SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número62¿Nuevas cartografías del tiempo?: historicidad, conflictos y apertura de posibilidadesEl trabajo de duelo interminable: Lo que se ha ido para siempre índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Historia y grafía

versión impresa ISSN 1405-0927

Hist. graf  no.62 México ene./jun. 2024  Epub 26-Ene-2024

https://doi.org/10.48102/hyg.vi62.494 

Ensayos y debates

Historias de la experiencia

Histories of Experience

*Instituto de Historia, Departamento de Historia de la Ciencia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). España. Correo: javier.moscoso@cchs.csic.es


Resumen

Este texto persigue clarificar la historia de las experiencias subjetivas. Tomando como hilo conductor la obra del teórico de la historia Reinhart Koselleck, el artículo explica cómo resolver el problema de una historia de las emociones de la larga duración, al mismo tiempo que sienta las bases para una superación, en el campo de la historia de las emociones, de un localismo de corte historicista. La historia de las condiciones de posibilidad de la experiencia, el estudio de lo que constituye una novedad y de lo que, por el contrario, se presenta como una estructura de repetición, está en la base de esta nueva y no tan nueva historia de la experiencia. Muy alejada de los problemas de naturaleza semántica, o de la historia de los conceptos políticos, el artículo aboga por una filosofía de la historia de base antropológica.

Palabras Clave: experiencia; emociones; antropología; Koselleck

Abstract

This text seeks to clarify the history of subjective experiences. Taking the work of the theorist of history Reinhart Koselleck as a guiding thread, the article explains how to solve the problem of a history of the emotions of long duration, while laying the foundations for overcoming, in the field of the history of emotions, a historicist localism. The history of the conditions of possibility of experience, the study of what constitutes a novelty and what, on the contrary, presents itself as a structure of repetition, is at the basis of this new and not so new history of experience. Far removed from problems of a semantic nature, or from the history of political concepts, the article argues for an anthropologically based philosophy of history.

Keywords: experience; emotions; anthropology; Koselleck

Introducción

A propósito de la ira, y específicamente en torno a la publicación del libro de Barbara Rosenwein del año 2020, el también académico Thomas Dixon publicó el año pasado un largo ensayo en donde venía a acusar a la autora estadounidense de anacronismo, de presentismo o de ambas cosas al mismo tiempo.1 Argumentaba Dixon que las emociones no son entidades que puedan aislarse de sus condiciones espaciotemporales. Frente a la idea de un conjunto de emociones básicas, que serían algo así como clases naturales suprahistóricas, Dixon entiende que no cabe sino oponer la evidencia de una “discontinuidad radical de experiencias, ideas y expresiones a lo largo del tiempo y las culturas”.2 El debate, a su juicio, estaba claro: o bien aceptamos las categorías heredadas de la psicología básica, o bien encontramos en la historia un refugio -que Dixon denominaba “liberador”- que nos permita apartarnos de esas entidades ideales.

Dixon enmarca su crítica en términos semánticos. Le parece que no hay ningún referente estable en el uso de la palabra “ira” y que, por el contrario, su pluralidad de significados y de usos hace imposible cualquier ejercicio de comparación histórica. “Cuando llega el momento de hablar de la ira, no hay nada ahí. No hay ninguna cosa, entidad o proceso independiente en el mundo, pasado o presente, al que la palabra inglesa ‘ira’ se refiera de modo invariable”.3 Armado con esta teoría referencial del significado, se encamina, en la primera parte de su artículo -que él mismo denomina “destructiva”-, a mostrar los defectos de lo que denomina un “anacronismo psicologista”; mientras que en la segunda, la cual Dixon llama “constructiva”, aboga por una “genealogía anatómica”. Su propuesta es anatómica, nos dice, en tanto que “mira al espectro de fenómenos vagamente conectados al que los usuarios del término inglés anger creen que se refiere de modo más o menos variable”,4 y es genealógica porque “traza desde el presente las tendencias de sus componentes”.5

A partir de estas consideraciones, hay tres ideas sobre las que quiero incidir: En primer lugar, habría que preguntarse si el debate sobre el carácter transhistórico (o transcultural) de las emociones debe tener lugar en el terreno de la filosofía del lenguaje, es decir, si las variaciones en el significado de una palabra o de un campo semántico, si las modificaciones en los usos o en los referentes de los términos que utilizamos para referirnos a los estados emociones son la piedra de toque sobre la que deben construirse una historia de las emociones. A mí juicio, no. No, por muchos motivos, pero sobre todo porque la filosofía del lenguaje no es la herramienta adecuada para clarificar experiencias subjetivas que, en muchas ocasiones, ni están verbalizadas ni son conscientes. Es interesante, en este sentido, ver cómo Dixon se encuentra atrapado en una historia de las ideas de la que, por utilizar sus propias palabras, no consigue liberarse. Su semanticismo tiene además un tinte colonial, que ya era visible en su libro sobre pasiones (inglesas) y las emociones (británicas), el cual se hace todavía más patente cuando vemos que todas las referencias de su obra son siempre, y exclusivamente, en lengua inglesa. Puestos, además, a servirnos de la filosofía del lenguaje para intentar resolver los problemas propios de una historia de la ira de larga duración, mejor habría sido apoyarse en una teoría diferente del significado. Después de todo, el referente no es el único elemento del que se compone el significado de una palabra.6 De ahí que podamos hablar con propiedad, sin tropezarnos, sobre conceptos y palabras de referentes imaginarios, como dragones, o entendernos incluso en aquellos casos donde el uso, y la realidad de la experiencia, nunca se asemeja al referente, como en el caso del agua, por ejemplo, que nunca, salvo en condiciones experimentales, es exactamente H2O.7

En segundo lugar, sorprende el uso de la palabra “genealogía”, que Dixon utiliza a la manera del ciudadano que busca en los archivos los orígenes de su linaje, los ancestros de su familia. Y aquí se produce de nuevo una confusión importante, pues, para la mayor parte de nosotros, la genealogía no tiene nada que ver con esta concepción que yo llamaría “generativa” (exactamente igual, por cierto, a la que había hecho la propia Rosenwein en su libro Generations of Feeling).8 Como buen británico, Dixon no puede evitar su deuda con Darwin, a una suerte de morfología histórica por la que el historiador rastrea el origen de las especies (siempre mutables) en las variedades del pasado, incluyendo el registro fósil. El problema, sin embargo, es que esta morfología histórica que se lanza a la búsqueda de los antecedentes de los elementos de nuestra experiencia presente tampoco puede resolver el problema de la trasculturalidad o historicidad de la experiencia. Y esto por una razón que no puede pasar desapercibida: la necesidad de conocer de antemano aquello que justamente se quiere investigar. Al hacer del ejercicio genealógico una historia desde el presente, Dixon se ve irremediablemente obligado a presuponer aquello que quiere clarificar, de modo que ya sabe lo que es la ira, lo que los ciudadanos ingleses expresan con la palabra anger, antes de aventurarse a rastrear sus orígenes en el pasado más remoto.

Puestos a utilizar una perspectiva genealógica, más interesante hubiera sido remitirse a la necesidad que tuvo Nietzsche de defender una idea de la historia que no estuviera ligada ni al localismo ni al coleccionismo ni a la teología ni a la metafísica. No una historia desde el presente, sino para el presente. Hay que recordar aquí que la genealogía nietzscheana tiene menos que ver con una morfología histórica que con una fisiología transcendental. Una fisiología, desde luego, pues de lo que se trata es de las funciones históricamente contingentes del cuerpo, y no de sus inscripciones semánticas. Trascendental también, puesto que el ser humano es capaz de incorporar juicios incluso en sus pasiones más primarias. Estas ideas de Nietzsche fueron más tarde retomadas por el segundo Foucault, sobre todo a partir de Vigilar y castigar y especialmente en el segundo volumen de su Historia de la sexualidad. Como en el caso de Nietzsche, no bastaba tampoco a juicio de Foucault con mostrar las circunstancias históricamente contingentes que permitían el desarrollo de la sexualidad, sino que había que “despejar la forma en la que, a través de los siglos, el hombre occidental se vio llevado a reconocerse como sujeto de deseo”;9 lo que podría parafrasearse diciendo que de lo que se trataba era de despejar la forma en que, a través de los siglos, los seres humanos se vieron llevados a reconocer no la subjetividad como parte de la ira (como pretende Dixon), sino, al contrario, a reconocer la ira como parte de su subjetividad.

Finalmente, sorprende el uso de la palabra historicidad o sentido histórico que Dixon (y otros) utilizan de manera, a mi juicio, irreflexiva en relación con el estudio de las emociones. Y digo irreflexiva, porque el problema de raíz, lo que hace de este debate algo más que un accidente erudito, lo que nos concierne aquí de manera más íntima pero también más noble, no es decidir entre los unos y los otros, no es posicionarnos en torno a una idea mejor o peor planteada, sino esclarecer la relación entre las formas de hacer historia y lo que Dixon denomina “historicidad”.

Sobre este último punto es que quiero incidir en este texto. En lo que sigue, no diré nada del semanticismo, ni tampoco podré entretenerme con la genealogía. En la presente ocasión pretendo indagar en el modo en que podemos sortear algunos de los problemas de la historia de las emociones, sobre todo, lo que respecta al objeto mismo de la historia de la experiencia, a su definición, así como a la legitimidad de hacer historias transculturales o de larga duración. Esto es algo que ya estaba presente en algunos de mis libros anteriores, claramente en la historia del dolor, y que constituye también la tramoya sobre la que se sostiene la historia del columpio. Al contrario que en esos libros, en los que apenas reflexiono sobre asuntos teóricos, sino que los doy por supuestos, hoy quiero sacarlos a la luz, también en parte, para poner en valor lo que nuestro grupo de investigación en Madrid lleva ya casi veinte años defendiendo: que la historia de las emociones se entiende mejor cuando se concibe como un estudio de sus condiciones de posibilidad. De este modo, el estudio de las emociones del pasado o de las experiencias subjetivas del pasado, ya se trate del dolor, de la ambición, del amor, de la ira, o del vértigo, se realizaría a través de las circunstancias que hacen posible su aparición, desaparición o modulación. En relación con el segundo problema -es decir, sobre cómo puede escribirse-, mi respuesta es que tan solo puede hacerse indagando en el nexo que permite la puesta en relación de elementos disjuntos. A la manera de la unidad de sentido en una biografía, de la circunstancia de que los distintos acontecimientos y vivencias de la vida de alguien puedan transformarse en una historia cabal, que pueda ser comprendida y entendida como una unidad, también la historia plantea el mismo problema, pues o bien sus distintas unidades tienen solo sentido en sí mismas y son, por así decir, momentos meramente contiguos del transcurrir del tiempo, o son, por el contrario, instancias e hitos de un relato mayor.

Koselleck (antecedentes)

Para intentar arrojar un poco de luz sobre la posibilidad de hacer, o no, una historia de las emociones de larga duración, me gustaría servirme, al menos en parte, de la obra de Reinhart Koselleck (1923-2006). Su programa metodológico, que ponía en relación los conceptos políticos del pasado con las categorías historiográficas del presente, ha sido fuente de inspiración para innumerables historiadores y filósofos de la política.10 Menos conocido ha sido su intento de instituir una forma de hacer historia que, bajo el nombre de Historik, atendiera a la base antropológica de la experiencia. Uno de sus méritos, y no el menor, fue intentar una fundamentación de la razón histórica (de la historicidad) que permitiera desembarazarse del localismo historicista sin caer ni en el biologicismo ni en el idealismo.

Como se sabe, el término Historik no procede de Koselleck, sino que fue empleado por el historiador alemán Johann Gustav Droysen en su intento de superar las limitaciones del historicismo.11 Esta palabra, una mezcla de “Historie” y “Kritik”, se esgrimía como parte de una crítica de la razón histórica, es decir, como un estudio de las condiciones de posibilidad de la experiencia. El espíritu de la propuesta era kantiano, con dos diferencias importantes. Por un lado, esa experiencia no solo contenía representaciones y voliciones, sino sentimientos y pasiones. Por el otro, el conocimiento que se pretendía esclarecer no se refería a lo mutable de la naturaleza, sino a lo inmutable de la historia.

Hay que tener muy presente que estas dos ideas están en la base de muchas de las corrientes filosóficas, pero también historiográficas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. La pretensión, por ejemplo, de que el ser humano no tiene una naturaleza, sino tan solo historia, fue más tarde retomada por Heidegger en su Ser y Tiempo de 1927 y, a partir de ahí, supuso la piedra angular sobre la que se construyó la hermenéutica de Gadamer, maestro de Koselleck, y de otros. Al mismo tiempo, la reivindicación de las emociones y de los sentimientos aparece repetidamente en muchos autores, especialmente en Nietzsche, como ya sabe todo el mundo.

El mérito de Droysen no solo consistió en acuñar una palabra, sino en hacernos ver que no hay pasado; que lo que ya fue, lo acontecido, no se puede conocer (aunque se pueda pensar), que tan solo tenemos acceso a los restos del pasado a través de testimonios indiciarios, como sabe cualquier que haya visitado un archivo. Allí no se encuentra el pasado, sino tan solo los pecios de lo que fue, los restos fosilizados y manoseados de la memoria. Al contrario de lo que pretendía la escuela historicista alemana, el conocimiento histórico no permite profundizar en lo que realmente ocurrió, sino en nuestra comprensión de “los trazos evanescentes y los destellos apagados” del pasado en el presente, como los llamó Droysen.12 Eso es lo que encontramos en el archivo. Poco más.

En segundo lugar, tanto Droysen como Dilthey (como Nietzsche) coincidieron en señalar que incluso el “yo” -la conciencia reflexiva que está en la base de la unidad de la experiencia- no es un principio, sino un resultado. Esto quiere decir que esa misma conciencia no puede ser el eje central sobre el que edificar la razón histórica. Lo que sería algo así como saber quiénes somos antes de escribir nuestra biografía. El ejercicio de la historia no consiste en rastrear nuestras pisadas en los zapatos de nuestros ancestros, como quien busca en su árbol genealógico la razón de su nobleza, sino en comprender por qué alguna vez nos creímos nobles. Dicho de otra manera, la historia no se hace para encontrar nuestro pasado, sino para comprender nuestro presente. El historiador no es el potentado que busca en la basura los restos de su cena para recordar lo que ha comido, sino el indigente que se alimenta de las sobras de la cena de otros. Esta es justamente la idea que retomará Foucault en su historia de la sexualidad, pues lo que está en juego no es la sexualidad, sino el modo en que esa experiencia configura la conciencia moderna. Puesto que el yo es una entidad histórica, no podemos hacer historia desde el presente, sino tan solo para el presente, como un esfuerzo por intentar comprender, por ejemplo, de qué modo el deseo, la cupiditas, se convirtió en la piedra de toque de la subjetividad contemporánea.13

Finalmente, la unidad básica de análisis, el tejido conjuntivo que permite la confluencia entre la experiencia y su conocimiento no es más que la vida, o si se prefiere, esos fragmentos significativos, esas acotaciones en el flujo temporal que más tarde utilizará la antropología procesual de Victor W. Turner para explicar la liminalidad del ritual de paso.14 Cuando hablamos de “experiencia” en el contexto particular de la historia de las emociones, nos referimos de manera más o menos imperceptible a una vieja palabra, das Erlebnis (experiencia vivida), que fue desarrollada por Dilthey a comienzos del siglo XX, en parte inspirada en el uso que le había dado Goethe.15 Aun cuando la palabra ya existía, Dilthey la convirtió en una palabra de moda y, más aún, en la piedra de toque a partir de la cual construir una epistemología de las ciencias humanas.16 Para este filósofo alemán (el tartamudo, como lo llamaba Ortega), la base del conocimiento no son las sensaciones, como pretendía el empirismo, ni tampoco los fenómenos que se daban en una experiencia (Erfahrung) desprovista de emociones y sentimientos, sino en esas unidades acabadas de significado, esos fragmentos acotados del flujo temporal que llamamos experiencias vividas o, de acuerdo con la traducción estándar en español, que puso en circulación el propio Ortega, “vivencias”.17

Cuando los historiadores reivindicamos la historia de la experiencia frente a la historia de las emociones, las experiencias a las que nos referimos son, por supuesto, estas experiencias dyltheanas. Ya sea la cólera de Aquiles, el amor de Romeo o la envidia de un colega, la experiencia culturalmente significativa no es algo que pueda darse sin más. Por el contrario, como explicaba Victor W. Turner, el más famoso de todos los antropólogos de la experiencia, la vivencia culturalmente significativa comienza siempre con un placer o con un dolor, tiene un principio y un fin (por más que, como en el caso de la envidia, ese fin pueda estar lejano).

La idea no es difícil de comprender en su generalidad. Dilthey, entiende que hay que distinguir entre el tiempo representado como una secuencia uniforme de momentos idénticos, que es como lo concibe la física o la filosofía kantiana, y el tiempo vivido. La crítica al historicismo se realiza justamente a partir de la puesta en valor de la experiencia subjetiva del tiempo, es decir, la manera en la que distintos momentos adquieren un significado vital singular. Este asunto, que está en la base de las grandes corrientes de pensamiento del siglo XX, como la fenomenología, el existencialismo o la hermenéutica, tiene una relevancia especial también para la historia de las emociones, puesto que las pasiones humanas no son algo que se tenga, sino un fragmento de la vida que se significa y que significa, es decir, que establece una forma diferente de comprender el tiempo y el paso del tiempo.

Cronología y tiempo histórico

Para aclarar esta idea, Koselleck distingue entre el tiempo que podríamos considerar cronológico (el tiempo natural mensurable de manera más o menos constante) y tiempo histórico o, mejor aún, los distintos tiempos históricos que se superponen los unos a los otros.18 Aun cuando la noción de “tiempo histórico” (por oposición a un tiempo natural) y la misma noción de historicidad (Geschichlichkeit) no se encuentran definidas de manera concluyente ni en Koselleck ni en autores posteriores, (como es el caso notable del historiador francés François Hartog),19 la idea de Koselleck es que el tiempo histórico está relacionado, como en Dilthey, con la conciencia reflexiva que establece diferencias entre la mera duración y la acotación temporal de la experiencia mediante acontecimientos singulares. La primera, la duración, es un concepto que se refiere a la repetición de eventos formalmente idénticos, como los ciclos de la luna o la sucesión de los días y las noches, mientras que la novedad, el acontecimiento disruptivo, marca puntos de inflexión en nuestra manera de conceptualizar (y experimentar) el tiempo histórico. Acontecimientos de este tipo, únicos por definición, son el saco de Roma, el nacimiento de Cristo o el atentado del 11 de septiembre, pero también el día que nacieron nuestros hijos o el que murieron nuestros padres, el primer día de colegio o aquella vez que alguien nos besó por primera vez.

Pues bien, la experiencia histórica del ser humano, y la ciencia que estudia esa experiencia, se coloca a medio camino entre la experiencia de la duración y la experiencia de la novedad. Como sabe cualquier niño castigado, el tiempo parece transcurrir más despacio cuando las horas están muertas. La monotonía ralentiza la percepción subjetiva del paso de las horas del mismo modo que la novedad parece acelerarlo. De ahí que Koselleck considere que su modelo conceptual le permite registrar aceleraciones y retrasos (en la experiencia del tiempo histórico). El retraso se produce, claro está, allí donde no hay novedad, donde las horas, los días o los lustros transcurren sin incidencias. Se produce aceleración, por el contrario, allí donde los acontecimientos se precipitan. Por más que los conceptos de aceleración y ralentización del tiempo parezcan complejos, en realidad no hacen más que remitir a algo con lo que todos tenemos experiencia. En ocasiones, ante la ausencia de novedades, el tiempo parece transcurrir mucho más despacio, mientras que cuando los acontecimientos se precipitan, el tiempo, como se dice en español, “vuela”.

De esta manera, el análisis de las formas históricas de la experiencia conduce a dos formas de estudio. Por un lado, debemos comprender qué es la novedad, qué es un acontecimiento singular y cómo se conceptualiza, se expresa, se experimenta y se relata. Por el otro, debemos ser capaces de estudiar estructuras de repetición, es decir, las circunstancias reiterativas que permiten la aparición de un hecho singular, pues solo a partir de la constatación monótona, reiterativa, de que el corazón late cabe asustarse ante la presencia de una extrasístole o de un infarto.

En relación con ambos problemas, la determinación de la novedad y el estudio de la reiteración, Koselleck considera que esos dos estudios deberían cuestionar o preguntar, de manera general, qué es específico o nuevo para todo el mundo, que es nuevo o específico para ciertas personas, y qué es nuevo para una sola persona.20 Enfrentado al mismo problema, la antropología de la experiencia habría respondido de manera similar, buscando los elementos comunes de las formas ritualizadas de experiencia. Cada lectura de tesis doctoral, por ejemplo, es única para quien la lee. La doctoranda sabe que tiene los tiempos y las palabras tasadas, sabe cuándo empieza y, en general, también cómo acabará el acto. Lo que quizá no sepa es que su experiencia, aun siendo única, está configurada de acuerdo con los parámetros propios de un ritual de elevación. A estas formas que permanecen en el contexto de las experiencias culturalmente significativas, Turner las denominó, “dramas sociales”, en la medida al menos en que quien participa en un ritual se somete voluntariamente (y obsérvese el oxímoron) e interpreta con sinceridad (lo mismo) las reglas que permiten que su experiencia sea significativa. Pero en realidad, mis ejemplos no son del todo adecuados. Pues Turner no dice simplemente que quien participa de un ritual module su experiencia de acuerdo con reglas pautadas, lo que dice, más bien, es que cualquier experiencia significativa, culturalmente significativa, se configura como un drama social, a través de conductas ritualizadas. Y esto no solo se aplica entonces a la lectura de una tesis doctoral, sino a cualquier otro acontecimiento que suponga una acotación de la línea cronológica del tiempo. Así, podríamos escribir una historia comparada de la ira, pongamos por caso, sin atender ni al significado de las palabras ni a sus ideas, sino a sus formas dramáticas, a sus cualidades performativas, por utilizar la jerga de Ervin Goffman.

Estructuras de repetición

Pero volvamos a Koselleck. Lo que nos interesa aquí de su filosofía es su estudio de las estructuras repetitivas de algunos acontecimientos; o, mejor dicho, no de los acontecimientos como tales (los acontecimientos no se repiten), sino de las condiciones que los hacen posibles. Curiosamente, y de manera un tanto inesperada pero muy apropiada para el tema que nos ocupa, a la hora de estudiar esas estructuras de repetición, Koselleck comienza por referirse a las historias de amor. Las historias de amor, nos dice, siempre son diferentes y, sin embargo, el amor o algo propio del amor (que Koselleck no llega a caracterizar) se repite de manera incesante, hasta el punto de que ni la humanidad ni su historia existiría sin ello.21 De ahí que los acontecimientos o eventos únicos, como el amor de una pareja pongamos por caso, “se encuentran predispuestos o están contenidos dentro de estructuras de repetición (self-repeating pre-givens) sin en ningún momento ser idénticos a estos”.22

En realidad, la idea de estos “pre-givens” no es tampoco propia de Koselleck ni se utiliza siempre de manera consciente. En su último libro, también sobre el amor, Barbara Rosenwein reconoce de manera implícita que las emociones y los sentimientos están modulados por algo parecido a estos pre-givens.23 Y no me refiero tan solo a las formas expresivas de estos sentimientos, sino a la misma experiencia. La cultura, lejos de ser un síntoma del cuerpo, es su condición, su pre-requisito, incluso en aquellos casos en los que se podría pensar que estamos hablando de sentimientos básicos. Para Rosenwein, el amor (como las otras emociones) está constituido, modelado, por diversas imágenes, por distintas formas de vida, por pre-givens, que esta autora denomina “fantasías”. Hay que aclarar que no se trata de sueños o idealizaciones, sino de formas culturales que permiten la aparición de emociones, sentimientos y expresiones. Aun cuando Rosenwein distingue cinco de estas fantasías (afinidad, trascendencia, obligación, obsesión e insaciabilidad), quizá podría haber añadido otras que, como la generosidad o el desprendimiento, hubieran arrojado una visión algo más positiva en torno al amor en occidente. Tal vez incluso podía haber caído en la cuenta de que la historia global de este sentimiento mantiene algunos rasgos comunes que no pueden explicarse en términos biológicos, adaptativos o funcionales. Uno de ellos, y no el menor, depende de la forma en que el amor ha aparecido como elemento transgresor a lo largo de la historia y en el conjunto del planeta. No hay historia de amor genuina en oriente o en occidente que no se establezca alrededor del amor prohibido entre desiguales. Puede ocurrir que estos desiguales, estos amantes, lo sean por profesión o por clase, por estamento o género o por fortuna, pero el mismo motivo se produce vez tras vez, desde las leyendas de Majnoun y Leïla, a Romeo y Julieta, o desde Abelardo y Eloisa, a las historias recogidas en el gran compendio de historia del amor conocido en China como el Shij. En todos los casos, el amor construye una historia que transgrede las fronteras de lo ilícito, que iguala lo desigual, lo disímil, lo diferente; que hace posible lo imposible; que abre un horizonte de expectativas que cuestiona la norma comunitaria.

Pero ese no es el tema que ahora me concierne. Lo que realmente me importa es que, de manera más o menos consciente, Rosenwein transforma el estudio de las emociones en el estudio de sus estructuras de repetición, en sus formas de vida o, como yo las llamé, en la Historia del dolor, en sus tópicos. La afinidad, la trascendencia, la obligación, la obsesión o la insaciabilidad son al amor lo mismo que la imitación, la simpatía, la adecuación o la reiteración eran a la historia del dolor: formas culturales que permitían acotar el flujo del tiempo hasta el extremo de transformar una experiencia singular en un relato, verbalizado o no, que pudiera ser recordado.

Esta confluencia de intereses entre autores tan variados no es difícil de entender. Muchos fueron los programas de investigación que, a lo largo del siglo XX, y en muy distintas disciplinas, encontraron respuestas similares al mismo problema. En el Nacimiento de la Clínica, de 1963, también Foucault defendía la necesidad no solo de una historia de la experiencia, de la experiencia clínica en este caso, sino de una historia crítica, en el sentido kantiano: “La búsqueda aquí emprendida implica por lo tanto el proyecto deliberado de ser crítica, en la medida en la que se trata […] de determinar las condiciones de posibilidad de la experiencia médica […]”.24 Lo que en ese libro denominaba Foucault “formas de espacialización”, las mismas que permitían la identificación de la enfermedad, no eran más que condiciones de posibilidad de un cierto tipo de experiencia al mismo tiempo sensorial, emocional y cognitiva. Pues aun cuando el libro decía tratar de la mirada, en realidad, no apelaba tan solo a las cualidades sensoriales, sino al conjunto de la experiencia clínica: “La medicina como ciencia clínica apareció bajo condiciones que definen, con su posibilidad histórica, el dominio de su experiencia y la estructura de su racionalidad. Estas [condiciones] forman su a priori concreto que es ahora posible sacar a la luz, quizá porque está por nacer una nueva experiencia de la enfermedad […]”.25

En realidad, para cuando Foucault escribe su historia de la clínica, la idea de que la experiencia era un producto de la acción colectiva ya estaba en todas partes, especialmente a partir de la obra pionera y fundamental también para la historia de las emociones de Émile Durkheim. Sus Formas elementales de la vida religiosa, una obra publicada en 1912, contiene en su título dos palabras muy importantes para el tema que nos ocupa: la palabra “forma” y la palabra “vida”. Obviamente, en lugar de “forma” podría haber dicho “estructura” y en lugar de “vida” podría haber dicho “experiencia”, como había hecho por ejemplo William James en sus Variedades de la experiencia religiosa de 1902.

Es una lástima que la obra de Durkheim no aparezca más veces citada en la moderna historia de las emociones, pues es allí mismo, en ese libro de 1912 en donde queda claro hasta qué punto lo que Durkheim denomina “representación colectiva” delimita y configura la experiencia privada, actuando como una condición que opera a la manera de un encantamiento, es decir: como una fantasía en el sentido de Rosenwein. “Hay un sentido en el que nuestra representación del mundo exterior no es más que una fábrica de alucinaciones” escribía Durkheim.26 La experiencia religiosa, nos dice, no es más que el sentimiento que la colectividad inspira en sus miembros, un sentimiento que queda fijado y objetivado a través de símbolos.

Tan solo 7 años más tarde, en 1919, Johan Huizinga publicaba un libro que, este sí, aparece citado con frecuencia en los estudios recientes de historia de las emociones. Lo interesante del libro, sin embargo, no está en lo que podríamos llamar, siguiendo a William M. Reddy, los “estilos emocionales” de la baja edad media, sino en el subtítulo del libro, en lo que el propio Huizinga denomina, siguiendo a Durkheim y a Dilthey, las “formas de vida y del espíritu”. Apoyado en una enorme variedad de fuentes y una prosa magistral, el propósito de este erudito holandés fue mostrar de qué modo los sentimientos medievales podían encajarse en formas fijas, estilizadas y artísticas, que supusieran al mismo tiempo la manifestación de un anhelo y la materialización de una vivencia.27 Para Huizinga, como más tarde para Michael Baxandall o para John Dewey, el arte no era más que la objetivación incompleta de una experiencia emocional ligada, en el caso de la Francia de finales de la Edad Media, al deseo de exornación: “Era necesario hacer entrar las emociones en un sólido marco de formas contrastadas. De este modo se dotaba a la vida de un orden”,28 escribía.

Todavía más próximo a nuestro tema, y a nuestro debate, fue su Homo Ludens, de 1938, un libro sobre la experiencia del juego que, de nuevo bajo la inspiración nietzscheana, buscaba las razones suprabiológicas -es decir, culturales- que pudieran explicar la circunstancia de que los seres humanos se divierten en todos lados, que en todas partes juegan, pero siempre de manera muy diferente a como lo hacen los animales. Como buen filólogo, Huizinga sabía de las dificultades de traducir a cualquier lengua europea la palabra sánscrita “lila”. Al mismo tiempo, al contrario que Thomas Dixon, no estaba dispuesto a renunciar al estudio de la fundamentación cultural de la experiencia en función de las variaciones semánticas de algunos términos. Su tarea consistió más bien en estudiar las formas de vida lúdica que hacen posible la experiencia transcultural del juego.29

En todos los casos señalados, en el de Koselleck, pero también en los de Foucault o Huizinga, el problema remite a la necesidad de postular un conjunto de a prioris, un conjunto de categorías determinantes, en el sentido kantiano, de tópicos, en el sentido aristotélico, que sean condiciones de posibilidad de la historia, de la historia del amor o de la ira, del juego o de la clínica. Y aquí hay que hacer dos matizaciones antes de indagar en las estructuras de repetición.

La primera es que estas precondiciones de la experiencia tienen poco o nada que ver con el carácter cíclico de la historia defendido por algunas doctrinas, incluyendo aquí la idea marxiana de que la historia se repite. Las estructuras de repetición son condiciones de acontecimientos individuales. Y lo que se repite es la condición, no el acontecimiento, en el mismo sentido, y para seguir con el ejemplo de Huizinga, de que cada partido de tenis es único, pero las reglas son las mismas para todos. Lo difícil es intentar comprender por qué los juegos están sometidos a un conjunto de restricciones que, de manera invariable, a lo largo y ancho del planeta, en todos los tiempos, han hecho posible que la experiencia lúdica de los seres humanos esté mucho más relacionada con el ritual que con el aprendizaje.

En segundo lugar, la estructura de repetición, como las propias categorías, es la condición, pero no la causa del acontecimiento. Dicho en términos lógicos, la estructura de repetición es la condición suficiente pero no necesaria de la singularidad de un evento. Esto es importante entenderlo, puesto que genera no pocos malentendidos. Así, por ejemplo, cuando escribí la historia del dolor, defendí que la experiencia del daño se había dado, históricamente, bajo un conjunto de categorías, de formas de vida, de condiciones de posibilidad, a las que denominé entonces, según he comentado y siguiendo la lógica aristotélica, “tópicos”. Una de estas condiciones establecía que no había dolor humano sin testigos, es decir, que los testigos eran una condición necesaria del dolor culturalmente significativo, del drama del dolor en el sentido de la antropología de la experiencia. Pero mi libro no defendió nunca, ni podría hacerlo, que la mera presencia del testigo sirviera, erróneamente, para afirmar la presencia del daño. Como en la práctica judicial, el testigo de cargo es un elemento fundamental en el establecimiento de la prueba, pero eso no quiere decir que, por sí solo, sean una garantía irrefutable de la existencia del daño. La persona concernida no solo puede mentir; también puede autoengañarse. Dicho de manera más sencilla: el solo testimonio no garantiza, de ninguna manera, la presencia de dolor. Y, sin embargo, la confusión constante entre las condiciones necesarias y suficientes se ha convertido en ley bajo la égida de una lucha política promovida, la mayor parte de las veces, por aquellos a quienes, literalmente, no les duele nada. Para proporcionar otros dos ejemplos: puede muy bien ocurrir que a lo largo de la historia el amor se haya dado en la forma cultural de la obsesión, como dice Rosenwein, pero esto no quiere decir que todas las personas obsesionadas estén enamoradas, o que todos aquellos a los que nos late el corazón vayamos a morir de infarto.

Historia y hermenéutica

Hay que volver, por tercera y última vez, a Koselleck. En particular, quiero centrarme en dos problemas propios de epistemología histórica de la experiencia y, en general, de cualquier planteamiento, ya sea arqueológico o genealógico, preocupado por las estructuras de repetición, por los dramas sociales, por los tópicos o por las formas de vida de la experiencia, es decir, por todas distintas aproximaciones metodológicas que, cualquiera que sea su inspiración o su desarrollo, nos permite solventar el localismo etnográfico, estableciendo nexos históricos y conexiones transculturales.

En “Hermeneutik und Historik” de 1987, un texto escrito y leído con ocasión de un homenaje a Gadamer, Koselleck examinó el problema de la Historik desde el punto de vista hermenéutico, ligándolo a la tradición de las ciencias comprehensivas. El texto comenzaba con una frase de regusto nietzscheano: “Para poder vivir, el ser humano, orientado hacia la comprensión, no puede menos que transformar la experiencia de la historia en algo con sentido (in Sinn) o, por decirlo así, asimilarla hermenéuticamente”.30 Este fragmento no solo nos pone en relación con los famosos textos nietzscheanos de la utilidad de la historia para la vida, sino que plantea una clara distinción entre la mera experiencia, lo que aquí Koselleck denomina “la experiencia de la historia”, y que no es más que la conciencia del transcurrir del tiempo, y algo con sentido, es decir, una experiencia significativa. Dicho de otra manera, vivimos, sí, para poder vivir humanamente, no solo queremos ser conscientes del paso del tiempo, sino que también queremos que pasen cosas, que nos ocurran cosas, historias, que den sentido a nuestra existencia. Es esta distinción entre la mera experiencia de la historia (del tiempo) y la experiencia significativa la que determina que la propuesta de Koselleck se inscriba, a su juicio, dentro de la tradición hermenéutica.

Es obvio que el historiador, el profesional que quiere proporcionar un relato sobre lo pasado, encontrará y seleccionará valor hermenéutico en los textos, en las palabras y en el hablar de otros, pero la tarea de Koselleck no es la del mero historiador, sino la de un metahistoriador, aquel que estudia las condiciones que hacen posible los relatos. La Historik, dice Koselleck “[…] no estudia los hallazgos determinables empíricamente de historias pasadas, sino que se pregunta cuáles son las condiciones de posibilidad de una historia […]”.31 Más adelante lo repite: la Historik “inquiere [en] aquellas pretensiones, fundadas teóricamente, que deben hacer inteligible el por qué acontecen historias, cómo pueden cumplimentarse y, asimismo, cómo y por qué se las debe estudiar, representar o narrar”.32 Y añade “La Historik apunta, por consiguiente, a la bilateralidad propia de toda historia, entendiendo por tal tanto los nexos entre acontecimientos (Ereigniszusammenhänge) como su representación”.33 Dicho de otro modo, la Historik estudia las condiciones de posibilidad de tanto la experiencia como de su relato, así como los nexos que permiten su unidad.

Con relación a este planteamiento, cabe hacerse dos preguntas importantes. La primera cuestiona si el estudio de esas condiciones de posibilidad solo abarca fuentes textuales. La segunda pregunta, a la que volveremos al final del texto, es si esas condiciones están, ellas mismas, sometidas a fluctuación histórica. En Historia y hermenéutica, Koselleck está especialmente interesado en el primero de estos dos problemas, tanto más cuando que la hermenéutica de Gadamer y, por extensión, el denominado giro lingüístico de los años setenta, convirtió toda experiencia en un texto o, en términos foucaultianos, en un discurso. Desde el punto de vista de Koselleck, que comparto, la Historik no es un caso particular de la hermenéutica, precisamente, porque los presupuestos de la historia, las condiciones de posibilidad de la experiencia, no se apoyan siempre en el lenguaje.

Para indagar en las condiciones no lingüísticas de la experiencia (y su relato), Koselleck parte de la metafísica heideggeriana de los años 20, para quien el horizonte de sentido de toda experiencia, de toda maduración del dasein, de la existencia, debía aparecer en la anticipación de la muerte, en el Vorlauf zum Tode. Como quien sabe que va a morir en pocos días y comienza a ordenar sus objetos y sus cosas, a despedirse de amigos y familiares, a repasar sus recuerdos, la experiencia de la propia finitud, el precursar de la muerte, está en la raíz de la fabricación de sentido, de la creación de historias. Podríamos haber vivido de cualquier manera, haber sido arrojados a la temporalidad sin reparar en ello, sin un momento de reflexión o anticipación, bien porque todo nos fuera monótono o bien porque todo fuera cambiante, pero enfrentados a la finitud, queremos construir nuestro relato, dejar el pasado ordenado para el futuro. En ese sentido, la anticipación de la muerte condiciona, de manera general, la dotación de sentido, la transformación de nuestra experiencia en una historia.

Koselleck, sin embargo, considera que la metafísica heideggeriana no atiende a la característica común de la experiencia, a la necesidad de plantear un sentido comunitario. De ahí que, tanto en este texto, como en algunos otros, se plantee completar la oposición básica heideggeriana entre la presciencia de la muerte y el estar arrojado al mundo -que no son sino la versión metafísica de su espacio de experiencia y horizonte de expectativa- con otras tantas categorías de opuestos que, a su juicio, permiten construir historias, experiencias o unidades de sentido comunitarias.

Aun cuando los ejemplos de Koselleck hacen casi siempre referencia a la historia social, muchas de estas categorías tienen una lectura clara en la historia del cuerpo y, por extensión, en la historia de la medicina, de las emociones y de los sentidos. Aquí los ejemplos serían innumerables y, a decir verdad, todavía de mayor interés que aquellos provenientes de la historia política, puesto que la diferencia entre lo interior y lo exterior, entre lo privado y lo público, entre lo conocido y lo secreto, entre lo de arriba y lo abajo -que no son sino algunas de estas categorías- atraviesa la historia entera del cuerpo. Los historiadores de la medicina y la antropología cultural han indicado con frecuencia el carácter político de las experiencias del cuerpo, desde la sexualidad a la violencia, o desde la ira a la vergüenza. Pero esto no se debe a que la política invada la esfera de lo privado o a que lo privado sea también político, como se dice ahora. Lo que ocurre, más bien, es que tanto la historia política como la historia del cuerpo son imposibles sin la distinción entre lo interior y lo exterior, lo alto y lo bajo, el antes y el después, el arriba y el abajo, entre el poder morir y el poder matar.34

Conclusiones

Quiero concluir con algunas indicaciones sobre el problema que planteé al principio de este texto. Mi intención no era tanto sugerir cómo un culturalismo excesivo conduce a una nueva versión del viejo historicismo (que es, a mi modo de ver, el antecedente intelectual de la crítica que hace Dixon a la obra de Barbara Rosenwein), sino proporcionar herramientas para resolver la disputa, sin la necesidad de tener que apelar a los metaconceptos, como hace Jan Plamper (otro famoso historiador de las emociones) a una historia desde el presente (como hace Dixon) o a una discusión centrada en un nominalismo dinámico que rastreará el significado y las traducciones de distintos términos a lo largo de los siglos (como también sugiere Dixon y, como de hecho, había hecho la propia Rosenwein en Generations of Feelings).

Mi propósito ha sido, más bien, sugerir una epistemología histórica de la experiencia, una Historik en términos de Koselleck, una historia crítica en términos de Foucault, como estrategia para reivindicar una historia de las emociones, de las pasiones y, en última instancia, de las experiencias subjetivas, que sea, al mismo tiempo, de larga duración o comparada, pero que pueda escapar de los peligros del anacronismo o del biologicismo. En los tres casos -como epistemología histórica, como Historik o como historia crítica-, estas formas de hacer historia pasan por una modificación del objeto de estudio que ya no es la experiencia sin más, sino sus condiciones de posibilidad.

En el caso de la ira, que fue el motivo de disputa, la cuestión no es si la palabra griega menin con la que se abre La Ilíada y la palabra inglesa anger comparten referente, sino qué posibilitó la experiencia singular, como el sentimiento de menosprecio que Aquiles, por ejemplo, sufrió a manos de Agamenón, en un relato. Es decir, cuáles son las formas históricamente contingentes que permitieron la acotación del discurrir del tiempo y su transformación en una historia. Tendríamos que ver si esas formas de vida, por usar la expresión de Dilthey, si estos dramas sociales, por citar a Turner, si ese pathos formal, por servirnos de la expresión de Aby Warburg, si estos hábitos dóxicos o prácticas prereflexivas, por utilizar la jerga de Pierre Bourdieu, se repiten en otros contextos y en otros tiempos.

Deberíamos, además, no solo considerar las formas históricamente contingentes sobre las que se construye el menosprecio o las fantasías igualmente contingentes sobre las que se manifiesta el deseo de venganza. Esto solo serviría para configurar un relato de palabras, olvidando las razones timóticas, viscerales, con las que el propio cuerpo expresa y experimenta sus diacronías, su sentimiento de novedad. Lo queramos o no, como historiadores de las emociones, tendremos que meter más aún la mano en el cubo de los desechos de la historia. Y allí encontraremos el enrojecimiento facial, la expresión contenida, la vena inflamada, los puños apretados o la sudoración fría, dependiendo de las circunstancias. También encontraremos, en los más profundo del cubo, algunas de estas condiciones de toda historicidad, las estructuras de repetición de las que habla Koselleck en sus libros: las formas más elementales de experiencia, la condición básica de todo relato.35

Una vez que hayamos recogido todos esos restos del fondo del cubo de la historia, tendremos que hacernos la gran pregunta, la que señalábamos en el epígrafe anterior como el segundo de los grandes problemas de la epistemología histórica de la experiencia y a la que hoy dejaremos sin respuesta: ¿tenemos nuevas experiencias o somos nuevos seres humanos teniendo las experiencias de siempre? Dicho de otra manera, ¿tenemos una forma de sentir cólera o somos seres humanos distintos sintiendo la cólera de siempre o el amor de siempre o la pasión de siempre?

Bibliografía

Chang, Hasok. Is Water H2? Evidence, Realism and Pluralism. Boston: Springer, 2012. [ Links ]

Dager Alva, Joseph. “La ‘Historik’ de J.G. Droysen: un puente entre la investigación empírica y la fundamentación teórica del conocimiento histórico”. Memoria y Civilización 7, no. 1 (2004): 197242. https://doi.org/10.15581/001.7.33758. [ Links ]

Davidson, Donald. Inquiries into Truth and Interpretation. Oxford: Clarendon Press, 1984. [ Links ]

Dilthey, Wilhelm. Das Erlebnis und die Dichtung. Lessing, Goethe, Novalis, Hörderlin. Leipzig: Druck und Verlag von B.G. Teubner, 1907. [ Links ]

Dilthey, Wilhelm. Selected Works, Volume III: The Formation of the Historical World in the Human Sciences. Princeton/Oxford: Princeton University Press, 2010. [ Links ]

Dixon, Thomas. “What is the History of Anger a History of?”. Emotions: History, Culture, Society 4, no. 1 (2020): 1-34. https://doi.org/10.1163/2208522X-02010074 [ Links ]

Droysen, Johann Gustav. Grundiss der Historik. Leipzig: Verlag von Veit & Comp., 1868. [ Links ]

Droysen, Johann Gustav. Outlines of the Principles of History. Traducido por E. Benjamin Andrew. Boston: Ginn and Company, 1893. [ Links ]

Durkheim, Émile. The Elementary Forms of Religion Life. New York: Free Press, 1995. [ Links ]

Foucault, Michel. El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica. Traducido por Francisca Perujo. México: Siglo XXI, 2009. [ Links ]

Foucault, Michel. Historia de la sexualidad 2. El uso de los placeres. Traducido por Martí Soler. México: Siglo XXI, 2009. [ Links ]

Gadamer, Hans-Georg. Truth and Method. Traducido por Joel Weinsheimer y Donald G. Marshall. Nueva York: Continuum, 1994. [ Links ]

Hartog, François. Cronos. Cómo Occidente ha pensado el tiempo, desde el primer cristianismo hasta hoy. Traducido por Norma Durán. México: Siglo XXI, 2022. [ Links ]

Hartog, François. Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencias del tiempo. Traducido por Norma Durán. México: Universidad Iberoamericana, 2007. [ Links ]

Huizinga, Johan. El otoño de la Edad Media. Estudios sobre la forma de la vida y del espíritu durante los siglos XIV y XV en Francia y en los Países Bajos. Traducido por José Gaos. Madrid: Alianza Editorial, 1994. [ Links ]

Huizinga, Johan. Homo Ludens. A Study of the Play Elements in Culture. London: Paladin, 1970. [ Links ]

Koselleck, Reinhart y Hans-Georg Gadamer. Historia y hermenéutica. Introducción y traducción por José Luis Villacañas y Faustino Oncina. Barcelona: Paidós I.C.E./U.A.B., 1997. [ Links ]

Koselleck, Reinhart. “Erfahrungswandel und Methodenwechsel. Eine historisch-anthropologische Skizze”. En Historische Methode, editado por Christian Meier y Jörn Rüsen, 13-61. Munchen: Deutscher Taschenbuch Verlag, 1988. [ Links ]

Koselleck, Reinhart. “Structures of Repetition in Language and History”. En Sediments of Time. On Possible Histories, editado y traducido por Sean Franzel y Stefan-Ludwig Hoffman, 158-174. Stanford: Stanford University Press, 2018. [ Links ]

Koselleck, Reinhart. “Estructuras de repetición en el lenguaje y en la historia”. Traducido por Antonio Gómez Ramos. Revista de Estudios políticos, núm. 134, (2006): 17-34. [ Links ]

Koselleck, Reinhart . The Practice of Conceptual History. Timing History, Spacing Concepts. Traducido por Todd Samuel Presner et al. Stanford: Stanford University Press, 2002. [ Links ]

Moscoso, Javier. Historia del Columpio. Madrid: Taurus, 2021. [ Links ]

Olsen, Niklas. History in the Plural. An Introduction to the Work of Reinhart Koselleck. New York/Oxford: Berghahn Books, 2014. [ Links ]

Ortega y Gasset, José. Kant, Hegel, Dilthey. Madrid: Revista de Occidente, 1973. [ Links ]

Pernau, Margrit e Imke Rajamani. “Emotional Translations: Conceptual History beyond Language”, History and Theory 55, no. 1 (2016): 4665. [ Links ]

Rosenwein, Barbara H. Anger. The Conflicted History of an Emotion. New Haven/London: Yale University Press, 2020. [ Links ]

Rosenwein, Barbara H. Generations of feeling. A History of Emotions, 6001700. Cambridge: Cambridge University Press, 2015. [ Links ]

Rosenwein, Barbara H. Love in Five Fantasies. Cambridge: Polity, 2022. [ Links ]

Rosenwein, Barbara. “Anger Past and Present”. Emotions: History, Culture, Society 4, No. 1 (2020): 3538. https://doi.org/10.1163/2208522X-02010075. [ Links ]

Turner, Victor. From Ritual to Theatre. The Human Seriousness of Play. New York: PAJ Publications, 1989. [ Links ]

1 El libro que dio pie a la disputa fue: Barbara H. Rosenwein, Anger. The Conflicted History of an Emotion (New Haven/London: Yale University Press, 2020). La referencia de Dixon es Thomas Dixon, “What is the History of Anger a History of?”, Emotions: History, Culture, Society 4, no. I (2020): 1-34, https://doi.org/10.1163/2208522X-02010074; la respuesta de Rosenwein se publicó en el mismo número: Barbara Rosenwein, “Anger Past and Present”, Emotions: History, Culture, Society 4, no. I (2020): 35-38, https://doi.org/10.1163/2208522X-02010075.

2“[…] radical discontinuity of experiences, ideas and expressions across time and cultures”. Dixon, “What is the history of Anger?”, 2.

3“When it comes to ‘anger’, there is no ‘it’. There is no discrete thing, entity or process in the world, past or present, to which the English word ‘anger’ invariably refers”.Dixon, “What is the history of Anger?”, 3.

4“[…] looks at the range of loosely connected phenomena that modern users of the [English] term ‘anger’ variously believe it refers to […]”. Dixon, “What is the history of Anger?”, 11.

5“[…] it traces back, from the present the ancestry of these components”. Dixon, “What is the history of Anger?”, 12.

6 Donald Davidson, Inquiries into Truth and Interpretation (Oxford: Clarendon Press, 1984).

7 Hasok Chang, Is Water H 2 O? Evidence, Realism and Pluralism (Boston: Springer, 2012).

8 Barbara H. Rosenwein, Generation of feeling. A History of Emotions, 600-1700. (Cambridge: Cambridge University Press, 2015).

9 Michel Foucault, Historia de la sexualidad. 2. El uso de los placeres, trad. Martí Soler. (México: Siglo XXI, 2009), 9.

10 Margrit Pernau e Imke Rajamani, “Emotional Translations: Conceptual History beyond Language”, History and Theory 55, no. 1 (2016): 46-65.

11 Johann Gustav Droysen, Grundiss der Historik (Leipzig: Verlag von Veit & Comp., 1868). La version en inglés es Johann Gustav Droysen, Outlines of the Principles of History, trad. E. Benjamin Andrew (Boston: Ginn and Company, 1893). Sobre este tema véase Joseph Dager Alva, “La ‘Historik’ de J.G. Droysen: un puente entre la investigación empírica y la fundamentación teórica del conocimiento histórico”, Memoria y Civilización 7, no. 1 (2004): 197-242, https://doi.org/10.15581/001.7.33758.

12“Every point in the present is one which has come to be. That which it was and the manner whereby it came to be, — these have passed away. Still, ideally, its past character is yet present in it. Only ideally, however, as faded traces and suppressed gleams”. Droysen, Outlines of the Principles of History, 11.

13 Foucault, Historia de la sexualidad 2, 9.

14 Victor Turner, From Ritual to Theatre. The Human Seriousness of Play (New York: PAJ Publications, 1989).

15 Wilhelm Dilthey, Das Erlebnis und die Dichtung. Lessing, Goethe, Novalis, Hörderlin (Leipzig: Druck und Verlag von B.G. Teubner, 1907).

16 Hans-Georg Gadamer, Truth and Method, trad. Joel Weinsheimer y Donald G. Marshall (Nueva York: Continuum, 1994).

17“That which forms a unity of presence in the flow of time because it has a unitary meaning is the smallest unit definable as a life experience”. Wilhem Dilthey, Selected Works, Volume III: The Formation of the Historical World in the Human Sciences (Princeton/Oxford: Princeton University Press, 2010), 216. Sobre el cariñoso apodo que Ortega le puso a Dilthey, véase José Ortega y Gasset, Kant, Hegel, Dilthey (Madrid: Revista de Occidente, 1973), 177.

18 Reinhart Koselleck, “Structures of Repetition in Language and History”, en Sediments of Time. On Possible Histories, trad. y ed. Sean Franzel y Stefan-Ludwig Hoffman (Stanford: Stanford University Press, 2018), 158-174. Sobre Koselleck véase Niklas Olsen, History in the Plural. An Introduction to the Work of Reinhart Koselleck (New York/Oxford: Berghahn Books, 2014).

19 François Hartog, Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencias del tiempo, trad. Norma Durán (México: Universidad Iberoamericana, 2007). François Hartog, Cronos. Cómo Occidente ha pensado el tiempo, desde el primer cristianismo hasta hoy. trad. Norma Durán (México: Siglo XXI, 2022).

20 Reinhart Koselleck, “Erfahrungswandel und Methodenwechsel. Eine historisch-anthropologische Skizze”, en Historische Methode, ed. Christian Meier y Jörn Rüsen (Munchen: Deutscher Taschenbuch Verlag, 1988), 13-61. Versión en inglés: Reinhart Koselleck, The Practice of Conceptual History. Timing History, Spacing Concepts, trad. Todd Samuel Presner et al. (Stanford: Stanford University Press, 2002).

21 Koselleck, “Structures of Repetition in Language and History”, 158. De este breve, pero interesante artículo, hay traducción al castellano de Antonio Gómez Ramos: Reinhart Koselleck, “Estructuras de repetición en el lenguaje y en la historia”, Revista de Estudios políticos, no. 134 (2006): 17-34.

22 Koselleck, “Structures of Repetition in Language and History”, 159.

23 Barbara H. Rosenwein, Love in Five Fantasies (Cambridge: Polity, 2022).

24 Michel Foucault, El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica, trad. Francisca Perujo. (México: Siglo XXI, 2009), 15.

25 Foucault, El nacimiento de la clínica, 9.

26 Émile Durkheim, The Elementary Forms of Religion Life (New York: Free Press, 1995), 229.

27 Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media. Estudios sobre la forma de la vida y del espíritu durante los siglos XIV y XV en Francia y en los Países Bajos, trad. José Gaos (Madrid: Alianza Editorial, 1994), 155.

28 Huizinga, El otoño de la Edad Media, 72.

29 Johan Huizinga, Homo Ludens. A Study of the Play Elements in Culture (London: Paladin, 1970).

30 Reinhart Koselleck y Hans-Georg Gadamer, Historia y hermenéutica, intr. José Luis Villacañas y Faustino Oncina (Barcelona: Paidós I.C.E./U.A.B., 1997), 69.

31 Koselleck y Gadamer, Historia y hermenéutica, 69.

32 Koselleck y Gadamer, Historia y hermenéutica, 70.

33 Koselleck y Gadamer, Historia y hermenéutica, 70.

34Aquí quizás deberíamos hacer una digresión y subrayar hasta qué punto estas ideas son similares a la sociología del cuerpo de Pierre Bordieu. Después de todo, el habitus (y qué otra cosa es una emoción sino un habitus súper aprendido) es, dice Bordieu, “un sistema de disposiciones transportables y duraderas que, incorporando experiencias pasadas, funciona como matriz de percepciones, apreciaciones y acciones”. Lejos de ser una aceptación consciente de reglas, el habitus es una forma de “improvisación regulada”, que incorpora (doxa) o prácticas pre-reflexivas que terminan siendo estructuradas. Es solo porque el automatismo corporal se considera “natural” a través del habitus que el cuerpo puede ser pensado como el lugar apropiado para la imposición de valores morales. O dicho de otro modo, la historia se convierte en naturaleza (en la dominación femenina, por ejemplo, a través de la transformación del valor simbólico, precognitivo entre arriba y abajo en el comportamiento sexual).

35Sobre este asunto y, más en particular, sobre la historicidad del arriba y el abajo, véase mi Historia del Columpio (Madrid: Taurus, 2021).

Recibido: 06 de Marzo de 2023; Aprobado: 05 de Septiembre de 2023

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons