Introducción
Las crónicas de la conquista de América han sido revaloradas como fuentes históricas en las últimas décadas. El análisis de su lógica interna y la mejor comprensión de su marco contextual han contribuido de manera significativa a ello. Los acercamientos desde el discurso han permitido reconocer a estas obras como organizaciones retóricas, y como tales, no portadoras de conocimientos objetivos, sino simbólicos. El presente documento parte de esta interpretación e identifica en la comunión memoria-experiencia occidental la clave de las descripciones sobre el natural mesoamericano.
Se sostiene que el cuerpo es el eje de la narración sobre el otro en dos ejes: uno relacionado con los frailes como testigos que no pudieron comunicar su experiencia alejada del canon producido por el marco cultural al que pertenecían, donde los sentidos y las emociones fueron incorporadas a la narración para cumplir las expectativas de los receptores, y otro en el que el indígena es descrito, para su incorporación en la historia salvífica, como un sujeto constituido históricamente como cercano a la cosmovisión cristiana, incluso en pasajes donde los documentos son construidos con la participación de informantes indígenas.
De esta manera, no se comparte el supuesto de la construcción de una etnografía desarrollada muy temprano por los religiosos, sino de una narración interesada en fundar una cristiandad indígena para la cual es necesario inventar, al menos, una parte del pasado precristiano en su intento de acercar con mayor profundidad a los nuevos catecúmenos a la fe en Cristo. Este supuesto requerirá atender los siguientes cuestionamientos: ¿cómo se comunican memoria y experiencia en el momento histórico de la escritura de las crónicas? y ¿de qué manera la relación entre memoria y experiencia participó en la narración franciscana sobre el indígena?
Para atenderlas, el artículo se ha organizado en cuatro apartados. En el primero se desarrolla la comprensión de las crónicas como narraciones descriptivas de corte simbólico; en el segundo se profundiza en cómo la memoria participó en el acercamiento con la otredad; después se trabaja el concepto de experiencia y se adelanta cómo se relaciona con la memoria en crónicas; y, por último, se pone atención en cómo la teoría del cuerpo se presentó en los frailes, y cómo construyeron tópicos relacionaos con él para dar cuenta de los indígenas en sus comunicaciones.
I. Crónicas de la conquista: narraciones descriptivas simbólicas
Las crónicas de la conquista de América presentan un carácter narrativo indudable: cuentan cosas. Esto en primera instancia, pues lo que realmente comunican son significados. El acontecimiento (real o ficticio) se fija en el discurso, y el lector/oyente lo percibe en condiciones histórico-espaciales de inscripción. A esta dialéctica fundamental del discurso (evento-significado) posibilitadora de la escritura, es necesario sumar la correspondiente a sentido-referencia porque gracias a ella se presenta el contenido siempre estructurado y la proyección del mundo en el que está situado el qué del discurso.1
Cada integrante de la última pareja propone acercamientos distintos: la primera está relacionada con la explicación y está vinculada con la semiótica, mientras que la segunda caminaría hacia la interpretación y, por tanto, a un ejercicio hermenéutico. Es importante mencionar esto porque más que seguir una u otra vía, aquí se tomarían ambas posiciones entrelazadas para analizar crónicas franciscanas del siglo XVI.
Al respecto, lo primero que habría que decir es que no se concibe sólo al texto como el único concepto operatorio ni se acepta que esté aislado de su contexto. De la semiótica, básicamente la propuesta por la corriente greimasiana,2 se recuperará la noción de enunciador (el cronista) que produce (o está interesado en hacerlo) un efecto de sentido de Verdad. Por su parte, la hermenéutica permitiría reconstruir algunas de las condiciones de producción presentes en la redacción de los textos a analizar, como las relaciones de los sentidos en la descripción de los naturales mesoamericanos y algunas emociones; el cuerpo del cronista será uno de los dos puntos fundamentales de este ejercicio, siendo el otro la construcción del cuerpo del “vencido”.
Pero ¿cómo se puede observar el mundo proyectado al que pertenecen las crónicas? Daremos una respuesta sencilla: existen en ellas referencias liberadas que permiten reconstituirlo o acercarse a él. Tomaremos para ello algunas precauciones. Lo primero será partir de que son comunicaciones retóricas y como tales su objetivo no fue decir la verdad en el sentido moderno que la relaciona con la objetividad, sino que pertenecen a una red construida por los frailes con intenciones simbólicas. El evento siempre descrito desde las experiencias de los individuos que cuentan es trascendente por el significado otorgado desde la cultura a la que pertenecen y para la cual escriben, una donde memoria y experiencia son fundamentales para la construcción de textos con “sentido de verdad”.
Al respecto vale la pena recordar que la retórica se centró en el código persuasión/no persuasión basado en la concepción moralizante correcto/incorrecto para juzgar los modales y las conductas apropiadas en sociedades estratificadas, como la medieval y la colonial; de ahí que la realidad en las crónicas de la conquista es moral y no cognitivo-objetiva. Por supuesto que los discursos retóricos producen conocimiento, pero éste es moralizante y ejemplar, por lo que las crónicas no ofrecen conocimiento singular de los acontecimientos históricos. Edmundo O’Gorman insistía permanentemente en no buscar información en los relatos de la conquista de México del siglo XVI, sino tratar de someterla a crítica en función del contexto que la genera, para acercarse a lo que dichos relatos significaron en su época.3 Hace poco, Perla Chinchilla4 ha llamado a las producciones como las que se trabajan aquí “formas discursivas literarias”, lo que permite dejar de observar la producción escriturística de la época novohispana bajo una misma, única e invariable forma, y reconoce una participación importante de la oralidad en los discursos.
Además, no puede perderse de vista que existe una fuerte relación entre oralidad y escritura. Las crónicas son textos que intentan ofrecer la posibilidad de estar ahí y escuchar los relatos de los protagonistas. Sería tarea del interesado conocer las intencionalidades de ese mundo ausente para el lector contemporáneo. De momento, adelantemos que será mediante la descripción mediada por tiempos verbales y la designación de lugares apoyada por adverbios, entre otros recursos lingüísticos, los que posibiliten el mencionado efecto de veracidad basado en gran medida por haber estado ahí, en el momento de los hechos. Ser testigo será considerado fundamental en los relatos con aspiración de “verdad”.5
Y éste es un interés explícito por parte de los autores de crónicas de conquista, como lo refleja el título del libro atribuido a Bernal Díaz del Castillo: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Si bien esto podría ser considerado un caso excepcional en lo que corresponde a la rápida identificación de adjudicarse el supuesto de verdad, es frecuente que dentro de las obras existan polémicas basadas en decir que tal o cual autor miente o está equivocado. Sobre esto pueden observarse las querellas entre el mismo Bernal con quienes no han pisado tierra americana y hablan sobre ella y sus habitantes (como Francisco López de Gómara), o las polémicas entre Las Casas y Sepúlveda. El mismo Fernández de Oviedo utiliza los conceptos de “fábula”, “novela” y “mentira” para descalificar los escritos de sus rivales. El discurso en el que se inserta la crónica no es el de ficción, sino uno narrativo con pretensiones de verdad.
El tema aquí será acercarse a una parte de la maquinaria utilizada para producir ese efecto. La referencia a las Sagradas Escrituras, los padres de la Iglesia y el mundo grecorromano le permite al autor construir un marco común con el lector/escucha. A ello deberá agregarse la intencionalidad del enunciador de corresponder a las expectativas del destinatario, lo que le exige a aquél no sólo identificarse como poseedor de la “verdad”, sino fundamentar su dicho. Esto se pudo lograr en gran medida por la incorporación de la experiencia personal y hacerla viva, así como la referencia a hechos cercanos en el presente. Gracias a ello se produce la coincidencia en un universo axiológico compartido entre el emisor y el receptor, posibilitando observar qué hay afuera o alrededor del texto, pero le corresponderá a éste decidir si cree o no en lo que se le cuenta.
Esto lleva por necesidad a pensar en el trabajo de Paul Ricoeur, particularmente en el ejercicio de Mímesis III. Ésta es definida como la “intersección entre el mundo del texto y el mundo del lector”.6 Mímesis III será entonces, para nuestro caso, la comunicación del mundo construido en la crónica con la participación del mundo del lector en el momento de su producción. Siendo la experiencia el eje articulador del discurso en un contexto donde la retórica fue la forma de construcción y comunicación del saber.
Para el sistema observador, afirma Mendiola,7 existen dos posibles nociones de experiencia: una cognitiva y otra normativa. La segunda, que desarrollan los frailes, funciona cuando no rehace la estructura de la expectativa decepcionada, sino que la conserva por ser valiosa para la sociedad. El sujeto que la experimenta no puede modificarla porque cohesiona, pues son conocimientos que no deben ser puestos en duda, y desarrolla su descripción a partir del deber ser. Para el caso que abordamos, los conocimientos que no pueden cuestionarse son los teológicos, mismos que deben guiar la experiencia con lo novedoso.
En la sociedad española del siglo XVI, “la experiencia depende de la acción y, en esta clase de expectativa, la acción se observa por medio del esquema binario norma/desviación de la norma”.8 La experiencia del hombre del siglo XVI funciona normativamente, lo que significa que la experiencia del mundo está sometida en primera instancia a la moralidad -cristiana- y mucho menos a la cognición. Ante una realidad que se abre a los sentidos, a la vista y la audición sobre todo, y que se debería reconocer como diferente, el mecanismo retórico hace lo contrario: valora lo ajeno a partir de lo propio, y le impone sus juicios.
Concluyamos esta sección, que pretender ser parte del marco teórico para la interpretación de nuestro tema, con algunas afirmaciones. En primer lugar, los autores de las crónicas buscaron relatar su experiencia por diferentes razones, pero esa intención construye lo que Raquel Gutiérrez llama “estructura pre-narrativa de la experiencia”. Ello permite la existencia de un alto grado de oralidad para construir el efecto de estar ahí, en lo que se cuenta.
De esta manera, comparte una experiencia que si bien presenta novedad ésta es domesticada a partir de valores simbólicos que facilitan su comprensión en un horizonte específico. El relato comunica un mundo que se cierra con la experiencia del lector, la cual está inserta en el discurso. Existe una intencionalidad declarada en construir relatos de verdad que permitan rescatar la experiencia particularmente con el otro del olvido. Ésta, sin embargo, también estará dirigida a la fundación de un ser diferente al occidental-cristiano al que intenta sumar a la historia salvífica por medio de dos recursos básicos: mostrar la superioridad cultural del vencedor, y traducir al otro en un precristiano para construir una memoria que justifique la participación evangelizadora. Sobre esto se profundizará a continuación.
II. El acercamiento a la otredad por el dispositivo de la memoria
Arriba se ha mencionado que el cronista narra significados a partir de su experiencia, pero ¿existiría alguna diferencia si lo que cuenta sucedió o no? En nuestra opinión no resulta algo que marque un cambio sustancial, pues el autor inventa en un marco específico de producción de verdad y espera comunicar símbolos al receptor. Todorov opina: “Un hecho pudo no haber ocurrido, contrariamente a lo que afirma un cronista determinado. Pero el que éste haya podido afirmarlo, que haya podido contar con que sería aceptado por el público contemporáneo, es algo por lo menos tan revelador como la simple ocurrencia de un acontecimiento”.9
Pero ¿y cuando se habla de los otros sucede lo mismo? Es decir, ¿sigue siendo el autor el único que existe en el discurso? Al menos para los documentos que nos interesa analizar (crónicas franciscanas del siglo XVI) pensamos que sí en gran parte de lo producido. Y sucede porque, aun con la participación “directa” del otro como informante y/o traductor, sigue siendo el fraile el que dirige y construye un marco de referencia, sin mencionar que ninguno de los indígenas podría dar cabal información del mundo mesoamericano precortesiano, pues ese pasado habría de ser perseguido, destruido, y ellos formados en la cosmovisión cristiana.10
Incluso si se consideraran las acciones descriptivas de los frailes como etnográficas -ante lo que no estamos de acuerdo-, éstas sólo podrían desarrollarse desde un sujeto occidental que se presenta a sí mismo como el único capaz de ofrecer una interpretación histórica válida,11 y esto se lograría a partir de dos oposiciones semánticas presentes de modo permanente en toda descripción de la alteridad: dentro/fuera -guía de las categorías espaciales-, y nosotros/ellos -guía de las categorías culturales y, por tanto, identitarias-.12 De esta manera, es el autor quien selecciona hechos, guía el relato, responde preguntas explícitas e implícitas, ofrece su interpretación del otro por medio de un discurso que cuenta con su propia historicidad y tiene señales de expresión.13
Mediante ese proceso Occidente termina con los salvajes desde el siglo XVI. Más allá de la violencia de las armas, las epidemias que transporta o la esclavitud aplicada, su técnica, su moral y su fe,14 en lo que la palabra ocupa un lugar central, logra ese efecto. Ésta es testigo de la incapacidad por reconocer al otro tal y como es, e insiste en dejar comunicado lo que es semejante a los conquistadores. Cuando existen problemas para dar cuenta del otro, como sucede con América y sus habitantes, su identidad se resuelve simbólicamente en un ejercicio teórico-práctico. De esta forma se construye una alteridad desde el etnocentrismo donde se comunica lo desconocido por medio de lo conocido; como dijo Lewis: “el etnocentrismo es la condición humana de la alteridad”.15 El ejercicio de construcción de las figuras de la alteridad16 se basa en sumar al panteón antropológico seres que nunca son tan extraños a la racionalidad que los describe, y esto sucede desde la Antigüedad.
La otredad en la modernidad temprana que sigue siendo, a nuestro parecer, un continuum de lo medieval al menos en lo relacionado con la escritura de crónicas franciscanas,17 es heredera de un ejercicio de producción del diferente. Para Marc Guillaume: “con la modernidad entramos en la era de la producción del Otro. No se trata ya de matarlo, devorarlo o seducirlo, ni de enfrentarlo o rivalizar con él, tampoco de amarlo u odiarlo; ahora, primero se trata de producirlo. El otro ha dejado de ser un objeto de pasión para convertirse en un objeto de producción”.18
Esto no es un asunto menor, pues no se trata de la construcción de un otro prescindible físicamente,19 como sucede en acciones más contemporáneas como el genocidio armenio (1915-1923) o el nazi (1939-1945) y un largo etcétera, sino que el natural, para los frailes, es un sujeto esencial en su proyecto evangelizador. Para éste, sin embargo, tendrá que dejar su ser del pasado y deberá ser purificado incluso desde la escritura. El olvido del pasado del otro se construirá a partir de la memoria cristiana. Veamos cuáles fueron los canales utilizados para dar cuenta de un ser para el cual la experiencia occidental no tenía registros.
El asombro se apoderó de la mirada occidental al toparse con América. Una naturaleza desbordante significó una atmósfera por completo distinta, coyuntural; los sentidos se revolucionaron y se desconcertaron. A ello se le sumó la apariencia física y el desnudo de los individuos de pueblos locales, a quienes se les fue agregando en el imaginario. Esto permitió comunicaciones domesticadas por otras experiencias y tradiciones en las que se había desarrollado con claridad un discurso sobre lo bueno y lo malo, entre el nosotros y el ellos, y el adentro/afuera.
Incluso cuando existe una posición atenta a los “errores” de los autores antiguos, son éstos quienes moldean la experiencia; son ellos a los que se sigue para conocer lo nuevo. Gonzalo Fernández de Oviedo afirmó: “Mas, ¿para qué quiero traer autoridades de los antiguos en las cosas que yo he visto, ni en las que Natura enseña a todos y se ven cada día?”20 Pareciera que la experiencia se independizó de la memoria, de lo considerado por las autoridades. El historiador indiano daría un paso hacia una nueva actitud del saber, pero no sería ni suficiente ni un asunto generalizado. El argumento de autoridad es poderoso en el horizonte cultural del siglo XVI, y el pasado se valorizó para explicar y comunicar.
Este tiempo fundamental para la mentalidad occidental otorgó a la memoria, como no podía ser de otra forma, un papel protagónico, por ser indispensable para poseer la virtud de la prudencia y, a su vez, retransmitir apropiadamente los conocimientos. Su construcción partía de la unión de cadenas de significados (catena) que, al ser ordenados con sumo cuidado, conducían a la comprensión.21 En la memoria se recababa y clasificaba todo tipo de información. Las imágenes percibidas o configuradas a partir de los sentidos (sobre todo el de la vista) se conectaban con registros previos.
Las imágenes mentales eran la base inseparable de toda creación (inventio) y éstas, a su vez, se mantenían en continua renovación y comunicación con los sentidos. A cada registro en/de memoria le correspondía una intención (intentio), en cuyo centro se ubicaban conceptos y posibilitaba el pensamiento por medio de un proceso de creación (inventio) -literaria, filosófica o teológica- basado en la estructura mental que desempeñaba un papel activo, ya que cada creación implicaba la dilatación, ampliación y puesta en práctica del arte de la memoria relacionada con la meditación.
El proceso también incluía a la lectura, básicamente bíblica, para crear y localizar memorias, las cuales, a través de la meditación, se unían para formar discursos, y a partir de ellos aprendizajes. La escritura no pretendía subordinar a la oralidad, sino, por el contrario, buscaba perfeccionarla. La interiorización del conocimiento era tarea fundamental de la memoria. A través de este sistema de correlaciones, la memoria conforma el mundo virtual medieval e involucra en un mismo conjunto a la mente, al cuerpo y al alma. De tal forma que toda construcción medieval, en particular monástica, tiene la función de ser una máquina motivadora del pensamiento, la meditación y la creación de redes mentales de sentido, capaces de producir relaciones y conocimiento.
Existe, además de ese proceso de construcción del conocimiento, otro relacionado con el cómo escribir. Dentro de la concepción medieval existía una diferencia importante entre texto y libro. El primero era el material necesario para componer o hacer “literatura” y constituía el medio principal para la memoria pública, mientras que el segundo era, entre otras cosas, una forma de recordar.22 Así como los sentidos recurrieron a la memoria para comprender lo que se les presentaba (un esfuerzo mental), quienes tomaron papel y pluma hicieron uso de modelos para comunicar (una intención retórica). De esta forma, aunado con la cada vez mayor lectura de autores clásicos, los autores antiguos ofrecieron mayores seguridades y sirvieron de guía en la descripción americana.
En el caso de nuestros frailes, por ejemplo, destaca la forma en que Motolinía hace suya la Atlántida de Platón y la isla que retoma de Aristóteles. La cita de autores antiguos sirve en este contexto como argumento por analogía. No se trata de una prueba en el sentido estricto, porque se habla de fenómenos desconocidos por los antiguos. Pero si ellos describen fenómenos naturales o hechos humanos que se parecen de algún modo a los que relata el cronista, éste puede hacer el puente entre el texto aprobado por la tradición y su propio texto: si es verdadero el texto antiguo, lo puede ser también el texto “moderno”.
Por supuesto, el gran modelo a seguir por los escritores, especialmente religiosos, para dar a conocer lo que perciben, es la Biblia. Las referencias a Adán, Eva, Job, Noé, Moisés, o pasajes como el Apocalipsis siempre están presentes. Y, sin duda, San Agustín representó la máxima referencia para el desarrollo de la descripción de los pueblos mesoamericanos, al menos en buena parte del siglo XVI, como lo prueban las constantes referencias a este padre de la Iglesia en la obra sahaguntina.
III. Experiencia y su registro en crónicas franciscanas
El concepto de experiencia ha sido reflexionado desde hace algún tiempo por los historiadores.23 Si Thompson la considera mediadora entre el ser social y la conciencia,24 Scott afirma que toda experiencia se encuentra mediada por la atribución de significado según las categorías discursivas disponibles.25 La Capra26 destaca, a partir de un inventario de definiciones, algunos elementos de la experiencia, a saber: acto de poner a prueba algo, manera en que los seres humanos procesan la información, estar relacionada con la emoción o al menos con la oportunidad de entendimiento, ser sujeto consciente de un estado o una condición, o de ser conscientemente afectado por un acontecimiento, relación entre sujetos ligados de forma directa por una serie de acontecimientos, o que están vinculados a ellos a través de la memoria, de una herencia compartida. A esto puede agregarse que también existe experiencia en la memoria de un pasado que no se ha vivido de manera personal y directa.27
Por otra parte, Koselleck desarrolla lo que podría llamarse una teoría de la experiencia, en la que distingue tres tipos.28 El primero se instala por sorpresa (las cosas suceden de otra manera y, además, distinta de lo que se pensaba); estas experiencias son únicas dado que el sujeto no se sorprendería de la misma forma dos veces, la intensidad sería más reducida, lo que produce el segundo tipo. Las experiencias se repiten y pertenecen a un proceso de acumulación donde pueden corregirse entre sí en el desarrollo de una generación. Las experiencias propias en este nivel remiten a las de los contemporáneos, y se convierten en una historia en común que pertenece, y en la que se comprende, una sociedad. Por supuesto, estos tipos de experiencia no se encuentran separados. Mientras los acontecimientos singulares, sorprendentes, evocan experiencias que dan lugar a historias, las experiencias acumuladas ayudan a estructurar a medio plazo las historias. En ocasiones, debido a condiciones y procesos específicos, las generaciones permiten la exaltación de historias personales, pero también remiten a espacios de tiempo más amplios que configuran un espacio de experiencia común. Aquí se encuentra “el espíritu de una época”.29
El último nivel de experiencia se relaciona con el paso lento, el cambio de experiencia se da de a poco. Así se produce un cambio de sistema que va más allá de una persona y de una generación, y del que sólo somos conscientes retrospectivamente gracias a la reflexión histórica. Con ella, la experiencia toma un doble plano: sincrónico, como lo muestran los dos primeros niveles, y diacrónico, pues rebasa a la experiencia inmediata. El tercer tipo requiere de la comparación de experiencias de lo extraño introducidas en la propia comprensión. Por ejemplo, las historias paganas que aparecen en una perspectiva cristiana, o las historias cristianas que son reinterpretadas con las medidas de la racionalidad ilustrada.30
Aquí pensamos que algunas de las características de la experiencia definida por los autores señalados se pueden aplicar a la acción evangelizadora de los frailes, y de modo particular en sus textos. Ellos comunican, a partir de las categorías disponibles por la episteme a la que pertenecen, su ser social y su conciencia, y con ello construyen su relación con el otro manifestada en la escritura. Como se ha visto antes, la memoria representó un factor decisivo, incluso si lo que se recuerda de ella no se vivió, pero sí se transmitió de forma intergeneracional; esa memoria también se experimenta para salir del peligro del otro, para sobrevivir.
Y con ello, fueron sujetos que no escaparon del primer tipo de experiencia pensado por Koselleck: fueron sorprendidos por lo que estaba a su alrededor y observaban de frente. Sin embargo, lo manifestado en sus escritos puede comprenderse como una experiencia “sometida” y es usada como referente de veracidad, se ha dado acumulación y correcciones en el proceso evangelizador (lo que los haría partícipes del segundo tipo de experiencia desarrollado por Koselleck).
Por lo que respecta al tercer tipo de experiencia, al menos en los cronistas franciscanos del siglo XVI e inicios del xvii, no parece haber existido ningún cambio de sistema referencial, aunque sí se podría notar una reducción del ejercicio reflexivo sobre el natural debido posiblemente al trabajo de quienes los antecedieron y a que la “novedad” se iría naturalizando en términos cristianos de manera más sistemática al reconocerles como hijos de Adán e iniciar fases de fortalecimiento en la verdadera fe. No obstante, las referencias a que los indios fueran brujos y hechiceros (con gran frecuencia bajo el nahualismo) no cesaron en todo el periodo virreinal, pero a ese proceso de sumaron otros actores como los esclavos negros y algunas de las muy variadas castas que produjo el orden colonial, como los mulatos.
Antes de pasar al siguiente apartado, dedicado al cuerpo, reflexionaremos un poco sobre los sentidos y las emociones como parte fundamental de la experiencia. Partimos de que se expresan y se configuran en los planos de subjetividad construidos en un orden social y cultural, como lo indican las reflexiones, entre otros, de Norbert Elias.31 Las emociones sitúan al sujeto en interacción con otros, lo sumergen en un mundo de relaciones sociales intersubjetivas, experimentadas y vividas de manera corporal en un lugar social específico interesado con frecuencia en funcionar como un régimen de control. El carácter sintiente y sensible de los sujetos, así como su comunicación, depende de un saber afectivo condicionado por lo social. La visión del mundo está detrás y orienta a las emociones, siendo los sentidos guías de la aprehensión de la realidad. Lucien Febvre afirmó que la principal característica del hombre del siglo XVI es el sentir (¿cómo no hacerlo?) y, tal vez, se requiera volver a reflexionar ese siglo a partir de un enfoque que se detenga más en la importancia de la sensibilidad.32
¿Cómo experimentaban los sentidos y comunicaban las emociones los frailes? Intentaremos responder esta pregunta en las siguientes líneas. El pensamiento cristiano medieval integró la información registrada por los sentidos al conocimiento. San Agustín afirmó que sólo había uno, y que éste debía ser eminentemente de lo inmutable e inteligible, características de la verdad. Para el obispo africano, la verdad de los datos aportados por los sentidos resulta auténtica en el interior del alma del cognoscente. Allí al hombre se le manifiesta el poder de lo inteligible, que es eterno y no cambiante como las cosas sensibles. La existencia del mundo exterior no es negada, pero el verdadero conocimiento se logra por medio de la vía interior. Lo sensible es supeditado a la sabiduría superior.
Conocer dependía de los sentidos, pero de ellos la vista tendría la mayor importancia. San Agustín afirmaba que la potencia de ver excede a los otros sentidos corporales, ya que nos enseña más diferencias de las cosas porque es el más “espiritualizado” y mejor capacitado para aprehender las especies de los objetos.33 “Los ojos de la carne -continúa el obispo africano- sin el alma espiritual son los ojos de los animales”.34 En la Edad Media carecía de interés ver sólo al ojo en sí mismo, sino que se contemplaba a partir de un proceso dinámico en el que la vista estuviese entrelazada con el alma de quien observaba.35
El ojo del cuerpo se une al ojo del alma en una relación en la cual la imagen impresa en la pupila se ve reflejada en la imagen guardada en la memoria del que ve; ella mueve a reconocer y a buscar la verdad y el bien. La imagen estampada en el ojo es un elemento activo (imagines agentes) en el proceso de conocimiento.36 El acto de ver era trinitario: la imagen visible del cuerpo, su imagen impresa en el ojo, y la atención fija en el objeto que se observa. Las imágenes generadas por él respondían al siguiente orden: de la imagen del cuerpo visible nace la imagen en el ojo; de ésta nace otra imagen en la memoria y, de esta última, una tercera en la mirada del pensamiento. Lo que se percibe del ojo no es lo que el ojo ve por sí; es la reproducción y combinación de lo que la Trinidad del alma (memoria, voluntad y entendimiento) ha recogido de la realidad.37
El conocimiento sensible es acompañado por otra condición. La estética de Hugo de San Víctor (siglo XIII), basada en San Agustín, reconoce en el hombre una doble naturaleza: por dentro está dotado de entendimiento, orientado a la contemplación de lo invisible; por fuera, poseedor de “sensibilidad que goza en la contemplación del mundo visible”.38 El entendimiento encuentra en los bienes invisibles su fruto y placer, así como la sensibilidad descubre en los bienes sensibles satisfacción. Sin embargo, cuando el ojo se complace en lo exterior y de una manera desordenada en las formas sensibles, el ojo del espíritu se mancha por dentro con el “lodo de innumerables representaciones y placeres”.39 Lo incorpóreo y lo inmaterial están más allá de la sensación y de la imaginación. Es por el alma y en el alma que son conocidas.40
Por otra parte, santo Tomás de Aquino colocó a lo real como fuente de conocimiento al considerar que el ser humano no podía acercarse a lo inteligible sin el dato sensible. Para Gilson, el pensamiento medieval tuvo la necesidad vital de mantener intacto el valor inteligible del orden sensible.41 Lo sensible y lo invisible están relacionados con la memoria. ¿De qué manera es concebible llegar simultáneamente al recinto de la memoria a través del ojo y del oído? Según Richard de Fournival, obispo de Amiens en el siglo XIII y autor de Roman d’Ablandane, es factible gracias al hecho de que la memoria, guardiana de los tesoros que el espíritu ha conquistado, por la excelencia de su intelecto hace presente aquello que pertenece al pasado, a la historia.
El poder de la memoria es hacer presentes los hechos ya ocurridos. La fuerza de la imagen reside en que la voluntad de recordar procede de las imágenes contenidas en la memoria; la pictura estimula la memoria en beneficio de la historia. Las imágenes avivan el entendimiento, reconocen los modelos grabados en la memoria y mueven hacia el bien. La ideología medieval que incorporó lo visible e invisible, los sentidos y la memoria, encontró en la imagen a uno de sus principales caminos. Para la filosofía medieval, la imagen fue el único intermediario posible entre la realidad y su representación, entre el mundo y el alma. Pero la imagen también deja espacio para la imaginación.42 Cada época tiene su forma de ver y lo que ve es -en gran medida- lo que imagina que ve.
En América, Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias declara su base epistemológica y categoría de verdad en las que funda y valida su quehacer de historiador natural. En ellas se fusionan “lo visto por los ojos” o “lo visto y lo vivido”.43 Después establece el criterio del relato que el historiador o cronista recogía mediante el oído de un testigo presencial y directo de un hecho natural, de un suceso histórico o de un fenómeno social. Lo leído sería el último elemento, y estaría integrado por la tradición (teorías y obras, por ejemplo), por la cual el sujeto de conocimiento del siglo XV y aun del XVI cumplía las funciones de comparar, probar y validar su propio saber.
En el caso novohispano se planteó la necesidad de hacer visible lo invisible, y el camino seguido para ello fue el registro (“pre”) “etnográfico” evangélico, mismo que también cumplió con el objetivo instrumental de la denuncia para desenmascarar los rituales satánicos indígenas. El religioso centró en su mirada el poder de la descripción para calmar la paranoia cristiana y organizar la semiótica evangelizadora. En los textos desfilan prácticas confusas, violentas y demoníacas que esperan ser identificadas por los ministros con el fin de castigarlas y extirparlas.
Esta interacción, entre lo conocido empíricamente y lo registrado, desarrolló la construcción del conocimiento en clave de representaciones simbólicas que eran comunicadas. El conocimiento se articulaba con base en la retórica que creaba los vínculos mentales necesarios para la incorporación y creación de redes de sentido, permitiendo ampliar la comprensión de los valores y conocimiento cristianos. La retórica no sólo funcionaba para persuadir sino, sobre todo, para la composición y creación de “localidades mentales” con el fomento de imágenes mentales, y su relación simbiótica con imágenes y palabras leídas, vistas u oídas.44
Motolinía, para demostrar la veracidad de su relato, incluye en su testimonio muchos detalles:
En lo más eminente de este patio hacían una gran cepa cuadrada y esquinada, que para escribir esto medí una de un pueblo mediano que se dice Tenayuca y hallé que tenía cuarenta brazas de esquina a esquina […] y como la obra iba subiendo, íbase metiendo adentro, y de braza y media o de dos brazos en alto iba haciendo y guardando unos relejes metiéndose adentro, porque no labraban a nivel; y por más firme labraban siempre para adentro, esto es, el cimiento ancho, y yendo subiendo la pared iban ensangostando; de manera que cuando iban en lo alto del teucalli hablan ensangostádose y metiéndose adentro, así por los relejes como por la pared hasta siete o ocho brazas de cada parte; quedaba la cepa en lo alto de treinta y cuatro o treinta y cinco brazas.45
El fraile observa, mide, prueba y compara. Más adelante ve, cuenta y comprueba varias veces las diferentes alturas del teucalli de Tezcuco y el de México, y llega a la conclusión de que el primero tiene cinco o seis gradas más que el otro. Pero lo de verdad importante es la comparación que hace entre el “templo del demonio” y la capilla de San Francisco, siendo ésta de mucha más “ventaja” que aquél. La cristiandad era demostrablemente superior. Incluso para los nuevos feligreses era observable y por ello asistían por miles a recibir el bautizo. En una procesión de Jueves Santo, el de Benavente registra en su Historia: “en una parte son cinco o seis mil, y en otro diez y doce mil”. Entre tal muchedumbre, el ojo del fraile observa a un cojo “que era cosa para notar, porque tenía secas ambas piernas de las rodillas para abajo, y con las rodillas y la mano derecha en tierra siempre ayudándose, con la otra se iba disciplinando, que en sólo andar ayudándose con ambas manos tenía bien qué hacer”.46
Ver lo trascendente no era una cualidad que poseían todos los habitantes de la Nueva España. Fue más bien un acto exclusivo de los vencedores, y al no contar los naturales con esa capacidad no pudieron recuperar sus tierras por tener cegado su entendimiento. Así lo dejó escrito Motolinía:
Aunque los españoles conquistaron esta tierra por armas, en la cual conquista Dios mostró muchas maravillas en ser ganada de tan pocos una tan gran tierra, teniendo los naturales muchas armas, así ofensivas como defensivas de las de Castilla; y aunque los españoles quemaron algunos ídolos, fue muy poca cosa en comparación de los que quedaron, y por esto ha mostrado Dios más su potencia en haber conservado esta tierra con tan poca gente, como fueron los españoles; porque muchas veces que los naturales han tenido tiempo para tornar a cobrar su tierra con mucho aparejo y facilidad, Dios les ha cegado el entendimiento.47
Otro asunto que destaca en los documentos de la época, es la mención de metáforas relacionadas con la temperatura. Fray Toribio utiliza este recurso para explicar que los indios han quedado “fríos” durante los primeros cinco años (otra vez el dato señala la experiencia y el haber estado ahí, aunque él llegó casi tres años después, en 1524, de haberse dado la derrota de México-Tenochtitlan) del dominio español. A diferencia de los naturales, los conquistadores tenían un “corazón grande y vivo como fuego”. Por su parte, el también franciscano Jerónimo de Mendieta encontrará en el “poco calor” de las nuevas almas cristianas algo muy favorable para la conversión cristiana debido a la falta de cólera y flema. Esta acción le parece al autor de la Historia eclesiástica indiana algo que padecen los frailes con los españoles porque son “coléricos”.48
Pero no sólo la vista participó en el “conocimiento” del otro. El oído también se hizo presente en el proceso de evangelización. El ruido existente en México impidió a los frailes enseñar, y lugares como “Quautitlan” y “Tepusticlan” fueron elegidos para tal acción, y pronto el silencio y los sonidos agradables se convirtieron en indicios de la acción angelical. Motolinía “presenció” esto, y registró cómo don Francisco, indio deseoso de conocer a Dios, “por la laguna oyó un canto muy dulce y de palabras muy admirables, las cuales yo vi y tuve escritas y muchos frailes las vieron y juzgaron haber sido canto de ángeles”.49
Si el ruido en Tenochtitlán resulta insoportable, es por obra del demonio que se resiste a dejar su señorío; al menos eso parece implícito en los relatos franciscanos. De manera clara y explícita se le acusa al enemigo del género humano, quien construye una sonoridad inteligible para los varones de Cristo. Dice Sahagún:
Costumbre es muy antigua de nuestro adversario el demonio de buscar escondrijos para hacer sus negocios, conforma a lo del Santo Evangelio que dice, quien hace mal aborrece la luz. Conforme a esto, éste nuestro enemigo en esta tierra plantó un bosque o arcabuco lleno de muy espesas breñas para hacer sus maldades desde él, y para esconderse en el mismo sin ser hallado, como hacen las bestias fieras, y venenosas serpientes. Este bosque o arcabuco breñoso, son los cantares que esta tierra urdió que se le hicieses y usasen en su servicio, como su culto divino y salmos de loor, así en los templos como fuera de ellos, (los cuales llevan tanto artificio, que dicen lo que quieren, y pregonan lo que él manda, y entiéndelos solamente aquellos a quién él los adereza). Es cosa muy averiguada que en la cueva, bosque o arcabuco, donde el día de hoy ese maldito adversario se esconde, son los cantares y salmos que tiene compuestos, y se le cantan sin poder entender lo que en ellos se trata, mas de por ellos que son naturales y acostumbrados a este lenguaje; de manera que seguramente se canta lo que él quiere, sea guerra o paz, sea loor suyo o contumelia de Cristo, sin que de los demás puedan entender cosa alguna.50
Elsa Cecilia Frost, en una explicación sobre el recurso a los razonamientos providencialistas por parte de los colonizadores españoles como medio para superar el problema de la alteridad radical que suponía la existencia de los habitantes nativos americanos, afirmo: “América entró […] de la mano del Demonio a la historia universal”.51 Atendiendo a lo que consiguieron en sus crónicas misioneros como Bernardino de Sahagún, dicha frase podría ser enunciada en los siguientes términos: “América entró de la mano del ruido”, para referir el modo en que fue consignada por escrito una de las primeras experiencias auditivas de los colonizadores dentro del nuevo mundo sonoro.
Advirtamos, sin embargo, que la necesidad de Bernardino de Sahagún de recurrir a adjetivaciones de carácter demoníaco para dar cuenta de la experiencia auditiva vivida, representa tan sólo una primera etapa en el proceso cognitivo o de donación de forma para el nuevo ámbito de sonidos.52 En tal etapa, el cronista encuentra imposibilidades para comprender el sentido de esos cantos: obscuros, impenetrables.
Por otra parte, la descripción de las características de lo naturales involucró risas, admiración, emoción, cuando se daban avances en el proceso de conversión; mientras que desagrado, rechazo, temor y desesperación en momentos en que la fe no estaba bien cimentada y el diablo, según la lectura de los religiosos, se volvía dueño de las almas indígenas. Las imágenes debían estar íntimamente conectadas con las emociones, como sucedió en la representación de la expulsión de Adán y Eva del paraíso que nadie “lo vio que no llorase muy recio",53 de tal forma que “el espectador indígena veía a los protagonistas fingir el terror, el espanto, la fuga”.54
En esto se pueden diferenciar las obras de Motolinía y Sahagún quienes, por lo demás, planeaban la conversión desde diferentes ángulos. Mientras que el primero desarrolla una edad dorada, el segundo, al igual que Mendieta, no ven con mucho optimismo la evangelización. Tanto la Historia general como la Historia eclesiástica cobran sentido en esta clave. Esas apreciaciones, como el horror de los ritos mesoamericanos (ofrecimiento al sol de corazones de individuos, antropofagia, sodomía, etcétera), se van meditando a la hora de trasladarlas a la página, y en ese proceso la memoria hace su trabajo: no pierde su viveza lo experimentado y se agregan otros elementos para hacerlas más comprensibles por medio de comparaciones, analogías e inversiones (con referentes grecorromanos y moros, por ejemplo).
El cuerpo del indio será uno de los espacios en los que mejor se observe la construcción de la otredad con acento de la memoria y con ella en todo un proceso histórico diacrónico y sincrónico deseoso de manifestar al natural, pero siempre cercano a ideas (pre)cristianas. En el siguiente apartado se desarrollará cuál fue la perspectiva desde la cual los franciscanos observaron al cuerpo, participando de una “teoría” al respecto, y cómo fueron construyendo lo que llamaremos “buenos cuerpos” manteniendo la clave simbólica con la que iniciamos este trabajo en la que se inventan seres corporales más próximos a los valores cristianos que a los mesoamericanos.
IV. Teoría del cuerpo y construcción corpórea franciscanas
Los franciscanos desarrollaron una teoría del cuerpo en la que existían puntos de encuentro con la lascasiana (basada en Aristóteles, Avicena, Alberto Magno y otros). Entre algunas de las coincidencias se pueden mencionar la influencia que tienen los astros en los seres humanos, como lo afirmó Sahagún, o cómo el ambiente físico influía en la naturaleza humana,55 o la comprensión del natural como dulce y su gran disposición y habilidad para las artes u oficios.
Pero también hubo diferencias importantes. Mientras el dominico considera “sanguíneos” a los indios, Motolinía los califica, después de la derrota de Tenochtitlán, como “fríos”.56 Esta condición los incorporaría a los humores de la bilis negra y la flema; es decir, posiblemente, una combinación entre lo triste y lo perezoso. Cinco años fue el tiempo que tardaron los indios en “despertar” para construir iglesias y recibir sacramentos, lo que fue considerado, si no un asunto milagroso, sí uno cercano al milagro.
También, si para fray Bartolomé la suavidad del clima permitía que el temperamento sexual de los indios novohispanos fuera templado y poco entregado a los extremos carnales,57 Sahagún opinó que el clima templado y sin inviernos, conjuntado con cierto orden estelar, producían justo el efecto contrario al que suponía el dominico. Incluso, fray Bernardino fue más lejos: para él, la tierra incitaba una enorme sensualidad en los cuerpos, lo que significó, según él, el fracaso en los intentos por convertir a los alumnos del colegio de Santa Cruz de Tlatelolco en castos sacerdotes.
Además, estaba convencido a plenitud de que la fuerza “sensualizante” del clima era tan poderosa, que arrasaba con los españoles emigrados, quienes en poco tiempo empezaban a dar rienda suelta a sus inclinaciones carnales, al igual que los nativos.58 Mendieta coincide con Sahagún al advertir la “fogosidad” de esta tierra y que de ella nadie se libraba. En su opinión, incluso los primeros francisanos podían ser presa de tal condición, por lo que no tomaban vino, en parte por ser muy caro, “pero también porque en esta tierra es fuego y enciende el cuerpo demasiadamente”.59
Además, en el día a día, varias prácticas que tenían como centro al cuerpo de los naturales no coincidieron con el esquema cristiano virtud/vicio (o pecado). En algunos casos no sólo se trató del rechazo al pecado, sino lo que consideraron sobrevivencia, y quizá revitalización, de la idolatría. Un cuerpo adornado, por ejemplo, sería rechazado por considerarlo soberbio, pero también por promover o actualizar la memoria de la antigua fe, idolátrica y demoníaca.
La relación entre idolatría y enfermedad es evidente en los relatos franciscanos durante todo el siglo XVI. Olmos, en su Tratado de hechicerías y sortilegios, afirma: “[…] tocando la materia de manera que avese y no emponzoñe a los leyentes o oyentes porque vana es la medicina que más daña que cura y más enficiona que sana; y que antes mata que da la vida”.60 Sahagún, por su parte, realizó su famosa analogía entre el médico de cuerpos y el de almas.61 Destaca que los comentarios de ambos religiosos sobre las claras relaciones entre cuerpo-enfermedad-médico-salvación se ofrezcan en los prólogos de sus obras, lo que indicaría la claridad del marco interpretativo que dominaría sus textos.
Otro de los tropos más recurridos por los frailes para relacionar la fe cristiana con lo “bueno”, y la vida precortesiana con lo “malo”, es el del sodomita. La existencia permanente de ese pecado antes de la llegada de los religiosos sirvió para recordar la implantación de la fe cristiana. Pero lo que aquí interesa destacar es cómo el discurso franciscano presenta similitudes entre la perspectiva negativa del mundo cristiano sobre el tema y las del mundo mesoamericano. En este sentido, no extraña que Jerónimo de Mendieta sostuviera que muchos caciques de la Triple Alianza aborrecieran el pecado nefando y, por tal motivo, “mandaba[n] matar á los que lo cometian”.62 En opinión de los religiosos, los sodomitas, las íncubas (mujeres que se “deleitaban” con otras mujeres), los varones que se vestían de hembras y las mujeres que lo hacían como hombres eran perseguidos por los señores y ajusticiados.
La ley natural era conocida por los indios, incluso antes de la llegada de los frailes. Por ello Motolinía, al describir los usos matrimoniales indígenas, intenta demostrar que los indios usaban el derecho natural, el jus gentium et civile, castigaban los delitos repugnantes a la ley divina. Nuestro franciscano señala que por el derecho civil y en atención a permitir un mal menor, los indígenas permitían la prostitución; a favor de la ley divina, afirma que en el mundo prehispánico castigaban “todo lo que es contra los diez mandamientos de Dios”, describe particularmente las penas que los indígenas imponían a quienes cometían sodomía y adulterio y menciona que tenían castigos contra el homicidio y el hurto.63
En oposición a las crónicas de los conquistadores, los frailes defendieron la “honestidad” de los indios mexicanos. “Los que cometían el crimen pésimo, agente y paciente, morían por ello; y de cuando en cuando la justicia los andaba a buscar, y hacían inquisición sobre ellos para los matar, que bien conocían qué tan nefando vicio contra natura, porque en los brutos animales no lo veían”.64 Además de la “Ley”, los naturales habrían desarrollado otro tipo de acciones para evitar la sodomía. Los frailes hablan de mujeres ataviadas, seductoras y peligrosas; criticadas, pero toleradas; mal necesario para preservar la virginidad de las doncellas y la paz de las repúblicas indianas, para evitar males mayores y vicios de sodomía. A pesar de ello, Sahagún afirma: “y los que son notados del vicio nefando, sin vergüenza la mascan, y tienénlo por costumbre andarla mascando en público; y los demás hombres, si lo mesmo hacen, nótalos de sodométicos”.65
Si la noción del mal cuerpo se relacionó con prácticas idolátricas y bestiales, como la sodomía, señales del pasado necesario de borrar, también se construyeron tropos relacionados con los “buenos” cuerpos. Entre ellos destacan los niños que sirvieron de denunciantes de la idolatría, como sucedió con Cristóbal, Antonio y Juan, en Tlaxcala, quienes habrían sido asesinados por la resistencia india ante la segura persecución de sus prácticas religiosas. A partir de ello, se extendió una gran devoción indígena a los niños mártires de Tlaxcala. Fray Toribio lo registró en las páginas de su obra,66 y el tema recibió una amplia difusión en el mundo indígena, además de ser objeto de cuadros y obras de teatro hasta principios del siglo XIX.
El caso representaría un conflicto generacional que no se hizo esperar. Motolinía enuncia algunas de las características de estas confrontaciones en esa primigenia época, donde se enfrentaron, sin duda, padres contra hijos:
estos señores y ministros principales [los mexicas paganos] no consentían la ley que contradice a la carne, lo cual remedió Dios matando mucho de ellos con las plagas y enfermedades ya dichas y de otras muchas y otros se convirtieron; y como de los que murieron han venido los señoríos a sus hijos, que eran de pequeños bautizados y criados en la casa de Dios; de manera que el mismo Dios entrega sus tierras en poder de los que en Él creen; y lo mismo han hecho contra los opositores que contradicen la conversión de los indios por muchas vías.67
Un síntoma inequívoco del agrado que tenía Dios hacia los niños indios, es la resurrección de uno de ellos. Antes de que amortajasen al niño Ascencio,
mucha gente lo vio estar frío y yerto y defunto. Ya que lo querían llevar a la iglesia dijeron los padres que siempre su corazón tenia fe y esperanza en el gloriosos padre S. Francisco, que les debía alcanzar de Dios la vida de su hijo. Y como al tiempo que lo querían llevar tornasen a orar e invocar con devoción a S. Francisco, súbitamente se comenzó a mover el niño, y de presto aflojaron y desataron la mortaja, y tornó a vivir el que era muerto, y esto sería a la misma hora de vísperas. Del cual hecho los que allí se hallaron presentes para el entierro (que eran muchos) quedaron atónitos y espantados, y los padres del niño en gran manera consolados. Hiciéronlo luego a saber a los frailes de S. Francisco de México, y fue allá el famoso lego Fr. Pedro de Gante [...] él y su compañero vieron al niño vivo y sano, y certificados de sus padres y de otros testigos dignos de fe de lo que había pasado.68
No es casual que la figura del niño sea tan destacada en las crónicas franciscanas. Este sujeto fue insertado desde la baja Edad Media en el ámbito de la salvación, en gran parte promovido por la exaltación de la infancia de Jesús, y ensalzado en muchas ocasiones por el sufrimiento del martirio. La iconografía de los siglos XIII al XVI es testigo de la enorme veneración al niño Jesús y el desarrollo del culto a los Santos Inocentes.69
La violencia es compañera casi imprescindible de este proceso. La sangre de los menores y la impotencia de sus madres en diferentes escenas sangrientas son protagonistas. El significado de la sangre es trascendental. Ella, para el caso de los niños mártires, borraba el pecado original, mientras que los Inocentes corroboraban la premonición de que la Iglesia de Dios sería fundada con sangre. Para fortalecer esto, se actualizan episodios fundadores, como el martirio de niños durante las persecuciones romanas. Posiblemente, el mejor ejemplo de esta reinvención de la niñez santa sean los santos Justo y Pastor, niños de Ávila decapitados en tiempos de Diocleciano, muy venerados que hasta la época del Renacimiento se destacó su carácter “infantil”.70
Esto nos lleva a preguntarnos sobre la invención de un cuerpo mesoamericano en las crónicas franciscanas. Algunas posibles claves de esta “conversión prehispánica” en el discurso misionero son algunas descripciones con trasfondo occidental-cristiano en lo correspondiente al cuerpo. Veamos algunas. Sahagún pone en boca de los ancianos palabras para cuidarse de las mujeres:
[al comer] mayormente te debes guardar en esto de los que te quieren mal; y más de las mujeres, en especial de las que son malas mujeres; no comerás ni beberás lo que te dieren, porque muchas veces dan hechizos en la comida o en la bebida […] para provocar la lujuria, y esta manera de hechizos no solamente empece al cuerpo y al ánima, pero también mata porque se desaina el que lo bebe, o lo come, frecuentando el acto carnal hasta que muere.71
El cuidado del cuerpo para el varón no sólo estaba relacionado con ser precavido con esas brujas encubiertas, sino en hacerlo consigo mismo. Esto es, alejarse de los placeres. Los “sabios” traducidos por Sahagún aconsejan: “mira que te apartes de los deleites carnales y en ninguna manera los desees; guárdate de todas las cosas sucias que ensucian a los hombres, no solamente en las ánimas, pero también en los cuerpos, causando enfermedades y muertes corporales”.72
La lógica de la culpa envuelve todo el discurso comunicado por fray Bernardino a quienes deberían integrar la cristiandad indígena en lo que fue la vieja Mesoamérica. La trilogía caída, pecado y redención pertenecía a lo revelado, a lo incuestionable. Por ello, una vez reconocida la humanidad de los indios, y por tanto sumarlos a ese “drama”, no resulta raro que ellos hubieran desarrollado prácticas similares a las “verdaderas”. Ejemplos de ello, resultaron la práctica del bautismo y de la confesión, grandes remedios para limpiar de los pecados. En cuanto al primero, los abuelos decían, según Sahagún:
¡Oh nieto mío, hijo mío, recibe y toma el agua del señor del mundo, que es nuestra vida, y es para que nuestro cuerpo crezca y reverdezca, es para lavar, para limpiar; ruego que entre en tu cuerpo y allí viva esta agua celestial azul, y azul clara! […] Ruego que ella destruya y aparte de ti todo lo malo y contrario que le fue dado antes del principio del mundo, porque todos nosotros los hombres, somos dejados en su mano, porque es nuestra madre Chalchiuhtlicue.73
La confesión también se manifestó en el mundo mesoamericano en la mirada del fraile. Práctica considerada obligatoria desde el IV Concilio de Letrán (1215-1216) para la cristiandad, entre los naturales también se efectuaba. Sin embargo, era necesario explicar esta presencia. La luz natural que Dios deposita en todo ser humano debía ir acompañada de más elementos. Bautismo, confesión y otros sacramentos son observados en la vida indígena por los soldados de Cristo, pero no son las versiones correctas. Para explicarlo, en la época se hablaba del paralelismo entre la iglesia de Dios y la iglesia del demonio, quien deseaba ser venerado y por lo tanto tenía sus propios templos.
Mendieta no dudó en adjudicar una razón sobrenatural a las similitudes precortesianas, y culpa de ellas al diablo.74 Esta posición responde a la denominación del demonio como “Mono de las obras de Dios” por parte de San Buenaventura. Es tal la aspiración de Luzbel que “quiere contrahacer las obras de Dios, pero no siempre puede todo lo que quiere, sino lo que Dios le da lugar, y permiso”.75 Esta idea también fue utilizada por teólogos del siglo XVI, que se ocuparon de los procesos de brujerías y al analizar lo que en ellos se contaba advirtieron el interés del demonio para reproducir, invirtiendo, los sacramentos de la Iglesia y convirtiéndolos en execramentos.
La soberbia hará imitar y pervertir el culto a Dios. La mímesis lo cubrirá todo: sacerdocio, templos, sacramentos, características de la Virgen y un pronunciado etcétera.76 Mendieta ve con claridad los sacramentos cristianos deformados por el demonio y sus ministros. Citamos ampliamente:
No se contentaba el demonio, enemigo antiguo, con el servicio que éstos le hacían en la adoración de cuasi todas las criaturas visibles, haciéndole de ellas ídolos, así de bulto como pintados, sino que además de esto los tenía ciegos en mil maneras de hechicerías, execramentos y supersticiones. Y hablando primero de los execramentos que ordenó en su iglesia diabólica, en competencia de los Santos Sacramentos que Cristo nuestro Redentor dejó instituidos para remedio y salud de sus fieles en la Iglesia católica; por el contrario, para condenación y perdición de los que le creyesen, dejó el demonio esto tras sus señales y ministerios que pareciesen imitar a los verdaderos misterios de nuestra redención. Entre los cuales el primero era a manera de baptismo [...] También tenían alguna manera de confesión delante de sus dioses [...] También usaban alguna manera de comunión o recepción de sacramento [...] Tuvieron también una manera como de agua bendita, y ésta bendecía el sumo sacerdote.77
Fray Jerónimo construye este ejercicio para ayudar a afianzar la fe cristiana ubicada lejos del optimismo de Motolinía. Para contribuir a una evangelización profunda intenta explicar a los nuevos catecúmenos que han sido engañados, pero sólo parcialmente. Los preceptos son correctos, pero han sido invertidos. El tránsito hacia la cristiandad no resultaría para los indios tan difícil.
Conclusión
Los frailes franciscanos intentaron cumplir intereses específicos de su misión evangelizadora en sus crónicas. Alejados de intereses positivistas por contar “las cosas como fueron”, comunicaron en clave simbólica sus experiencias supeditándolas a la memoria occidental-cristiana. El haber estado ahí observando, escuchando, contando, corroborando se manifiesta como un rasgo que el discurso exige para ofrecerse como Verdad en lo escrito.
En ese proceso, ser testigo en exclusiva encuentra sentido por medio de su incorporación al canon, donde la autoridad bíblica es la más importante y se acompaña de discursos teológicos, narraciones grecorromanas, referencias al presente. Así, los sentidos y las emociones se presentarán sumados a la memoria trabajada en la escritura con una carga espiritual que traduce lo nuevo a lo conocido en un largo proceso desarrollado por Occidente cuando está frente al otro. Las crónicas franciscanas demuestran la intersección entre el mundo del texto y el mundo del lector originarios.
Ahí, en la página en blanco, esos esfuerzos procuraron desarrollar en los indígenas su pertenencia al tronco de Adán y, por tanto, destacar la necesidad por esforzarse para su salvación. No hay cosa más importante para los frailes que alcanzar esta meta, mas para ello resultó necesario construir la imagen de un pasado mesoamericano, con sus prácticas religiosas/morales, como antesala de la Cristiandad y, claro, comunicarla.
Ese ejercicio estará más destinado a fundar un nuevo marco cultural indígena donde la iglesia satánica ha puesto a los naturales en conocimiento de acciones cristianas distorsionadas por el demonio. Esto resulta en una suerte de preparación para el advenimiento de Cristo, y justifica la misión franciscana, cuya tarea sería la conversión en Cristo y desenmascarar lo que el diablo ha sembrado en la espiritualidad indígena.
En ese esfuerzo, la construcción de un tiempo nuevo se convierte en un tema núcleo en el relato franciscano. Uno en el que la conciencia del pecado y la culpa se interiorice entre los indios para preparar su encuentro con Dios. El cuerpo encuentra en ello un lugar central no sólo como medio para dar a conocer al otro inventado, sino como espacio donde se manifestará la lucha contra el mal y como testigo no de la derrota ante el conquistador, sino de la victoria sobrenatural al poder descubrir la verdadera palabra.