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Convergencia

On-line version ISSN 2448-5799Print version ISSN 1405-1435

Convergencia vol.29  Toluca  2022  Epub Sep 19, 2022

https://doi.org/10.29101/crcs.v29i0.17971 

Artículos científicos

Refundación de la agenda de igualdad desde la filosofía del cuidar

1Universitat Jaume I, Castellón, España, cominsi@uji.es


Resumen:

La agenda de igualdad de género ha experimentado una creciente normalización e institucionalización tanto en España como a nivel internacional. Sin embargo, este proceso es paradójicamente paralelo a otro proceso simultáneo y progresivo de despolitización de la agenda de igualdad. Las causas de esta pérdida de eficacia transformativa son complejas. En el presente artículo, sin pretender ser exhaustivos en su etiología, se señalan los principales factores participantes. Asimismo, se presenta una propuesta de refundación de la agenda de igualdad desde la ética del cuidado y la construcción de nuevas masculinidades. Una igualdad que va más allá de la esfera pública para contemplar los espacios todavía invisibilizados de lo privado y del mundo de los cuidados. Una igualdad que implica evolución y cambio en el modo-de-ser-en-el-mundo de los hombres, y no sólo de las mujeres.

Palabras clave: igualdad; género; ética del cuidado; feminismo; masculinidades.

Abstract:

Gender equality agenda has experienced a growing normalization and institutionalization both in Spain and internationally. However, this process is paradoxically parallel to another simultaneous and progressive process of depoliticization of the equality agenda. The causes of this loss of transformative efficacy are complex. In this article, without intending to be exhaustive in its aetiology, the main concurring factors are pointed out. Likewise, in the second part of the article, a proposal to refound the equality agenda from the ethics of care and the construction of new masculinities is presented. An equality that goes beyond the public sphere to contemplate the still invisible spaces of the house and the world of care. An equality that implies evolution and change in the way-of-being-in-the-world of men, and not only of women.

Key words: equality; gender; ethic of care; feminism; masculinities

Introducción1

En pleno siglo XXI asistimos a una curiosa paradoja respecto a la agenda de igualdad de género. Por un lado, el lenguaje de la igualdad de género y del empoderamiento de las mujeres ha logrado una amplia normalización. Como señala Sonia Reverter-Bañón (2020: 201) , podemos decir que “vivimos un momento de éxito de las proclamas feministas y que las mismas se han incorporado a las políticas de los gobiernos democráticos alrededor del globo”. Así, por ejemplo, hace tiempo que la Organización de las Naciones Unidas ha incorporado, a través de diferentes resoluciones, la perspectiva de género tanto en los indicadores de desarrollo como en sus objetivos. Es el caso de la Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), que incluye la igualdad de género como uno de sus 17 objetivos por alcanzar para el año 2030.

Por otro lado, paralelamente a su normalización e institucionalización, conceptos como el de igualdad de género y empoderamiento de las mujeres han ido menguando en su eficacia transformativa. Estos conceptos se han ido despojando de forma paulatina de los compromisos conceptuales y políticos que deberían conllevar (Reverter-Bañón, 2017) . De alguna manera, podríamos decir, que la agenda de igualdad y empoderamiento de las mujeres se ha visto despolitizada al institucionalizarse (Reverter-Bañón, 2011).

Las causas de dicha pérdida de eficacia transformativa de la agenda de igualdad de género son complejas; en el presente artículo, sin pretender ser exhaustivos en la etiología de este fenómeno, veremos algunos factores participantes y también una propuesta de refundación de la agenda de igualdad desde la ética del cuidado y la construcción de nuevas masculinidades.

La igualdad de género: ¿un concepto despolitizado?

Podemos definir la despolitización del feminismo como “la desustanciación de los conflictos e intereses que el feminismo ha planteado; es decir, el borrado de la agenda feminista como agenda política que busca transformar las sociedades” (Reverter-Bañón, 2020: 199) . Y es que “la incorporación exitosa del feminismo en los discursos mediáticos e institucionales a todos los niveles —desde el Banco Mundial hasta la ONU, pasando por gobiernos— sólo puede explicarse si entendemos que ha habido necesariamente una desactivación de la naturaleza política y transformadora del feminismo” (Reverter-Bañón, 2020: 204). Varios elementos en interacción han contribuido a esa despolitización del feminismo. En este artículo veremos, por su relevancia, tres factores. En primer lugar, la asimilación del feminismo por el neoliberalismo y su transformación en objeto de consumo en la sociedad de mercado. En segundo lugar, el creciente individualismo y la psicologización de la igualdad, que hace depositar en la persona, y no en la sociedad, la responsabilidad sobre el empoderamiento. Finalmente, la mirada sobre todo asistencialista y disciplinadora de gran parte de las políticas públicas en igualdad de género, que dejan al margen el principal objetivo del feminismo: la transformación social.

El neoliberalismo y el marketing de la igualdad de género

En los últimos años ha sido tanta la popularidad del feminismo que ha sido asimilado por el propio capitalismo, que lo ha reificado y “cooptado” (Reverter-Bañón, 2017: 306) , transformándolo en objeto de consumo, visible en una amplia miríada de productos con eslóganes reivindicativos y revolucionarios (Reverter-Bañón y Medina-Vicent, 2020). Si bien la visibilización del feminismo es positiva, su mercantilización, más allá de poder contribuir a generar una cierta concienciación de la opinión pública, no contribuye al cambio real o a la transformación de la sociedad. Convertido en objeto de consumo, el feminismo corre el riesgo de perder su fuerza transformadora. La tendencia parece ser “tomar como buena la propuesta de que el feminismo es la aspiración a la igualdad entre hombres y mujeres, y quedarse ahí, en ese ideal […] pero sin que ello transforme realmente la realidad” (Reverter-Bañón y Medina-Vicent, 2020: 14).

El concepto genderwashing alude a la forma en que sobre todo el mercado, pero también muchas organizaciones, han asimilado la igualdad de género. Una incorporación sujeta a criterios económicos y al deseo de mantener la reputación de una marca, más allá de cualquier criterio ético o feminista (Fox-Kirk et al., 2020) . Aunque las prácticas de genderwashing promueven la idea de la igualdad de género dentro de las organizaciones, lo hacen junto a una ausencia de medidas que aborden significativamente las desigualdades de género en el lugar de trabajo.

El genderwashing se manifiesta así en un desequilibro entre la retórica organizacional sobre la igualdad y la experiencia real en el lugar de trabajo (Fox-Kirk et al., 2020: 2-3) . Se crea el mito de la igualdad de género, mientras que las personas en la organización continúan experimentando discriminación de género. Un ejemplo de genderwashing lo encontramos en el uso de los Acuerdos de Confidencialidad por parte de grandes compañías y organizaciones. El médico estadounidense Larry Nassar pudo abusar de las gimnastas a su cuidado, durante muchos años, porque US Gymnastics silenció a las víctimas mediante el uso de Acuerdos de Confidencialidad (Fox-Kirk et al., 2020: 6). Gracias a ellos se preserva la reputación organizacional, pero, a su vez, se perpetúan los casos de acoso y violencia de género en el lugar de trabajo. Ese es el problema del genderwashing: genera la ilusión de igualdad y bloquea así el cambio estructural que podría conducir a un auténtico avance hacia la igualdad.

Diferentes estudios (Fraser, 1989; Bexell, 2012; Kabeer, 2016) señalan, además, el modo en el que la globalización neoliberal “pone en peligro los progresos en igualdad de género” (Reverter-Bañón, 2017: 302) . Si bien con la globalización avanzamos aparentemente hacia la igualdad, es necesario mantener una mirada crítica; pues es habitual encontrarnos con discursos de instituciones internacionales, como el Banco Mundial, por ejemplo, que abogan por la incorporación de la mujer al mundo laboral, pero no dicen nada sobre el volumen de trabajo no remunerado que realizan las mujeres en el hogar. El empoderamiento de ellas se promueve en la medida que es eficaz a la lógica del mercado y a la productividad, pero no con base en criterios de justicia de género. “La identidad de las mujeres, en sus roles de cuidadoras, madres, esposas e hijas, queda así convenientemente inmovilizada en el discurso de igualdad de géneros de las organizaciones internacionales” (Reverter-Bañón, 2017: 311). Las instituciones internacionales, influidas por intereses neoliberales, perpetúan así “una visión esencialista de las mujeres que retiene a éstas en su experiencia de cuidadoras, propagando con ello una limitada y pobre comprensión de la igualdad de género” (Reverter-Bañón, 2017: 303).

La creciente subjetivación y psicologización de la igualdad de género

Pese a los avances en igualdad que encontramos a nivel legislativo en la mayoría de países desarrollados, y de la difusión del feminismo como moda a nivel global, la realidad social no refleja una igualdad real. A pesar de que el sistema, en no pocas ocasiones, intenta convencernos de que las mujeres ya hemos alcanzado la igualdad, una mirada rápida nos permite fácilmente ver que no es así. Como señalan Sonia Reverter-Bañón y María Medina-Vicent (2020: 28) :

En las últimas décadas nos han dicho que como mujer soy lo que quiero ser y si no lo soy no es por falta de una estructura que lo permita —de derechos, sistemas, etc.— sino por mí misma. [...] Esta psicologización de la igualdad (y la desigualdad) supone [...] una despolitización de los problemas sociales y del propio sujeto del feminismo.

Este fenómeno forma parte del proceso de culpar a la víctima, expresión acuñada por el sociólogo William Ryan (1976) para identificar, y denunciar, la tendencia a culpabilizar a las víctimas de ser responsables de su propia situación. Sería el caso, por ejemplo, cuando se atribuye la pobreza a la conducta de los pobres en lugar de a los factores sociales estructurales. El proceso de culpar a la víctima —señaló William Ryan— está al servicio de los intereses del sistema, que trata así de evitar responsabilidades. “Podríamos ampliar esta tesis afirmando que el proceso de culpar a la víctima está al servicio de los intereses de la parte en el poder, que manipula la noción de víctima en un proceso de estigmatización del carácter individual” (Comins-Mingol, 2016: 137) . La reducción de la igualdad, o desigualdad, de género a mera experiencia individual supone una drástica despolitización de un fenómeno que es inherentemente político y social.

En ese proceso de subjetivación, el sistema tiene una gran capacidad para absorber y resignificar conceptos tradicionalmente emancipatorios y feministas en conceptos al servicio del statu quo. Véase, a modo de ejemplo, el de “empoderamiento”, que ha terminado conceptualizado como un sucedáneo de “emprendedurismo” en dos sentidos. En primer lugar, porque no es un empoderamiento multifacético, sino que se reduce principalmente al ámbito económico y laboral, como ocurre con el emprendedurismo. Y, en segundo lugar, porque se considera que ese empoderamiento depende del esfuerzo y la voluntad emprendedora de la propia mujer, sin considerar la influencia del contexto. La falacia en la que incurre este argumento es que “no hay esfuerzo ni voluntad psicológica individual que pueda superar situaciones estructurales de desigualdad” (Reverter-Bañón, 2020: 207) .

Como señala críticamente Byung-Chul Han (2012: 25) , vivimos en la “sociedad del rendimiento”, donde los “sujetos son emprendedores de sí mismos”; un análisis que si bien Byung-Chul Han no realiza en clave feminista es sumamente evidente en la cooptación de la “igualdad de género” que hace el neoliberalismo. En el mundo actual “tanto el ser humano como la sociedad se transforman en una máquina de rendimiento autista” (Han, 2012: 64). El “superagotamiento del Yo” del que nos habla Byung-Chul Han es flagrante en el caso de las mujeres. El sujeto actual se violenta a sí mismo, nos dice Byung-Chul Han, para alcanzar el éxito y las tasas de rendimiento esperadas. El estilo de vida está al servicio de la superproducción y el beneficio, generando una violencia silenciosa expresada en el agotamiento y la fatiga del sujeto. En el caso de las mujeres esto se duplica, al tener que cumplir con dos raseros de éxito y rendimiento: el laboral y el familiar. La sociedad del rendimiento, nos dice el filósofo Byung-Chul Han (2012: 72), termina siendo una sociedad del cansancio, un cansancio que aísla y divide, que atomiza a los individuos, absorbidos y agotados por ese estilo de vida. Lo que en clave feminista se traduce en una desactivación política del feminismo, estando como están muchas mujeres agotadas y aisladas en sus respectivas carreras de rendimiento profesional y familiar.

La creciente tendencia a interpretar problemas que son políticos y sociales como si fueran problemas psicológicos individuales es, como ya nos advertía Nancy Fraser (1989: 155) , uno de los mayores desafíos que el feminismo contemporáneo debe enfrentar.

La burocratización de las intervenciones asistencialistas y/o disciplinadoras

Estrechamente vinculado con la psicologización que hemos visto en el punto anterior, otro de los factores tras la creciente despolitización del feminismo son las políticas públicas en especial asistencialistas que, si bien son necesarias, no pueden hacernos olvidar que el principal objetivo del feminismo es la transformación social. El problema es cuando los Estados atienden:

Sólo a lo que se considera “situaciones extremas” o “patologías sociales” como la violencia contra las mujeres que acaba siendo vista como una condición patológica o un problema psicológico individual, en vez de una expresión o consecuencia “normal” de la subordinación de la mujer (Reverter-Bañón, 2012: 219; 2011: 226).

El asistencialismo de las políticas públicas de igualdad no debe hacernos perder de vista que el principal objetivo de toda agenda de igualdad es la transformación. De otro modo convertimos a las mujeres “en meras clientas, usuarias o consumidoras” (Reverter-Bañón, 2012: 226) de un servicio, cuando el propósito del feminismo “no es salvar una identidad (la de ser mujer), sino precisamente transgredir las estructuras de ordenación y adjudicación de identidades” (Reverter-Bañón, 2020: 195).

Así, en el ámbito institucional, el concepto de género, como el concepto de igualdad, termina despolitizado, reducido a un término meramente descriptivo, a una categoría individual, una identidad autorreferencial sinónimo de “hombre”, “mujer” u otras identidades más allá de este binarismo, desplazando el sentido originario del concepto de género como crítica y cuestionamiento, de las relaciones de poder y del carácter construido de la desigualdad sexual (García-Granero, 2020: 204) . La perspectiva de género, en demasiadas ocasiones, ha pasado a limitarse a “añadir” a las mujeres, ninguneando o invisibilizando “una realidad de subordinación y opresión que no se desea presentar como tal” (Oliva Portolés, 2005: 14) .

Del mismo modo, también el concepto de igualdad queda despolitizado bajo el sistema neoliberal. “Las mujeres, se entiende así, han de disfrutar de la igualdad como posibilidad de elección en el mercado, en igualdad de oportunidades con los hombres” (Reverter-Bañón, 2020: 202) . Una concepción de la igualdad que implica una concepción esencialista de lo que significa ser mujer y hombre; separada de la idea de libertad y emancipación. Así, el sistema ha incorporado gran parte del vocabulario feminista, pero lo ha despolitizado, despojándolo de su capacidad transformativa (Reverter-Bañón, 2020: 205). El feminismo despolitizado se reduce a “una integración formal de las mujeres al sistema de derechos, y una integración material al sistema de precarización global” (Reverter-Bañón, 2020: 206). Algo así como —en palabras de Nancy Fraser— “tener reconocimiento sin redistribución” (Reverter-Bañón, 2020: 206).

A causa de la creciente mercantilización, psicologización y burocratización del feminismo, el feminismo liberal es cada vez más un feminismo líquido —usando terminología de Bauman—, un feminismo que ha perdido solidez en la agenda de igualdad (Reverter-Bañón, 2012; 2020: 207) . Por supuesto, reconocer la burocratización, tecnificación y despolitización de estas políticas no implica que lo deseable sea rechazarlas de pleno, “rechazar esas políticas nos deja en una situación aún más precaria, puesto que perdemos esa ayuda estratégica del Estado” (Reverter-Bañón, 2011: 227). Lo necesario es una tarea crítica y permanente de interpelación y de interlocución.

Por una igualdad radical: más allá de la esfera pública

Reforzar la eficacia transformativa de la agenda de igualdad de género pasa por una necesaria superación de la dicotomía espacio público-espacio privado. Espacios que debemos entender no de forma binaria sino como un continuum(Velasco Ortiz, 2000: 147) . Desafortunadamente, el espacio público sigue siendo el espacio privilegiado de análisis de lo social y lo político, el criterio de medida, de aplicación y evaluación de la igualdad. El espacio privado, por su parte, a pesar del famoso eslogan que enunció Kate Millett hace medio siglo de lo personal es político, sigue invisibilizado.

Así, por ejemplo, la paulatina incorporación de la mujer al ámbito público desde la década de 1970 no ha ido acompañada de una “incorporación” pareja del hombre en el trabajo doméstico y de cuidados que tiene lugar en el espacio privado. Como consecuencia, en demasiadas ocasiones, la igualdad de género se ha conseguido no sólo a favor sino también a costa de las mujeres. Fenómenos como la doble jornada laboral, la doble presencia-ausencia, la jornada interminable o el techo de cristal son consecuencia de “esa” igualdad. Una igualdad construida, en su mayoría, sobre las espaldas de las mujeres, que tienen que combinar las dos actividades o externalizar los cuidados en otras mujeres, precarizadas o migrantes. Aunque no es objeto de estudio en este artículo, no podemos obviar que la desigual distribución del cuidado entre hombres y mujeres tiene su eco en la esfera global, donde existe una feminización del cuidado injusta y opresiva para las mujeres (Robinson, 2011) .

Es el caso, por ejemplo, del fenómeno de las cadenas globales de cuidados, concepto acuñado por Arlie Hochschild (2000) , que alude a los trabajos informales y desvalorizados de cuidados que ocupan mujeres migrantes en condiciones precarias, en no pocas ocasiones a costa del descuido de sus propios hogares y de su familia. De modo que la crisis de los cuidados en el Norte global se cubre en parte con el cuidado proporcionado por mujeres migrantes, aprovechando la desigualdad global.

Cuando hablamos de trabajo de cuidados nos referimos al conjunto de actividades que son necesarias para el sostenimiento cotidiano de la vida y la salud. Actividades, desvalorizadas, invisibilizadas y feminizadas que podemos clasificar en dos tipologías: lo que Joan Tronto (2013) denomina el cuidado práctico (caring for) y el cuidado emotivo (caring about). También conocido como cuidado instrumental o cuidado indirecto el primero —vinculado a lo que denominamos trabajo doméstico— y cuidado de las personas o cuidado directo el segundo —vinculado a los aspectos más emocionales del cuidado— (Carrasco et al., 2011: 71) . En ambos casos, se les ha asignado tradicionalmente a las mujeres el trabajo de proveedoras de esos cuidados sea o no remunerado. Hasta el punto de que ellas realizan “dos tercios del trabajo de cuidado remunerado y tres cuartas partes del trabajo de cuidados no remunerado en todo el mundo” (The Care Collective, 2021: 20).

En aras de alcanzar el objetivo común de una igualdad efectiva debemos empezar por despatriarcalizar la igualdad. Como sabemos, el patriarcado, como sistema, identifica al hombre como modelo de ser humano y al espacio público como espacio de referencia. Deberemos construir la igualdad radical desde una modelo de ser humano que contemple tanto el legado de saberes y valores que históricamente han desarrollado los hombres en sus mundos de experiencia, como el legado de saberes y valores que históricamente han desarrollado las mujeres en sus mundos de experiencia. Una igualdad que va más allá de la esfera pública, que se amplía para contemplar los espacios todavía invisibilizados de lo privado y del mundo de los cuidados. Una igualdad que implica evolución y cambio en el modo-de-ser-en-el-mundo de los hombres, y no sólo de las mujeres.2

En esa igualdad, que abarca tanto el espacio público como el espacio privado, la filosofía del cuidar tiene mucho que decir.3 Afortunadamente, gracias a los esfuerzos feministas en favor de la visibilización y la revalorización de los cuidados, hay una incipiente aparición de políticas de los cuidados, políticas públicas que facilitan, por ejemplo, la corresponsabilidad laboral y familiar de hombres y mujeres. Pero, lamentablemente, sin un cambio en las mentalidades esas medidas tienen poca capacidad transformativa. “La obligación moral respecto a los cuidados está desigualmente repartida entre hombres y mujeres” (Comas-d’Argemir, 2017: 28).

Es necesaria una coeducación en el cuidar para la construcción de una igualdad despatriarcalizada, en la que se entienda el cuidado como valor humano y no como rol de género. Es fundamental des-generizar el cuidado si queremos contribuir a la igualdad. Como señala Fiona Robinson (2011) , hay una relación directa entre la masculinidad hegemónica y la feminización del cuidado. La masculinidad hegemónica asocia la feminidad con el cuidado y el autosacrificio.

Mientras el cuidado sea provisto a través de las obligaciones familiares de forma no pagada y no libre y se asigne a las mujeres y no a los hombres, la igualdad de género no se conseguirá, pero tampoco será posible construir un sistema de cuidados sustentable. El compromiso es necesario, tanto a nivel individual como social (Comas-d’Argemir, 2017: 28) .

El cuidado es necesario para el sostenimiento cotidiano de la vida y da respuesta a la vulnerabilidad del ser humano, tanto intrínseca (natural, que se refleja en la fragilidad humana a lo largo del ciclo de la vida [nacimiento, enfermedad, vejez]) como extrínseca (adquirida, por desigualdades sociales y estructurales). Por tanto, no puede seguir invisibilizado, desvalorizado ni asignado sólo a una parte de la humanidad, es esencial reforzar la corresponsabilidad del cuidado.

A esa corresponsabilidad tan indispensable y urgente se le ha denominado el “diamante del cuidado” (Razavi, 2007, en Keller Garganté, 2017) , aludiendo a la necesaria distribución social del cuidado entre los cuatro actores —a modo de vértices— que son el Estado, el mercado, la familia y la comunidad. Parafraseando a Nancy Fraser, podemos afirmar que es fundamental trabajar paralelamente en la redistribución del cuidado entre esos cuatro actores del “diamante del cuidado”, y en el reconocimiento social del cuidado, a través de su visibilización y revalorización.

Fundamentos antropológicos del cuidado. El cuidado como factum

A diferencia de otros seres vivos, el ser humano nace desvalido; nacemos sin las características que nos definen como especie —al nacer no somos bípedos, ni tenemos destreza manual ni sabemos hablar—, lo cual nos hace especialmente dependientes de nuestros congéneres para poder sobrevivir. Es así como “cada individuo humano empieza a estar en la realidad: como un ser necesitante (Pintos Peñaranda, 1999: 197) . Pero no sólo al nacer, sino durante todo nuestro ciclo vital el grado de dependencia y vulnerabilidad de los seres humanos convierte el cuidado en un elemento antropológico esencial. De ahí que, podemos afirmar, como señala Heidegger (1971: 216) , que el cuidado es el “fenómeno ontológico-existenciario fundamental”.

Un gran número de evidencias provenientes de la psicología evolutiva, la antropología, la arqueología o la primatología, entre otros campos, están arrojando una nueva luz sobre el concepto de naturaleza humana, y el importante papel que ha jugado el cuidado en el desarrollo evolutivo del ser humano (Comins-Mingol y Jiménez-Arenas, 2019: 82-99) . La bioarqueología del cuidado nos aporta “evidencias paleoantropológicas y arqueológicas de cómo el cuidado ha estado presente desde los albores de la humanidad” (Comins-Mingol y Jiménez-Arenas, 2019: 90), hasta el punto de que el éxito evolutivo de la especie humana fue posible sólo por la existencia de cuidadores cooperativos(Comins-Mingol y Jiménez-Arenas, 2019: 94). El desarrollo del cuidado nos define como especie y nos diferencia de otros primates al dar respuesta al elevado grado de dependencia de los humanos al nacer.

Por nuestra propia biología, ya estamos en una actitud de experiencia de vínculo que es natural y espontánea” (Pintos Peñaranda, 2010: 55) . Los seres humanos nacemos con unas capacidades pre-generizadas para la empatía, las emociones y la tolerancia. Son habilidades biológicas adaptativas, consustanciales al conjunto de mamíferos, que nos facilitan la supervivencia y que en el caso de los seres humanos son además necesarias para el ejercicio del cuidado. “Todos nosotros por igual, y sin más excepciones que las patológicas, venimos al mundo con estas tres estrategias adaptativas; iniciamos con ellas nuestra existencia y las mantenemos durante toda nuestra vida de adultos” (Pintos Peñaranda, 2010: 66).

Como señala María Luz Pintos Peñaranda (2010: 68) , “la atención cuidadosa es pre-generizada por su propio origen”, pre-simbólica y pre-cultural, no interviene algo así como una cultura “femenina”, sino el mismo plano biológico-natural. De este modo, la voz del cuidado, que el patriarcado asoció con lo femenino, es, sin embargo, una voz radicalmente humana. De ahí la gran pregunta que cabe formularnos es —como señala Carol Gilligan (2014) —: ¿cómo perdemos esa capacidad para cuidar?, ¿qué inhibe nuestra habilidad de empatizar con otros?

Lo que ocurre es que suele ser a las mujeres a las que se les permite, o se les obliga, a “cultivar” (¡que no a “inventar”!) las estrategias biológicas “armonizadoras” e, incluso, estas estrategias se ligan culturalmente al rol “femenino”, mientras que, al contrario, se educa a los hombres para no dejar actuar estas estrategias en sí mismo por mucho que ya las llevan consigo y por mucho que estas funcionan siempre en la experiencia de alteridad, y quieran ellos o no quieran (Pintos Peñaranda, 2010: 69) .

Es la cultura lo que impide “que obren las habilidades o estrategias adaptativas armonizadoras ya inherentes a nuestra corporalidad biológica” (Pintos Peñaranda, 2010: 70) . Así, el cuidado no sólo es factum originario, sino también telos que reconstruir y hacia el cual caminar (Comins-Mingol, 2010: 75) .

Nuevas masculinidades para un nuevo humanismo. El cuidado como telos

Las reflexiones sobre el trabajo de cuidados han incluido recientemente la referente a las masculinidades (Robinson, 2011) , ya que es ineludible realizar una reflexión crítica sobre las masculinidades en el camino hacia el objetivo de la igualdad. Es fundamental ampliar el sujeto de análisis para incluir “the male abuser, the promiscuous male, and the male free-rider on female care" (Kershaw et al., 2008: 186) . Difícilmente podremos avanzar hacia la igualdad de género si no desvelamos y cuestionamos las prácticas y normas culturales que separan el cuidado de la mayoría de las convenciones sociales que definen la masculinidad (Kershaw et al., 2008: 197).

En el esfuerzo colectivo para alcanzar la igualdad radical —en la esfera pública y en la esfera privada—, tendremos que “reconstruir nuevas maneras de ser hombres” (Martínez Guzmán, 2010: 291), nuevas masculinidades más éticas y más sanas, alternativas a la masculinidad hegemónica o masculinidad tóxica(García-Granero, 2020: 218) . Para ello es fundamental acercarnos y poner en valor las contribuciones que se están llevando a cabo en el campo de las nuevas masculinidades. “Abonar a la agenda feminista y a la agencia de las mujeres, en este momento, involucra realizar estudios sobre la condición masculina” (Tena, 2014: 21) .

Como señala Marina García-Granero (2020: 219) , la tarea consiste en:

Elucidar cuáles de los valores de los considerados femeninos o masculinos vale la pena preservar y cultivar, y dotar de universalidad a las virtudes que el patriarcado ha considerado únicamente masculinas o femeninas, reflexionando sobre qué queremos considerar como valioso para los seres humanos en el siglo XXI.

Y uno de los valores que, por su relevancia, debemos poner en el centro es el cuidar. “El esfuerzo por ser un buen hombre no debería significar nada más que querer ser una persona decente y las cualidades admirables no deberían limitarse a un sexo” (García-Granero, 2020: 218-219) .

Los estudios sobre nuevas masculinidades han desvelado cómo el patriarcado, junto con sus privilegios, también supone para el hombre no pocos costes. Como nos advierte Bourdieu (2007: 69) , la virilidad “es fundamentalmente una carga”. Es el caso de la desigual distribución de las responsabilidades del cuidar entre hombres y mujeres, que no sólo genera injusticia social y dificultades de diverso tipo en la trayectoria vital de las mujeres, sino también falta de autorrealización y pérdida del sentido vital, así como dependencia y falta de autonomía, en los hombres.

El hecho de que los hombres no hayan sido preparados para gestionar el cuidado autónomo de sí y del entorno doméstico es en muchas ocasiones origen de frustración, impotencia y baja calidad de vida (Comins-Mingol, 2009 a: 88) . Como advierte Rosa García Ruiz (2017: 84 y 95) , los hombres, bajo el patriarcado, se convierten en personas no capacitadas en autocuidados, es decir, en dependientes sociales. El hecho de haber crecido al margen de la socialización y la práctica del cuidado los vuelve en muchas ocasiones en analfabetos en las tareas de sostenibilidad de la vida y en el propio autocuidado, convirtiéndolos en dependientes (García Ruiz, 2017).

Esa disociación entre masculinidad hegemónica y trabajo de cuidados afecta negativamente además a la esperanza de vida y la salud de los hombres. Como señala Juan Guillermo Figueroa Perea (2018) , el modelo de masculinidad hegemónica es un factor de riesgo para la salud de los hombres. Por un lado, porque no desarrollan las habilidades de autocuidado necesarias para el bienestar y la sostenibilidad de la vida y, por otro, porque la masculinidad hegemónica se identifica, en no pocas ocasiones, con prácticas de riesgo —como el consumo de alcohol u otras sustancias nocivas y/o con conductas peligrosas o violentas—. Termina siendo una “violencia que los varones ejercen sobre sí mismos por no reconocer la legitimidad del autocuidado” (Figueroa Perea, 2018: 130). Así, el potencial emancipador de compartir las tareas de cuidado entre hombres y mujeres a lo largo de la trayectoria vital no se circunscribe en exclusividad a las mujeres —por lo que supone en logros de justicia distributiva y de igualdad de oportunidades—, sino que abarca también a los hombres en cuanto a logros de autorrealización, salud y felicidad (Comins-Mingol, 2009 a: 98-99) .

Supone, además, reducir los componentes de heteronomía en los proyectos vitales de hombres y mujeres. De forma que tanto hombres como mujeres disfruten de la libertad y de la autonomía, tanto en la vida laboral como en la vida privada y del ámbito de los cuidados. Rompiendo así las relaciones de dependencia entre las mujeres y la vida laboral de los hombres, por un lado; y entre los hombres y las tareas de cuidado y atención de las mujeres, por otro lado (Comins-Mingol, 2009 a: 99).

Una dependencia, la que siente el hombre respecto de las tareas de cuidado que realizan las mujeres, que es una de las raíces de la violencia doméstica, violencia que, en muchas ocasiones, es estratégica para asegurar el mantenimiento del trabajo doméstico por parte de las mujeres (Comins-Mingol, 2020; García Ruiz, 2017: 95) .

En el objetivo de superar la figura del hombre patriarcal dependiente es importante también la insumisión del cuidado por parte de las mujeres (Esteban, 2011) , de modo que los hombres puedan desarrollar sus competencias de autocuidado e intercuidado. Reconocer la capacidad de autocuidado en las otras personas no es sólo reconocerlas como personas, sino además una estrategia para cambiar la socialización actual. Es fundamental transgredir las acomodaciones perversas en las cuales el patriarcado nos ha socializado: tanto la de la mujer-patriarcal-sumisa que asume tareas que son de otros,4 como la del hombre-patriarcal-dominador que deja que otras personas (mujeres) realicen sus tareas de mantenimiento de su vida (García Ruiz, 2017: 102) . Desaprender este modelo sexista nos amplía el horizonte de posibilidades a todas las personas.

Afortunadamente, cada vez más hombres ya no quieren ser el hombre champiñón(Pérez Orozco 2014) , ese sujeto sano, alimentado, aseado y emocionalmente sostenido, siempre a punto para el mercado, que desconoce o ningunea las actividades de cuidado que le han sostenido y le sostienen. El hombre que, como el champiñón, parece salir de la nada, que no es consciente —o que no quiere reconocer— que puede desempeñar su trabajo gracias a un conjunto de cuidados invisibles que recibe a lo largo de la vida.

Por fortuna, como decíamos, son cada vez más los hombres que son conscientes de este fenómeno; sin embargo, la sombra del patriarcado todavía es larga y difícil de borrar. Y es que el patriarcado, como violencia cultural,5 se caracteriza por ser capaz de “cambiar el color moral de nuestras acciones” (Martínez Guzmán, 2010: 295). Como señala Vicent Martínez Guzmán (2010: 296), “la opacidad de la violencia cultural oscurece la comprensión de las situaciones de dominación, sobre todo, a quienes están en situación de dominadores”, aunque puede cegar también a dominados y dominadas. Es tan sutil la violencia cultural que nos hace ciegos a la propuesta de alternativas. En ocasiones, las personas que ven amenazadas sus certezas y seguridades por nuevos lenguajes, como el de las nuevas masculinidades, caen en una cerrazón de la mente que ha venido a conocerse como escotoma(Martínez Guzmán, 2010: 296-297) —del griego skótos que significa tiniebla, oscuridad, ceguera o ignorancia—. “Es una aberración de la comprensión que nos obceca para entender, en nuestro caso, las relaciones entre los seres humanos de maneras diferentes” (Martínez Guzmán, 2010: 297). Desde esa cerrazón se rechaza comprender nuevas formas de entender las masculinidades, “porque se cuestionan nuestros puntos de vista y nuestra conducta actuales, y su comprensión nos llevaría a revisarlas” (Martínez Guzmán, 2010: 297).

Ante esto se nos plantean dos tareas ineludibles. Por un lado, es necesario buscar terapias que nos ayuden a curarnos del escotoma de la violencia cultural del patriarcado. Y, por el otro, es fundamental visibilizar a los hombres cuidadores, ya que ese desvelamiento puede contribuir a romper los estereotipos y a construir modelos de masculinidad más flexibles, igualitarios y libres, con un efecto multiplicador para otros hombres. Mientras que la mujer que se incorpora al espacio público es visible —gracias a la visibilidad del espacio público—, y otras mujeres pueden inspirarse en ellas, el hombre que se “incorpora” al espacio privado tiene una menor visibilidad —por la invisibilidad del espacio privado—, lo cual dificulta su impacto social. Aunque sí es visible para sus hijos e hijas que crecen ajenos a los estereotipos tradicionales y son el embrión de las futuras familias igualitarias en las que los hombres y mujeres deberán repartirse equitativamente las responsabilidades laborales y domésticas (Frank y Livingston, 2000) . Pero más allá del claro y positivo efecto en los hijos e hijas de la unidad familiar, es importante visibilizar a esos hombres cuidadores, normalizar esas prácticas, para reproducirlas. No sólo la invisibilidad del espacio privado impide ver esas nuevas masculinidades, son prácticas no hegemónicas que, por ello, a menudo se realizan de forma soterrada, coartada y reprimida (Boscán Leal, 2008: 94) .

En todas las sociedades existen múltiples masculinidades; y en todas las sociedades hay una misma tendencia a exaltar un modelo de masculinidad por encima de otros, un modelo que “se busca imponer de forma hegemónica a todos los varones pertenecientes al grupo” (Boscán Leal, 2008: 94) . Un modelo hegemónico que es sexista y homofóbico (Boscán Leal, 2008: 94), personificado por un hombre heterosexual, fuerte y autónomo, que ocupa por antonomasia el espacio público, del trabajo y del poder.

La agenda de igualdad no es un propósito viable si no deconstruimos ese modelo hegemónico de masculinidad y caminamos hacia nuevos modelos de masculinidad más flexibles y versátiles. “Unas masculinidades nuevas, antisexistas, antirracistas, antihomofóbicas, promotoras de una vivencia de la masculinidad amplia y diversificada, plural y abierta” (Boscán Leal, 2008: 101) . Unas masculinidades en las que la “competitividad y la rivalidad del pasado deben dejar lugar a la solidaridad, el cooperativismo y el amor” (Boscán Leal, 2008: 99).

Como señala Antonio Boscán (2008: 102), la construcción de nuevas masculinidades únicamente se “logrará sobre la base de un enfoque relacional”. La alternativa pasa por asumir la fragilidad y celebrar la necesidad de interrelación, enfatizando la relacionalidad como característica básica de los seres humanos (Martínez Guzmán, 2010: 301). Y es que cuando hablamos de revalorizar el cuidado “no es para que permanezca como carga exclusiva de las mujeres, que si así fuera seguirían siendo discriminadas, sino para generalizar esos valores y esas prácticas al conjunto de la sociedad, a los varones, por tanto, pues de todos es responsabilidad un ‘cuidado’ de unos respecto de otros” (Pérez Tapias, 2018: 103) .

Podemos definir el patriarcado como una “patología de civilización” (Pérez Tapias, 2018: 94) , que genera desigualdad, sufrimiento individual e injusticia social, y como resultado “vidas dañadas” (Pérez Tapias, 2018: 94). Carol Gilligan y Naomi Snider (2018: 5) , en su libro Why Does Patriarchy Persist?, señalan cómo el patriarcado impregna y conforma nuestras mentes. Estas autoras definen el patriarcado como una fuerza poderosa capaz de convertir lo que parece natural y bueno, como es el amor y los sentimientos de tierna compasión, en algo que a lo ojos del mundo parece vergonzoso e impropio. Uno de los peligros del patriarcado es su capacidad para camuflarse y su doble impacto, cultural y psicológico. Y es que si en el plano cultural el patriarcado constituye un conjunto de normas, valores y códigos que especifican cómo hombres y mujeres deberían actuar o ser en el mundo, en el plano íntimo el patriarcado conforma nuestra forma de pensar y sentir, cómo nos juzgamos a nosotros mismos, nuestros deseos, nuestras relaciones y el mundo en el que vivimos (Gilligan y Snider, 2018: 6). Estas dos dimensiones del patriarcado —la cultural y la psicológica— pueden darse en tensión: “we can unconsciously absorb and reify a framework that we consciously and actively oppose” (Gilligan y Snider, 2018: 7). Y es que nuestros marcos mentales pueden obstaculizar el progreso hacia la igualdad, generando injusticia social e infelicidad personal.

En este sentido, según Carol Gilligan y Naomi Snider (2018: 6) , el patriarcado tiene tres características principales que lo atraviesan:

  1. En primer lugar, nos lleva a ver las capacidades humanas como “masculinas” o “femeninas” y a privilegiar las masculinas.

  2. En segundo lugar, eleva a algunos hombres sobre otros hombres y a todos los hombres sobre las mujeres.

  3. En tercer lugar, fuerza una conceptualización de los hombres como seres-para-sí y de las mujeres como seres-para-otros, reforzando en los hombres el yo, y en las mujeres la dimensión relacional.

“In essence, patriarchy harms both men and women by forcing men to act as if they don’t have or need relationships and women to act as if they don’t have or need a self” (Gilligan y Snider, 2018: 6) . En la adolescencia, la feminidad se asocia con el silenciamiento del yo y la masculinidad con el blindaje de la relacionalidad y la sensibilidad, dos lados de la misma moneda (Gilligan y Snider, 2018: 22). Como señala Michael Kimmel (1997: 54 y 58) :

Admitir debilidad, flaqueza o fragilidad, es ser visto como un enclenque, afeminado, no como un verdadero hombre. Pero ¿visto por quién? Otros hombres: estamos bajo el cuidadoso y persistente escrutinio de otros hombres […] Como adolescentes, aprendemos que nuestros pares son un tipo de policía de género, constantemente amenazando con desenmascararnos como afeminados, como poco hombres.

Los códigos de la masculinidad, que aprenden los niños, son básicamente dos: la supresión de la empatía y el ocultamiento de las vulnerabilidades. “Boys are sacrificing relationship in order to have relationships”, señala Judy Chu (2014: 206) en When Boys Become Boys. Así, paradójicamente, los chicos suprimen su capacidad relacional con el fin de tener “relaciones”, es decir, para ser aceptados por su grupo de iguales. Muchos chicos crecen convencidos de que si expresaran lo que sienten y piensan, y revelaran su sensibilidad emocional y su vulnerabilidad, otros chicos no querrían estar con ellos porque no serían percibidos como chicos de verdad (Gilligan y Snider, 2018: 21) . Y es que lamentablemente, en la adolescencia la construcción de la identidad se refuerza binaria mente, de un modo en que la intimidad y la vulnerabilidad tienen un género, el femenino, y ser un hombre implica ser emocionalmente estoico e independien te (Gilligan y Snider, 2018: 22; Gilligan, 2014: 94).

Judy Chu (2014) identifica este proceso a edades inclu so más tempranas; en cómo los niños que entre cuatro y cinco años eran atentos, auténticos y directos en sus relaciones unos con otros, inician un proceso de separación e inautenticidad. Según Chu (2014), no es que las capacidades relacionales de los chicos se hayan perdido, sino que la socialización hacia la construcción cultural de la masculinidad, que es definida en oposición a la feminidad, parece forzar una división entre lo que los chicos saben y lo que los chicos muestran.

La supresión de la relacionalidad y el tener que demostrar constantemente la condición de hombre, expone a los hombres a importantes problemas de salud no sólo físicos sino emocionales (Figueroa Perea, 2018) . Un dato revelador en este sentido es el hecho de que “los hombres se suicidan con una frecuencia tres veces mayor que las mujeres” (Kimmel, 1997: 59) .6 El sacrificio del amor como valor humano por parte de los hombres no se realiza a coste cero, trastornos del habla, de la atención, del aprendizaje son prevalentes en chicos, así como el suicidio y la violencia entre adolescentes (Gilligan y Snider, 2018: 40-41) . El sacrificio del amor como valor humano —traicionar nuestra capacidad de amar— provoca en los hombres un daño moral(Gilligan, 2014: 90).

En las voces de los adolescentes escuchamos señales del daño moral en el momento en que son forzados, en virtud de la mística de la masculinidad, a traicionar lo que hasta ese momento consideraban correcto —la intimidad, la expresión del afecto y la sensibilidad—, una traición que es sancionada a los ojos del mundo como apropiada, hasta el punto de que hemos llegado a asociar la traición al amor con crecimiento, con maduración (Gilligan y Snider, 2018: 36) . En la historia del pensamiento occidental encontramos relatos simbólicos, y extremos, de esa traición al afecto y la intimidad, como el de Agamenón o Abraham. La ética del cuidado, como ética centrada en la vida y en su sostenibilidad, puede orientarnos en prevenir esa traición, ese daño moral. Puede ayudarnos a resignificar el concepto de ser humano, más allá de cualquier visión binaria o dicotómica entre géneros y a transgredir las construcciones identitarias violentas.

Así, de manera general, podemos definir con Carol Gilligan y Naomi Snider (2018) al patriarcado como el sacrificio del amor. Implica una supresión de la dimensión relacional y del mundo de los cuidados en los hombres que tiene importantes consecuencias: no sólo los convierte en ese hombre patriarcal dependiente analfabeto en los saberes del cuidado y autocuidado, sino que es también fuente de infelicidad personal y de injusticia social.

A pesar de los recientes avances en la agenda de igualdad de género, el patriarcado persiste en las sociedades contemporáneas (Gilligan y Snider, 2018) . Son varios y complejos los factores que lo sustentan, pero encontramos en ellos un elemento transversal común: el relativo a la limitación de la expresión y práctica del cuidado, y a su desigual distribución en función del género.

En primer lugar, el patriarcado persiste por los beneficios económicos que genera en algunos grupos. Así, como se viene denunciando desde el campo de la economía feminista, con la desigual distribución del cuidado, el capitalismo externaliza los costes del mantenimiento de la mano de obra en la familia, gracias al carácter gratuito de reproducción y mantenimiento de la vida humana por parte de las mujeres. El capitalismo se sirve así de la división sexual del trabajo, aprovechando las horas de trabajo que dedican las mujeres al mantenimiento de la vida (García Ruiz, 2017: 56-57). El sistema reduce costes externalizando el trabajo de cuidados y de la reproducción de la vida en la mujer-patriarcal-sumisa.

En segundo lugar, el patriarcado persiste porque interesa para el mantenimiento de las jerarquías de poder y para justificar la desigualdad (Gilligan y Snider, 2018: 13) . En este sentido, el patriarcado se construye sobre la necesaria limitación de la expresión y práctica del cuidado. Y es que “feelings of empathy and tender compassion for another’s suffering or humanity make it difficult to maintain or justify inequality” (Gilligan y Snider, 2018: 12). El sacrificio del amor es la huella dactilar del patriarcado (Gilligan y Snider, 2018: 33), un sacrificio que despeja el camino para el establecimiento y el mantenimiento de la jerarquía. “Patriarchy is an order of living that privileges some men over other men (straight over gay, rich over poor, white over black, father over sons, this religion over that religion, this caste over the others) and all men over women” (Gilligan y Snider, 2018: 33). La política del patriarcado es la política de la dominación. Una dominación que es posible porque el patriarcado presiona a los hombres a enterrar su sensibilidad emocional, especialmente la expresión de la ternura, la empatía y la vulnerabilidad (Gilligan y Snider, 2018: 33). La política de dominación y la racionalización de las jerarquías requiere de una pérdida de empatía por parte de los que están en la cima y una pérdida de autoconfianza de los que están debajo (Gilligan y Snider, 2018: 44).

En tercer lugar, además de por razones económicas y sociopolíticas, el patriarcado también persiste por una miríada de factores psicológicos. Así, por ejemplo, culturalmente se ha construido el imaginario que “the sacrifice of love is a refuge against loss” (Gilligan y Snider, 2018: 33) . De forma equivocada el patriarcado cree proteger de la vulnerabilidad de amar, cree ser una defensa contra la pérdida, a través del desapego. Sin embargo, nuestra humanidad reside justamente en la aceptación de nuestra común vulnerabilidad y en cultivar y desarrollar nuestra capacidad de amar.

La introducción del trabajo de cuidados en la vida de los hombres es fundamental en el camino hacia la igualdad de género. Es necesaria para la construcción de relaciones justas y equitativas entre hombres y mujeres, así como fuente de autorrealización y de bienestar para todos y todas. Pero, además, es el camino hacia la construcción de culturas para hacer las paces, el camino hacia unas sociedades auténticamente democráticas, plurales, críticas con las desigualdades, la justificación de las jerarquías y la dominación.

La socialización en el cuidado es una socialización en la empatía y la compasión, nos sitúa del lado de los más vulnerables, y nos compromete a trabajar por la reducción del sufrimiento humano y de la naturaleza. Rescatar y reconstruir lo que Leonardo Boff (2002) denomina el modo-de-ser-cuidado es el antídoto contra la indiferencia y contra el descuido de la otredad, es el modo-de-ser-en-el-mundo que rescata nuestra humanidad más esencial.

Frente a los códigos de la masculinidad hegemónica (supresión de la empatía y ocultamiento de las vulnerabilidades), la filosofía del cuidado nos habla de la importancia de las relaciones, de la empatía, y del reconocimiento de nuestra común vulnerabilidad e intrínseca interdependencia. Es fundamental en la agenda de la igualdad caminar hacia unas nuevas masculinidades, liberadoras para todos y todas; y es que “la transformación principal tiene que producirse en el estilo de vida de los hombres” (Hathaway y Boff, 2014: 117) .

Conclusiones

La ética del cuidado con su compromiso con las relaciones, el amor y la ciudadanía democrática es también la ética de la resistencia al daño moral, al escotoma del patriarcado. The Care Collective (2021: 56) propone el concepto de un “cuidado promiscuo”, un cuidado que no se reduce al cuidado tradicionalmente asignado a la mujer, o al que se da en los límites del cuidado familiar, sino que abarca modelos de parentesco más amplios y formas de vida más colectivas o comunitarias. Hay que reinventar, y sobre todo ampliar, los límites del cuidado (Comins-Mingol, 2015: 159-178) . Una ética del cuidado promiscuo nos anima a multiplicar el número de personas que podemos cuidar, a cuidar más y de forma indiscriminada —cuidando no sólo a familiares y conocidos, sino también a desconocidos— y nos insta a buscar formas de cuidado creativas (The Care Collective, 2021: 57). El cuidado promiscuo “reconoce que todos tenemos la capacidad de cuidar, no sólo las madres y no sólo las mujeres, y que todas nuestras vidas mejoran cuando nos cuidamos y nos cuidan, y cuando nos cuidamos juntos” (The Care Collective, 2021: 70). Como humanos necesitamos tanto cuidar como sentirnos cuidados, estar interconectados, así reconocemos nuestra común humanidad. Y es que el cuidado —de los seres humanos y de la naturaleza— es además un ejemplo de práctica ciudadana (Tronto, 2013) .

Regenerar la eficacia transformativa de la agenda de igualdad de género pasa, hoy en día, por situar el cuidado en el centro del análisis. La mirada del cuidado nos ayuda a entender las razones que perpetúan el patriarcado y a problematizar las raíces de la desactivación del feminismo:

  1. La asimilación reduccionista del feminismo por el neoliberalismo y la sociedad de mercado, que no cuestiona la desigual distribución de los cuidados.

  2. La psicologización de la igualdad, que hace depositar en la persona y no en la sociedad la responsabilidad del cambio, individualizando una problemática que requiere de un cambio en el modo-de-ser de los hombres y no sólo de las mujeres.

  3. La mirada asistencialista de las políticas públicas que, aunque necesarias, dejan al margen el principal objetivo del feminismo: la transformación social y la transgresión de la tradicional adjudicación de identidades.

No podemos relegar por más tiempo el debate público sobre el cuidado y sobre las nuevas masculinidades que éste necesita. El cuidado no es un tema privado ni un tema de mujeres, sino un asunto social y político que nos atañe a todos como sociedad y que es fundamental, además, para el futuro de la democracia. El espacio privado y el espacio público se reconstruyen simultáneamente, en convivencia mutua. Como Gilligan (2013) señala, la ética del cuidado es una ética de resistencia a la injusticia, a la desigualdad, una ética que promueve la empatía social y la preocupación por el bienestar de unos, de otras y de la naturaleza. Es una ética feminista que lucha por liberar la democracia del patriarcado (Gilligan, 2013: 175). Una agenda de igualdad de género verdaderamente transformadora deberá contemplar este desafío, “no puede limitarse a actuar sobre los efectos de la actual organización social de los cuidados, sino que tiene que proponerse cambiar las raíces culturales que la sustentan” (Keller Garganté, 2017: 7-8) .

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1Investigación realizada en el marco del proyecto AICO/2020/327 financiado por la Generalitat Valenciana.

2La expresión modo-de-ser-en-el-mundo, de Heidegger, hace referencia a la condición situada, y en relación con el mundo, de la existencia humana.

3La filosofía del cuidar está inspirada en la ética del cuidado desarrollada por Carol Gilligan en su obra In a Different Voice de 1982, donde analizó el diferente desarrollo moral que experimentan las mujeres a raíz de la desigual distribución de responsabilidades entre hombres y mujeres. La filosofía del cuidar parte de esa ética, y elabora desde ella una reflexión antropológica y pedagógica en favor de la desgenerización y generalización del cuidado como valor humano (Comins Mingol, 2009b).

4Es legítimo hablar, en ese sentido, de la necesidad de construir no sólo nuevas masculinidades, sino también nuevas feminidades.

5Debemos a Galtung (2003) la clasificación tripartita de la violencia: directa, estructural y cultural. La violencia directa son las acciones directas de agresión contra el otro o la otra; la violencia estructural se refiere a las estructuras desiguales e injustas que creamos y que provocan marginación, explotación y miseria; y la violencia cultural se refiere a los discursos de legitimación de las violencias estructurales y directas.

6Sobre el cuidado como fuente de resiliencia, véase Comins-Mingol, Irene (2015a). A través del cuidado dotamos de sentido a la propia vida, nos aporta dignidad y tejemos redes con otras personas.

7Research carried out in the context of project (20I325.01/1) funded by Generalitat Valenciana.

8Heidegger’s expression mode-of-being-in-the-world refers to a situated condition, and in relation to the world, of human existence.

9The philosophy of care is inspired by the ethics of care developed by Carol Gilligan in In a Different Voice, 1982, in which she analyzed the different moral development experienced by women due to the uneven distribution of responsibilities between them and men. The philosophy of care starts from such ethics, and produces an anthropologic and pedagogic reflection in favor of de-gendering and generalizing care as a human value (Comins Mingol, 2009b).

10It is legitimate to speak, in this regard, of the need to build not only new masculinities, but also new femininities.

11It is Galtung’s (2003) tripartite classification of violence: direct, structural, and cultural. Direct violence is the direct actions of aggression against the other; structural refers to the uneven and unfair structures we create and which cause marginalization, exploitation and misery; and cultural violence refers to the legitimation discourses for structural and direct violences.

12On care as a source of resilience, see Comins-Mingol, Irene (2015a). By means of self-care we provide our own life with meaning and ourselves with dignity, while we create bonds with other individuals.

Recibido: 01 de Marzo de 2022; Aprobado: 06 de Junio de 2022

Irene Comins-Mingol. Doctora por la Universitat Jaume I, España. Profesora del Departamento de Filosofía y Sociología de la Universitat Jaume. Ha sido directora del Máster Universitario en Estudios Internacionales de Paz, Conflictos y Desarrollo de la Universitat Jaume I (2009-2015) y del Instituto Interuniversitario de Desarrollo Social y Paz de la Universitat Jaume I y la Universidad de Alicante (2015-2019). Es investigadora y miembro del equipo fundador de la Cátedra Unesco de Filosofía para la Paz y del Instituto Interuniversitario de Desarrollo Social y Paz de la Universitat Jaume I. Líneas de investigación: Filosofía para la Paz, Antropología Filosófica, Estudios de Género, Educación para la Paz y Epistemologías para la Paz. Publicaciones recientes: 1) Comins-Mingol, Irene (2009), Filosofía del Cuidar, una Propuesta Coeducativa para la Paz, España: Icaria; 2) Comins-Mingol, Irene (2015), “La ética del cuidado en sociedades globalizadas: hacia una ciudadanía cosmopolita”, en Thémata. Revista de Filosofía, núm. 52, España: Universidad de Sevilla; 3) Comins-Mingol, Irene (2016), “La Filosofía del Cuidado de la Tierra como Ecosofía”, en Daimon, Revista Internacional de Filosofía, núm. 67, España: Universidad de Murcia.

Irene Comins-Mingol. Doctor from Universitat Jaume I, Spain. Professor in Department of Philosophy and Psychology of Universitat Jaume. She has been the director of the University Master on International Peace, Conflicts and Development Studies of Universitat Jaume I (2009-2015) and Instituto Interuniversitario de Desarrollo Social y Paz of Universitat Jaume I and Universidad de Alicante (2015-2019). She is a researcher and founding member of Unesco Chair on Philosophy for Peace and of Instituto Interuniversitario de Desarrollo Social y Paz of Universitat Jaume I. Research lines: philosophy for peace, philosophical anthropology, gender studies, education for peace and peace epistemologies. Recent publications: 1) Comins-Mingol, Irene (2009), Filosofía del Cuidar, una Propuesta Coeducativa para la Paz, Spain: Icaria; 2) Comins-Mingol, Irene (2015), “La ética del cuidado en sociedades globalizadas: hacia una ciudadanía cosmopolita”, in Thémata. Revista de Filosofía, no. 52, Spain: Universidad de Sevilla; 3) Comins-Mingol, Irene (2016), “La Filosofía del Cuidado de la Tierra como Ecosofía”, in Daimon, Revista Internacional de Filosofía, no. 67, Spain: Universidad de Murcia.

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