Introducción1
A partir de la década de 1990, investigadores, editores y centros académicos han empezado a interesarse más cabalmente en las islas Marianas. Se han multiplicado los impresos relacionados con aspectos diferentes de la vida y la sociabilidad del archipiélago: la geografía y el medioambiente, el turismo, la antropología y los flujos migratorios. Asimismo, se han publicado sugerentes estudios lingüísticos y económicos, sociológicos y de las relaciones internacionales.
Gracias al imprescindible aporte de los departamentos locales de investigación, los historiadores modernistas no han sido exentos de ese recuperado valor; se han concretado pesquisas que abarcan diferentes facetas de la historia de las islas, desde las primeras fases de la conquista, colonización y rebeldía autóctona, hasta los momentos sucesivos de “control” social de los siglos XVIII y XIX. Conjuntamente, los documentalistas, entre ellos Marjorie G. Driver y Omaira Brunal-Perry, han logrado rescatar y dar unidad a fuentes heterogéneas que estaban antes repartidas en numerosos repositorios entre los archivos regionales y, sobre todo, los de Estados Unidos, México, España e Italia. Se ha sistematizado la información documentaria y archivística, se han reeditado informes y memorias de religiosos, viajeros y oficiales de la monarquía española y se han redactado algunos índices de fuentes, utilísimos para las indagaciones correlacionadas. Tales afirmaciones se atinan en las numerosas y recientes publicaciones en inglés y castellano, y en el despertado interés sobre el susodicho archipiélago pacífico (Driver, 1993, 2000, 2005; Driver y Brunal-Perry, 1996; Brunal-Perry, 1997; Coomans, 1997; Ibáñez del Carmen, 1998; Barratt, 2003).
Gracias a un reportorio iconográfico determinado, unas hagiografías, una documentación coeva y una bibliografía especializada, el objetivo del artículo es estudiar, después de hacer hincapié en la historia de la ocupación, colonización y cristianización de las Marianas, la imaginería alegórico-religiosa jesuítica y de la reina Mariana de Austria, exregente y madre del rey Carlos II, como “protectora de la cristiandad de las islas”.
En el archipiélago la Compañía, apoyada directamente por ella, y en paralelo a la difícil “pacificación” del territorio, punto clave de comunicación entre Filipinas y Nueva España, lleva a cabo una ardua labor de evangelización de los indígenas en la que, desde las perspectivas católicas imperiales, los continuos martirios se desdoblan ideológicamente como títulos de legitimación de la conquista.
Conquista, colonización y evangelización de las Marianas
La aventura del Nuevo Mundo conllevó la interacción de culturas y creencias en un espacio geográfico desconocido. Las mesnadas y los pobladores europeos fueron los actores que coparticiparon, con los indios, los demás migrantes asiáticos, los esclavos y exesclavos negros, a la definición de realidades originales que dieron vida a nuevas sociedades americanas en incesante construcción (Ciaramitaro, 2015: 631-644 ). Desde 1492, descubrimiento y conquista procedieron conjuntamente: de las Bahamas los conquistadores se desplazaron antes a Santo Domingo, Cuba, Puerto Rico y Jamaica, luego a las pequeñas Antillas.2 Después fue México (1521) y, en seguida, el sur: Yucatán, Chiapas, Guatemala, Nicaragua y Salvador. Mientras se cumplían esas empresas epocales, la esperanza de hallar una vía occidental hacia las Indias orientales quedó vivísima entre los conquistadores: trazando caminos se planearon un sinnúmero de expediciones de amplias y medianas envergaduras para la búsqueda de un istmo transoceánico. Las monarquías española y portuguesa intentaron dirigir y reglamentar los ciclos convulsos de exploración, conquista, asentamiento y configuración de un escenario definitivo.
El “descubrimiento” del Pacífico fue crucial para la vida socioeconómica de México y Perú; estas dos comarcas entraron prontamente en contacto a través de rutas comerciales y marítimas. Las Marianas ENT#8212;cuyas islas más extensas son Guam y SaipánENT#8212; componen una pieza fundamental en el enredado rompecabezas del descubrimiento y la toma de posesión del océano y, antes del arribo de los europeos, ya algunos grupos de carolinos habían entablado contactos esporádicos con los autóctonos (Pozuelo-Mascaraque, 1997: 50 ; Coello de la Rosa, 2013 a: 91 ). Las Marianas fueron, pues, el escenario de diversos intentos migratorios, no solo europeos sino también asiáticos.3
Según la tradición ENT#8212;entre los historiadores todavía no hay certidumbre acerca del hecho (Rogers y Ballendorf, 1989)ENT#8212;, el primer explorador occidental que vio el archipiélago fue Fernando de Magallanes, en 1521, que desembarcó en Guam, la isla más meridional de las Marianas, y la reclamó para el emperador Carlos V, denominando el archipiélago de los Ladrones. Sin embargo, desde entonces nada cambió y solo luego de que Andrés de Urdaneta descubriera, en 1565 ENT#8212;aprovechando el monzón del suroeste y pasando por las CaliforniasENT#8212;, el mejor itinerario marítimo por el cual se podía navegar de las Filipinas a México (el famoso tornaviaje), resultó indispensable localizar unas islas ENT#8212;que en la fantasía europea se llamaron ArmeniasENT#8212;, las cuales podrían aprovecharse como escala o sitio de abastecimiento en la navegación pacífica de las embarcaciones que provenían de China.
Un informe del cartógrafo y piloto Francisco Gali,4 de 1585, señala las Armenias como posible puerto intermedio y, tal vez, las islas identificadas eran las Hawái; empero los europeos nunca más volvieron a encontrarlas sino hasta el siglo XVIII (Mathes, 1973: 21-23 ; Mandrí-Bellot, 1991: 13 ; Pinzón-Ríos, 2015: 754-755 ).5 Después vinieron las expediciones navales de Pedro de Unamuno, Sebastián Rodríguez Cermeño y Sebastián Vizcaíno, que contribuyeron notablemente a clarificar la geografía del Mar del sur.
Únicamente a partir del siglo XVII, frente a las amenazas de otros países europeos, la corona española decidió una política de mayor efectividad en el control del Pacífico; y después de prohibir, en 1631, el tráfico interamericano México-Perú, considerándolo peligroso para sus privilegios metropolitanos, dispuso un posible proyecto de colonización y evangelización definitivas de las Marianas.
En un muy logrado estudio reciente, Mariano Bonialian (2014: 27-28) , recordando el poema Grandeza mexicana (1604) de Bernardo de Balbuena, dibuja una imagen de México como foco del imperio hispánico, efigie que corresponde igualmente a la trazada por otros historiadores, entre ellos, por ejemplo, Pierre Chaunu (1969: 110) , que ha remarcado el alcance que desde finales del siglo XVI llegan a tener el recorrido terrestre que conecta Veracruz, México y Acapulco, las rutas marinas entre los virreinatos novohispano y peruano, y las que estas provincias tejen con el extremo oriente en la movilización de personas, objetos y metales preciosos. No obstante, Bonialian (2014: 30) subraya la importancia del eje transpacífico que, por medio del navío de Manila, conectaba las Filipinas con Acapulco y el papel de la ruta de la seda china como “elemento más expresivo” de la reciprocidad de larga duración que se definió entre Asia y América, ni una gota de tinta se refiere a las Marianas.6 Sin embargo, la colocación estratégica de las islas en los mares del sur ya era patente desde el periodo inicial del descubrimiento: el archipiélago era la puerta de acceso al continente asiático (Del Valle, 1991: 14 ; Brunal-Perry, 2004: 555 ).
Así, pues, la historia de la conquista de las islas de los Ladrones se definió a través de una etapa preparatoria de colonización de los españoles en las islas Filipinas (1521-1668).7 Por esa razón, la “aventura” imperial en el archipiélago mariano inició tardíamente, en el siglo XVII, y en ella tuvo un papel más incisivo, por lo menos en la primera fase, el estamento religioso, anhelante de extender la frontera católica en las posesiones de la monarquía en el océano Pacífico, aplicando al pie de la letra la metodología del “imperialismo cristiano”.8 Como ha señalado hace un siglo Herbert E. Bolton (1917) ENT#8212;y más recientemente Bernd Hausberger (1997: 63) ENT#8212;, la misión era una típica institución fronteriza de la Corona.
En la lengua castellana medieval y del Renacimiento, las cruzadas9 para la reconquista de las tierras santas o de los dominios moros de la península ibérica se nombraban generalmente “empresas” o “negocios”, términos en los cuales se entremezclan las características y acepciones mercantiles y religiosas: así, el desenlace último del imperialismo cristiano era el de realizar al mismo tiempo la “conversión” de las mercancías y la conversión de las almas (el negotium crucis).10 Con todo, para el “negocio de la cruz” fue ineludible el sacrificio ENT#8212;también el postremo, el de la propia vidaENT#8212; de algunos misioneros que intentaron convertir al catolicismo a las poblaciones aborígenes de las Marianas:11 el apóstol pionero fue el capuchino Juan Pobre de Zamora, quien alcanzó las islas en 1601;12 los primeros jesuitas murieron entre 1670 y 1685, en particular durante las dos guerras chamorras, libradas en 1671 y 1684-1686;13 los recoletos llegaron a Guam en la segunda mitad del siglo XVIII, el 25 de agosto de 1769, y en aquel entonces misionaban en las Marianas solo tres ignacianos: Franz Stengel, Rafael Canicia y Pedro Lampurdanés.14
Queda manifiesto cómo la anterior delineación de una más activa movilidad durante el siglo XVII ENT#8212;de personas, embarcaciones y recursos económicosENT#8212; surge por un renovado interés para las Marianas: en efecto, es a partir de 1593, cuando se empieza a reglamentar la ruta transpacífica, siendo el puerto novohispano de Acapulco el único autorizado para el comercio asiático,15 que las islas ganaron, como recuerda Alexandre Coello de la Rosa (2011: 714) , mayor utilidad por sus circunstancias logísticas “como centro de avituallamiento de las embarcaciones que se dirigían a uno u otro lado del Pacífico”. Y esa atención comparten los coetáneos de la época de la conquista, como el dominico Ignacio Muñoz, quien considera valiosa la “utilidad de estas Islas” por la posibilidad de ofrecer puertos acogedores para las naos de China, que “se hallan fatigadas de rigurosas tormentas en estos confines” levantinos.16
Es la ruta de la seda china que permite consolidar el proceso de evangelización de Asia: en el espacio pacífico se diseminaron los religiosos, sobre todo franciscanos, agustinos y iñiguistas, quienes, en sus vaivenes entre occidente y oriente, incorporaron a las culturas europea, americana y asiática diferentes enseñanzas, no solo espirituales sino también socioeconómicas (Zermeño, 2006: 61-108). 17 En particular, fueron los indipetae, los jóvenes ignacianos que petebant Indias, quienes apetecieron, de día y de noche, despiertos o soñantes, el “beato intento” de una misión en Asia (Roscioni, 2001: 5-7 ).18 Se buscaba el “vivir indiano”, que correspondía a una experiencia interior y una elección irreversible; pero tal vez más que un deseo de proselitismo religioso, muchos misioneros ansiaban expresar una manifestación de crisis intelectual de la conciencia (Fabre, 2007). Así fueron, entre otros, el joven catequista Pedro Calúñgsod (1654-1672)19 y los padres Diego Luis de San Vítores (1627-1672), Sebastián de Monroy (1649-1676) y Agustín Strobach (1646-1684),20 quienes, como su correligionario modélico Francisco Javier,21 se encaminaron al martirio para evangelizar el nuevo mundo de las Marianas.22 Ellos fueron la vanguardia de la fe en el Pacífico: con su humillación periódica por el trabajo manual, las dificultosas situaciones del día a día y por el acercamiento a los más toscos o los indígenas, encarnaron la quintaesencia del predicar entre los últimos y la misma identidad jesuítica; ellos cargaron sin duda un peso material y psíquico que no todos podían enfrentar.23
Del padre Monroy se conocen escasos datos biográficos: era originario de la villa de Arahal, en el arzobispado de Sevilla, hijo del hidalgo Bartolomé Rodríguez de Monroy y de doña Ana de Perea (Aranda, 1690: 9-10 ). De San Vítores sabemos que era miembro de una rica familia de mercaderes de Burgos y que estudió, en contra de la voluntad de los padres, en el noviciado de Villarejo de Fuentes, cerca de Cuenca; luego pasó a la universidad de Alcalá y, finalmente, se ordenó sacerdote en 1651 (García, 1683).24 Se sabe que en julio de 1659, en una carta al padre general, expresó su precoz deseo de convertir almas y de martirio (Baró i Queralt, 2010: 18 ); gozó antes del apoyo de Felipe IV y después de su esposa Mariana de Austria; desembarcó en Manila en 1666 y de inmediato quiso recorrer las 300 leguas que separaban las Filipinas del archipiélago de los Ladrones. Sin embargo, su deseo se frustró por la falta de capitales, y para recaudarlos viajó a México, desde donde, gracias a la generosidad del virrey, que le asignó 10,000 pesos del fondo de las Filipinas, pudo organizar la expedición de conversión de los indígenas de las Marianas. Al llegar a Guam con otros cuatro correligionarios, en 1668, se estableció en el pueblo de Agaña, en donde se dedicó con fervor al proselitismo religioso. El 2 de febrero de 1669 levantó el primer templo en la región, así como la residencia jesuítica en la nueva plaza de armas y, no obstante las continuas penurias económicas, como demuestra un memorial remitido a la congregación de México,25 esparció el mensaje de Cristo en 11 islas del archipiélago (García, 1683: 211).
Gracias al compromiso de los dos padres iñiguistas con la causa evangelizadora de los chamorros, el ejemplo de vida santa y llena de gentileza que reprodujeron, el brío apostólico de hombres que se mostraban como los más afables, suaves y detenidos entre los cristianos, y gracias sobre todo a sus sacrificios mortales, San Vítores y Monroy encarnaron el modelo de dedicación misionera que se propagó en la segunda mitad del siglo XVII en la Europa contrarreformista y en las Indias occidentales y orientales; un “tipo ideal” funcional a la revitalización del entusiasmo catequístico. En palabras del padre Pedro de Calatayud (1754: 7-8) , ser misionero significaba ser genio entre los genios, sujeto ardiente, brillante y vivo que, “con virtud proporcionada”, era instrumento oportuno de vocación y de gracia para el ministerio.
La literatura que se ha generado en las últimas décadas sobre la misiología y la martiriología es considerable. Los dos fenómenos, muchas veces correlacionados, se pueden observar desde diversos enfoques: entre ellos, por ejemplo, la movilidad, como modalidad irrenunciable para la operación de conversión y la fundamentación de la vida espiritual (Broggio, 2004: 24-25, 318 ); la palabra, el lenguaje hablado de los misioneros que se comunicaban con los pueblos bárbaros, pero sobre todo el lenguaje escrito de los relatos y avvisi misionales, los que circularon ampliamente como instrumento proselitista para acercar la juventud católica europea al vigor contrarreformista de la propaganda fide o los que se usaban como herramienta interna de comunicación horizontal o jerárquica;26 finalmente, entre otros numerosos posibles encauses analíticos, también la iconografía, pinturas, grabados y esculturas que se mostraban a los candidatos a la misión como rápido medio de empatía, para compartir el sentimiento de dolor, el ejemplo virtuoso y la inmolación;27 o por clara voluntad pedagógica-devocional que subyace a la representación pictórica o a la grabación: las imágenes se emparejaban con leyendas explicativas de las escenas de martirio, que asimismo servían para los menos cultos como modelos de santidad y praxis católicas; se insistía así en el valor espiritual de la vista y en lo visible como revelación de santidad.28 Espécimen indicador del vínculo entre texto y retrato es el volumen del jesuita Mathias Tanner (1630-1692), Societas Jesu usque ad sanguinis et vitæ profusionem militans…, publicado en Praga (1675), en el cual se reseñan las víctimas de la orden, repartiéndolas por secciones continentales, según el lugar donde recibieron el martirio, Europa, África, América etcétera, y con clara voluntad devocional (Figura 1).29
Tal vez aún más ejemplar resulta el libro Effigies et nomina eorum, qui Societate Jesu per quatuor orbis partes pro Dei et religionis causa sanguinem et vitam profuderunt. Ab anno 1549 usque ad annum 1655 (Anónimo, sin lugar y sin fecha, pero de la segunda mitad del siglo XVII), mera compilación de grabados con martirios de jesuitas, prácticamente sin texto y que con la pura imagen desea infundir recogimiento.30 Y de esta necesidad devocional como para justificar en el discurso retórico y político la conquista hispano-católica del archipiélago mariano, surge, a través de la figura de Mariana de Austria y “sus” jesuitas, una doble simbolización emblemática, que es monárquica y martirial.
Mariana de Austria en la simbolización monárquico-martirial del archipiélago de los Ladrones
A fines del siglo XVII aparece, en la ya decadente Sevilla, un grabado holandés de exaltación de la exregente Mariana de Austria, no solo como propulsora de la cristianización jesuítica de las islas Marianas, así llamadas en su honor, sino también como garante del desdoblamiento habsbúrgico-católico del martirio, en título de legitimación de la conquista.
La obra del padre Gabriel de Aranda, Vida, y gloriosa mverte del V. Padre Sebastian de Monroy, religioso de la Compañia de Jesvs, que muriò dilatando la Fè alanceado de los barbaros en las Islas Marianas, publicada en Sevilla (1690), y “dedicada a la Avgvstissima Sra. D. Mariana de Avstria, Reyna de España, y protectora de la Christiandad en las Islas Marianas” por Fernando Rodríguez de Monroy, prebendado de la catedral hispalense y hermano del mártir, muestra como contraportada una estampa dirigida “a la Magestad” de la soberana en los mismos términos.31
Firmada por Joseph Mulder, la composición personifica en primerísimo plano a la reina en traje de viuda arrodillada sobre un cojín, teniendo en el suelo la corona, de solo dos imperiales cruzados, según el modelo acostumbrado de los Austria españoles, y recibiendo de Sebastián de Monroy, de pie en una nube al más bajo nivel posible, y con nimbo de santidad, un pliego donde se lee: “Islas Marianas Pueblo de Oro se” (Figura 2).
Aunque el escenario es convencionalmente indeterminado, a la izquierda del espectador, a espaldas de la aparición, se ve el arranque de una columna, y a la derecha, tras la soberana, un dosel en cuya caída asoma el escudo de las armas reales, reducidas al contracuartelado de Castilla y León. Varios angelitos, tres de ellos sosteniendo un bastón muy alargado, rematan este ejemplo de alegoría monárquica-devota con retrato in assistenza, de un tipo poco habitual bajo los Habsburgo hispanos. Cabe destacar que, en franco contraste con sus numerosas efigies pictóricas, grabadas o incluso dibujadas, el rostro de Mariana no es reconocible, lo cual denota una incomprensible falta de información gráfica al autor, quien, sin embargo, sabe cómo viste el personaje.
De la cara del mártir sale una filacteria con la leyenda “Tu populum humilem salvum facies”, referencia al salterio de David, concretamente al salmo XVII, que, por citar versiones españolas del antiguo régimen, en la de Jacques-Philippe Lallemant (1786: 48), a través de Jaime Serrano, significa “cuidais de salvar al pueblo sujeto á vuestra voluntad”, y en la de fray Diego Fernández (1801: 33), “Tú, Señor, harás salvo al pueblo abatido”, frases que solo genéricamente parecen adaptarse al argumento.
Joseph Mulder, nacido en Ámsterdam en 1658 y fallecido en 1728, discípulo de Hendrick Bogaert y también de Romeyn de Hooghe, era, según los repertorios de Josep Strutt (1786: 169) y Michael Bryan (1816: 103-104), un artista que, trabajando frecuentemente con sus propios dibujos, desarrolló temas bíblicos e históricos, así como asuntos referentes a las Indias holandesas, si bien se le valoraba ante todo por sus vistas de iglesias y otros edificios públicos. La estampa dedicada a Mariana de Austria ha de ser de su invención, aunque no sobresale precisamente por su despliegue de motivos arquitectónicos. Evidentemente, la ambición iconográfica de la descripción está por encima de las habilidades del autor.
Respecto a la vinculación de Mulder con España, procede señalar, por un lado, que él abrió la portada de la obra Primera parte de la Historia general del Nvevo Reyno de Granada, de Lucas Fernández de Piedrahita, publicada en Amberes (1688) 32 ENT#8212;composición que ofrece una orla con los retratos de los sucesivos soberanos indígenas del territorio (Figura 3)ENT#8212;; y, por otro, que el mencionado Romeyn de Hooghe grabó en 1685 la famosísima acción eucarística de Carlos II cediendo su coche al viático.
En el contexto del respaldo regio a la actuación de los jesuitas en el área de las Filipinas ENT#8212;postura que, como demuestra Coello de la Rosa (2011: 715-716 y 720), vino facilitada por la mediación del padre Juan Everardo Nithard, maestro espiritual y confesor de la viudaENT#8212;, Mariana manifestó en cédula de 1665 su apoyo a la labor evangelizadora de la Compañía en el archipiélago de los Ladrones, para la que también prestó socorro económico, con la consecuencia de que la orden cambió el nombre de las islas, pasando a denominarlas Marianas.
Apenas elevada al gobierno en ese año de 1665, la regente se apresuró a enviar allí al padre Diego Luis de San Vítores, primer apóstol, y en 1673 despachó con el mismo destino a Monroy, quien ENT#8212;como ya se ha mencionadoENT#8212; murió martirizado tres años después, cuando finalmente la misión jesuítica fue reforzada por un destacamento militar remitido por la monarquía (Elizalde, 2016: 409 ). Solo posteriormente a esa fecha, entre 1679 y 1680 ENT#8212;después de una fase definida por inacabadas o “epidérmicas” conversiones al cristianismo de los naturales, según la locución de Xavier Baró i Queralt (2015:131) ENT#8212;, la zona parecía haber entrado en un relativamente convencional proceso de aculturación cuyos rasgos característicos no hacían prever un modelo atípico de conquista y de “control” político-ideológico; no obstante, los martirios siguieron perpetrándose.
Como ejemplo de aculturación material, en el marco de las importaciones de ganado y productos alimentarios desde Nueva España, pues las comunicaciones directas con Filipinas no se iniciaron hasta 1683,33 un iñiguista dijo, en 1679, que los naturales “comen ya carne de puerco y se van aficionando al maíz” ENT#8212;circunstancia que se puede parangonar con otras latitudes del imperio y que refleja una incuestionable mejora en el estilo de vida y la dieta alimentariaENT#8212;,34 conforme al hecho de que “vanse cultivando en lo político, teniendo mayor veneración a los padres, y respecto a los españoles, y les parecen ya bien sus costumbres, especialmente el andar vestidos” (Rodríguez-Ponga-Salamanca, 1992: 147-149). O sea, en el entramado sociopolítico e internacional del Seiscientos, en el cual la “persuasión dulce” se juzgaba la práctica más apropiada del adoctrinamiento y el papel del misionero resultaba más atrayente (Prosperi, 1991: 180-181 ), la sociabilidad hispánica, reforzada por el pudor cristiano, triunfaba sobre una desnudez pagana que se iba revelando incompatible con los modificados intereses materiales y morales de los aborígenes. Como señala Marjorie Driver (1988 a: 23) , la colonia llegaría a estar inextricablemente unida a México y Filipinas por un intenso comercio que afectaría tanto a los indígenas como a los españoles. No en balde, como ya se ha recordado, el galeón de Manila tuvo parada en una de las islas, la de Guam.
Pero en una primera lectura apologética, bajo una óptica político-religiosa, la dimensión histórica preferente del archipiélago cobró pronto otros perfiles distintivos. Según Coello de la Rosa (2011: 729 y 741), el triunfo del bien, identificado con los predicadores, sobre el mal, expresado por los autóctonos, “legalizó la posesión española de las Marianas”, que, como sostenía un jesuita coetáneo, habían sido regadas “con la sangre de sus mártires”; en otras palabras, “desplegados por el territorio mariano, los símbolos martiriales, como formas de posesión, sirvieron para consolidar la presencia española en la isla”. Pero esa justificación de la conquista por un triunfo que, paradójicamente, se desdoblaba de oblación, un logro tanto más celebrado cuanto más costoso en vidas humanas ENT#8212;pues la ideología del martirio implicaba contradictoriamente la glorificación victoriosa de la aniquilación a manos del enemigo, una muerte hecha vida en términos de “singularidad barroca” sobre la fragilidad e insustancialidad de los bienes mundanosENT#8212; no era la tónica básica de la evangelización en el área de las Filipinas ni en las Indias occidentales. La legitimación político-religiosa de la conquista por la propagación de la fe no conllevaba la deseabilidad del martirio generalizado a la manera de las Marianas.
Según Eugenia Meyer (1964: 125), cuando fray Gaspar de San Agustín llega en su crónica de Filipinas al año de 1569 ENT#8212;la fecha en que Miguel López de Legazpi recibe el nombramiento de adelantado de las islas de los LadronesENT#8212;, deja asomar una tesis providencialista, por lo que plantea la conquista del primero de dichos archipiélagos como una “historia de los vencedores”, en la que los españoles siempre ganan. Aquí el argumento sacrificial ha cedido paso a una fórmula más convencional de triunfo.
Por otra parte, el discurso jesuítico martirial de las Marianas incurre en contradicciones insalvables, como patentiza el propio caso del personaje cuya inmolación motiva la estampa de Mulder. En el mismo siglo XVII, el padre Luis de Morales, al escribir la historia de las islas, relata en términos de manifiesta incoherencia la “gloriosa muerte” del padre Sebastián de Monroy, quien, por un lado, exhorta a sus compañeros a tener la dicha de morir por Cristo; y por otro, se defiende valerosamente de los enemigos hasta que ENT#8212;muy en contra de su voluntad, se entiendeENT#8212; sucumbe a los ataques (Morales y Le Gobien, 2013: 232-234): para lograr el martirio debe existir, en efecto, el ardor de morir y los religiosos asesinados servían de prueba a la eminencia de la Compañía (Hausberger, 2015: 292).35
Las Marianas comportan así un caso límite no solo de lectura positiva de una objetiva pérdida, como era la muerte ante el contrario ENT#8212;pues aquí el tema del héroe caído adquiere dimensiones proporcionales alarmantesENT#8212;, sino también de interferencia de las órdenes religiosas en el control de la conquista. En el personaje caído, representado como soldado de Cristo difunto para la causa patriótica desdoblada del catolicismo y de la hispanidad, la muerte se carga de valencias tan simbólicas de hacerse “muerte positiva”, casi saludable para el fundamento de la conquista: se llega justamente a una sustancial anulación del trauma derivado por la constatación del luto sacrificial del misionero que, a través de su mortificación, purifica la tierra colonial. La expiración ya no es quebrantamiento, sino valor, símbolo de pertenencia colectiva y de fidelidad a los principios cristianos.36
Enlazando con utopías como la del reino independiente indocristiano del franciscano Toribio de Benavente Motolinía en la Nueva España del siglo XVI37 y, de modo mucho más directo, con las reducciones del Paraguay y la ocupación de la Baja California jesuítica,38 la Compañía hizo en las Marianas un curioso experimento de “gobierno conventual”, con pleno respaldo de la Corona. Afirma Coello de la Rosa (2010: 39) que tras la guerra de 1683-1686 contra los indígenas, los jesuitas asumieron el liderazgo religioso y político de las islas como fundadores de un “‘estado misionero’ en donde sus mártires actuaron como referentes morales de las tierras sometidas”. No obstante, la sujeción y cristianización de los martirizadores, calificados de bárbaros, no impedía, bajo una óptica colonialista utópica, reconocerles ciertas virtudes naturales que, en la dinámica de las tensiones habidas entre los propios europeos, venía a equivaler a una desautorización de la conquista, aunque a efectos meramente retóricos. Coello de la Rosa (2013a: 81-82, 84-85 y 88) estima:
ENT#91;…ENT#93; que a finales del siglo XVII los jesuitas de las Marianas pensaban que el derecho de evangelización se basaba menos en los valores sociales y morales del tomismo (Acosta) que en las teorías universales del neo-estoicismo (Ricci, Valignano), fundamentadas en la ley natural y universal, que permitían la comunicación entre las sociedades humanas y su ulterior conversión al cristianismo.
Y, así, mientras que el hermano predicador Muñoz reconoce a los indios de las Marianas una evidente afabilidad e invita al monarca a persistir con la tarea evangelizadora para dejar misioneros “por cualquiera canal de las Marianas”,39 el padre Luis de Morales, en su historia del archipiélago, sostenía que los nativos vivían una felicidad primigenia en curso de destrucción bajo la corrupción moral de los gobernadores españoles, por lo que los jesuitas críticos, adoptando frente a los indígenas una “dimensión dialógica que les permitía expresar sus propios puntos de vista”, manipulaban los planteamientos de los aborígenes en testimonios como la arenga supuestamente pronunciada en 1670 por el jefe Hurao contra la pretendida superioridad de la cultura europea, hoy “un icono de la identidad chamorra en Guam” (Coello de la Rosa, 2013b).40 Esta inocencia original o a-histórica encontraba oponente o referente negativo en la civilización cristiana española, tal como en efecto desembarcaba en las islas muy a pesar de los desvelos jesuíticos. Y en el mismo sector del Pacífico hispano se hacía patente el influjo aún más deletéreo de otra cultura desarrollada pero no europea. El jesuita padre Francisco Colin (1633: 242), recogiendo materiales de un hermano de religión, el padre Pedro Chirino, dice que bajo Felipe II el aparato político filipino se quejó al rey contra los chinos residentes en ese otro archipiélago, “por los muchos vicios, y pecados que enseñan a los Indios, particularmente el nefando”.
Así, puede sorprender no ya que el comitente de la estampa y del libro sea un prebendado ajeno a la cúspide monárquica y jesuítica y que actúa por motivaciones familiares, sino también, a la inversa, que ni la Compañía ni la realeza acometieran empresas conmemorativas similares, ligadas o no a un Sebastián de Monroy, cuya trayectoria no constituye el máximo espécimen de esta conquista. En la misma línea, no podemos dejar de extrañarnos de que casi no exista una iconografía de los jesuitas muertos por su fe en las islas Marianas, mientras que sí haya una y muy difundida de los mártires de Nagasaki, ejecutados en 1597, y casi todos japoneses.41
Por los años en que apareció el libro del padre Gabriel de Aranda, con la estampa de exaltación monárquico-martirial de la reina, la Compañía de Jesús desarrollaba una tipología gráfica de propaganda de su acción misional que no dudaba en recurrir a la simbología más desinhibida, como ejemplifica una estampa mexicana. En efecto, la portada del libro Historia de la Provincia de la Compañia de Jesvs de Nveva-España, del padre Francisco de Florencia (1694) , en su primer tomo ENT#8212;en total la Historia tiene ocho volúmenesENT#8212;, presenta un globo terrestre que emerge en medio círculo describiendo gran parte del continente entre los mares del norte y del sur y, como remate del orbe, la efigie de san Ignacio, desde cuyo corazón se proyectan rayos hasta los de Francisco Javier y Francisco de Borja ENT#8212;aunque no se ven las respectivas vísceras, marcadas por el anagrama jesuíticoENT#8212; que, refractándose, caen sobre varios personajes representativos de los mundos exóticos (Figura 4).
Ya estaba difundida la escenográfica imagen tardobarroca del rayo partido o multiplicado, no exclusiva de la orden. La luz irradiada por el nombre de Jesús proporciona el argumento de una estampa que adorna la portada del Novus atlas sinensis, del jesuita italiano Martino Martini, publicado en Ámsterdam en 1655, obra inseparable de los afanes misionales de la Compañía (Figura 5).42 De la imagen cristológica del sol, a la izquierda, sale un rayo que, tras dar en un espejo portado por una figura femenina con atuendo pontificio, se refracta contra una antorcha, símbolo de cómo la fe abraza los corazones de los fieles (Doménech-García, 2012: 334 ).
El ámbito geográfico y cultural donde se insertan las islas Marianas, es decir, el de las Filipinas, también conoce el manejo retórico del rayo para ilustrar la gloria de la cristianización. Una estampa del libro de fray Gaspar de San Agustín, Conquista de las Islas Philipinas: la temporal por las armas del señor Don Phelipe Segundo el Prudente; y la espiritual, por los religiosos del Orden de Nuestro Padre San Augustin: Fundacion, y progressos de su provincia del Santissimo Nombre de Jesus, publicado en Madrid, en 1698, muestra sobre el mapa del territorio un sol naciente, por encima del cual otro sol, con el anagrama de Jesús, da en un corazón que lleva en la mano san Agustín, y cómo el rayo, refractándose, se divide en otros dos que caen sobre el archipiélago, complejo asunto flanqueado por dos grupos de personajes, el profano, a la derecha, con Felipe II y tras él Miguel López de Legazpi, y el religioso, con dos de los frailes que acompañaron al conquistador (Figura 6) (Aa.Vv., 1993: 155-156, n. 132, ficha de Fernando Bouza). Detalle un tanto excesivo de humillación regia ante un venerable padre de ínfimo rango en el universo sobrenatural católico, y quien, por otra parte, representa directísimamente los intereses de una determinada orden conventual que interactúa con el imperio en una empresa de conquista; el de la corona en el suelo puede ser capricho del grabador Mulder, signo genérico de humildad devota. Pero objetivamente indica renuncia a los poderes mundanos, como se ve, por ejemplo, y ejemplo insigne, en la pintura dinástica por excelencia, La gloria, de Tiziano, de 1551-1554.43
Conclusiones
En el siglo XVII, el lento proceso de ocupación del área de los Ladrones y de su cristianización se realizó también bajo la imaginería simbólica del martirio ignaciano y de la reina Mariana de Austria, guardiana de la verdadera fe en las islas. La Compañía de Jesús, “cuerpo volador” y tropa voluntaria al servicio del papa, del imperio español y del catolicismo, reglamentada en su modus operandi para la ejecución de la gloria divina y el perfecto servicio de las almas de los chamorros, cumplió una peligrosa faena de conversión en la que, desde la mirada de la soberanía habsbúrgica, los martirios del burgalés Diego Luis de San Vítores, del malagueño Sebastián de Monroy y de los demás iñiguistas se desdoblaron ideológicamente como título justificativo de la presencia y del gobierno hispánicos.
La tónica ideológica del suplicio en las Marianas, analizada a través de la presencia jesuita y del diseño martirial y devocional de la misma reina, no constituye una excepción en el panorama apostólico de las Filipinas y las Indias occidentales, porque se revela una interferencia evidente del brazo religioso en la gestión política de la conquista; sin embargo, en el archipiélago, la intervención misional se constata enormemente débil en las modalidades de penetración del mensaje católico y civilizador, y en la relación entre los predicadores-mártires y los evangelizados: los jesuitas de las islas Marianas no se insertaron cabalmente en el antiguo orden prehispánico local.
Archivos y bibliotecas
AGI, Archivo General de Indias, Sevilla.
AGN, Archivo General de la Nación, México.
AHN, Archivo Histórico Nacional, Madrid.
BUV, Biblioteca de la Universidad, Viena.
JCBL, The John Carter Brown Library, Providence.