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Cirujano general

versão impressa ISSN 1405-0099

Cir. gen vol.41 no.4 Ciudad de México Out./Dez. 2019  Epub 27-Nov-2020

 

Historia, ética y filosofía

El fin de la medicina. Parte 3. La perspectiva del paciente, la enfermedad inoportuna y la dualidad curar-sanar

The end of medicine. Part 3. The patient’s perspective, the unwelcome disease and the cure-heal duality

Alberto Campos1  * 

1 Asociación Mexicana de Cirugía General. Ciudad de México, México.


Resumen:

En este trabajo se discute el fin de la medicina desde la perspectiva del paciente ante la enfermedad. Se discuten la enfermedad y el sufrimiento como conflictos de intereses y codependencia entre extraños, médico y paciente. Se analizan el concepto ‘medicina científica’ como imitación de un modelo distópico mal adaptado a la realidad social de este país y la dualidad curar-sanar como un conflicto de subjetividades incompatibles con ese modelo. Finalmente se discuten la confusión de fines y el papel del médico ante el sufrimiento del paciente.

Palabras clave: Fin de la medicina; relación médico-paciente; filosofía de la medicina; sufrimiento; curar; sanar

Abstract:

This work discusses the end of medicine from the patient’s perspective facing disease. Disease and suffering are discussed as conflicts of interest and codependence between strangers, doctor and patient. The concept ‘scientific medicine’ as an imitation of a dystopian model ill-suited to the social reality of this country, and the curing-healing duality as a conflict of subjectivities incompatible with this model are analyzed. Finally, the confusion of ends and the role of the physician before the patient’s suffering are discussed.

Keywords: End of medicine; doctor-patient relationship; philosophy of medicine; suffering; cure; heal

La enfermedad, el cambio inoportuno

Antes de entrar en materia, es importante diferenciar términos que damos por sinónimos, lo que nos permitirá entender mejor la perspectiva del paciente. Cuando leemos publicaciones internacionales tendemos a considerar disease, sickness, e illness, como sinónimos y traducirlos como ‘enfermedad’. Valga decir que en el habla inglesa sus significados también se confunden e intercambian. Pero mientras que disease corresponde a enfermedad, sickness refiere a una sensación desagradable que puede ser física o emocional, e illness corresponde a malestar.

El Diccionario de la lengua española1 define ‘enfermedad’ muy vagamente, como “alteración más o menos grave de la salud”, una condición de impedimento de la función normal, mientras que ‘malestar’ es descrito, también vagamente, como “desazón, incomodidad indefinible”. Desde la perspectiva médica, de acuerdo con el Dorland’s, las enfermedades pueden definirse como “cualquier desviación o interrupción de la estructura normal o función de una parte, órgano o sistema del cuerpo, manifestada por signos y síntomas característicos.” Cuando define illness, lo hace circularmente como “disease” e ill, simplemente como “not well, sick.”2El Dorland’s omite que ‘malestar’ implica que las funciones alteradas producen sensaciones y sentimientos, de modo que la persona percibe que algo no está bien.

Para el paciente la enfermedad y el malestar cambian su percepción del mundo, de modo que interpreta cada sensación desde la historia de su enfermedad; cambia su interacción con el mundo social y también su relación consigo mismo. El enfermo intenta cumplir con estándares sociales considerados externos aunque, de hecho, sus exigencias para cumplir con dichos estándares son internas, suyas, reforzadas e interpretadas por él a la luz de los demás para escapar de categorías como “enfermo”, “crónico”, “discapacitado”, “in- o minusválido”, y cumplir con otras como “normal”, “productivo” y “proveedor”, por citar algunas. De tal suerte, el conflicto del enfermo es en buena medida personal y permanente, en que la enfermedad inoportuna le obliga al sufrimiento físico y emocional.

Los conflictos que surgen de la enfermedad, ajenos a la “medicina científica” de la que hablaré más delante, amenazan la integridad de la persona. ¿Por qué? Porque el conflicto entre la persona y su cuerpo no puede resolverse; el cuerpo de esa persona no sólo no le es confiable, sino que se encuentra atrapada en él. La medicina occidental mantiene la dicotomía entre la enfermedad científicamente construida y el malestar vivido, y mientras para el médico el cuerpo es un objeto disfuncionante, para el enfermo su cuerpo es a la vez objeto y sujeto.3 Uno lo ve en tercera persona; el otro en primera. Ante la enfermedad, el cuerpo le falla cuando más lo necesita, trastorna su imagen y le avergüenza, particularmente en caso de enfermedades crónicas o de tratamientos que lo hacen incómodo o desagradable a la vista de los otros. A guisa de ejemplo, las enfermedades deformantes, las metabólicas y las complicaciones de tratamientos adyuvantes contra el cáncer; además de la debilidad, la disnea, la anorexia y la emaciación, vienen las mutilaciones, la alopecia, la incontinencia urinaria o fecal, la halitosis y el mal olor corporal.

Incluso si intelectualmente puede comprender buena parte de su enfermedad, el enfermo se esfuerza y sufre para entender algo muy distinto, lo que sucederá con su vida. Su preocupación no es él como sustrato anatomopatológico de un proceso que, por otra parte, es natural, la enfermedad; sus aflicciones son ahora el mal desempeño y el fracaso, el miedo a perder el control, a la dependencia, al escrutinio, a la vergüenza por su minusvalía ante “los normales”, a la anticipación del futuro, a la pérdida total, la muerte y disolución de su persona, a menos que pueda superar ese conflicto interior, lo que no siempre es el caso. El miedo y la incertidumbre son componentes primordiales de los pacientes, quienes introducen un “orden teleológico” en el que usan su malestar como fuente de información, entendimiento y tal vez de conocimiento; contando sus historias aceptan sus males y los usan como una ganancia a partir de la experiencia.3

Por otra parte, la enfermedad también tiene ganancias secundarias para el manejo del estrés; el enfermo puede querer no curarse, o no del todo, atraer a sí la atención de los demás, eludir compromisos y evadir responsabilidades. El enfermo puede estar acostumbrado a su enfermedad, en mayor o menor grado. Puede no tratarse de un enfermo sino de un discapacitado, adaptado también en mayor o menor grado a su discapacidad o a su limitación y sano en todo lo demás, de modo que no es enfermo ni paciente. Las definiciones de salud, enfermedad, discapacidad y sus correlatos sano, enfermo, discapacitado, paciente, hechas por médicos o por los diccionarios, no corresponden con los conceptos que las personas tienen de sí mismas independientemente de tales definiciones, redactadas, pero no vividas. La enfermedad puede resultar un mecanismo de coerción, facilitarle una relación codependiente con el médico y con otros. El problema es que el médico puede aceptar esta relación, de buen grado o no, que a la larga afectará su satisfacción y desempeño profesional. Podrá detestar a sus pacientes, pero tendrá que vivir de ellos; si la acepta, su relación profesional se volverá enfermiza.

El médico como extraño y la reciprocidad de la extrañeza

Para entender la extrañeza entre médico y paciente, desde una relación por conveniencia, podemos recurrir a algunos clásicos, y darnos cuenta de que la preocupación data ya de varios siglos. Recordemos en primer término La tempestad, de Shakespeare, en la que Trínculo, bufón de Alonso, rey de Nápoles, perdido en una isla, se encuentra con Calibán, un aborigen salvaje, deforme y maloliente tirado en el suelo y cubierto con una capa como resguardo de la tormenta que se avecina. Trínculo, muy a su pesar, y ante la tempestad que amenaza de nuevo, se mete bajo la capa de Calibán diciendo “la miseria familiariza a un hombre con parejas extrañas” (“misery acquaints a man with strange bedfellows”).4 En situaciones de miseria, y el sufrimiento es una, personas muy heterogéneas y con intereses diferentes comparten forzadamente un mismo espacio y hacen lo que normalmente no harían, asociarse. Médico y paciente son extraños consortes, se necesitan mutuamente, el paciente depende del médico para vivir y el médico depende del paciente para sobrevivir; esos extraños consortes pueden ya no ser amigos sino cónyuges codependientes.

Lo anterior lleva también a recordar uno de los diálogos más tempranos de Platón, Lisis, anterior al Banquete (Symposium). Al contrario de éste, que trata sobre el amor en tanto deseo erótico (eroos), Lisis trata la amistad (philía) aunque de manera general y un tanto escéptica,5 como producto de la necesidad, incluso como dependencia, y pone en boca de Sócrates que el enfermo acude al médico por su voluntad de curación. “Por ejemplo -dice Sócrates- sólo tenemos que considerar un cuerpo sano para ver que no necesita doctor ni asistencia: está lo suficientemente bien como está, y por tanto ningún sano es amigo de un doctor por causa de su salud [...] pero el hombre enfermo lo es, imagino, por causa de su enfermedad [...] el cuerpo es compelido por la enfermedad para acoger y amar la medicina.”6 (Cursivas mías).

Otro clásico, el autor hipocrático de Los preceptos, siendo médico, trata esa relación desde un punto de vista más positivo; dice “donde hay amor por el hombre (philanthropíe), también hay amor por el arte (philotekhníe), pues algunos pacientes, aunque conscientes de que su condición es peligrosa, recuperan su salud simplemente mediante el contento con la bondad del médico.”7 (Cursivas mías). En ese sentido, dos de los escritos tardíos del Corpus Hippocraticum, del siglo III a.C., Sobre el médico y Sobre el decoro, atraídos por una fuerte moralidad estoica, describen cómo debe conducirse el médico, la etiqueta clínica para conquistar la confianza del enfermo y no serle extraño. “La dignidad del médico requiere que se vea sano, pues la multitud común considera que quienes no lo están son incapaces de cuidar a otros, debe ser limpio en su persona y bien vestido. Esto agrada a sus pacientes. [...] Será honesto y regular en su vida, justo en su trato, moderado con todos, silencioso en la turbación, usando el buen decir y fortificado por la reputación que de ello resulte.”8,9 (Cursivas mías).

De la imitación al conflicto de intereses

La tecnología y la “medicina científica”, herencia del positivismo de los siglos XIX y XX, han terminado por relegar el humanismo del arte. El paradigma hace creer, acríticamente, que la “medicina científica” es la misma y aplicable a toda persona en todo el mundo, cuando la medicina tiene aún problemas fundamentales apremiantes que no podrían entenderse fuera del contexto social del país en el que se la practica, como el nuestro. La medicina tecnocrática ha disuelto el conflicto de intereses dejando fuera al paciente y a la relación del médico con éste, aunque en el paciente perdura esa tensión conflictiva; tiene que recurrir a un extraño consorte, ya no (tanto) recomendado por sus cualidades como médico, su reputación y su decoro, su impecable vestir y buen hablar, sino por consorcios de aseguradoras y hospitales que lo tienen en su nómina con poco deducible.

En este país, con un sistema de salud pública en quiebra, el paciente elige a un extraño por el precio. El médico “prestador de servicios” ya no ve pacientes sino “usuarios”, y nada más extraño al arte que el término ‘usuario’, mal sucedáneo de ‘consumidor’. Cuando un Estado fallido, y este país lo es, no puede garantizar ni lo que promete constitucionalmente, y lo trataré más abajo, la salud, como muchas otras cosas, se vuelve un sálvese quien pueda. El prestador de servicios sabe, el usuario no. El médico puede autodiagnosticarse y automedicarse, tiene amigos y compañeros de facultad, colegas en los hospitales; el enfermo no, para él todo es extraño. Sólo que, en este sálvese quien pueda, el médico alguna vez será paciente; tal vez podrá sortear la enfermedad, pero no la vejez, y poco importan los desacuerdos, ya desde los clásicos, sobre la vejez como una “insanabilis morbus”, una enfermedad incurable10 o como el castigo de la usura del tiempo, “que se prolonga para aquellos que llegan a ella.”11Ese médico, en este sistema, será usuario y consumidor, y deseará, con o sin suerte, ser el paciente de alguien.

Y en medio de tal circunstancia, insalvables ella y yo, y con esto hago preámbulo para citar a Ortega y Gasset, dije ya que el médico disuelve el conflicto de intereses haciendo “medicina científica”, no medicina personal. Vamos pues. Desde principios del s. XX, y el problema no ha hecho más que acentuarse, se presencia “un espectáculo increíble: el de la peculiarísima brutalidad y la agresiva estupidez con que se comporta un hombre cuando sabe mucho de una cosa e ignora de raíz todas las demás.” ¿Por qué decía esto Ortega, ya desde 1930? Porque “pretender que el estudiante normal sea un científico es una pretensión ridícula que sólo ha podido abrigar el vicio del utopismo característico de las generaciones anteriores” de imitar paradigmas de universidades de primer mundo con pretensión de formar una gran cantidad de científicos, cuando, quienes tienen esas cualidades son una minoría.12 Por tanto, el estudiante promedio tiene que aprender a curar y cuidar, y “la misión de la universidad es formar profesionales dedicados al cuidado de los enfermos”, no investigadores.13 (Cursivas mías).

Y ¿qué ha pasado con el curriculum, que hace que la enseñanza de la ética se encuentre relegada? Poco después del fin del s. XVIII, las conversaciones entre la filosofía y la medicina se separaron. La medicina se convirtió en un campo en el que la carrera debía dominar muchas áreas pequeñas con gran cantidad de conocimiento, y con el ingreso de estudiantes cada vez más jóvenes. Con el positivismo los médicos se aislaron, sin el beneficio de los debates morales filosóficos y religiosos; por su parte, los humanistas se retiraron, sin el beneficio de la interacción con quienes estaban al cuidado de los enfermos y tomaban las decisiones.14

En el modelo flexneriano, que fundamenta la educación médica en la investigación, poco a poco se dejó fuera al paciente. El reporte Medical education in the United States and Canada, escrito por Abraham Flexner en 1910, no está exento de exageraciones que han sido tomadas a pie juntillas por las universidades contemporáneas. Es cierto que el modelo se justificó porque “muy raramente, bajo las condiciones existentes, el paciente recibe la mejor ayuda posible en el estado actual de la medicina, debido principalmente a que se admite en la práctica médica a una vastedad de personas sin entrenamiento en las ciencias fundamentales para la profesión y sin suficiente experiencia con la enfermedad”,15 y también es cierto que “es tan necesario para una escuela de medicina un hospital bajo un completo control educativo, como lo es un laboratorio de química o de patología”,15 pero de ahí no se sigue, como se ha interpretado, que todo médico deba ser, además, investigador de tal o cual disciplina. Flexner hablaba de tres etapas del desarrollo de la educación médica en los Estados Unidos, “la precepción, la escuela didáctica y la disciplina científica”16 y ponderaba de esta última ser superior y haber trascendido los sentidos y la experiencia del preceptor para diferenciar e interpretar fenómenos. El resultado flexneriano, a cien años de distancia, es que una buena parte de los médicos, durante y después de la especialidad, tiene poco contacto con los pacientes y con la clínica.

Veamos lo que pasa en México. Después de un análisis de los resultados del Examen Nacional de Aspirantes a Residencias Médicas (ENARM) entre 2001 y 2016, Manuel Ramiro y colaboradores, de la Unidad de Investigación, Educación y Políticas en Salud del Instituto Mexicano del Seguro Social, comentan que “que algo falla en la formación del médico, dado que no se permite que la mayoría se desenvuelva con éxito en las condiciones generales del mercado, a pesar de que han terminado sus estudios y han cumplido con los requisitos para obtener su titulación.”17 En opinión de Ramiro y cols. la carrera de médico cirujano “es equivalente a un curso propedéutico” para la especialización, en un sistema donde hay “pocos incentivos académicos, perspectivas de desarrollo muy limitadas y bajos salarios”, en el que “[p]arecería que una de las motivaciones prioritarias de las diversas escuelas y facultades de medicina es crear un aspirante exitoso a la aprobación del examen para ingreso a las especialidades médicas y que este ingrese a los diferentes programas de especialización y se convierta en médico especialista.” El ENARM y los porcentajes de selección de sus egresados “son indicadores de eficiencia y motivo de prestigio e incluso de propaganda [y] pareciera que la docencia y sus resultados pierden importancia.”17 Todo el flujo académico, toda la autoestima de la escuela apunta al ENARM.

Si los médicos generales, a pesar de un buen promedio, no pasan el ENARM, tienen poca probabilidad de una carrera profesional exitosa, bien pagada y con relativa seguridad laboral. Esa promesa implícita es un sesgo en las decisiones de los aspirantes en un país carente de médicos generales profesionales y competentes dedicados al buen cuidado de los enfermos. No pasar el ENARM, aun después de varias intentonas, significa perder el aliciente de ejercer la profesión de manera decorosa, siempre en desventaja con los especialistas, por malos que éstos puedan ser, ya que la calidad del entrenamiento tampoco es uniforme en las diferentes sedes institucionales. Significa por tanto que los enfermos tendrán acceso a médicos generales cuyas motivaciones y calidad se han diluido, que rara vez retomarán un libro y menos un artículo, médicos cuyo adelanto científico se habrá quedado en el año de su graduación, a pesar de haber aprobado el Examen General para Egreso de la Licenciatura en Medicina General (EGEL) del Centro Nacional de Evaluación para la Educación Superior, A.C. (CENEVAL), aun admitiendo que la evaluación del EGEL “permite identificar si los egresados de la licenciatura cuentan con los conocimientos y las habilidades necesarias para iniciarse eficazmente en el ejercicio profesional.”18

Sin embargo, un modelo distópico adoptado por la imitación de paradigmas de países desarrollados, insiste en curricula para formar “médicos científicos” como competencia contra otras facultades de medicina por la preeminencia, al fin y al cabo por el renombre y el ranking anual, un catálogo en el que las universidades que logran la acreditación del Consejo Mexicano para la Acreditación de la Educación Médica, A.C. (COMAEM)19 se promocionan como la Liga de la Hiedra nacional. Así como Flexner quiso imitar explícitamente los modelos europeos de fines del s. XIX, en México quiere imitarse el modelo norteamericano del s. XX, que se encuentra, por cierto, en plena crisis. Sólo que la crisis mexicana es peor; en un país con menos recursos para la salud y para la educación, mala distribución de lo que hay, mayor pobreza y analfabetismo, el modelo flexneriano es todavía más distópico.

Ahora bien, si de acuerdo con la ciencia, ningún hecho es propiamente científico hasta que no pueda medirse, entonces fenómenos humanos como el dolor y el sufrimiento no serían hechos, puesto que no pueden medirse, sólo estimarse. En tal caso, el médico se refugia en lo que Francisco González Crussí llama “la metromanía”, que es en realidad una contradicción, pues por tratar de escapar a la interpretación subjetiva el médico “se ve reducido o bien a la vergonzante admisión de que no le interesa el ser humano en su totalidad, sino únicamente los aspectos orgánicos, o bien debe aceptar que su campo no es científico [...] puesto que se ocupa de lo que no es mensurable.”20

El hecho es que en una medicina cada vez más cuantitativa por “científica” el enfermo está cada vez más solo. En la metromanía el paciente con frecuencia pierde, pues debe interpretar toda esa información atomizada y abrumadora para tomar decisiones válidamente informadas para las que no está preparado. Así, dejar la decisión a la autonomía del paciente es una forma de abandono. En ese exceso de contractarianismo norteamericano “tropicalizado” en México, el autoritarismo paternalista del médico ciertamente se ha reducido, pero su papel de guía también. Los libros de texto, los artículos médicos y las charlas de consultorio se enfrentan a la pseudociencia charlatana accesible en línea. La autoridad legítima ya no deriva ni del conocimiento, ni de la experiencia, menos aún de la habilidad para aconsejar, ni del acuerdo común. Ahora cada quien lo suyo. Pero, además, en la metromanía hay otro perdedor; el médico que tiene que ejercer en un medio carente de la sofisticación tecnológica y que no ha tenido un debido entrenamiento clínico ya no puede, ya no sabe, interpretar al enfermo.

Es fácil apreciar entonces que hablar tanto de “medicina científica” como de “médicos científicos” es recurrir a sofismas. De acuerdo con el testimonio de Sexto Empírico, citado aquí por Ricardo Salles, un sofisma es un argumento falso; “es falso aquel argumento cuyas premisas no son todas verdaderas o su conclusión no se sigue válidamente de sus premisas, aunque sean todas verdaderas.”21 Salles prosigue diciendo que “son argumentos convincentes pero engañosos, [que] tienen una verosimilitud aparente que hace que se acepte su conclusión a pesar de ser inaceptable, y [que] su propósito es engañar al adversario con vistas a vencerlo en una discusión.”21 Hablando de sofismas, en México se cumple como predicción la crítica de Ortega. En los últimos 50 años se ha hecho hincapié en las bases fisiopatológicas de la práctica médica, en detrimento de una perspectiva más amplia. El médico ve los procesos hasta el nivel orgánico, pero ya no del paciente, menos aún de su persona. No estoy diciendo que no deba apuntarse a una preparación de excelencia, estoy diciendo que recurrir a sofismas es también recurrir al autoengaño; una escuela de medicina en un país como el nuestro debe formar los buenos médicos generales que hacen falta; esa es la misión social de las universidades, públicas o privadas. Los científicos y especialistas que de ellas emanen se seleccionarán solos, por afinidades y cualidades, y serán siempre una minoría numérica. Los buenos médicos generales serán mayoría, no por ello menos importantes ni menos valiosos, y sí muy necesarios en este país.

El sufrimiento y la extrañeza ante el sufrimiento

‘Sufrimiento’ viene del latín súfferre,22 partiendo de sufferire, a su vez del verbo fero ‘soportar’, ‘tolerar’, ‘aguantar’, y el prefijo sub, por debajo. Sufrir es, entonces, soportar, tolerar, aguantar algo, ocultamente. El sufrimiento se lleva por dentro, no siempre es patente. El médico apresurado no lo percibe; oye cuando el paciente refiere dolor de tal o cual tipo en tal o cual parte, y percibe su facies cuando lleva a cabo alguna maniobra exploratoria; entonces lo consigna con una serie de epónimos confusos, tan frecuentes en medicina, Giordano, Blumberg, Rovsing, y una cuasi infinidad de otros. ¿Cuál es el epónimo de sufrimiento? La facies hipocrática no es de sabiduría sino de agonía.

El alivio del sufrimiento no es tema predominante en el discurso de las facultades tecnocráticas contemporáneas. Ahora importan el diagnóstico certero y los tratamientos que la evidencia demuestra ser mejores contra tal o cual enfermedad. El dictum “no hay enfermedades sino enfermos” no pasa ya de ser precisamente eso, un dicho repetido sin mayor reflexión a muchachos al cabo jóvenes y sanos. Pareciera que persiste el dualismo cartesiano mente-cuerpo, y que el médico trata las disfunciones del segundo, olvidando los efectos sobre la primera. En ese sentido, la observación no puede recurrir a un sistema de medidas capaz de cuantificar el dolor ni el sufrimiento. El énfasis se ha puesto en entrenar al médico para expresar los problemas en el formato estructurado y estandarizado llamado historia clínica.23 Esto no es necesariamente malo, por el contrario, permite captar una parte de la realidad, la parte cuantificable, y transformarla en información objetiva y procesable; pero con ello se suprimen el aspecto humano, subjetivo, y la tolerancia del médico. Mejor sería decir entonces “hay enfermedades en enfermos”, pues más satisfactoria es la concepción cualitativa de la individuación del cuadro sintomático, la referencia metódica y científica de todo lo observado y sistematizado a la singular persona de ese enfermo, todo sin negar la validez de ambos criterios, el cuanti- y el cualitativo.24

A la luz de las tecnologías, y de cómo las ciencias mismas han moldeado los programas educativos, las enfermedades se han convertido en objetos aislados de estudio, como si fuesen entidades y no procesos en personas. El laboratorio, la imagenología y otras, han tomado precedente sobre el ars medica, de suerte que los médicos determinan lo anormal mediante cifras e imágenes. Ocupados en esa visión pragmática, asocian sufrimiento con dolor, y cuando éste último no existe, asumen que el primero tampoco. Sólo que sufrimiento y dolor no son precisamente sinónimos; el dolor puede ser signo o síntoma, el sufrimiento no necesariamente. El dolor engendra sufrimiento, pero éste puede darse aun en ausencia de dolor. Ya en los Preceptos el asclepíada hipocrático decía que “la indulgencia también ayuda a poner a un hombre nuevamente de pie, si uno pone la atención necesaria a aquél que es ciego a lo que le es bueno.”25 El diagnóstico clínico y la relación médico-paciente requieren tiempo para ejercerse y cultivarse, tiempo que el médico contemporáneo no siempre está dispuesto a invertir frente a las ventajas de las técnicas.

¿De qué índole será la relación dual que une entre sí al enfermo y al médico?, se pregunta Pedro Laín Entralgo quien, en Teoría y realidad del otro26 y más tarde en Marañón y el enfermo,27 donde habla de una “nostridad personal” en la relación médico-paciente, distingue entre el “dúo” y la “díada”. De acuerdo con él, “[e]l dúo es una vinculación objetivante con otro para algo que a los dos nos importa, fuera de él y fuera de mí, por ejemplo, un negocio con partición de ganancias, que surge como consecuencia de lo que vivir en el mundo nos ofrece o impone.” En cambio, la díada es “una vinculación interpersonal con otro para algo que está en él y en mí, que pertenece a nuestra personal intimidad.” (Cursivas en el original).26

Para Laín, la relación cognoscitiva entre médico y paciente podía evolucionar a la díada, personal, o estancarse en el dúo puramente objetivo, similar a lo que medio siglo más tarde semeja un modelo de negocios. El problema en cuestión, que parece no entenderse u opacarse ante las técnicas, la “medicina científica”, y la evidencia estadística y metaanalítica, no es sólo detectar parámetros anormales y corregirlos, sino “conocer al enfermo en cuanto tal [...] saber lo que el enfermo tiene.”27 Es así como puede detectarse y aliviar o paliar el sufrimiento, pero todo eso al médico contemporáneo le es extraño.

Los pacientes siguen tratando de narrarnos sus dolencias mientras los médicos observamos e intervenimos sus enfermedades. Habilidades como escuchar, apreciar e interpretar los relatos de los pacientes son raramente valoradas como tales, aún menos que el antaño famoso “ojo clínico”. El cuidado del enfermo requiere de conversaciones sin prisa, que se dan cuando no se permiten presiones internas de alguno de los dos, ni externas, por las expectativas del sistema, en las que médico y paciente colaboren para solucionar los problemas del paciente, para establecer o renovar relaciones a las que vuelven luego de las desilusiones propias de las complicaciones y del fracaso.28 El ritmo sería determinado por el paciente, bajo la moderación cuidadosa del médico y no por estándares externos al propósito de la relación médico-paciente.

El médico habría de situarse en un nivel por encima de la subestimación del paciente por causa de su vulnerabilidad y sufrimiento, lo que conduciría entonces al paternalismo, y por debajo de la sobreestimación y de la habilidad que se le concede, condescendiente y cómodamente, para que tome decisiones con base en la llevada y traída autonomía, de moda en una medicina ya no altruista sino contractarianista.

En tanto el interés del médico siga siendo solamente el diagnóstico de la enfermedad y su tratamiento, no podrá entender el interés del enfermo ni evitar su sufrimiento. Es más, por exceso de diligencia y tratamiento, podrá causarlo inadvertidamente, en parte por la forma en que concibe la enfermedad, en vez del enfermo, y en parte porque ya no está entrenado para su tarea primordial, aliviar. El sufrimiento no se alivia con la oleada, ahora problema de salud, de prescripción de opiáceos hasta la dependencia. Por otra parte, el médico no está adiestrado para lidiar con el sufrimiento. Aparte del dictum “no hay enfermedades sino enfermos” y de algún curso de psicología médica al principio de la carrera, de nuevo, con algo de suerte poco probable, recibirá el consejo de algún maestro durante la residencia. Ante los miedos del paciente y frente a las expectativas sociales de las que es objeto y presa, el médico se resguarda y hermetiza; de ahí esa “frialdad objetiva”, que puede ser bastante subjetiva y forma parte del imaginario colectivo alimentado en buena parte por él mismo. Sólo que el médico no trata con objetos sino con sujetos, y sus subjetividades se confrontan con las subjetividades del enfermo. En ese caso, el distanciamiento del médico es un mecanismo de defensa contra el sufrimiento propio, que tiene otras razones y otras circunstancias.

La retórica y la dualidad curar-sanar

Los sistemas de salud se centran en las causas orgánicas y los tan traídos pero poco atendidos determinantes sociales de la enfermedad, simplemente porque con ellos pueden hacerse presupuestos y planeaciones de políticas de salud, aunque no se apliquen. Esos determinantes y causas orgánicas son cuantificables. Pero, incluso de cumplirse, los pacientes no se sentirían ipso facto mejor, pues una vez curada su enfermedad, y suponiendo que hubiesen sido atendidos con toda la eficiencia y el humanitarismo que nuestro sistema de salud es capaz de garantizar y proveer, la carroza hospitalaria institucional se les convertiría de nuevo en calabaza, al regresar a su entorno social lleno de carencias.

A manera de ejemplo, una digresión. ¿De qué sirve el resultado ominoso de una tinción de Papanicolaou cuando la mujer debe conseguir donadores como condición necesaria para operarse (la política es frecuentemente coercitiva por parte del personal institucional), reunir un mínimo de efectivo para que algún familiar le acompañe y, además, comprar de su bolsillo medicamentos e insumos que el sistema fallido no le proporciona por derecho? Los artículos primero y segundo de la Ley general de salud son utópicos, y el art. 4o constitucional es, de facto, retórico (toda persona tiene derecho a la alimentación nutritiva, suficiente y de calidad [...] derecho a la protección de la salud [...] derecho a un medio ambiente sano para su desarrollo y bienestar. El Estado garantizará el respeto a este derecho…). Dado que la redacción de las leyes por sí sola no cambia la realidad del mundo, la mujer en cuestión continuará sus labores del campo o domésticas en casa ajena hasta que la pelvis se le congele.

Vuelvo del periplo. La mayor parte de los ciudadanos mexicanos no goza del derecho a la salud. La perspectiva de los pacientes ante la enfermedad inoportuna es la imposibilidad de curarse. Buscarán entonces sanar sus males con lo que tengan. ¿Con qué credenciales intelectuales podría un médico criticar las diferentes prácticas de sanación a las que, a falta de servicios, recurren algunos de estos pacientes? Esa crítica valdría como ejercicio académico-intelectual, de aula o seminario, pero no ha sido exitosa como crítica de la política de salud de este país. Por otra parte, también es justo decir que, frecuentemente, lo único que los médicos institucionales bien intencionados pueden hacer es lo que se puede con lo que se tiene, y dejar lo demás al sino del enfermo, a los determinantes de su vida de acuerdo con el lugar y el entorno familiar donde nació y que no cambian con una retórica de Estado. El enfermo buscará entonces sanar sus males echando mano de lo que tenga, su reserva física, sus circunstancias emocional, social y espiritual, y hasta la milagrería.

El médico contemporáneo ya (casi) no participa de esos otros procesos del estar enfermo. Una causa es la imitación de paradigmas de universidades de primer mundo. Así como Flexner imitó los modelos europeos de su tiempo, en México se imita el modelo estadounidense no sólo, como bien dice González Crussí, por “el innegable liderazgo que Estados Unidos ejerce en la medicina mundial, su vecindad con México y el hecho de que muchos de los mejores especialistas mexicanos toman entrenamiento profesional al norte de la frontera”, sino por la tendencia de la medicina americana a intervenir activamente mejor que guardar una conducta expectante. La regla implícita que proclama que “será siempre mejor hacer algo que no hacer nada”, con “un cariz belicoso y acometedor”, que se manifiesta por medio de “ejemplos «palmarios» de la agresividad médica estadounidense [que] no son difíciles de encontrar”, como “seguir esta política agresivamente [...] la guerra contra el cáncer [y hablar] con un lenguaje francamente castrense [...] de la enfermedad o la muerte como el enemigo.”20 (Comillas angulares y cursivas en el original). Un penoso ejemplo es la mastectomía bilateral “profiláctica” con ovariectomía también bilateral por la presencia de una mutación de los genes BRCA1 o BRCA2, incluso en mujeres jóvenes, sólo por un antecedente familiar y sin evidencia alguna de tumor. En este caso preguntemos ¿qué se está curando? Y respondamos con toda ironía que la medicina americana ha llegado a lo que dice el refrán popular mexicano, “curarse en salud” y que, además, es la medicina que imitamos.

En el caso mexicano se imita la imitación del modelo, pero la imitación no incluye la adaptación al entorno real, mexicano, a un entorno de pobreza extrema y carencia de recursos que no hace más que aumentar la distopía y dificultar la adaptación del médico de excelencia, formado dentro o fuera, a una realidad que termina por inhibirlo y frustrarlo. Sus determinantes profesionales, la especialización, lo cuantitativo, la evidencia y la objetividad; los determinantes económicos de su profesión, su modelo de negocios en la práctica privada, los terceros pagadores, las cuotas castigadas y el sistema hacendario; sus propios determinantes sociales, su familia, tiempo libre y descanso, dificultan su ejercicio profesional. O hace esfuerzos extraordinarios o se tropicaliza o, inadaptado, sobrevive en la medianía.

Curar es erradicar o corregir. Sanar implica dar significado a la vida y ayudar a arreglárselas con el sufrimiento de la enfermedad. Mientras la curación es restauradora de un estado, la sanación es transformadora, cambia actitudes.29 Sanar es dar sentido de integridad y de un lugar en el mundo, proveer el máximo disfrute aún de los gozos más pequeños, y el consuelo cuando la muerte se acerca. Curar y sanar son entonces una dualidad, dos aspectos del cuidado médico. Sus epistemologías también son diferentes. La base del curar es científica, requiere datos y evidencia; la base del sanar es la relación entre personas, depende de los dones del médico y de sus cualidades para empatar con el paciente, sanar es más arte e intuición que ciencia.30 No tiene procedimiento estructurado ni estandarizado, no tiene fórmulas; más que enseñarse, se aprende.

Epílogo. La confusión de los fines y el fin

No confundamos fines y fin. He escrito en las dos entregas previas que hay diferentes fines.31,32 El de la medicina social es entender los efectos de diferentes entornos adversos sobre la salud de las poblaciones y modificarlos. Pero la llamada medicina social no es medicina en estricto sentido, sino una de varias ciencias de la salud, como la epidemiología o la salud pública, y otras, como la informática médica o la ingeniería biomédica. Por otra parte, no hay que confundir los fines de la medicina social con fines socialmente construidos, como los estilos de vida, condicionados por la mercadotecnia como ilusiones contra la incertidumbre, ni con los fines de un contractarianismo en el que se invoca la autonomía de quien no puede decidir como una alternativa que en realidad no lo es y que permite al médico laxo o defensivo escabullirse de su responsabilidad de guía y cuidador del enfermo, con todas las complejidades que guía y cuidador entrañan en una sociedad múltiple y compleja.

La medicina es un conflicto de subjetividades entre médico y paciente en el que ninguno puede obligar moralmente al otro; cada cual con sus creencias y decencias que chocan o se eluden. Sin ser “sirviente del arte”33 como dice Epidemias I, hay que ejercerlo con maestría y prudencia, pues el fin de la medicina se desarrolla en el escenario de la vida del enfermo, quien es protagonista de la suya, y no el médico, quien puede, por las razones mencionadas arriba y en los textos citados, y con las mejores intenciones, ser agonista o antagonista de esa biografía.

Mientras se leen estas líneas cabe la emergencia natural de la pregunta ¿y quién tiene tiempo para la biografía del otro cuando la propia es más que suficiente? El médico. Con todo y sus determinantes, sociales y personales, subjetividades y conflictos, o se da el tiempo o no será médico. Será prestador de servicios, médico de red, obrero de bata blanca, burócrata de hospital y todos los peyorativos que vienen de nuestro contexto nacional contemporáneo en el que se le ha perdido el respeto, frecuentemente con su anuencia, circunstancial o no. Pero no será médico. Sin epítetos.

La función del médico no es sólo curar sino cuidar. Y no estoy diciendo que no debamos buscar la curación. El propio término mdicus viene de medor, medri, con las acepciones de curar y cuidar, pero también de meditar, reflexionar, aconsejar.34,35 Todas ellas forman parte del conjunto de nuestras funciones hacia los pacientes, a quienes alguna vez juramos no dañar, sobre todo con nuestros excesos, por bien intencionados que fuesen.

Al paciente no interesan términos como ‘Medicina Basada en Evidencia’, ‘estadísticamente significativo’ y otros; no le interesa de dónde vengan los remedios, de oriente u occidente, ni de dónde o cómo surgieron esos sincretismos. El paciente no es ni historiador ni filósofo, ni de la medicina ni de las religiones. Le interesa un trato personal, subjetivo, ciertamente con resultados, si no medibles, sensibles; pero, sobre todo, no le interesan las teorías. Le interesa sentirse bien, que se le alivie el sufrimiento, a veces con la muerte misma.

Así pues, será más importante aliviar el sufrimiento que curar a toda costa, más aún si ejercemos en un Estado que no cumple su contrato social, y a contracorriente con médicos poco reflexivos, algunos incluso maestros nuestros, empeñados en “paradigmas científicos”, espejismos de la medicina prometida.

La vida no se salva, como alguna vez nos enseñaron, la vida se vive. El enfermo quiere vivirla bien y es preciso interpretar cómo es ese vivirla bien para cada enfermo. En ese sentido, la inacción también es una acción y, cuando el enfermo ya no quiere, es preciso entender, aun en contra de nuestras creencias más profundas, que ya no quiere. Ahí, en ese sentirse bien, en ese alivio del sufrimiento, reside el fin de la medicina.

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Recibido: 20 de Noviembre de 2019; Aprobado: 02 de Diciembre de 2019

*Autor para correspondencia: Dr. Alberto Campos. E-mail: alberto_campos@hotmail.com. https://orcid.org/0000-0001-5811-1908.

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