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vol.29 número58Agustina Giraudy, Eduardo Moncada y Richard Snyder (Eds.), Inside countries: Subnational research in comparative politics, Cambridge, Cambridge University Press, 2019, 374 pp.Elizabeth Jelin, Renata Motta y Sérgio Costa, Repensar las desigualdades. Cómo se producen y entrelazan las asimetrías globales (y qué hace la gente con eso), Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2020, 324 pp. índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.29 no.58 México jul./dic. 2021  Epub 19-Jun-2023

https://doi.org/10.18504/pl2958-017-2021 

Reseñas

Fernando Escalante Gonzalbo y Julián Canseco Ibarra, De Iguala a Ayotzinapa. La escena y el crimen, México, Grano de Sal/El Colegio de México, 2019, 166 pp.

Carlos Labastida Salinas1 
http://orcid.org/0000-0003-3026-2848

1 Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Estudiante de la maestría en Sociología Política del Instituto Mora (México) | clabastida@institutomora.edu.mx |

Escalante Gonzalbo, Fernando; Canseco Ibarra, Julián. De Iguala a Ayotzinapa. La escena y el crimen. México: Grano de Sal, El Colegio de México, 2019. 166p.


Fernando Escalante y Julián Canseco, profesor y egresado de El Colegio de México, respectivamente, abordan en el libro aquí reseñado uno de los episodios más relevantes de la historia nacional reciente, el cual ha sido objeto de múltiples investigaciones y discusiones: la desaparición de los 43 normalistas de la normal rural de Ayotzinapa y el asesinato de seis personas más, ocurridos en Iguala, Guerrero, la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014. Si bien los autores presentan conceptos e ideas interesantes para aproximarse al caso, el trabajo cuenta también con varios puntos problemáticos, algunos de las cuales se abordan en el presente escrito.

Como lo expresan desde las primeras páginas, su objetivo es explicar la manera en que lo sucedido con los normalistas “se convirtió en un acontecimiento, cómo se produjo la transformación de los hechos concretos en un ícono de la violencia estatal” (p. 16) y, más específicamente, de cómo dichos eventos se interpretaron como una reproducción o “reiteración de la masacre en la Plaza de las Tres Culturas” (p. 17) ocurrida en Tlatelolco en 1968. Para ello, los autores proponen el concepto de cultura antagónica, que definen, en pocas palabras, como un marco de referencia o de interpretación que se basa en la ilegitimidad y sospecha hacia cualquier acción del Estado y, en consecuencia, en la legitimidad de cualquier protesta contra este. De esta argumentación es de lo que tratan las páginas de este breve libro que consta de ocho capítulos.

Después de unas palabras preliminares, en el primer capítulo, “El acontecimiento”, se exponen algunos conceptos teóricos en los que se basaron para construir su principal argumento. Se aborda, sobre todo, la cuestión de la conformación de un acontecimiento, al cual definen como un “suceso significativo que marca una diferencia [...], que se articula en el orden cultural [...] y que reproduce un arquetipo” (pp. 21-22). Además, explican que lo que buscan no es centrarse en lo que verdaderamente ocurrió aquella noche, sino en el proceso que derivó en la interpretación y en la narrativa que se tiene de tal evento: que, en cierta medida, el Estado fue el responsable de la desaparición de los normalistas, lo cual condujo a que se le viera como una nueva escenificación de la masacre del 2 de octubre. Para respaldarlo, ejemplifican la manera en que, desde los primeros meses posteriores a la desaparición, fue común y hasta obvio hablar de Tlatelolco y Ayotzinapa como parte de una misma cadena o conjunto de eventos, así como de la permanente desconfianza de la ciudadanía hacia las autoridades.

En “El transcurso del tiempo”, capítulo dos del libro, Escalante y Canseco se encargan de señalar nueve momentos que consideran clave para que el evento se convirtiera en un acontecimiento por la forma en que fueron interpretados; ellos condujeron a desconfiar de las autoridades y, a la postre, a la identificación de Ayotzinapa con la masacre de Tlatelolco: 1) la atracción del caso por parte de las autoridades federales; 2) la conferencia de prensa del 7 de noviembre del 2014 donde Murillo Karam pronuncia la célebre frase “Ya me cansé”; 3) las manifestaciones de protesta en los primeros meses después de los hechos, especialmente la del 20 de noviembre en la que se consolidó la acusación “Fue el Estado”; 4) la visita de Peña Nieto a Guerrero donde invita a “superar este momento de dolor”, frase que fue retomada e interpretada por la sociedad como un “Ya supérenlo”; 5) la identificación de los restos de Alexander Mora y los cuestionamientos hechos por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) a dicho hallazgo; 6) los informes de dos especialistas que aseguraron que la incineración de 43 cuerpos en el basurero de Cocula, como lo sostenía la investigación oficial, era imposible; 7) cuando Murillo Karam expuso la “verdad histórica” de lo hechos; 8) la decisión del gobierno de hacer público el expediente, y 9) la invitación al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) para la revisión del caso.

Posteriormente, en el tercer y cuarto capítulos, los autores se dedican a explicar el concepto de cultura antagónica y cómo este se encuentra enraizado en la masacre del 2 de octubre. Lo definen como una posibilidad en el repertorio cultural mexicano que consiste en “un sistema de signos, prejuicios, valoraciones, sobreentendidos, automatismos de sentido común [...] donde el supuesto implícito es la fundamental ilegitimidad del gobierno y, correlativamente, la fundamental legitimidad de cualquier forma de protesta o resistencia” (p. 39); el cual tendría su origen en la retórica del régimen revolucionario, pues representa la mítica batalla entre el Estado represor, abusivo e injusto contra el Pueblo bueno y virtuoso, donde la lucha y no tanto la victoria se enaltece. Pero no solo eso, sino que, de acuerdo con dicha cultura, estos abusos y violencia del Estado son en realidad su verdadera cara, lo demás es simulación. En este contexto, Tlatelolco es el acontecimiento mediante el cual se renueva el arquetipo de esta lucha del pueblo contra la opresión; no los hechos en sí, sino la construcción cultural de tal evento: “donde los jóvenes estudiantes son una encarnación más del Pueblo reprimido por el Estado” (p. 50). Entonces, la cultura antagónica puede entenderse como una estructura que permite interpretar eventos políticos; es un sistema de interpretación.

En el quinto capítulo, “Tlatelolco como modelo”, en una convergencia de análisis discursivo y semiótico, se expone cómo el 2 de octubre cristalizó como cultura antagónica: consignas, ilustraciones, caricaturas, discursos, pronunciamientos, etc., muestran la configuración de una narrativa donde al Estado se le concibe como ilegítimo. Así, aseguran los autores, mientras algunos episodios de violencia son vistos e interpretados como represión o ataque directo del Estado a la población: Ayotzinapa, Tlatelolco, Aguas Blancas, Acteal, otros se enmarcan en el contexto de la guerra contra el crimen organizado.

Asimismo, en el capítulo se habla de la relación hostil que mantenía Peña Nieto con la comunidad estudiantil en general1 y de los sucesos que de alguna manera habían afectado su legitimidad, ya fuera antes o después de 2014: #YoSoy132, las acusaciones de corrupción por la “Casa Blanca” y el plagio de su tesis de licenciatura. Resulta llamativo que en esta sección apenas se mencione trivialmente el antecedente de la represión ordenada en Atenco en 2006 cuando Peña era gobernador del Estado de México, pues a raíz de este acto del que él asumió plena responsabilidad (Grupo Reforma, 2012), fue señalado de “asesino” y “represor”.

Llegamos a los capítulos seis y siete, los cuales contienen los elementos más problemáticos. El seis, “Las otras versiones”, es el esfuerzo de los autores por poner en acción su concepto de cultura antagónica para interpretar y analizar la recepción que tuvieron las diferentes versiones de los hechos por parte de la sociedad. Para ello repasan las versiones alternativas a la de la Procuraduría General de la República (PGR) que surgieron en torno al caso, centrándose en las únicas tres que estos autores consideran como “completas, públicas, documentadas con seriedad y contrastables de los sucesos” (p. 63): la de la propia PGR, la del GIEI y la de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Pasan entonces a exponer, a la luz de su concepto, los motivos por los que la investigación de la PGR fue pronto descalificada y señalada de sospechosa, que la del GIEI se haya tomado como auténtica, satisfactoria y verosímil, y que la de la CNDH haya tenido una recepción diferenciada. Es así que estos autores plantean que la aceptación o no aceptación de alguna versión dependía de qué tanto contradecía o se distanciaba de la versión oficial; es decir, qué tanto recurría a la duda sobre la honestidad y autenticidad de las acciones o intenciones del Estado. Dicho esto, afirman que el éxito en descalificar la versión gubernamental consistió en el mecanismo de sembrar la sospecha y la idea de que el Estado ocultaba algo, aun si esto no podía ser probado. Que la simple duda bastaba, pues, para socavar la legitimidad e incluso acusar al Estado de ocultar la verdad. Para sustentarlo, citan diversos pasajes de dichas versiones que les permiten aseverar que fue el orden cultural el que “asignó peso y significado muy distintos a cada una” (p. 64) de las versiones existentes.

Sin embargo, si bien logran ejemplificar estos pasajes donde destacan la duda y la insinuación de ocultamiento de la verdad, omiten mencionar -o, en el mejor de los casos, minimizan- aspectos de suma relevancia. Justo aquí reside lo problemático del capítulo y de buena parte del argumento central del libro. Al leerlo, da la impresión de que sugieren que las dudas, sospechas y cuestionamientos hacia las autoridades son atribuibles casi en su totalidad a la cultura antagónica, impresión que se confirma cuando se observa que no se mencionan -y cuando sí, se trivializan- algunos hechos centrales que justifican dichas sospechas y las fundamentan. Y aunque este no es el espacio para una amplia discusión, por su relevancia, vale la pena mencionar algunos ejemplos.

Para empezar, minimizan la importancia de las irregularidades y de la mala documentación de la diligencia realizada por las autoridades en el río San Juan, donde se alega haber encontrado los restos de Alexander Mora (OACNUDH, 2018, p. 83; GIEI, 2016, p. 285). Tampoco se menciona que, mientras la PGR afirmó que los estudiantes fueron incinerados con todas sus pertenencias, hay evidencia de que los teléfonos de los normalistas siguieron funcionando y se utilizaron horas después de esa supuesta incineración (GIEI, 2016, p. 164). De igual manera, aunque aluden someramente a los indicios de tortura de los detenidos, los caracterizan de meras sospechas y no mencionan una sola vez el informe de la Oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH) presentado en marzo de 2018, el cual asevera que se contaba “con fuertes elementos de convicción para concluir” que al menos 34 detenidos “habrían sufrido tortura” (OACNUDH, 2018, p. 81), y que las declaraciones de estos fueron fundamentales para la construcción de la versión oficial, cuestión constantemente negada por las autoridades.2 Tampoco se alude al espionaje sistemático del gobierno federal, mediante la Agencia de Investigación Criminal (AIC) -entonces a cargo de Tomás Zerón- y el programa Pegasus, a defensores de derechos humanos, periodistas y empresarios, entre los que se encontraban los miembros del GIEI y los representantes legales de las familias de los normalistas (Animal Político, 2017). Como último ejemplo, están los diversos obstáculos y dificultades que las autoridades pusieron al GIEI para que este llevara a cabo de manera óptima su investigación, en relación principalmente con la obstrucción o retrasos intencionales en el acceso a material y evidencia relevante para el caso (Martínez, 2016; Semple & Malkin, 2016); sin olvidar que el gobierno federal le negó la ampliación de su mandato para que concluyera su investigación. En este sentido, pareciera que la argumentación aparentemente exitosa de la tesis de Escalante y Canseco se construye a costa de suprimir, minimizar o trivializar los elementos que la vuelven problemática: irregularidades en la investigación, declaraciones obtenidas mediante tortura, espionaje, hostigamiento, responsabilidad de elementos militares. Todo ampliamente documentado en las investigaciones que ellos mismos consideran completas, serias y contrastables.

En pocas palabras, mientras se entiende que Escalante y Canseco argumentan que las descalificaciones, cuestionamientos y rechazo a la versión oficial están basadas sobre todo en sospechas y supuestos relacionados con la cultura antagónica, los acontecimientos enumerados -que no son cuestiones menores y que no fueron incluidos en su análisis- sugieren que tales sospechas y desconfianza son legítimas, que tienen fundamentos y que no solo obedecen ni responden mecánicamente a la adecuación de un arquetipo. Es decir: hay una diferencia entre que las versiones alternativas hayan sido mejor acogidas en la sociedad mexicana debido a una cultura antagónica, y que dichas versiones y sus cuestionamientos se sustenten en una cultura antagónica. Tales argumentos y cuestionamientos no derivan de la mera sospecha inscrita en un imaginario, tienen fundamentos. Son investigaciones, no especulaciones. Esta distinción parece inexistente a lo largo de las páginas del capítulo seis del libro de Escalante y Canseco. A menos que esa haya sido la intención estos autores, debió señalarse.

En el séptimo capítulo se aborda una parte fundamental del proceso para que Ayotzinapa se identificara e inscribiera en la cadena de eventos de represión y violencia del Estado contra el pueblo, y no en el contexto de la guerra contra el crimen organizado: la descontextualización de los hechos. Escalante y Canseco sostienen que esta descontextualización consiste en la forma en que algunos sucesos del acontecimiento se destacan mientras que otros se minimizan de forma que cierto suceso -Ayotzinapa, en este caso- termine reproduciendo los elementos esenciales del modelo al que se asemeja: Tlatelolco. Lo anterior, a pesar de que, enfatizan los autores, se trate de eventos sumamente diferentes. Así, por medio de la cultura antagónica se filtran los hechos de modo que algunos elementos quedan posicionados como los centrales del caso, en tanto que se marginan los distintivos que lo desvían del arquetipo, esto es, se suprimen las circunstancias particulares.

Se sugiere así que la descontextualización principal consistió en enmarcar el episodio como un acto de violencia política y en sacarlo del contexto de la guerra contra el crimen organizado. Dejando claro lo anterior, Escalante y Canseco exponen, mediante un interesante análisis, lo que a su juicio fueron las descontextualizaciones más relevantes. Primero que nada, el lugar: “en la imaginación de la gente, inadvertidamente, comienza a identificarse el suceso con Ayotzinapa, y no con Iguala” (p. 86), pues el puro nombre de Ayotzinapa con su sonoridad exótica e indígena nos “remite a una localidad minúscula, desconocida, un pequeño pueblo campesino, que por eso puede ser cualquier pueblo campesino -y por metonimia es la nación mexicana” (p. 88). El segundo elemento es la descontextualización de los normalistas para que estos fueran vistos como estudiantes y nada más que estudiantes, además de ser no solo las principales, sino hasta las únicas víctimas de aquella noche; llevando incluso a invisibilizar a las otras víctimas de los sucesos que no eran estudiantes. Tercero, que las actividades que realizaban los estudiantes al momento de los hechos se interpretaran como una manifestación contra las autoridades federales, lo cual le otorgaría un fondo político al asunto. Y, por último, la descontextualización del Estado para “interpretar a sus representantes exclusivamente como victimarios de la masacre y, en el caso extremo, como los únicos victimarios posibles” (p. 102). Todo lo anterior los autores lo ejemplifican con distintas citas de notas periodísticas, discursos, consignas, ilustraciones, etcétera.

Cabe resaltar que en este último aspecto, el de la descontextualización del Estado, sucede algo similar a lo del capítulo anterior. Pareciera que con su pura fuerza y peso la cultura antagónica es la principal responsable de que se haya construido al Estado a imagen del arquetipo establecido: represor, autoritario y violento; lo que derivó en interpretarlo como “una institución unificada, coordinada, monolítica, para que sus actos y omisiones puedan leerse como parte de una estrategia dirigida verticalmente” (p. 105). Sin embargo, esto se percibe en el texto como si los agentes y representantes del Estado hubieran carecido de agenda o de intenciones, se les retrata como si su proceder hubiera sido en todo momento el adecuado. Es decir, como si sus actos y dichos hubieran sido simplemente víctimas de la cultura antagónica. Para ilustrarlo se puede mencionar que Escalante y Canseco atribuyen a la imagen del “gobernante cínico y cruel” (p. 105) inscrita en la cultura antagónica la manera en que las frases “Ya me cansé” y “Ya supérenlo” fueron interpretadas por la población, “no importa que ese no haya sido el sentido original de las expresiones” (p. 105). Nuevamente omiten mencionar los episodios que sí contribuyeron a la revitalización de aquella construcción imaginaria de un Estado autoritario y represor: ocultamiento y obstrucción de información y evidencia, tortura y su negación, y espionaje sistemático, por citar solo algunos.3 Estos hechos no son asuntos menores y no pueden ser excluidos si se pretende realizar un análisis íntegro.

Finalmente, en el último capítulo Escalante y Canseco hacen una especie de propuesta de lo que a su parecer debería ser el rumbo a seguir si se quiere entender más adecuadamente lo sucedido en Iguala aquella noche. Proponen recontextualizar el evento, es decir, centrar nuestra atención en sus particularidades, ahondar más en los contextos locales y en todo lo que, aseguran, fue suprimido. En relación con esto, afirman que el acontecimiento “Ayotzinapa” se “construyó justo para asemejarse a la masacre del 2 de octubre, de modo que no pudo más que confirmar (y fortalecer) la vigencia de la cultura antagónica como sistema interpretativo [...], confirmar que en 50 años nada había cambiado” (p. 123). Así, en las últimas líneas, finalizan sentenciando que “no es el país el que no ha cambiado en el último medio siglo, sino los instrumentos para interpretarlo, lo que no ha cambiado es nuestro orden cultural” (p. 125).

En este último punto cobra mayor relevancia que en el libro de Escalante y Canseco no se hayan mencionado los sucesos que arriba se han descrito. Es verdad, como lo mencionan, que el país ha cambiado en estos últimos cincuenta años, pero también es verdad que algunas de las prácticas estatales más autoritarias y represivas han persistido a lo largo de estos años: represión, censura, espionaje, desaparición forzada, detenciones y ejecuciones arbitrarias, paramilitarismo, hostigamiento, todo bajo el manto del encubrimiento y la impunidad. Entonces, ¿qué tanto pueden cambiar nuestros instrumentos para interpretar nuestro país y sus conflictos, si seguimos viviendo y siendo testigos de las prácticas que le dieron origen y le dan vigencia a aquello que llaman cultura antagónica? En ese sentido, se puede afirmar que los autores del libro nos cuentan cómo la cultura antagónica moldeó Ayotzinapa, construyéndolo a imagen de Tlatelolco, pero no nos cuentan qué aspectos de dicho suceso -principalmente relacionados con el papel de las autoridades- confirmaron, revitalizaron y consolidaron esa cultura antagónica.

Todo significado, imaginario o representación se configura en y a través de las relaciones entre una colectividad y aquel objeto o entidad a ser significado, imaginado o representado. Dejar fuera del análisis las prácticas y discursos de una de las partes de esta relación -en este caso las de las autoridades estatales responsables en distintos niveles de la investigación del caso- equivale a no haber contado la otra mitad de la historia. Si la cultura antagónica es un conjunto de representaciones y significaciones que media la relación entre Estado y sociedad, ¿por qué excluir aspectos clave del papel del primero durante el curso de las investigaciones del caso en cuestión?

En conclusión, en el plano teórico y analítico, la obra de Escalante y Canseco contiene elementos que pudieran hacer atractiva su lectura. Entre ellos, ciertos análisis de la descontextualización, la carga simbólica de la figura del estudiante en el imaginario de la sociedad mexicana y el propio concepto de cultura antagóncia como los más relevantes. Estos elementos pueden ser de utilidad teórica y cuentan con un importante potencial explicativo para pensar la historia de nuestro país. Sin embargo, esas posibles virtudes se ven opacadas, se diluyen y quedan a deber por las múltiples omisiones referidas en este texto.

Todo concepto teórico tiene sus fortalezas, limitaciones y riesgos. Así, en el caso de la cultura antagónica, habrá que ser cuidadosos de que, al utilizarlo, no se caiga en el equívoco de minimizar o invisibilizar reclamos, protestas o acusaciones hacia determinados agentes y representantes del Estado que pudieran ser completamente legítimos.

Referencias

Animal Político. (2017, 10 de julio). El GIEI fue espiado con Pegasus, confirma Citizen Lab. Animal Político. https://www.animalpolitico.com/2017/07/GIEI-espionaje-pegasus-nyt/Links ]

Escalante, F., & Canseco, J. (2019). De Iguala a Ayotzinapa. La escena y el crimen. México: Grano de Sal/El Colegio de México. [ Links ]

Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI). (2016). Informe Ayotzinapa II. Avances y nuevas conclusiones sobre la investigación, búsqueda y atención a las víctimas. https://www.oas.org/es/cidh/actividades/GIEI/GIEI-InformeAyotzinapa2.pdfLinks ]

Grupo Reforma. (2012, 11 de mayo). Reciben a Peña entre protestas en la Ibero. [Video]. https://www.youtube.com/watch?v=7Rm979cdW7ULinks ]

Martínez, P. (2016, 21 de febrero). GIEI denuncia obstáculos y filtraciones en investigación del caso Ayotzinapa; PGR niega obstruir información. Animal Político. https://www.animalpolitico.com/2016/02/GIEI-denuncia-obstaculos-y-filtraciones-a-medios-en-investigacion-del-casoayotzinapa/Links ]

Murillo, E. (13 de julio de 2020). Filtran video en el que Zerón interroga a ‘El Cepillo’ por caso Ayotzinapa. La Jornada. https://www.jornada.com.mx/ultimas/politica/2020/07/13/filtran-video-en-el-que-zeron-interroga-a-el-cepillo-por-caso-ayotzinapa-1311.htmlLinks ]

Oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH). (2018). Doble injusticia. Informe sobre violaciones de derechos humanos en la investigación del caso Ayotzinapa. https://www.ohchr.org/Documents/Countries/MX/OHCHRMexicoReportMarch2018_SP.pdfLinks ]

Proceso. (2019, 22 de junio). Difunden video de tortura en caso Ayotzinapa y renuncia funcionario de Michoacán involucrado. Proceso. https://www.proceso.com.mx/nacional/2019/6/22/difunden-video-de-tortura-en-caso-ayotzinapa-renuncia-funcionario-de-michoacan -involucrado-226833.htmlLinks ]

Semple, K., & Malkin, E. (2016, 25 de abril). El gobierno mexicano no colaboró con nuestra investigación sobre lo que sucedió en Ayotzinapa: GIEI. The New York Times. https://www.nytimes.com/es/2016/04/25/espanol/america-latina/el-gobierno-mexicano-no-colaboro-con-nuestra-investigacion-sobre-lo-que-sucedio-en-ayotzinapa-GIEI.htmlLinks ]

1 Dentro del marco de la cultura antagónica, los estudiantes ocupan un lugar privilegiado como modelo; son vistos como vanguardia y representantes auténticos del pueblo, como críticos del poder y del gobierno.

2Estos hechos quedaron confirmados al publicarse los videos que mostraban la tortura de algunos de los detenidos; en uno de ellos aparecía el propio Tomás Zerón (Proceso, 2019; Murillo, 2020).

3Llama la atención que siga sin mencionarse explícitamente el antecedente de Peña Nieto y la represión de Atenco en 2006, lo cual llevó a señalarlo como “represor” y “asesino” mucho tiempo antes de la desaparición de los normalistas. Esto es central, pues si lo que se busca es indagar sobre un imaginario que, se considera, condujo a identificar al gobierno federal —y al expresidente, en particular— como ilegítimo y responsable de lo sucedido, este antecedente debió haberse retomado.

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