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Alteridades

On-line version ISSN 2448-850XPrint version ISSN 0188-7017

Alteridades vol.27 n.54 Ciudad de México Jul./Dec. 2017

 

Dossier

Nombrando a los monstruos en zonas de fricción: reflexiones antropológicas sobre sufrimiento social y responsabilidad

Naming the Monster in zones of friction: Anthropological reflections on social suffering and responsibility

Anne W. Johnson* 

* Departamento de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Iberoamericana. Prolongación Paseo de la Reforma núm. 880, col. Lomas de Santa Fe, del. Álvaro Obregón, 01219, Ciudad de México <anne.johnson@ibero.mx>.


Resumen:

Se discute la construcción de los monstruos como entes que existen fuera de la normatividad, para después ofrecer ejemplos etnográficos de distintas regiones que demuestran cómo los monstruos se vuelven una manera de enfrentar las complejidades del mundo moderno. Se argumenta que, en estos espacios, el discurso de los monstruos permite dar sentido epistemológico, moral y pragmático al sufrimiento social, y reflexionar sobre los lazos que unen actores en redes de intercambio y responsabilidad. Se considera la relación monstruos-monstruosidad-monstruoso para fijar una actitud crítica frente a los horrores que caracterizan la modernidad.

Palabras clave: monstruosidad; modernidad; horror; discurso; responsabilización

Abstract:

In this paper, I discuss the construction of “monsters” as beings that are considered to exist outside normativity. I then offer a series of ethnographic examples from different regions which show how monsters become a means of confronting the complexities of the modern world. I argue that, in these spaces, the discourse on monsters is one way of making epistemological, moral and practical sense of social suffering, and of reflecting on the ties that unite social actors in networks of exchange and responsibility. I consider the relation between monsters, monstrosity and the monstrous in order to establish a critical attitude in the face of the horrors that characterize certain experiences of modernity.

Key words: monstrosity; modernity; horror; discourse; responsibility

Introducción

En este texto1 me aboco al tema de los monstruos. Discuto de manera breve la construcción cultural de los monstruos, para después enfocarme en varios ejemplos etnográficos de cómo los monstruos se vuelven un modo de enfrentar las complejidades del mundo moderno. Argumento que el discurso sobre los monstruos permite, por un lado, dar sentido epistemológico, moral y pragmático al sufrimiento social (Kleinman, Das y Lock, 1997) y, por otro, reflexionar sobre los lazos que unen a diversos actores en redes de intercambio y responsabilidad. Como algunos teóricos han señalado, leer una cultura a través de sus monstruos puede ser un ejercicio fructífero y útil para identificar los temores y las tensiones que caracterizan un momento histórico dado (Cohen, 1996; Levina y Bui, 2013; Musharbash, 2014). Identificar a los monstruos que nos acechan es una forma de nombrar estos temores y, de alguna manera, manejarlos.

Cabe precisar que, aunque expondré unas reflexiones conceptuales acerca de los términos aquí señalados, considero que no es suficiente hablar de lo monstruoso como metáfora del estado del mundo actual, ni de los monstruos generalizados que acechan la modernidad (Derrida, 1998). Uno de los grandes aportes de la antropología al análisis social es la presentación de casos delimitados que anclan cualquier discusión abstracta sobre sistemas políticos o económicos (globalización, capitalismo, el Estado) en prácticas y discursos que evidencian las complejas relaciones entre actores y procesos en escalas distintas.

Por lo tanto, dedicaré la mayor parte del texto a discutir algunos monstruos específicos, producidos en situaciones concretas. Haré referencia a diversos ejemplos, pero me enfocaré sobre todo en dos casos: a) en los fantasmas salvajes que aparecieron en la aldea china de Zhizuo después del maoísmo, y b) en las acusaciones de brujería que han ocurrido en el contexto de los enfrentamientos entre el pueblo yonggom de Nueva Guinea y una minera transnacional. Aclaro que, aunque he analizado ciertas figuras ominosas en mi propio trabajo en el estado de Guerrero, México (Johnson, 2016), aquí apelaré a la tradición comparativa de la antropología, pues los casos aquí tratados fueron tomados de la producción etnográfica de otros colegas.

Los antropólogos que citaré han trabajado en regiones distintas, pero sus estudios comparten por lo menos tres elementos. Por un lado, sus interlocutores habitan los márgenes del sistema-mundo, los lugares que Anna Lowenhaupt Tsing denomina zonas de fricción, donde imperan “las cualidades desiguales, inestables y creativas de interconexión que atraviesan la diferencia” (Tsing, 2005: 4). Además, en cada texto referido, las relaciones friccionales entre actores locales y globales y las experiencias del sufrimiento social relatadas por los antropólogos y otros observadores devienen relatos sobre monstruos: fantasmas y brujos, juzgadores y juzgados, que, en voz propia o como condenados, denuncian las injusticias del mundo en que viven los relatores. Por último, nombrar estos monstruos implica no solamente construir discursos, sino también realizar acciones de reparación (exorcismos, adivinaciones y juicios) que permiten a los actores responder a la existencia en condiciones particulares (Musharbash, 2014: 11).

Los monstruos muestran

No me es posible elaborar una genealogía de los monstruos y lo monstruoso en este espacio. Hay un gran número de obras que versan sobre los monstruos como portentos religiosos (Shildrick, 2002), maravillas (Daston y Park, 1998), sujetos de examen científico o teratológico (De Ceglia, 2014; Braidotti, 1996; Santiesteban, 2003), o entes cuyas anormalidades los sitúan fuera de la ley (Foucault, 2003). En todo caso, es llamativa la etimología del monstruo: monstrum, el que advierte o muestra. ¿Qué muestran los monstruos?, ¿cuáles advenimientos advierten?, ¿qué señalan o enseñan?, son justamente las preguntas cuyas respuestas exigen un tratamiento histórico y antropológico.

Como precisa Jeffrey Jerome Cohen en un texto fundacional para el estudio contemporáneo de los monstruos, “el cuerpo del monstruo es un cuerpo cultural” (1996: 4). El monstruo encorpora, de manera literal, un momento particular caracterizado por temores, ansiedades, sentimientos y lugares que son culturalmente específicos. Los monstruos son “buenos para pensar” las tensiones, ya que marcan los límites cognitivos y morales establecidos en una sociedad. Son “los mensajeros de la crisis de categorías” y “merodean en los límites entre lo propio y lo otro” (Cohen, 1996: 12). Los monstruos suelen advertir estos límites mediante uno de dos modos: ser entes considerados radicalmente diferentes a nosotros (el grupo social o la humanidad en general), o exhibirse como entes híbridos que combinan, de forma ominosa, elementos que no deben juntarse.

Claro está, hay una evidente relación entre la categorización del monstruo y los discursos que emanan desde las instituciones del poder: la religión, la medicina, la ley y la política. El monstruo está asociado con una variedad de discursos que señalan alteridades: el extraño, el chivo expiatorio, el salvaje, el terrorista y muchos otros. Define los límites entre lo seguro/conocido/apropiable y lo peligroso/desconocido/inapropiable (Shildrick, 2002: 2).

La figura del monstruo se ha utilizado con reiteración en el discurso sociopolítico, como una manera de nombrar a ciertos otros -como terroristas, migrantes y “extraños”- y posicionarlos en cuanto agentes del mal, actores anárquicos, enemigos cuya existencia (más allá de sus actos) amenaza el orden, la paz y la humanidad misma. En estos contextos, dichos otros, categorizados como monstruos, se vuelven chivos expiatorios (Santiesteban, 2003: 104) y en el proceso de restauración del orden social deben ser expulsados o exterminados. Frente a este impulso conservador de exclusión, Halberstam (1995) y Haraway (2004), entre otros autores, ven una promesa libertadora en los monstruos, pues pueden ser capaces de romper con las categorías normalizantes que establecen diferencias entre nosotros y los otros. Pero Derrida va más lejos al declarar que los monstruos reconocidos y nombrados ya son domesticados, dominados, reducidos a unos tropos. “Uno no puede decir ‘aquí están nuestros monstruos’ sin convertirlos en mascotas inmediatamente” (1989: 80). A los monstruos se les ha quitado lo monstruoso, concepto que Derrida vincula con el futuro, con el cambio, con la muerte, con lo desconocido que nunca se podrá predecir, aun cuando el trabajo de la cultura es darle una bienvenida al futuro monstruoso, al mismo tiempo que intenta domesticarlo a través de la representación lingüística.

Sin embargo, como espero revelar en este texto, llamar monstruos a los que cometen crímenes monstruosos también sirve como una forma de exigir justicia. En zonas de fricción, sobre todo, el acto de nombrar al monstruo puede llegar a ser una manera de materializar el sufrimiento social y fincar responsabilidades.

Monstruos modernos y modernidades monstruosas

Los monstruos son buenos para pensar, no sólo en el contexto del establecimiento de categorías normalizantes, sino también en aquellos de marginación, precariedad y violencia social. Y esto nos lleva a pensar, quizás, otra tesis monstruosa: los monstruos son relacionales, así que el punto de vista es todo. Los que pueden ser etiquetados y tratados en calidad de monstruos no son únicamente los excluidos, sino también los que realizan el trabajo de exclusión.

Los cuentos de caníbales y zombis, por ejemplo, estructuran las conceptualizaciones locales del “trabajo asalariado, el consumo, la migración, los regímenes de producción y programas de ajuste estructural, las políticas de desarrollo y el funcionamiento de mercados” (Moore y Sanders, 2001: 15). Los zombis se han vuelto tan ubicuos que un escritor de la revista Time nombró al zombi “monstruo oficial de la recesión económica” (Grossman, 2009). Otros autores ven en los cuentos de zombis un reflejo del ejercicio moderno de la biopolítica. Bajo esta perspectiva, el énfasis ya no es en los no muertos, sino en los vivos infectados. Según Henry Giroux, el mundo capitalista moderno está marcado por una política zombi que “ve la competencia como una forma de combate social, celebra la guerra como una extensión de la política y legitima un darwinismo social sin piedad en el cual ciertos individuos y grupos son considerados como simplemente redundantes, desechables” (2011: 2). La distinción -representada en las narrativas de cómo reaccionar delante de una población ya no humana- entre dejar morir y hacer morir ya no es tan clara.

El terror que producen los cuentos de vampiros u otros personajes que chupan la sangre o la grasa de sus víctimas puede explicarse por la ansiedad sobre los cuerpos vulnerables de poblaciones que viven en zonas de fricción frente a las prácticas de: doctores (Fadiman, 1997; Verrips, 2003); paramédicos, policías y sacerdotes (White, 1993); conquistadores, funcionarios, científicos, militares, misioneros y antropólogos (Weismantel, 2001). Por otra parte, los mutantes nos hablan del temor al contagio, sobre todo de la radiación nuclear, y los robots y autómatas pueden entenderse en relación con la ansiedad provocada por la amenaza del fin de lo humano. Y, por último, el diablo se ha analizado como una figura que anuncia fricciones entre sistemas morales, entre lo propio y lo ajeno, entre ricos y pobres (Taussig, 1980; Nash, 1979; Crain, 1991; Nugent, 1996; Limón, 1994; Brow, 1996; Ong, 1988; Feinberg, 2003; Gordillo, 2004).

Pero ahora dejaré atrás los zombis, vampiros, mutantes y diablos para profundizar en dos monstruos más: el fantasma y el brujo. Ambos aparecen en narrativas antropológicas recientes; ambos permiten enfrentar el sufrimiento social al exhibir y juzgar a los culpables del sufrimiento social que marca la vida en zonas de fricción.

Fantasmas

En esta sección describiré varios escenarios cuyo personaje principal es el fantasma. Espectro del pasado y de la memoria; signo de culpa, violencia, desterritorialización, muerte repentina o violenta; el recuerdo de la pérdida, pero también el retorno de lo reprimido: el fantasma se convierte en cartógrafo monstruoso del sufrimiento moderno. Aunque para Derrida el fantasma no es una aparición real, sino una figuración metafórica, un ente que señala posibilidad, multiplicidad, alteridad, heterogeneidad, aquí no se trata de figuraciones metafóricas sino de fantasmas reales, pues son experimentados como tales y causan efectos materiales en sus víctimas y otros.

El fantasma suele aparecer como el recuerdo de una pérdida, o materialización (si bien espectral) del dolor del sobreviviente. Igual que otros modos de manejar las experiencias monstruosas, la posesión forma parte de un conjunto de estrategias que ensayan posibilidades para “habitar un mundo hecho extraño a través de las experiencias desoladoras de violencia y pérdida” (Das, 1997: 67). Aquí exploraré con mayor profundidad los procesos mediante los cuales, en casos específicos, discursos sobre fantasmas, experiencias de posesión y prácticas rituales llegan a constituir no sólo una manera de enfrentar la pérdida personal, sino también el despliegue de éticas y epistemologías que permiten la asignación y distribución de las responsabilidades colectivas por el sufrimiento social, sobre todo en la ausencia de medidas judiciales de reparación.

Duelo, desastres y violencia

El 11 de marzo de 2011 se desató un tsunami fuera de la costa de Tohoku, Japón, después de un terremoto de nueve grados. El tsunami provocó olas de más de 40 metros que inundaron una gran área de las costas de Tohoku y causaron 15 885 muertos, según reportes oficiales; 2 623 personas todavía están desaparecidas.2 La fusión de tres reactores en la planta nuclear Fukushima Daiichi provocó la reubicación de 200 000 personas para alejarlas de las zonas más radioactivas, también causó problemas de salud y un aumento en las posibilidades de desarrollar cánceres, estrés, depresión, alcoholismo, radiofobia, etcétera en los afectados. Los fantasmas del tsunami siguen asediando a los japoneses, quienes acuden en grandes números a exorcistas y otros especialistas rituales para tranquilizar a estos gaki, o espectros enojados. El periodista Richard Parry describe los encuentros del monje budista, reverendo Kaneda, con las personas que buscaban aliviar el dolor de sus pérdidas:

Los sobrevivientes hablaban del terror de la ola, el dolor de la pérdida y sus temores frente a un futuro incierto. También narraban sus encuentros con lo sobrenatural. Describían cómo veían a los espectros de extraños, amigos, vecinos y seres queridos. Reportaban casos de fantasmas en sus casas, sus trabajos, las oficinas y los lugares públicos, en las playas y en los pueblos arruinados. Las experiencias iban desde sueños ominosos y sensaciones vagas de incomodidad hasta casos de posesión.

Un joven se quejaba de sentir una presión en su pecho en las noches, como si alguna criatura lo estuviera montando mientras dormía. Una adolescente hablaba de una figura espantosa que se escondía en su casa. Un hombre maduro rehusaba salir cuando estaba lloviendo, porque los ojos de los muertos lo miraban desde los charcos de lluvia…

Una estación de bomberos en Tagajo recibía llamadas desde lugares donde todas las casas habían sido destruidas por el tsunami. Los equipos de bomberos salían a las ruinas de todos modos y oraban por las almas de los muertos -y las llamadas fantasmales cesaron… [Parry, 2014: 15].

Otro tsunami que azotó el océano Índico en diciembre de 2004, justo después de Navidad, dejó un saldo de 250 000 muertos y 50 000 desaparecidos en 11 países. Quizá no es de sorprender la enorme cantidad de narrativas de fantasmas que se escuchan en la región; aunque posiblemente, cause asombro el número de turistas extranjeros cuyos fantasmas todavía deambulan en sus playas (Cheng, 2005). Según Gamburd, algunos budistas sinhala de Sri Lanka (de la región sur, menos afectada por el tsunami) atribuían el desastre a las fallas cometidas por políticos y comerciantes que participan en o permitían conductas inmorales. Los turistas que bebían y se drogaban, además de los “terroristas tamiles”, fueron culpados por la decisión de los dioses de lanzar las aguas del mar sobre la población (Gamburd, 2013: 206-209).

Aunque el tsunami perjudicó más el norte que el sur de Sri Lanka, otros acontecimientos dejaron el sur de este país plagado de fantasmas, espíritus de los muertos en “el terror (beeshanaya)” (Perera, 2001: 157), mientras otros sobrevivientes han sido poseídos por entes capaces de actividades malévolas. Mediante rituales que permiten la comunicación con los muertos o desaparecidos, los afectados por la violencia en Sri Lanka han podido encontrar por lo menos una relativa tranquilidad. Otros rituales tienen la finalidad de limpiar las conciencias de los sobrevivientes y las personas que han cometido actos de violencia, además de los espacios contaminados por la muerte violenta, y así rehabilitarlos para que puedan volver a ser habitados por los humanos (Perera, 2001: 162).

Algunas narrativas se refieren a acontecimientos violentos concretos y muy conocidos, pero otras son específicas de lugares particularmente impactados por la violencia, o narran el sufrimiento general de la época (Perera, 2001: 179). Hay fantasmas que sólo asedian a los miembros de las fuerzas de seguridad, que realizaron actos de violencia, y que por lo general no eran originarios de los pueblos afectados. Asimismo hay casos de personas locales que de algún modo fueron cómplices en los actos perpetrados, estas personas están poseídas por entes que suelen asociarse con la venganza y la destrucción. Así, la experiencia de posesión convierte a los responsables de la violencia en sus víctimas (Perera, 2001: 163). En palabras de una afectada, “la justicia solamente puede ser entregada por los dioses. El gobierno no lo puede hacer” (Perera, 2001: 189). Sin duda, los mecanismos jurídicos administrados por el gobierno no han sido adecuados. Incluso de esta forma, muchas personas han buscado reparación tanto por canales estatales como mediante prácticas religiosas, las cuales sirven para recordar el pasado, manejar experiencias de terror y manifestar las expectativas colectivas de venganza y justicia.

Posesión, memoria y violencia entre los lòlop´ò

En The Age of Wild Ghosts, Erik Mueggler escribe sobre el trabajo de campo que realizó en una aldea china en los noventa (2001a). Sus interlocutores lòlop´ò son miembros de una minoría étnica que habla un idioma tibetano-birmano y vive en Zhizuo, un pueblo de aproximadamente 3 000 personas, ubicado en la región Yunnan del suroeste de China. Los lòlop´ò describen la segunda mitad del siglo XX como “la época de los fantasmas salvajes”. Como parte de la explicación histórica de cómo Zhizuo llegó a ser asediado por estos fantasmas, sus habitantes narran la historia del ts´ici, una institución cultural muy particular, símbolo de un pasado utópico que precedía las experiencias angustiantes de la modernidad, en concreto la hambruna que siguió del Gran Salto Adelante de la década de los cincuenta y la Revolución Cultural de los sesenta y setenta.

La propiciación ritual de los ancestros era una de las funciones principales del sistema ts´ici, un conjunto de prácticas tradicionales en Zhizuo, cuya organización se asemeja, en algunos aspectos, a los sistemas de cargo mesoamericanos. El nombre del sistema de obligaciones rituales y sociales también se otorgaba a la familia encargada de sostenerlo durante cada periodo. Anualmente, los residentes de Zhizuo seleccionaban un hogar ts´ici del conjunto de las familias más pudientes de la comunidad. El título de ts´ici rotaba entre el óvalo de aldeas en el valle central de Zhizuo “hacia la mano derecha”, y cada año tocaba un hogar de una aldea distinta. La obligación más costosa y absorbente para este hogar era hospedar, alimentar y entretener a los soldados, oficiales, policías, comerciantes y otros visitantes influyentes que atravesaban el valle, ubicado en una ruta comercial. Además, el hogar anfitrión y sus cinco ayudantes mantenían una prisión para los habitantes arrestados por crímenes o los detenidos esperando la conscripción. Los ts´ici llevaban cartas del centro administrativo a las demás aldeas, mantenían los caminos empedrados, y enterraban a todos los foráneos que muriesen dentro de Zhizuo sin parientes cercanos. Administraban un fondo comunal que prestaban cada año a una familia que, en vez de pagar intereses, construía un enorme columpio usado en las celebraciones del Año Nuevo. Por último, el hogar anfitrión organizaba un ciclo anual de rituales colectivos cuya finalidad era atraer la fertilidad, la riqueza y la salud a Zhizuo, y alejar la pobreza y la enfermedad. Las relaciones propicias locales se garantizaban exclusivamente por la conducta intachable de la familia.

Como señala Mueggler, el sistema ts´ici funcionaba como un mecanismo para lidiar con las intrusiones de personas del mundo más allá del valle -representantes del Estado y miembros de la mayoría Han- al cumplir con el deber de hospedarlos sin que su presencia causara gran impacto en la comunidad. El hospedaje que ofrecían y las actividades onerosas que realizaban los miembros de la familia seleccionada permitían el flujo de personas y bienes por Zhizuo y el mantenimiento de relaciones sociales apropiadas con los foráneos, a la vez que conservaba las buenas relaciones entre la comunidad, los ancestros y su entorno. No obstante, los funcionarios visitantes “rara vez demostraban la civilidad que sus anfitriones esperarían de huéspedes locales” (Mueggler, 2001b: 161). Pero, al fundarse la República Popular China en 1949, las cuidadosamente manejadas relaciones entre los habitantes de Zhizuo y el Estado cambiarían de forma irrevertible.

Bajo el liderazgo de Mao Tse-tung, el Estado socialista eliminó a casi toda la élite tradicional, e inició una serie de estrategias de “reeducación” para erradicar las tradiciones e instituciones añejas que no contribuyeran al progreso. Estas políticas culminaron en la Revolución Cultural de 1966-1976, un movimiento dentro del partido comunista nacional que buscó limpiar la estructura burocrática de corrupción y excluir cualquier práctica (o persona) que pudiera estar contaminada por la ideología capitalista. Ya para los años cincuenta, el ts´ici no funcionaba como un sistema integrativo y, cada vez más, el Estado se entrometía en asuntos locales. De hecho, en la década de la Revolución Cultural, llegó a “reemplazar la autoridad ancestral como una fuerza generativa para la producción social y económica” (Mueggler, 2001a: 161).

Igual que en otras partes del país, los lòlop´ò tradicionalmente imaginaban el mundo de los muertos como una enorme burocracia, gobernado por Yama, el rey de la muerte, con una jerarquía de oficiales corruptos que pedían mordidas y otros tributos a los muertos. Cuando alguien iba a morir, Yama ordenaba a Sh`rmògù, una deidad del rayo, mandar sus fuerzas policiacas para esposar al muerto y acompañarlo al inframundo. Los parientes del fallecido realizaban rituales para asegurar que su espíritu llegara con tranquilidad al otro mundo, dejando en paz a los vivos. El mundo de los muertos mimetizaba el mundo burocrático Han de los vivos (Mueggler, 2001a: 113), aunque se trataba de un mundo aparte, separado del mundo cotidiano, como la separación anterior entre el Estado y la comunidad.

Pero después del Gran Salto Adelante y la hambruna devastadora de 1959 a 1962, los habitantes de Zhizuo desarrollaron una nueva visión del Estado y la historia mediante narrativas de fantasmas y prácticas de exorcismo. Según esta perspectiva, el Estado mismo se convirtió en “una cadena espectral, una burocracia depredadora de fantasmas salvajes, dominada por la ira y el resentimiento de los muertos de la hambruna” (Mueggler, 2001a: 161). Durante la hambruna, producto de la implementación de políticas estatales de industrialización, producción agrícola masiva y colectivización forzada, entre otros factores, murieron alrededor de 30 millones de personas (Meng, Qian y Yared, 2010). En Zhizuo, todos estos muertos, a los cuales se suman quienes fallecieron durante la Revolución Cultural, se convirtieron en fantasmas salvajes, ya que ninguno de ellos había sido correctamente admitido al inframundo. A ninguno se le dieron granos y cabras para sostenerse en la muerte.

Deambulan por los campos y los caminos; detienen a sus descendientes y exigen presentes de grano y carne; siempre tienen hambre, siempre son avariciosos. En estos días, realizamos exorcismo tras exorcismo, mucho más que en el pasado. Pero pocos exorcismos son exitosos a largo plazo; estos fantasmas siempre regresan, y sus descendientes siguen enfermándose. Por eso algunos dicen que estamos en la época de los fantasmas salvajes [Mueggler, 2001a: 194].

Hay fantasmas mandados desde el cielo (gu negros). Se trata de los oficiales de los fantasmas salvajes. Causan la muerte de personas sanas, y las destruyen con hambruna o suicidio. Pero también hay gu blancos (víctimas de los gu negros) que son fantasmas salvajes cotidianos que afligen a la gente con enfermedades, pero no matan. En un exorcismo hay que hablar primero con los gu negros, porque están al mando, y después con los gu blancos. Así se establece “el linaje de dolor” (Mueggler, 2001a: 202): la cadena de responsabilidad que distribuye la carga no sólo de una enfermedad específica, sino de la experiencia de todo el sufrimiento colectivo del siglo XX. Cada muerte violenta está arraigada en otras muertes violentas, más lejanas en el tiempo, a través de la línea de gu blancos hasta algún gu negro que sería la primera causa. En el imaginario lòlop´ò, los reyes de los fantasmas salvajes de toda China son Lin Biao -líder prominente de la Revolución Cultural, muerto en un accidente aéreo cuando quiso huir de Beijing después de un intento fallido de asesinar a Mao Tse-tung- y Jiang Qing -la esposa de Mao, quien pertenecía a la Banda de los Cuatro, y que se suicidó después de pasar varios años en la cárcel por crímenes de Estado.

Cuando en un exorcismo se nombran todos los fantasmas responsables por la enfermedad del poseído, la cadena de nombres empieza con los fantasmas más próximos y locales, hasta llegar a los más impersonales y lejanos. A través del nombramiento de los gu, el exorcismo permite reconocer una responsabilidad compartida y local, a la vez que va desplazando esta responsabilidad hasta los gu negros nacionales que habitan la capital espectral de Beijing. Dentro del ritual del exorcismo, el especialista lleva verbalmente al gu negro por los caminos y ríos locales, después regionales, por el Yangtze hasta Beijing, para, por último, llegar al mar y al cielo y disolverse en el cosmos. De alguna manera, repite el trabajo del sistema ts´ici al hospedar a los foráneos para después alejarlos del territorio local. Con palabras, efigies y movimiento, el exorcista desenreda los flujos direccionales que la posesión fantasmal bloquea y confunde.

Mueggler argumenta que las narrativas sobre fantasmas y los rituales de exorcismo se convierten en estrategias locales de tiempo, en contra de la visión del tiempo del Estado socialista que imagina el tiempo como un camino linear y progresivo, compuesto de grandes saltos o puentes que conducen al país hacia el futuro. Para los habitantes de Zhizuo el tiempo no es ni linear ni circular, sino espiral, “en el cual los efectos de la violencia pasada regresaban repetidamente para interactuar con y transformar a las relaciones sociales actuales” (1999: 461). Mueggler insiste en las posibilidades que evidencian estas narrativas y prácticas para enmarcar una perspectiva agentiva local, la cual permite que los habitantes asignen relaciones de causalidad y responsabilidad distintas al modelo estatal (Mueggler, 1999: 462).

Los fantasmas visibilizan el sufrimiento histórico de la colectividad, cuya experiencia ha sido negada por el Estado gracias a la manipulación de datos, la desaparición de disidentes y políticas de silenciamiento y represión. En el imaginario lòlop´ò, el Estado se hace presente en las figuras de Lin Biao y Jiang Qing, reyes de los fantasmas salvajes, que llevan a cabo juntas espectrales en Beijing, el centro político, económico y simbólico de China. La cadena de responsabilidad que inicia con los fantasmas locales (tanto víctimas como perpetradores) termina con ellos, representantes de los agentes del sufrimiento de todo un siglo.

Brujos

Según Moore y Sanders, investigaciones en África indican que las personas perciben un aumento en la hechicería relacionado con la modernidad, debido a tres factores: el aumento en oportunidades para el ascenso personal, mayor diferenciación social y nuevas maneras de articular las formas de producción locales con las fuentes de poder y valor más distantes (2001: 9-10). Es evidente, señalan, que las prácticas de brujería y hechicería están íntimamente entrelazadas con las conceptualizaciones locales de producción, intercambio y consumo (Moore y Sanders, 2001: 15). Pero la hechicería también puede ser vista como “un discurso práctico acerca de las dinámicas de las realidades sociales y políticas generadas por los seres humanos” (Kapferer, 1997: 303). Los brujos y hechiceros son figuras ambiguas vinculadas con el poder de instituciones políticas, jurídicas y económicas, pero también pueden constituir comentarios críticos que revelan el poder oculto detrás de flujos de bienes, dinero y poder (Moore y Sanders, 2001: 16).

Los brujos y hechiceros tienen el poder de dañar o influenciar a otra persona a distancia, mediante la magia simpatética o el viaje de sus almas. En ciertos casos, pueden cambiar su forma. Lo oculto siempre se ha asociado con el poder, el prestigio y el estatus, pero, gracias a la globalización y el libre mercado, sus posibilidades se han transformado. Sanders describe, por ejemplo, el caso de los impactos de la imposición de políticas económicas de ajuste estructural en Tanzania, lo cual ha tenido como consecuencia unos pocos beneficios muy visibles para algunos junto con una lucha económica bestial para la mayoría. Como comenta su interlocutor Niko:

La hechicería es peor ahora que en el pasado. En el pasado la gente sólo quería unas pocas cosas… Hoy hay demasiadas cosas que la gente quiere… autos, bicicletas, radios, casas bonitas, etc… Todos quieren ser “desarrollados”… Pero piénsalo… ¿Cómo es posible? La gente tiene envidia de lo que tienen los demás. Quizás aquel tiene un radio y el otro no lo tiene, pero lo quiere… Quizás se enoja tanto que embruja a su vecino y su tonto radio. Quizás lo tumba, hace que vaya hacia atrás para que no se desarrolle. Por eso la brujería hoy es mucho peor. Es el desarrollo que trae la brujería. Más desarrollo significa más brujería [Sanders, 2001: 173].

Varias investigaciones antropológicas han revelado la existencia de discursos sobre la brujería y hechicería modernas en una enorme cantidad de contextos: como explicación del sida en Sudáfrica (Ashforth, 2001), Haití (Farmer, 2006) y Uganda (Behrend, 2007); como mecanismo para obtener y mantener el poder político en Indonesia (Bubandt, 2006) y Camerún (Geschiere, 2012); como una forma de expropiar bienes y propiedades en Ghana, India y otros países (Federici, 2008); como una práctica que permite el control femenino sobre los recursos económicos de hombres migrantes en Panamá (Herlihy, 2012); como una manera de obtener la protección mágica en la guerra en Sierra Leona (Shaw, 2003); como un modo de caracterizar la burocracia en Haití (James, 2012) y una manera de lidiar con la burocracia en Puerto Rico (Romberg, 2003); como fachada del Estado omnipotente en Latinoamérica (Taussig, 1997; Coronil, 2002) y Fiji (Kaplan, 2003) y como explicación de las nuevas formas tecnológicas de matar a distancia en las guerras modernas (Whitehead y Finnström, 2013).

En todos estos contextos, la hechicería sirve para “rejuntar y expresar algo de las dimensiones de las vastas fuerzas transformadoras que afectan la experiencia de los seres humanos atrapados en sus vértices” (Kapferer, 1997: 21).

Relacionalidad y hechicería entre los yonggom

En su Reverse Anthropology (2006), Stuart Kirsch presenta una etnografía de los yonggom, un grupo de horticultores de la provincia occidental de Papúa Nueva Guinea. El autor explica cómo los yonggom despliegan sistemas de conocimiento tradicional (y mágico) y construyen mundos sociales alrededor de sus encuentros con el Estado indonesio y una compañía minera internacional.

Kirsch toma como punto de partida la naturaleza relacional de la persona en Melanesia. Hay dos ejes fundamentales para entender esta visión: primero, como sugiere Strathern (1991), en Melanesia la persona está compuesta por otras personas y, segundo, los objetos y elementos “naturales” también participan en estas relaciones sociales, un ejemplo de la “interagentividad de humanos y no-humanos” (Ingold, cit. en Kirsch, 2006: 78). Los objetos son intercambiados en contextos performativos que visibilizan las capacidades (relaciones) de los participantes. Mediante los intercambios ceremoniales se construyen relaciones entre familias, entre aldeas y entre los vivos y los muertos.

Cuando el sistema de intercambios funciona de modo debido, las relaciones sociales fluyen. Pero, ¿qué pasa con los intercambios fallidos? Si el espíritu del don es humanizante, como argumentan Strathern y Kirsch, entonces la reciprocidad no cumplida es potencialmente deshumanizante. No pagar una deuda en este sistema conlleva el riesgo de convertir a la víctima (la persona que tendría que cobrar la deuda) en un animal o un hechicero: un monstruo capaz de realizar actos inhumanos de violencia. El problema de fondo de la hechicería es de intenciones: si una persona tiene buenas intenciones, entonces participa en los intercambios, comparte sus alimentos, paga sus deudas, evita los conflictos y cumple con sus promesas. En la ausencia de buenas intenciones, una persona no presta atención a las consecuencias de sus actos. La intencionalidad de la persona se revela mediante sus acciones: un hechicero no tiene buenas intenciones. Para averiguar si el agente de una acción es o no un hechicero se lleva a cabo una ceremonia de adivinación donde participan los hombres de la aldea; a través de la lectura de una serie de signos, los hombres discuten posibles interpretaciones y asignan responsabilidades.

Este perspectivismo tradicional sigue operando en la modernidad en relaciones entre los yonggom, el Estado de Indonesia y otros actores cuyas acciones afectan la vida de los melanesios. Después de décadas de colonialismo, Papúa Nueva Guinea, la mitad oriental de la isla de Nueva Guinea, obtuvo en 1975 su independencia de Australia. La mitad occidental de la isla (hoy dividida en las provincias de Papúa y Papúa Occidental) se independizó de Holanda en 1961, pero fue invadida por Indonesia dos semanas después, en una acción militar que desató décadas de genocidio; miembros del movimiento de autonomía papuana siguen luchando, lo cual ha significado episodios de violencia política y un gran flujo de refugiados a las aldeas fronterizas de los yonggom.

Estos conflictos han derivado en una serie de acusaciones de hechicería que requieren medidas adivinatorias y rituales para su resolución. Por medio de estos procesos, los refugiados construyen un foro público para la discusión de asuntos macropolíticos en términos más familiares, “usando el lenguaje y las circunstancias de las disputas locales para analizar su predicamento político. La adivinación reduce un complicado conjunto de problemas a un nivel más manejable” (Kirsch, 2006: 183), pues proporciona a los yonggom la posibilidad de comprender las causas de, y posibles soluciones para, los conflictos que experimentan.

El discurso de la hechicería también se ha desplegado en una arena comunicativa más amplia, a partir del proceso jurídico que inició en los noventa en contra de la mina Ok Tedi. Hace más de 30 años, June Nash (1979) y Michael Taussig (1980) ya habían advertido de las complejas intersecciones entre tradición y modernidad en las minas de Sudamérica, en concreto la emergencia de narrativas del diablo como personaje íntimamente vinculado con la labor minera. Pero, según los yonggom, la mina no es un espacio endemoniado, sino hechizado.

Los territorios de Nueva Guinea son de los más ricos en recursos minerales en todo el mundo. La mina Ok Tedi, una mina de cielo abierto, de oro y cobre, que produce un porcentaje importante de los ingresos nacionales, es operada por la compañía angloaustraliana BHP Billiton, y ha tenido un impacto brutal sobre las vidas de los yonggom, causando daños ambientales irreparables. En 1999, BHP admitió que cada año de la década anterior la mina había descargado 90 millones de toneladas de desechos en los ríos Ok Tedi y Fly, destruyendo las actividades económicas (agricultura y pesca) de las aldeas río abajo. Los residuos de extracción eran depositados en las tierras alrededor de los ríos, y han dejado 30 km2 de selva muerta. Los depósitos también causaron que el lecho del río Fly se levantara diez metros, convirtiendo un río lento y profundo en uno rápido y superficial. Esto generó cambios en las rutas indígenas de transporte, además de inundaciones que dejaron una capa gruesa de lodo contaminado sobre las plantaciones de taro, plátano y sagú, que sostienen la alimentación local.3 Para reducir el problema construyeron una presa, pero fue destruida por un temblor en 1984, y no se reconstruyó.

Las acciones de BHP revelan su falta de buenas intenciones hacia las personas que viven río abajo: el río está contaminado, los peces tienen mal olor y el agua está sucia. El entorno, dicen, “está podrido”. No es de sorprenderse, entonces, que, para los yonggom, BHP y el gobierno de Papúa Nueva Guinea sean considerados hechiceros: no toman en cuenta las consecuencias de sus acciones; no construyeron relaciones moralmente apropiadas con las personas afectadas por sus acciones (Kirsch, 2006: 120). Y la hechicería de BHP no sólo causó daños ambientales; en algún momento, toda clase de “enfermedades, lesiones y accidentes que en el pasado podían atribuirse a la hechicería empezaron a ser explicados en términos de las acciones destructivas de la mina” (Kirsch, 2006: 121). Entre los casos señalados por Kirsch están los siguientes: un pescador que perdió un dedo después de cortarse en el río contaminado; otro que se fracturó la pierna cuando se atascó en el lodo de depósitos de la mina y un árbol le cayó encima; tres personas ahogadas; un joven cazador muerto por hechicería por asalto porque, debido a las depredaciones de la mina, tuvo que caminar más lejos que lo normal en búsqueda de su presa. En las discusiones colectivas, la mina-hechicera fue señalada como un posible agente (Kirsch, 2006: 124). Como de manera célebre argumentó Evans-Pritchard para la epistemología azande, la brujería no necesariamente causa la existencia de un fenómeno en particular, pero sí puede establecer las condiciones de una cadena etiológica que relaciona a un individuo con acontecimientos naturales de modo tal que el resultado sea un daño (Evans-Pritchard, 1976: 87). Con el paradigma de hechicería, los yonggom describen sus relaciones con BHP y el gobierno en términos morales que trascienden posibles reparaciones materiales o económicas (Kirsch, 2006: 126).

Los reclamos jurídicos iniciados por los yonggom, justificados mediante el lenguaje de hechicería y responsabilidad, demuestran la creatividad del pensamiento mágico en cuanto herramienta moderna, al mismo tiempo que evidencian los conflictos entre sistemas de compensación organizados alrededor de concepciones distintas. Los yonggom empezaron a protestar en contra de la mina en los ochenta, pero sus peticiones quedaron circunscritas a lo local. En los noventa, algunos miembros de la tribu viajaron a Europa y Estados Unidos en busca de alianzas internacionales que se unieran a su lucha. Kirsch argumenta que estas acciones, hasta cierto punto sin precedentes, “correspondían a un género familiar… las prácticas de trazar las conexiones productivas entre lugares, incluyendo la ubicación de compañeros de intercambio, alianzas matrimoniales potenciales, puestos de sagú y terrenos de cacería, y la difusión de la información resultante” (Kirsch, 2006: 204). En adición a las redes construidas con activistas y abogados, los yonggom establecieron vínculos con la nación dene de Canadá, también afectada por los proyectos de desarrollo propuestos por BHP. Sus protestas afectaron los planes de compañías de procesamiento de cobre proveniente de la mina Ok Tedi en Alemania y Japón. Con base en una lógica relacional “tradicional”, los yonggom lograron crear una red de relaciones sociales moderna que incluía abogados y cortes australianos, organizaciones no gubernamentales enfocadas en las consecuencias de la minería en Australia, Europa y Estados Unidos, y grupos indígenas de Norte y Sudamérica (Kirsch, 2006: 204).

En 1994, se entabló una demanda en contra de la mina Ok Tedi y BHP. El gobierno de Papúa Nueva Guinea respondió al movimiento en contra de la mina con la imposición de multas de hasta 75 000 dólares para cualquier persona que participara en la demanda, y BHP buscó dividir a los demandantes ofreciendo compensaciones monetarias relativamente pequeñas si dejaban de demandar. Las compensaciones serían engañosas, ya que también podían ser utilizadas por la compañía en la puesta en marcha de cualquier control ambiental requerido por el gobierno. Mas estas estrategias produjeron una ola de publicidad negativa y, en 1996, BHP acordó una resolución por 500 millones de dólares, incluyendo compensaciones, la aplicación de mecanismos de contención de deshechos y la rehabilitación de las tierras deforestadas (Kirsch, 2007: 308).

Uno de los logros más importantes de este caso fue responsabilizar “en casa” a compañías transnacionales por las acciones que llevan a cabo en el extranjero. Otro fue el otorgamiento de compensación no sólo a los dueños de la propiedad, sino también a sus usuarios. En el lenguaje jurídico occidental, los derechos a la propiedad se establecen “cortando la red” (Strathern, cit. en Kirsch, 2006: 126); se busca establecer los derechos de la menor cantidad de demandantes posible. El paradigma jurídico occidental establece como acto demandable los daños a la propiedad y, como demandante, a los dueños de la propiedad. No obstante, para los yonggom, los impactos de la contaminación son sociales, y no principalmente económicos. Su estrategia jurídica, entonces, fue otra: reconocer una nueva clase de afectados, los usuarios de la tierra, que no necesariamente son sus dueños. En vez de “cortar la red”, buscan ampliarla y visibilizarla (Kirsch, 2006: 126). Para reemplazar el concepto de derechos de propiedad, se creó el concepto de derechos de subsistencia, los cuales, al final, fueron aceptados por BHP en el proceso de distribución de las compensaciones, y reconocidos por la ley en 2001 (Kirsch, 2007: 312).

Sin embargo, la demanda resuelta en 1996 no puede calificarse como un éxito rotundo. El valor monetario de la compensación se redujo debido a devaluaciones económicas y a la necesidad de gastar más de lo previsto en la limpieza del desastre ambiental provocado por la mina. Es más, la mina sigue operando hasta la fecha, y su impacto ambiental negativo ha aumentado. La subsistencia basada en cacería y agricultura es ahora imposible, y los yonggom han llegado a depender económicamente de las compensaciones que provienen de los dueños de la mina. En 1999, un representante de BHP admitió que “la mina no es compatible con nuestros valores y la compañía nunca debió involucrarse” (Burton, 1999). La compañía renunció a sus intereses mayoritarios en la mina en 2001 y depositó sus acciones en un fideicomiso para los afectados por la mina; a cambio fue eximida de futuras demandas por daños ambientales causados durante sus operaciones en Ok Tedi. De 2002 a 2013 la mina estuvo operada por el Programa de Desarrollo Sustentable de Papúa Nueva Guinea (PNGSDP), un fideicomiso con sede en Singapur, cuyos directores provenían principalmente de BHP y del gobierno de Papúa Nueva Guinea. En 2013, año en que se había programado el cierre de la mina, el gobierno de ese país la nacionalizó, generando pleitos jurídicos en las cortes de Papúa Nueva Guinea y Singapur, además de campañas mediáticas. Ahora se proyecta que la mina, que aporta alrededor de la mitad del producto bruto de la provincia y un cuarto de las ganancias nacionales por exportación,4 siga funcionando hasta 2025. No es muy claro cuáles serán las implicaciones de este cambio, en especial porque, además de la expropiación, el Estado ha revocado la impunidad por daños ambientales de la cual gozaba BHP. Y, por primera vez, la mina está bajo el control de las comunidades afectadas (Garrett, 2014).

A manera de conclusión

Los casos arriba señalados evidencian el sufrimiento social actual, producto -podemos pensar- de lo que Slavoj Žižek (2011) denomina los cuatro jinetes del apocalipsis, en alusión a un evento bíblico que alude justamente a la develación de los monstruos escondidos: la crisis ecológica, las consecuencias de la revolución biogenética, los desequilibrios sistémicos y la explosión de divisiones y exclusiones sociales. Monstruosidades, sin duda. Pero los fantasmas salvajes y los brujos antisociales no están más allá de la representación, ni de la acción reparadora. El nombramiento de los monstruos -el reconocimiento de una posesión fantasmal o un embrujamiento- exige una respuesta, produce un algo-que-hay-que-hacer (Blanco y Peeren, 2013: 13).

Se ha señalado que el nombramiento de los monstruos suele acompañar una crisis de categorías(Cohen, 1996: 12), y representa un intento por marcar los límites cognitivos y morales establecidos en una sociedad, sobre todo en tiempos de grandes transformaciones: tecnológicas, económicas o sociales. Históricamente, los extraños, los migrantes, los terroristas y las minorías étnicas y religiosas se han convertido en monstruos y, por lo tanto, en chivos expiatorios en tiempos de crisis. Con todo, lo monstruoso es una categoría relacional, y nombrar a los monstruos no sólo obedece a los intereses de las instituciones hegemónicas.

Como he querido mostrar en estas páginas, los representantes del Estado, las empresas transnacionales y otros “agentes de la modernidad” también pueden convertirse en monstruos y, por ende, ser sujetos a acciones para derrotarlos. Tan pronto sus intenciones monstruosas han sido develadas, estos agentes pueden ser colocados en una cadena de responsabilidades. Pueden ser exorcizados por un chamán o juzgados en una corte. En tales casos, los monstruos no están fuera de la ley, como decía Foucault, sino sujetos a acciones particulares cuya función es restaurar el estado no monstruoso de las relaciones entre seres humanos y entre éstos y su entorno.

Queda claro que, como dicen los habitantes de Zhizuo, los fantasmas a veces regresan, aun después del exorcismo. Y que la mina de Ok Tedi haya cambiado de manos no asegura su inserción en el sistema de reciprocidad que permite el flujo correcto de relaciones sociales. “Los monstruos siempre retornan”, reza una de las siete tesis sobre los monstruos de Jerome Cohen (1996: 11). Pero regresan para mostrar y advertir, y hay que prestarles atención.

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1Este escrito es en sí una especie de Frankenstein; consiste en pedazos de textos presentados en distintos eventos, en particular el Seminario Preguntas Antropológicas a Inquietudes Filosóficas (Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, México, 2014) y el VI Seminario de Estudios de Performance (El Colegio de San Luis, San Luis Potosí, 2016). Agradezco a los organizadores de estos seminarios, y en especial a los participantes, cuyos comentarios enriquecieron muchísimo el trabajo. También agradezco infinitamente a los dictaminadores anónimos del texto sus valiosas sugerencias y provocaciones.

4<www.wikipedia.org/wiki/Ok_Tedi_Mine> [15 de mayo de 2014].

Recibido: 09 de Enero de 2017; Aprobado: 10 de Marzo de 2017

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