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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.3 Ciudad de México  2000

 

Saberes y razones

 

La modernidad comunitaria

 

Guillermo de la Peña*

 

* CIESAS/Occidente.

 

La modernidad jacobina

La modernidad política tuvo un doble nacimiento. Brotó, por un lado, en las aspiraciones de armonía universal de los pensadores de la Ilustración: en "el jardín de las dudas" de Voltaire, en los sueños racionales de los enciclopedistas. Esa modernidad "se atrevía a saber" —como rezaba el lema horaciano de Kant— y por tanto enaltecía la crítica y la polémica; pero era ante todo benevolente: más que vencer, le interesaba convencer. Por otro lado, la modernidad política también nació a golpes de guillotina, al calor del puritanismo sangriento de Robespierre y Saint-Just.

Irónicamente, una de las síntesis más perfectas de la filosofía fundante de la modernidad se la debemos al marqués de Condorcet, ilustre entre los ilustrados, quien la escribió mientras se escondía de la persecución del Terror revolucionario; una persecución que al poco tiempo lo llevaría a la muerte. En ese escrito (Esquisse d'un tableau historique des progres de l'esprit humaine), Condorcet defendía la capacidad del género humano de conocer, merced a la fuerza emancipadora de la razón, los principios que debieran guiar las instituciones de la sociedad humana, y por tanto de crear tales instituciones mediante el consenso; asimismo, sostenía que la razón mostraría que el contenido natural de las leyes humanas no era otro que la expresión de las virtudes de la igualdad, la tolerancia y la paz universal. Entretanto, los jacobinos guillotinaban a sus adversarios en nombre de la diosa Razón.1

Apoyada en el postulado de la legitimidad de la violencia popular, la república jacobina inauguró un nuevo tipo de poder central: el que imponía a la fuerza una igualdad ciudadana que dejaba al individuo en total soledad frente al Estado (Vovelle 1998). En éste, y en su centralismo exacerbado, cobraría sentido la racionalidad de las instituciones. Para el pensamiento jacobino, la única lealtad posible la concitaba el Estado. La patria era el Estado. Irremediablemente disminuidas, las otras instituciones recibirían del Estado, y sólo de él, su legitimidad. Contra esta voracidad centralista se levantarían en armas los bretones y los vendeanos, para defender sus lealtades primordiales: a la familia, a la religión, a la lengua y la cultura regional; a una patria diferente de la jacobina; a una patria que se reclamaba y se constituía en el pacto con los muertos y el amor a las tradiciones; a una patria que partía desde abajo, desde el reconocimiento de la comunidad. Desde entonces, el pensamiento jacobino ha acusado de conservadurismo — de reacción ante la modernidad— a todo lo que huela a comunidad, a tradición y a descentralización.

Sin embargo, el pensamiento reaccionario de más pura cepa tampoco creía en la comunidad. Por ejemplo, el sombrío conde Joseph de Maistre, profeta de la restauración monárquica en las postrimerías napoleónicas, por su profunda desconfianza en el ser humano, era incapaz de aceptar que los lazos horizontales de solidaridad fueran en modo alguno el fundamento de la sociedad; para él, los únicos vínculos que convenían a la fragilidad de los hombres eran los verticales, de jerarquía y autoridad coercitiva.2

 

La modernidad mercantil

Si la modernidad política traída al poder por la revolución francesa se declaraba racionalista, individualista y anticomunitaria, algo muy parecido encontramos en su pariente cercano el liberalismo económico. Los liberales veían en el mercado autónomo la piedra angular de la sociedad racional e incluso el modelo de la organización social moderna; por ello, la sociabilidad quedaba en última instancia reducida a un conjunto de transacciones interesadas. Así, la filosofía utilitarista de Hume, Bentham y Mill aparecía como la culminación utópica del pensamiento liberal. En la vulgarización política de esta filosofía, que juega todavía un papel dominante, el único bien posible es el que resulta de las estrategias maximizadoras de los individuos, coordinados por un sistema de gobierno que, mediante refinadas técnicas, calcularía e impondría las estrategias que produjeran el máximo bien para el mayor número de gente.3

Este planteamiento utópico llevaba en sí el principio del despotismo tecnocrático, así como el jacobinismo representaba un principio de despotismo populista. Pero, aunque no llegue en la práctica a extremos autoritaristas, el modelo mercantil de la sociedad racionalizada, cuya hegemonía se construyó a la par que el auge ubicuo del capitalismo industrial, implicaba la primacía de los nexos impersonales y específicos entre individuos descontextualizados. La comunidad de relaciones personales —es decir, el ámbito afectivo de vínculos de contenido múltiple y valor inherente— quedaba si acaso arrinconada en el espacio familiar. Como lo anunciaron e incluso celebraron Marx y Engels en el Manifiesto comunista y más tarde Lenin en sus ataques vitriólicos a los populistas rusos, la utopía mercantil triunfaba irremisiblemente sobre la utopía comunitaria; surgía así la civilización burguesa, asentada sobre el trípode revolucionario de la ciencia, la expansión productiva y la acumulación de capital, y alimentada incesantemente por la desigualdad social y la explotación del trabajo humano.

 

Modernidad, desencantamiento y racionalidad formal

Ahora bien, si la modernidad, en el terreno de los hechos, se funda históricamente en la civilización burguesa y en el Terror de los Montagnards, ¿en dónde quedó entonces la razón emancipadora de Condorcet y Voltaire? La racionalidad práctica a la que aspiraban los ilustrados, ¿era la misma que la racionalidad centralista de los jacobinos o la racionalidad mercantil del liberalismo económico? La propia filosofía de la Ilustración reconocía ámbitos específicos de racionalidad, en la economía, la política y el arte; pero sostenía la existencia de una razón última, que armonizaría bajo un solo principio —el principio del progreso— la vida humana emancipada de los prejuicios y de las cadenas de la tradición. Contra esta tesis, que proclamaba una racionalidad universal y ahistórica, se alzó la crítica del socialismo marxista, que la desenmascaró como la ideología de la nueva clase dominante. Pero, por otro lado, fue Max Weber quien realizó una deconstrucción meticulosa, lúcida y profundamente pesimista, de la tesis de la modernidad como racionalización universal.

Weber define la modernidad como un proceso de desencantamiento del mundo; en este mundo desencantado, la naturaleza y la vida humana han dejado de reflejar la mano providente de Dios.4 Si existe algún orden, no puede ser concebido como un orden recibido del cielo sino como un orden producido aquí abajo. De este modo, la religión es desplazada por la política como la fuente del orden; pero, por ello mismo, este orden ahora no puede tener ninguna justificación trascendente. La racionalidad impuesta por la política es simplemente una racionalidad formal, donde se busca una adecuación entre medios y fines. Los valores políticos, entonces, son siempre relativos e instrumentales, y a causa de esta primacía instrumentalista el mercado asume un papel preponderante en la organización pública de la sociedad. En cambio, los valores que se pretenden universales y absolutos, como los transmitidos por la religión, tendrían que reducirse al ámbito privado.5

Así, la secularización radical de la sociedad moderna restringe la moralidad y la sociabilidad pública a los consensos prácticos codificados en leyes y reglamentos que pueden ser puestos en vigor por las burocracias; en cambio, tolera cualesquiera moralidades y sociabilidades alternativas, con tal de que sólo se manifiesten en el ámbito estrictamente privado. El problema es que los fines últimos de la sociedad, que son necesariamente públicos, escapan a la racionalidad instrumental. El pesimismo del análisis weberiano se deriva de su conclusión de que los fines últimos quedan a merced del carisma de líderes no controlables racionalmente, o bien son simplemente ahogados por una espesa maraña burocrática que se justifica en su propia pervivencia (Weber [1922] 1946c: 228-230).

La alternativa, por supuesto, sería el encontrar, más allá de la racionalidad instrumental, una racionalidad sustantiva: una forma racional, es decir, secular de establecer valores universales y fines últimos; pero Weber veía en ello una contradicción insalvable. Los valores que se presentan como incuestionables, empezando por el valor de la solidaridad, sólo pueden generarse en un ámbito comunalizado de relaciones afectivas, como lo constató el propio Weber a través de sus estudios sobre los grupos de status y los grupos religiosos. Imponer un proceso de comunalización ficticia a toda la sociedad mediante la fuerza del carisma es contradictorio con los principios constitutivos de la modernidad y, en una sociedad compleja, redunda en una continua algarabía de competencias demagógicas.

En busca de la racionalidad sustantiva

Las tres grandes ideologías políticas del siglo XX, es decir, el socialismo, la democracia liberal y el nacionalismo, han conllevado intentos poderosos de crear una racionalidad sustantiva en la sociedad moderna: el socialismo, al apelar a la conciencia de la clase proletaria que se convertiría en la verdadera razón universal y traería aparejada la culminación de la historia; la democracia liberal, al fundar una nueva universalidad basada en el sufragio, en el discurso de los derechos humanos y en la legitimidad fehaciente del Estado de bienestar, y el nacionalismo, al crear una comunalización macrosocial, la de la "comunidad imaginada" —como la llama Benedict Anderson— que, si bien no aspira a la universalidad, pretende asegurar la vigencia del valor de la solidaridad en una población numerosa y de facto heterogénea. No tengo la capacidad de evaluar la efectividad de estos tres intentos, ni es éste el lugar de hacerlo; pero no cabe duda que, en este final de siglo y de milenio, todos ellos se encuentran en crisis, como lo manifiestan ruidosamente los discursos de la postmodernidad y la globalización, y sobre todo los estruendos letales de las guerras y el hambre aterradora de los países pobres.

Para usar la expresión de Norbert Lechner (1993), la postmodernidad nos ha traído, definitivamente, "el desencanto del desencantamiento", el derrumbe de "la grandiosa narración" modélica ("the master narrative") del triunfo de la razón emancipadora. Ni siquiera se admite la centralidad de una racionalidad instrumental, capitalista o no, pues ahora se presenta sustituida por una multitud de racionalidades disímbolas e irreconciliables. La conciencia de clase proletaria no sólo es cuestionable en sus pretensiones de universalidad por la caída del socialismo real sino por la extrema diversificación y difuminación del propio proletariado. En cuanto a la ideología nacionalista, no sólo la internacionalización del mercado y la revolución informática la han subvertido, sino que además el despertar de las identidades regionales y étnicas, resaltadas asimismo en los ámbitos de la globalización —por ejemplo, entre las poblaciones migrantes—, ha expuesto su precariedad. Se podrá decir que las ideologías postmodernistas son aún poco coherentes y que exageran en sus diagnósticos; no obstante, me parece evidente que expresan el malestar derivado del gran problema que vuelve a plantearse: el proble-ma de los fundamentos seculares de la solidaridad social, o si se quiere el viejo problema hobbesiano del orden social.

Ante este problema, una de las respuestas más notables ha sido lo que podemos llamar el nuevo comunitarismo, es decir, la exaltación renovada de las relaciones afectivas y particularistas en ámbitos acotados por identidades grupales diferenciadas. Sin embargo, este fenómeno adopta dos formas radicalmente distintas. La primera de ellas representa el postulado postmoderno de la fragmentación y la divergencia y por ello cae en el exclusivismo y el particularismo conflictivo. La segunda, en cambio, pretende combinar la adhesión a una identidad diferenciada con —otra vez— la búsqueda de la convivencia universal y por tanto el reconocimiento de los valores del otro dentro de un marco de tolerancia. Es decir, esta segunda forma representaría una utopía aparentemente (sólo aparentemente) inédita: la de la modernidad comunitaria.

 

Comunitarismos y ciudadanía

Hablar de utopías no es necesariamente condenar lo que representan. Decía Karl Mannheim (1936: 263), y hay que estar de acuerdo con él, que el día que los hombres pierdan la capacidad de pensamiento utópico perderán también la capacidad de transformar y aun entender la sociedad en que viven. En cualquier caso, habría que establecer, antes de empezar a discutir los dos tipos de comunitarismo, que las comunidades nunca fueron realmente acorraladas por la modernidad en la esfera privada, o más bien dicho que la acción de las comunidades ha implicado una negociación y redefinición continua de las fronteras entre lo público y lo privado.

En la obra de Durkheim, por ejemplo, encontramos un análisis de la sociabilidad que existe y se reproduce en ámbitos en principio autónomos del Estado y del mercado; una sociabilidad que incluso se vuelve necesaria para la organización macrosocial. Para Durkheim, las representaciones colectivas de la autoridad pública o las orientaciones generales de la educación escolar no pueden impunemente presentarse como opuestas a los símbolos y las categorías morales de la familia y la religión; es más, con frecuencia echan mano de éstas, al menos mientras no existan instancias intermedias que cumplan una función de negociación incesante entre el nivel comunitario y el nivel societal. Es decir, al revés que Weber, Durkheim no creía que era totalmente imposible lograr una interpenetración valoral entre ambos niveles que no fuera mediante la emocionalidad irracional de los líderes carismáticos. Las instancias de negociación que se requerirían para ello no podrían ser agencias burocráticas; se trataría, más bien, de asociaciones voluntarias como las que Alexis de Tocqueville había encontrado en los Estados Unidos tempranos; pero unas asociaciones voluntarias que estuvieran muy cerca de los grupos primarios y se nutrieran de lealtades primordiales al mismo tiempo que miraran y entendieran la sociedad mayor. En el pensamiento durkheimiano, las instancias intermedias por excelencia eran las asociaciones ocupacionales, que por un lado reflejaban la división social del trabajo existente en la sociedad mayor e idealmente gozaban de representación ante el Estado, y por otro tenían ramas locales estrechamente vinculadas a las familias y las redes de amistad. Ahora bien, hay que reconocer, como lo hacía el propio Durkheim, que la intermediación es difícil; no es infrecuente en cambio que la desconfianza ante la sociedad mayor lleve a la exacerbación de los particularismos, por ejemplo las redes clientelares y los comunitarismos excluyentes.6

La proliferación de comunitarismos excluyentes en la época actual tiene las dimensiones de una enorme tragedia, como es patente en las historias recientes del Líbano, de la antigua Unión Soviética, de la antigua Yugoslavia y de la India, por sólo mencionar algunos casos. Estos comunitarismos excluyentes se constituyen como respuesta violenta al fracaso del Estado de garantizar la igualdad frente a la ley y prevenir la exclusión formal o práctica de ciertos grupos étnicos o religiosos. Pero también surgen cuando ciertos grupos resienten la disminución de su poder relativo, como ocurre con las agrupaciones de la derecha fundamentalista en los Estados Unidos y con los movimientos racistas en la Europa penetrada por migrantes de los antiguos imperios coloniales. Ante el desencantamiento del mundo, oponen un nuevo encantamiento: el de su propia identidad. Una identidad que absolutiza sus valores y redefine la participación política en términos de enfrentamientos mortales con cualesquiera otras identidades; que intenta privatizar totalmente la esfera pública, pues no tolera compartirla (cfr. Fox 1990). Por ello, la fraternidad interna también se redefine como obligatoriedad absoluta de pertenencia; por ello mismo, un autoritarismo extremo se justifica como protección contra la deslealtad. En suma, el nuevo encantamiento politizado de las identidades excluyentes postmodernas hace añorar incluso el viejo encantamiento de la premodernidad.

Pero no todos los nuevos comunitarismos son así. Hoy sabemos que Durkheim se equivocó al preconizar tan optimistamente el advenimiento de las asociaciones ocupacionales como puentes de solidaridad, pero vemos aparecer identidades comunitarias refuncionalizadas o inéditas que crean otros puentes. Algo importante que caracteriza tales puentes es una combinación bastante complicada del concepto de ciudadanía como representación individual e igualdad ante la ley con el concepto de representación pública de las diferencias identitarias. Para explorar estos nuevos comunitarismos no excluyentes voy a referirme brevemente, para terminar esta presentación, a dos ejemplos de la historia latinoamericana reciente: las Comunidades Eclesiales de Base (CEB) y las organizaciones étnicas.

 

Dos posibles modelos de modernidad comunitaria

(a) Las Comunidades Eclesiales de Base Si las ceb se expanden hacia América Latina desde el Brasil a mediados de la década de 1960, es a partir de la conferencia del episcopado católico en Medellín, celebrada en 1968, donde la Iglesia se define por "la opción preferencial por los pobres", cuando adquieren más generalmente una orientación hacia el cambio social y la participación política (Lehmann 1996: cap. 3). Inspiradas por las ideas de la Teología de la Liberación, intentan lo que parecía imposible: adecuar la fidelidad católica con ciertas ideas modernas, es decir, con la crítica de las instituciones, incluida la eclesial. Así, estos grupos vecinales de bajos ingresos adoptan prácticas decididamente antiautoritarias, como por ejemplo la libertad de expresión en las discusiones sobre pasajes de la Biblia y en su aplicación a la comprensión tanto de la vida cotidiana privada como de su inserción en la esfera pública. Cada grupo se va constituyendo con base en la aceptación horizontal recíproca de los miembros, y no con base en los dictados de la autoridad del clérigo asesor, en consonancia con la nueva definición de la Iglesia como pueblo de Dios y no como jerarquía eclesiástica. Al mismo tiempo, elaboran una crítica al individualismo atomista, a la impersonalidad de las relaciones humanas en la sociedad compleja, a la explotación capitalista y a la concepción de gobierno como burocracia distante que aplica ciegamente reglamentos. Reivindican, en suma, la idea de una comunidad participativa y vigorosamente inscrita en una sociedad civil democrática.7

Así, por la mediación de las CEB se generan mecanismos de ayuda mutua en la familia, el vecindario y el trabajo. Pero las CEB también sirven para organizar movilizaciones de protesta ante, por ejemplo, violaciones de la ley por parte de empleadores o urbanizadores y ante la ineficiencia de las autoridades en la provisión de servicios. En estas movilizaciones, los grupos eclesiales se pueden vincular con organizaciones populares de otro tipo o con partidos políticos. Es decir, la fuerte identidad grupal que muchas veces se crea no es obstáculo al reconocimiento de la universalidad de la ley y a la aceptación de otros grupos. La piedra de toque parece estar en un discurso que legitima las lealtades grupales como expresiones de un principio general de solidaridad, es decir, la solidaridad de los pobres, de los oprimidos y de todos los que defienden y practican la justicia (Lowy 1990).

La existencia de las CEB, sobre todo en los asentamientos urbanos nuevos, se caracteriza por un periodo inicial de efervescencia, cuando la precariedad socioeconómica favorece el que se valore la ayuda mutua y la lucha por mejorar las condiciones de vida. Luego el entusiasmo por la acción comunitaria decrece, pero suelen mantenerse los sentimientos y prácticas de solidaridad entre vecinos, sobre todo si continúan tareas comunes que se presentan como relevantes (un caso real en Guadalajara ha sido la organización de servicios de salud alternativa) (Napolitano 1998). Con todo, históricamente las CEB se han debilitado en muchos lugares debido a un cambio de actitud en la jerarquía eclesiástica, que las empezó a ver como peligrosamente cercanas al marxismo y ha buscado sustituirlas con agrupaciones sumisas y apolíticas, como los grupos de Renovación carismática (De la Torre 1998). Algunos párrocos por su parte piensan que las CEB fueron eficaces como mecanismo de ayuda en situaciones extremas de difícil sobrevivencia, pero que en etapas "normales" la pastoral eclesial debe cambiar (Safa 1998: 230). Sin embargo, la historicidad de las CEB —como la de cualquier construcción social— no anula su ejemplaridad como formas de inserción comunitaria en sociedades complejas.

 

(b) Las nuevas organizaciones étnicas

Las organizaciones étnicas que han aparecido en América Latina en los últimos veinte o treinta años son más reacias a una descripción general. De hecho, algunas de estas organizaciones sí mantienen un discurso comunitarista excluyente, por ejemplo al negar la posibilidad de la comunicación intercultural. Al respecto, ciertos activistas étnicos rechazan la pertinencia de los conceptos "derechos humanos", "ciudadanía" o "sociedad civil", por ser conceptos "occidentales".8 Con todo, estas actitudes cerradas no son la característica dominante de las organizaciones y movimientos étnicos. Por el contrario, el objetivo más importante para la gran mayoría de ellos es la participación democrática en la sociedad mayor, tanto en toda la nación como en todo el mundo (Albó 1990).

Notamos, en primer lugar, que el punto de partida conceptual de sus actuaciones es la reivindicación de la diferencia cultural justamente como forma de participación democrática. Y esto es así porque los indígenas y miembros de los grupos étnicos en general han experimentado la exclusión precisamente a causa de la diferencia. Se cuestiona así la ideología del nacionalismo unitario como principio de solidaridad, pero se postula la posibilidad y la necesidad de un principio de solidaridad multicultural y pluriétnica, que además no se encuentre radicalmente limitada por las fronteras nacionales. En segundo lugar, podemos constatar que los objetivos y demandas de muchas organizaciones étnicas no suelen ser exclusivamente etnicistas, es decir, coinciden en buena parte con otros tipos de movimiento: laborales, agrarios, ecológicos, "genéricos", democratizadores... En otras palabras, la búsqueda de espacios de participación no se define de manera excluyente sino desde una visión compartida. En tercer lugar, la construcción de las identidades culturales por parte de las nuevas organizaciones étnicas tiene un cariz eminentemente pragmático o, para usar un neologismo de los semiólogos, performativo. Es decir, el resaltar ciertos símbolos y discursos por encima de otros responde en buena medida a una estrategia de efectividad comunicativa, con miras a la obtención de resultados (Gros 1994). Aunque se enarbolen símbolos ancestrales, esto se hace no para reivindicar la situación de los ancestros sino para definir un nicho de negociación contemporánea. Es significativa al respecto la aparición de identidades panindianistas, que implican un verdadero proceso de etnogénesis, como lo podemos encontrar en la utilización en Guatemala del discurso sobre "el pueblo maya": un discurso que cobra auge al fortalecer las posibilidades de negociación de las demandas indígenas (Bastos y Camus 1993; Warren 1998).

Un discurso identitario igualmente comprehensivo y estratégico subyace a las actuaciones —bastante exitosas, por cierto— de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE); en ella se dio la culminación de un proceso de articulación de abajo a arriba, de las identidades locales a las regionales, hasta llegar a una identidad panindianista (Botero Villegas 1998). Otros casos interesantes de etnogénesis los encontramos en la frontera entre México y Estados Unidos —en la convergencia de organizaciones mixtecas, zapotecas y mazahuas en un Frente Binacional Indígena (Velasco 1999). En todos estos casos, lo interesante es la flexibilidad deliberadamente buscada para construir comunitarismos incluyentes, adaptativos y participativos, que no tratan de "balcanizar" la nación sino de proponer un concepto de nación sin connotaciones de colonialismo interno (cfr. De la Peña 1995; Hernández 1996).

Se pueden encontrar otros ejemplos de comunitarismos incluyentes y democráticos, dentro y fuera del contexto latinoamericano. La cuestión analítica fundamental es la capacidad de estos grupos de proyectar una solidaridad fundada originariamente en vínculos personalizados y afectivos hacia la participación estratégica y la representación diferenciada en ámbitos societales. Y la hipótesis que ha guiado este ensayo es que tal proyección compartida puede redundar en la construcción de una solidaridad supracomunitaria.

 

Dos párrafos para finalizar

Deliberadamente he evitado referirme explícitamente al debate entre comunitaristas y liberales. Pero no puedo dejarlo de abordar brevemente, pues subyace a la discusión precedente. Si bien el debate está lejos de agotarse o resolverse, prevalecen ya las posturas de quienes buscan plantearlo en un marco inclusivo. Por ejemplo, Charles Taylor (1995) distingue entre los argumentos "ontológicos" y los argumentos "defensivo-apologéticos" ("advocative"), y señala que por su misma naturaleza los segundos parten de la esencial incompatibilidad de las posiciones. Para evitar tal dicotomía radical (que en realidad puede resultar de una petición de principio), Luis Villoro (1998) construye una defensa del multiculturalismo que parte de la aceptación tanto del sujeto autónomo kantiano como de la imposibilidad de ese sujeto de realizarse fuera de una comunidad cultural, la cual entonces se define como condición necesaria de los derechos individuales. Yo no he abordado sino tangencialmente el tema del pluriculturalismo; pero sí he pretendido plantear un concepto de comunitarismo que, contrapuesto al jacobinismo y al utilitarismo, rehúse caer en posturas simplemente conservadoras o radicalmente excluyentes.9

Un planteamiento análogo se encuentra en cierto pensamiento neoescolástico pluralista surgido en el periodo entre guerras, sobre todo en la obra de Jacques Maritain; la diferencia está en que Maritain hablaba de "comunidades naturales" (modeladas en la familia) dentro de una jerarquía igualmente "natural"; en cambio, el comunitarismo abierto y participativo al que aludo parte del principio de la historicidad de cualesquiera comunidades particulares y la reivindicación de la forma comunitaria en general.

¿Podemos ser optimistas? La mundialización agudiza a la vez el individualismo atomista —gozosamente compatible con el adocenamiento de la cultura de masas— y los comunitarismos agresivos, defensivos y excluyentes. Pero surgen continuamente las otras comunidades, las que valoran su identidad sin reificarla y legitimizan la solidaridad general que no sólo es compatible con los vínculos comunitarios sino incluso los vuelve viables.

 

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Notas

1 Sobre el pensamiento ilustrado, la obra de Peter Gay (1968) constituye una de las mejores síntesis; pero deben también leerse dos excelentes —y divertidas— "novelas filosóficas": El jardín de las dudas, de Fernando Savater (1993), y The curious enlightenment of Professor Caritat, de Steven Lukes (1995). Nótese que Lukes da a su ingenuo personaje el mismo apellido de Marie-Jean-Antoine-Nicolas Caritat, marqués de Condorcet.

2 Son conocidas las descalificaciones radicales de De Maistre (en sus Considérations sur la France) al concepto de "derechos del hombre", en abstracto, pues para él no existía ningún derecho fuera de la sociedad ordenada, es decir, regida por la autoridad jerárquica. Véase Mannheim 1953.

3 La exposición más clara y la crítica más demoledora que conozco de la doctrina utilitarista está en la glosa que hace Talcott Parsons ([1937] 1968, vol. I, esp. caps. VIII y IX) del pensamiento (antiutilitarista) durkheimiano.

4 Tomada de un poema de Schiller, la expresión "desencantamiento..." aparece, por ejemplo, en su lección sobre "La ciencia como vocación" ([1919] 1946a). Véanse los comentarios de Raymond Aron (1959); también los de Nora Rabotnikof (1989).

5 En la lección "La política como vocación" encontramos una reiteración de la tesis del desencantamiento, y un rechazo moral a una política de "fines últimos", pues ésta lleva, en último análisis, a la irresponsabilidad del político sobre los resultados de corto plazo (Weber [1919] 1946b).

6 La visión de Durkheim sobre las asociaciones ocupacionales —cuyo núcleo analítico es la idea de la negociación continua entre la moral particular y la moral general en la sociedad moderna— se encuentra en el prefacio a la segunda edición de De la division du travail social ([1902] 1967). Como lo han señalado varios autores (por ejemplo Lukes 1973; Pickering 1979), la noción durkheimiana de "moral" transita de un énfasis en "los hechos morales", es decir "la fuerza de la costumbre" que se impone a los individuos en la socialización primaria, al análisis de las representaciones colectivas que expresan los ideales de la realización humana. En ambas acepciones, se infiere la importancia de las relaciones emocionales que propician la aceptación de la moral, aunque Durkheim no use el término comunidad. Por otro lado, el planteamiento fundamental sobre la importancia (lo insustituible) de los vínculos primarios en la formación de valores se encuentra en El suicidio ([1897] 1965), precisamente en las secciones donde se discute la noción de anomia y el suicidio anómico.

7 En buena medida, mis conocimientos de las CEB provienen del trabajo de campo realizado junto con Renée de la Torre durante la década de 1980 en la zona metropolitana de Guadalajara y en el sur de Jalisco. Véanse De la Peña y De la Torre 1990, 1993 y 1994. Otros estudios de caso en México pueden encontrarse en Muro 1994; para el contexto latinoamericano, véase Levine (ed.) 1986 y Lehmann 1990 y 1996.

8 Estas posiciones son a menudo apoyadas por ONG internacionales que realizan valiosas labores de defensa de las poblaciones minoritarias agredidas (por ejemplo, Cultural Survival International). El tema de las relaciones entre cultura y derechos humanos ha recibido tratamientos notables en la literatura reciente; véanse Wilson (ed.) 1997; Villoro 1998 y Olivé 1999.

9 Por supuesto, no reclamo ninguna originalidad: me adhiero a una corriente de pensamiento derivada principalmente de la crítica habermasiana de la modernidad; uno de sus representantes recientes es Albrecht Wellmer (1996), a quien conocí gracias a Ernesto Isunza.

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