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Alteridades

On-line version ISSN 2448-850XPrint version ISSN 0188-7017

Alteridades vol.21 n.42 Ciudad de México Jul./Dec. 2011

 

Investigacion Antropológica

 

De la autonomía y sus vicisitudes. Un modelo para su análisis*

 

On autonomy and its vicissitudes. A model for its analysis

 

Aäron Moszowski Van Loon**

 

** Estudiante de doctorado del Posgrado en Filosofía de la Ciencia, Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Nacional Autónoma de México. Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, 04510, México, D. F. <moszowski75@yahoo.com.mx>.

 

* Artículo recibido el 11/09/10
Aceptado el 17/02/11.

 

Abstract

The main objective of the text is to present a model to evaluate the "autonomy project", which pursues the modification of the legal-administrative structure of the State, to reconcile it with the collective human rights of the indigenous peoples. By exploring the concept of democracy and three of its expressions –really existing democracy, democracy as seen from the viewpoint of the autonomy project, and democracy as a pure concept–, the first draft of the model is constructed. By making a distinction between justice and law, the model is refined, and the relationship between autonomy and customary indigenous law is problematized.

Key words: autonomy project, democracy, justice, customary indigenous law.

 

Resumen

El objetivo principal del texto es presentar un modelo para evaluar el "proyecto autonómico", con el que se pretende modificar la estructura jurídico-administrativa del Estado, para reconciliarla con los derechos humanos colectivos de los pueblos indígenas. Explorando el concepto de democracia, y tres de sus expresiones –la democracia realmente existente, la democracia vista desde el proyecto autonómico y la democracia como concepto puro–, se construye un primer esbozo del modelo. Distinguiendo la justicia del derecho, se refina el modelo y se problematiza la relación entre la autonomía y el derecho consuetudinario indígena.

Palabras clave: proyecto autonómico, democracia, justicia, derecho consuetudinario indígena.

 

Introducción

Este texto aborda el proyecto político que se centra en la autonomía indígena y se asocia con un grupo difuso de autores, entre los que destacan Díaz-Polanco (1996), Gómez (1990, 1993, 2002), López Bárcenas (2005) y Stavenhagen (1988, 1990, 1992, 2002). Múltiples términos se están utilizando para definir su naturaleza: demanda, fórmula, reivindicación, régimen, sistema, utopía, etcétera. Sin pretender imponer una terminología específica, hablaré sin más del "proyecto autonómico". Mi objetivo es presentar un modelo para evaluar sus virtudes y sus vicisitudes. Con base en el concepto de democracia, expongo un modelo con tres niveles de abstracción creciente: la democracia realmente existente (democracia1), la democracia vista desde el proyecto autonómico (democracia2) y la democracia como concepto puro (democracia3). Distinguiendo la justicia del derecho en general, del derecho positivo y del derecho consuetudinario, refino el modelo y proble- matizo la relación entre la autonomía vista desde el proyecto autonómico (autonomía2) y el derecho consuetudinario indígena, que a menudo forma parte de una "autonomía de hecho" (autonomía1), pero que por la lógica con que opera parece aproximarse al concepto de justicia, que se encuentra en el nivel de la democracia3.

Antes de iniciar, reconstruyo a vuelapluma algunas etapas de una discusión que lleva directo al núcleo del proyecto autonómico: la polémica acerca del carácter democrático o antidemocrático de las comunidades indígenas mexicanas, cuyas distintas fases siguen fielmente la coyuntura política del país. El debate entre Tejera (1991), Monsiváis (1991) y Fábregas Puig (1991) se desarrolló entre el 11 de julio de 1990, cuando el Senado de la República ratificó el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (oit), y el 28 de enero de 1992, cuando se publicó en el Diario Oficial de la Federación una norma declarativa de la pluriculturalidad de la nación. La polémica entre Roger Bartra (1997), Hernández Navarro (1997) y Bartolomé (1997) se generó después del 16 de febrero de 1996, cuando el Gobierno Federal y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln) firmaron los Acuerdos de San Andrés. La discusión entre Krauze (2001), Viqueira (2001) y Armando Bartra (2001) antecedió al 14 de agosto de 2001, día en que se publicó el decreto de reforma constitucional por virtud del cual se incluyeron en varios artículos de la Constitución federal los derechos de los pueblos indígenas, decreto que fue rechazado tanto en forma política como jurídica por los movimientos indígenas y sus defensores.

Simplificando, pueden distinguirse dos bandos. Roger Bartra, Monsiváis, Krauze, Tejera y Viqueira rechazan la autonomía jurídica de los pueblos indígenas y el reconocimiento de sus sistemas normativos en nombre de la "democracia". Presento algunos de sus argumentos. Según Tejera (1991: 22), defender los sistemas normativos implica defender las estructuras de poder no democráticas que ellos mantienen. Monsiváis (1991: 8), por su parte, aduce que rechazar la pluralidad religiosa implica darle el visto bueno a posibles violaciones a los derechos humanos individuales. Los sistemas normativos indígenas, añade Roger Bartra (1997: 9), son trasposiciones de formas de dominación colonial, y su eventual autonomía choca con la definición clásica de la nación ilustrada moderna. Viqueira (2001: 30) argumenta, a su vez, que el reconocimiento de los usos y costumbres limita la autonomía indígena y reduce sus derechos humanos individuales.

Bartolomé, Armando Bartra, Fábregas Puig y Hernández Navarro, en cambio, defienden el reconocimiento de los sistemas normativos indígenas, también en nombre de la "democracia". Formulan, entre otras, las siguientes tesis. Según Fábregas Puig (1991: 10), la estructura de poder indígena es legítima porque garantiza la permanencia de su cultura. Los indígenas reclaman, además, que se respete su propia visión de la democracia, que es bastante distinta de la nuestra (Fábregas Puig, 1991: 12). Hernández Navarro (1997: 7), por su parte, afirma que los reclamos de autonomía provienen de las violaciones sistemáticas a sus derechos humanos individuales, y que el reconocimiento de sus sistemas normativos probablemente erradicaría los rasgos antidemocráticos. Las instituciones indígenas, añade Bartolomé (1997: 9-10), no son autoritarias. Armando Bartra (2001: 7), por último, responde que escatimarles a los indígenas la libertad de autogobernarse, alegando que sus sistemas normativos son bárbaros, implica cuestionar su derecho a la libertad.

A estas alturas, el lector ya habrá notado que uno de los conceptos centrales en disputa es el de democracia. Evidentemente, los miembros de los dos bandos no lo conceptualizan del mismo modo, pero hay algo que los autores parafraseados tienen en común: ninguno cuestiona el concepto de democracia al que se adhiere de manera implícita. Si se hubieran acercado con detenimiento al concepto en cuestión, habrían podido evaluar con mucha más precisión el proyecto autonómico. Veamos.

 

El concepto de democracia

Al parecer, el concepto de democracia no es más que una palabra odd job, un término que se usa para todo;empero, no es una palabra odd job cualquiera. Como señala Godelier (1995), se trata de uno de los conceptos fundacionales de Occidente, que surgió en el momento en que el "Estado de derecho" (the rule of law) sustituyó a la "ley divina" (the rule of god). En este apartado aclaro a qué me refiero cuando hablo de democracia. Sin ser exhaustivo, presento un modelo con tres niveles de abstracción creciente: la democracia realmente existente (democracia1), la democracia vista desde el proyecto autonómico (democracia2) y la democracia como concepto puro (democracia3). En el modelo se perfilarán de un solo golpe las contradicciones internas de los tres niveles y las contradicciones entre ellos.

 

La democracia realmente existente (democracia1)

El primer nivel analítico es el menos abstracto. Así como solía hablarse del "socialismo realmente existente", propongo hablar de la "democracia realmente existente" para aludir a la "democracia de hecho" (democracia1), que ha sido bastante criticada por ser una democracia simulada. Sus formas concretas son múltiples: la democracia mexicana de 2010 es una de ellas. Para su descripción, remito a González Casanova (1971), Knight (1999) y Pansters (1999). Aclaro de inmediato que ninguno de ellos utiliza el término en cuestión.

Como es sabido, las principales instituciones del México independiente fueron creadas de acuerdo con la teoría clásica de la democracia, que incorporó las ideas de Rousseau, Montesquieu y Madison. No obstante, precisa González Casanova (1971: 23-44), la realidad mexicana nunca coincidió con el modelo: el monopolio del partido gubernamental (Partido Nacional Revolucionario [PNR]/Partido de la Revolución Mexicana [PRM]/Partido Revolucionario Institucional [PRI]) impidió, para empezar, que se desarrollara un verdadero sistema de partidos; por otra parte, la fuerza del sindicalismo no dependía del ciclo económico, sino de la política presidencial que lo toleraba o no; además, el Poder Legislativo nunca cumplió más que una función simbólica, porque sólo sancionaba los actos del Ejecutivo; la Suprema Corte de Justicia obró con relativa independencia respecto del Poder Ejecutivo, pero entre los demandantes destacan sobre todo miembros de la clase empresarial; el Gobierno Federal, por último, siempre tuvo bajo su control a los estados, y éstos a los municipios.

Otro factor que complicó aún más el panorama de la "democracia" en México fue, según González Casanova (1971: 45-71), la presencia de un conjunto de poderes fácticos, todos ajenos a la teoría clásica de la democracia: a pesar de que el desarrollo del país destruyó los caudillismos y los caciquismos, éstos dejaron una cultura de relaciones personales y compadrazgos. Impulsados por la desmilitarización de la política mexicana, los jefes militares se aburguesaron y se convirtieron, a su vez, en empresarios; la Iglesia, terrateniente y prestamista más importante del siglo XIX, fue el único de los sectores tradicionales de poder que sobrevivió a las grandes transformaciones sociales del país y representó –en 1963– una de las fuerzas políticas más vivas; la reforma agraria, que inició a raíz de la Revolución y que alcanzó su mayor intensidad en la época del presidente Lázaro Cárdenas, eliminó el sistema de latifundios y transformó a México en un país de pequeños propietarios, ejidatarios y grandes empresas agrícolas capitalistas; por último, al industrializarse el país, los latifundistas fueron sustituidos paulatinamente por empresarios –industriales, banqueros y grandes comerciantes– cuyas organizaciones patronales se convirtieron en poderosos grupos de presión.

Aunque la democracia mexicana se apartó del modelo clásico y se convirtió, dentro del sistema capitalista, en un instrumento relativamente eficaz para frenar la desigualdad del colonialismo externo, no logró romper la dinámica del colonialismo interno, típica del subdesarrollo. González Casanova (1971: 83-160) argumenta que, en México, la desigualdad interna proviene de la existencia de una "sociedad dual" que, mediante la introducción de rasgos antidemocráticos, impide el desarrollo de una democracia efectiva: al lado del México mestizo, que está políticamente organizado y que gira alrededor de instituciones relativamente firmes –sistema presidencial, partidos políticos, sindicatos, organizaciones patronales, etcétera–, hay otro México marginal e impolítico, el México indígena, que se encuentra estructuralmente al margen del ingreso, de la cultura, de la información y del poder. Las reglas del juego del sistema político mexicano, cuya forma es republicana pero que en el fondo sigue siendo tradicional, se fundan en un sistema de relaciones personales que son la fuente de una cultura paternalista que frena el desarrollo político; las demandas de este México marginal sobreviven como formas tradicionales de súplica y petición, en las que operan mediadores, intermediarios y negociadores (González Casanova, 1971: 152-158). En el nivel económico, la sociedad dual reproduce la esencia de la estructura colonial: el monopolio comercial de las metrópolis sobre las comunidades, la explotación conjunta de los indígenas por los distintos sectores de la población mestiza, y el marginalismo indígena reflejado en sus condiciones de vida deplorables (González Casanova, 1971: 105-107).

Ahora bien, para explicar cómo México se convirtió a los ojos del mundo en un país aparentemente menos violento y más democrático, Knight (1999) se enfoca en la naturaleza de la violencia política del México posrevolucionario. Distingue tres fases: 1917-1929, 1929-1952 y 1952-1987. La primera se caracterizó por la "política cochina" (hardball politics), en la que los caciques y las defensas sociales ocupaban un papel preponderante. Para el partido gubernamental fue la época darwiniana, que concluyó con el asesinato de Obregón, en 1928. La segunda fase, en cambio, fue un periodo de transición durante el cual las cúpulas nacionales lograron relegar la violencia del nivel nacional al nivel local. Se instauró una Realpolitik pragmática que se caracterizó por su tolerancia hacia los caciques regionales. Una violencia más anónima, prolongada y cotidiana sustituyó a la violencia abierta y fue incorporada dentro de la cultura política del país. En contraste con los regímenes autoritarios que se instauraron en la segunda mitad del siglo XX en América del Sur, el México de los años 1952-1987 aparentaba ser estable y civil. Según las voces oficiales, esto se debía al carácter democrático del país y a su cultura política, nutrida de la ideología revolucionaria, y comprometida con las reformas sociales y la participación popular. La explicación de Knight (1999: 117) es otra: no hubo necesidad de instaurar un régimen autoritario abiertamente represivo porque México ya poseía un sistema autoritario más discreto. La institucionalización de la Revolución Mexicana condujo al establecimiento de un régimen corporativo que logró absorber grandes sectores de la sociedad civil dentro del aparato del partido gubernamental, para el cual la Revolución operó como la ideología legitimadora. Mantener esta coalición obviamente requería abundantes dosis de violencia, pero no hubo necesidad de recurrir a la represión masiva y centralizada, porque el sistema mismo desarrolló mecanismos más sutiles para eliminar la disidencia mediante la violencia discreta y local, que ya se había incorporado a la cultura política del país. Las controvertidas elecciones de 1988 marcaron, según Knight (1999: 107), el regreso de la tercera a la segunda fase, pero esta vez dentro de condiciones socioeconómicas radicalmente distintas.

Pansters, por su parte, confronta los mismos discursos de cambio, democratización y liberalización política con el análisis de lo que él llama el "autoritarismo mexicano". En la década de los sesenta, argumenta Pansters (1999: 240-242), el desfase entre el proyecto político posrevolucionario, diseñado en el México rural de los años veinte, y la estructura social real, caracterizada por el fortalecimiento creciente de las clases medias urbanas, empezó a generar tensiones cada vez mayores. Siguieron décadas de crisis que crearon "aperturas democráticas" que en realidad fueron el resultado de negociaciones en el interior de la élite. Pero ¿por qué no se logró consolidar un orden democrático? Según Pansters (1999: 237-240), hay que analizar el carácter peculiar del autoritarismo mexicano, muy distinto de otros autoritarismos latinoamericanos. Al enfocarse sólo en la estructura institucional del autoritarismo del México posrevolucionario, la mayoría de los analistas dejaron de lado el nivel de la praxis política, el de las lealtades primordiales donde opera otra lógica: la de las camarillas, la del clientelismo, caciquismo y brokerage. El régimen posrevolucionario, argumenta Pansters (1999: 255), domesticó estas lealtades, pero no logró aniquilarlas. Con la implementación de las políticas económicas neoliberales en los años ochenta, el universo de estas lealtades primordiales se desligó de manera paulatina de sus constreñimientos institucionales. Los canales tradicionales de regulación de conflictos se desintegraron y surgieron disputas abiertas entre facciones dentro del núcleo duro de la élite, lo cual generó un aumento de la violencia política en todos los niveles. De este modo se intensificó el miedo de que cualquier movimiento se convirtiera en una amenaza para la estabilidad del país. En el siguiente apartado dirijo la mirada hacia uno de estos movimientos potencialmente desestabilizadores: el proyecto autonómico.

 

La democracia vista desde el proyecto autonómico (democracia2)

Del nivel de la democracia realmente existente (democracia1) paso al segundo nivel analítico: la democracia vista desde el proyecto autonómico (democracia2), que se convirtió en el referente indiscutible al que apuntan el movimiento indígena contemporáneo y cierta antropología jurídica actual. Se trata de una democracia íntimamente relacionada con el concepto de derechos humanos (véase, por ejemplo, Díaz-Polanco, 1996: 146-147, 168, 199; Stavenhagen, 2002: 208; López Bárcenas, 2005: 93, 108, 135-136). A este último concepto, que es la expresión occidental de la idea de un orden social justo, subyace una antropología filosófica basada en tres supuestos: la existencia de una naturaleza humana universal, el valor supremo de la dignidad del individuo y la necesidad de un orden social democrático (Panikkar, 1982: 88, 91-95, 110). Es decir, desde la perspectiva occidental los derechos humanos son universales, mas no desde el punto de vista de otra cultura. Panikkar (1982: 101, 106-107) precisa que cada sociedad debe expresar la idea de lo humano en conceptos propios, que por supuesto pueden ser criticados legítimamente desde el punto de vista de otra sociedad; de ahí la necesidad del diálogo intercultural. En palabras de Panikkar,

los derechos humanos son una ventana a través de la cual una cultura en particular contempla un orden humano justo para sus individuos; pero los que viven en esa cultura no ven la ventana. Para ello, necesitan la ayuda de otra cultura que ve a través de otra ventana (Panikkar, 1982: 89).

Desde la perspectiva del derecho internacional de los derechos humanos, la autonomía es una de las posibles expresiones del derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas. Tanto el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ambos adoptados en 1966 por la Organización de las Naciones Unidas (onu), reconocen que todos los pueblos tienen el derecho a la libre determinación. Es un derecho que no está sujeto a ninguna condición formal ni legal: el derecho a la libre determinación es inherente a cualquier pueblo, independientemente de que su régimen político sea democrático o no. Sin embargo, la doctrina internacional sí parece establecer un límite a este derecho al postular que la libre determinación no puede atentar contra la integridad de un Estado que respete los derechos humanos internacionalmente reconocidos. Como estos instrumentos jurídicos se desarrollaron teniendo en cuenta a los pueblos coloniales dominados, las reivindicaciones de las colectividades indígenas obligaron a reinterpretar sus principios básicos. El meollo de la cuestión está en la distinción entre tres sujetos de derecho: los "pueblos", los "pueblos indígenas" y las "minorías". El Convenio 169 de la oit y la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de la onu reconocen que los pueblos indígenas, como forma concreta de ejercer su derecho a la libre determinación, tienen el derecho a la autonomía o al autogobierno, y añaden que el goce de los derechos humanos no deberá sufrir menoscabo alguno como consecuencia de tal medida.

Además de ser una de las posibles expresiones del derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas, añade Stavenhagen (2002: 198), la autonomía también puede considerarse una de varias posibles modalidades políticas, jurídicas y administrativas mediante las cuales el Estado norma sus relaciones con unidades supeditadas. Aquí entra en juego el proyecto autonómico, que pretende articular los derechos colectivos de los pueblos indígenas con la estructura jurídico-administrativa del Estado. Es evidente que la demanda de autonomía puede ser interpretada de distintas maneras. Por un lado, implica la formalización jurídico-administrativa y el reconocimiento por parte del Estado de las "autonomías de hecho", algunas de las cuales existen desde hace siglos. De acuerdo con el aparato conceptual introducido en este texto, se trata de la transformación de las autonomías de hecho, o autonomías1, que en la actualidad pertenecen a la democracia realmente existente y que no necesariamente contemplan el respeto a los derechos humanos, en autonomías2, que se encuentran en la democracia2 y que –de acuerdo con el Convenio 169 de la oit y la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de la onu sí contemplan el respeto a los derechos humanos. Por otro lado, la demanda de autonomía conduce a impulsar la construcción de nuevas autonomías –entre otras, autonomías2 regionales y pluriétnicas–, como una manera de garantizar el ejercicio "democrático" de la gestión administrativa y política de los distintos grupos étnicos.

Pero ¿cómo conciben la autonomía2 los defensores del proyecto autonómico? Antes de responder esta pregunta, es necesario señalar que todos coinciden en que, para evitar que se propicie la emancipación individual mientras se violentan los contextos colectivos en los que puede realizarse, se requiere un nuevo pacto social entre el Estado y los pueblos indígenas (Díaz-Polanco, 1996: 180; López Bárcenas, 2005: 40, 49; Villoro, 2002: 226). Este pacto es el fundamento del derecho a la libre determinación y antecede a cualquier arreglo jurídico:

debe ser voluntario, lo que a su vez implica reconocer la naturaleza de los sujetos que pactan y su derecho a existir tal como son. Esto no puede estar sujeto a negociación porque entonces el pacto no sería libre y la parte así obligada no tendría que respetar el pacto. [...] El respeto a la vida, a la autonomía, a la igualdad de condiciones y a la posibilidad de perseguir sin coacción los propios fines [...] no son resultado sino condición del pacto que lleguen a realizar (López Bárcenas, 2005: 40-41).

En lo que se refiere específicamente a la autonomía2, ésta no apela a la creación de una situación de "dejar hacer", sino a la instauración de un régimen jurídico que implique la creación de una verdadera colectividad política en el seno de la sociedad nacional, mediante una transformación de fondo del Estado (Díaz-Polanco, 1996: 150-151, 230; López Bárcenas, 2005: 37, 61). En palabras de Díaz-Polanco,

el sistema de autonomía se refiere a un régimen especial que configura un gobierno propio (autogobierno) para ciertas comunidades integrantes [de la sociedad nacional], las cuales escogen así autoridades que son parte de la colectividad, ejercen competencias legalmente atribuidas y tienen facultades mínimas para legislar acerca de su vida interna y para la administración de sus asuntos (Díaz-Polanco, 1996: 151).

Según Stavenhagen (2002: 205), el problema de la autonomía2 de los pueblos indígenas tiene que encarar cuando menos cuatro temas fundamentales: la identidad de los sujetos de la autonomía2, su nivel político-administrativo, sus competencias y el marco jurídico que normará las relaciones entre el Estado y las entidades autonómicas. Implica el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas como sujetos de derechos y una serie de derechos colectivos que no se atribuyen a los individuos sino al grupo, porque éstos los disfrutan en virtud de su pertenencia a tal grupo (López Bárcenas, 2005: 44-49). Entre los derechos colectivos de los pueblos indígenas se encuentran los siguientes: derechos territoriales, relacionados con el reconocimiento de sus tierras y el acceso colectivo al uso y disfrute de sus recursos naturales; derechos políticos, vinculados con la elección de autoridades y la participación en la toma de decisiones internas y externas según sus propias normas; derechos económicos, asociados a la posibilidad de montar el proyecto material de sustento inmediato y mediato; derechos jurídicos, relacionados con la impartición de "justicia" por medio de sus propios sistemas normativos; y, por último, derechos culturales, relacionados con la reproducción de su lengua y su sistema de valores (véase López Bárcenas, 2005: 50-53; Stavenhagen, 2002: 200-205).

Uno de los problemas centrales que el proyecto autonómico tiene que resolver es el de la posible contradicción entre los derechos humanos individuales y los derechos humanos colectivos. Remito a Stavenhagen para exponer de manera precisa el problema al que se enfrentan las autonomías2:

se ejercen igualmente, pero de manera distinta, al interior (es decir, en relación con las personas que conforman la colectividad) y al exterior (es decir, con las entidades exteriores al propio ámbito autonómico). En otras palabras, toda autonomía colectiva estará condicionada por las limitaciones impuestas por la autonomía de sus propios miembros –que constituyen en esencia los derechos humanos universales– y por los derechos grupales de otras colectividades [...] Con respecto al ejercicio de la autonomía colectiva al interior del espacio grupal, puede suceder que ésta entre en conflicto con el ejercicio de la autonomía individual. ¿Cómo ha de resolverse esta tensión? ¿Con qué criterios ha de decidirse cuál de los dos ámbitos –el colectivo o el individual– tendrá precedencia? La legitimidad de la autonomía colectiva se fundamenta moralmente en el respeto que expresa por los derechos humanos fundamentales –es decir, la autonomía– de los integrantes de la colectividad autónoma, con la única limitación que éstos no hagan peligrar la sobrevivencia de esa misma colectividad. Problema complejo, sin duda, pero no insoluble (Stavenhagen, 2002: 199).

Por su particular relevancia, me detengo aquí en las respuestas que algunos de los defensores de la autonomía2 ofrecen. Díaz-Polanco (1996: 152) rechaza el relativismo absoluto que haría aceptable cualquier sistema de relaciones bajo el vistoso atuendo de la autonomía2. Añade que no hay elementos para suponer que los derechos colectivos entran en conflicto con los individuales, porque el proyecto autonómico parte de la creación de un nuevo pacto social, y deja a salvo los derechos individuales que constituyen evidentes conquistas históricas (Díaz-Polanco, 1996: 227). Según Gómez (2002: 271), la disyuntiva entre los derechos individuales y los colectivos es falsa, porque para los pueblos indígenas el reconocimiento de sus derechos colectivos es la mejor forma de garantizarles el ejercicio de sus derechos individuales. Rechaza el dogma que asegura que los derechos colectivos nunca estarán por encima de los derechos individuales, y apela a que los casos de atropello, que también se presentan en el mundo mestizo, deberían juzgarse jurisdiccionalmente sin descalificar a toda una cultura (Gómez, 2002: 271). Hasta aquí estoy de acuerdo con Gómez. Sin embargo, cuando argumenta que los casos de violación a los derechos individuales no son históricamente consustanciales a los pueblos indígenas y que, cuando se presentan, son el resultado de la crisis de sus mecanismos de cohesión (Gómez, 1993: 12; 2002: 259-260), al parecer pasa por alto que pueden existir atropellos "estructurales": la contradicción no es necesariamente un signo de crisis. Por otra parte, del hecho de que un pueblo viole ciertos derechos humanos no se concluye que no tenga derecho a la autonomía. En efecto, las autonomías2 se deben comprometer a respetar los derechos humanos de sus miembros, un objetivo que no pueden alcanzar si no se les reconoce primero el derecho a la autonomía (Gómez, 1990: 385). Además, como la privación de la autonomía conduce a graves violaciones a los derechos humanos de los miembros de los pueblos indígenas, los costos son mayores sin autonomía2 que con ella. López Bárcenas (2005: 47), a su vez, argumenta que los derechos individuales y colectivos no deben sistematizarse enfrentándolos, sino buscando la armonía entre ambos. Como los pactos sociales llevan en sí la idea de la suspensión de determinados grados de libertad para garantizar otros, no debe sorprender que el ejercicio de los derechos colectivos implique restricciones (López Bárcenas, 2005: 47). Según Sierra (1997: 138), aunque no basta con descalificar tales violaciones, tampoco se puede llegar a justificarlas; lo que le parece más adecuado es propiciar espacios de discusión dentro de los pueblos para que se reflexione la pertinencia de los derechos humanos. Y, por último, Stavenhagen (1992: 92-93) señala que, como todo el aparato conceptual de los derechos humanos descansa sobre el imperativo del valor intrínseco de la vida, no deberán ser considerados como derechos humanos los derechos colectivos que violen o disminuyan los derechos individuales de sus miembros. Como sea, se trata de un problema espinoso, todavía no resuelto.

Formulo una objeción. Alegando que ninguno de los grupos étnicos de México reclama la soberanía política, los defensores del proyecto autonómico niegan que el reconocimiento del derecho a la libre determinación sea una amenaza para la unidad nacional (Díaz-Polanco, 1996: 158-164; López Bárcenas, 2005: 58-59; Villoro, 2002: 225). Sin embargo, de acuerdo con el nuevo pacto social del que hablan los mismos autores, el Estado debería respaldar jurídicamente los eventuales reclamos de soberanía por una elemental cuestión de principios. Me parece que el hecho de que ninguna etnia mexicana reclame la soberanía no es razón suficiente para excluir la posibilidad de secesión, de lo cual está consciente Díaz-Polanco (1996: 164), quien defiende que allí donde existen movimientos populares que reclaman la soberanía, éstos merecen total apoyo. A diferencia del derecho internacional, que parece establecer un límite al derecho a la libre determinación, creo que éste sólo adquiere sentido si se ve amenazada la unidad nacional, porque esto refuerza en última instancia el carácter voluntario de la unión entre el Estado y las eventuales entidades autónomas. Sin esta garantía, las autonomías2 carecen de sentido. Desde luego, uno también debe preguntarse si es posible pactar libremente con el Estado, que al fin y al cabo sigue teniendo un marcado carácter de clase.

 

La democracia como concepto puro (democracia3)

El tercer nivel analítico, después de la democracia realmente existente (democracia1) y la democracia vista desde el proyecto autonómico (democracia2), es el más abstracto: la democracia como concepto puro (democracia3). Hay algo que une las definiciones de democracia de autores tan diferentes como Castoriadis (1998), Derrida (1995, 2005), Habermas (2004) y Mouffe (2000): su radicalidad. Como el objetivo de este texto no es rehacer el recorrido histórico-turístico de todas las definiciones de la democracia3, me adhiero a una de ellas, la de Derrida. Adelanto que entre la democracia3 y los otros dos niveles hay un abismo. En efecto, cuando se reivindica la democracia2 a expensas de la democracia1, lo que suele esconderse a menudo es que la democracia2 tiene poco o nada que ver con la democracia3.

Ahora bien, Derrida (2005: 40, 61-63) argumenta que se ha intentado definir la democracia a partir de la libertad, que desde la Grecia de Platón se solía concebir como la facultad de hacer lo que se quiere, de elegir, de autodeterminarse. Es difícil pensar esta libertad sin referirse a las figuras de lo que él llama la "ipseidad",

ya se trate de la auto-determinación soberana, de la auto-nomía de sí, del ipse, a saber, del sí mismo que se dicta a sí mismo su ley, de toda auto-finalidad, de la auto-telia, de la relación consigo como ser con vistas a sí, empezando por sí con el fin de sí [...] Por "ipseidad" sobreentiendo, por lo tanto, algún "yo puedo" o, como poco, el poder que se otorga a sí mismo su ley, su fuerza de ley, su representación de sí mismo, la reunión soberana y reapropiadora de sí en la simultaneidad del ensamblaje o de la asamblea, del estar juntos, del "vivir juntos", como se dice también (Derrida, 2005: 27-28; cursivas del autor).

No hay libertad sin ipseidad. Ni, por consiguiente, sin soberanía. La ipseidad nombra un principio de soberanía legítima y acreditada de un poder (Derrida, 2005: 29, 40-41). La democracia sería en este caso una fuerza determinada como autoridad soberana o, en otras palabras, el poder y la ipseidad del pueblo (Derrida, 2005: 30).

Sin embargo, el autos de la autonomía –evidentemente, aquí se trata de la autonomía como concepto puro (autonomía3)– choca con otra de las verdades de lo democrático: la verdad de lo otro, de lo heterogéneo. La dificultad surge en el momento en que se debe determinar el espaciamiento de otra libertad, de una libertad precrática y presubjetiva, tanto más incondicional e inapropiable; ésta no se mide con nada, es ajena a toda soberanía y no se deja presentar como la autonomía de una subjetividad dueña de sí misma y de sus decisiones (Derrida, 2005: 62, 66-67). Según Derrida, la libertad precrática es la incondicionalidad misma. Choca con la igualdad, que tiende a introducir la medida y, por consiguiente, la condicionalidad (Derrida, 2005: 67). Empero, la igualdad es al mismo tiempo una amenaza y una oportunidad: es una amenaza para la libertad, pero representa también la oportunidad de neutralizar todo tipo de diferencias de fuerza con el fin de acceder justamente al "quienquiera que sea" de la singularidad absoluta (Derrida, 2005: 72). La libertad precrática también revela una apertura de indeterminación en el concepto mismo de la democracia y marca su historicidad absoluta, que acoge dentro de sí el derecho a la autocrítica y la perfectibilidad (Derrida, 2005: 43, 111). A diferencia de los regímenes modernos presuntamente democráticos que hemos conocido –democracia popular, democracia directa o indirecta, democracia parlamentaria, democracia liberal, etcétera–, esa democracia no es un régimen, ni una constitución, ni una politeia entre otras (Derrida, 2005: 44-45).

Pero, se pregunta Derrida (2005: 53), "¿debe una democracia dejar en libertad y en posición de ejercer el poder a aquellos que bien podrían atentar contra las libertades democráticas y poner fin a la libertad democrática en nombre de la democracia?" En Argelia, por ejemplo, en 1992 el Estado decidió de forma soberana suspender provisionalmente la democracia por su propio bien, e interrumpió un proceso electoral que habría conducido de manera democrática al fin de la democracia (Derrida, 2005: 49-53). He aquí donde se manifiesta la autoinmunidad de la democracia. Esta autoinmunidad no consiste en destruir las propias protecciones, ni siquiera en suicidarse, sino en amenazar el autos, la ipseidad misma (Derrida, 2005: 64, 151). Ordena expulsar la democracia so pretexto de protegerla. Aquí se revela que los principios de democracia y soberanía son a la vez indisociables y contradictorios entre sí: para que la democracia sea efectiva, aquélla exige el kratos del demos. Requiere por lo tanto una supersoberanía, una fuerza mayor que todas las demás fuerzas, una fuerza que únicamente pueda traicionarla. Justificar esta soberanía implica someterla a unas reglas, que a su vez requieren una soberanía más abarcadora (Derrida, 2005: 124-125). Pero tampoco se puede combatir toda soberanía sin poner en entredicho los principios mismos de libertad y de autodeterminación.

La autoinmunidad de la democracia también obliga a reenviar hacia el futuro el advenimiento de la democracia, para revelar así la inadecuación de la democracia consigo misma:

es el sí mismo, lo mismo, lo propiamente mismo del sí mismo lo que le falta a la democracia. Aquél define la democracia, así como el ideal mismo de la democracia, por esa falta de lo propio y de lo mismo. [...] La democracia misma, es decir –insisto de nuevo–, lo que, en ella, afirma y desafía a lo propio, al sí mismo, a la mismidad de lo mismo (Derrida, 2005: 56).

A partir de este pensamiento, un llamamiento vendría a tomar impulso: el llamamiento a pensar la "democracia por venir". Se trataría de disociar la democracia de la autonomía, lo cual es, más que difícil, imposible (Derrida, 2005: 108). Es imposible y, no obstante, necesario disociar la soberanía de la incondicionalidad, la igualdad calculable de la singularidad incalculable, el derecho de la justicia, la conmensurabilidad de la inconmensurabilidad (Derrida, 2005: 108, 111). Habría que pensar una libertad que ya no sea el poder de un sujeto, una libertad sin autonomía, una heteronomía sin servidumbre (Derrida, 2005: 182). Derrida ve en la democracia por venir todos los rasgos de lo imposible mismo: es ajena al orden de mis posibilidades, al orden del "yo puedo" y de la ipseidad (Derrida, 2005: 107-108). Por eso, habla de la democracia por venir y no de la democracia futura:

es la apertura de ese hiato entre una promesa infinita (siempre insostenible porque, al menos, apela al respeto infinito tanto por la singularidad y la alteridad infinita del otro como por la igualdad contable, calculable y subjetual entre las singularidades anónimas) y las formas determinadas, necesarias pero necesariamente inadecuadas de lo que debe medirse por esta promesa. [...] Espera sin horizonte de espera, espera de lo que no se espera aún o de lo que no se espera ya, hospitalidad sin reserva, saludo de bienvenida concedido de antemano a la absoluta sorpresa del arribante, a quien no se pedirá ninguna contrapartida, [...] apertura mesiánica [...] al acontecimiento que no se podría esperar como tal ni, por tanto, reconocer por adelantado, al acontecimiento como lo extranjero mismo, a aquella a aquel para quien se debe dejar un lugar vacío, siempre, en memoria de la esperanza [...]; sería fácil, demasiado fácil, mostrar que es lo imposible mismo, y que dicha condición de posibilidad del acontecimiento es también su condición de imposibilidad, como ese extraño concepto del mesianismo sin contenido, de lo mesiánico sin mesianismo, que nos guía aquí como a ciegos. Pero sería igualmente fácil mostrar que, sin esta experiencia de lo imposible, más valdría renunciar tanto a la justicia como al acontecimiento. Sería aún más justo o más honrado (Derrida, 1995: 79-80; cursivas del autor).

 

Reflexiones intermedias

La polémica esbozada en la introducción de este texto giró en torno al carácter democrático o antidemocrático de las comunidades indígenas; empero, ninguno de los autores que participaron cuestionó el concepto de democracia al que implícitamente se adhirió. Para posibilitar la crítica, esbocé un modelo con tres niveles de abstracción creciente: la democracia realmente existente (democracia1), la democracia vista desde el proyecto autonómico (democracia2) y la democracia como concepto puro (democracia3). En el cuadro 1 se sintetizan sus principales características. Por supuesto, hay que evitar trasposiciones ingenuas: los conceptos sólo adquieren sentido dentro del nivel en que se encuentran. La autonomía de la que habla Derrida, por ejemplo, tiene poco o nada que ver con la autonomía hacia la que apunta el proyecto autonómico: mientras que la primera se refiere al sí mismo que se dicta a sí mismo su ley (autonomía3), la segunda se refiere a un régimen específico que configura las relaciones entre el Estado y las entidades autónomas (autonomía2). Por otra parte, también las autonomías de hecho o autonomías1, que en la actualidad pertenecen al nivel de la democracia realmente existente y que no necesariamente contemplan el respeto a los derechos humanos, difieren de las autonomías2, que se encuentran en el nivel de la democracia2 y que –de acuerdo con el Convenio 169 de la oit y la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de la onu– sí contemplan el respeto a los derechos humanos.

El debate en cuestión se desarrolla en el segundo nivel, donde la doctrina clásica de los derechos humanos, que autores como Roger Bartra (1997), Krauze (2001) y Viqueira (2001) parecen defender, se enfrenta al modelo de aquellos que abogan en favor de la autonomía y el reconocimiento de los derechos colectivos de los pueblos indígenas. Tanto los defensores como los críticos de la democracia2 rechazan tajantemente la democracia1. No obstante, desde la perspectiva de Derrida, ninguna de sus concepciones puede ser considerada democrática. Por mi parte, tomo distancia de la doctrina clásica y del concepto de democracia implícito en ella, porque en sus intentos por evadir de manera sistemática las contradicciones que se encuentran en el núcleo de este último concepto sus defensores se alejan decisivamente de la democracia3. Los defensores del proyecto autonómico, en cambio, tienen el mérito de enfrentarlas, pero sus esfuerzos son insuficientes para salvar la distancia que existe entre la democracia2 y la democracia3. No sólo su contenido es radicalmente distinto, sino también su estructura. Mientras que la democracia2 y el derecho a la libre determinación que se encuentra en su núcleo son ajenos a la heteronomía, en el corazón de la democracia3 está presente el doble imperativo contradictorio que obliga a reunir la autonomía3 con la heteronomía.

 

El concepto de justicia

El lector quizá se preguntará por qué preferí la "democracia por venir" de Derrida a la "democracia como régimen" de Castoriadis (1998), la "democracia deliberativa" de Habermas (2004) o la "democracia radical" de Mouffe (2000). La razón es ésta: la democracia por venir me permite conceptualizar de manera precisa la relación entre la justicia y el derecho. A lo largo de su obra, Derrida demuestra que la democracia por venir y los siguientes conceptos forman parte de una sola madeja de problemas: el acontecimiento que adviene sin horizonte calculable, la decisión responsable que siempre es heterogénea al saber y que se podría juzgar de "loca", la hospitalidad incondicional que se expone sin límites a la venida del otro, el don sin intercambio calculable que cerraría el círculo de reapropiación económica, el perdón más allá del arrepentimiento transformador, la justicia incalculable que siempre excede al derecho y, por último, el deber puro que no se contenta con actuar conforme al deber. Como me llevaría demasiado lejos extenderme en cada uno de estos conceptos, me limito a dos de ellos: la democracia y la justicia. Pero ¿por qué la justicia? De los derechos colectivos por reconocer, los más importantes me parecen los derechos económicos, territoriales y jurídicos. El reconocimiento de los derechos colectivos jurídicos de los pueblos indígenas les daría la posibilidad de administrar "justicia" por medio de sus propios sistemas normativos, en los que se cristalizan –argumento– las contradicciones del proyecto autonómico y de la democracia3. En los siguientes apartados me enfoco primero en la relación entre el derecho y la justicia, y paso luego al análisis del derecho consuetudinario indígena.

En cuanto a las comunidades indígenas, múltiples términos han sido propuestos para denominar el conjunto de acciones y normas asociadas a la conducta reiterada que en el momento en que se considera obligatoria entra al campo de lo jurídico: derecho consuetudinario indígena, costumbre legal tradicional, sistema normativo étnico, sistema jurídico alternativo, usos y costumbres, derecho indígena, etcétera. Sin tratar de imponer una terminología determinada, hablaré del "derecho consuetudinario indígena".

 

La justicia

Kant insistió en que no hay derecho sin fuerza. Derrida añade que el derecho es siempre una fuerza autorizada, es decir, una fuerza que se justifica, a pesar de que esta justificación pueda ser juzgada injusta desde otra perspectiva (Derrida, 2002: 15). No hay ley sin la posibilidad de aplicarla; no hay posibilidad de aplicarla sin fuerza. Pascal, quien no distingue entre la justicia y el derecho, defiende que la justicia, entendida como derecho, es impotente sin la fuerza, y que la fuerza es tiránica sin la justicia, entendida como derecho (Derrida, 2002: 27). Montaigne sí distingue el derecho de la justicia y habla de un "fundamento místico" de la autoridad de las leyes: la conveniencia del soberano, la autoridad del legislador, la costumbre presente, etcétera (Derrida, 2002: 28-29). En las palabras de Derrida,

La justicia del derecho, la justicia como derecho, no es justicia. Las leyes no son justas en tanto que leyes. No se obedecen porque sean justas sino porque tienen autoridad. [...] La autoridad de las leyes sólo reposa sobre el crédito que se les da. Se cree en ellas, ése es su único fundamento (Derrida, 2002: 29-30).

De allí la distinción entre la justicia y el derecho: por un lado, la justicia infinita, incalculable y rebelde a la regla; por otro, el derecho como dispositivo estabilizante y calculable, sistema de prescripciones reguladas y codificadas. En efecto,

para ser justa, la decisión de un juez por ejemplo, no debe sólo seguir una regla de derecho o una ley general, sino que debe asumirla, aprobarla, confirmar su valor, por un acto de interpretación reinstaurador, como si la ley no existiera con anterioridad, como si el juez la inventará él mismo en cada caso. [...] Cada caso es otro, cada decisión es diferente y requiere una interpretación absolutamente única que ninguna regla existente y codificada podría ni debería garantizar absolutamente. Si hubiera una regla que la garantizase de una manera segura, entonces el juez sería una máquina de calcular [...]; pero en esta medida, no se dirá de un juez que es puramente justo, libre y responsable (Derrida, 2002: 52-53).

Sin embargo, la distinción entre la justicia y el derecho es inestable. Si el juez sigue una regla de derecho, no se dirá de él que es justo; pero si toma una decisión sin apelar a alguna regla, tampoco se dirá que es justo (Derrida, 2002: 53). Por ello, el juez justo debe entregarse a la decisión, que es heterogénea al orden de lo calculable, y tener en cuenta al mismo tiempo el derecho y la regla (Derrida, 2002: 55). De este doble imperativo contradictorio se sigue que el momento de la decisión es una locura, como ya lo había anticipado Kierkegaard.

 

El derecho

Siempre distinguiré la justicia del derecho, e incluso de los derechos humanos. No puedo suscribir, por lo tanto, la tesis de Panikkar (1982: 88, 110) de que los derechos humanos son la expresión occidental de la idea de un orden social justo. Desde luego, que Occidente –o Panikkar– quiera presentar los derechos humanos como si fueran la expresión occidental de la idea de un orden social justo es algo muy distinto. Por otra parte, siguiendo a Derrida (1995: 73), defiendo también que es necesario distinguir la justicia de su concepto actual y de sus predicados tal y como hoy en día están determinados.

Respecto al derecho en general seré breve. Como éste es un texto de antropología y no de jurisprudencia, me parece suficiente enfocarme en sus aspectos socioculturales. En efecto, el derecho ocupa un papel central en la reproducción de cualquier configuración cohesionada. Krotz define la esfera del derecho y de la ley como sigue:

un sistema de reglas que incluye enunciados formalizados, pero igualmente incluye la generación, aplicación, interpretación, vigilancia y modificación de tales enunciados, así como las instituciones, los cargos o roles especializados y los actores sociales involucrados en todos estos procesos. Finalmente, tal sistema de reglas incluye también su operación real y los modos en que son sustituidas o complementadas por otros mecanismos (Krotz, 2002: 31-32).

Es necesario tener en cuenta que este sistema de reglas se ocupa, ante todo, de conflictos que la sociedad respectiva considera altamente relevantes en un momento dado, y que constituye un elemento identitario clave de cualquier sociedad, cuyo análisis permite conocer la opción vigente respecto a cuestiones tan fundamentales como la noción de ser humano, el valor de la vida y del trabajo, el ámbito de validez de la igualdad, la libertad y la solidaridad, la relación entre posesiones y derechos, etcétera (Krotz, 2002: 32-33, 35). Es evidente que el debate en torno a los derechos humanos individuales y colectivos, uno de los ejes del proyecto autonómico, pretende constituir una elección en cuanto a la definición de los conflictos centrales de la sociedad.

Ahora bien, uno de los principales aportes de la antropología jurídica al estudio sociocientífico del derecho es haber puesto de manifiesto la multiplicidad de prácticas e ideas jurídicas, conductas y normas legales, que muchas veces se encuentran al margen de la legislación estatal (Krotz, 2002: 36-37). Para una breve revisión de la discusión acerca del paralelismo o no entre la "costumbre primitiva" y la "ley moderna" en la antropología clásica, remito a de la Peña (2002). Por mi parte, me inclino por los argumentos de Gluckman (1963) en favor de su paralelismo: el derecho se encuentra en todas partes donde haya sociedad, pero difiere conforme varían las sociedades. Respecto a las dos definiciones de la antropología jurídica presentadas por Krotz (2002: 27), quiero señalar que no la considero una rama de la antropología que aborda un campo social determinado, sino una perspectiva específica que da cuenta de la realidad social desde un ángulo particular. Además, estoy de acuerdo con Chenaut y Sierra (2002: 138) en que es necesario apostar a un acercamiento metodológico que postule la relación sistemática entre normas y procesos, lo cual implica considerar las estrategias jurídicas de actores sociales que se encuentran social y culturalmente situados.

 

El derecho consuetudinario indígena

El derecho consuetudinario consiste en una serie de usos y costumbres no codificados ni escritos, transmitidos de manera oral y por la experiencia, mediante los cuales se ejerce el control social de un grupo (Chenaut y Sierra, 1992: 103; Sierra, 1990: 232; Stavenhagen, 1990: 29). A diferencia del derecho consuetudinario de otros grupos subordinados, el derecho consuetudinario indígena se encuentra estrechamente vinculado con la identidad étnica, y es considerado una parte integral de la estructura social (Stavenhagen, 1990: 27, 35). Sin embargo, no puede entenderse sin hacer referencia al derecho positivo. La primera tarea consiste, por lo tanto, en distinguir estas dos expresiones del derecho:

por un lado, el derecho positivo o ley nacional, que representa al sistema oficial, codificado y por tanto escrito, y una de cuyas características principales es que parte de la generalidad al hecho; desde la norma jurídica se tipifica el delito y se establecen las sanciones. Por otro lado, el derecho consuetudinario que estaría referido a los usos y costumbres, a normas no codificadas ni escritas, se trataría por lo tanto, de un derecho oral, que va de lo particular a lo general; en este sentido es un derecho situacional y sustantivo; existe el delito mientras se cometen transgresiones que se tipifican como tales (Chenaut y Sierra, 1992: 103-104).

Por otra parte, el derecho consuetudinario indígena no es un conjunto de normas ancestrales, sino el resultado contemporáneo del enfrentamiento entre el Estado y los grupos étnicos, que puede ser visto como un intento de reinterpretar las normas positivas estatales impuestas (Iturralde, 1990: 57, 59; Stavenhagen, 1990: 34). La imbricación mutua del derecho consuetudinario y del derecho positivo se refleja en el manejo estratégico que los actores hacen de la ley, y revela que lo que se disputa es el control social del grupo y no tanto la legitimidad de una normatividad coherente y consensual (Chenaut y Sierra, 1992: 105). El estudio de las transacciones entre el derecho positivo y el consuetudinario muestra la situación de subordinación de los grupos étnicos ante el derecho nacional, pero también las "opciones jurídicas" a las que pueden recurrir en un determinado momento (Sierra, 1993: 19). Desde luego, hay que reconocer que el derecho consuetudinario indígena, como todo derecho, se inscribe en relaciones de poder y en ocasiones da lugar a injusticias (Sierra, 1997: 137). Por eso es indispensable reconstruir las posiciones sociales y los antagonismos que las normas reproducen. Según Chenaut y Sierra,

no se trata de definir si un comportamiento es o no normativo, o si implica o no una sanción, ni reconstruir el conjunto de normas para definir si corresponden o no a un sistema, o si pueden o no generalizarse. El interés es más bien averiguar ¿cuáles son los usos que de la ley hacen los indígenas y las estrategias involucradas en ese uso, a nivel cotidiano y a nivel político, en su enfrentamiento organizado con el Estado?, ¿qué tipo de comportamientos se norman?, ¿de qué manera?, ¿en qué situaciones, y qué valores se les asocian?, ¿quiénes tienen la autoridad para hacer valer una u otra norma?, ¿desde qué posiciones? (Chenaut y Sierra, 1992: 105).

Otra diferencia importante entre el derecho positivo y el derecho consuetudinario indígena se deriva del hecho de que mientras el primero está vinculado al poder estatal y constituye una esfera bien distinta del resto de la cultura, el segundo no puede ser considerado una esfera autónoma dentro de la sociedad (Stavenhagen, 1990: 30). Chenaut (1990: 158, 181-182) resalta que los aspectos normativos y obligatorios de la costumbre operan en todos los niveles de la vida social, por lo que es posible percibir lo que Mauss denominó el "hecho social total". Según ella, la costumbre es de carácter jurídico: crea obligaciones, regula las relaciones sociales y funciona como elemento de control social (Chenaut, 1990: 158). El rito, por ejemplo, se funda en derechos y obligaciones cuyo cumplimiento asegura el buen funcionamiento y garantiza la reproducción de la estructura social (Chenaut, 1990: 168).

Stavenhagen (1990: 30-31), por su parte, añade que lo propiamente jurídico en las comunidades indígenas que se manejan de acuerdo con el derecho consuetudinario, a pesar de que es difícil de distinguir del resto de la cultura, abarca por lo general las normas generales de comportamiento público, la definición de derechos y obligaciones, la reglamentación sobre el acceso a recursos escasos como agua y tierras, la reglamentación sobre la transmisión e intercambio de bienes y servicios, la definición y la tipificación de delitos, la definición de los cargos y las funciones de la autoridad pública y, por último, el manejo y el control de conflictos o la impartición de "justicia", que es sin duda uno de sus ámbitos privilegiados.

 

Reflexiones finales

En los apartados anteriores definí de manera general el derecho y dos de sus expresiones: el derecho positivo y el derecho consuetudinario indígena. Pero ninguno se aproxima a la justicia, que siempre es rebelde a la regla. Por ello, prefiero entrecomillar la palabra "justicia" cuando hablo de la impartición de justicia como uno de los ámbitos del derecho consuetudinario. En el cuadro 2 sintetizo mis indagaciones en torno a la justicia y el derecho. La autonomía de la que se habla desde el proyecto autonómico se encuentra en el nivel de la democracia2, que mantiene la forma que adquirió en el cuadro 1. El derecho consuetudinario indígena, en cambio, a menudo forma parte de las autonomías1, que se ubican en el nivel de la democracia1.

Uno de los problemas por desarrollar a continuación es el de la relación entre la impartición de "justicia", que es uno de los ámbitos del derecho consuetudinario, y los derechos humanos, que se encuentran en el corazón de la democracia2. Según Gómez (1993: 9), Chenaut y Sierra (1992: 102) y Stavenhagen (1988: 98), las violaciones masivas a los derechos humanos individuales de los indígenas responden, entre otras cosas, al desconocimiento del derecho consuetudinario indígena por parte del Estado. Las reflexiones acerca de su reconocimiento necesariamente están ligadas al problema de la democracia y tienen la posibilidad de resolver problemas fundamentales y no sólo delitos menores, como el "robo de gallinas" (Gómez, 1993: 15). Desde luego, el Estado también tendría que preguntarse hasta qué punto los indígenas son responsables ante leyes que en ocasiones son contrarias a sus propias formas de organización social (Stavenhagen, 1988: 98, 103). Por otra parte, reconocer el derecho consuetudinario indígena implicaría restringir el ejercicio de la soberanía estatal y aceptar excepciones al principio de la generalidad de la ley (Iturralde, 1990: 51). En este punto vuelvo a encontrar uno de los problemas centrales al que el proyecto autonómico tiene que dar respuesta: la posible contradicción entre los derechos humanos individuales y los derechos humanos colectivos.

Para concluir, dirijo la mirada hacia una obra clásica: Sistemas políticos de la Alta Birmania de Edmund Leach (1976). La manera en que los kachin negocian sus conflictos muestra que la lógica del derecho positivo y la del derecho consuetudinario indígena son radicalmente distintas:

La idea indígena kachin es que las disputas se resuelven mediante arbitraje más bien que por juicio arbitrario. Un litigio implica una deuda (hka) y la resolución de la deuda es un asunto de agentes (kasa) de las partes en disputa. El cuerpo judicial de un grupo de aldeas o dominio es, pues, un cuerpo de árbitros más bien que un tribunal de magistrados; su función es dar una decisión sobre cuál sería el arreglo conveniente y adecuado del punto en disputa. Antes de la llegada de los ingleses, tal cuerpo tenía poco poder para imponer sus decisiones. Una vez que se había hecho el juicio, quedaba en manos del ganador extraer los hpaga convenidos de su oponente lo mejor que pudiera (Leach, 1976: 205-206; cursivas del autor).

Según Leach, el antropólogo suele concebir un sistema social como una estructura de relaciones perdurables entre individuos y grupos de individuos, es decir, una estructura de derechos y obligaciones. Cuando los kachin negocian una deuda (hka) hablan exactamente de lo mismo. En la Alta Birmania, una obligación es considerada una deuda a la cual está asociada cierta cantidad de hpaga, una especie de moneda ritual cuya equivalencia se renegocia en cada caso particular. Esto implica que, al manipular los hpaga, puede parecer que un pobre y un rico se adhieren al mismo código formal. Mientras que el sistema es extremadamente rígido en teoría, porque la equivalencia depende de la posición social del deudor, éste permite en la práctica una movilidad social casi ilimitada, porque la equivalencia real depende más bien de la capacidad económica del deudor. El concepto de hpaga permite, por lo tanto, reinterpretar libremente reglas estructurales demasiado rígidas.

Parece que el derecho consuetudinario de los kachin opera según lo que se podría llamar la "lógica del hápax", es decir, la lógica de la palabra dicha una sola vez, la lógica de la expresión documentada una sola vez. En este sentido, se aproximaría a la idea de justicia que presenté antes. Ésta es una de las razones por las que me aparto de las teorías clásicas de la democracia y de los derechos humanos: el camino hacia la justicia necesariamente pasa por el reconocimiento del derecho consuetudinario indígena. Pero también el proyecto autonómico se queda corto, porque sólo su reconocimiento incondicional –es decir, no limitado por los derechos humanos individuales– abre la puerta hacia la incondicionalidad incalculable de la justicia y la democracia por venir. No obstante, como ya señaló Montaigne, la costumbre también es uno de los posibles "fundamentos místicos" de la autoridad del derecho. De allí el abismo que hay entre la justicia y el derecho consuetudinario indígena, el cual no se obedece porque sea justo sino sólo porque tiene autoridad.

 

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