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Alteridades

On-line version ISSN 2448-850XPrint version ISSN 0188-7017

Alteridades vol.26 n.52 Ciudad de México Jul./Dec. 2016

 

Investigación antropológica

Geopolítica del cuerpo e intimidad entre hombres en la homofobia de Estado en África

Geopolitics and the body. Privacy among men and state sponsored homophobia in Africa

Fernando Zarco Hernández* 

Joan Pujol Tarrés** 

*Becario posdoctoral del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología en el Doctorado Interinstitucional en Arte y Cultura, Universidad de Guanajuato <fernandozarco@gmail.com>.

**Universidad Autónoma de Barcelona <joanpujol@uab.cat>.


Resumen:

Con base en el informe sobre homofobia de estado de la asociación Internacional de lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans e Intersexuales (ILGA), se analiza la corporalidad como territorio geopolítico y la intimidad entre hombres en el continente africano, problematizando este asunto desde una perspectiva africanista, a fin de cuestionar el colonialismo contemporáneo que permea la lucha internacional por los derechos sexuales.

Palabras clave: derechos sexuales; colonialismo; corporalidad; territorio geopolítico

Abstract:

An analysis on the corporeal nature as a geopolitical territory and privacy among men in the african continent. It is based in the report about state-sponsored homophobia of the International association of lesbian, Gay, Bisexual, Trans and Intersex rights (ILGA), this subject is considered from an africanist perspective, in order to question contemporary colonialism, which penetrates the international struggle for sexual rights.

Key words: sexual rights; colonialism; corporeal nature; geopolitical territory

¡Oh, cuerpo mío, haz siempre de mí un hombre que interroga!

Fanon

Como resultado de procesos históricos y sociales, el trabajo en favor de los derechos civiles de las parejas del mismo sexo ha suscitado debates internacionales que se manifiestan en las relaciones políticas en el escenario mundial. Tal es el caso de la homofobia de Estado, expresada en las leyes que criminalizan las relaciones afectivas y sexuales entre personas del mismo sexo, como se ve en el informe que año con año publica la Asociación Internacional de Lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans e Intersexuales (ILGA) (Carroll e Itaborahy, 2015).

Este informe indica que África es el continente con mayor número de países con leyes homofóbicas, que penalizan la homosexualidad con prisión y en ocasiones con la pena de muerte, con el argumento de que la homosexualidad no es "africana" sino una importación "occidental". Quienes sostienen esta idea ignoran que muchas de estas legislaciones tienen su origen en la colonización europea en África y desconocen la vasta historia de prácticas homoeróticas y de intimidad entre personas del mismo sexo en este continente. Paradójicamente, estas prácticas eran vistas por los colonizadores como primitivas y salvajes, lo que servía como justificación para la invasión colonial.

En la actualidad, la homofobia de Estado en las excolonias africanas a veces es utilizada con fines neocoloniales, al condicionar ayudas internacionales con la finalidad de modificar estas leyes (Chothia, 2011). Entre estas tensiones políticas internacionales, el cuerpo se convierte en un campo de batalla geopolítico, cuya discusión es el objetivo de este artículo.

El cuerpo como territorio geopolítico

El cuerpo se encuentra configurado por los procesos de constitución del poder y del sistema político global, de modo que no es un espacio neutro o transparente; de hecho, se vive de forma intensamente personal (mi cuerpo) y, a la vez, es producto y copartícipe de fuerzas sociales que lo hacen visible (o invisible) a través de nociones de género, sexualidad, raza, clase y pertenencia (en términos de ciudadanía, por ejemplo, o estado civil o migratorio), entre otros (Taylor y Fuentes, 2011). Con este sustento, artistas del performance, como Guillermo Gómez-Peña, utilizan su cuerpo como un espacio de resistencia:

Nuestro cuerpo también es el centro absoluto de nuestro universo simbólico -un modelo en miniatura de la humanidad- y, al mismo tiempo, es una metáfora del cuerpo sociopolítico más amplio. Si nosotros somos capaces de establecer todas esas conexiones frente a un público, con suerte otros también las reconocerán en sus propios cuerpos [2011: 497-498].

Las fuerzas sociales y conexiones sociopolíticas citadas constituyen una manera de abordar lo propuesto por la teoría de la performatividad de Judith Butler (1993), es decir, la práctica reiterativa y referencial mediante la cual el discurso de la diferencia sexual produce los efectos que nombra, de modo que:

las normas reguladoras del "sexo" obran de una manera performativa para constituir la materialidad de los cuerpos y, más específicamente, para materializar el sexo del cuerpo, para materializar la diferencia sexual en aras de consolidar el imperativo heterosexual [1993: 18].

Esta teoría ha revolucionado la manera de comprender la relación entre sexo y género al mostrar una discontinuidad radical entre cuerpos sexuados y géneros culturalmente construidos. Lo que nos lleva a la pregunta por la materialidad del sexo: "Si todo es discurso, ¿qué pasa con el cuerpo? Si todo es un texto, ¿qué decir de la violencia y el daño corporal?" (Butler, 1993:54). De hecho, en el título de su obra cuerpos que importan, en inglés Bodies that matter, Butler hace un juego de palabras con dos acepciones de "matter": materia e importar, así pretende abrir nuevas posibilidades a través de la deslocalización de la materia, de modo que los cuerpos importen de otro modo, sin reducirla a un efecto lingüístico.

Diversas interpretaciones de esta teoría han dado lugar a varias posturas. Al respecto, Coll-Planas (2009) habla de la "doble vida de Butler" y no se refiere a que la autora tenga una especie de esquizofrenia o que se dedique a hacer un doble discurso, sino a una bifurcación en la interpretación de su trabajo, traducida en dos formas de aproximarse al cuerpo, que se distinguen por el reconocimiento de la materialidad de la opresión y el abordaje de la subjetividad. En la primera de ellas encontramos que el impacto del lenguaje no hace olvidar la materialidad de los cuerpos y aborda la dimensión subjetiva de la problemática elaborada por Butler en diálogo con la teoría psicoanalítica. En cambio, la segunda lectura deriva en un cierto idealismo e individualismo, pues obvia tanto la influencia psicoanalítica en el pensamiento de la autora como toda consideración sobre la dimensión de la subjetividad.

Butler se desmarca de esta última lectura afirmando que se trata de un malentendido: el género no es una mera representación, porque no hay un sujeto previo a la representación que pueda adoptar o desentenderse de un determinado rol, además, estas representaciones de género están reguladas en el marco de un sistema jerárquico y coercitivo, de modo que se distancia de la explicación idealista, porque asume que las normas de género se traducen en leyes, códigos criminales o protocolos psiquiátricos, desde los cuales se patologiza y se expone a la privación de derechos a las personas excluidas por tales normas.

Sin embargo, el sexo no es el único parámetro para normalizar los cuerpos, éste opera junto con otros requerimientos, por ejemplo la racialización. La homosexualidad, entre otros, se juzga una amenaza en aquellas coyunturas donde el sistema heteronormativo funciona al servicio de la pureza racial. En conjunto, estas normas determinan qué cuerpos importan más que otros, qué vidas se conciben como vidas, cuáles son las condiciones de las vidas que están consideradas fuera de la normalidad y que, de modo paradójico, son necesarias para constituirla (Butler, 1993).

Desde esta perspectiva, es prácticamente imposible separar el sistema sexo-género de la racialización, puesto que confluyen en el proceso de jerarquización de las poblaciones a través de la clasificación de los cuerpos, lo que ha sido un factor clave en la configu ración del mundo moderno. De acuerdo con Castro Gómez (2005), la "limpieza de sangre" fue el primer discurso universalista de los tiempos modernos. Este discurso, vinculado con la mentalidad aristocrática cristiana, operó en el siglo XVI como el primer esquema de clasificación de la población mundial; aunque surgió durante la Edad Media cristiana, se tornó "mundial" gracias a la expansión comercial de España hacia el Atlántico y el comienzo de la colonización europea. Esto significa que, en virtud de la hegemonía mundial adquirida por España durante los siglos XVI y XVII, una matriz clasificatoria perteneciente a la cultura cristiana medieval europea se convirtió en global y sirvió para tipificar a las poblaciones según su posición en la división internacional del trabajo. Más aún, el discurso de la limpieza de sangre produjo el imaginario de la blancura como una aspiración internalizada por muchos sectores de la sociedad colonial, que actuaba como el eje alrededor del cual se construía la subjetividad de los actores sociales.

Ser "blancos" tenía menos que ver con el color de la piel que con la escenificación personal de un imaginario cultural tejido por creencias religiosas, tipos de vestimenta, certificados de nobleza, modos de comportamiento y por formas de producir y transmitir conocimientos. La ostentación de aquellas insignias culturales de distinción asociadas con el imaginario de blancura era un signo de estatus social, una forma de adquisición, acumulación y transmisión de capital simbólico. Así, el colonialismo hunde sus raíces en la clasificación jerárquica de las poblaciones realizada desde el siglo XVI, que encontró su mayor legitimación en el uso de modelos naturalistas en el siglo XVII y biologicistas en el XIX, a través de aquellas taxonomías que dividían a la población mundial en diversas "razas", asignándole a cada una de ellas un lugar fijo e inamovible en el interior de la estructura social. Aunque la idea de "raza" se venía gestando desde las guerras de reconquista en la península ibérica, en el siglo XVI se convierte en la base del poder colonial y de la formación de un sistema-mundo global, con la cultura europea al centro y todas las demás como su periferia.

La idea de Europa como centro de este sistema es desmitificada por Dussel (2000), quien señala que es doblemente falsa, en primer lugar porque en los hechos todavía no había historia mundial sino historias yuxtapuestas y aisladas, en segundo lugar porque en términos geopolíticos Europa no podía ser el centro, sino el límite occidental del mercado entre Europa, África y Asia. De ahí la concepción actual de "Occidente".

El colonialismo, en este sentido, además de ser una invasión territorial, es la colonización del tiempo y del espacio, de las subjetividades y, lo que resulta más importante para esta investigación, de los cuerpos. Se trata, en este caso, de una reconfiguración geopolítica que opera a través de normas sexo-genérico-raciales que jerarquizan los cuerpos, con la finalidad de naturalizar y normalizar un orden mundial.

Una perspectiva africanista para la descolonización

De acuerdo con el historiador Ki-Zerbo (1982), la palabra África tiene un origen difícil de aclarar, y apunta las versiones más verosímiles. Considera que esta palabra se impuso a partir de los romanos en lugar del término de origen griego o egipcio, Libia, país de los Lebú o Lobín, del Génesis. Tras haber designado el litoral norteafricano, desde finales del siglo i antes de la era cristiana, la palabra África se aplica al conjunto del continente. Así, el trabajo de Ki-Zerbo (1978) ha servido para cuestionar los mitos acerca de la historia de este continente, de los cuales, el más radical consiste en negar su existencia y añade como ejemplo lo que Hegel (1976[1837]) decía respecto a África en su Filosofía de la historia: "Lo que entendemos cómo África es lo segregado y carente de historia, o sea lo que se halla envuelto todavía en formas sumamente primitivas, que hemos analizado como un peldaño previo antes de incursionar en la historia universal" (p. 113).

A pesar que desde el siglo XVIII el África tropical recibió de los historiadores europeos la atención que merecía, en esa época la tendencia principal de la cultura europea comenzaba a juzgar de manera cada vez más desfavorable a las sociedades no europeas y a declarar que no tenían historia digna de ser estudiada, una mentalidad que resultaba sobre todo de la convergencia de corrientes de pensamiento procedentes del Renacimiento, del Siglo de las Luces y de las revoluciones Científica e Industrial en pleno desarrollo. En consecuencia, al fundarse sobre lo que se estimaba una herencia grecorromana única, los intelectuales europeos se persuadieron de que los proyectos, los conocimientos, la potencia y la riqueza de su sociedad eran tan preponderantes que la civilización europea debía prevalecer por encima de las demás, por consiguiente, su historia era la llave de todo conocimiento, y la historia de las otras sociedades no tenía importancia.

Esa actitud quizá era adoptada sobre todo en el encuentro con África. En efecto, en aquella época los europeos apenas conocían a África y a los africanos desde el punto de vista del comercio de esclavos, mientras que, precisamente, era ese propio tráfico el que causaba un caos social cada vez más grave en numerosas partes del continente, por tanto, "aunque la influencia directa de Hegel sobre la elaboración de la historia de África haya sido escasa, la opinión que representaba fue aceptada por la ortodoxia histórica del siglo XIX" (Ki-Zerbo, 1982:50-51). En este sentido, África constituye un receptáculo supremo de la obsesión de Occidente y su discurso circular sobre la "ausencia", la "falta" y el "no-ser", de la identidad y la diferencia, de la negatividad, en definitiva, de la nada (Mbembe, 2001).

Ante esta narrativa colonial, nos surge un planteamiento ético acerca del término áfrica. Sylvia Tamale (2011), académica de la Universidad Makerere en Kampala, Uganda y activista por los derechos sexuales, nos ofrece una respuesta al aclarar que este término es utilizado para destacar aquellos aspectos de ideología cultural ampliamente compartidos entre la inmensa mayoría de gente en la entidad geográfica bautizada como "África" por los cartógrafos coloniales, pero más trascendente aún es el uso político de este término para llamar la atención sobre algunos legados históricos comunes inscritos en la región por fuerzas como el colonialismo, el capitalismo, el imperialismo, la globalización y el fundamentalismo.

Dentro del vasto universo de los estudios de género, uno de los factores que ha permitido problematizar la diferencia sexual es la crítica a la idea de un patriarcado universal, ya que no tiene en cuenta el funcionamiento de la opresión de género en los contextos culturales concretos en los que se produce. Esta crítica cuestiona la creencia política de una base universal para el feminismo fundada en una identidad que aparentemente existe en todas las culturas:

Esa manera de hacer teoría feminista ha sido cuestionada porque intenta colonizar y apropiarse de las culturas no occidentales para respaldar ideas de dominación muy occidentales, y también porque tiene tendencia a construir un "Tercer Mundo" o incluso un "Oriente", donde la opresión de género es sutilmente considerada como sintomática de una barbarie esencial, no occidental. La urgencia del feminismo por determinar el carácter universal del patriarcado -con el objetivo de reforzar la idea de que las propias reivindicaciones del feminismo son representativas- ha provocado, en algunas ocasiones, que se busque un atajo hacia una universalidad categórica o ficticia de la estructura de dominación, que por lo visto origina la experiencia de subyugación habitual de las mujeres [Butler, 1990:49-50].

Lo anterior nos sitúa en una discusión respecto al colonialismo dentro de los estudios de género. En ella, la feminista nigeriana Oyèrónkẹ ́ Oyěwùmí (2005) establece que el énfasis en la diferencia sexual se explica a raíz de la oposición binaria entre cuerpo y mente del dualismo cartesiano, una tradición que ve al cuerpo como una trampa de la que cualquier persona racional tenía que escapar. Irónicamente, aunque el cuerpo permaneció en el centro de las categorías y del discurso sociopolítico, muchos pensadores negaron su existencia para ciertas categorías de personas, sobre todo ellos mismos. Aquellos clasificados con la etiqueta de "diferente" en distintas épocas históricas han sido concebidos "con cuerpo", dominados por el instinto y el afecto, la razón estaba más allá de ellos. Son los otros. Y el otro es un cuerpo.

Por citar un ejemplo, Ifi Amadiume (1987) realizó un estudio sobre género en el sistema sociocultural nobi, en Nigeria. En contraste con el sistema occidental y la religión cristiana, entre los nobi la dualidad sexual estaba mediada por un sistema de género flexible de la cultura y el lenguaje tradicional, el sexo biológico no siempre correspondía con el género ideológico, de modo que los roles no estaban masculinizados o feminizados con rigidez, no había estigma al romperlos. Incluso, la presencia de una diosa en la religión favorecía la aceptación de las mujeres en estatus y roles de autoridad y poder.

Esto no significa negar ciertas tradiciones en Occidente que han tratado de explicar las diferencias de acuerdo con criterios distintos a la presencia o ausencia de determinados órganos: la posesión de un pene, el tamaño del cerebro, la forma del cráneo o el color de la piel, sino problematizar la naturalización de la diferencia sexual. De acuerdo con Oyěwùmí, disciplinas como la sociología y la antropología pretenden explicar la sociedad sobre la base de las interacciones humanas, lo que sugiere el desplazamiento del determinismo biológico en el pensamiento social, aunque no ha sido desterrado del todo. La constante en esta narrativa es la centralidad del cuerpo: dos cuerpos en exhibición, dos sexos, dos categorías vistas persistentemente, una en relación con la otra. Se trata de la elaboración constante del cuerpo como lugar y causa de diferencias y jerarquías en la sociedad. Ninguna diferencia se elabora sin que los cuerpos se coloquen de manera jerárquica. Thomas Laqueur da cuenta de la historia de la construcción de relaciones sexuales desde la Grecia clásica hasta la época contemporánea, teniendo en cuenta los cambios en los símbolos y en los significados. El punto, sin embargo, es la central persistencia del cuerpo en la construcción de las categorías sociales. Para esta autora, la afirmación de Freud de que la anatomía es destino no era original ni excepcional, sólo fue más explícito que muchos de sus predecesores (Oyěwùmí, 2005: 5-9).

Es de notar la coincidencia de los planteamientos anteriores con los de Coll-Planas (2009:45) con referencia a la obra de Thomas Laqueur, Making sex: body and gender from the Greeks to Freud, para dar cuenta de la configuración histórica de la diferencia sexual. Ambos cuestionan la dicotomía naturaleza/ cultura, aunque desde diferentes posturas. Mientras Coll-Planas habla de la inutilidad del debate entre el esencialismo biologicista y el construccionismo social, para contribuir a la clarificación conceptual y a la superación de los discursos homo/transfóbicos, Oyěwùmí sostiene que la construcción social y el determinismo biológico han sido dos caras de la misma moneda, puesto que ambas ideas se refuerzan mutuamente. Sin embargo, Coll-Planas enfatiza que los cambios en la concepción de esta diferencia no responde al incremento del conocimiento científico, sino a transformaciones del orden cultural, mientras que Oyěwùmí hace hincapié en la centralidad del cuerpo en la tradición occidental y añade que, cuando se construyen categorías sociales como el género, pueden inventarse nuevas biologías. Cuando las interpretaciones biológicas son convincentes, las categorías sociales heredan su legitimidad y poder de la biología. En suma, lo social y lo biológico se alimentan uno al otro. No obstante, esta articulación inherente a la biología y la diferencia social no es universal. El debate en el feminismo acerca de qué roles e identidades son naturales y qué aspectos son construidos sólo tiene sentido en una cultura donde las categorías sociales se conciben sin una lógica independiente. Este debate, por supuesto, se desarrolló a partir de ciertos problemas, por lo tanto, es lógico que en las sociedades donde este tipo de problemas no existen no debería haber dicho debate. Pero luego, debido al imperialismo, este debate se ha universalizado hacia otras culturas, y su efecto inmediato es la inyección de los problemas de Occidente, lo que no nos lleva muy lejos en sociedades donde los roles sociales y las identidades no son concebidos con raíces en la biología.

Tras estos planteamientos, Oyěwùmí se pregunta ¿sobre qué bases son las categorías conceptuales de Occidente exportables o transferibles a otras culturas que tienen diferentes lógicas culturales? De modo que el valor potencial del socioconstruccionismo feminista occidental sigue, en gran medida, sin cumplirse, porque el feminismo, al igual que la mayoría de los otros marcos teóricos occidentales para interpretar el mundo social, no puede salir del prisma de la biología que, necesariamente, percibe las jerarquías sociales como naturales (Oyěwùmí, 2005).

Si bien es cierto que estos postulados corren el riesgo de caer en un relativismo que imposibilite la denuncia de injusticias -ya sea de género o de cualquier otra índole- en la sociedad yoruba, desde donde realiza sus teorizaciones, o en un esencialismo de las sociedades africanas -que impida ver el intercambio cultural con otras sociedades, así como sus contradicciones y tensiones internas (Apusigah, 2006; Bakare-Yusuf, 2011)-, también es verdad que el debate feminista se apoya en la opresión de las "mujeres" como punto de partida, desde una situación geopolítica occidental (Oyěwùmí, 1997).

Frente a esta argumentación, juzgamos menester:

abrir un espacio donde una multiplicidad de existencias contradictorias y categorías conceptuales puedan ser comprometidas productivamente dentro de nuestras teorías. Es de esta manera que podemos comprender y mantener a África y al conocimiento local en lo plural [Bakare-Yusuf, 2011:51 ].

En este sentido, el debate sobre la homofobia en África es una oportunidad para abrir dicho espacio, ya que permite vincular la sexualidad, como área central de constitución de subjetividades, con las relaciones de poder y la organización de categorías culturales (Mbembe, 2001).

Intimidad entre hombres y homofobia de Estado en África

Según el estudio mundial sobre homofobia de Estado de la ILGA (Carroll e Itaborah, 2015), África es el continente con peores leyes sobre las minorías sexuales, que castigan la homosexualidad con prisión o, incluso, con la pena de muerte. Muchas de estas leyes datan del colonialismo europeo y, con el paso del tiempo, se han vuelto más punitivas. El informe de este estudio indica que el último año ha sido agridulce para el continente, puesto que en algunos países han tenido avances en la materia y en otros la criminalización se ha agravado:

A pesar de muchos años de lucha contra las leyes de la época colonial, que prohíben los actos sexuales consentidos entre personas del mismo sexo, la evolución judicial en algunas partes de África empeoró en 2014, con la promulgación de varias leyes que no sólo aumentaron las sanciones, sino que además ampliaron el alcance de la criminalización.

Los códigos penales en muchos países africanos han penalizado los actos sexuales consentidos entre hombres durante mucho tiempo, pero estas leyes se han impuesto de manera incoherente. Poco a poco, las leyes se han hecho más regresivas y pasado ya el año 2014, no podemos seguir culpando sólo al colonialismo por estas malas leyes. En las dos últimas décadas, algunos países han revisado sus leyes para penalizar también el acto sexual entre mujeres y para aumentar las penas impuestas por estos delitos [Meerkotter, 2015:105].

Si bien existen casos donde la legislación se ha vuelto más punitiva, es de notar que para referirse a ellos el informe utiliza la frase "las leyes se han hecho más regresivas", que podría aludir a una narrativa colonialista al clasificar estas legislaciones como primitivas o atrasadas, desde una lógica evolucionista.

Por otra parte, el informe señala que "el aumento de la retórica antigay en África ha provocado también un aumento en el arresto de personas por actos homosexuales consentidos" (Meerkotter, 2015:107). Un claro ejemplo de esta retórica ocurre en Zimbabwe, donde el presidente Robert Mugabe ha sostenido una política de rechazo hacia la homosexualidad en este país ubicado en el sur de África, argumentando que ésta es una perversión occidental desconocida en la cultura africana (Palmberg, 1998). Expresiones similares pueden hallarse entre dirigentes de Kenya y Tanzania (Dunton y Palmberg, 1996) y otros países africanos tales como Namibia, Uganda, Ghana, Nigeria y Camerún, denunciados por la organización Behind the Mask, con base en Sudáfrica.1 Sin embargo, considerar que la homosexualidad es una herencia colonial ajena a la tradición africana significa desconocer la realidad histórica de este continente, como apunta el informe sobre homofobia de Estado correspondiente al año 2013:

Históricamente, África siempre ha sido el continente más positivo y tolerante hacia la homosexualidad y el comportamiento ligado a las diversas identidades de género, actitud que data de la época anterior al colonialismo y a la intervención de la religión [Baumann y Macaulay, 2013:34-35].

De modo que nos encontramos, por un lado, con una narrativa evolucionista acerca de la homofobia de Estado en África y, por otro, con un discurso antigay que considera la homosexualidad como antiafricana, donde la primera hace énfasis en una historicidad etnocéntrica y el segundo desconoce la historia de África. Desde nuestra perspectiva, ambas posturas no son antagónicas, sino dos caras de la misma moneda.

La forma de concebir la intimidad entre hombres ha variado según las épocas y regiones geopolíticas. Para Foucault la homosexualidad "apareció como una de las figuras de la sexualidad cuando fue rebajada de la práctica de la sodomía a una suerte de androginia interior, de hermafroditismo del alma" (1976: 45), y se convierte un problema social, político y médico en el siglo XVIII, cuando desaparece la amistad entre hombres, en tanto relación social (Foucault cit. en Núñez, 2007). Por su parte, en su estudio sobre las ceremonias cristianas de uniones de hombres en la Europa premoderna, Boswell (1994) argumenta que el tabú de la homosexualidad es típico de Occidente a partir del siglo XIV. Añade que, además, muchas otras culturas reconocieron e institucionalizaron las uniones entre personas del mismo sexo: guerreros japoneses; hombres y mujeres en China bajo la dinastía Yüan y Ming; indios americanos de gran cantidad de tribus antes de la dominación blanca; muchas tribus africanas hasta bien entrado el siglo XX, y personas de Oriente Próximo, Asia Suroriental, Rusia, y otras regiones de Asia y América del Sur. En el mundo musulmán, Prado describe el cambio que ha ocurrido en la actitud hacia la homosexualidad, entre la colonización europea y la época contemporánea:

Las obras de los viajeros, científicos y colonizadores europeos relatan, entre la fascinación y la sorpresa, el grado de aceptación de la homosexualidad entre los musulmanes. En la sociedad victoriana, éste fue uno de los argumentos preferidos para mostrar que el islam era una religión lasciva e inmoral. En la Europa del siglo XXI, se habla de la persecución de los homosexuales en el mundo islámico para mostrar cómo el islam es una religión salvaje y puritana. Entre lo uno y lo otro, algo ha sucedido [Prado, 2006:4].

Respecto a África, trabajos como el de Murray y Roscoe (1998) sobre "homosexualidades africanas" dan cuenta de la diversidad de formas que toma la intimidad entre hombres en este continente, paradójicamente, el más devastado por la homofobia de Estado en la actualidad. De modo que, a pesar de las transformaciones que se han dado a lo largo de la historia y la geografía en materia de derechos sexuales, podemos decir que persiste una lógica que mantiene las relaciones coloniales en varios sentidos. Muestra de ello es intentar imponer políticas internacionales que no toman en cuenta las condiciones locales:

Normalmente, la libertad individual, expresada a través de otras libertades como la de expresión, palabra, movimiento, asociación, igualdad, justicia y promoción de los derechos humanos individuales, entre otros, se consideran los pilares de un sistema viable de democracia liberal. Sin embargo, un análisis de la constitución metafísica de la sociedad de Zimbabwe (y de África en general) demuestra que resulta muy difícil cultivar todas estas virtudes de la democracia sin el compromiso del sistema de valores autóctonos. Por ejemplo, ésta es la razón por la que ha sido, y sigue siendo, muy difícil promover constituciones africanas que contemplen prácticas como el aborto, la homosexualidad y la pornografía, que se consideran admisibles en varias democracias liberales del mundo entero [Chemhuru, 2011:10].

Esta situación provoca tensiones que inciden de manera directa en la sexualidad y los cuerpos de las personas. En 2011, el primer ministro inglés advirtió que el Reino Unido reducirá la ayuda a los países que se rehúsen a reconocer los derechos de los gays y, por su parte, la secretaria de Estado de Estados Unidos hizo un llamado a la comunidad internacional para respetar los derechos de los gays, argumentando que ser gay no es una invención occidental sino una realidad humana. Según un memorándum oficial, esta indicación será considerada en las solicitudes de ayuda internacional (Chothia, 2011).

Pese a las transformaciones jurídicas que pudiera ocasionar esta medida -como los cambios en la legislación de Malawi, cuya presidenta revocó las leyes contra actos homosexuales-,2 es mejor que estas decisiones se tomen por convicción que bajo amenaza (Ekine, 2012). De otro modo, pueden desencadenarse consecuencias no favorables. La ayuda internacional por parte de potencias occidentales a los países africanos, condicionada por el reconocimiento de los derechos de los homosexuales, puede reforzar la idea de que la homosexualidad es una importación occidental -lo que obstaculiza el trabajo del activismo local- y generar una reacción violenta hacia estas personas, por considerarlas culpables de esta situación, como ocurrió en Tanzania y Kenia, puesto que esta medida puede ser concebida como una política neocolonial, lo que es bastante impopular en África (Oluoch, 2014).

En suma, los derechos sexuales no son ajenos a las comunidades africanas, pero la democracia liberal occidental ha tomado el lugar de un corpus de derechos humanos universales y ha dejado de lado diferentes conceptos y prácticas sexuales de comunidades no occidentales. De hecho, la conceptualización de derechos sexuales en el marco democrático liberal tampoco está exenta de tensiones y contradicciones (Tamale, 2011).

Consideraciones finales

Nos encontramos, pues, frente a una configuración geopolítica que tiene repercusiones en los cuerpos y en las vidas de personas y poblaciones concretas. El debate acerca de la intimidad entre hombres, generado por la homofobia de Estado en África, plantea tensiones entre dos posturas. La primera, que este continente está atrasado en materia de reconocimiento de los derechos de los homosexuales y, la segunda, que la homosexualidad no es africana, sino introducida por el colonialismo europeo. Nuestro interés es dar cuenta de estas tensiones y su incidencia en el cuerpo, como territorio que queda atrapado en ellas, con la finalidad de buscar posibles alternativas a esta encrucijada.

Una de estas alternativas es la que plantea Fanon en Piel negra, máscaras blancas: "¿Superioridad? ¿Inferioridad? ¿Por qué no simplemente intentar tocar al otro, sentir al otro, revelarme al otro? Mi libertad, ¿no se me ha dado para edificar el mundo del Tú?" (1952: 190). Butler (2009), respecto a la obra de Fanon, da cuenta de las contradicciones en el caso de la violencia colonial y rescata la noción de corporalidad en la cita que funge como epígrafe de este artículo: "¡Oh, cuerpo mío, haz siempre de mí un hombre que interroga!". Butler interpreta esta exclamación como una interpelación al cuerpo para abrirse y plantearse preguntas, a unirse a la lucha por el reconocimiento de las demás conciencias encarnadas en aras de una nueva universalidad, un tipo de contacto muy distinto al de la negación violenta, implícita en la noción de Fanon de "tocar al otro".

De modo similar, Maldonado-Torres (2007) utiliza el mismo pasaje de Fanon para referirse a la aspiración de la decolonización por la restauración del orden humano en que los sujetos puedan dar y recibir libremente, cuyo fundamento es la concepción del cuerpo como la puerta de la conciencia, es decir, como mecanismo posible de apertura y recepción de la otredad.

El reto, entonces, es buscar alternativas a las tensiones derivadas de lógicas coloniales. Alternativas dispuestas a considerar la homofobia y el racismo como parte de un mismo proceso, a comprender el cuerpo como territorio geopolítico, siguiendo a Fanon, con cuerpos abiertos a la interrogación.

Fuentes

Amadiume, Ifi 1987 Male daughters, Female Husbands: Gender and sex in an african society, Zed Books, Londres, 256pp. [ Links ]

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Bakare-Yusuf, Bibi 2011 "'Los yoruba no hacen género': Una revisión crítica de 'La invención de la mujer: Haciendo un sentido africano de los discursos occidentales de género', de Oyewumi Oyeronke", en Africaneando, núm. 5, primer trimestre, pp. 25-53. [ Links ]

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Recibido: 01 de Diciembre de 2015; Aprobado: 24 de Marzo de 2016

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