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Gestión y política pública

Print version ISSN 1405-1079

Gest. polít. pública vol.29 n.2 Ciudad de México Jul./Dec. 2020  Epub Apr 30, 2021

https://doi.org/10.29265/gypp.v29i2.783 

Reseñas

Alejandro E. Camacho y Robert L. Glicksman, Reorganizing Government: A Functional and Dimensional Framework, Nueva York, New York University Press, 2019, 356 pp.

Antonio Villalpando Acuña1 

1CIDE.

Camacho, Alejandro E.; Glicksman, Robert L.. Reorganizing Government: A Functional and Dimensional Framework. Nueva York: New York University Press, 2019. 356p.


Renovar la estructura del aparato gubernamental es una tarea que comúnmente llevan a cabo las administraciones cuando comienzan su periodo de mandato. Este comportamiento responde a la necesidad de contar con el tamaño, número y tipo de instituciones más adecuados para poner en marcha los planes de la fuerza política o coalición ganadora. Detrás de esta cómoda generalización, no obstante, se halla uno de los esfuerzos más complejos a los que se enfrenta la administración pública: generar modelos jurisdiccionales que respondan a una compleja red de condiciones, como las restricciones impuestas desde el ámbito constitucional, la inercia ejercida por el modelo institucional del gobierno saliente, así como la inescapable complejidad de relaciones intergubernamentales que son necesarias para atender las demandas sociales y los problemas colectivos de la época actual. Reorganizing Government: A Functional and Dimensional Framework, de Alejandro E. Camacho y Robert L. Glicksman, ofrece un marco analítico cuya finalidad es ayudar al investigador a asir esta complejidad mediante el estudio de la relación entre las estructuras institucionales y los programas regulatorios en Estados Unidos.

La visión de los autores de Reorganizing Government, como ellos mismos confirman, está orientada por su experiencia en temas de gestión ambiental y recursos naturales (p. 8). De igual forma, Camacho y Glicksman sitúan su propuesta analítica en los debates contemporáneos más importantes de la administración pública, como regulación, coordinación y centralización, lo que llevan a cabo para enriquecer la discusión sin caer en la trampa de crear recetas administrativas. Los autores afirman, además, que su trabajo debe entenderse en función de su locus y nivel de análisis, es decir, las agencias federales de Estados Unidos. Pese a este sano y obligado disclosure, los autores proponen avanzar en la formalización de una heurística ambiciosa que llene el vacío creado por la “ausencia de un marco de referencia común para evaluar las opciones estructurales disponibles” (p. 7). En tal entendido, Camacho y Glicksman apuestan por llevar los estudios sobre arreglos institucionales al terreno del empirismo, una tarea que consideran imprescindible para dotar a los tomadores de decisiones y diseñadores de políticas de herramientas sólidas para llevar a cabo de forma eficiente un rediseño constante de las instituciones regulatorias. Por lo tanto, Reorganizing Government puede ser entendido como una propuesta de gobernanza adaptativa, cuya finalidad es ser usada no sólo para “diseñar distribuciones [de autoridad regulatoria], sino también para integrar sistemáticamente la evaluación de la distribución [de autoridad regulatoria] en el proceso regulatorio mismo” (p. 10).

El libro está dividido en cuatro partes: la primera dedicada a plantear el marco de referencia funcional; la segunda a elaborar la idea de jurisdicción funcional como herramienta analítica para estudiar la regulación; la tercera a discutir las dimensiones de la cooperación, la centralización y el traslape, y una cuarta sección dedicada a aplicar el marco de referencia funcional presentado en la sección I a modo de “piedra angular” de la propuesta heurística de Camacho y Glicksman.

En la primera parte los autores llevan a cabo una revisión semántica con la que elaboran una propuesta analítica de las dimensiones que describen el carácter de las organizaciones gubernamentales y su interrelación. Dicha propuesta analítica se articula a través de tres continua: a) centralización-descentralización, b) coordinación-independencia y c) traslape-diferenciación. Los autores emplean dichas dimensiones como marco de referencia de la distribución de autoridad regulatoria. Esta tríada de conceptos -temas clásicos de la administración pública contemporánea- la utilizan Camacho y Glicksman para presentar la que a su juicio es la división más útil para comprender el carácter de las organizaciones gubernamentales: la jurisdicción sustantiva y la jurisdicción funcional. La primera forma de jurisdicción se refiere a la materia objeto de la regulación, mientras que la segunda clasifica a las organizaciones en torno a su rol que, de acuerdo con los autores, puede dividirse en cuatro grandes categorías: monitoreo, fijación de estándares, emisión de licencias y ejecución.

La segunda parte del libro está dedicada a elaborar el marco de interpretación del núcleo de la propuesta analítica de Camacho y Glicksman: la jurisdicción funcional. Al analizar el concepto, los autores reviven la discusión clásica sobre el ámbito en el que se desenvuelven las agencias reguladoras, así como la forma en que esta discusión se vincula con hallar la medida adecuada de centralización. El argumento gravita en torno a una pregunta central: ¿cuándo es recomendable centralizar las funciones relacionadas con una materia de regulación? La respuesta, naturalmente, es relativa. El argumento subyacente enfoca la forma en que las organizaciones gubernamentales se relacionan entre sí, especialmente si existe coherencia entre sus áreas de influencia, o si se traslapan sus funciones.

Mediante la revisión detallada del funcionamiento, organización y evolución de las agencias encargadas de la seguridad alimentaria en Estados Unidos, así como algunos apuntes sobre el Centro de Control de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), los autores proponen que pensar sobre la jurisdicción funcional de cada organización y su relación con las demás es el primer paso para lograr una política regulatoria eficiente. La moraleja es simple: en casos como los que analizan, centralizar a través de la jurisdicción funcional como criterio principal permitiría acabar con la duplicidad de funciones y el dispendio de energía administrativa que resulta de contar con una estructura institucional fragmentada.

Camacho y Glicksman no pasan por alto uno de los debates más importantes en torno al impulso de reforma institucional: la relación de algunas instituciones con sus clientelas o aliados parlamentarios. En el escenario concreto de la centralización, se entiende muy bien que llevar a cabo un proceso con esas características se enfrentaría a importantes focos de resistencia, ya que implica compactar el esquema institucional. Dicha reforma acarrea consigo la pérdida de espacios laborales, presupuesto y poder, lo que afecta en gran medida a los aliados en el poder legislativo. En este aspecto, resulta peculiar que no se incorpore una discusión robusta sobre el enfoque analítico del agente-principal, que si bien es una herramienta que no cuenta con un alto valor teórico, permite caracterizar la problemática relación entre las agencias ejecutivas y el poder legislativo del Estado.

Es importante señalar que, en el desarrollo de la discusión sobre la jurisdicción funcional, se ofrece evidencia pobre en cuanto a la conveniencia de llevar a cabo procesos de centralización. En muchas ocasiones, da la impresión de que el argumento pierde solidez como resultado de algunos sesgos de autoridad, puesto que una parte importante de la evidencia argumental se construye sobre la opinión de congresistas o tomadores de decisiones. Aunque el texto se desarrolla con una amplia muestra de referencias, muchas de ellas provenientes de reportes institucionales, hay pocas pausas para revisar información que podría abonar a la solidez de los argumentos del texto. Si bien eso se realiza en el aparato crítico, la escasez de información en forma de datos duros en el cuerpo del texto genera por momentos la sensación de estar leyendo un manual.

Si bien muchos argumentos de la obra están relacionados con la literatura actual sobre administración pública, la digresión con mucha frecuencia se detiene en el nivel descriptivo, citando incluso argumentos de otras secciones del mismo libro. Tómese por ejemplo la forma en que los autores abordan el tema de la coordinación interjurisdiccional. La perspectiva analítica, como en todos los casos, comienza con el análisis de una política o agencia específica, en este caso, la National Environmental Policy Act (NEPA o Ley Nacional de Política Ambiental), de 1969. El análisis de la idoneidad de la coordinación interjurisdiccional parte de una ambigüedad no calificada:

Muchos hacedores de políticas y académicos han reconocido que, en algunas circunstancias, la coordinación interjurisdiccional puede ayudar a promover la eficacia, la eficiencia, la justicia y la rendición de cuentas en la provisión de servicios regulatorios. Sin embargo, algunos sugieren que, al menos en algunas circunstancias, mantener la independencia de las agencias y limitar la cooperación sería administrativamente menos costoso y probablemente más efectivo que un modelo sumamente colaborativo (Camacho y Glicksman, 2019: 101).

Esta ambigüedad es aceptable solamente si está seguida de una descripción muy robusta sobre cuáles son las circunstancias concretas que acomodan a uno u otro modelo institucional. No obstante, el método casuístico de Camacho y Glicksman no ofrece oportunidad para completar esta idea. La discusión sobre los mecanismos puestos en marcha por la NEPA se concentra en compararlos con la estructura regulatoria y el sistema de coordinación interjurisdiccional de la Endangered Species Act (ESA o Ley de Especies en Peligro) de 1973. La falta de coordinación en las funciones que ya están bajo la supervisión de la NEPA, así como la falta de funciones adicionales que mejorarían el nivel de coordinación, son los puntos de comparación entre ambas políticas. En tal sentido, lo único que queda relativamente claro en la comparación es que la NEPA tiene errores de diseño e implementación, mientras que la ESA no. De la “falla en coordinar la distribución de información” (p. 106), en “coordinar el monitoreo post aprobación” (p. 107) y la implementación no se extrapolan criterios para sugerir que, en efecto, concentrar más funciones de coordinación incrementaría la eficiencia de la actividad regulatoria sancionada por la NEPA. En primer lugar, porque, stricto sensu, no se trata de fallas, sino de carencias -una función no asignada mediante la NEPA-; en segundo lugar, porque no existe “grupo de control” ni escenario contrafactual aceptable, ya que, aunque se trate de regulaciones transversales y estrechamente relacionadas entre sí, las agencias encargadas de la supervisión de ambas políticas varían considerablemente en términos de jurisdicción y nivel de autoridad. Incluso, Camacho y Glicksman sugieren que sería mejor asignar las funciones de regulación adicionales que proponen a la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) y no al Consejo de Calidad Ambiental (CEQ, por sus siglas en inglés), autoridad de supervisión de la NEPA (p. 110). Es decir, el argumento no ofrece pauta alguna para calificar un nivel de coordinación interjurisdiccional como mejor que otro en ninguna dimensión, ni siquiera en el caso de la NEPA. En cierto momento de la lectura parece que el argumento es que centralizar funciones mejoraría la coordinación interjurisdiccional en un caso como el de la NEPA. No obstante, éste es “arrojado por la borda” al sugerir que ciertas funciones sería mejor asignarlas a otra institución. Las contradicciones presentes en los argumentos de Reorganizing Government ejemplifican, precisamente, la necesidad de contar con un set de herramientas estandarizado como el que ofrecen en su libro Alejandro Camacho y Robert Glicksman.

En la tercera parte del libro se manifiesta de forma más clara la intención de los autores de probar su modelo de tres dimensiones al analizar las diferencias entre los continua. En la elaboración de estas distinciones se aprecia un claro reconocimiento de un problema fundamental de la administración pública como ciencia y como profesión: la recursividad de problemas que se creían superados, cuya reincidencia se debe, justamente, a contradicciones en los argumentos como las presentes en la parte II. Al leer el recuento que hacen Camacho y Glicksman del trabajo de la Comisión Nacional sobre los Ataques Terroristas a los Estados Unidos (la Comisión 9/11), es imposible que el conocedor de la administración pública no recuerde de forma casi inmediata los reportes de la Comisión Hoover. La falta de coordinación entre las agencias de seguridad de Estados Unidos, especialmente la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el Buró Federal de Investigaciones (FBI), ofrecen no solamente acceso a una de las relaciones más tensas entre instituciones que conoce, de manera caricaturesca, la opinión pública, sino a uno de los episodios más lamentables de falta de coordinación debida al “incremento del traslape de autoridad a través del tiempo mientras la distinción entre amenaza ‘extranjera’ o ‘doméstica’ se hacía cada vez más arcaica” (p. 153). La sencilla pregunta de “¿quién se encarga de qué?”, si no se responde sin ambigüedades, puede dar pie a que, como en el caso de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, existan puntos ciegos tan peligrosos como la responsabilidad de supervisar amenazas externas a intereses domésticos. El problema del “traslape de servicios gubernamentales como fuente significativa de desperdicio, confusión e inconsistencia”, notan hábilmente los autores, fue reconocido en los reportes de la Comisión Hoover. No obstante, en el reporte sólo se “recomendó consolidar dicha autoridad [de los servicios traslapados]. Al hacerlo, la Comisión minimizó la dimensión de reorganización que, según nuestro marco de referencia, se ajusta al problema diagnosticado -la creación de autoridad con mayor diferenciación-” (p. 127).

La cuarta parte del libro ofrece una síntesis del marco de referencia propuesto de mucha mejor calidad argumentativa y con mayor claridad que los ejemplos que se discuten en las partes II y III. La descripción de los retos que enfrentarán en los próximos años los esquemas de gobernanza para combatir el cambio climático ofrece a Camacho y Glicksman la oportunidad de poner en práctica el marco de referencia que presentan al inicio de la obra. La variedad de problemas y escenarios que están involucrados en el cambio climático ofrece un argumento poderoso a favor de la “descentralización con algunas funciones centralizadas” (p. 198); la naturaleza urgente y cambiante de los fenómenos meteorológicos y la velocidad con la que pueden afectar el entorno ganan el caso para el argumento a favor de traslapar niveles de autoridad con la finalidad de generar una red de protección y una estructura gubernamental mejor equipada para adaptarse en el corto plazo. Lo mismo sucede con el argumento a favor de centralizar la producción y distribución de información a fin de aprovechar las ventajas de las economías de escala y mantener actualizada la información sobre los avances tecnológicos en el tema del abatimiento de las externalidades negativas de las actividades económicas. En resumen, la cuarta parte lleva a cabo lo que en las partes II y III no se logra: un relato lineal y metódico de la forma en que los conceptos que conforman el marco funcional de referencia propuesto por los autores pueden utilizarse para generar procesos de gobernanza adaptativa.

Los lectores de Reorganizing Government probablemente notarán el estilo circular y reiterativo de la obra. Alejandro Camacho y Robert Glicksman son especialistas en derecho que escriben sobre administración pública; por lo tanto, su estilo puede llegar a ser confuso para quien no esté acostumbrado a la literatura producida por economistas o politólogos. La raison d’être de la obra es, como lo mencionan los propios autores, terminar la obra iniciada por los realistas legales, quienes se opusieron al análisis de las estructuras gubernamentales basados exclusivamente en la visión de la escuela legal formalista.

En conclusión, más allá de los factores estéticos o de estructura argumentativa que pudieran entorpecer discusiones que comúnmente son más directas, Reorganizing Government es una obra cuyo valor estriba en el intento por generar un marco de referencia que permita vincular el aspecto funcional de las organizaciones con su locus en la estructura gubernamental. Esta estructura ideográfica resulta útil para responder preguntas sobre qué hacer -centralizar o descentralizar, por ejemplo-, algo que, precisamente, la identifica con esquemas analíticos como el estructural funcionalismo, cuya virtud según Guy Peters, es servir para comparar un amplio conjunto de fenómenos relacionados (Peters, 2018: 7). La propuesta de Camacho y Glicksman destaca porque logra ofrecer un instrumento analítico compacto, elegante e integral cuya sustancia es una síntesis coherente de las discusiones contemporáneas sobre las dimensiones que se utilizan para articular la teoría de la organización. Pese a que la propuesta de utilización es pobre -una casuística limitada por los intereses académicos de los autores-, la trifecta derivada de los continua centralización-descentralización, coordinación-independencia y traslape-diferenciación podría, fácilmente, posicionarse como una herramienta de uso común en el campo de la arquitectura organizacional.

REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA

Peters, B. Guy (2018), “Governance: Ten Thoughts About Five Propositions”, International Social Science Journal, vol. 68, núms. 227-228, pp. 5-14. [ Links ]

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