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Historia y grafía

Print version ISSN 1405-0927

Hist. graf  n.47 México Jul./Dec. 2016

 

Expediente

La conquista: ¿un hoyo negro en la historia de México?

Los relatos de la Conquista de México como hoyo negro de una memoria esquizofrenizante

Stories of Mexico’s conquest as a black hole of a memory that produces a schizophrenic frame of mind

Guy Rozat DupeyRon1 

1INAH-Xalapa México


Resumen:

En este ensayo intentamos pensar algunos de los efectos sociales de la interpretación canónica de la Conquista sobre el nacionalismo mexicano y la identidad de los ciudadanos de ese país. Se intentará proponer las bases para establecer una alternativa de memoria al mito nacional construido por el leonportillismo. Frente a los múltiples intentos, nacionales y extranjeros, de disolver la naturaleza violenta de ese momento dramático en un simple encuentro de culturas, propondremos “repensar la conquista” como un nuevo camino hacia la comprensión de lo que pudo ocurrir en estos años caóticos, tanto para pensar la naturaleza de las sociedades que arrasan los huestes y evangelizadores hispanos como los relatos elaborados durante siglos que pretenden, hasta la fecha, proclamar una incapacidad general del indio.

Palabras clave: memoria; crónicas; quinientos años; historiografía

Abstract:

In this essay, I propose to analyze the social effect that the canonical interpretation of the conquest of Mexico had on Mexican nationalism and its citizen’s identity. I will try to establish the foundation for an alternative memory, opposed to the national myth constructed by León-Portilla and his followers. Contrary to many national and foreign attempts that, to this day, privilege the proliferation of narratives that insist on the inferior natura of natives and their cultures as a way to cover up the violent nature of such a conquest, I propose to “rethink” it as new way of recreating those chaotic years, in order to understand the complexities of those societies in confrontation.

Keywords: memory; chronicles; historiography; five hundred years

Dentro de escasos años, lo queramos o no, se “celebrarán” los quinientos años de la llegada de Hernán Cortés a las costas americanas y, meses después, la destrucción de la Gran Tenochtitlan. Las maniobras ideológicas y políticas encargadas de nutrir y aprovecharse de estas probables “conmemoraciones” están en marcha. Ya se han constituido grupos de intelectuales encargados de elaborar los discursos adaptados a las circunstancias. Se ha previsto organizar “festejos” populares, visitas de embajadores especiales, las acostumbradas conferencias, coloquios y congresos. Los comunicadores preparan ediciones de libros, el rodaje de películas, etc. Todos los involucrados están trabajando con mucha diligencia, ya que empieza a fluir el dinero, o por lo menos algunas promesas de que así suceda.

Así, con mucho sigilo, está en camino la elaboración de los elementos de unos posibles “festejos” de esa “conmemoración” que, para algunos, se merecen los fetichismos de tales fechas. Pero la efervescencia que se percibe en el ámbito de los interesados no es notoria a la luz pública porque varios de los inspiradores de estos posibles acontecimientos futuros se acuerdan de la recepción ambigua y, en algunos casos, de plano hostil que tuvo el pasado “encuentro de dos mundos”. Suponemos que muchos de los intelectuales consultados se dan cuenta del estado emocional de los mexicanos, hoy en particular sensibles, para no decir más, frente a la situación política y social del país. Pero no dudo de que, desde lo que se podría llamar el campo hispanófilo o, más generalmente, occidentalófilo, haya personas poco sensibles y que no puedan entender las reticencias de ciertos mexicanos para pensar en festejar la llegada y el triunfo de Cortés.

Desde la tradición de escritura europea de la historia americana, la victoria de este último es considerada como una de las grandes hazañas mundiales y coloca a Cortés, con abierta naturalidad, en la misma cohorte que Alejandro Magno, César, Napoleón y la infinidad de generales victoriosos que cada tradición nacional tuvo a bien inventarse. También es probable que desde la nebulosa indianófila algunos estén empezando a pensar en ese gran momento que parece serles una ocasión importante para hacer oír sus voces. En los pequeños grupos de activistas, divididos a su vez en una infinidad de grupos y capillas, aún no fluye mucho el dinero, pero ya vendrá. Parece que la retórica ya está lista, aunque, como siempre, se apuesta mucho por la improvisación.

De esta manera, creemos, no podremos escapar de un ruidoso carnaval, en pro o en contra, que acompañe estas “conmemoraciones”. Pero tampoco dudamos de que algunos colegas universitarios, por su parte, hayan empezado ya a reflexionar, fuera de todo intento de mediatización, sobre lo que hoy pueden representar esas fechas, y a lo mejor tendremos hermosas sorpresas. Pero el secretismo y la división del trabajo universitario son tales que con dificultad podemos construir o tan sólo imaginar un poderoso movimiento de destrucción/renovación interpretativo sobre lo que pudo significar la intrusión occidental en estas tierras.

Antes de dejar este punto introductorio debemos recordar que si bien existen grupos indianófilos, a veces muy ruidosos pero que producen pocos textos, existe en paralelo a esta nueva defensa del indio una tendencia académica light abocada, bajo el manto renovado de la ciencia y/o de la objetividad, de manera clara o encubierta, a la reconstrucción y difusión de la idea de que la conquista, fuera de algunos acontecimientos “deplorables”-y que estos nuevos cruzados condenan en nombre de los derechos humanos pisoteados sin duda alguna- fue a fin de cuentas un evento benéfico para los pueblos americanos y sus culturas. Gracias al afectuoso y desinteresado celo de evangelizadores, tan visionarios y humanistas, quedó a salvo lo esencial de los legados de las antiguas culturas americanas. Ese constructo imaginario era ya evidente en la obra de Miguel León-Portilla, quien pretendió hace ya algunos años haber recuperada, casi por sí solo, una “antigua palabra” que se creía perdida. Pero ese relato del “rescate” está en camino de ser hoy opacado con una teoría general etnohistórica que propone que los “pueblos originarios” de hoy no están muy lejos en lo fundamental de sus antepasados y que, por lo tanto, traspusieron cinco siglos sin perder nada de lo esencial de sus culturas.

Es evidente que, si así fue, la no-historia de quinientos años de estas comunidades, que un tiempo se deploró, regresa al limbo historiográfico y, por lo tanto, se puede afirmar con cinismo que la conquista no representó ningún trauma de consecuencias para las antiguas culturas americanas ni sus descendientes. Y nada más los necios pueden mostrar interés en “repensar la conquista” o la naturaleza del añejo e inevitable “problema indio”, si es que éste aún sigue siendo objeto para pensarse. Pareciera, otra vez, que para algunos de estos defensores de los “pueblos originarios” las dificultades de estos sobrevivientes se pueden solventar con facilidad, como en tiempo del antiguo indigenismo estatal, por leyes, reglamentos y decretos y el reconocimiento de los poco claros derechos ancestrales.

También, conociendo la importancia en México de la “Historia Conmemorativa”, podemos augurar que se podrán “legítimamente” festejar o conmemorar estos quinientos años y podremos oír grandes peroratas de “humanistas” al discurrir sobre la importancia del acontecimiento y el legado de los dichos pueblos originarios, junto con la aplicación de espectaculares medidas administrativas, pero inoperantes, encargadas de recordar, o de hacer como si se reconociera, “la deuda” que la Nación tiene con estos hermanos que la historia ha maltratado.

Historia e identidad

No vamos aquí a recordar, en una revista de historiografía, la importancia fundamental que tiene el relato histórico, real o imaginario, para la identidad de los miembros de una comunidad que lo compartan. Sin historia no hay identidad colectiva sólida y coherente, sino sólo una máscara ambigua que esconde por lo general las posibles violencias interétnicas o la existencia de un racismo que, aunque desdibujado, no es menos feroz. Hace años el reconocimiento claro de la existencia en México de un racismo que no podía exteriorizarse -ya que era del orden de lo impensable- nos llevó a intentar entender las diferentes representaciones “del indio” construidas durante cinco siglos y, en particular, a repensar la naturaleza del relato del evento fundador de la historia mexicana: la conquista, piedra angular de las futuras capas de escrituras del indio como sujeto colonizado.

La investigación nos llevó así, aunque pueda parecer atrevido a algunos, a preguntarnos sobre los fundamentos históricos que sustentan una maltrecha identidad mexicana.

Las ausencias del Estado

Son muchas las voces que hacen notar hoy que jamás el Estado nacional se ha encontrado tan desacreditado, que tan clara es la “ausencia del Estado”. Los ciudadanos, sometidos a la violencia de la calle, a la omnipresencia del crimen organizado, ya no creen en su personal político. La presidencia, bastión antaño de la representación nacional, está desprestigiada en su totalidad; todo lo político lo está también, a causa de la magnitud de la gangrena de la corrupción que ha llegado a todos los engranajes de la vida política y administrativa. En este reductor “todos podridos”, la tentación sería confiar en un mesías que hiciera valer su honestidad, como si esto solo pudiera ser una garantía de futuro y de capacidades para gobernar. Pero es probable que en esta solución del jefe carismático esté el riesgo, para la colectividad, de perder lo poco democrático que queda en el funcionamiento cotidiano de la sociedad nacional.

Para un observador historiógrafo parecería que México está enfermo de su identidad. Que su historia está enferma. El relato histórico compartido, carcomido por los desgastes del tiempo, pareciera indicar que su imaginario histórico creativo ha caducado. Ese deterioro probablemente no es de hoy, pero sí parece muy claro que esta enfermedad se ha agudizado.

Desde los años setenta del siglo pasado muchos investigadores empezaron a interrogarse sobre “la crisis de identidad del mexicano”. Se buscaba armar una serie de artefactos educativos y sociales para acabar con ese sentimiento doloroso que empezaban a resentir algunos jóvenes que intentaban pensarse fuera del ombliguismo nacional. La tradición política autoritaria del Estado priista, en los años sesenta y setenta, ya no encontraba legitimación popular. Las investigaciones sobre la naturaleza de ese desafecto no desembocaron en la posibilidad de pensar, ni menos de poner en duda, el núcleo fundamental, la esencia del mexicano: la ideología mestiza.

Todos sabemos que desde la Revolución el nacionalismo mexicano había sostenido, a través de la enseñanza y los diversos niveles de representaciones colectivas, la existencia y perdurabilidad de este núcleo nacional inmutable: el mexicano como mestizo. Hoy es ese núcleo el que pareciera que está en cuestión. No es aquí el lugar para recordar las luchas de las minorías sociales y culturales en los últimos cuarenta años, las cuales han mostrado que el arquetipo mestizo ya no podía asumir las nuevas esperanzas de los mexicanos y mexicanas de carne y hueso. Cada quien con sus diferencias genéricas y sociales.

De la crisis identitaria a “repensar la conquista”

Cuando hace casi quince años invitamos a maestros y alumnos universitarios a conformar un grupo de investigación sobre el tema “Repensar la conquista de México”, no previmos que desde ese primer llamado empezaría a conformarse con presteza un grupo de investigación entusiasta y dinámico. Esa apuesta no era, para nada, inocente ni estrictamente académica. La intención originaria fue que, de manera colectiva, nos abocáramos a la tarea nada sencilla de “de-construir” el conjunto de relatos compartidos en México -así como en la cultura mundial- sobre la conquista de México. Éramos conscientes del tamaño de tal empresa, pero no éramos los únicos en intentar esa tarea, ya que las ambigüedades de los discursos generales sobre la esencia de las naciones se volvían intolerables también para otros investigadores en varios países. Me parecía entonces, y me sigue pareciendo hoy, que reexaminar una vez más ese relato general tan bien “conocido” era impostergable, ya que desde su origen estuvo dotado de un ambiguo y maléfico poder historiográfico. También debo reconocer que ese intento de pretender sacudir las certezas historiográficas nacionales no podía ser nada más una mera invitación académica, sino, por los resultados que se esperaban, del todo política. Nuestro coraje, además, se nutría de todos los intentos de construir una “conquista” soft, cuando no es el caso, como ocurrió en la edición 2000 de la Historia general editada por El Colegio de México, la casi desaparición del relato del momento “conquista”. Ésta quedó resumida en dos o tres páginas, con el argumento falaz de que en los capítulos siguientes se podría tratar de ella, lo cual no ocurrió. La evaporación de algo tan fundamental para el imaginario nacional y su interiorización por los ciudadanos, nos llamó con fuerza la atención y fue un acicate doloroso para mantener nuestra vigilancia investigativa.1

Considerábamos que desde hacía treinta años la dinámica historiográfica mexicana se había estancado y esto nos parecía bastante grave, porque se podía temer que los cambios acelerados en los procesos culturales y sociales ocurridos en México en las últimas décadas, nos llevarían con rapidez a situaciones sociales caóticas que el aparato represivo no podría aplastar, como fue el caso en el 68 o en los años de la “guerra sucia”.

Si nuestra invitación nos parecía “política” en lo fundamental, no lo era en el sentido de defensa de una política partisana o partidaria, de grupos o capillas de diferentes colores, sino en el sentido más general de repensar de nuevo lo político, única reflexión sobre el imaginario colectivo capaz de generar una nueva conciencia política. En resumen, nos parecía que México se merecía un nuevo relato histórico nacional sobre la conquista, encargado de sostener la construcción de identidades nacionales liberadoras, múltiples y diversas.

Nuestro objetivo inmediato no era establecer una nueva doxa sobre ese magno evento, sino reflexionar historiográficamente sobre lo que considerábamos como una serie de bloqueos historiográficos, que afectaban de manera drástica la posibilidad de escritura de ese nuevo relato. Porque en este intento no se trataba de visualizar y analizar simples insuficiencias metodológicas o documentales que, armados de nuevos dispositivos “críticos”, podríamos remediar y enmendar, ni tampoco de recuperar partes, actores, acciones olvidadas de esa conquista para parchar, remozar y pintar con nuevos colores más fashion un edificio discursivo añejo y familiar, pero decrépito y anacrónico en su totalidad.

Lo que pretendimos fue inaugurar el movimiento de un pensar global sobre la naturaleza del relato que hace de la conquista un parteaguas en el Mito Nacional.

Más que un simple punto de origen, nos parecía incluso que ese relato determinó durante siglos, y negó de manera drástica, las posibilidades de decir, con un mínimo de coherencia, el antes y el después de ese magno evento.

Es decir, que las ambigüedades del relato de ese punto cero de la historiografía nacional impiden aún hoy escribir relatos más transparentes sobre el mundo que se estaba desbaratando con la violencia de la conquista, ese antiguo mundo americano, complejo y variado, que asimismo indujo ambiguos relatos sobre lo que se estaba edificando durante el periodo colonial.

Así, no se trata en exclusiva de repensar “el momento conquista”, sino también de analizar el deletéreo efecto que esa doxa tuvo sobre la conciencia histórica nacional.

Pero invitar a repensar la conquista de México es una cosa; lograrlo es otra. ¿Cómo no quedarnos sólo en el mero deseo, en la simple expresión de un mal sabor de boca historiográfico? ¿Cómo pensar de nuevo ese evento de manera decidida y eficaz?

Repensar la Conquista

Me gusta mucho recordar que ya hace muchos años, casi cuarenta, mi maestro Ruggiero Romano, justo al empezar su libro Los conquistadores2 se preguntaba si su empresa era justificada, si había algo nuevo que decir sobre el acontecimiento “conquista” y sus actores, si en realidad valía la pena visualizar una vez más una película cuyas peripecias eran harto conocidas, un evento sobre el cual todo parecía haberse dicho ya. Esas preguntas eran sin duda un tanto retóricas para Romano; de otra manera no hubiera escrito dicho libro, redactado al margen de una gran obra dedicada a la historia económica de América Latina. No queremos entrar aquí en el análisis de esa pequeña obra, sino más bien recuperar ese sentimiento de déjà vu, expresado por Romano, como si el relato de la conquista de México, después de haber sido formulado y salmodiado durante siglos, hubiera agotado todas sus posibilidades analíticas y de producción de sentido.

Porque es cierto que nuestro “repensar la conquista” no podía esperar proponer otro posible desenlace para ese evento, y más si consideramos la “conquista” no nada más como un conjunto de batallas y destrucciones provocadas por la intrusión occidental. Su resultado dramático para los pueblos americanos es harto conocido, pero, a condición de no dejarse ganar por el pathos y la indignación moral actual, es evidente que el re-examen de los relatos de esos inaugurales encuentros guerreros nos mostraría que resta mucho por hacer para entender la lógica del “triunfo” de esas entradas conquistadoras. Por ejemplo, considerar a Cortés como a uno de esos “genios que dominan la historia” o uno de esos seres perversos que llenan la historia con sus crímenes, es erróneo por igual. Estos superficiales análisis “moralinos” sólo permiten que se escatime la explicación de cómo funcionaba el espacio americano en el cual se desarrolló esa empresa, y permite seguir con la enunciación y fortalecimiento del discurso de la impotencia de las poblaciones americanas.

Así, más allá del intento de reconstruir con un mínimo de coherencia esas cabalgatas guerreras y sus efectos sobre las sociedades americanas, concebimos también como tarea fundamental de ese seminario pensar el efecto que el relato de este acontecimiento tuvo en su reactualización secular en la conciencia de sí de los mexicanos y latinoamericanos.

De quién es el sello “conquista”

Uno de los grandes problemas para repensar la conquista hoy, como cualquier momento del relato nacional heredado llamado Historia general de México, es el de pensar la naturaleza de las fuentes que utilizamos, o se utilizaron, para relatar lo ocurrido a lo largo de los siglos.

La primera paradoja es que el acontecimiento que lo funda, “La Conquista”, no pertenece en exclusiva a los mexicanos, ya que los primeros relatos fueron escritos como legitimación de una empresa de colonización territorial e imaginaria hispana, cuyo objetivo claro era hacer desaparecer al mundo precedente de la manera más radical posible. Las historias de la Nueva España, lo queramos o no, pertenecieron durante siglos a la Historia general hispana y, a través de ella, a la Historia de la expansión cristiana occidental, y es dentro de ese cuadro general donde se desarrolló y legitimó su escritura.

Con la constitución de una Historia general de Occidente, a partir del siglo XVIII, ese relato del evento conquista cambió de manos, escapó al mito de la Hispania vitrix, para volverse uno de los grandes hitos de una Nueva Historia Universal. Por eso en las librerías son escasas las “Historias de la conquista” producidas en México, y cuando las hay cohabitan con muchas otras, producto de otras tradiciones nacionales historiográficas -inglesa, francesa, alemana, etc.- que se definen por su pertenencia a esa Historia Mundial.

Mexicanizar la conquista

En las primeras décadas del XIX el problema para la elite ahora “mexicana” fue el de escribir un relato histórico capaz de sostener un nuevo consenso político. Si, según la explicación en boga en la época, la historia de la nación era el relato de un pueblo en marcha, construir ese gran relato se volvía difícil porque los individuos que hubieran podido estar incluidos en ese “pueblo” no tenían ningún derecho político real, ni se consideraba que pudiera reconocérseles antes de mucho tiempo.3 Estaban demasiado hundidos en su atraso y “bestialidad”, según la elite contemporánea, como para que fueran reconocidos de verdad como auténticos ciudadanos. 4

El hecho de que se hubiera declarado el fin de los estamentos y privilegios del Antiguo Régimen después de la Independencia con la proclamación de la igualdad de todos los ciudadanos, esto no impedía considerar de nuevo la condición “miserable” del indio-ciudadano, el “supuesto Indio” de algunos textos.5 Este concepto jurídico de “miserable”, heredado del antiguo Derecho indiano, que ofrecía de hecho protección jurídica a ese “miserable”, se volvió ahora moral y casi sinónimo de incapacidad congénita, hasta que la “raciologización” de las categorías sociales, en la segunda mitad del XIX, llegó a encerrar al ahora “indígena” en su cárcel antropológica de la cual no podría salir solito, si no fuera por la acción del Estado y sus tropas antropológicas, y esto a condición de despojarse de una vez y para siempre de todo lo que podía constituir su especificidad otra.6

Ahora debemos preguntarnos si no había alguna trampa, escondida en nuestra ingenuidad misma, de creer que impunemente se podía repensar la conquista.

La Conquista de América, como ya lo hemos señalado, es una pieza fundamental del imaginario histórico mundial desde hace varios siglos, con toda la ambigüedad que pueda tener como consecuencia sobre los imaginarios mexicano y latinoamericano.7 Por lo tanto no es nada extraño que la conquista llame la atención de muchos intelectuales extranjeros, como me ocurrió a mí hace más de cuarenta años. Como no podemos impedirlo debemos tomarlo en cuenta con mucho cuidado, ya que es ese mismo imaginario, en alguna parte común, que construyó en el siglo XX el sentimiento de solidaridad entre los pueblos, que a la vez atrae turistas, o entusiasma, hasta la fecha, a los neozapatistas franceses e italianos.

Por eso no queremos sumarnos al coro de lamentaciones indignadas que a cada cierto tiempo denuncian la intromisión de los extranjeros en los estudios mexicanos de antropología o historia. Sólo queremos insistir aquí en el hecho de que debemos repensar la historia de México a partir de las necesidades históricas imaginarias del país, y para ello quizá deberemos luchar contra, o por lo menos desconfiar de, la imposición de ciertos esquemas de explicaciones provenientes de una simbólica exterior, aunque sean retomados por investigadores nacionales seducidos por los oropeles parisinos, londinenses o madrileños, o por simple ingenuidad. El ejemplo de los trabajos de un investigador “parisino” como Christian Duverger es paradigmático, aunque en Francia éstos no tengan prácticamente ningún peso en los círculos académicos dedicados a intentar pensar América. En México éste es recibido, en ciertos medios intelectualoides, con bombos y platillos.

Durante años, Duverger solito pretendió reescribir toda la historia mexicana desde las primeras lejanas migraciones hasta la conquista. El extraño mundo de los arqueólogos e etnohistoriadores, fuera de algunas honrosas excepciones capaces de análisis crítico, no se atrevió a analizar y criticar con seriedad sus “tesis revolucionarias”.8 Una cierta indignación logró florecer cuando se atacó de frente a la escritura de la conquista, primero con su “biografía” de Cortés y después con esa estrafalaria novela donde pretendía mostrar que Bernal Díaz del Castillo no era ni podría ser el autor de su verdadera crónica. Llega incluso a pretender que quizá no existió ese personaje o que por lo menos no fue actor de la conquista que cuenta, sino que esa obra, que se considera en ciertos medios como fundamental, fue de la mismísima mano de Cortés. Pero según él, esa escritura excepcional no fue suficiente para el “genio político” de Cortés, sino que también dictó a López de Gómara otra crónica, creó el artificio de una pelea interpretativa entre los dos pseudoautores. Las protestas, tímidas, contra estas grotescas invenciones historiográficas no impidieron, ni impedirán, que, sostenidas por campañas mediáticas, sigan difundiéndose en la opinión y el saber mexicanos.

No existe la noción de crimen cultural, y es mejor así, porque podemos pensar lo que esta noción pudiera tener entre ciertas manos, pero es evidente que si en París u otras capitales, en los salones de “gente bien”, se pueden apreciar las “hazañas” del señor Duverger, la difusión masiva y después su integración paulatina en América, lo queramos o no en el saber histórico compartido en México, es un auténtico crimen en contra de las posibilidades de pensar un México nuevo.9

Mapas historiográficos de América

Existe una lógica colonial, lo queramos o no, en los textos que sostienen una historia americana en los siglos XVI, XVII y XVIII; y si esta colonialidad no aparece hoy con tanta claridad, es porque estos textos han sido re-visitados a partir de los siglos XIX y XX y “resignificados” como “fuentes para la historia mexicana”. A lo largo de las manifestaciones textuales de nuevas necesidades ideológicas se redistribuyeron premios y estrellas a supuestos buenos discursos y prácticas colonizadoras, como las de los franciscanos y Tata Vasco, y se les negaron y continúan negando a los responsables malvados de la “Destrucción de las Indias”, cuyo arquetipo sería Nuño de Guzmán. El problema es que esta oposición está pensada desde la lógica de la gramática civilizatoria occidental, porque, visto desde América, no hay buenos colonizadores, sólo hay métodos más o menos violentos de destruir, de desertificar o de cohabitar con sobrevivientes. No se debe jamás olvidar que la cohabitación entre religiosos e indios, por muy pacífica que se la quiera hacer parecer, siempre tiene como consecuencia la desaparición física, o por lo menos la lumpenización cultural y, a fin de cuentas, el etnocidio.10

En el siglo XX, la dimensión occidentalizante del relato América, llamada en general eurocentrista, inaugurada desde la primera “invención” de las Indias por Colón, siguió omnipresente. Pero en el siglo XX y en la actualidad, darse cuenta de ese fenómeno se ha vuelto mucho más difícil porque ya no se trata de afirmar en la escritura de América el “destino manifiesto del elegido pueblo español”, como en los siglos coloniales, o como en el XIX el triunfo del credo de la modernidad capitalista e industrial visible a través del ambiguo lente de la democracia política representativa.11 Desde los festejos del Cuarto Centenario de la llegada de Colón se puede notar cómo las elites latinoamericanas, a través de las ficciones de la instrucción y el desarrollo financiero, son conscientes de pertenecer a la historicidad global que inauguraron los pensadores de la Ilustración. Por eso se tiene que construir la ficción de que la gran mayoría de los conquistadores hispanos fueron unos humanistas sabios y esclarecidos que sólo pensaban en la felicidad de los pueblos americanos.12

Al construir a estos lejanos ancestros como muy presentables en el “tribunal de la Historia”, dichas elites podían tener la conciencia tranquila y seguir desarrollando en sus países el despojo a sus indígenas de lo poco que aún les quedaba. Pero es evidente que en estas representaciones históricas de sí mismos borraban todas las huellas más aparentes de lo que hoy se podría llamar la colonialidad.13

La unificación simbólica del mundo del siglo XX, producto de la globalización económica, en particular a partir de los años setenta de la centuria pasada, volvió opaco el lugar desde donde se escribía América. Al realizar, o imaginándose que se realizaba, el ideal cosmopolita del hombre ilustrado, el intelectual latinoamericano o “mexicano” podía vivir a plenitud, como diletante, la ilusión de ser por completo francés en París, a la vez que inglés en Londres, irlandés en Dublín y disfrutar de Nueva York sin remordimiento alguno.

Durante ese siglo, y participando a su manera machacadora y sistemática de ese mismo confortable cosmopolitismo ilustrado, los europeos, a través de instituciones culturales como los congresos internacionales de americanistas, por ejemplo, pretendieron volverse una vez más los amos de la escritura de América, estructurando un nuevo saber “Americanista”, reinterpretando, refuncionalizando, los tropos que les parecían menos obsoletos de las anteriores escrituras de América.

Pero la constitución y prácticas de un saber México no pertenecían a una naturaleza idéntica a la que constituía la “ciencia europea”, sino a un espacio imaginario de confines. El rigor historiográfico que presidía a la escritura de la historia europea no se trasladaba a este caso. Ya que América pertenecía, desde hace siglos, al universo imaginario europeo, se diluyó ahí el rigor historiográfico, y muchos esquemas historiográficamente atrasados que los intelectuales europeos verían con horror aplicados a hombres y sociedades suyas, pueden ahora ser propuestos sin ningún tipo de problemas mayores en la edificación de una “historia americana”.

En México, en general, no se ha prestado mucha atención al problema de intentar pensar los lugares de esa geografía simbólica desde donde los saberes académicos son construidos y toman su legitimación, aunque no faltan los marcadores lingüísticos que nos señalen pistas para esa investigación tan necesaria, si en realidad queremos hablar desde México y para México. Por ejemplo, la omnipresencia del concepto de “humanismo” como el epíteto de “humanista” y todas sus declinaciones posibles, aplicado con tanta frecuencia, sin ninguna reflexión real, a todo tipo de personajes históricos de los siglos coloniales y subsiguientes, es una muestra de que en algún lugar de este discurso se intenta obviar la distancia entre el lugar desde donde se habla y el lugar de quien se pretende hablar, una de las características fundamentales de la producción histórica. Se finge hablar de personajes americanos cuando sólo se refrendan modelos de vidas ejemplares característicos de Occidente. Los retratos del rey Nezahualcóyotl, entre muchos otros casos posibles, son ejemplares de ese tipo de discursos con los que se aspira a mostrar a la antigua América, pero de hecho nada más se logran refrendar las fantasías anacrónicas del Logos occidental.14

Es suficiente con ir a una librería para darse cuenta de la omnipresencia actual de textos producidos en Europa y desde Europa. La escritura de la conquista de México ya no pertenece solamente a su “mundo natural”, el mundo de la historiografía mexicana (“herederos” de los conquistados) o hispana (“herederos” de los conquistadores). El hecho de que la conquista de México haya sido cooptada por la historia mundial e incluida entre las grandes hazañas conquistadoras del mundo, no se traduce en exclusiva por esa impresionante producción que sin duda influye por sus interpretaciones en la producción nacional, sino que tiene efectos aún más perversos. Podría ser una tarea para el futuro analizar el ambiguo papel tanto de las instituciones académicas, como de ciertos aparatos culturales del primer mundo, periódicos, editoriales, becas, etc., en la perennidad de ciertos mitos arcaicos en la historiografía mexicana. Para ello habría que considerar la cantidad de premios, decoraciones y felicitaciones diversas que éstos otorgan a algunos santones de la historiografía nacionalista mexicana. Ese aval internacional favorece el monopolio que estos caciques académicos y sus seguidores ejercen en el control de la enseñanza, la investigación y la difusión de dichas propuestas historiográficas arcaicas.15 Sin ser de verdad dramático, a modo de primera conclusión, podríamos proclamar a México en estado de urgencia historiográfica.16

Ascensión y muerte del mestizo

La situación política y cultural en México ha evolucionado de manera acelerada en la última década, y el discurso nacionalista que hacía del mestizo la figura fundamental, el sostén y futuro de la nación, ha tenido que dar paso a la reivindicación de un México pluri o multicultural, impuesto por las luchas “comunitaristas” de los diferentes grupos étnicos en pos de reconocimiento político y cultural. Creo que es útil aquí recordar que muchas de estas luchas son muy anteriores a la emergencia a la luz pública del neozapatismo chiapaneco, luchas que, hasta cierto punto, este movimiento hipermediatizado ha quizá opacado, si no es que trastocado hasta lo profundo.17

No viene al caso enumerar aquí todas las esperanzas de las cuales un nuevo México es portador, ni tampoco los frenos a los cuales estas esperanzas tendrán que enfrentarse. Pero en el orden historiográfico está hoy muy claro que el historiador o el científico social que intente pensar América, y más aún un acontecimiento cargado de violencia simbólica como la conquista de América, no debe olvidar que toda palabra vertida en ese proceso puede a la larga producir sangre, lágrimas y violencia. Y si sucumbimos a esa tentación de asumir el papel del profeta, que es siempre muy tentador para el historiador o el científico social, podemos decir que nos parece que la fundamental herida abierta por la conquista hace cinco siglos, no está aún sanada y que un absceso purulento impide desde hace siglos que se gesten identidades populares liberadoras.

El relato de la Conquista entre historia y antropología

Por otra parte, la principal dificultad y ambigüedad de un proyecto de repensar hoy la conquista de y desde México, podría provenir de que en este país no hubo, sino hasta fechas muy recientes, intentos de construir un pensar historiográfico radical y, menos aún, sobre ese periodo fundamental.18

La adopción de la identidad mestiza como fundamento nacional es el espejismo que permitió, tal vez durante un siglo (1860-1960), “olvidarse” de pensar las antiguas culturas americanas en sus densidades historiográficas propias; sólo fueron tratadas en la dimensión estructurante y uniformizante de la antropología, lo que permitía evacuar en cierto sentido lo que había sido para ellas toda historia y, en particular, el evento conquista.19 Desde el intento abortado de Carlos María de Bustamante en las primeras décadas del siglo XIX, prácticamente jamás se volverá a intentar pensar en realidad “una historia de los indios”, o pensar el period precolombino como auténtico prolegómeno de la historia nacional.20 El indio vuelto “Problema Nacional” debía a toda costa ser “redimido” y nada más podía tener un devenir “histórico” con su asunción o su desaparición en la fusión mestiza nacional o, para otros, en el anónimo futuro proletariado agrícola de un anhelado y aséptico México socialista.

La solución al “problema indígena” o “indio”, como restos fósiles de situaciones históricas anacrónicas, plantas parásitas y venenosas de la “evolución natural del pueblo mexicano”, frenó el desarrollo nacional, se volvió así un mero problema técnico-administrativo que los especialistas de la antropología mexicana, nacionales o extranjeros, se encargarían de resolver. Esa división del saber, Antropología versus Historia, adoptada por la elite cultural mexicana en la segunda mitad del siglo XIX y retomada de la época de la Ilustración, consistió en que todo lo que tocara al indio fuera tratado más bien desde la antropología y todo lo que tocara a la sociedad mestiza, al México moderno, debería ser analizado con criterios historiográficos.21 Ello permitiría la emergencia de una historia nacional, pero una historia reducida al espacio de la capital y regiones vecinas como lo habían ya propuesto, a fines de la Colonia, los jesuitas exiliados Clavijero y Andrés Cavo.22

Estos criterios pueden ser múltiples, pero es suficiente con hacer el recuento de las escasas páginas en las cuales aparece la figura del indio en los relatos de historia contenidos en la actualidad en los libros de primaria, para darse cuenta de que en realidad no es objeto de historia un sector social que fue, durante siglos, mayoritario. Las ambiguas prácticas nacidas de la seducción antropológica impiden a los historiadores ver los monstruosos productos de esas relaciones perversas. El indio y sus historias siguen en México siendo presas de la antropología y eso en apariencia no molesta a nadie. Que esta confusión de registros analíticos se haya generalizado en Europa, desde hace casi un siglo, es una cosa, pero en esos países esa confusión no llevaba a muchas consecuencias sociales dramáticas, en la medida en que se aplicaba a objetos y sujetos de un pasado en general remoto: a la época medieval o a creencias populares por lo general campesinas de siglos anteriores a la modernidad. Los campesinos europeos sobrevivientes, los indios de allá, se manifiestan más hoy por el deterioro de su nivel de vida y su desaparición programada que por la imagen pésima que aún se sigue dando de ellos en los libros de historia, la prensa o el cine.

En México, la antropologización del indio ha tenido un efecto negativo mucho más perverso, no nada más sobre la historiografía nacional, sino sobre la suerte misma de los sujetos antropologizados. Esa antropologización tuvo como consecuencia la transformación de unos indios reales en indios folclorizados, despojados de la profundidad de sus antiguos signos de identidad colectiva, que es la marca de una posible historicidad propia. Hemos llegado, así, a esa total confusión y manipulación oportunista de la producción de miles de indios de papel, que vuelve titánica e improbable la tarea de una arqueología discursiva, único medio capaz de preparar el terreno para construir una historia antigua y una historia de cinco siglos del “mundo indígena”.

La construcción académica de la Conquista

En cuanto a la Conquista, vista desde la academia, el mundo profesional de los historiadores podemos considerar que coexisten dos grandes conjuntos discursivos que estructuraron, aunque sea de manera a veces contradictoria, el saber compartido actual en México acerca de ese acontecimiento. Los dos se elaboraron entre los años 1960 y 1980: uno fue producido por la escuela de historia de El Colegio de México y el otro en la unam, por el grupo estructurado alrededor de Miguel León-Portilla (MLP), “heredero” de los trabajos de monseñor Ángel María Garibay y -si creemos a Guillermo Zermeño- también por muchos aspectos de Manuel Gamio, aunque se puede considerar que el sobrino, MLP, logró voltear y vaciar gran parte del contenido de lo que había adelantado el tío.23 Como lo veremos, lo interesante es que en ningún momento esas dos “escuelas” intentaron llevar a cabo un científico enfrentamiento historiográfico, sino, al contrario, se asistió al reconocimiento tácito de un pacto de no agresión y a una respetuosa repartición del pastel historiográfico y de sus prebendas. Y es evidente que la figura identitaria de la mexicanidad construida después de la Revolución por los aparatos culturales del Estado, con la figura única del mestizo, permitió ese pacto de no agresión y así no prosperaron las protestas de O’Gorman ni las polémicas abiertas en los años cincuenta entre indigenistas e hispanistas.

Pistas para una nueva comprensión y escritura de la conquista

Para concluir estas reflexiones historiográficas generales sobre la escritura de la historia nacional, nos gustaría introducir algunos de los elementos que se han puesto a la luz en las reflexiones del seminario colectivo Repensar la Conquista.

Nuestra lectura de las fuentes clásicas de este evento partió de un intento de repensar el intertexto occidental que las sostenían y les daban sentido. Esto nos llevó a introducirnos en lo que los científicos sociales llaman a veces el background cultural de estos hombres que vinieron a hacer la América.

Nos interrogamos, por ejemplo, qué hacían realmente los cronistas cuando asimilaban a Cortés con Alejandro Magno o Julio César. ¿Simples referencias literarias? Si bien en el caso de Alejandro se trata de la feliz hazaña de un aventurero, esta yuxtaposición con Cortés no se refiere sólo a otra figura guerrera ejemplar. Si buscamos mejor en el imaginario de la época, vemos cómo Alejandro, vuelto casi un caballero cristiano en los siglos XV y XVI, es también un conquistador de las Indias, las otras. No es un simple general griego, ya que pretende ser el hijo del Dios Amón desde la visita a su templo en Egipto.24 Pero su expedición hacia las Indias no es, según la tradición literaria tejida alrededor de Alejandro, la primera que un dios blanco lleva a cabo en esas tierras; de hecho es la tercera visita de un dios después de Liber (bajo las figuras de Baco o Dionisio), y el macedonio también sigue las huellas de Hércules. Lo interesante es que esos indios esperan su visita y, sobre todo, sus reyes están muy ansiosos por entregarle sus imperios. Una vez sobrellevadas las dificultades debidas a la geografía y a ciertas incomprensiones mutuas, se consuma el feliz encuentro y el rey de Indias entrega su imperio. Alejandro, magnánimo, lo confirma en su trono, aunque esta vez, feliz, aparece como súbdito. Creemos que esta fábula construida alrededor de esa figura de Alejandro es adaptada para Cortés y por los diferentes cronistas, entre quienes Sahagún le da en su libro XII un relieve muy notable.

Con la conciencia de que la verdad de las crónicas pertenece antes que todo al imaginario occidental, nos podemos imaginar cómo y por qué Cortés y, después, el buen fraile, desarrollan la ficción de la entrega del imperio por Motecuhzoma. Es evidente, para nosotros, que ese tlatoani jamás tuvo intención de rendir su imperio, e incluso podemos pensar que él jamás fue consciente de que éste le perteneciera como propiedad y, por lo tanto, que pudiera “entregarlo”. Pero la ficción de esa entrega es en su totalidad necesaria para justificar el derecho de Cortés como fundador del imperio y, con esta intervención, el derecho de colonización por parte del Imperio hispano. Esta supuesta rendición tiene muchas implicaciones. La más importante es poder considerar a la corona de Castilla como auténtica poseedora de estas tierras ya que fueron entregadas “de manera voluntaria”. Los espíritus escépticos responderán que ya el papa había repartido el mundo al ceder las futuras tierras americanas a dicha Corona. No queremos negar el poder de esa decisión pontifical, pero es evidente que las otras potencias tenían justo título a preguntar por qué se les había excluido de la “herencia de Adán” y relativizar en mucho tal poder de decisión. La ficción de la entrega fue por eso necesaria, para reforzar esa legitimación de la presencia hispana y ante todo porque era “para bien” de las poblaciones, pues se les arrancaba así de las garras demoniacas.

Pero el aspecto más fundamental de esa ficción no es proponer en exclusiva una bonita visión de la justificación occidental. De manera muy práctica, cuando Cortés inventa el poder absoluto de Motecuhzoma construye y afianza su propio poder. Si para Cortés esa construcción simbólica estaba todavía poco estructurada en sus Cartas, en el libro XII del franciscano Sahagún el exempla se desarrolla sobre decenas de páginas. Si los dos utilizan una misma figura simbólica -la del conquistador de Indias-, cuando el clérigo redacta el códice florentino ya las primeras críticas a la presencia hispana se han hecho en Madrid y diversos lugares. Ya está en acción el dominico Las Casas, quien interpela la propia conciencia del emperador y le expone su responsabilidad moral por estos crímenes. Podemos pensar que el desarrollo del libro XII es una especie de respuesta a las denuncias del dominico. Con esa ficción no hubo tales crímenes en la conquista de México y, si hubo violencias, la culpa la tuvieron los propios indios. Fueron rebeldes al poder legítimo que, aunque ya en manos españolas, seguía siendo el poder legítimo, en fin, visto desde la mirada occidental. Incluso fueron rebeldes por partida doble: además “mataron” a su rey legítimo, cuya presencia conservaba la dignidad real.25 Y es ese estatuto de rebelde el que legitimará que se hiera como esclavos a los guerreros vencidos después de la destrucción de la capital, por ejemplo.

En el relato de Sahagún vemos cómo éste reorganiza con ta- lento las figuras retóricas tradicionales del “relato conquistador” que existían en la cultura occidental, por lo menos desde el año 1099, cuando los cruzados conquistaron por primera vez a Jerusalén. En la Canción de Antioquía,26 uno de los primeros textos que se difunden en Occidente después de la toma de Jerusalén, se nos describe a un inmenso ejército sarraceno, armado hasta los dientes, al cual se va a enfrentar el pequeño ejército de los cruzados hambrientos y mal armados. Todo parece inclinarse de modo inobjetable hacia el triunfo de los moros. Pero Dios quiere que se libere su casa, Jerusalén. Interviene en el relato una mujer, la propia madre del jefe infiel, que muy angustiada interpela a su hijo. Cuando éste le responde que sí tiene la intención de pelear con esos “francos”, la madre, desesperada, le recomienda no hacerlo porque ha leído en los libros antiguos las profecías de que éstos vendrían a dominarlos. También, consultando los astros, ha visto la derrota y muerte de su hijo. Estas afirmaciones cimbran las certezas del general y, al final, como al parecer la madre sabe tantas cosas, le pregunta si los jefes cruzados son dioses como se dice en su campo. Ésta responde que no. Esta información es suficiente para que el moro recupere todo su engreimiento y marche contra los cruzados.27 La madre, desesperada, emprende el regreso a su casa.28 Vemos así que los mitos de las cruzadas comportan por lo común esa parte de informaciones mandadas por Dios, ya sean antiguas profecías o presagios insistentes más inmediatos. Éstos son siempre recogidos por una figura profética. En el caso de la Canción de Antioquía, por la madre del general moro, cuya descripción física parece ser la de una especie de sabia hechicera inspirada por Dios; para Sahagún el verdadero profeta es Motecuhzoma. Los presagios son para él, él los interpreta y sabe que es el fin de su imperio ya que los dioses están de regreso como lo anunciaban las “antiguas profecías”. Pero este Motecuhzoma es un personaje de ficción, como es ficción su entrega del imperio; nada más toma sentido en el relato que organiza Sahagún.

Así, nos parece evidente que las explicaciones psicologizantes sobre el temor y la angustia que hubiera provocado la llegada de los españoles en el Anáhuac, son parte de las fábulas que fueron necesarias para estructurar un mito de fundación del poder hispano cristiano y fueron adoptadas por los constructores de una identidad nacional para justificar la negación y el aniquilamiento de todo lo que pudiera existir como herencia de los pueblos americanos.

Estas propuestas de interpretaciones nuestras de una nueva lectura de las fuentes clásicas sobre “la conquista”, encuentran serias resistencias para su difusión, ya que, prácticamente, todos los medios de publicación están ligados, de una manera u otra, al aparato estatal. La dominación monolítica nacionalista que pretende que los presagios y las profecías son de origen americano, se opone a toda revisión de esa glosa arcaica. La conciencia de la urgencia historiográfica -entrevemos-, si estuviese compartida podría animar la investigación sobre ese periodo fundamental, pero vemos cómo, al contrario, al ser marginal, provoca sólo el aumento de las resistencias y la cerrazón a toda nueva interpretación. Lo único que se permite, y aparece como “gran novedad”, es insistir en la participación de los aliados indígenas. Así, La Conquista no es de los hispanos, sino que se vuelve de los indígenas; pero tiene el defecto de insistir aún más sobre la necesidad de la tiranía mexica. Esto no nos parece ninguna novedad. Hace mucho se sabe que sin estos “aliados” Cortés hubiera sido barrido en algunas horas, a pesar de todos sus medios y artefactos militares. Tampoco es novedad cuando se pretende escribir “al revés” y hacer de Motecuhzoma el vencedor moral y Cortés un simple aventurero. Creemos que los trabajos que hemos desarrollado, desde hace más de diez años, en el seminario Repensar la Conquista, representan un auténtico y nuevo punto de partida para esclarecer, por lo menos en parte, la producción del relato sobre ese evento y la naturaleza historiográfica de estos textos.

Pero, a fin de cuentas, no solo creemos que durante años hemos desarrollado un simple trabajo académico. Lo que nos anima, como lo hemos señalado al empezar estas reflexiones, es el sentimiento de que nuestro México está en plena delicuescencia, que lo que está en entredicho son los fundamentos mismos de la nación. Si la historia se puede considerar como el fundamento de la identidad de los individuos que se identifican con ella, consideramos que los historiadores y, en particular los historiógrafos, es decir, quienes se interesan en pensar la naturaleza y la maneraen cómo se escribieron los relatos históricos, tienen un deber y un compromiso ineludible con el futuro de este país. Es esta conciencia la que nos mantiene firmes, a pesar de las censuras y de los rechazos a publicar nuestros ensayos. Al expresar este sentimiento no pretendemos aparecer como víctimas, como adolescentes que se quejan lastimosamente de la sinrazón de sus padres. Más bien reconocemos la dura batalla historiográfica que se da en la memoria mexicana, la cual provoca la existencia de lo que consideramos como una conciencia histórica esquizofrénica que impide un verdadero consenso nacional, a partir del cual pudiéramos llamar a la construcción de un nuevo México que se aleje, poco a poco, de la terrible violencia social y el resentimiento que cada día se manifiesta en la desaparición violenta de algunos ciudadanos inocentes, de manera significativa, de los jóvenes.

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1 Si la construcción de un relato de historia nacional en México empezó en el siglo XIX, no fue sino en las décadas posrevolucionarias y en la segunda mitad del XX, época de la profesionalización e institucionalización del mundo de los historiadores, cuando el relato de la conquista se volvió de verdad un elemento fundamental para la estructuración de una identidad nacional. No insistiremos aquí, por el momento, sobre esta elaboración; sólo mencionaremos que ese antiguo imaginario “decimonónico” de la conquista se ha vuelto caduco, lo cual no quiere decir que sus efectos en la conciencia histórica de los mexicanos no sean devastadores.

2Ruggiero Romano, Les mecanismes de la conquête coloniale: les conquistadores, p. 180.

3Como lo señala Manuel Gamio, Forjando patria, p. 71, este olvido de la mayoría de la población fue bastante radical: “Hasta la fecha, las Constituciones y Legislaciones de México Independiente, habían sido derivadas exclusivamente de las necesidades de este segundo grupo (europeos y mestizos) y tendieron a su mejoría, quedando abandonada la población indígena, más radicalmente que lo fue por los legisladores de la monarquía española, quienes crearon por el indio y para el indio las famosas Leyes de Indias, que constituyeron barrera poderosa”.

4El pensar de esta elite puede ser resumida en lo que pensaba Clavijero, considerado como uno de los grandes próceres pre-mexicanos. Lo que se podía pensar de la naturaleza del indio a fines del XVIII y principios del XIX, se puede encontrar explícito en su Historia de la Antigua o Baja California que nos ofrece un retrato de estos indios “salvajes, desnudos, desenfrenados y embrutecidos”. Por suerte, estos seres viciosos, con “poca sensibilidad y su inconstancia” fueron en parte domesticados por la “benevolencia de los predicadores”. Así, después de haber descrito la flora y la fauna, introduce la descripción de los habitantes con esta frase: “Poco diferentes de las citadas bestias eran en la manera de vivir los salvajes habitantes de la California”. Y si encuentra algún testimonio sobre un cierto nivel cultural, pinturas murales, cerámica, hábitats… todo esto, según él, sólo puede provenir de otros probables habitantes desaparecidos o, incluso, los famosos gigantes antediluvianos que, de existir -dice-, midieron cerca de once pies de altura. Francisco Javier Clavijero, Historia de la Antigua o Baja California, cap. XVIII, “Origen y carácter de los californios”, pp. 22-23. Clavijero resume al final que en cuanto a su alma, este indio no es distinto al resto de los hombres que viven la vida salvaje: “son rudos, muy limitados en sus conocimientos por falta de ideas, perezosos por falta de estímulo, inconstantes, precipitados en sus resoluciones y muy inclinados a los juegos y diversiones pueriles por falta de freno”. Pero no todo es negro en ese retrato del californiano: “carecen de ciertos vicios muy comunes entre otros bárbaros y aun en algunos pueblos cultos. La embriaguez, vicio dominante de los americanos, no está en uso entre los californios. No se hurtan unos a otros aquello poco que poseen, no riñen ni tienen contiendas entre sí los parientes, ni los que son de una misma tribu”. Concluye que estas bestias eran “sanos, robustos y de buena estatura […] y que entre ellos son tan raros los deformes como entre los mexicanos” Tampoco eran obstinados ni tercos, “sino dóciles y fáciles de ser conducidos a lo que se quiere”, y, por lo tanto, no hay duda para él de que “al cristianismo deben, entre otros beneficios, el de la paz y el de la caridad, que los ha unido en Jesucristo, haciendo desaparecer del todo sus antiguas discordias”.

5Vid. Magdalena Díaz Hernández, “La ontología del indio miserable: revisiones historiográficas desde la independencia hacia la conquista de México”.

6Gamio, Forjando patria, op. cit., p. 28: “Cuando, de acuerdo con el procedimiento integral hasta aquí delineado, hayan sido incorporadas a la vida nacional nuestras familias indígenas, las fuerzas que hoy oculta el país en estado latente y pasivo, se transformarán en energías dinámicas inmediatamente productivas y comenzará a fortalecerse el verdadero sentimiento de nacionalidad, que hoy apenas existe disgregado entre grupos sociales que difieren en tipo étnico, en idioma y divergen en cuanto a concepto y tendencias culturales”. El futuro de México pasa por la creación de una nueva nación en la cual serán incluidas estas “familias indígenas”, y esto debe ser la gran obra de etnólogos y antropólogos: “¡Pobre y doliente raza! No en vano te oprimió durante siglos un yugo dos veces tirano: el fanatismo gentil que deificó a tus monarcas sacerdotes; y el modo de ser brutalmente egoísta de los conquistadores que ahogó siempre toda manifestación, por sana y elevada que fuese, si provenía de la clase inferior. No despertarás espontáneamente. Será menester que corazones amigos laboren por tu redención”. Ibidem, p. 22. (Las cursivas son mías).

7Véanse las dificultades de pensar ese momento para un profesor norteamericano, por ejemplo en la videoconferencia de Matthew Restall, que se considera como uno de los grandes representantes de la Nueva Historia de la Conquista, “Cómo poner al revés una narrativa de 500 años: el caso de Cortés y Moctezuma”, pronunciado el 17 de septiembre de 2015 en el Instituto Colombiano de Antropología e Historia y disponible en <youtu.be/sd0asdawD3g>.

8Se debe señalar el intento de la revista Nexos para informar y problematizar las propuestas de este autor. Material disponible en su archivo electrónico: <http://www.nexos.com.mx/?cat=3181>.

9Por nuestra parte, con los compañeros maestros de la enah intentamos una reflexión crítica global sobre la obra de este “investigador”. Vid., por ejemplo: Guy Rozat y José Pantoja, El historiador de lo inverosímil. Para acabar con la impunidad de Duverger.

10Vid. por ejemplo las obras de Robert Jaulin, La paz blanca; El etnocidio a través de las Américas; y La descivilización.

11La crítica de la palabra “eurocentrismo” nos parece a todas luces insuficiente e incluso engañosa, porque da la impresión de que se trata de un simple error de superficie en la construcción del discurso sobre América y que los verdaderos “americanistas”, los que producen y viven de elaborar discursos “americanistas”, con vigilancia y armados de su buena voluntad, inteligencia y compromiso progresista o humanista, podrían evitar caer en ese despreciable “eurocentrismo”. Producirían así un americanismo puro, no contaminado por el eurocentrismo. Es tan común este juicio erróneo, que un eurocentrista típico, como Miguel León-Portilla, puede afirmar sin ambages que, conociendo muy bien ese peligro, ya lo superó, sin explicar bien, por supuesto, en qué y dónde reconoció el eurocentrismo en sus quehaceres historiográficos, ni menos aún cómo lo superó. Es evidente que esa fórmula mágica para vencer esas presiones discursivas seculares eurocentristas de tan prestigiado universitario, hubiera sido importante para la formación intelectual de sus centenas de miles de lectores, pero, lástima, no nos dio la fórmula. Así, creemos que la utilización de una simple retórica condenatoria de la palabra “eurocentrismo” sólo distrae la mirada crítica de la práctica historiográfica en acción, o más bien la nulifica, porque no se trata de ningún defecto de superficie o circunstancial, sino algo que tiene que ver con el principio mismo de la constitución del discurso americanista sobre el decir América. Por eso se puede, con refinados métodos de retórica cosmética, esconder los aspectos, los más evidentes y excesivos, “lo más feo” del eurocentrismo, como sería un racismo burdo, omnipresente, pero no se logrará con esos métodos pensar el lugar del núcleo duro del americanismo que en lo fundamental sí está eurocentrado; es decir, que siempre se puede considerar como algo perteneciente al modo en cómo el Logos occidental se encarga de decir, de producir, Américas.

12En su último libro, Christian Duverger, Crónica de la eternidad. ¿Quién escribió la “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España”?, llega a pretender que el proyecto de conquista de Hernán Cortés no era otra cosa que un intento de creación de un México mestizo idílico, que no prosperó por la política errónea de la Corona española. Vid. Rozat y Pantoja, En búsqueda del proyecto, op. cit.

13Quizá por esto en México no se logra construir una sólida y fecunda corriente de estudios poscoloniales, proyecto que, a pesar de todas sus ambigüedades, podría ayudar a pensar los lugares desde donde se escribe historia en el país.

14La importancia de la figura de ese rey en la cultura nacionalista mexicana es impresionante. Se puede acceder en Google a cerca de un millón de referencias, cuando se busca el nombre “Nezahualcóyotl”.

15Sin olvidar que este mundo globalizado está atravesado por redes de legitimación mutuas y complicidades internacionales que tienden a afianzar ese poder y a mantener una cierta doxa sobre ese periodo.

16Una urgencia que se traduce en la incapacidad global de proponer alternativas políticas, culturales y sociales para México. Cuando pretendemos que el país necesita otra historia, de la conquista y de muchos otros momentos de su historia, no estamos negando los trabajos de muchos investigadores y de intentos como el de Historia y Grafía, sino que creemos que lo que falta es una reflexión global que pueda dinamizar y articular las iniciativas intelectuales y las pequeñas interpretaciones nuevas que puedan surgir. Pero es evidente que una revisión de la magnitud que nos gustaría ver desarrollarse, sólo se podrá empezar el día que seamos muchos en pensar de verdad en la dimensión de esta urgencia historiográfica.

17Es evidente que el éxito mediático mundial del zapatismo chiapaneco ha opacado el escenario simbólico donde evolucionaban las múltiples figuras identitarias que estaban desarrollando diferentes grupos indígenas mexicanos. Esa nueva instrumentalización del indio puso en segundo término un trabajo de reconstitución étnica que estaba en obra desde hacía largos años en muchas otras regiones tanto de México como de las Américas, e incluso es probable que esa mediatización haya sido, para este trabajo de años, no una ayuda sino un freno por todos los excesos demagógicos que permitió. El empantanamiento actual de la cuestión social chiapaneca se debe tanto al autoritarismo y la sinrazón del sistema mexicano, como a los caminos ambiguos que fueron abiertos por esa mediatización. Los sueños guajiros de los pequeños burgueses en busca de pureza y de identidad, han sido siempre pagados muy caro por sus pueblos respectivos y, peor aún, cuando se trata de intelectuales europeos insatisfechos que desde lejanos cubículos exigen a los indios más indianidad, para autoconstruirse esperanzas narcisistas en lejanos castillos de pureza.

18El pensamiento de Edmundo O’Gorman, por su inteligencia y su contundencia, hubiera podido ser la piedra angular de ese pensar historiográfico radical, mas por desgracia tal vez fue obliterado en parte por su nacionalismo y su elitismo. Sus polémicas con Miguel León-Portilla y sus aliados extranjeros, por espectaculares que fueran, como su famoso “Esperando a Baudot” (Nexos, 1 de octubre de 1986), no desembocaron jamás en un auténtico enfrentamiento historiográfico, una confrontación que, por otra parte, sus contrarios siempre evitaron con cuidado. El abandono por don Edmundo, de la Academia Mexicana de Historia, fue sólo un gesto muy aristocrático al estilo del personaje, pero dejaba las puertas por completo abiertas a los adeptos o cómplices del león-portillismo. En la actualidad la memoria historiográfica del gremio simula no acordarse de estos enfrentamientos; tal vez por eso no existe ningún proyecto de edición de las obras completas de este investigador que, por otra parte, es reconocido como un gran “maestro”, pero un “gran” que tal vez, aún muerto, sigue molestando.

19Al mismo momento que se lamenta del olvido político y social de las “familias indígenas”, lo que propone Gamio como esperanza para ella es su fusión defini- tiva en la cultura nacional: “la cultura nacional, la del porvenir, la que acabará por imponerse cuando la población, siendo étnicamente homogénea, la sienta y comprenda”. Gamio, Forjando patria, op. cit., p. 98.

20Ibidem, p. 25. Gamio ofrece un juicio desgarrador sobre ese olvido de la his- toria indígena en su época: “Respecto a la historia de las civilizaciones indígenas de México, anteriores a la conquista, los prejuicios son tan numerosos y grandes que han contribuido a hacer del interesante pasado prehispánico una relación errónea, fantástica e inadmisible, pudiéndose afirmar, en términos generales, que la historia prehispánica de México está en formación, pues lo que sobre el particular nos ofrecen los textos de historia es erróneo, carente de perspectiva histórica, formado y expuesto sin metodología científica” (idem). El panorama actual, por lo menos en lo que toca al momento de la conquista, sigue hoy tan desalentador como en su época.

21Esta división académica sigue hoy vigente en México, aunque disfrazada de etnohistoria, con la intención de esconder los resultados, los más burdos, del racismo a la mexicana.

22Andrés Cavo, Historia de México; Francisco Xavier Clavijero, Historia antigua de México.

23Guillermo Zermeño, “Entre la antropología y la historia: Manuel Gamio y la modernidad antropológica mexicana (1916-1935)”, pp. 79-97.

24Dios Amón o Amón-Ra, figura central de las creencias egipcias. Uno de sus principales templos está en Karnak, en Tebas. En él sólo pueden entrar sacerdotes y faraones. La tradición tejida alrededor de Alejandro pretende -aunque este hecho de la vida del héroe sea dudoso-, que éste penetró en el templo y fue reconocido como hijo del dios.

25Sobre esa muerte hay mucha confusión, pero la mayoría de las interpretaciones coloniales se dirigen hacia la culpabilidad de los indios rebeldes; la historiografía nacionalista dirige la mirada más bien hacia Cortés y su campo.

26La Chanson d’Antioche, traducida del antiguo francés, presentada y anotada por Micheline de Combarieu du Grès. Vid. para más detalles sobre esa tradición literaria temprana: Chronique Anonyme de la première croisade, traducido del latín por Aude Matignon; Guibert de Nogent, Dei gesta per franco. Histoire de la Première Croisade; y también nuestro estudio Guy Rozat, “Prodigios y profecías en la primera toma de Jerusalén durante la primera cruzada”.

27Rozat, “Prodigios y profecías”, op. cit.

28Incluso, en algunos textos, esa madre no es solamente una figura ansiosa y amante de su hijo, sino que se transforma en una especie de personaje extraño, cuyo modelo medieval era la hermana del rey Arturo, quien a la vez era discípula y amante del sabio Merlín, Morgana, un personaje muy próximo a la esfera diabólica que le otorgaba sus poderes y conocimientos del futuro. Todo, sin lugar a duda, permitido por Dios, según los medievales.

Recibido: 12 de Diciembre de 2015; Aprobado: 05 de Mayo de 2016

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