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Alteridades

versión On-line ISSN 2448-850Xversión impresa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.31 no.61 Ciudad de México ene./jun. 2021  Epub 25-Oct-2021

https://doi.org/10.24275/uam/izt/dcsh/alt/2021v31n61/oseguera 

Lecturas

Los lugares de lo político, los desplazamientos del símbolo Poder y simbolismo en la obra de Victor W. Turner

Andrés Oseguera Montiel1 
http://orcid.org/0000-0002-4755-6984

1Escuela de Antropología e Historia del Norte de México. Calle 5 de febrero e Instituto Politécnico Nacional 301, col. Guadalupe, 31410, Chihuahua, Chih.<andresose@gmail.com>

Díaz Cruz, Rodrigo. Los lugares de lo político, los desplazamientos del símbolo. Poder y simbolismo en la obra de Victor W. Turner. Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, Gedisa, México: 2014. 412p.


En los estudios del conflicto social el trabajo de Victor W. Turner es un referente indiscutible no sólo para lograr una compresión de las relaciones de poder en distintos contextos y situaciones, sino para seguir explorando el proceso en el cual se gestan y desarrollan los movimientos encabezados por individuos dispuestos a transgredir las normas establecidas. En el análisis de este proceso se entrecruza además la importancia del símbolo como referente y representación de los movimientos; como agente que posibilita el conflicto y las relaciones de poder. Sin duda, el antropólogo escocés es un representante destacado de una tradición sociológica dedicada al estudio del antagonismo (Simmel, 2010; Dahrendorf, 1968; Rex, 1985; Elias y Scotson, 2016).

Rodrigo Díaz Cruz, en Los lugares de lo político, los desplazamientos del símbolo. Poder y simbolismo en la obra de Victor W. Turner, hace una revisión completa y rigurosa de la obra de Victor Turner, precisamente para destacar las propuestas del procesualismo de la antropología anglosajona dedicada al análisis del conflicto social, así como la trascendencia del papel del símbolo en el proceso de la lucha por el poder. Además de estar escrito con pulcritud, el libro puede leerse como un recordatorio para los nuevos referentes del pensamiento antropológico que, ante la aparente superación de sus clásicos, se presentan sin los vínculos académicos a la hora de proponer nuevas teorías. Un libro lúcido dividido en ocho capítulos y cuyo contenido nos lleva a los límites del pensamiento de Turner para pensar en las posibilidades de una razón enfática y su articulación con las estructuras disipativas.

Del drama social a la segunda ley de la termodinámica

Destaco la sugerente metáfora para el examen de los conflictos de agrupaciones e individuos como dramas sociales, que profundiza en el análisis situacional que propuso Max Gluckman (1968). Es una metáfora que sigue los planteamientos del procesualismo al tomar al conflicto como unidad de análisis, pero enfatiza en la manipulación intencional, propia de la dramatización, de los símbolos dominantes que sus actores ponen a jugar en la escena social. Así, Rodrigo Díaz Cruz no se cansará de advertir que la metáfora del drama social incuba al símbolo como expresión de la lucha por el poder.

De acuerdo con esta provocadora lectura que hace Díaz Cruz, Turner toma una distancia epistémica respecto de la tradición latina de la semiología; una tradición centrada en defender la presencia de un significado invariable y perenne independientemente de los distintos significantes que lo invocan. Además, rompe con el enfoque dominante en torno a las interpretaciones de lo simbólico inaugurado por Emile Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa (1993), donde asume que el científico social es el único capaz de identificar e interpretar los símbolos ante la ignorancia de los nativos, quienes no sólo no se dan cuenta de la presencia de lo simbólico, sino que son “incorregibles” por estar “atrapados” en creencias erróneas. Esta ignorancia adjudicada a los propios nativos o actores ha sido central en la justificación de una interpretación que implica tanto llegar al sentido “oculto” que alberga lo simbólico como asumir que el símbolo es la expresión de una distorsión del lenguaje inmediato y a la cual se puede llegar a través de la interpretación (Ricoeur, 1999).

No es que el símbolo no signifique, al contrario, tiene “muchos significados”. La posibilidad de las interpretaciones dependerá de quién las haga: para un curandero los significados que puede albergar un símbolo serán distintos a los significados que le adjudican los neófitos de un ritual de curación. Pero no sólo se enfatiza esta característica del símbolo, sino el carácter generador de las situaciones; de las arenas donde acontecen las interacciones antagónicas. Además, son estos símbolos los que encarnan los intereses contrapuestos en esta interacción antagónica. Por ejemplo, con el “grito” del cura Miguel Hidalgo en 1810 se desplegaron distintas arenas y campos políticos; distintas relaciones entre actores y símbolos para protagonizar un drama social en el que, o bien se proclamaba la independencia de una nación o se reafirmaba el control imperial. Uno de estos símbolos fue el estandarte de Nuestra Señora de Guadalupe como representante de una resistencia en una arena específica. Con “el símbolo en la mano”, el cura se apropió de lo establecido para llamar a una revuelta, ejemplificando con ello la “utilización” de un referente simbólico para contravenir las leyes, las tradiciones, las costumbres que hasta ese momento habían perpetuado el orden establecido. Aun cuando el cura no tenía la intención de profanar la imagen del catolicismo hispanoamericano, el estandarte adquirió una “segunda” lectura para los seguidores de la lucha armada, logrando una reinvención simbólica de la divinidad y dar cauce a un campo político específico.

El trabajo de Turner puede considerarse un articulador de temas diversos; los estudios del ritual no pueden desligarse del enfoque procesualista y los estudios del conflicto. De igual modo, el análisis del simbolismo que propuso se acerca en muchos sentidos a una antropología de la experiencia y los estudios de la performance. Que tienda puentes no equivale a que logre una aproximación multidimensional. En el análisis que propone del conflicto, por ejemplo, pareciera que las “estructuras de poder” quedan en un segundo plano, pues su influencia en los conflictos no se presenta como determinante. Siguiendo la conceptualización que hace Jeffrey Alexander de las teorías surgidas después dela Segunda Guerra Mundial, podría decirse que estamos ante una perspectiva del orden social de corte individualista y de una explicación de la acción más cercana a lo irracional (Alexander, 2000). Es decir, Turner se inclina por una perspectiva donde las normas y estructuras son definidas mediante las relaciones entre los individuos que entran en una arena; es durante el proceso de una lucha que las estructuras se concretan. Los individuos tienen la capacidad de modificar los estamentos de una agrupación si así lo deciden. Lo interesante es que esta capacidad volitiva no implica una acción instrumental o, al menos, el trabajo de Turner no es del todo claro respecto de si los individuos se guían por valores y emociones, o por alcanzar ciertos fines cuando toman las decisiones.

La perspectiva individualista y una aparente tendencia a ver una acción de carácter irracional ha generado que sus lectores y seguidores busquen subsanar los vacíos que dejan estos presupuestos teóricos. Para Díaz Cruz, por ejemplo, el individuo no necesariamente actúa por cuenta propia, reajustando las tuercas del ordenamiento social según dictan sus propios intereses. Los individuos y la sociedad son estructuras disipativas que han ido evolucionando como expresión del control del ambiente (p. 135). El orden social ya no es un reflejo de las decisiones circunstanciales que asumen los actores en una arena social; este orden social no sólo obedece a la segunda ley de la termodinámica, sino que además es posible establecer una explicación causal de la evolución derivada del control eficiente de la energía -expresión de la tecnología, el símbolo y la cultura-, donde la protagonista es la “sociedad” y no el individuo (Adams, 2007). Existe, para Díaz Cruz, una complementariedad entre ambas perspectivas: la lucha por el poder y de control de bienes escasos como motor de los dramas sociales puede leerse como una lucha de “las sociedades” por la energía y las consecuencias de este control en el crecimiento de la entropía (p. 135).

Se trata de una propuesta sugerente, pero deja sin resolver cómo pasar de las situaciones específicas -como aparece en los planteamientos turnerianos- al estudio del conflicto y la política apelando a la presencia de estructuras disipativas, estructuras de poder y estructuras coaxiales con capacidades de agencia (Varela, 2005). Por otro lado, quedan las mismas dudas con respecto a la explicación de la acción irracional-racional de los individuos. En el caso del análisis de los símbolos desde el enfoque de Turner, los individuos parecen guiados más por los principios y valores de la sociedad -el principio de la matrilinealidad- y los principios sociales: la justicia y la búsqueda de una superación personal y social. En la perspectiva neoevolucionista, los actores son guiados por principios racionales: control y poder de la energía a través de la tecnología y los símbolos.

Las dificultades teóricas de transitar de una razón austera a una razón enfática

Las posturas antagónicas que definen el quehacer científico social son definidas por Rodrigo Díaz como dos formas de razonamieto: uno “enfático” y otro “austero”. El primero, más cercano al planteamiento procesualista del orden político, permite hablar del devenir del sentido y la posibilidad de la presencia de una conjugación de distintos conceptos y expresiones verbales divergentes: “Se trata de una razón que convive inevitable, permanentemente con la incertidumbre, la vaguedad, la indecisión, la pluralidad, las formas graduales; que se empeñan en disolver las disyuntivas, los fundamentos ,los algoritmos” (p. 341).

Esta caracterización de la obra turneriana alude a la metodología interpretativa de los símbolos y, en específico, de la exégesis para el análisis de los símbolos dominantes. En efecto, al destacar distintos niveles de análisis (exegético, operacional y posicional) para entender el simbolismo ndembu, Turner va más allá de la labor del científico social inmaculado que busca, entre las múltiples expresiones del mundo social, el sentido último que justifica, para el ordenamiento social, el uso de los símbolos. Al considerar a las exégesis de los nativos se aprecian las posibles contradicciones de lo que dicen y hacen al mismo tiempo, demostrando con ello que no existen plenas y completas explicaciones de lo simbólico; que éste está en un devenir entre su uso -apelando al juego del lenguaje “à la Wittgenstein”- y su aspecto posicional derivado del ensamblaje o entretejimiento con la estructura.

Dicha razón enfática, que permite una “fusión de horizontes”, como propone Hans-Georg Gadamer para hablar de la comprensión del presente en constante devenir, sin que excluya el horizonte del pasado (Gadamer, 1999: 377), se contrapone a la razón austera, que en cierta forma es “arrogante”, al mostrarse como la expresión de la argumentación cientificista. El razonamiento austero es un razonamiento arrogante en cuanto que opera bajo la lógica de criterios establecidos e inmutables; de nociones incuestionables y de principios universalistas o, para el caso de Clifford Geertz (1995), relativistas. La obra de Dan Sperber (1988), que hace una crítica al simbolismo de Turner, también cae, según Díaz Cruz, en un planteamiento “rigorista” y propio de la razón austera, “porque propone un par de algoritmos -criterios fijos, precisos y generales- para deslindar lo que significa de lo que no significa” (p. 307).

Pero esta crítica perspicaz a los antropólogos partidarios del fundamentalismo universalista y representantes de una razón arrogante, no impide a Rodrigo Díaz Cruz considerar los principios de la selección natural y la segunda ley de la termodinámica para entender la evolución de las estructuras de poder. Por ello, resulta pertinente preguntarse si esta propuesta neoevolucionista no termina siendo también parte de esta razón arrogante.

Veo también algunos destellos de un razonamiento arrogante en la propuesta metodológica de Turner, que reduce el juego del lenguaje a una interpretación “última”. La interpretación posicional es la que engloba el ejercicio interpretativo. Cito, para botón de prueba, al propio Turner cuando habla del ritual nkula entre los ndembu, celebrado por las mujeres con trastornos reproductivos. El antropólogo escocés nos tranquiliza diciendo:

No hace falta ser psicoanalista, basta con una buena formación sociológica, con una cierta familiaridad con el conjunto del sistema simbólico ndembu, y con algo de sentido común, para darse cuenta de que uno de los fines del ritual es lograr que la mujer acepte su destino en la vida, que es parir hijos y criarlos para su linaje. El simbolismo sugiere que la paciente está rechazando inconscientemente su rol femenino; que efectivamente es culpable [Turner, 1980: 47 ].

Es decir, para cualquiera que tenga un poco de sentido común, este ritual “celebra” los principios dominantes como la “matrilinealidad” (Turner, 1980: 47).

Me pregunto si el sentido común del que habla Turner es igual para los ndembu y si éste además implica un consenso entre esos nativos. Pero, sobre todo, ¿cómo puede observar Turner que un ritual específico como el nkula “reanima” el principio de la matrilinealidad? ¿Los ndembu hablan de matrilinealidad? ¿Nos está diciendo el antropólogo, afín al pragmatismo, que existe un sentido inconsciente, oculto, en las prácticas rituales y que sólo la destreza de un sociólogo aparentemente bien formado puede llegar a él “à la Durkheim”?

Este tipo de cuestionamientos son el sustento de la crítica que Dan Sperber hizo a la interpretación semiológica volcada en encontrar significados ocultos en las prácticas rituales: la interpretación criptológica. Una interpretación que apareja las exégesis con el sentido común del investigador para ir de lo particular a lo general evidenciando una “desproporción entre los símbolos y las representaciones que se reputa que esos símbolos codifican” (Sperber, 1988: 72). Según esta lógica criptológica, todo símbolo ndembu tendría la facultad de hablar -de forma oculta a los mismos actores- de los principios dominantes de una concepción general entre los nativos. La confusión en la que con recurrencia cae Turner, señala Sperber, tiene que ver con equiparar la significación con la motivación de los símbolos, que es arbitraria y, principalmente, no generalizable.

Me atrevería a decir que el planteamiento de Victor Turner sobre el “drama social” es más cercana a lo que Díaz Cruz considera una expresión de la razón enfática. Por el contrario, el simbolismo semiológico turneriano se presenta como una expresión de un razonamiento arrogante, sobre todo por esa utilización de conceptos propios de la disciplina antropológica basados en presupuestos generalizables a otras culturas: es el caso, por ejemplo, de la matrilinealidad y la virilocalidad a la que, en teoría, se reduce todo el simbolismo ndembu. Tanto la matrilinealidad como la virilocalidad son conceptos derivados de una concepción del parentesco anclado a los presupuestos occidentales y, en concreto, a la concepción biológica que parte del supuesto de que la “sangre es más pesada que el agua”, como con buen tino señaló David Schneider criticando precisamente la arrogancia (etnocentrismo) de la antropología (Schneider, 1994).

Lo mismo vale para el caso de la segunda ley de la termodinámica: en nuestro contexto académico nadie se atrevería a cuestionar la existencia de esta ley, la selección natural y el principio de Lotka, pero alguien que analice las relaciones humanas bajo el principio utilitarista del control tecnológico y simbólico tendría que pasar por alto las exégesis de los nativos sobre sus prácticas rituales; de hecho, no tendría ningún caso tomarlas en cuenta en la medición del gasto energético. Es esta propuesta teórica que articula Rodrigo Díaz Cruz entre el pensamiento de Victor Turner en torno al simbolismo y la medición energética para determinar la evolución de las sociedades en términos del control del ambiente (Adams, 2001), la que representa una invitación para llevar al límite las posibilidades del lenguaje, la razón y el poder

Agradecimientos

El autor agradece el apoyo recibido del proyecto SEP- CONACYT CB-2010-01 154878 “La violencia en el norte de México. Los distintos escenarios de la complejidad social de Chihuahua”.

Fuentes

Adams, Richard N. 2001 El octavo día. La evolución social como autoorganización de la energía, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, México. [ Links ]

Adams, Richard, N. 2007 La red de la expansión humana, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa/Universidad Iberoamericana, México. [ Links ]

Alexander, Jeffrey C. 2000 Las teorías sociológicas desde la Segunda Guerra Mundial, Gedisa, Barcelona. [ Links ]

Dahrendorf, Ralf 1968 Society and Democracy in Germany, Weidenfeld & Nicolson, Londres. [ Links ]

Durkheim, Emile 1993 Las formas elementales de la vida religiosa, Alianza Editorial, Madrid. [ Links ]

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