre otros, que tanto ayudan a comprender las luchas étnicas pasadas y presentes, fueron casi ignoradas por las comunidades académicas debido a sus desconcertantes planteos étnicos formulados en términos políticos.23 Con mayor claridad que la que yo quizás pueda lograr, las palabras del líder mapuche chileno Pedro Cayuqueo, demuestran la minusvaloración de la que son objeto por los estados y la incomprensión de la izquierda (en Colectivo Flores Magón, 1999):

...en el fondo el discurso del gobierno también viene a demostrar una vez más que el racismo y la discriminación del huinka para con nuestra gente no ha desaparecido. Ellos no conciben que los mapuche seamos capaces de organizarnos y pelear por nosotros mismos, es decir, sin tener que responder a tal o cual estructura o partido político, los cuales por lo demás sólo nos han utilizado...

Hacia mediados de los años ochentas la perspectiva clasista excluyente comenzó a transformarse, ante la evidencia de las movilizaciones y demandas étnicas en todo el mundo, lo que cuestionaba radicalmente el papel secundario que la teoría vigente le había asignado. Proceso en el que también influyó la caída del bloque socialista, lo que transfirió la esperanza del cambio hacia otras alternativas posibles. Pero cabe destacar que, hasta el presente, se tiende a valorar más el potencial político de la etnicidad, de la identidad étnica en acción, que el aspecto cultural que la define y que es el que le otorga especificidad respecto a otros tipos de movimientos sociales. Especificidad que demuestra la emergencia de un nuevo tipo de sujeto colectivo, definido por su diferencia cultural respecto al grupo que se desempeña como nacionalidad dominante y propietaria del Estado.

 

LA CONSTRUCCIÓN NACIONALITARIA

A pesar de los complejos problemas que enfrentan, y sea cual sea su etapa actual, resulta indudable que asistimos a un proceso de resurgimiento étnico, el que ahora se expresa en términos de afirmación nacionalitaria de los pueblos indios, que reclaman su reconocimiento como sujetos colectivos por parte de los estados. La construcción nacionalitaria supone la configuración de una comunidad de comunicación que posibilite la identificación étnica y el desarrollo de proyectos y conductas compartidas, ya que, como he señalado, por lo general los grandes grupos etnolingüísticos carecen de la perspectiva global de sí mismos que les permita asumirse como miembros de una vasta colectividad inclusiva. Con frecuencia, y como resultado de los procesos históricos de fragmentación política, las identidades étnicas actuales se manifiestan con frecuencia como identidades locales, circunscriptas a las redes sociales definidas por la convivencia, configurando identidades residenciales (M. Bartolomé, 1997). Por otra parte, el proceso por el que atraviesan las etnias es diferente al de las naciones-estado, en las que los estados construyen la unidad cultural e identitaria de la población. Precisamente uno de los objetivos de los movimientos etnopolíticos, supone reconstruir o construir una identificación colectiva que posibilite una más definida presencia política en relación con los estados. Por ello la tendencia actual en países como México, Paraguay o Bolivia, no se orienta tanto a proponer federaciones nacionales o internacionales de dudosa representatividad, sino a desarrollar la conciencia política de la filiación étnica en los ámbitos locales. No se pretende conquistar el poder del Estado, sino construir un poder local basado en la autodeterminación comunitaria. Es así, por ejemplo, que la tradicional lucha por la tierra, entendida como medio de producción, está siendo reemplazada por una demanda de territorios, de restitución o construcción de ámbitos propios para la reproducción cultural y la autonomía política. Es decir que se busca construir el sujeto colectivo más que actuar en su nombre, desarrollar el Pueblo antes que dotarlo de representantes. Dicho fenómeno, cuya dimensión histórica fuera explorada por Anouar Abdel Malek (1973), tendería a posibilitar que las sociedades culturalmente subordinadas entren en interacción dialéctica con la civilización hegemónica, que se expresa de diferentes maneras a través de los distintos marcos estatales.

Si quisiéramos sintetizar conceptualmente este proceso podríamos entenderlo como una transformación cualitativa de las comunidades etnoculturales, que ahora constituyen naciones en sí, en tanto colectividades culturalmente diferenciadas de la dominante, pero que buscan constituirse en naciones para sí, en la medida en que generan una conciencia conjunta de esa diferencia y la asumen no sólo como una realidad del presente sino también como un proyecto de futuro (M. Bartolomé, 1979b). Es decir, que la comunidad cultural trata de construirse como una comunidad identitaria y con conciencia de sí a través de la acción política compartida. Esta situación no representa necesariamente un riesgo para la integridad de los estados, ya que el nacionalismo cívico que expresa la membresía con una ciudadanía de pleno derecho, no se excluye con el nacionalismo étnico que expresa la filiación adscriptiva de ese mismo ciudadano. Al respecto E. Gellner (1991) proponía que el nacionalismo cívico sería de base racional y el étnico de naturaleza afectiva, sin embargo esto representa una falsa dicotomía, ya que las membresías a los estados-nación se originan en la acción de los aparatos ideológicos de los estados y no en una elección racional de sus miembros. A su vez, y sin negar la profunda afectividad que caracteriza a las lealtades étnicas, éstas pueden dar lugar a elecciones racionales, en el sentido weberiano de eficacia para obtención de fines, por lo que, al igual que en otros aspectos de la vida, la afectividad étnica no excluye la racionalidad cívica.

Aquí cabe realizar una breve reflexión respecto a la relación posible entre los conceptos de "nación" y el de "pueblo", más allá de su uso popular en el cual son utilizados casi como sinónimos.24 Las tradicionales definiciones de "pueblo", incluidas las filosóficas, pecan de occidentalismo al pretender entenderlo como "una comunidad humana caracterizada por la voluntad de los individuos que la componen para vivir bajo el mismo orden jurídico" (N. Abbagnano, 1982: 972). Dentro de esa perspectiva no existiría ninguna diferencia entre el pueblo y las naciones construidas por los estados, cuyo aparato político les otorga una legislación compartida. Desde el punto de vista del derecho internacional, las Naciones Unidas identificaron en 1954 a pueblo con "minoría", conceptualizándolas como "grupos no dominantes que poseen y desean conservar tradiciones étnicas, lingüísticas o religiosas, marcadamente diferentes del resto de la población". A su vez, el famoso y poco cumplido Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (1989), se refiere explícitamente a los grupos indígenas como "pueblos" que viven en países, y que son sujetos de derechos colectivos, incluyendo el derecho a un territorio propio (B. Clavero, 1994). Como bien lo ha destacado L. Villoro (1998: 84), el uso del concepto pueblo por parte de las Naciones Unidas, se debe a la necesidad de legitimar a los estados emergentes de la descolonización de posguerra, por lo que se suele identificar pueblo con Estado. El mismo autor trata de sintetizar el concepto jurídico y antropológico de pueblo, entendiéndolo como una colectividad con unidad de cultura, conciencia de formar parte de una colectividad, poseedora de un proyecto compartido y asentada en un territorio específico. Se supone que cualquier colectividad que cumpla con estos criterios podría ser aceptada como Pueblo con derecho a la autodeterminación, de acuerdo con los artículos 1 y 55 de la Carta de las Naciones Unidas. Las movilizaciones a las que me refiero en estas páginas, tratan precisamente de constituir a sus miembros en colectividades, es decir, en pueblos dotados de una conciencia y de un proyecto colectivo.

No es mi intención introducirme en el pantanoso ámbito de las definiciones jurídicas,25 ya que aquí me interesa dar cuenta del proceso de construcción de estos sujetos colectivos, en el cual aparece un factor constante que ayuda a entenderlos; no tienen y eventualmente no buscan un estado propio. Por lo tanto se puede proponer con legitimidad, que los procesos de construcción nacionalitaria de las colectividades étnicas tienden a desarrollar sujetos colectivos a los que podemos llamar pueblos indios, entendiéndolos como naciones sin estado. Es decir, colectividades humanas que comparten una cultura o una identidad distintiva, que tienen o pueden llegar a tener organizaciones políticas propias, pero cuya vida social transcurre en el seno de un aparato estatal abarcativo, en el cual aspiran a tener participación, y con el cual se ven obligados a mantener un constante proceso de negociación para lograr sus propios fines. Ya sea en una estructura política participativa o en un régimen jurídico autonómico, la negociación será la clave para el desarrollo de los futuros sistemas interétnicos más igualitarios que los actuales.

El proceso de construcción nacional por parte de las etnias, puede ser objeto de varias perspectivas analíticas en el caso de las formaciones etnosociales de nuestro ámbito de referencia. En primer lugar, nos encontramos ante una redimensionalización de potenciales políticos y culturales bloqueados durante siglos. Ello supone un acceso masivo al proceso de recomposición, no sólo política sino también cultural de los estados-nacionales actuales, por parte de cientos de tradiciones no-occidentales encarnadas en millones de actores sociales concretos. Presencia física, lingüística y cultural que ya no soporta la negación de la que ha sido y todavía sigue siendo objeto. Y si hablo de una recomposición de los estados-nacionales, se debe a que la emergencia política y cultural india destaca el carácter expropiatorio de los estados uninacionales construidos sobre formaciones multiétnicas, a la vez que manifiesta la necesidad de una redefinición de las comunidades estatales de acuerdo con su multietnicidad. Ello propone que un estado pluriétnico tarde o temprano deberá asumirse en términos multinacionales. Esto es particularmente crítico en aquellos países donde la presencia de los grupos indígenas constituye una mayoría numérica (como Bolivia o Guatemala) a pesar de estar ubicados en posición de minorías sociológicas. Pero también cuestiona la composición de otros estados donde la población nativa, aunque minoritaria, conserva una presencia regional e incluso microrregional que intentan afirmar y defender. Se trata del resurgimiento político y de un nuevo protagonismo histórico de aquellas culturas a las que la tradición occidentalocéntrica había calificado como "pueblos sin historia" (R. Rosdolsky, 1980).

La conquista del reconocimiento estatal de una condición de pueblo, que respete a las colectividades diferenciadas, es un acto de afirmación política, en tanto expresión de las culturas que buscan su construcción nacionalitaria. Este proceso no debe ser confundido con el nacionalismo reificante de los Estados nacionales, ya que no pretende constituirse en un acto de hegemonía sino de afirmación existencial. La construcción de un "nacionalismo indio", si bien requiere de un cierto etnocentrismo para consolidarse, superando los estigmas adjudicados a la condición étnica y generando una percepción positivamente valorada de la propia identidad, se diferencia de los nacionalismos estatales en que no aspira a dominar sino básicamente a existir. Esta afirmación existencial es también, pero no solamente, un medio para obtener fines, ya que una nueva presencia en la historia supone simultáneamente un acceso a los recursos de los que han sido históricamente despojados. Por otra parte, se orienta a ser más policéntrico que etnocéntrico, puesto no necesariamente se alimenta de una tradición cultural exclusiva, inmerso como está en un marco estatal globalizado y articulado durante siglos a la sociedad nacional. Se trata de la búsqueda de reconocimiento para otra forma de tener acceso a la historia, lo que puede ser entendido en términos del deseo de un nuevo tipo de protagonismo, ya no como objetos de procesos compulsivos sino como sujetos colectivos activos, miembros de ciudadanías diferenciadas de la dominante dentro de un mismo marco estatal, pero dotados de un pasado y un presente propios y por lo tanto de sus propios futuros.

Para los pueblos indígenas esta construcción nacionalitaria no puede seguir la misma lógica constitutiva que la de las naciones creadas por los estados, bajo el riesgo de perder una parte substancial de todo aquello que otorga sentido a sus movilizaciones. La heterogeneidad interior de cada uno de los grupos etnolingüísticos, configurados por comunidades similares pero a la vez diferenciadas entre sí, no puede asumir la homogeneización cultural de sus componentes para crear un sujeto colectivo único, lo que sólo se lograría por medio de la represión de las diferencias internas.26 Precisamente uno de los componentes más creativos de las culturas nativas radica en la diversidad interior que alimenta su propia dinámica social. La investigación etnográfica ha demostrado que no hay una forma estándar de ser nahua, maya, guaraní, mapuche o maquiritare. El derecho a la diferencia no sólo alude a la posibilidad de la reproducción de la cultura aymara de Bolivia o ayoreo del Paraguay, sino también a la reproducción de las diferencias lingüísticas y culturales internas de cada una de esas culturas. Conseguir una presencia política unitaria a cambio de perder la singularidad, es una propuesta similar a la que efectúan los estados, que ofrecen la integración con la condición de que se renuncie a la especificidad y a la diferencia. En este sentido estaríamos ante un nuevo tipo de comunidad nacional, a la que podríamos con mayor justicia llamar pueblo, que respeta su heterogeneidad interior y diferente, por lo tanto, al modelo homogéneo generado por los estados, cuya inspiración decimonónica les hace asumir que hay que abolir la diferencia cultural para lograr la igualdad ciudadana. El reto para los grupos etnolingüísticos supone —¡entre tantas otras cosas!—, lograr constituirse como colectividades identitarias, sin renunciar a sus múltiples autonomías comunitarias. Es esta indudablemente una apelación a la imaginación política de los protagonistas de los procesos de construcción nacionalitaria de los Pueblos Indios, y es que sin imaginación no se puede enfrentar el presente y sin utopías no se puede pensar el futuro.

 

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Notas

* Una reducida versión preliminar de este ensayo fue presentado en la X Reunión de la Federación Internacional de Estudios sobre América Latina y el Caribe (FIELAC), realizada en Moscú, Rusia, en julio del 2001. Parte de la información etnográfica expuesta proviene de mi experiencia personal, por ello he limitado en lo posible las referencias bibliográficas locales, mismas que se pueden encontrar en muchas obras sobre las específicas situaciones de cada grupo étnico en cada Estado latinoamericano.

1 Quienes durante años tuvimos que intentar convencer a funcionarios que aplicaban políticas públicas y a colegas que hacían suyo un dogmatismo economicista que llamaban marxismo, que los indígenas existían, basados en nuestra propia convivencia con comunidades étnicas, atravesamos una etapa de surrealismo intelectual. Vivíamos en sociedades que hablaban su propia lengua, practicaban sus propias culturas y que eran minusvaloradas por sus vecinos campesinos no-indígenas, sin embargo, al regresar a las ciudades o al entrevistarnos con funcionarios se nos informaba que sólo estábamos relacionándonos con miembros del campesinado.

2 Una obra pionera en ese sentido es el libro del recordado Guillermo Bonfil Batalla, Utopía y revolución: el pensamiento político de los indios en América Latina (1981), que recoge muchos de los documentos y declaraciones de las organizaciones indígenas entonces existentes, analizados a partir de la confrontación de lo que el autor llama la "civilización india" y Occidente. El concepto de "civilización indígena" constituye una homogeneización artificial de las múltiples formaciones culturales y civilizatorias locales, pero busca abordar el tema en términos de un conflicto entre civilizaciones y no sólo en función del conflicto interclase. Poco después apareció la obra de Marie-Chantal Barre, donde aborda tanto las políticas indigenistas latinoamericanas, como los movimientos y demandas indias del momento. Si bien este ensayo recoge básicamente las propuestas de antropólogos contestatarios y organizaciones indígenas de la época, uno de sus méritos consiste en poner de relieve la imposición civilizatoria involucrada en el proceso (1983: 14-15). Ambos libros fueron continuados por una multitud de ensayos en toda América Latina.

3 Aquí utilizo el término nacionalitario para diferenciar la construcción social y política a la que aludo de la ideología del nacionalismo. Tradicionalmente los conceptos de estado y nación se han tratado de manera casi indiferenciada en la literatura especializada. Aquí enfatizo la distinción entre el estado como aparato político de una colectividad social y la nación como comunidad cultural que puede o no poseer una organización política propia. La falta de distinción existente se debe a que los estados han creado sus comunidades culturales-nacionales de acuerdo con una lógica homogeneizante, hasta el punto que estado y nación pasaron a ser indentificados como una sola entidad (M. Bartolomé, 2001).

4 La invasión europea canceló progresivamente la vida urbana nativa en América Latina, pero la migración rural-urbana iniciada en el siglo XX incrementó de manera notable la presencia indígena en las ciudades, de donde salieron muchos de los cuadros dirigentes de los movimientos etnopolíticos. Por otra parte, en algunos países, se mantuvieron o desarrollaron pequeñas ciudades indias como Juchitán en México u Otavalo en Ecuador. A pesar de estos procesos, la mayor parte de la población indígena del subcontinente continúa siendo básicamente rural y campesina.

5 Este es el caso de la mayoría de las macroetnias y mesoetnias andinas y mesoamericanas que carecían de una unidad política prehispánica, o cuya integración era laxa y basada en la interrelación de una multitud de comunidades articuladas por un poder político centralizado, como en el caso del Incario o del llamado Imperio azteca. Así, por ejemplo, los actuales zapotecos de México constituyen una unidad sólo para los lingüistas, ya que sus distintas agrupaciones dialectales y regionales no poseen una identificación compartida a pesar de tener similares referentes culturales. Lo mismo ocurre con las comunidades pertenecientes a la tradición andina, originalmente basada en la autonomía de los ayllu, que pueden compartir lengua y cultura, pero que no constituyen una colectividad identitaria.

6 Para Yvon Le Bot (1992), la experiencia guerrillera en América Latina sólo buscó reclutar a los indígenas como combatientes de un nuevo proyecto estatal, la toma del poder por una clase, proyecto que en realidad también los excluía, ya que no tomaba en cuenta sus reivindicaciones étnicas. El mismo comandante Che Guevara al parecer no logró entender esta presencia tanto en Guatemala donde se politizó, como en Bolivia donde protagonizó, según el aymara Ramiro Reynaga, una "guerrilla blanca en tierras de indios".

7 Exponer el conjunto de complejos procesos que el narcotráfico genera en los pueblos indígenas de América Latina, debe ser objeto de una investigación especial, difícil de proponer dado lo comprometido de la información a obtener y utilizar. En algunos casos, como en la región chatina de México, la introducción de este nuevo y redituable cultivo comercial produjo inicialmente fondos que, de acuerdo con la tradición local, se dedicaron en parte a obras comunitarias hasta que llegó una desproporcionada represión militar (T. Cruz Lorenzo, 1988). En Colombia millares de indígenas fueron atrapados entre los intereses de los narcotraficantes, la guerrilla, el ejército y las instituciones estatales, transformado las estructuras sociales y culturales locales (S. Villaveces Izquierdo, 2001). Conocidas son las frecuentes protestas de los indígenas bolivianos, tradicionales productores de coca, ante los intentos gubernamentales por erradicar el cultivo (D. Barrios, 1989). Pero todos estos procesos aún no han sido integrados en una visión unitaria que dé cuenta de la dinámica de cambios involucrados.

8 En un reciente ensayo Xavier Albó (1997) enumera una serie de factores intervinientes en el proceso de surgimiento de las organizaciones, algunos de los cuales coinciden con los que expongo. El autor señala, entre otros, la frustración desarrollista que favoreció a los grupos de poder tradicionales, la reacción al hiperclasismo de las izquierdas que no representaron la singularidad de las demandas indígenas, la expansión territorial sobre las tierras nativas, la coyuntura ecologista relacionada con la defensa de recursos naturales en tierras indígenas y una generalizada globalización excluyente.

9 Así, por ejemplo, los cazadores y recolectores ayoreode del Paraguay, contactados en la década de 1960 y sometidos a un compulsivo proceso de sedentarizacion guiado por las misiones religiosas, ya han participado en varios encuentros indígenas nacionales, regionales y continentales, que les ha permitido tener acceso a una rápida conciencia de sus derechos colectivos y de la naturaleza de su muy reciente inserción dentro del marco de un estado-nación (M. Bartolomé, 2000).

10 Todo listado, aparte de aburrido, es injusto por el riesgo de omitir organizaciones poco conocidas, aunque puedan poseer gran trascendencia local o regional. Pero, entre las nacionales, se pueden mencionar a la APA (Asociación de Pueblos Amerindios de Guyana), la CIDOB (Confederación Indígena de Bolivia), el CONIVE (Consejo Nacional Indio de Venezuela), la FOAG (Federación de Organizaciones Amerindias de Guayana Francesa), la OIS (Organización Indígena de Surinam), la OPIAC (Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonia Colombiana), la AIDESEP (Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana), la AIRA (Asociación Indígena de la República Argentina), la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador), el CNI (Congreso Nacional Indígena de México) y un largo etcétera.

11 La cifra de 41 398 562 indígenas ha sido registrada por el Banco Interamericano de Desarrollo en 1991 como dato para el Proyecto de Creación de Fondo de Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y el Caribe. A su vez, el Instituto Indigenista Interamericano proponía la existencia de 41 977 600 hablantes de lenguas nativas por la misma fecha. De acuerdo con el mismo criterio lingüístico, la cifra actual (2002) ascendería a cerca de los 50 millones.

12Existen muchos ejemplos al respecto, entre ellos podemos citar a la población chocholteca, ixcateca o mam de México (M. Bartolomé y A. Barabas, 1996); los guaná y los sanapaná del Paraguay (observación personal); los "desquechuizados" coyas del noroeste argentino (Toqo, 1985); los yanaconas de Colombia (C. Zambrano, 2000); los tuxá, pataxó y quirirí del nordeste brasileño (P. Agostinho da Silva, 1988) o los llamados neo-chaymas, neo-kariñas, neo-guyqueríes de Venezuela (N. Arvelos, 2001). Más allá de las identificaciones que ya no se basan en la lengua, el ensayo de A. Pérez (2001) documenta la etnogénesis, implicada en la reconstrucción de grupos étnicos considerados extintos (chaima, bare), que aparece basada en referencias históricas.

13 Resulta comprensible la desorientación de las autoridades del Paraguay, cuando los guaraní Avá-Katú-Eté, con los que he convivido largamente, pedían que los jóvenes sean exceptuados del servicio militar en los siguientes términos: ".. .vean señores, ese Gran Padre Nuestro, ése a quien no vemos y no habíamos conocido, es el creador de esta tierra y de los guaraní. Y ese mismo había dicho: ustedes quedarán sobre esta tierra bendita hasta que llegue nuevamente el día de vuestra ida a la morada nuestra, y he aquí el modo de ser divino y el modo de ser virtuoso (fraterno). eso había sido antes de encontrarnos los progenitores de los hoy paraguayos. es por eso que no queremos que nuestros jóvenes hagan el servicio militar afuera." (Colonia Fortuna, Curuguaty, 1977).

14 Hace pocos años me tocó presenciar en la isla de Ustupu, perteneciente a la comarca Kuna del Panamá, un significativo ejemplo de estos procesos. Durante el transcurso de una asamblea comunitaria hizo uso de la palabra un hombre de mediana edad que había pasado su juventud en la ciudad de Panamá como activo militante político. A pesar de haber hablado en kuna, al terminar su alocución fue increpado por uno de los sailas (dirigentes político-religiosos), quien le recriminó "haber hablado como un waga, como un extranjero, con palabras que eran como un viento sin sabor", aludiendo al lenguaje político occidental y desacralizado que había empleado.

15 Un ejemplo exponencial sería el Congreso General de la Cultura del pueblo kuna de Panamá u Omnaked Nega Tummat, derivado del tradicional Congreso de la Cultura, Omnaked Nega Namakalet, el que se desempeña como una especie de institución de mediación o, si se quiere, de ministerio de relaciones exteriores de la comarca de San Blas o Kuna Yala (M. Bartolomé y A. Barabas, 1998).

16 Este sería el caso de la Asociación Indígena de la República Argentina, cuyo grupo inicial fue configurado por indígenas urbanos, pero que trataron de representar ante el Estado a comunidades étnicas que no reconocían su liderazgo. En forma independiente al hecho de que sus motivaciones fueran legítimas, su falta de representatividad determinó una presencia política casi nominal, que en la actualidad es reemplazada por los movimientos regionales.

17 Como el Consejo Indigenista Misionero del Brasil, que influyó en la organización de la ya desaparecida Unión de Naciones Indígenas o los salesianos y su participación en la Federación Shuar del Ecuador, o como las instituciones estatales que realizaron el intento corporativo por crear el Consejo Supremo de Pueblos Indios de México, actualmente inexistente y reemplazado por organizaciones autónomas.

18 No es infrecuente que los movimientos recurran a modelos de acción política proporcionados por la tradición estatal local. Así en el Paraguay se ha recurrido inicialmente al peticionismo ante el Estado patrimonialista; en México, también de manera inicial, a la inserción corporativa (M. Bartolomé, 1997); en Brasil, a una organización vertical y centralizada (A. Ramos, 1998); en Bolivia, al sindicalismo campesino (CSUTCB, 2001), etcétera.

19 Este es el caso de los mixes o ayuuk, cuyas organizaciones están estrechamente vinculadas a las autoridades tradicionales, o la de los movimientos de zapotecos y chinantecos que recurren incluso al establecimiento de alianzas basadas en parentescos rituales (compadrazgos) con autoridades nativas e instituciones afines (B. Maldonado, 2002). R. Rubio Serrano (1997) explora este proceso entre los kogui, wiwas y arhuacos de Colombia, advirtiendo que la organización etnopolítica se comporta como un "anfibio cultural", en el que la organización tradicional imprime su propia lógica a este intento de conectar dos mundos sin abolir sus fronteras.

20 Ello no significa minusvalorar la presencia y acción de organizaciones como la COICA (Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica), creada en 1984 y cuya sede, desde 1992, está en Quito. Esta instancia busca vincular a organizaciones nativas de los nueve países que poseen parte de la selva amazónica, es decir, Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guyana Francesa, Guyana, Perú, Surinam y Venezuela, en cuyo ámbito se ubican unos 400 pueblos nativos.

21 Este sería el caso de México, algunos de cuyos pueblos nativos desconocen no sólo la insurgencia india desatada en Chiapas, sino también que en el 2001 fueron protagonistas de un intenso debate legislativo para modificar la Constitución. En otros ámbitos, como Brasil, el panindianismo propuesto por las organizaciones ha sido analizado incluso, en términos de B. Anderson, como la adscripción a una "comunidad imaginada", que no se corresponde con la experiencia concreta de sus miembros (María H. Ortolan Matos, 1999).

22 En esa época, la Federación Shuar del Ecuador manifestó su voluntad de no mantener relaciones con los que denominaba "clasistas". La Asociación Indígena Argentina planteó la exclusión de colaboradores no indígenas, como resultado de su dramática relación con miembros de la izquierda radical. El Primer Congreso de Movimientos Indios (Cuzco, 1980) afirmó en su Declaración final el rechazo a corrientes políticas europeas y a la izquierda y la derecha percibidas como negadoras del indio. En Bolivia, el movimiento Tupak Katari publicó un manifiesto en 1980 destacando que reducir su lucha a las reivindicaciones de clase la empobrecía, y en Colombia, la Confederación Regional Indígena del Cauca se separó del movimiento campesino que había pretendido coptarla.

23 De manera contradictoria se apropiaron de estas propuestas étnicas algunos miembros de la intelectualidad radical latinoamericana de los años sesenta y setenta, que pretendieron utilizarlas para comprender sus propias realidades. Al asumir este protagonismo histórico expropiaron, una vez más, contextos y demandas que en realidad se aplicaban mejor a la situación de las minorías nacionales internas de esos mismos países, sujetas a relaciones de dominación neocoloniales mucho más definidas que las que padecían sus teóricos conciudadanos.

24 Este es el caso de A. Smith (1997: 13), quien insiste en definir a la nación como ".un grupo humano designado por un gentilicio y que comparte un territorio histórico, recuerdos históricos y mitos colectivos, una cultura de masas pública, una economía unificada y derechos y deberes legales iguales para todos sus miembros.". La vigencia de una economía unificada y de un sistema jurídico compartido presupone la presencia de un aparato político abarcativo, es decir, un estado. Así, la definición de nación de A. Smith reitera la tradicional confusión entre Estado y nación.

25 Una extensa y prolija obra que expone y analiza los distintos usos jurídicos del concepto pueblo referido a las minorías étnicas o grupos autóctonos de los estados , es el libro de N.Rouland, S. Pierre-Caps y J. Poumarede (1999). Estos autores destacan que, en realidad, se puede en sentido estricto hablar de usos del concepto en la legislación internacional y no de una definición del mismo, aunque los instrumentos internacionales se refieran a menudo a los "derechos de los pueblos" (:363), pero sin aclarar qué se entiende por pueblo, lo que por lo general se asimila a los derechos de las minorías.

26 Un buen ejemplo de esta perspectiva plural lo representan los procesos de desarrollo de alfabetos prácticos para la lectoescritura en las lenguas indígenas orales de México, llevados adelante por lingüistas nativos, que tratan de incorporar los rasgos pertenecientes a la mayor cantidad de variantes posibles de cada una de las lenguas, para tratar de no generar una escritura hegemónica.

 

Información sobre el autor

Miguel Bartolomé. Licenciado en ciencias antropológicas por la Universidad Nacional de Buenos Aires; maestro y doctor en sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, México. Miembro del SNI y de la Academia Mexicana de Ciencias; profesor-investigador titular C del Instituto Nacional de Antropología e Historia, adscrito al Centro INAH-Oaxaca. Es autor, coautor y coordinador de quince libros sobre grupos y procesos étnicos en América Latina en general y en México en particular, así como de un centenar de ensayos sobre los mismos temas. Ha sido profesor visitante de las siguientes universidades: Leiden (Holanda), Brasilia (Brasil), Bahía (Brasil), Florianapolis (Brasil), Tarragona (España), La Plata (Argentina), Salta (Argentina), Misiones (Argentina), Complutense-Casa de América (España), ENAH (México), Yucatán (México) y Oaxaca (México).

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