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Perfiles latinoamericanos

Print version ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.26 n.52 México Jul./Dec. 2018

https://doi.org/10.18504/pl2652-016-2018 

Reseñas

Santiago Carassale Real y Liliana Martínez Pérez (coords.), La experiencia como hecho social: ensayos de sociología cultural, México, Flacso México, 2016, 182 pp.

Alexandre Beaudoin Duquette* 

* Doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. México. Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM, becario del Instituto de Investigaciones Antropológicas, asesorado por la Dra. Cristina Oehmichen Bazán. Correo electrónico: alexbeaudu@gmail.com

Carassale Real, Santiago; Martínez Pérez, Liliana. La experiencia como hecho social: ensayos de sociología cultural. México: Flacso México, 2016. 182p.


La experiencia como hecho social: ensayos de sociología cultural es una obra editada por la Flacso México y coordinada por Santiago Carassale Real y Liliana Martínez Pérez. Se trata de ocho ensayos que resultaron del trabajo hecho en un seminario de sociología y de historia cultural. El libro plantea en filigrana una pregunta ética: ¿cómo hacer nuestro trabajo? Se observa entonces al que observa y se analiza dicha observación como una experiencia dividida en dos etapas: “tomar parte” y “dar parte”.

La primera implica un esfuerzo para comprender el significado de los fenómenos sociales. Inspirándose en Geertz, los autores construyen “una interpretación en busca de sentido” y no pretenden buscar leyes (p. 11).1 Los científicos sociales que se dedican a la comprensión más que a la representatividad deberían de guardar este argumento como un as debajo de la manga en un contexto en el que se tiene que justificar cada vez más nuestro oficio en términos cuantitativos. Se podría también responder con las palabras de Thoreau citadas por Geertz: “no vale la pena dar la vuelta al mundo para ir a contar los gatos que hay en Zanzíbar” (Geertz, 2003: p. 29).

Walter Lippmann muestra un caso concreto del uso de las cifras como propaganda de guerra en el que se aprovecha su aura que el Conde de Lautréamont describe poéticamente cuando afirma: “pero vosotras, ¡oh!, matemáticas concisas, por el riguroso encadenamiento de vuestras tenaces proposiciones y la constancia de vuestras férreas leyes, hacéis brillar, ante los ojos deslumbrados, un poderoso reflejo de esa verdad suprema cuya huella se advierte en el orden del universo” (Lautréamont, 2006: p. 57).

En su libro La opinión pública, de 1922, Lippmann retoma algunos comunicados redactados por el oficial francés Jean de Pierrefeu durante la Primera Guerra Mundial e ilustra cómo se usaron las cifras para construir un “pseudoentorno” usando la creencia del “público general” en el “dogma” de que, en esa guerra, “no se trataba más que de matar alemanes” (Lippmann, 2003: p. 50):

[…] la radio difundía constantemente las estadísticas suministradas por la oficina de inteligencia de Verdún, cuyo máximo responsable, el comandante Cointet, había inventado un método para calcular las bajas alemanas que sin duda cosechó excelentes resultados. Cada quince días las cifras se incrementaban en aproximadamente cien mil hombres. La eliminación sistemática en todas sus variantes posibles de 300.000, 400.000, 500.000 víctimas, divididas en bajas diarias, semanales o mensuales, tenía efectos espectaculares. [...] La repetición constante impresionaba a los países neutrales y a la misma Alemania, y ayudaba a crear un escenario sangriento, a pesar de los desmentidos procedentes de Nauen (la radio alemana), que intentaba en vano anular el efecto negativo de tanta insistencia (Lippmann, 2003: p. 50).

Lo anterior nos enseña que las cifras pueden servir para crear la ilusión de que se tiene un conocimiento empírico de alguna situación sin que haya habido un contacto directo con la misma. De ahí se construye una narrativa que se convierte en ley por medio del establecimiento de una falsa relación causal que permite pretender que el escenario que el emisor del discurso plantea es el que ocurrirá irremediablemente. Así, cualquiera puede plantear que su investigación garantizará exactitud científica porque se basa en una gran muestra sin ofrecer los detalles sobre cómo esta se construyó o pretender que se cumplirá con los plazos porque se entregó una gran cantidad de trabajos en el pasado sin que se ponga atención a la calidad de los mismos. Por supuesto, estos ejemplos constituyen usos falaces de las cifras; pueden ser detectados y son proscritos. No obstante, demuestran que los números no son garantes de validez científica.2 Por lo tanto, al igual que cualquier otro paradigma científico, los de orden cuantitativo tampoco tienen que proyectarse de forma dogmática.

Por esta razón resulta interesante la propuesta de Santiago Carassale et al. de retomar el planteamiento de Geertz para quien “el análisis de la cultura ha de ser […], no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones” (Geertz, 2003: p. 20), ya que nos invita a alejarnos de los discursos científicos dogmáticos: al enunciar una interpretación en busca de sentido, hacemos nuestras las palabras de Descartes: “posible es que me equivoque y tome por oro y diamantes lo que sólo es cobre y vidrio” (Descartes, 2000: p. 9). Reconocemos que dicha interpretación puede estar sesgada, errónea o que su vigencia puede ser limitada, mientras que la ley construye desde una posición de poder un discurso ficticio que no se asume como tal y se entiende incluso como una figura de autoridad. Así es como la ciencia termina construyendo y legitimando estereotipos, es decir -resumiendo la definición que le asignó el inventor del concepto, Walter Lippmann-, representaciones ficticias y simplificadas del mundo difundidas desde una posición de poder y destinadas a incrustarse de forma masiva en el inconsciente de los individuos con el fin de “determina[r] en gran medida el comportamiento político humano” (Lippmann, 2003: p. 37).

Si asumimos que el pensamiento crítico, la duda metódica, así como el derecho al cuestionamiento y a la refutación son principios constitutivos de las ciencias, las disciplinas tildadas de forma despectiva como “especulativas” no pueden considerarse como menos científicas que las ciencias sociales inspiradas en el positivismo, el empirismo y el conductismo, ya que no se proyectan como dogma y sus producciones pueden ser debatidas. Además, al menos dos de sus herramientas son capaces de más precisión y brindan posibilidades infinitas, por lo cual, en estos aspectos, superan cualquier avance tecnológico: el ser humano y la palabra.

Los autores de los capítulos que encontramos en La experiencia como hecho social ofrecen precisamente ocho experimentos -un ejercicio fundamental en las llamadas ciencias exactas- en los que se juega con la infinidad de posibilidades que nos ofrecen los fenómenos sociales y culturales, las palabras y los seres humanos en general. Se experimenta en torno a las preguntas ¿cómo tomar parte? y ¿cómo dar parte?; es decir, ¿cómo investigar? y ¿cómo compartir sus investigaciones?

El primer capítulo, “La obsesión participante. Ensayo sobre el método” de Federico Gobato, esclarece los motivos que llevan a este grupo de investigadores a considerar que observar fenómenos sociales significa “tomar parte” en ellos. Inspirándose en la noción de “interés” de Bourdieu, la cual significaría “formar parte” o “participar”, el autor considera que “no hay desinterés posible para el investigador” (p. 35). Por lo tanto, toda observación es participante.

En cuanto a la segunda etapa de la investigación, que consistiría en “dar parte”, el autor propone que nos inspiremos en Geertz para realizar un ejercicio de “descripción participante” que consistiría en “crear obras que relacionen unos y otros [los aquí y los allí] de manera más o menos inteligible” (p. 38). Es decir, el investigador participa observando e involucra al público al momento de compartir su investigación; quizá de manera que este mismo participe en el proceso. Para ello tiene que traducirle su experiencia; ofrecerle una interpretación de los sentidos que extrajo del fenómeno que observó.

Gobato construye una argumentación coherente y sólida a favor de un interés asumido por parte del investigador hacia su objeto de estudio que se traduciría en su involucramiento en el fenómeno que estudia. Lo anterior no impide que algunas conclusiones a las que desemboca su razonamiento puedan resultar polémicas. Por ejemplo, cuando el autor afirma que “no hay observación posible desde la distancia” (p. 41), se podría preguntar si una total ausencia de distancia es posible, ya que significaría una fusión completa con el objeto de investigación. ¿Es posible una observación sin el menor grado de distancia?

En este sentido, podríamos tender un puente hacia otras contribuciones en torno al lugar del investigador. Por ejemplo, resultaría productivo establecer un contrapunto entre la postura de Gobato inspirada en Bourdieu y la idea de distancia etnográfica reivindicada por Claude Lévi-Strauss, quien señalaba que “al asumir su papel, [el etnógrafo] ha buscado ya sea un modo práctico de conciliar su pertenencia a un grupo y la reserva que siente hacia el mismo, ya sea, simplemente, la manera de aprovechar un estado inicial de distanciamiento que le confiere una ventaja para acercarse a sociedades diferentes, de las cuales ya se encuentra a medio camino” (Lévi-Strauss, 1955: p. 459).3

Es cierto que el planteamiento de Lévi-Strauss puede ser tildado de conservador o incluso de positivista por hacer el juego a la idea errónea según la cual, al igual que las ciencias exactas, las ciencias sociales deben aspirar a producir un conocimiento objetivo y este solo se puede alcanzar a través de un distanciamiento. Sin embargo, si nos alejamos (o tomamos una sana distancia) de este debate, nos percatamos de que la distancia etnográfica puede constituirse en una oportunidad de dar voz al extranjero, quien, según Geneviève Zarate (1986), una especialista de la didáctica de las lenguas, goza de un punto de vista “privilegiado” sobre la cultura a la que busca integrarse.

Esta situación resulta precisamente de la existencia tanto de una cercanía como de una distancia entre ese extranjero y dicha cultura, lo cual le permite “ver prácticas invisibles para los ojos de los nativos (” Zarate, 1986: p. 32) que la autora denomina como “implícitos culturales”.4 Por lo tanto, si prescindimos de aspirar a una objetividad y una neutralidad imposibles, pero asumimos la existencia de la distancia, de ángulos y de grados de participación en la observación, quizá podamos valorar la perspectiva epistemológica y pedagógica de los migrantes y de las diásporas. En este sentido, Gobato tiene el mérito de haber escrito un ensayo que estimula un diálogo pertinente y de haberlo hecho tomando una posición que no deja indiferente.

Jorge Lavín García escribe “Ocultamiento, privacidad y experiencia”, el segundo capítulo. El autor plantea un debate ético en torno a la observación participante. Al responder a la pregunta “¿qué ocurre cuando tanto el investigador como el actor o sujeto de estudio ocultan estratégicamente las intenciones de su discurso al momento de encontrarse/entrevistarse?” (p. 45), él ofrece un argumento contundente para cuestionar ciertos métodos de investigación cuya ética no se tiende a poner en duda.

Es decir, se suele descartar la investigación encubierta por considerarla poco ética, ya que implica que el investigador esconda tanto su estatuto como las intenciones de su trabajo y se prefieren métodos de investigación semiencubiertos o abiertos. En el primero, el investigador no esconde su estatuto, pero sí las intenciones de su trabajo, mientras que en el segundo, se plantea abiertamente el estatuto del investigador, así como sus intenciones.

Según Lavín García, los que se oponen a los métodos encubiertos argumentan que estos “ignoran el principio más importante para hacer investigación social: el consentimiento informado […], el cual supone la aprobación voluntaria del sujeto para ser investigado, de tal suerte que el informante debe ser puesto al tanto sobre los objetivos de la investigación dejando en claro lo que se espera y lo que no de él” (p. 51).

Sin embargo, esta forma de proceder, nos dice el autor, no solamente puede limitar considerablemente las posibilidades de construir conocimiento, sino que, además, “los investigadores que utilizan métodos abiertos recurren muchas veces a formas de persuasión ‘tramposas’” (p. 52). Por una parte, se llega a usar incentivos para reclutar a los participantes. Por otra, puede que el formulario que el sujeto de estudio firma termine protegiendo más al investigador que al entrevistado. Así, el investigador podría usar el formulario como un cheque en blanco que le dé permiso para divulgar los elementos que más le convienen y, de paso, dejaría a su interlocutor sin recursos para pedir alguna rectificación.

Los métodos semiencubiertos son igualmente problemáticos, ya que, si el entrevistado se da cuenta que las intenciones del investigador no correspondían a las que este le había comunicado, se podrá sentir traicionado cuando consulte el trabajo.

El autor busca resolver estos dilemas experimentando con diversos métodos y respetando los principios éticos de base, sin que estos constituyan un obstáculo al conocimiento del fenómeno social que le interesa, en este caso, las madres solas. Inspirándose en Jun Li, Lavín opta por lo que llama una “membresía periférica”, la cual le permite “lograr detallar y desdoblar analíticamente” su intuición y “asumir un rol de observador que no fue ni enteramente encubierto ni totalmente abierto” (p. 61).

En este caso, quizá una metodología etnográfica, como la descripción densa de Geertz, pueda asimismo permitir al autor resolver los dilemas relacionados con los problemas éticos involucrados en los pactos que establece con sus sujetos de investigación. En otras palabras, la entrevista es una herramienta de investigación social entre muchas otras.

En su ensayo “Preguntas peligrosas. Sobre la (re)presentación, la entrevista y la violencia simbólica en la investigación”, Luis Manuel Hernández Aguilar también se interroga sobre los aspectos éticos de la investigación participante. Señala incluso el hecho de que las ciencias sociales han tendido a convertir a los indígenas “en objeto de estudio y representación; un proceso que, más allá de las buenas intenciones, sigue incrustado y reproduce un discurso de tutelaje e inferioridad sobre los indígenas” (p. 69). Mediante esta simple afirmación, el autor logra ilustrar lo que los historiadores norteamericanos Stuart y Elizabeth Ewen demostraron de forma empírica en su libro Typecasting: On the arts & sciences of human inequality (2006): las ciencias sociales han contribuido a legitimar y construir visiones estereotipadas del mundo.

Inspirándose en Spivak, Hernández Aguilar llama nuestra atención hacia un nexo entre los estereotipos y el poder al señalar el doble significado que tiene la palabra “representación” en alemán: “representación en el sentido de una imagen estética” y “representación en el sentido político, ‘el hablar por’” (p. 69). Es decir, el estereotipo enmudece al sujeto representado, a la vez que le impone una imagen simplificada y fija de sí mismo. Así es como la construcción de su propia identidad termina escapando al control del sujeto.

Al acercarse a la Organización Independiente Totonaca, el autor se inspira en Touraine para concebir la investigación como un proceso de intervención sociológica, en el que el científico social se empeña en “buscar/invitar/acompañar a los actores para que den cuenta de sus luchas, de su historia, así como de los sucesos históricos más importantes del y para el movimiento” (p. 71). Ya no se trata de hablar por, sino de analizar “la acción en cooperación con sus principales actores” (p. 71). En este caso, Hernández usa la propuesta de Touraine para erradicar lo que Bourdieu llama “violencia simbólica” que el sociólogo corre el riesgo de ejercer sobre el sujeto que entrevista. Se busca entonces hacer uso de la reflexividad, es decir, de nuestra capacidad para “ponerse mentalmente” en el lugar del entrevistado (p. 79) y así “recuperar la voz del actor en la explicación de fenómenos sociales” (p. 80).

El esfuerzo del autor es sumamente interesante y quizá podríamos enriquecer su perspectiva con las ideas de Carlos Lenkersdorf sobre la idea de aprender a escuchar (2008). En efecto, antes de plantearnos cómo relatar, representar, describir, hablar con, hablar sobre o hablar por los actores sociales, podríamos preguntarnos cómo escucharlos y cómo aprender de ellos o, al igual que Lenkersdorf, indagar sobre por qué “no sabemos escuchar bien” (Lenkersdorf, 2008: p. 108).

En “Calderón y el juego de la guerra. Performance cultural y política”, Lucio Israel Cervantes Porrúa usa la obra El jugador de Fiodor Dostoievski como herramienta para problematizar la forma en que Felipe Calderón se ponía en escena durante la guerra que declaró al narcotráfico. Así, el autor construye una hábil analogía entre el expresidente y Alexéi, el jugador compulsivo protagonista de la obra rusa, y se sirve de las palabras de Dostoievski para interpretar el actuar de Calderón durante la guerra contra el narcotráfico e ilustrar cómo la llegada del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad perturbó su puesta en escena al evidenciarlo “públicamente como un político autoritario” (p. 104). Además de lo anterior, Cervantes Porrúa demuestra que la literatura ofrece herramientas sumamente útiles para la investigación social.

Al leer este capítulo, noté una preocupación recurrente en los textos de este libro: ¿cómo usar la literatura para dar parte? Por ejemplo, en el primer ensayo, Gobato se inspira en las propuestas de Geertz para afirmar que es “en la construcción literaria” que “debe focalizarse el esfuerzo de hacer consciente el camino del saber” sin que ello implique “entregarse por completo a los influjos de la ficción” (p. 37).

Aun si no se trata de un planteamiento novedoso, es importante saludar la comprensión por parte de un grupo de científicos sociales de que la palabra es una de sus principales herramientas de trabajo y que, por lo tanto, ellos también hacen literatura. Para ir más allá, creo que hay que entender que la literatura es un arte y que el arte implica técnicas. ¿Cómo hacemos literatura si solo sabemos describir, si desconocemos las figuras de estilo, si no tenemos voz narrativa o si desconocemos las técnicas de escritura?

Ser escritor es un oficio al igual que ser etnógrafo o sociólogo. Cualquiera puede acercarse a una comunidad ajena y describir e interpretar su experiencia. Sin embargo, algunos lo hacen de manera ociosa y otros adquirieron herramientas para convertir este arte en oficio. Podríamos ilustrar lo anterior con el deporte: en mi entorno, hay personas que son muy buenos futbolistas. A pesar de ello, no desembolsaría un solo centavo para ver uno de sus partidos. El deleite no lo valdría.

Aun cuando no se consideran como escritores, los científicos sociales pueden aprovechar las herramientas literarias. Sin embargo, sacarían un gran beneficio si aprendieran y se entrenaran a manejar las técnicas de escritura. Existen muchos casos de antropólogos que son también grandes escritores y hay textos de antropología que son joyas literarias (La riña de gallos de Bali, El mago y el hechicero, Tristes Trópicos son algunos ejemplos). También existen obras literarias que podrían considerarse como trabajos etnográficos (o incluso películas, por ejemplo, las de Jean Rouch). Los autores de semejantes trabajos comprendieron que tanto la literatura como las ciencias sociales eran también artes que implicaban el dominio de ciertas técnicas.

Un texto que podría enriquecer este aspecto de nuestro oficio es el apartado “Igual que una novela” de Tom Wolfe en su antología El Nuevo Periodismo, ya que ofrece técnicas concretas para escribir una literatura que relata hechos que ocurrieron. Por ejemplo, sugiere tomar conciencia de que todo texto contiene una voz narrativa para jugar con su tono y sus posibles puntos de vista. También habla de la posibilidad de “estimular los recuerdos del lector” aprovechando “la fuerza de una simple imagen […] para evocar un sentimiento complejo” (Wolfe, 2012: pp. 72-73). De igual manera, nos invita a familiarizarnos con la estética realista, a la cual describe como un verdadero combustible para los escritores (p. 55).

En el sexto capítulo, “Habitar la historia: lecturas y transgresiones del monumento conmemorativo”, Carlos Nazario Mora Duro analiza la disonancia entre la intención o los motivos que se enuncian para la construcción de un monumento histórico y la interpretación y apropiación que los actores sociales hacen de este. Se interesa en dos casos emblemáticos de la Ciudad de México: el Monumento a la Revolución Mexicana y la Estela de Luz. En el primero, observa un fenómeno de palimpsesto; distintas historias se vinieron escribiendo las unas sobre las otras. Estas tienen que ser descifradas para entender los diferentes significados que ha venido teniendo la obra arquitectónica, cuya construcción se inició antes del acontecimiento que conmemora. En cuanto a la Estela de Luz, el autor llama la atención sobre cómo, mediante el uso de la ironía, los actores sociales tumbaron el aura gloriosa y mesiánica con la que el gobierno de Felipe Calderón pretendía rodear la costosa obra. Como lo afirma el autor: “La lectura irónica permitió reconocer lo irracional de lo solemne y, en tanto, realizar una conciencia crítica del emblema patriótico” (p. 131).

La conclusión de Carlos Nazario Mora Duro podría dar pie a un estudio sobre el potencial epistemológico, pedagógico y político del humor, la risa y la sátira. Para ello, podríamos acercarnos a la obra The Act of Creation de Arthur Koestler que ha inspirado, por ejemplo, al comediante George Carlin al llamar la atención sobre el nexo que existe entre el bufón y el filósofo (Dixit, 2008). Koestler (1964) explicaría el fenómeno que describe Mora Duro respecto de la lectura irónica del emblema patriótico señalando un encuentro entre esquemas de pensamientos aparentemente incompatibles como lo serían lo irracional y lo solemne. Podríamos también acudir al psicólogo norteamericano Leon Festinger (1962) para deducir que la ironía surge de un estado de disonancia cognitiva que surgiría de la presencia de elementos de informaciones que no son coherentes entre sí.

El “Testimonio de Judith” es el título del capítulo de Eufemio Franco Pimentel, quien analiza cómo la periodista Elena Poniatowska genera la impresión de que su propia voz narrativa desaparece en una entrevista que realizó con una damnificada del terremoto que ocurrió en México en 1985. El autor demuestra que la palabra puede fungir “como un artilugio que dota de sentido y organiza el entorno” (p. 140). Su análisis abre puertas para entender el proceso de duelo y la importancia que tienen sus etapas para que el enlutado construya un nuevo marco de referencia, es decir, un mundo en el que se pueda mover, en el que su lugar, su amor propio y su identidad estén garantizados. Una de estas etapas es el hallazgo del cuerpo del familiar. Este ensayo cobra gran relevancia en un momento en el que decenas de miles de nuestros conciudadanos buscan familiares desaparecidos.

Sin embargo, la teoría de Hayden White que guía en parte el razonamiento del autor lo conduce a una conclusión que merece ser debatible: “el relato [de Judith escrito por Elena Poniatowska] mostraría una visión de la historia delimitada por la ideología ‘radical’ que se estaría enfrentando a la ‘conservadora’, presentada por el gobierno” (p. 162). Franco Pimentel sostiene lo anterior afirmando que “al dejar, aparentemente, abierto el micrófono para escuchar el testimonio de Judith”, el relato de Poniatowska “apoya[ría] la visión de que gran parte de la catástrofe provocada por el temblor se puede atribuir a los actos de corrupción del gobierno” y que la periodista “[apostaría] a que la sociedad puede impulsar los cambios [que esta] requiere para mejorar sus condiciones de vida” (p. 162). Me pregunto si el autor no simplifica el panorama planteando una disyuntiva entre radicales y conservadores y si no valdría la pena construir uno más matizado. Si denominamos “radical” a una periodista que organiza y transmite el relato de una persona que responsabiliza al gobierno por la muerte de su familia en un terremoto argumentando que este ha auspiciado “el fraude y la corrupción” (p. 139), ¿no corremos el riesgo de fomentar una gran apatía social o un periodismo acrítico?

Si mi interpretación es correcta, creo que las preocupaciones de George Orwell en torno a la existencia de la verdad (Orwell, 2011: pp. 18-19) cobran vigencia para argumentar que, por mucho que construyamos una visión subjetiva y ficticia de los acontecimientos, es posible hablar de hechos que ocurrieron empíricamente, al igual que es posible mentir. Si bien un relato encierra una intención política, también puede describir acontecimientos que el sujeto experimentó en carne propia. En este caso, quizá el testimonio de Judith señale hechos o acontecimientos que deberían ser indagados para evaluar los fundamentos de sus acusaciones porque, si la víctima tiene razón y “el fraude y la corrupción que auspicia el gobierno” (p. 139) incidieron en la muerte de su familia, ¿acaso tendríamos que concluir que los hechos “mostrarían una visión de la historia delimitada por la ideología ‘radical’”? (p. 162).

Finalmente, el capítulo de Jorge Eduardo Suárez Gómez, “Regímenes de historicidad: entre la experiencia y la expectativa”, constituye un esfuerzo valiente y valioso en el que se reabre la caja de Pandora que constituye el debate sobre la validez de la distinción entre sociedades sin y sociedades con historia. El reto consiste en crear un método para comparar sociedades sin que dicha comparación sea valorativa y que volvamos a caer en la trampa de considerar que algunas sociedades son más avanzadas que otras o que algunas sociedades tienen conciencia de sí mismas y otras no.

Para ello, el autor retoma la propuesta de “regímenes de historicidad” de François Hartog, en la que se compara si una comunidad humana se relaciona más con su experiencia o con sus expectativas. Lo anterior no implica evaluar, por ejemplo, el grado de “progreso” de una sociedad en relación con otra, sino interrogarse sobre si esta otorga más importancia a su horizonte de expectativas y si construye sus discursos colectivos en función de un presente que se proyecta en el futuro o si estos se apoyan en el pasado presente y en el conjunto de experiencias que los individuos de estas comunidades vivieron colectivamente. El método permitiría superar una comparación valorativa, ya que todas las sociedades pueden voltearse hacia sus expectativas o sus experiencias en un momento u otro de su historia. Según Suárez Gómez, “Los regímenes de historicidad pueden observarse en todas las sociedades, por lo que se convierten en una vacuna contra el etnocentrismo occidental que tanto ha afectado a las ciencias sociales” (p. 177).

El esfuerzo que hace el autor de rescatar la propuesta de Hartog para construir un método que nos permita superar las comparaciones valorativas es pertinente, ya que implica buscar formas de erradicar la violencias simbólicas y concretas derivadas del eurocentrismo y el colonialismo que han permeado las ciencias occidentales a lo largo de la historia (véase Ewen & Ewen, 2006). En este sentido, el texto me deja con una interrogante: ¿por qué tendríamos que segmentar -en este caso, entre sociedades que miran hacia el pasado y otras que miran hacia el futuro- un mundo cada vez más interconectado? Quizá esta comparación, por el momento, pueda ejercerse de forma simétrica. Sin embargo, de prevalecer, ¿no será posible que, con el tiempo, empiecen a emerger algunos juicios de valor? ¿No podría darse el caso de que las sociedades que miran hacia el futuro empiecen a denigrar a las sociedades que miran hacia el pasado por no aceptar el progreso o que las que miran hacia el pasado empiecen a despreciar a las que miran hacia el futuro por renegar de su historia y así volverse unas sociedades sin historia?

Para concluir, considero que La experiencia como hecho social: ensayos de sociología cultural nos invita a construir una conversación pertinente e inspiradora sobre la ética y los métodos en las ciencias sociales. Además, constituye un producto concreto de un proceso de aprendizaje, en el que diez científicos sociales elaboran ocho propuestas para reflexionar en torno a lo que significa tomar parte y dar parte. El resultado es enriquecedor, ya que nos permite revisar, discutir y debatir nuestros métodos, nuestros principios éticos, así como nuestras formas de construir y compartir nuestro conocimiento. Nos incita también a volver a interesarnos en nuestro quehacer, un oficio en el que se trabaja con dos universos que ofrecen posibilidades infinitas: las palabras y las comunidades humanas.

Referencias

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1Salvo donde se indique lo contrario, las páginas de referencia remiten al libro aquí reseñado.

2Sobre el tema del uso falaz de las cifras, se recomienda Baillargeon (2005: cap. 2), Campbell (1981) y Reichmann (1965).

3Traducción libre del francés.

4Traducción libre del francés.

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