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La ventana. Revista de estudios de género

Print version ISSN 1405-9436

La ventana vol.3 n.27 Guadalajara Jul. 2008

 

Avances de trabajo

 

Estados de consumo e instancias de desvinculación: el lugar de las mujeres

 

Alma F. Hasan*

 

* Doctorante en psicología. Investigadora por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de San Luis, Argentina. Correo electrónico: almifh@hotmail.com.

 

Resumen

En este trabajo se realiza un selecto recorrido sobre los antecedentes históricos que han llevado a las mujeres al desempeño y ocupación de determinados lugares. Se debate sobre los ámbitos público y privado y su injerencia sobre segregaciones y condicionamientos. Asimismo, se articula que el consumo cotidiano es una tarea que recae especialmente sobre la mujer como productora, madre y administradora del hogar, prácticas escasamente reconocidas. Por su lado, Bauman define a la modernidad líquida y sostiene que ésta diseña la vida de mujeres y hombres definiéndolos como consumidores. El sistema económico y social reinante valora el consumo como eje de producción, distribución y logro. En simultaneidad el malestar y el desasosiego se anclan en un sujeto sin garantes, desmembrado, aislado y sufriente.

Palabras claves: consumo, modernidad líquida, género, fragmentación, desvinculación.

 

Abstract

This paper presents a selective overview of the historical milestones that have led women to perform and hold certain roles in society, and it discusses the public and the private sphere and their relevance to segregations and conditionings. Everyday consumption makes demands on woman as producers, mothers, and home administrators, for which they seldom receive any recognition. According to Bauman, "liquid modernity" shapes the lives of women and men and defines them as consumers. The prevailing socio–economic system values consumption as a cornerstone of production, distribution and achievement. Discomfort and anxiety take root in a helpless, detached, isolated and suffering subject.

Key words: consumption, liquid modernity, gender, fragmentation, detachment.

 

Las transformaciones vividas por las mujeres y las familias en las últimas décadas del siglo XX y principios del siglo XXI denotan significativos cambios culturales, sociales y productivos, donde el rol de la mujer comienza a tener cierto reconocimiento por parte de diversos actores sociales y políticos, así como de la opinión pública y los medios de comunicación. No obstante, aún prevalecen importantes carencias y desigualdades de género en múltiples ámbitos de la vida cultural, política y económica, particularmente al interior de la estructura familiar.

El consumo de bienes y servicios que produce el sistema económico implica tiempo y trabajo, espacio y dedicación. Comprar y consumir es parte de estar, ser y crecer socialmente en familia. El consumo cotidiano, asimismo, es una tarea que recae —mayoritariamente— sobre las mujeres. Pero este papel de administradora y de ordenadora del consumo no es nuevo y tampoco remunerado (Jelin, 2006).

En las últimas décadas se ha visto incrementada la participación de la mujer en la esfera laboral; pese a ello, esto no ha traído una equilibrada intervención masculina en las responsabilidades familiares. Las mujeres más bien han adicionado una función profesional a la tradicional–natural (tareas hogareñas), viéndose obligadas a buscar y encontrar soluciones individuales a los compromisos de cuidado y crianza de hijos e hijas, promoviendo paralelamente la adecuación y articulación familiar apelando, por un lado, al buen criterio y generosidad de los componentes de la familia y, por el otro, a las posibilidades de acceso económico a medios de cuidado privado, junto con el pertinente reajuste de horarios y costumbres, etc. Al respecto, Susana Torrado (2005) infiere que lo más probable es que la contribución de la mujer al mercado de trabajo sea un aporte para la sociedad, pero que a su vez esto no signifique —necesariamente— una reestructuración funcional dentro del hogar.

 

Algunos antecedentes históricos

El modelo de familia patriarcal, como organización jerárquica interna, se establece a partir del pater familias: "Los hijos se hallan subordinados a su padre, y la mujer a su marido, a quien otorgan respeto y obediencia" (Jelin, 2006: 26). La autoridad del patriarca, sostenida desde las instituciones, gobernaba las relaciones interpersonales y poseía respaldo tanto en el enraizamiento de la estructura familiar, como en la reproducción sociobiológica de la especie (Castells, 1998).1

La autoridad de un rey sobre sus súbditos y la de un padre sobre sus hijos eran de la misma naturaleza; ni una ni otra eran contractuales sino que, por el contrario, se consideraba a ambas como naturales. De su gobierno, tanto el rey como el padre, sólo tenían que rendir cuentas a Dios; uno y otro actuaban normalmente en función del interés de su familia, aun cuando ello implicara la peor desgracia para sus súbditos o sus hijos (Flandrin, 1979).

El patriarcado, estructura familiar básica y organización de las sociedades contemporáneas, se designa por la autoridad de los hombres sobre mujeres y niños en la unidad familiar. En este contexto, las mujeres se debían fundamentalmente a la reproducción que requería una dedicación —prácticamente exclusiva— a los quehaceres de gestación, cuidado y educación de la progenie.

La mujer debía ser sumisa al padre primero y al marido después; esposa y madre abnegada, económica, ordenada y trabajadora en la casa; modesta virtuosa y púdica con su cuerpo (Barrán, 1994: 163).

Duby (1991) afirma que en la sociedad de la edad media lo que importaba era la reproducción, tanto de los individuos como del sistema cultural. En este sentido explica que reinaba un código de comportamiento, un conjunto de normas que ordenaban las funciones y el poder entre lo masculino y lo femenino. Asimismo, Duby hace referencia a un sistema cultural, el del parentesco; y también al código del matrimonio, en tanto regulador y estricto armazón de ritos y prohibiciones sociales primordiales.

La civilización medieval no tenía apremio en educar a los niños. En cambio, en la modernidad comienza el interés por la educación, el control y la vigilancia, acciones que fueron transformando paulatinamente a la sociedad. La familia deja de ser sólo una institución de derecho privado y asume funciones espirituales y morales. Se instaura el sentimiento moderno de la familia.

En la edad media, niños, niñas y adultos se correspondían en espacios, ropaje y lenguaje. Por lo general no se hacía distinción entre el ámbito adulto y el infantil. En cambio, en las sociedades modernas la separación entre adulto y niño se erige como un pilar. De manera que comienza a haber lugares, lenguaje y vestimenta para niñas y niños. De igual forma éstos quedan excluidos de prácticas como el trabajo, la sexualidad y las ceremonias de la muerte; mientras que los adultos resultan relegados de otras actividades como, por ejemplo, la actividad lúdica (Ariés, 1973).2

El papel del Estado e instituciones, agrupaciones caritativas, campo jurídico, sector educacional y demás ciencias que bordearon a niñas y niños fueron teniendo una compleja trama de intervenciones benefactoras/segregadoras; protectoras/vigiladoras (en términos de Foucault). Este rol consistía también en intervenir en la vida de las familias con el fin de elevar la cultura y la moral. En este punto el Estado asume un rol examinador, protector y paternalista.

Por otro lado, el paso de la barbarie a la civilización dio lugar a la valoración del amamantamiento materno, aumentó caricias y cuidados, como legítima traducción de amor. De igual manera disminuyó el abandono de recién nacidos, empezó a controlarse la natalidad (coitus interruptus y aborto) y a preocupar la elevada tasa de mortalidad infantil. Del mismo modo, la civilización procuró instaurar dos métodos: la vigilancia y la culpabilidad interna (el mecanismo predominante era el control con la mirada: concepto de panóptico de Michael Foucault) (Barrán, 1994).

En las sociedades tradicionales la mortalidad infantil era muy significativa. La división sexual del trabajo y la elevada mortandad pusieron a la mujer, esencialmente, a cargo de las tareas de producción y reproducción de la especie. Posteriormente, con la transición demográfica, esta elevada mortalidad infantil desciende y deja de ser necesario tener un gran número de hijos para lograr que alguno llegue a adulto. Es en esta época cuando las mujeres paulatinamente entablan contacto con el mercado laboral y cada vez son más las que trabajan dentro y fuera del hogar (Castells, 1998).

 

De lo público y lo privado

Ana María Fernández (1993) describe que con la revolución burguesa y el paso a la modernidad se hace énfasis en la distribución de los espacios y de los diferentes capitales (social, económico, simbólico). Lo privado moderno se instaura, precisamente, como esfera no pública y casi como reducto de una comunidad donde las mujeres quedaron posicionadas como esposas–madres, responsables del cuidado y la educación de sus hijos/as y del núcleo familiar en su conjunto. A esta altura la figura del ciudadano —como un sujeto portador de derechos— nace al fragor de las revoluciones burguesas del siglo XVIII.

El orden político moderno se constituye sobre las ruinas del antiguo régimen, como resultado de la lucha contra la costumbre y la tradición. Cuestionando el régimen estamental precedente, emerge el individuo como un sujeto portador de derechos y la igualdad jurídica (Ilustración, revolución industrial, revoluciones burguesas). En este contexto el nuevo régimen político se alza victorioso, pero aquella igualdad —presuntamente universal— se acotó en función de, por lo menos, el sexo, la propiedad y la educación. Los iguales y con derecho a contratar en el momento fundacional fueron varones, blancos, burgueses e ilustrados.

Con el avance del siglo XX, junto con la crisis de la modernidad, de la política y de la noción de sujeto, alrededor de los años sesenta, aflora con renovada fuerza la segunda ola del feminismo. Esta nueva irrupción aporta significativos cambios. A diferencia del movimiento inicial (primera ola), pasa a ser una movilidad colectiva de características masivas y no particularmente de mujeres ilustradas y excepcionales. Asimismo, se produce el advenimiento de ciertas reivindicaciones. Comienza a instaurarse el cuestionamiento de la base misma de los criterios precedentes; a su vez, recae la atención y el acento en el cuerpo y la sexualidad, como lugares en los que se anuda la diferencia sexual y el dominio patriarcal sobre el género mujer (Bareiro, 2002).

Al mismo tiempo deviene el cuestionamiento a la lógica de separación entre lo público y lo privado, como lugares exclusivos y privativos de uno u otro sexo. Dos ámbitos que aparecían como separados y revestidos de características diferentes y excluyentes: el de lo público, como lugar de ejercicio del poder; y el privado, como el espacio de los afectos y los sentimientos, inmune y ajeno al campo de la política.

El ámbito público, establecido de una forma universal y predominantemente racionalista, relega lo privado a toda particularidad y diferencia. Esta distinción entre ambas esferas propulsa exclusión, en tanto articula y restringe lo privado a lo doméstico, que entraña una sustancial subordinación de las mujeres (Mouffe,1992: 6). De esta forma, la dicotomía público/privado enmascara una sujeción femenina en el marco de un precepto aparentemente universal, igualitario e individualista, sostenido por los hombres y el encuadre del Estado (Pateman, 1996).

A lo largo de la historia advertimos el predominio de una construcción de lo masculino como universal, público y productivo; en tanto que a la hora de hablar de lo femenino prevalece lo particular, privado y reproductivo (Bareiro, 2002). De alguna manera, la condición privada —de las mujeres— y la pública —de los varones— se enfrentan, pero al mismo tiempo adquieren enunciado la una de la otra, en tanto

el significado de la libertad civil de la vida pública se pone de relieve cuando se lo contrapone a la sujeción natural que caracteriza el reino privado (Pateman, 1995: 22).

El Estado reproduce y vierte parte de esta dicotomía en ininterrumpidos espacios, tanto sociales, políticos como simbólicos. El sistema de discriminación y de generación de desigualdades se da a través del modelo educativo, del ordenamiento jurídico, de los mensajes que emite a la sociedad como empleador, de las normas que elabora para regular el mercado y el consumo. Así es como los proyectos de instrucción vigentes, en su gran mayoría, no incentivan la autonomía, el desarrollo de las capacidades de logro, de empoderamiento y de toma de decisiones de las niñas y mujeres. Contrario a ello, muchas veces, la designación que subyace es sobre actividades no remuneradas, escasa vinculación con el mercado de trabajo rentable y académico calificado, cristalizando y perpetuando la discriminación y segmentación prescripta. Esto evidencia una representativa interdependencia entre las políticas públicas y las relaciones de género imperantes, así como la necesidad de incidir activamente en la definición de ambas. El Estado y sus políticas intervienen en la configuración y la educación de las relaciones de género, sus acciones no quedan (o la omisión de las mismas) como palabras inaudibles en la cultura y la tradición, en la formación y en la significación de género (Torrado, 2005).

En relación con lo dicho, Carole Pateman (1996) plantea que en la conciencia académica y popular ha prevalecido la dualidad femenino/masculino representada por un círculo de oposiciones y separaciones típicamente liberales, donde percibimos adscriptos a las mujeres términos como naturaleza, amor, emocional, particular, sometimiento, privado; y a los hombres, otros como cultura, justicia, razón, público, poder, libertad.

 

Entre economía, crisis y consumo: las mujeres

El carácter subordinado de la participación de las mujeres en la sociedad, por ejemplo, limita sus posibilidades de acceder a la propiedad y al control de los recursos económicos, sociales y políticos. Su medio económico fundamental —como para cualquiera— es el trabajo asalariado; sin embargo, acceden al mismo en condiciones de considerable desigualdad, en tanto aún predomina que las mujeres asuman el quehacer doméstico y el cuidado de los hijos de manera preponderante, situación que limita la disponibilidad horaria y humana para desarrollar variadas actividades. En un mismo sentido, se han ido adhiriendo a la persistencia de formas tradicionales nuevas prácticas de discriminación para el ingreso y la permanencia de las mujeres en el mercado laboral. Respecto de la inserción al mismo existen al menos cuatro formas de exclusión que afectan de manera severa a las mujeres: el desempleo, las formas precarias de inclusión laboral, trabajo no rentado y exclusión de oportunidades para desarrollar sus potencialidades. Y si bien la situación en América Latina no es equivalente para el conjunto de mujeres, en ningún país se logra igual ingreso por igual trabajo entre hombres y mujeres (CEPAL, 2006).

En esta cuestión, a pesar de que el Plan de Acción de la Conferencia del Cairo (1994) insta a los gobiernos y empleadores a que eliminen la discriminación por motivos de sexo en materia de contratación, salarios, prestaciones, capacitación y seguridad en el empleo, con el objeto de eliminar la disparidad de ingresos entre hombres y mujeres, la modificación de las relaciones de subordinación por género y el mejoramiento de la condición y posición de la mujer aún constituyen elementos a conquistar y consolidar.

Las crisis económicas afectan y sensibilizan con mayor intensidad a las mujeres debido a que éstas se manifiestan, sobre todo, dentro del hogar, donde disminuye el ingreso monetario necesario para su reproducción y donde las condiciones materiales de la vivienda empeoran. Asimismo son ellas, principalmente, las que asumen la necesidad insustituible de sostener económicamente a sus hijos si los medios necesarios no están dados en su medio próximo (Moser, 1998).

El crecimiento económico de una región no necesariamente implica —en sí mismo— equidad social y acceso a bienes, servicios y oportunidades.3

Debido a las múltiples funciones de la mujer como productora, madre y administradora del hogar, algunos conceptos y definiciones convencionales no captan ni miden todos los aspectos del trabajo y de la situación de las mujeres. De acuerdo con la investigación de Fuentes en 1950, la participación global femenina en el mercado laboral en siete ciudades principales de Chile, por ejemplo, fue de 19%, en 1982 pasó a 37%, mientras que hacia los primeros años del siglo XXI llegó a 57%, siendo una de las más altas en América Latina. No obstante, esto no significa que la mujer tenga una participación igualitaria en las posiciones de toma de decisiones a nivel privado ni público, sino que tan sólo algunas mujeres alcanzan la cúspide de la pirámide organizacional y sólo una baja proporción llega a ser elegida y valorada. Entonces, si bien se ha avanzado relativamente en términos históricos, aún parecen vigentes las estructuras sociales y los estereotipos de rol que impiden la ocupación femenina de dichas posiciones (Fuentes, 2006).

En países como República Dominicana la responsabilidad económica de la mujer en la supervivencia familiar ha sido uno de los factores determinantes para la emigración internacional. La crisis económica, especialmente en el sector agrícola, que experimentó la región suroeste de ese país en los años ochenta, hizo que la regulación del trabajo entrara en grave crisis, tras lo cual se debió reorganizar el abastecimiento para cubrir las necesidades de consumo de un vasto sector de la población. La agricultura era la principal fuente de trabajo para los hombres, la erosión de la misma incrementó el desempleo masculino y deterioró el papel del hombre como proveedor económico principal. Esto hizo necesaria la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo, con el fin de asegurar la supervivencia de sus hogares. La dificultad de encontrar espacio en el mercado de trabajo dominicano provocó que las mujeres, especialmente las de las zonas rurales, sólo tengan acceso a actividades informales y de baja remuneración. Dados los obstáculos de entrada al mercado de trabajo formal, éstas debieron desarrollar diferentes estrategias para garantizar la manutención de sus hogares a partir de los años noventa y ello condujo, incluso, al éxodo de las mismas para sol ventar a sus familias (Gregorio, 1998).4

En el desarrollo de esta adversa situación en República Dominicana, la partida de las mujeres en busca del sustento diario deparó consecuencias visibles en muchos de los hogares, entre ellas: desintegración de las familias, bajo rendimiento escolar, abandono de estudios, embarazos tempranos o aumento del consumo de drogas entre los/as hijos/as. Al respecto, Gregorio expone que tras la emigración femenina los hombres no se incorporaron a las tareas de cuidado y educación de hijos e hijas, sino que esta tarea recayó fundamentalmente sobre las abuelas, reacomodo que no siempre resulta exitoso. En un mismo análisis, según lo explorado, la opinión que prevalece es que la migración afectaría particularmente a las y los jóvenes. La idea que subyace es que, al marcharse las madres, las tareas domésticas son más fácilmente reemplazables, mientras que el cuidado, la educación y el cariño no lo serían tanto (Gregorio, 1998).

A partir de los datos que proporciona la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (2008), se observa que se ha producido un fuerte incremento del empleo formal, instancia que genera mayor consumo y crecimiento económico de la región. En Argentina, Brasil, Chile, Costa Rica, México, Nicaragua, Panamá y Perú se registran aumentos de alrededor de 5% en la valoración del empleo formal en el primer semestre de 2007. Asimismo, con la expansión estimada para el mismo año se advierte que durante los últimos cinco años el empleo formal creció en gran parte de América Latina; los informes indican un aumento aproximado de 17.5% en México; 25.3% en Brasil; 26.9% en Perú; 29.3% en Costa Rica; 31.2% en Chile; 47.6% en Nicaragua y 49.5% en Argentina. Y en 2007 también se adhieren con cierto incremento Colombia, Ecuador, Venezuela y Uruguay.

 

Fluidez, malestar y desvinculación

Zygmunt Bauman (2007) expresa que el sistema económico que predomina en los tiempos que corren está constituido por la actividad económica propiamente dicha —empresas, fuerza de trabajo privada y economía familiar autosustentable—, cuyos componentes pueden ser clasificados por tamaño, sector y grado de transnacionalidad. En este subsistema priman las actividades de producción, distribución y consumo. El objetivo es el beneficio en términos de intercambios económicos. A la vez, las formas de consumo están promovidas por la producción cultural y desde esta perspectiva el consumo cultural no es un acto libre en su totalidad, está producido en determinadas condiciones estructurales, históricas, sociales, económicas y políticas; esto es, constituye una relación social, deviene de un momento histórico y actúa en consonancia con los acontecimientos.

Bauman (2007) advierte que una economía orientada al consumo promueve la desafección, socava la confianza y profundiza la sensación de inseguridad, hasta convertirse ella misma en fuente de miedo; miedo que satura la vida líquida moderna y es causa principal del tipo de infelicidad propio de esta época.

Para comprender el mundo actual, Bauman (1999, 2001) propone la noción de modernidad líquida, teniendo en cuenta cómo la vida, los conceptos y las certezas son más bien inestables y líquidos.5 En este sentido denuncia que el hombre se encuentra huérfano de referencias y explica que hace medio siglo los desempleados formaban parte de una suerte de reserva del trabajo activo que aguardaban en la retaguardia del mundo laboral una oportunidad. Ahora, en cambio, se habla de excedentes, lo que implica que la gente es superflua e innecesaria, porque cuantos menos trabajadores haya, mejor funcionan ciertos sectores de la economía. El sujeto es mercado y el mercado tiene como objetos a los sujetos, en tanto sean objetivables, rápidamente renovables y reciclables.

El mismo autor revela la trama y los mecanismos por los cuales la sociedad actual, en su fase de modernidad líquida, condiciona y diseña las vidas de mujeres y hombres centrándose en sus particularidades como consumidores. Con el advenimiento de la modernidad líquida, la sociedad de productores queda transformada en una sociedad de consumidores, donde los individuos devienen, de manera simultánea, en promotores del producto y el producto que promueven en sí mismo.

Del mismo modo, en la era de la globalización, entre otras cosas, se genera un progresivo aumento de la desigualdad y la exclusión, debido a que la incorporación de novedosas tecnologías al proceso productivo está vinculada, muchas veces, a la eliminación de puestos de trabajo, como se anticipaba. Esto significa que el sistema se manifiesta por medio de la expulsión sistemática de la participación en el ciclo productivo de los grupos menos preparados o bien desfavorablemente ubicados, básicamente caracterizados y marginados por una menor educación formal o buena preparación para el trabajo manual o industrial, instancia que los deja en los confines de un mundo cada vez más precarizado.

En relación con lo dicho, Bauman (2000) refiere que de esta manera se transfiere la responsabilidad respecto de la situación a los mismos pobres, ya que quedan estratégicamente alejados del sistema y con una evidente imposibilidad para elegir. En la sociedad posindustrial —donde la integración y la participación social se alcanzan por medio del acceso al consumo— los pobres serían consumidores más bien deficientes. Estas condiciones no harían más que reforzar un círculo repetitivo, dado que la regla general del consumo es la capacidad de aprender a elegir correctamente y éstos no la tendrían; incluso, su situación deprimida sería responsabilidad de ellos mismos. En última instancia disminuye la solidaridad hacia el sector y aumenta la inseguridad respecto de los mismos. El corolario final del proceso sería, en gran parte, que los niveles de pobreza aumenten, mientras el conjunto de sujetos resulta cada vez más rechazado y criminalizado (Bauman, 1999). Al respecto, Ignacio Lewkowicz expresa que los pobres son extranjeros en un mundo de cosmopolitas y agrega que ser extranjero del mundo es caer fuera de la humanidad. De esta manera "los no–consumidores pierden la condición humana" (2004: 35).

Bauman (2000, 2001 y 2007) señala que el malestar en las sociedades modernas era primordialmente cultural, dado que surgía de las renuncias que cada cual debía imponerse para poder gozar de la protección que le daba la sociedad. En la actualidad el malestar y el desasosiego se sitúan en un sujeto desmembrado, aislado, desprotegido, sin amarras fuertes, sin garantes institucionales. La destitución de ciertas formas de relación y la edificación de otras desmantelan algo que, evidentemente, posicionaba de manera aguda y crónicamente subestimadora a las mujeres, por un lado, mientras el Estado patriarcal emitía ordenamiento y dominación, por el otro. No obstante, suponiendo incluso que estas modificaciones fueran necesarias, pareciera que este discurrir de cambios inusitados acontece en un escenario en construcción, en tanto no se percibe todavía un nuevo sitio, ni tangible ni simbólico, que albergue a esta inestable transición. En este sentido invade la incertidumbre, la perplejidad y la desvinculación en torno de subjetividades lábiles y contingentes (Corea, 2003).

Bauman (1999) avanza y nos adentra al terreno de los vínculos, sosteniendo que por medio del consumismo ocultamos el vacío o la carencia de afectos plenos y equilibrados. El autor nos confronta a la visibilidad de la fragilidad de los vínculos humanos. A partir de ello afirma que estamos en una sociedad con valores que cambian rápido, tal como los objetos de consumo. Ante esta situación, la apuesta a vínculos afectivos estables es imaginada como una hipoteca que se toma frente a un futuro marcado por la incertidumbre y, como todo riesgo, la posibilidad de perder puede ser inminente. En un mismo orden admite que en la modernidad líquida las obligaciones de vida demandan una necesaria fluidez, mientras que permanecer inalterado representa una perspectiva siniestra y una aterradora amenaza. Al mismo tiempo agrega que tener identidad significa estar claramente definido; ello sugiere continuidad y persistencia, pero continuidad y persistencia es justo lo que la fluidez no proporciona. La identidad enfrenta entonces un doble dilema, dirimiéndose entre servir a una propuesta de emancipación individual o lograr una membresía colectiva que sobrepase cualquier idiosincrasia particular.

En esta superficie, Bauman (1999) incluye que los sufrimientos se hallan fragmentados, dispersos, esparcidos; y entiende que los y las sufrientes no logran ligarse con otros y otras que padecen lo mismo (sufrimos aisladamente). El sufrimiento moderno impedía el despliegue de los deseos más elementales y profundos de los hombres al someterlos a las normativas y disciplinas existentes (régimen escolar, mandato paterno, etc.), al tiempo que doblegaba a las mujeres a eso mismo, sumado a una agobiante subordinación; mientras que el sufrimiento contemporáneo se expresa y reside —particularmente— en la incertidumbre, la inseguridad, la desvinculación y la desprotección. La fragmentación emerge para el autor cuando las instituciones que daban ligazón social fracasan en su preliminar facultad de hilar, sostener y dar armazón al entretejido social. Dicho de otro modo, el desgarramiento del lazo social nos sumerge en la incertidumbre, la inseguridad y la desprotección.

Por su lado, Cristina Corea (2003) advierte que, ante el desgaje de las instituciones estatales, el individuo deviene superfluo, en tanto no se es nadie para otro si no se producen las operaciones esenciales como para ser necesario para éste. Cuando lo que predomina es el agotamiento, el desfondamiento o la fluidez, la humanidad ya no se hace imprescindible; contrario a ello, es puramente contingente y circunstancial. Así es que en los escenarios de desfondamiento institucional se quebranta la realidad como principio ordenador necesario y único (aunque ilusorio en lo concreto, pero importante en las prácticas). De manera que la realidad no viene dada, sino que más bien se le debe gestionar y, en tanto no se logra, deviene la segmentación. Dicho de otra manera, la angustia actual pasaría entonces por la fragmentación y la dispersión, y esta fragmentación advendría tras el paulatino debilitamiento de las instituciones que poseían un entramado tal que otorgaban sujeción, cohesión y consistencia social (Bauman, 1999, 2000; Lewkowicz, 2004).

 

Últimos comentarios

La intención de este trabajo ha sido realizar pequeños aportes a la articulación y la reflexión de algunas perspectivas históricas, económicas y sociales, repensando el posicionamiento de las mujeres, travesía que aporta tal vez más interrogantes que conclusiones.

Hacia el término de lo recorrido, en el paréntesis de algunas reconsideraciones, nos preguntamos cuál sería —en una superficie un tanto escurridiza— el lugar de la mujer (y por qué no también de los hombres), si observamos que desde la arquitectura de la historia misma el espacio para ser le fue mayoritariamente conducido y recortado, relegado e incluso por momentos acribillado.

¿Podemos pensar entonces en un sitio de otorgamiento de legítima legitimidad? ¿Podrá ser éste un tiempo y un lugar asequible para los sectores subalternos? ¿Será factible una instancia capaz de dar cabida a sectores sociales biográfica e históricamente suspendidos?

En la modernidad el régimen social confería una base institucional común, pues el Estado y sus instituciones (la familia, la escuela, etc.) actuaban como apuntalamiento, sostén y entramado social. La autoridad hegemónica del padre no estaba puesta en cuestión, imponía las órdenes y éstas eran acatadas por sus sometidos naturales (esposa e hijos). La disciplina marcaba el deber ser, las reglas eran fijas y duraderas: modernidad sólida, como estamento duradero e instituido (Bauman, 1999; Lewkowicz, 2004).

Bauman (2000, 2001) sintetiza que en las sociedades modernas el malestar era básicamente cultural, dado que surgía de los renunciamientos que cada sujeto debía imponerse para poder gozar de la protección que le daba la sociedad. En la actualidad, en cambio, el malestar y el desasosiego se sitúan en un sujeto desmembrado y aislado, sin garantes. La destitución de ciertas formas de relación y la edificación de otras ponen en entredicho disposiciones arcaicas y tradicionalmente discriminatorias, situaciones que afectaban ininterrumpidamente a las mujeres. No obstante, pareciera que el devenir de las transformaciones se suscita en un escenario en restauración, resquebrajado, endeble y vulnerable en tanto no se percibe todavía un nuevo ámbito que ampare y solvente transiciones y cambios. Es así que irrumpen la incertidumbre, la perplejidad y la desvinculación en torno de una subjetividad tan lábil e inasible, como contingente. Y esto afecta, sin ilustres exclusiones, a hombres y mujeres (Corea, 2003).

Bauman (2005) sostiene que la sociedad actual, tras el advenimiento de la modernidad líquida, condiciona y diseña la vida de los sujetos centrándose en sus particularidades como consumidores, e insiste en que vivir en una sociedad líquida, donde todo tiende a modificarse tan rápidamente como el elemento líquido, promueve la existencia de afectos resbaladizos, temores al amor y a las responsabilidades que implican hallarse con otra persona en forma vinculante.

El genuino protagonismo y desafío en las relaciones es el poder estar con otro/a, sugiere Bauman. Y con relaciones no quiere decir plantear vínculos fragmentarios y huidizos, acordes a este mundo supeditado a cambios vertiginosos; sin embargo, esta modalidad se impone. Entonces invade el miedo a asumir compromisos, a establecer puentes y a consolidar afectos o vínculos más o menos estables (Bauman, 2005).

La experiencia vincular contemporánea, la vida institucionalmente poco consistente y efímera, exige, al menos, visibilizar con claridad que las grandes instituciones ya no sostienen ni garantizan. Al mismo tiempo esto requiere discriminar que una importante parte del debate se halla centrado en mujeres y hombres aislados, asustados, susceptibles de fragmentación, insertos en un continente fluido y escurridizo.

Desde este territorio en emergencia, donde la mayoría de los contenidos están puestos en cuestión, apelamos a la instauración de pilares dignificantes, de reconocimiento y equidad para quienes nunca han dejado de luchar, ya sea desde la anomia o con la muerte, por medio del cuerpo o embanderadas, subrogadas, omitidas y silenciadas: las mujeres. Porque por sobre todas las cosas a través de cada terreno de lucha, ya sea de carácter anónimo, individual o colectivos en cada espacio y nuevos pasos, llega una señal que simboliza que parte de lo dificultosamente construido —a contramarcha de la fluidez— posee cierta resonancia y, sobre todo, da referencias de obra cumplida (o por lo menos en construcción), otorgando algún horizonte de cambios culturales, sociales y conductuales pendientes, apostando al desafío de establecer trabajosamente instancias de dignidad y legitimidad para todos y todas. Y, al mismo tiempo, intentar apelar, al menos, a "la sentencia de la noción de fragilidad y vivencia de desolación", que se entrevé en significativa proporción en las manifestaciones humanas (y deshumanizadas) surgidas de la sociedad líquida en cada una de sus esferas. Sin duda, tal apelación no podría hacerse a través de un trabajo unitario, sino más bien en función de un levantamiento mancomunado, un entrelazamiento de luchas y compromisos. Apelar es un desafío que debería convencer y conmovernos.

 

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Documentos y páginas web consultados

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Notas

1 Tres operaciones caracterizan al patriar cado: autoridad, subordinación y dependencia (José Pedro Barrán. Historia de la sensibilidad en el Uruguay. El disciplinamiento (1860–1920). Ediciones de la Banda Oriental. Facultad de Humanidades y Ciencias, Montevideo, 1994).

2 La consolidación de la familia nuclear burguesa se ubica entre los siglos XVI al XVIII. Con familia moderna, nuclear y burguesa hacemos referencia al dispositivo básico de protección de la infancia, momento en el que el espacio familiar pasó a ser el escenario de la vida cotidiana e instancia en que las prácticas socia les comenzaron a distinguir lo privado de lo público (Elisabeth Roudinesco. La familia en desorden. FCE, Buenos Aires, 2003).

3 Unos 1 700 millones de consumidores gastan diariamente más de 20 euros, mientras 2 800 millones de personas tienen que vivir con menos de dos euros diarios (lo mínimo para satisfacer las necesidades más básicas) y 1 200 millones de personas viven con menos de un euro diario en la extrema pobreza. El estadounidense medio consume cada año 331 kilos de papel; en India usan cuatro kilos y en gran parte de África menos de un kilo. El 15% de la población de los países industrializados consume 61% del aluminio, 60% del plomo, 59% del cobre y 49% del acero. Cifras similares podrían repetirse para todo tipo de bienes y servicios. Consumismo y pobreza conviven en un mundo desigual, en el que no hay voluntad política para frenar el consumismo de unos y elevar el nivel de vida de quienes más lo necesitan. La clase de los consumidores comparte un modo de vida y una cultura cada vez más uniforme, donde los grandes centros comerciales son las nuevas catedrales de la modernidad (disponible en: www.biodiversidadla.org).

4 El mayor porcentaje de mujeres emigró a España, menor proporción de las mis mas buscaron alternativas laborales en otros países de América Latina (Carmen Gregorio. Migración femenina y su impacto en las relaciones de género. Nancea, Madrid, 1998).

5 El concepto modernidad líquida intenta dar cuenta de cómo vivimos en plena era del cambio y del movimiento perpetuo: los sólidos conservan su forma y persisten en el tiempo, duran; mientras que los líquidos son informes y se transforman constantemente, fluyen; tal como la desregulación, la flexibilización o la liberalización de los mercados (Zygmunt Bauman. Modernidad líquida. FCE, Buenos Aires, 1999).

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