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Convergencia

On-line version ISSN 2448-5799Print version ISSN 1405-1435

Convergencia vol.16 n.51 Toluca Sep./Dec. 2009

 

Reseñas

 

El cuerpo de los migrantes como palimpsesto del destino

 

Bruno Lutz Bachère

 

Molano, Alfredo (2005), Espaldas mojadas. Historias de maquilas, coyotes y aduanas, Bogotá: El Áncora Editores, Panamericana, 161 pp. ISBN: 978–958–30–1736–0

 

Universidad Autónoma Metropolitana–Xochimilco. E–mail: brunolutz01@yahoo.com.mx

 

En esta obra el sociólogo y periodista colombiano Alfredo Molano ofrece una muestra de miradas impactantes sobre la emigración, el sufrimiento duradero y las alegrías pasajeras, sobre la vida y la muerte. Sobre la pobreza también. Hombres y mujeres hablan de ellos mismos sin temer a la mordaza de la censura. Espaldas mojadas es un libro que devela trayectorias azarosas y trágicas de migrantes cuyas decisiones son a menudo aceptaciones tácitas maduradas en el silencio sombrío del destino. En este sentido, las seis narraciones verídicas que nos da a conocer Alfredo Molano son historias provenientes de una sola: la de los de abajo. En esta arena de la Historia, el cuerpo de los emigrantes es a la vez sujeto y objeto de todas las atenciones. Es una Guía del migrante mexicano al revés: no se habla por y de los migrantes, pues son ellos mismos quienes narran sus peripecias; no se intenta tampoco destilar una moral institucional transnacional que prepara a los ilegales a ser castos, discretos, resignados, honrados y obedientes: Espaldas mojadas muestra el abismo entre el mundo de la esperanza y el infierno de una vida incierta. La sensibilidad del sociólogo puesta al servicio del escritor nos permite seguir las huellas de esos individuos después de liberarse de sus cadenas familiares, huellas que suelen perderse en los meandros de memorias antiguas para regresar a un pasado reciente e indicar una pista, una dirección. No hay un discurso crítico ni un aparato crítico para enmarcar esos testimonios, están ahí, sueltos, libres de las ataduras de un academicismo grandilocuente que a veces tiende a marchitar la espontaneidad de los testimonios. Las palabras que vienen del corazón son muy delicadas. El sexto libro de Molano permite a las y los informantes expresarse en primera persona del singular bajo el anonimato de la confidencia, ese velo púdico que permite a la verdad florecer.

Acompañado por María Constanza Ramírez, el autor ha viajado al norte de México para convivir con migrantes e intermediarios, conversar con sacerdotes y policías, escuchar también en las plazas públicas los consejos y tarifas, garantías y anécdotas lanzadas al aire por los coyotes en busca de clientes. Esta experiencia fue difícil para la pareja porque la frontera es el terreno de juego de signos sin significantes. La experiencia fue peligrosa porque al acumular desaires a sus preguntas y silencios a sus cuestionamientos, las miradas ajenas se volvieron armas dirigidas hacia ellos, y nadie está a prueba de balas. Encontrar informantes en Ciudad Juárez, Tijuana y El Paso es buscarse problemas. La migración à bras le corps, es vivirla en carne propia.

María Soledad es originaria de Veracruz, huérfana de madre y abandonada por el destino desde su más tierna infancia. Cuando murió la abuela que la criaba fue recogida por una tía lejana que, sin dificultad, la dejó salirse de la casa todavía núbil para buscar su camino. Un hombre maduro pretendió que la niña que limpiaba el refrigerador de la pescadería era su hija. Sirvienta antes de ser amante, y amante antes de ser emigrante, María Soledad conoció las vicisitudes de quienes no saben quiénes son. Cambió de ciudades y cambió muchas veces de trabajo sin jamás lograr borrar el estigma de sus orígenes. La pobreza heredada y el abandono precoz no son cuestiones de las que sea fácil escabullirse. Su cuerpo era una ofrenda que su padre, primero, y luego su cuñado, contaminaron. Víctima de las bajezas de su parentela masculina, conoció el oprobio de una sociedad hipócrita que encubre a los victimarios en nombre de un orden androcéntrico.

Trabajó como sirvienta en una casa de Guadalajara donde la patrona, fotógrafa adinerada, la fusilaba todo el día con su cámara. Le sacaba fotos a cualquier momento de la mañana y de la tarde, a cualquier distancia y desde todos los ángulos. Pero un día la patrona llevó a quienes, posiblemente, eran antropólogos físicos. Sin pedirle permiso y manipulando libremente su cuerpo, tomaron muchas medidas de su cráneo y de sus diferentes miembros anotándolo todo. Era una revisión exhaustiva y pública de su cuerpo, una exploración algebraica de su constitución ósea. La pequeña sirvienta experimentó lo que un siglo antes criminalistas y antropólogos imponían a los indígenas presos en las cárceles de Puebla, México y Guadalajara, para comprobar su inferioridad. Pero María Soledad no tenía por qué pagar el precio de sus orígenes. Lo dijo. La expulsaron.

Luego fue a trabajar a las maquilas del norte del país. Trabajo duro e ingrato para esta mujer desarraigada con dos hijos. Allí encontró un sistema moderno de esclavitud donde cada una de las obreras era vigilada por cámaras instaladas hasta en los baños. Dominadas por la necesidad económica, por el estándar a cambio de un salario de miseria, las obreras de las maquilas son también dominadas por ojos que vigilan y delatan. En ese universo confinado, los supervisores o supers —incondicionales de los patrones— se dedican también al comercio informal de ínfimas tolerancias a cambio de favores sexuales. Existe igualmente la vigilancia y castigo de las obreras entre sí, siendo las novatas las que tienen que soportar más la presión del estándar. El estándar es la medida del tiempo para realizar una operación específica, medida calculada por ingenieros al servicio de los empresarios. El estándar es en las maquiladoras lo que el reloj es al tiempo. Alcanzar y superar el estándar no es una meta, es un deber casi sagrado, una prueba de lealtad hacia los empleadores y una reverencia al trabajo. El uso de anfetaminas por parte de las obreras —con el beneplácito de la dirección de la empresa y a sabiendas de los sindicatos blancos— es el camino más corto para alcanzar la superación del estándar y tener más ingresos al final de la semana. Empero sus cuerpos se cansan y envejecen a gran velocidad. Los accidentes son frecuentes en las maquilas, sin embargo los médicos de los hospitales públicos, coludidos con los directivos de las empresas, hacen diagnósticos superficiales sin realizar los exámenes correspondientes con el objetivo de mandarlas de regreso a la fábrica lo más pronto posible. Flor, una joven originaria de Pasimón, Puebla, quien fue a trabajar en las maquilas de Ciudad Juárez y Tijuana, dice que de regreso al trabajo después de haber sido gravemente intoxicada por las exhalaciones de plástico fundido, la cambiaron de puesto imponiéndole un estándar inalcanzable y posteriormente fue obligada a renunciar. El cuerpo de las obreras es una máquina que usan sin remisión ni restricción los directivos de las maquilas, hasta dejarlo sucio e inservible. Después lo reemplazan. Lo sustituyen por otro y otro y otro. Ilustración de una modernidad líquida —para retomar la expresión de Bauman—, la maquila es un monstruo antropófago.

Flor cuenta cómo se percató de la desaparición de su prima, también obrera en una maquila de Ciudad Juárez, y cuyo nombre vino a llenar el número 175 de las mujeres asesinadas en dicha urbe. Entre tristeza y rabia, narra su vía crucis para conocer el paradero de su pariente, la inercia cómplice de las autoridades judiciales, la hipocresía de los directivos de la maquila, la respuesta sobre la suerte de su prima obtenida de la boca de un chamán tarahumara y la ausencia de una investigación seria para encontrar a los criminales, a pesar de que su prima había sido vista salir del comedor de la maquila con un hombre desconocido cuya descripción tenía la policía. Demasiadas son las evidencias para no ver un encubrimiento de los feminicidios por parte de las autoridades de Ciudad Juárez. En la frontera norte del país parece que las jóvenes emigrantes que laboran en las empresas de transformación carecen de derechos: las obreras son el insumo de las maquilas antes de convertirse en el insumo de las perversidades masculinas.

Mucho revelan María Soledad y Flor: las huelgas organizadas por el sindicato blanco con la súplica: "Hay que defender al patrón para poder trabajar, hay que defender el trabajo"; la ayuda de las integrantes de "Factor X" y en particular de una monja que lucha valientemente para defender los derechos de las obreras; los robos sobre los salarios y sus fracasos para intentar tener cinco minutos de pausa en pos de dos; el uso de una "base negra", listado informático que se prestan y alimentan las maquilas de la región, con los nombres de las obreras que se atrevieron a opinar sobre sus condiciones laborales inhumanas, las que fueron despedidas por rechazar los avances de los supers, las que fueron dadas de baja por poco rendimiento y todas las víctimas de accidentes de trabajo. Esta "base negra" no solamente muestra la colusión de los empresarios entre sí para disciplinar y castigar a las obreras sino que, más perverso aún, hace que las jóvenes no puedan encontrar empleo más que con subcontratistas (de estas mismas maquilas), quienes les pagan la mitad de lo que ganaban anteriormente.

Estas nuevas formas de esclavitud hacen de la vida en la frontera un infierno para las jóvenes inmigrantes.

Pero el norte está presente en esos no man's land del derecho, una parte de los dueños de las maquilas siendo norteamericanos, a través de la dolarización de la economía local y también mediante la emigración festiva de estadounidenses, quienes, liberados temporalmente de las culpas de una sociedad puritana y de leyes restrictivas, convierten las calles de Tijuana y Ciudad Juárez en obscenas saturnales. El dinero y su nacionalidad los amparan. La Doña, apodo de una mujer de negocios que se dedica exitosamente al tráfico de personas y quien ha constituido un cártel junto con dos otros grandes coyotes para poder mandar charters de indocumentados a varias ciudades de Estados Unidos, afirma que los billetes verdes permiten muchas cosas. Según ella, todos: autoridades mexicanas y aduaneros norteamericanos "muerden". Pero las fronteras existen para los desamparados como este pescador salvadoreño que cuenta su odisea para atravesar, sin dinero, México y el desierto de Arizona. Para todos los emigrantes pobres las fronteras son reales y crueles.

El sociólogo colombiano cuenta también la historia de un joven inmigrante ilegal que trabajaba de sol a sol para ganar un salario de miseria en campos agrícolas de Estados Unidos, obligado, junto con sus compañeros de infortunios, a vivir como sombras, escondiéndose siempre de la policía y protegiéndose de un racismo omnipresente. Tenía 20 años cuando, ebrio con sus cuatro compañeros, tuvieron un accidente automovilístico en el cual fallecieron dos de ellos así como tres estadounidenses borrachos que se abalanzaron sobre el vehículo en marcha. A pesar de que no manejaba, el joven fue acusado de homicidio. Paralizado, con el cuello y la columna vertebral dislocados, se le obligó a firmar documentos en inglés que lo sentenciaban. Es que la ley no es la misma para todos. El delito es siempre crimen cuando hay una víctima de nacionalidad estadounidense. Las sospechas son pruebas cuando el acusado es moreno o negro. Después de haber pasado meses esposado a su cama sin poder moverse, el joven minusválido fue enviado a un presidio donde los inhumanos celadores ignoran por completo los derechos de quienes no tienen la piel blanca. Un día, un alguacil le propuso que se sometiera a una operación quirúrgica con la cual iba a obtener una reducción de dos años de cárcel. Aceptó. Entonces lo pusieron a dieta, le sacaron radiografías y le hicieron muchos exámenes preparándolo para una muerte probable —llamaron incluso a un sacerdote para confesarlo. Después de la operación seguía igualmente lastimado del cuello y de la columna vertebral, pero la novedad fue que veía luces de colores e imágenes que desfilaban sin cesar frente a él. Se enteró de que, al igual que otros hispanos presos, había sido utilizado para hacer experimentos científicos. Los médicos norteamericanos usaron su cuerpo, engañándolo, abriendo su cráneo y haciendo experimentos en su cerebro. Al cabo de un tiempo, todavía en complicidad con los cirujanos del hospital, el alguacil de la cárcel de Port Allegheny, Pensylvania, le propuso someterse a una segunda operación con una reducción de su condena de dos años más. "No —respondí con ira—. No volveré a ser usado nunca más". El inmigrante tenía miedo de que le pasara lo mismo que a su amigo Hermenegildo Mejía, un reo que dijo sí a la segunda operación. Desde entonces da saltos repentinos e incontrolables. El inmigrante narra: "Uno estaba platicando tranquilamente y de golpe pegaba un salto, como si fuera de caucho y caía al suelo babeando. Lo llamaban 'el procedimiento' y se le aplicaba casi siempre a los latinos pobres, a los que llegan por haberse metido varias veces por la frontera y que están muy lejos de su tierra; también lo hacen con aquellos que venimos a trabajar y tenemos una desgracia como la mía". Víctima de la ignorancia, del racismo, de la ley y de los médicos, el joven minusválido fue trasladado a diferentes cárceles de Estados Unidos, con el fin de impedir que estableciera relaciones duraderas con nativos o que pudiera recibir visitas de su novia.

A los principios correctivos del encierro se suma la lógica implacable de la segregación, lógica que legitima los principios de distinción según la nacionalidad, el idioma y el color de la piel. En realidad, las prisiones son depósitos humanos que sirven a la sociedad para expiar sus culpas y depurarse de sus pobres. Al respecto, Loïc Wacquant en Las cárceles de la miseria, analiza acuciosamente el funcionamiento de la lógica penitenciaria norteamericana, mostrando que el incremento de la importancia del sistema penal responde a un tratamiento político de corte liberal, del desempleo y la miseria. Al disminuir cada vez más las garantías sociales y al escamotear de manera sistemática los derechos de los trabajadores, el Estado propicia el incremento del número de marginados, situación frente a la cual responde con más policías, más milicias y más cárceles.

Finalmente, en Espaldas mojadas los testimonios recogidos nos permiten afirmar que las casas, maquilas y cárceles son lugares de encierro donde se hacen experimentos sobre el cuerpo de quienes, ahí, están confinados. Violación y medición antropométrica del cuerpo de la sirvienta, aumento del ritmo de trabajo de las obreras hasta obligarlas a drogarse para alcanzar el estándar, experimentos médicos sobre los reos hispanos pobres. Estas situaciones descritas por quienes las han vivido en carne propia no deben ser vistas como riesgos inherentes a la emigración laboral, sino que deben ser consideradas como diferentes manifestaciones de una misma lógica capitalista y androcéntrica de disciplinamiento del cuerpo del pobre y de la mujer pobre en particular. Esta lógica coherente apunta hacia mantener e incrementar la vulnerabilidad social y laboral de los trabajadores sin calificaciones y descalificados, con el objetivo de obtener de su trabajo, y más ampliamente, de su cuerpo, las máximas ganancias. En suma, las y los inmigrantes alimentan una verdadera "economía del cuerpo" de los pobres, convirtiendo el suyo propio en el palimpsesto de su destino.

 

Información sobre el autor

Bruno Lutz Bachère. Doctor en Ciencias Sociales, profesor investigador titular de tiempo completo de la Universidad Autónoma Metropolitana–Xochimilco. Publicaciones recientes: coautor de "La política de desarrollo rural en México y el cambio institucional 2000–2006", en Economía, Sociedad y Territorio, núm. 28, México (2008), y de "Entre el metate y el sueño canadiense: representaciones de mujeres mazahuas de la migración contractual transnacional", en Les Cahiers Ahlim, núm. 14, Paris 8 (2007).

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