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Tópicos (México)

Print version ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  n.68 México Jan./Apr. 2024  Epub Mar 08, 2024

https://doi.org/10.21555/top.v680.2483 

Artículos

Clasicismo: génesis y estructura de una idea romántica

Classicism: Genesis and Structure of a Romantic Idea

Ekaitz Ruiz de Vergara-Olmos1 
http://orcid.org/0000-0001-6101-0470

1Universidad Complutense de Madrid, España. ekaitzru@ucm.es


Resumen.

La idea de “clasicismo” es una de las categorías más usadas en el mundo de las artes y de la estética filosófica. Sin embargo, la variedad de sus usos ha ocasionado que el término presente dificultades de interpretación y ambigüedades a quienes estudian el arte o la literatura clasicistas. El presente artículo se propone introducir algo de claridad y distinción en la discusión sobre la idea de “clasicismo”. Para ello, nos ocupamos, en primer lugar, de las cuestiones que conciernen a su génesis histórica, disociándolo del concepto parejo, pero esencialmente diferente, de lo clásico. En segundo lugar, ofrecemos una caracterización de su estructura mediante una sistematización de sus cuatro sentidos principales tal y como se usan habitualmente en la bibliografía sobre el tema. De esta forma, el clasicismo se nos presenta como el problema de articular las diferentes conceptualizaciones filosóficas que se han adoptado sobre lo clásico.

Palabras clave: clasicismo; clásico; Romanticismo; historia conceptual; estética

Abstract.

The idea of classicism is one of the most used categories in the world of the arts and of philosophical aesthetics. However, the variety of its uses has caused the term to present difficulties of interpretation and ambiguities to those who study classicist art or literature. This paper intends to introduce some clarity and distinctness in the discussion about the idea of classicism. To do this, we first deal with the questions that concern its historical genesis, dissociating it from the similar, but essentially different, concept of the classical. Second, we offer a characterization of its structure through a systematization of its four main senses as they are commonly used in the bibliography on the subject. In this way, classicism presents itself to us as the problem of articulating the different philosophical conceptualizations that have been adopted about the classical.

Keywords: Classicism; classic; Romanticism; conceptual history; aesthetics

1. Planteamiento

Si existe alguna certidumbre acerca de la noción del clasicismo es la gran dificultad que entraña su definición, si es que alguna definición es posible. En una obra cuyo ambicioso título se pregunta precisamente por la esencia del clasicismo (aunque su contenido se refiera casi exclusivamente al clasicismo francés y venga a frustrar de este modo las expectativas que parece sugerir tal título), Henri Peyre dice sobre el término “clasicismo” que “la palabra está muy mal elegida y son tan elásticas las acepciones de que es susceptible que no sin motivo irritan a los espíritus que gustan de la precisión y el rigor” (Peyre, 1966, p. 30). El libro de Peyre no calmará la irritación de los amantes de la precisión y del rigor, pero sí que les proveerá de un tratamiento tradicional de la idea de clasicismo, remitiéndola a la idea de lo “clásico”, de la que es un derivado evidente.

Sin embargo, y aunque la noción de “clasicismo” alude inevitablemente a la noción de “clásico”, no resulta nada evidente que recurrir a este segundo término vaya a aclarar el primero, puesto que los problemas que plantea la noción de lo clásico no son menores que los planteados por la idea de “clasicismo”. Joan Ramón Resina dice sobre el término “clásico” que se trata de un “significante en busca de significado” (Resina, 1991, p. 13). En efecto, las definiciones y sentidos alternativos con que se ha dotado a esta palabra son múltiples y, si cabe, todavía más dispares que los que se han atribuido al clasicismo. En su famosa reseña de Literatura europea y Edad Media latina, María Rosa Lida de Malkiel señaló con mucha agudeza la confusión presente en el monumental libro de Curtius a propósito de los diversos sentidos que adquiere la idea de lo clásico:

Si lo clásico en sentido estricto es el neoclasicismo francés, claro es que el Siglo de Oro español y el período isabelino inglés no son clásicos, y que tampoco es comprensible la aplicación del término al autor del Fausto, para no decir nada del Requiem de Mozart y los retratos de Rafael, cuya afinidad con la estética de Boileau no es muy evidente. En la pág. 269 se insinúa y en las 275 y sig. se manifiesta que lo atinado es llamar clásico al mejor período de cada literatura o a sus autores sobresalientes (y entonces cada literatura, griega, española, inglesa, italiana, tiene sus clásicos); en la página 275 clásico es el que se opone a amanerado, y entonces buena parte de la pintura de Rafael y no poco del clasicismo francés deja de ser clásico (Lida de Malkiel, 1975, p. 332).

En efecto, pocos tratamiento tan eruditos y ricos ha tenido la idea de lo clásico como el que se le propicia en Literatura europea y Edad Media latina, aunque también haya que decir que este tratamiento resulta bastante ingenuo desde el punto de vista teórico. “Si se hubiera entendido el significado de la palabra classicus, no habría habido discusiones sobre el clasicismo”, escribe Curtius (1995, p. 353).

El objetivo del presente artículo consiste, entre otras cosas, en desmentir afirmaciones de este tono. Para ello partimos de la constatación de que la idea de clásico no es unívoca, de modo que no puede entenderse unívocamente su significado, como pretende Curtius, porque tal significado no es estable, sino que varía en función de la manera de conceptuarlo. Precisamente la manera de conceptuar el concepto de lo clásico es lo que llamamos clasicismo, que tampoco podrá ser, por lo tanto, un concepto unívoco. De este modo, van surgiendo históricamente las distintas modulaciones de la idea de “clasicismo” que presentaremos en este trabajo. El carácter polémico de las ideas de “clásico” y de “clasicismo”, nociones diversas pero muy vinculadas, no es algo accidental o sobrevenido por coyunturas históricas o por malentendidos filológicos. El carácter polémico es constitutivo de esas ideas, porque polémicas son todas las ideas filosóficas y estéticas.

Sea como fuere, advertimos también en el planteamiento de Curtius que la idea de “clasicismo” remite a la idea de “clásico” y que su tratamiento consiste en referir (incluso en reducir) la primera idea a la segunda, como hace Peyre.1 Por este motivo, y aunque sea con el fin de disociarlas, la primera tarea que se nos presenta a la hora de tratar de sistematizar la idea de “clasicismo” consiste en trazar la historia y la evolución del concepto de “clásico”. Tal historia demostrará, según nos parece, que la naturaleza y el alcance de ambos conceptos (clásico y clasicismo) son muy diversos. También permitirá ofrecer un punto de referencia objetivo para quienes estudien las diferentes modulaciones de las ideas de “clásico” y de “clasicismo” en las diferentes categorías artísticas. En efecto, la investigación filosófica sobre temas de estética y de teoría del arte incurre a menudo en inexactitudes o en errores que se derivan del uso indiscriminado de términos como “clasicismo”, empleados a menudo como si fueran unívocos; la discusión sobre los diferentes sentidos de la idea de “clasicismo” está encaminada a esclarecer las dificultades que ocasiona un tal uso de este concepto. Por otra parte, constataremos que algunas formulaciones filosóficas o estéticas del clasicismo extraen su potencia crítica precisamente de la combinación de diversos sentidos de esta idea, en la medida en la que exploran las articulaciones que pueden darse entre los diferentes aspectos del clasicismo. De esta forma, la sistematización que aquí ofrecemos servirá también para ver con otra luz ciertas filosofías sobre el clasicismo, de las que analizaremos algunos ejemplos.

2. Cuestiones de génesis

Como es sabido, el término classicus en su sentido literario se acuña en las Noctes Atticae de Aulo Gelio, obra miscelánea del siglo II d. C. Tal acuñación parte de un concepto de carácter económico y social. Se atribuye al rey Servio Tulio (siglo VI a. C.) la división de la población romana en cinco clases (classis) en función de su estatus económico: la primera clase, la de quienes poseían un patrimonio de cien mil ases o más, era considerada la de los classici (“clásicos”). Los que poseían un patrimonio inferior a once mil ases eran considerados infra classem. Así pues, originariamente era clásico quien pertenecía a la primera clase de la sociedad romana en función de su mayor poder adquisitivo. La operación de Aulo Gelio consistió en extender metafóricamente esta estratificación socioeconómica a la “república de las letras” para referirse con ella a aquellos autores latinos que resultaban modélicos desde el punto de vista de su corrección gramatical: “Ite ergo nunc et, quando forte erit otium, quaerite an ‘quadrigam’ et ‘harenas’ dixerit e cohorte illa dumtaxat antiquiore uel oratorum aliquis uel poetarum, id est classicus adsiduusque aliquis scriptor, non proletarius” (Gell. 19.8.15). El escritor “clásico y solvente” (classicus adsiduusque) se opone de esta forma al escritor “proletario” (proletarius), que en el terreno social equivaldría a los individuos infra classem. Esta primera acuñación del concepto, no obstante, parece responder tan solo a una cierta broma privada de Aulo Gelio, como parece indicar el hecho de que no tengamos ningún otro testimonio antiguo ni medieval en el que aparezca el término classicus así empleado (García Jurado, 2015, pp. 44-53).

Serán los humanistas del siglo XVI los primeros que, tras ver impresas las primeras ediciones modernas de las Noctes Atticae (de 1479 y de 1503), vuelvan a emplear el concepto en el sentido de Aulo Gelio después de muchos siglos. El primero, según documenta Rizzo (1986, p. 389), será Filippo Beroaldo el Viejo en un texto de 1496; en 1508, Guillaume Budé alude de nuevo a la metáfora de Aulo Gelio; en 1509, Hieronymus Gebwiler reproduce la oposición entre clásicos y proletarios, extendiéndola después al ámbito cristiano medieval; en el mismo año, Erasmo alude también al concepto; algunas cartas conservadas de Johannes Cono (1512), de Melanchthon (1519) y de Alfonso de Fonseca (1528) atestiguan asimismo el uso del término, entendiéndolo en gran medida como un concepto escolar, referido sobre todo a aquellos textos dignos de ser leídos, analizados y comentados en las clases de gramática; este mismo uso del concepto se constata en su primera aparición importante en el ámbito hispano: el diálogo La escuela (1539) de Juan Luis Vives. Los ejemplos, en fin, del uso de la idea de “clásico” en el humanismo del XVI pueden multiplicarse sin cuento (Worstbrock, 2008). Importa destacar ejemplos como el de Thomas Stretzinger, que en un panegírico de 1513 extiende el concepto hasta abarcar a Boccaccio, porque aquí asoma quizá por primera vez la vinculación de la idea de lo clásico con la idea de “canon”, una noción que tiene su propia historia independiente (Crespo Güemes, 2017). El proceso de dignificación literaria de las lenguas romances dará lugar asimismo a la aplicación de la idea de “clásico” a escritores de lengua vulgar. En 1548, Thomas Sébillet en su Art poetique françois ya considera clásicos a poetas franceses como Jean de Meun. El primer caso en español, según documenta Uría Varela (2021, p. 123), es el de Baltasar Gracián, quien en su Agudeza y arte de ingenio (1648) atribuye a Mateo Alemán el estatus de clásico.

Así pues, observamos en la historia del concepto de “clásico” algunos aspectos que interesa señalar para nuestros fines. En primer lugar, el término clásico tal y como es acuñado por Aulo Gelio se refiere única y exclusivamente a autores latinos, no griegos. Esto se debe a su coloración más gramatical o lingüística (latinitas) que literaria o estética. Cuando los humanistas retomen el término a partir del siglo XVI extenderán su dominio también a autores griegos e incluso al ámbito cristiano medieval. Con esta ampliación de la extensión del concepto su intensión también se verá ensanchada: los clásicos ya no serán solamente modelos de corrección gramatical, retórica o literaria, sino cualquier escritor con autoridad en alguna materia (filosofía, teología, historia, etc.), identificándose en cierta medida con la idea de “canon”. Ya en el siglo XVII, lo clásico será predicado también de las autoridades literarias en lengua romance, de manera que el concepto tendrá un rango histórico muy amplio y también muy indefinido. Es importante en este punto no proyectar sobre la idea de “clásico” dominante en estas épocas su sentido más contemporáneo, que presupone una cierta ecuación entre esta idea y un concepto historiográfico o periodológico como el de la Antigüedad. En efecto, la vinculación entre lo clásico y lo antiguo, que dará lugar al compuesto de “Antigüedad clásica”, es un producto de finales del siglo XVIII, generalizado en el XIX y cuestionado en el XX, que presupone el historicismo ilustrado y que forma parte de los fundamentos mismos de la filosofía del arte romántica.

No por casualidad este punto de inflexión en la historia del concepto de “clásico” coincide con la aparición del término “clasicismo”, ausente por completo hasta el momento. Wellek (1983, p. 105) documenta la primera aparición del término en 1818, en publicaciones italianas que lo conceptualizan y lo critican desde una óptica romántica. Después el término se vierte al alemán en 1820 y al francés en 1822, y a partir de esa década su uso se va extendiendo lentamente por toda Europa. Desde un punto de vista léxico, “clasicismo” no es más que un calco de “romanticismo”, palabra que había aparecido poco antes, en los últimos años del siglo XVIII. En estas fechas surgen todo tipo de ismos de similar factura: por ejemplo, el término “virgilianismo” data de 1811 y “horacianismo” aparece hacia 1820 (Elías Muñoz, 2021, p. 386). Aunque el adjetivo “humanista” se registra desde el Renacimiento, más tardío es el sustantivo “humanismo”, que se documenta por primera vez en 1808 en la obra de Friedrich Immanuel Niethammer. Sería interesante poner en correspondencia la proliferación de todos estos términos con el concepto de Sattelzeit o “tiempo bisagra”, acuñado por Reinhart Koselleck para referirse a una etapa que se extendería aproximadamente entre 1750 y 1850, un período crucial en el que cristaliza la conciencia del hombre moderno y en el que, por lo tanto, se hace necesaria la acuñación de nuevos conceptos y la resemantización de viejas ideas: “desde entonces, para nosotros la conceptualización y la comprensión van unidas” (Koselleck, 2009, p. 95). Koselleck señala, como característica fundamental de la Sattelzeit, la nueva conciencia de la temporalidad, fraguada sobre una nueva concepción de la historia. Este nuevo concepto de “historia” en que se apoya la Sattelzeit ocasiona, según Koselleck, una cierta conciencia de la aceleración del tiempo histórico que supone una quiebra entre la experiencia y la expectativa del hombre moderno: sus antiguos conceptos ya no pueden aplicarse a la cambiante realidad histórica. De este modo se origina la necesidad de reivindicar una nueva etapa histórica que diferencie la experiencia histórica propia del hombre moderno de la del antiguo: la transformación acelerada de la experiencia obliga a postular la llegada de un “tiempo nuevo” y, por ello, invita a la acuñación de nuevos conceptos históricos o “historiológicos”.

Por lo tanto, lo que se sanciona con la acuñación del vocablo “clasicismo” es la aparición de un nuevo concepto. Los conceptos, sin embargo, no pueden surgir de la nada, y el que aquí nos ocupa es el resultado de un proceso que involucra la transformación de otros conceptos previos. Concretamente, la operación conceptual que nos parece crucial para entender la idea de clasicismo tal y como aparece entre los románticos hay que buscarla en la identificación que se produjo a finales del siglo XVIII entre el concepto de la Antigüedad y el concepto de lo clásico, que habían tenido trayectorias separadas hasta el momento. Por un lado, la noción de “Antigüedad” era muy amplia, puesto que abarcaba también a las culturas orientales: los persas, los egipcios o los hebreos representaban, tanto o más que griegos y romanos, al mundo antiguo. Cuando, en 1797, Friedrich Schlegel identifica por primera vez la Antigüedad con lo clásico, dando lugar al compuesto “Antigüedad clásica” (klassisches Altertum), la denotación del concepto se estrecha y queda circunscrita, como lo está hasta el presente, prácticamente al mundo grecorromano. Por otro lado, la idea de lo clásico a la que queda vinculada la de la Antigüedad parte de unas concepciones estéticas muy específicas: de la idealización del arte griego que había divulgado Winckelmann unas décadas antes. La idea del arte griego de Winckelmann, que nunca empleó la palabra “clásico” ni ninguno de sus derivados, se convertirá en el paradigma estético clasicista con los primeros románticos, quienes llevarán esta idea más allá de lo estético para convertirla en una categoría histórica, antropológica y metafísica.

Así, el mismo Schlegel (1996) entiende que la perfección estética del arte clásico antiguo radica en su unidad, en su capacidad de lograr una totalidad armónica a partir de una multiplicidad de materiales. Ya en 1788, Karl Philipp Moritz había apelado a la categoría de “totalidad” como principio para entender las obras clásicas, encarnación por excelencia de lo bello (cfr. Meier, 2017, p. 17). Pero será sin duda Schiller quien daría su forma canónica a estas ideas: el arte de la Antigüedad clásica constituye un “primer estado estético” caracterizado por la unidad de hombre y naturaleza, que constituye el ideal artístico griego.2 En ese sentido, su poesía sería del tipo “ingenuo”, mientras que la poesía de los modernos, una vez perdido ese sentido de la unidad para dar paso al fragmentarismo, sería una poesía de tipo “sentimental”. Este “segundo estado estético” ha sido identificado con el propio romanticismo, aunque lo cierto es que Schiller aspiraba a lo que Marchán Fiz (2010, p. 208) llama “la utopía del tercer estado estético”, cuyo primer representante podría haber sido Goethe. Aunque Schiller no postula una correspondencia exacta, la poesía ingenua terminó identificándose con el clasicismo y la poesía sentimental con el romanticismo. Serán las lecciones de estética impartidas por Hegel poco después las que consagren la interpretación historicista de estas categorías, pero excluyendo ya de su horizonte esa “utopía del tercer estado estético” de la que hablaba Schiller. En la doctrina hegeliana, la unidad perfecta de materia y forma en el arte corresponderá también a su período clásico grecorromano, pero no habrá ya posibilidad de volver a él o de recuperarlo mediante alguna nueva síntesis en el futuro: por ello, en la concepción hegeliana, el arte será algo perteneciente al pasado. Este tipo de visión será la que predomine en general entre los románticos y la que mostrará el propio Goethe cuando defina el clasicismo como la salud y el romanticismo como la enfermedad: de algún modo, el período clásico marca un punto álgido del desarrollo del arte que solo puede conducir a una ulterior decadencia.

Así, los poetas y filósofos románticos reformularon la vieja querella de los antiguos y de los modernos, que pasa a ser ahora, según la idea que acuña Schlegel y que divulga Madame de Staël por Europa, la querella de los clásicos y de los románticos. Sin embargo, la querella, así replanteada, estaba condicionada enteramente por la visión romántica de lo clásico, y por eso la oposición entre románticos y clasicistas entró en crisis tan pronto como se empezó a cuestionar la misma idea de lo clásico que habían empleado los románticos, heredada fundamentalmente de Winckelmann. El cuestionamiento de esta idealización de los griegos llegaría en las últimas décadas del siglo XIX y tiene en Friedrich Nietzsche a su más conocido representante. La visión alternativa, “dionisíaca”, de la Antigüedad griega que se presenta en obras como El origen de la tragedia tendrá importantes continuadores a lo largo del siglo XX, como es el caso del célebre libro de Dodds (1951).

Pero la superación de la dicotomía entre romanticismo y clasicismo debe situarse en el entorno del pensamiento estético y literario de las primeras décadas del siglo XX, particularmente en el ámbito francés. Marcel Proust (1919, p. 267), por ejemplo, relativizó la oposición al afirmar que solamente “les romantiques savent lire les ouvrages classiques, parce qu’ils les lisent comme ils ont été écrits, romantiquement”. De esta forma, parece que el clasicismo pasa a entenderse como una suerte de cristalización o decantación de un romanticismo primigenio que va ocurriendo con el tiempo. Hytier y Guicharnaud (1967, p. 9) atribuyen la primera formulación de esta idea a Émile Deschanel, que en una lección pronunciada en 1881 defendió la idea de que todo autor clásico había comenzado su trayectoria literaria desafiando revolucionariamente las normas establecidas en su medio cultural. Esta tesis subyace en la conocida definición que en un escrito de 1921 ofrecería André Gide de lo clásico: un “romantisme dompté” (citado en Masson, 1999, pp. 280-281). Muy poco después, Paul Valéry recordaría esta noción de “romanticismo domeñado” al escribir su célebre definición de clasicismo: “Tout classique supose un romantisme antérieur. […] L’essence du classicisme est de venir après. L’ordre suppose un certain désordre qu’il vient réduire” (Valéry, 1924, p. 16). Ramon Fernandez (1929) se referiría por su parte al clasicismo, no como negación del romanticismo, sino como etapa final de su desarrollo. Es en este contexto cuando Sigfried Giedion (1922) propone la noción de “romantischer Klassizismus” para describir un período (finales del siglo XVIII y principios del XIX) de la historia de la arquitectura.

Giedion no es, sin embargo, el acuñador de la expresión, cuyo uso puede rastrearse en varias publicaciones inglesas, francesas o españolas de las últimas décadas del siglo XIX. En el ámbito hispánico, es Marcelino Menéndez Pelayo uno de los primeros en hacer uso de la idea de “clasicismo romántico”. En la Historia de las ideas estéticas en España, se lo atribuye a Fénelon por haber preferido la Antigüedad griega a la latina (cfr. Menéndez Pelayo, 1891, pp. 82-83). Unos años después, en las “Observaciones preliminares” que escribe para el séptimo tomo de las Obras de Lope de Vega, el término le es atribuido a Bernardo de Balbuena (autor en 1624 del poema épico sobre Bernardo o la victoria de Roncesvalles), esta vez en relación con la literatura de la decadencia romana: “Su clasicismo es de una especie peculiar y propia suya, que casi pudiéramos decir clasicismo romántico: semejante en mucho al de los poetas de la decadencia latina” (Menéndez Pelayo, 1897, p. cxxviii). No hay duda, ante estos ejemplos, de que el uso del sintagma “clasicismo romántico” a finales del siglo XIX se refiere exclusivamente a un aspecto fundamentalmente estilístico establecido mediante una comparación con el arte de ciertas épocas de la Antigüedad clásica que no se corresponden totalmente con la idea del pleno clasicismo. Lo que hizo Giedion consistió en interpretar la expresión en sentido histórico o, más concretamente, en sentido periodológico, como una etapa de la historia de la arquitectura. Pero es sin duda el importante libro de Pierre Moreau, Le classicisme des romantiques (1932), el que viene a sintetizar toda esta reacción crítica de principios de siglo a la oposición entre clasicismo y romanticismo. Para Moureau (1932, p. 23), el romanticismo habría nacido precisamente de la disgregación del clasicismo y habría quedado, en consecuencia, completamente penetrado por él, aspecto que va analizando en un recorrido por los escritores románticos franceses más conocidos.

Actualmente, la oposición entre romanticismo y clasicismo es casi unánimemente rechazada por los estudiosos del tema (Brown, 2009). Sin embargo, y aunque ya prácticamente no se sostenga, tal oposición resulta decisiva para entender la génesis del concepto que nos ocupa. En efecto, el origen de todo concepto imprime de algún modo un sello característico en su estructura, de manera que podemos sostener que la noción de “clasicismo”, aunque hoy se vea desvinculada de la noción de “romanticismo” (al menos en su sentido opositivo o dicotómico), no puede desvincularse totalmente de su génesis romántica por la propia historia de su acuñación como concepto. Venimos a coincidir aquí con el planteamiento realizado por autores como Alain Génetiot (2005, pp. 26 y ss.), que se ha referido a la “invention romantique de la notion de classicisme”, o como Albert Meier (2017), que ha escrito sobre “l’invenzione del Classicismo come progetto romantico”.

Una consecuencia crítica inmediata que cabe extraer de esta postura es la siguiente: que constituye un grave error conceptual la indistinción entre la idea de “clásico” y la de “clasicismo”. Porque, como hemos visto, la idea de “clásico” se remonta a la Antigüedad y reaparece a partir del Renacimiento; ciertamente, experimenta una resemantización a finales del siglo XVIII con el romanticismo (que la hace equivaler prácticamente a lo que hasta entonces se había denominado “antiguo”), pero no está genéticamente vinculada a postulados románticos. La idea de clasicismo, en cambio, sí que es una construcción genuinamente romántica que no podía haber surgido antes del siglo XVIII.

Hay que advertir, por lo demás, que los conceptos de “clásico” y de “clasicismo” tienen un alcance muy diverso en su uso actual si los abarcamos desde una perspectiva más amplia. Por ejemplo, en el terreno de la economía se habla de una escuela clásica3 (que iría aproximadamente de Adam Smith a Jevons), en el ámbito de las ciencias físicas se habla de una mecánica clásica4 (la de Newton o Maxwell, por oposición a la mecánica relativista o a la cuántica) y en numerosos debates se apela con frecuencia a la autoridad de los llamados clásicos de la filosofía (Platón, Aristóteles, santo Tomás, Descartes, Hume, Kant). Pero en ninguna de esas materias se habla de un clasicismo económico, de un clasicismo físico o de un clasicismo filosófico (o al menos no es una denominación consolidada en esas categorías). Cualquier disciplina tiene sus clásicos, pero solamente las disciplinas artísticas parecen tener sus propios clasicismos. Esto es un aspecto esencial del concepto del clasicismo que se soslaya al confundirse con el concepto de lo clásico: a diferencia de este último, el uso de la idea de “clasicismo” es específico de las artes, es decir, se trata de una categoría específicamente estética.5

3. Cuestiones de estructura

Un buen punto de partida para sistematizar los diferentes sentidos del concepto que nos ocupa puede ser el análisis del tratamiento que se le dispensa en diccionarios y enciclopedias que contienen una entrada dedicada, al menos parcialmente, a la voz “clasicismo”.

El Diccionario Akal de Estética (Souriau, 1998) ofrece, en su entrada “Clásico/Clasicismo” (pp. 285-291), un ejemplo paradigmático de las confusiones que suelen acarrear los intentos de sistematización del concepto. La entrada distingue cinco sentidos, pero de ellos solo dos se refieren a la noción de “clasicismo”, mientras que los otros tres aluden a la noción de “clásico”. Aquí radica el primer error: se presentan las diferentes acepciones de la idea de “clásico” y de la idea de “clasicismo” como si vinieran a ser la misma cosa. Los problemas se multiplican si atendemos a los dos sentidos que se distinguen para el término “clasicismo”. En primer lugar, se habla del clasicismo “como época de los siglos XVI, XVII y XVIII y, en particular, como ideal estético” (p. 286), construyendo de esta manera un bloque histórico que reúne Renacimiento, Barroco e Ilustración en una aparente unidad que, además, parece ponerse en sintonía con un único ideal estético. Es evidente que tal unidad no existe (es, por lo demás, problemático suponer que hay una unidad de estilo bajo una unidad epocal) y el propio epígrafe se encarga de demostrar lo inadecuado de este tratamiento. En efecto, el epígrafe trata en primer lugar de la literatura, la pintura y la escultura para luego pasar a la arquitectura y a la música, ámbitos más “delicados” por cuanto no hay en ellos propiamente un concepto epocal de “clasicismo” (salvo el llamado clasicismo vienés en música). Es entonces cuando la entrada se desliza hacia el concepto normativo del clasicismo como estilo, cosa que debería ser más propia del siguiente epígrafe. Este se dedica al otro sentido que se le otorga a la idea de “clasicismo”: “estilo o género que obedece a un conjunto de normas que forman una tradición y proponen un modelo estético” (p. 289). No hay manera de entender qué diferencia esta acepción de la anterior, que mezclaba el concepto epocal con el de “ideal estético”. Este epígrafe está casi íntegramente dedicado a la danza clásica en los siglos XIX y XX, aunque añade en un apretado párrafo final que este sentido del clasicismo también se encuentra en la música, particularmente para referirse a sus épocas de apogeo. Esto hace que el sentido presentado en el epígrafe sea indistinguible en la práctica del anterior. Un último epígrafe, referido esta vez a lo clásico, aunque debería referirse al clasicismo, resume la acepción de lo clásico como idea de belleza absoluta y como ideal común a todas las épocas (pp. 290 y ss.).

Muy distinto panorama es el que ofrece el Diccionario hispánico de la tradición y recepción clásica, que dedica entradas convenientemente diferenciadas a los términos “clásico” y “clasicismo”. En esta última entrada (García Jurado, 2021, pp. 106-115) se subraya muy apropiadamente la vinculación de la idea de “clasicismo” a su génesis romántica: “La creación de ambos neologismos no puede entenderse al margen de las polémicas habidas entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX ante el choque de las estéticas expresadas por ambos términos” (García Jurado, 2021, p. 107). Se parte por tanto de la asunción de que el clasicismo es efectivamente uno más de los ismos surgidos al calor del romanticismo. Aunque no se llegan a sistematizar ni a clasificar, a lo largo de la entrada se puede encontrar un recorrido por los diferentes sentidos de los que nos vamos a ocupar a continuación: el clasicismo designa “el estilo de las obras artísticas y literarias inspiradas en la Antigüedad grecorromana” (p. 106), pero también se refiere a una preceptiva que tiene por principios la verosimilitud, la imitación, el intelectualismo, el decoro o la moralidad (pp. 112-113); por una parte, se identifica con períodos históricos, como con el “movimiento intelectual que había comenzado en Italia a partir del siglo XV” (p. 107); por otra parte, para algunos autores, el clasicismo es “una suerte de credo estético y atemporal” (p. 114). Estos sentidos se corresponden con las cuatro acepciones de la idea de clasicismo que proponemos a continuación, que también pueden coordinarse aproximadamente con las enumeradas por Porter (2006, pp. 15-16).

3.1. Clasicismo como tradición clásica

Como ha estudiado Laguna Mariscal (2004), el sintagma “tradición clásica” fue acuñado por el filólogo italiano Domenico Comparetti en su conocida monografía sobre Virgilio nel Medio Evo, publicada en 1872. Existía naturalmente cada una de esas palabras de forma independiente (“tradición”, “clásico”), pero es en ese momento y en ese estudio sobre la pervivencia de Virgilio en la Edad Media cuando por vez primera se habla de una “antica tradizione classica” de la que Virgilio sería “il sommo rappresentante” (Comparetti, 1872, p. 128). Al acuñar este concepto, Comparetti lo oponía por una parte a la tradición bíblica cristiana (que había tenido desde la época de la patrística una postura ambivalente hacia el legado clásico pagano) y, por otra parte, a la incipiente tradición popular medieval, que había desfigurado la imagen histórica y literaria de Virgilio hasta convertirlo en un personaje folclórico identificado con un mago, adivino o nigromante. A partir de Comparetti, los estudios de “tradición clásica” se configurarían según el patrón de los estudios de influencias típicos de la filología positivista del siglo XIX, siguiendo el rastro que un autor o una obra de la Antigüedad clásica ha dejado en alguna literatura nacional moderna (el caso descollante en España lo encontramos en el estudio de Menéndez Pelayo sobre Horacio en España, publicado entre 1877 y 1885). Pero quien realmente popularizaría la denominación y la constituiría como toda una disciplina dentro de los “estudios clásicos” sería Gilbert Highet con su célebre obra The Classical Tradition, publicada en 1949. En este libro, Highet estudiaba las influencias de obras grecolatinas en las tradiciones literarias de diferentes países desde la Edad Media hasta el modernismo anglosajón, encontrando elementos “clasicistas” en todos ellos, incluso en períodos que aparentemente nada tienen de clasicistas:

Later, the revolutionary era was to discover that Greco-Roman literature and thought can mean not only restraint, but liberation; and when it cast off the classicism of the baroque age it was not discarding Greece and Rome, but exploring them more deeply (Highet, 1985, p. 292).

Se configura de esta manera una acepción primaria de “clasicismo” referida a toda aquella influencia, al margen de la época o del estilo bajo el que se materialice, de cualquier obra o autor de la Antigüedad clásica en las modernas literaturas occidentales.

En su exhaustivo análisis de los presupuestos teóricos de la disciplina, García Jurado (2015, pp. 36-42) ha sistematizado las diferentes metáforas que se emplean para conceptualizar la tradición clásica mediante cuatro grandes rúbricas: las metáforas hereditarias (“legado”, “herencia”), las metáforas de la inmortalidad (“pervivencia”, “fortuna”, “fama”, “eco”, “resonancia”), las metáforas del contagio (“influencia”) y las metáforas democráticas (“recepción”). Las metáforas hereditarias, muy empleadas en publicaciones anglosajonas, están vinculadas a una idea de la tradición como transmisión y resultan, por tanto, solidarias de la concepción positivista tradicional propia de los estudios de fuentes. Las metáforas de la inmortalidad están vinculadas, para García Jurado, con conceptos como el de Nachleben de Warburg o el de longue durée de Braudel: designan una concepción de la tradición clásica como trascendencia sobre el paso del tiempo, y puede constatarse su presencia en los primeros cultivadores de la disciplina (Comparetti, Menéndez Pelayo). Las metáforas del contagio, que se concretan especialmente en la idea de “influencia” y que también estarían relacionadas, por tanto, con los tradicionales estudios de fuentes, dependerían de una cierta idea esencialista de las obras literarias que, a través de Heidegger, llegó a la hermenéutica de Gadamer y a críticos como George Steiner: aunque las obras se interpreten de diferentes maneras a lo largo de la historia, cada obra tiene un sentido inmanente que le es esencial. Las metáforas “democráticas”, que es la denominación propuesta por Hardwick y Stray (2008) para conceptualizar los procesos de recepción, se caracterizarían por renunciar a este último presupuesto en consonancia con los críticos de la deconstrucción americana: no hay sentido inmanente esencial a la obra; su sentido es construido siempre históricamente por los receptores, que influyen sobre la obra tanto como esta influye sobre ellos.

Más allá del ámbito literario en que se gestó la noción de la tradición clásica, en la historia del arte y en la historia cultural ha cobrado especial relevancia el concepto que acuñó el citado Aby Warburg: Nachleben der Antike (“supervivencia de lo antiguo”). De esta manera, toda la tradición del arte occidental estaría permeada por un “fondo de imaginería visual” que se remontaría al mundo clásico:

Warburg repositioned the classical tradition as the cultural core of European history. Classicism was not associated by him with a style that had to be held up as a paragon for all art, but was rather considered as a pool of visual imaginery, whose most competent (but not the only possible) formal embodiment was antique art (Arciszewska, 2004, p. 13).

La noción de “tradición clásica” como modulación específica de la idea de “clasicismo” desbordó el ámbito de la erudición literaria para convertirse en todo un plan de investigación del arte en general y de sus raíces clásicas. Así lo atestigua, por ejemplo, el libro que Michael Greenhalgh publicó en 1978 bajo el título de The Classical Tradition in Art. En él se presentaba la noción de “clasicismo” no solo como una continua recreación de motivos procedentes de la Antigüedad, sino como “una actitud intelectual hacia la Antigüedad que condujo a determinados artistas a reinterpretar ideas antiguas y modelos antiguos no de forma servil sino creativa, configurándose de esta manera como una tradición estilística pura” (Greenhalgh, 1987, p. 8). Aunque aquí parecen identificarse, posteriormente el mismo autor ha tratado de distinguir entre ambas nociones, disociando las denominaciones de “tradición clásica” y “clasicismo”: “We must also distinguish between Classicism and the classical tradition-the former being a state of mind that can exist without reference to any supporting traditions, the latter a conscious assimilation or re-working of characteristics imitated from earlier art and based ultimately on the perceived qualities of antique art” (Greenhalgh, 1990, p. 10).

Actualmente, la visión dominante en el ámbito de los estudios de tradición clásica es la llamada “metáfora democrática”, que no entiende el legado clásico como una sustancia que, al modo de los estudios de influencias, afecta de un modo u otro al arte posterior, sino más bien como una constante recreación de los modelos grecolatinos. Estos modelos, sin embargo, no serían algo preexistente a ellos, sino que cada apropiación los volvería a conformar a su manera. En el fondo de esta postura se reconoce el fragmento 151 del Athenaeum, atribuido a Schlegel (2009, p. 91): “Cada cual ha encontrado en los antiguos lo que necesitaba, o lo que deseaba: sobre todo a sí mismo”. Así, el clasicismo como tradición clásica nos ofrece más información sobre el medio cultural de recepción que sobre los modelos originales de la Antigüedad. Esta idea la encontramos también en Aby Warburg: “Saber si la Antigüedad nos empuja a la acción apasionada, o nos induce a la serenidad de una tranquila sabiduría, depende en realidad del carácter subjetivo de la posteridad antes que de la consistencia objetiva de la herencia clásica. Toda época tiene el renacimiento de la Antigüedad que se merece” (citado en Forster, 2005, p. 17). La misma opinión recoge Greenhalgh (1987, p. 157): “Cada época modela la Antigüedad según su propia imagen”.

3.2. Clasicismo como modelo normativo

El clasicismo, entendido como una suerte de preceptiva, como un conjunto de normas orientadas a establecer un cierto estilo reconocible, es una idea que se encuentra con frecuencia en el ámbito de la estética filosófica. Así, por ejemplo, el clasicismo cuya “disolución” estudia detalladamente Marchán Fiz (2010) se corresponde con su sentido normativo: es principalmente el clasicismo como “estilo” más o menos unitario. Cuando este mismo autor destaca el hecho de que disolución no equivale a desaparición y que el clasicismo, incluso después de su “disolución”, “emerge cual Guadiana que aparece y desaparece”, es sin duda en otra acepción diferente de la idea de “clasicismo” en la que está pensando:

Da la impresión, en efecto, de que lo clásico despunta siempre que un orden positivo, histórico, es encumbrado a una supuesta “naturalidad” neutral cimentada sobre la universalidad de una belleza objetiva, de una mímesis del reflejo o del estilo, de la misma manera que toda tentativa que invoca un “retorno a un orden”, deriva a esa ahistoricidad tan característica que nos ha dejado cual estela lejana no sólo la Razón clásica, sino también la “ilustrada” y la racionalidad moderna (Marchán Fiz, 2010, p. 18).

Resulta evidente que en este caso se está aludiendo a la que nosotros recogeremos como la cuarta acepción de la idea de “clasicismo”: la idea de una belleza metafísica atemporal y ahistórica. La constatación de que hay diversos sentidos de la idea de “clasicismo” y de que cuando uno se “disuelve” otro viene a ocupar inmediatamente su lugar constituye un poderoso argumento para evitar el uso de rótulos tan abstractos como, precisamente, el de “disolución del clasicismo”. Porque la disolución (que no desaparición) de la que habla Marchán Fiz no es del clasicismo en general, sino de una determinada idea del clasicismo, la normativa. Pero, simultáneamente, y como advierte el mismo autor, otras ideas de clasicismo sobreviven a esa disolución o incluso toman más fuerza tras ella. No obstante, hay razones para pensar, atendiendo al uso efectivo que se hace de esta idea en las diferentes categorías artísticas, que el concepto normativo de clasicismo, lejos de haberse disuelto, pervive con excelente salud en numerosas artes durante el siglo XX.

Una ojeada al mundo de la pintura basta para ilustrar esta tesis. En el ámbito pictórico la idea de “clasicismo” tiende a usarse casi siempre en sentido normativo o estilístico y se prefieren otro tipo de denominaciones (“Renacimiento”, “Neoclasicismo”) para los períodos históricos concretos. Podemos tomar como ejemplo típico de estilo clasicista en pintura el del Juramento de los Horacios, tal y como lo presenta Antal (1978, p. 24): “Es rígido, simple, sobrio, objetivo, en una palabra, puritanamente racional. Grupos simples y líneas rectas organizan toda la composición, haciéndola clara y llamativa. Este es el método de composición conocido generalmente como clasicista”. Este tipo de composición asociada a unos valores muy concretos (simplicidad, sobriedad, claridad, etc.) es fácilmente rastreable en la pintura de casi todas las épocas y naturalmente también en el arte de vanguardia del siglo XX. Llorens (2003), por ejemplo, denomina “clasicismo moderno” a un período que iría aproximadamente de 1880 a 1940 Este concepto no sería propiamente periodológico, sino que agruparía a una serie de artistas que, para oponerse a las pretensiones “adanistas” de las vanguardias históricas por hacer tabla rasa de la tradición y “arrancar de cero”, prefirieron acudir a modelos clásicos para reinterpretarlos a la manera moderna. Así, el clasicismo moderno sería la voluntad de historizar un estilo pretendidamente atemporal, el clasicista, que se podría apreciar en pintores como Picasso o Matisse.

Por otro lado, en el ámbito de la arquitectura, la modulación normativa del clasicismo es la ensayada por autores como Tzonis, Lefaivre y Bilodeau (1984), en la medida en que toman como categoría central de su análisis la noción aristotélico-vitruviana de taxis:

En nuestro análisis emplearemos el término taxis para referirnos al soporte o entramado normativo sobre el cual se han de disponer los diversos miembros arquitectónicos de acuerdo con el uso tanto aristotélico como vitruviano del término. Este entramado normativo es un sistema de líneas, planos, ejes o superficies límites reguladores que garantizan que la materia se disponga por medio de leyes que aparentemente no sean contradictorias (Tzonis, Lefaivre y Bilodeau, 1984, p. 16).

Esta “poética del orden” se articula en los tres modos o maneras (también llamadas, precisamente, “órdenes”) de la arquitectura griega clásica: el dórico, el jónico y el corintio (además de los otros dos modos introducidos por los romanos: el llamado orden toscano, del que Vitruvio apenas se ocupa en De architectura, y el llamado orden compuesto, mezcla de jónico y corintio, al que Alberti se refirió por vez primera en De re aedificatoria). Las nociones de “clásico” y de “clasicismo”, tal y como se usan en arquitectura, aparecen necesariamente vinculadas a los cinco órdenes, como sentencia Summerson (1974, p. 12): “la arquitectura clásica solamente es identificable como tal cuando contiene alguna alusión, por ligera y marginal que sea, a los ‘órdenes’ antiguos”. Partiendo de esta concepción de lo clásico en arquitectura, el clasicismo arquitectónico no podrá ser entendido en sentido epocal, puesto que se categoriza más bien como un estilo normativo, como un “lenguaje” que autores como Summerson reconstruyen desde Alberti hasta Le Corbusier y que funcionaría como una invariante que subyace a las sucesivas transformaciones que imprimen en la arquitectura el Renacimiento, el manierismo, el Barroco, el neoclasicismo, los historicismos en el siglo XIX y el movimiento moderno en el XX.6 Aunque esta es la idea dominante sobre el clasicismo en arquitectura, lo cierto es que ha habido algunas voces que se han alzado contra ella: es el caso de Demitri Porphyrios (1982), cuya reivindicación de que “el clasicismo no es un estilo”, sino una forma universal de construcción que se vincula directamente con la razón humana lo sitúa en nuestra cuarta rúbrica (clasicismo como belleza metafísica).

El ámbito de la arquitectura presenta afinidades significativas con el de la música. La noción de “música clásica” es una transformación que se produjo a mediados del siglo XIX de la noción previa de “música seria” o “música sabia”, idea que hacía referencia sobre todo a la música sinfónica alemana frente a la llamada “música ligera”, que aludía a aquellas composiciones técnicamente más sencillas que iban dirigidas a un público más amplio. Así, la idea de “clasicismo” con la que se opera en la música clásica se acerca más al concepto normativo que al histórico. Como explica Hernández Mateos (2017, p. 219), “el concepto clásico en música pierde su dimensión histórica y se abraza a una dimensión normativa que termina definiendo la música clásica como aquella que se atiene a normas y formas estables”. En esta línea encontramos intentos, como el de Charles Rosen (2006), por definir un estilo clásico en música que unificaría a figuras como Haydn, Mozart o Beethoven a través de ciertos rasgos técnicos: el establecimiento de la forma sonata, el sentido de equilibrio tonal, el fraseo breve, periódico y articulado, etc. Sin embargo, se entiende que tal estilo normativo tiene su momento de máximo desarrollo y encuentra sus mejores representantes en una determinada época histórica: el llamado clasicismo vienés (aproximadamente entre 1750 y 1820). Algunos autores, por otra parte, se han referido a otros períodos de la historia de la música como clasicismo o neoclasicismo (o como “clasicismo modernista”). Así, por ejemplo, Danuser (2004) identifica la etapa que va de 1920 a 1950 como una época de neoclasicismo musical, aunque advierte que no es el período histórico lo que la define, sino ciertos rasgos estilísticos o temáticos. El “ideal of aesthetic simplicity” (Danuser, 2004, p. 261) de las composiciones de Erik Satie, la preferencia por los temas de la Antigüedad clásica en Stravinsky o la vuelta a la imitación y reinterpretación de los grandes músicos de la tradición alemana en compositores como Alfredo Casella serían característicos de esta corriente.7

La danza sigue prácticamente la misma pauta que la música. Se entiende que hay una danza clásica o académica, identificada con el ballet, que se opone a otro tipo de bailes, como el moderno o el popular. Así pues, lo clásico de la llamada danza clásica se refiere fundamentalmente a un concepto normativo que constituye el ballet clásico: la alineación corporal, la colocación paralela de hombros y caderas respecto al suelo, el travail sur pointes, etc. El concepto de “clasicismo” que se emplea en el mundo de la danza es fundamentalmente normativo: así, por ejemplo, Macaulay (1997) lo entiende como un estilo que ha evolucionado hacia un cierto formalismo, despojándose de los componentes representativos para centrarse en un lenguaje específico de la danza de tradición académica (naturalmente, esta tradición no contiene ninguna referencia a la Antigüedad clásica).8 Pérez Soto (2008) distingue tres estilos predominantes en la danza del siglo XX: el estilo clásico o académico, el estilo moderno y el estilo de vanguardia. El primero de ellos fue iniciado por Marius Petipa, quien trató de devolver al ballet el estilo de la corte francesa del siglo XVIII mediante la representación a gran escala (con el uso del mayor número posible de recursos coreográficos) de temas realistas pero fuertemente idealizados, desarrollados en tres o cuatro actos, con el uso del “grand pas de deux” como final de obra, etc. Estas características técnicas, que conformaron el núcleo del grand ballet ruso de época imperial, serían retomadas por los coreógrafos soviéticos (Vainonen, Zakharov, Lavrovsky), quienes las convertirían en una suerte de preceptiva estética para el baile en época de Stalin: “Se trata de la repetición del clasicismo de Petipa elevado al rango de arte intemporal, que puede servir de política cultural tanto para zares como para jerarcas comunistas” (Pérez Soto, 2008, p. 128). Esta preceptiva se ha convertido, con ligeros retoques, en el “lenguaje” más común de los espectáculos de danza clásica que todavía hoy se ejecutan en todo el mundo.

3.3. Clasicismo como época histórica

La categorización del clasicismo como época histórica es seguramente la más extendida, sobre todo en el ámbito de las artes plásticas y de la literatura. Así, por ejemplo, en el pequeño libro de Secretan (1973) sobre Classicism, tal idea se refiere exclusivamente a diferentes períodos históricos. Con frecuencia, la interferencia de esta acepción tan extendida con otras modulaciones de la misma idea arroja resultados dudosos, sorprendentes o problemáticos. Por ejemplo, el tratamiento que realiza Erwin Panofsky (1989, pp. 93-101) de la idea de clasicismo tiene algo de paradójico: su objeto de interés radica en la teoría del arte y por ello se refiere fundamentalmente a los preceptos estéticos normativos del clasicismo, particularmente a los de Bellori. Sin embargo, tal tratamiento normativo de la idea de “clasicismo” presupone una previa elección por parte de Panofsky, que identifica el clasicismo con el arte y la teoría del arte del siglo XVII. Así pues, las consideraciones que se hacen sobre la preceptiva clasicista son el fruto de la aplicación previa de un concepto histórico o periodológico de clasicismo: si Panofsky hubiera considerado como período clasicista el Renacimiento o el siglo XVIII, sin duda los preceptos estéticos que atribuye al clasicismo habrían variado significativamente.9 Surge de este modo una peculiar dialéctica entre esta acepción del clasicismo y la segunda que hemos expuesto (la normativa), que constituye uno de los principios más característicos de la idea de lo clásico.

Pero a menudo la acepción epocal también presenta una singular dialéctica con la primera acepción que aquí hemos consignado (el clasicismo como tradición clásica). En estos casos, las épocas clasicistas se presentan como etapas especialmente marcadas por la pregnancia de los modelos clásicos. Así lo entiende, por ejemplo, Marchán Fiz (2010, p. 23) al referirse a “las recurrencias de lo clásico -categoría estética- en los sucesivos clasicismos -cristalizaciones artísticas-, los cuales traslucen las distintas y sucesivas maneras de interpretar las codificaciones clásicas”. Sin embargo, en algunas ocasiones, las relaciones epocales entre lo clásico y los períodos clasicistas se han entendido precisamente a la inversa: Arnold Hauser, por ejemplo, categoriza como clasicista el arte de la época clásica ateniense y como estilos clásicos a los períodos posteriores (Renacimiento italiano, siglo XVII francés) que vuelven a ese clasicismo originario: “El clasicismo griego se distingue de los estilos clásicos de él derivados precisamente en que en él la tendencia a ser fiel a la naturaleza es casi tan fuerte como el afán de medida y orden” (Hauser, 1978, p. 108). A pesar de esto, y de forma no poco confusa, en la misma obra denominará “clasicismo” al arte del Cinquecento, siguiendo la convención establecida.

El principal problema de conceptuar el clasicismo como época histórica consiste en que cada tradición nacional lo sitúa en épocas distintas, asociándolo por tanto con estéticas y estilos completamente heterogéneos. Tal vez sea el campo de la literatura donde más acusada es esta tendencia a la equivocidad del clasicismo histórico, y así lo han percibido filólogos y críticos literarios como Helmut Hatzfeld:

No hay clasicismo absoluto. Casi todas las literaturas dicen haber alcanzado cada una su propio clasicismo, y en diferentes siglos. El clasicismo italiano de los siglos XV y XVI es un clasicismo renacentista, o clasicismo por excelencia. El clasicismo alemán de comienzos del siglo XIX es un clasicismo romántico. El clasicismo francés, simplemente porque es un clasicismo del siglo XVII, es clasicismo barroco (1941, p. 17).

Hatzfeld no menciona el caso español, tal vez porque entre nosotros se registra la peculiaridad de que el clasicismo literario español no suele categorizarse como clasicismo, sino que se prefiere una denominación que empezó a usarse en el siglo XVIII y que se extendió como convención manualística a lo largo del XIX: la denominación de “Siglo de Oro” (Blecua, 2004). Esta expresión recoge, sin embargo, la que seguramente es la nota más característica de la idea de “clasicismo” entendida al modo histórico: el período clasicista de una tradición literaria o artística vendría a designar su momento de máximo esplendor, su “época dorada”, habitualmente conceptualizada según una metáfora orgánica o biológica. Así, el desarrollo del arte tendría una etapa infantil de arcaísmo, una etapa madura de clasicismo y una etapa decadente de manierismo, barroquismo o romanticismo. Evidentemente, este tipo de conceptualizaciones de la historia del arte son muy típicas del siglo XIX y alcanzan su máxima expresión en la estética de Hegel, pero también se encuentran transformadas en la teoría sobre “la vida de las formas” de Henri Focillon y en muchas otras doctrinas posteriores que adaptan los mismos esquemas bajo diferentes formulaciones.

La asignación de determinados períodos históricos como etapas de clasicismo reviste una especial dificultad en artes relativamente recientes, como es el caso del cine. En un artículo publicado originariamente en 1949 (“L’âge classique du cinéma”), Éric Rohmer se refirió particularmente al problema que suponía la noción de “clasicismo” para un arte que no tenía modelos clásicos antiguos. Para el director francés, esta paradójica situación del arte cinematográfico hacía que el clasicismo fuera, a diferencia de lo que ocurre en las demás artes, un proyecto que construir en el futuro: “Au cinéma, le classicisme n’est pas par derrière, mais en avant” (Rohmer, 1984, p. 49). Sin embargo, lo cierto es que sí hay un período en la historia del “séptimo arte” que se suele identificar con la época clásica del cine: la que va aproximadamente de 1930 a 1970 (aunque este período depende mucho de los criterios y de los autores que se tomen como referencia). El crítico André Bazin fue uno de los primeros en divulgar esta idea: “En 1938 o 39, por tanto, el cine sonoro conocía, sobre todo en Francia y en América, una especie de perfección clásica” (Bazin, 1990, p. 89).

Pero tal denominación no deja de involucrar graves problemas, como se puede notar en la confusión que se produce a menudo entre la denominación de “época clásica del cine de Hollywood” y la de “clasicismo hollywoodiense”. La dificultad estriba nuevamente en el intento por hacer coincidir el concepto periodológico con un concepto normativo de carácter técnico. El propio Bazin ya le había querido dar una significación estilística al concepto cuando, al distinguir entre un cine centrado en la imagen (interesado más en la plástica del montaje que en el contenido narrativo) y un cine centrado en la realidad (en el cual el montaje se hacía “invisible” para ponerse al servicio de la trama), había vinculado este último con el cine clásico americano anterior a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, ha sido David Bordwell quien ha hecho el mayor esfuerzo por darle una carga normativa y estilística al concepto de “clasicismo de Hollywood”, que define como un “sistema de normas que operan en diferentes niveles de generalidad” (Bordwell, Staiger y Thompson, 1997, p. 8). Sin embargo, la lista de rasgos que cita Bordwell como característicos de la “película tipo” del clasicismo hollywoodiense (la iluminación de tres puntos, el montaje en continuidad, el encuadre centrado, etc.) son tan generales y han sido exportados por la industria cinematográfica americana al resto del mundo con tanto éxito que casi pueden encontrarse en cualquier película de cualquier país en cualquier época. El rango temporal tan amplio en que se mueve Bordwell (de 1917 a los años sesenta aproximadamente)10 ya da buena cuenta de que tal grado de generalidad en los criterios seleccionados no es muy útil para realizar clasificaciones y análisis precisos.

Pero tal vez la modalidad más paradójica de esta acepción histórica de clasicismo se encuentre en quienes atribuyen una edad clasicista11 a la propia Antigüedad clásica, como ya hemos visto en el caso de Hauser. Dentro de esta habría autores que todavía no son clasicistas y que tendrían, por ello, un cierto sabor “arcaico”. Lasso de la Vega (1971, p. 42) dice, por ejemplo, que Píndaro “representa un arcaísmo maduro, todavía no un clasicismo”. Otros autores clásicos tampoco serían ya propiamente clasicistas, en este caso porque habrían llegado tarde a esta etapa. El período helenístico, y el alejandrinismo como gusto estético asociado a él, sería el ejemplo idóneo en el ámbito griego. Más dificultoso es el caso de los escritores latinos: Virgilio y Horacio, dos de los pilares del clasicismo literario de todas las épocas, no serían autores clasicistas de acuerdo con la idea del clasicismo ateniense; sí lo serían, en cambio, si se entiende la época de Augusto como el período clasicista del arte romano.12 Sin duda, no sería clasicismo en ningún sentido, de acuerdo con esta concepción, todo lo que cae dentro del período vagamente definido como Antigüedad tardía, que a veces alcanza al siglo II d. C.

Finalmente, es necesario aludir dentro de esta acepción a la idea de “neoclasicismo”, un concepto periodológico que se suele atribuir a aquellas artes (principalmente la literatura, la pintura, la escultura y la arquitectura) que, habiendo experimentado una etapa de esplendor “clasicista” en el Renacimiento, vuelven sobre esos modelos antiguos idealizados en siglos posteriores. Según Wellek (1983, p. 99), el concepto de “neoclasicismo” es acuñado por William Rushton hacia 1863, pero su uso no se generaliza sino hasta la década de 1920, especialmente en el ámbito anglosajón. En opinión de Mario Praz (1969, p. 12), el neoclasicismo es la vía alternativa que siguieron los artistas que no desarrollaron el manierismo del siglo XVI en la dirección del Barroco: “But if the mannerist phase was to lead logically to the baroque, in certain individuals and isolated groups it provoked a return to a more rigid classicism”. Ejemplos de ello serían Milton en la poesía y Poussin en la pintura. En su uso periodológico, no obstante, la noción de “neoclasicismo” suele circunscribirse al siglo XVIII, haciéndolo coincidir prácticamente con la noción de “Ilustración”. La obra escultórica de Canova y la obra pictórica de Mengs son algunos de los ejemplos más citados de arte neoclásico, mientras que entre sus teóricos se puede citar al propio Winckelmann o, entre nosotros, el caso de Ignacio de Luzán (Álvarez Barrientos, 2005).

3.4. Clasicismo como belleza metafísica

En esta acepción, la idea de clasicismo se define habitualmente recurriendo a otras ideas o categorías a las que se considera afín: orden, armonía, luz, claridad, proporción, perfección, naturaleza, racionalidad, imitación, idealización, elegancia, simetría, geometría, pureza, rigor, unidad, virtud, decoro, concinidad, serenidad, objetividad, frialdad, sobriedad, contención, mesura, buen gusto, humanismo, antropocentrismo, cartesianismo, academicismo, esencialismo, cosmos, latinidad, moralidad, canon, excelencia, jerarquía, Antigüedad, Occidente, bondad, belleza y verdad, etc. Naturalmente, esta perspectiva agradecerá, como veremos, los tratamientos dicotómicos: si un arte clasicista se apoya en una estética de la imitación, de la naturaleza o del decoro, un arte no clasicista o anticlasicista se apoyará en una estética de la creación, del artificio y de la transgresión.

Muy importante para este sentido de la idea es el llamado clasicismo francés, que muchas veces se ha tomado (especialmente por autores franceses) como el clasicismo por excelencia. Los autores franceses del siglo XVII se habrían presentado como los auténticos herederos o continuadores del clasicismo atemporal iniciado por los autores griegos, como sugiere Racine en el prólogo de su Ifigenia: “He reconocido con placer, por el efecto que ha producido en nuestro teatro todo lo que he imitado de Homero o de Eurípides, que el buen sentido y la razón son iguales en todos los siglos. El gusto de París resulta coincidente con el de Atenas” (citado en Peyre, 1966, p. 96). Pero esta postura sobre la unidad de un clasicismo atemporal, igual que la idea de un clasicismo francés unitario, es más una ideología sostenida por algunos de sus representantes y defensores que una realidad histórica. Así, Alain Génetiot explica que:

[…] la présentation d’un classicisme homogène, incarnation d’une essence à un moment de grâce de la civilisation française, est une invention de l’histoire littéraire des Modernes et du XVIIIe siècle relayée par l’enseignement scolaire au XIXe siècle dans un projet de définition culturelle de l’identité nationale (2005, p. 4).

Tal y como venimos señalando, la construcción de la idea de “clasicismo” (del clasicismo francés en este caso) depende en gran medida de una operación realizada por los románticos a finales del siglo XVIII y principios del XIX.

La visión que sobre el clasicismo francés se ha divulgado a partir de esta época ha soslayado ciertos elementos ciertamente “anticlasicistas” que pueden encontrarse en casi todas las preceptivas francesas del siglo XVII. Como ha recordado Kibédi Varga (1990, p. 25): “Le classicisme, nourri non seulement de la mimesis aristotélicienne, mais aussi des philosophies de la Renaissance, ne peut pas ignorer entièrement l’idée d’une activité humaine créatrice”. Se tiende a olvidar, de esta forma, que la naturaleza a cuya imitación se apela constantemente no es la naturaleza real, sino una idealización que Batteux codificará mediante la idea de belle nature. Se tiende a olvidar que en el gran manifiesto del clasicismo francés, L’art poétique de Boileau, se afirma explícitamente, siguiendo a Horacio, que para la creación poética no basta la técnica, el ars, sino que es indispensable el genio o el talento innato, el ingenium. Tampoco se suele recordar que el mismo Boileau es el principal introductor en Francia del Pseudo-Longino y de la idea de lo sublime, que tanto recorrido tendría en la estética romántica, o que algunos de los principales preceptistas del clasicismo francés, como Chapelain o Le Bossu, se esforzaron por incluir las categorías de lo maravilloso o de lo extraordinario en sus concepciones de la verosimilitud en el género de la épica. Se tienden a olvidar, en definitiva, muchos componentes que se encuentran en el centro mismo de la poética clasicista y que luego recibirán, sin embargo, el nombre de románticos o de anticlasicistas.

Por todo ello, este tipo de concepciones del clasicismo favorecen extraordinariamente su oposición dicotómica con otros conceptos análogos de la estética o de la historia del arte, principalmente con el Romanticismo.13 Otra oposición habitual es la que contrapone el clasicismo al manierismo. Arnold Hauser, al mantener la discutible opinión de que el “manierismo significa uno de los cortes más abruptos de la historia del arte” (Hauser, 1971, p. 16), lo opone dicotómicamente al clasicismo propio del alto Renacimiento italiano, con el que habría roto abruptamente: “El anticlasicismo del arte manierista significa, en el fondo, la negación de la normatividad, del carácter paradigmático y de la validez humana general del arte del alto Renacimiento” (Hauser, 1971, p. 60). Encontramos el mismo carácter opositivo si acudimos a la teoría del barroco de Eugenio d’Ors (1964, pp. 149-150), para quien “lo que se diga del barroquismo en forma positiva debe entenderse aplicable al clasicismo en forma negativa y recíprocamente”. Según D’Ors (1993, p. 222), lo barroco y lo clásico constituyen sendos “eones” que, en perpetua alternancia, se presentan como constantes transhistóricas imperecederas que eventualmente se pueden materializar en estilos históricos concretos.14 Aquí se observa la ligazón de este sentido del clasicismo con su sentido estilístico o normativo, entendido a menudo como una concreción suya. La idea metafísica del clasicismo tiene una perspectiva y un alcance mucho más general: rebasando la escala histórica de los estilos y de las épocas, se esfuerza por reconocer tendencias más amplias que se relacionarían con aspectos espirituales del ser humano o con facultades metafísicas innatas de su entendimiento o de su sensibilidad.

Este tipo de conceptuaciones opositivas desborda a menudo el ámbito de lo artístico o lo estético para situarse en una perspectiva más amplia, de tipo cultural, social, antropológico, moral o político. El clasicismo se verá en estos casos como el trasunto de ciertos valores humanos, relacionados principalmente con la Antigüedad, que el mundo moderno habría transgredido o pervertido. Así, por ejemplo, Lasso de la Vega (1971, p. 14) dice: “Concedo yo que la masificación, concedo que el materialismo, el maquinismo y otros terribles adelantos imperantes al día son enemigos del Clasicismo y de su concepto del hombre, que será siempre un hombre de clase”. Estos valores propios del clasicismo se entenderán a veces como pertenecientes a un pasado irrecuperable, pero también, en algunos casos, se verán desaparecer y reaparecer periódicamente de acuerdo con una concepción cíclica de la historia. Esta es, por ejemplo, la visión de Halbach (1948, p. 192), quien sostuvo que cada trescientos años se produce un renacimiento de lo clásico.

¿Qué alcance se le puede atribuir a este tipo de teorías metafísicas y ahistóricas del clasicismo? Algunos críticos de tendencia marxista o sociológica no han dudado a la hora de percibir en esta metafísica el trasunto de una ideología propia de las clases sociales dominantes en cada época. Arnold Hauser es uno de los principales expositores y defensores de esta tesis. Para él, la doctrina del clasicismo que cristalizó en Italia durante el Quattrocento y el Cinquecento es fundamentalmente el reflejo de la estructura jerárquica de la sociedad italiana del momento:

Tal sociedad habrá querido prestar a la obra de arte el carácter de normatividad y necesidad. Habrá expresado con ello una “sublime necesidad” y procurado demostrar mediante el arte que existen criterios y normas de validez general, inconmovibles e intangibles, que en el mundo domina un sentido absoluto e invariable, y que este sentido se halla en posesión del hombre, si bien no de un hombre cualquiera. Las formas del arte habrán de ser, de acuerdo con las ideas de esta sociedad, paradigmáticas, habrán de operar de manera definitiva y perfecta, lo mismo que el orden que enseñorea la época. La clase dominante buscará en el arte, ante todo, la imagen del sosiego y la estabilidad que persigue en la vida (Hauser, 1978, pp. 434-435).

Sin embargo, tal reducción sociológica no parece solucionar el problema de forma satisfactoria.15 La idea metafísica del clasicismo, como toda idea metafísica, debe contener algún contenido positivo, efectivo, que explique su gran rendimiento histórico en contextos muy diferentes, más allá de los condicionantes sociopolíticos a los que indudablemente está siempre sujeta. Desde nuestra perspectiva, tal idea no sería más que el resultado de conceptualizar con un formato metafísico y ahistórico un concepto plenamente funcional e histórico que nace en cada arte y que tiene que ver con la acepción normativa del clasicismo. En efecto, cada categoría artística ha tendido a tomar como molde o canon una serie de elementos que han funcionado como substrato o sustancia para su desarrollo histórico. Es el caso de los cinco órdenes que veíamos descritos por Summerson en arquitectura, pero también de los topoi analizados por Curtius como correa transmisora de la historia de la literatura occidental.

La idea metafísica del clasicismo no sería sino el resultado de tomar esos moldes o cánones sobre los que históricamente se ha configurado cada categoría artística para elevarlos hasta convertirlos en hipóstasis ahistóricas. Sin embargo, y precisamente por su contenido positivo y normativo originario, estas hipóstasis metafísicas han funcionado históricamente con toda efectividad, hasta el punto de que han alimentado por igual tanto las poéticas más rígidamente clasicistas como aquellas que han hecho de la transgresión sistemática de esos cánones su carácter definitorio (romanticismo, vanguardias, “postmodernismo”). Aunque sea para negarlos, los componentes “clásicos” que constituyen la sustancia “clasicista” de las diferentes categorías artísticas están siempre presentes de una manera u otra en las artes, incluso en períodos categorizados habitualmente como “anticlasicistas” (manierismo, Barroco, Romanticismo, modernismo). Ese es precisamente el “fulcro de verdad” que cabe atribuir a las conceptualizaciones metafísicas y ahistóricas de la idea de “clasicismo”.

4. Algunas conclusiones y aplicaciones

La sistematización de concepciones del clasicismo que hemos presentado no tiene, naturalmente, la pretensión de agotar por completo todos los sentidos que esta idea (y, correlativamente, la idea de “clásico”) pueda adquirir en diversos contextos. Tampoco debe entenderse que los cuatro sentidos que hemos disociado analíticamente se tengan que presentar aislados en la práctica; de hecho, ocurre casi siempre lo contrario. Precisamente la primera conclusión que cabe extraer de tal sistematización es que los problemas eminentemente filosóficos que suscita la idea misma de lo clásico dependen de la combinación (cuando no de la confusión) entre diversas maneras de entender la idea de “clasicismo”. Es interesante analizar desde esta óptica algunas de las ideas más influyentes que sobre lo clásico se han divulgado en las últimas décadas, como la que debemos a Hans-Georg Gadamer.

Como es sabido, Gadamer presenta la idea de “tradición” como noción clave de su hermenéutica filosófica. La tradición sería el marco de “prejuicios” transmitidos que posibilitan la comprensión en cada época histórica. Es en el seno de la tradición donde el concepto de lo clásico adquiere una particular relevancia. En la medida en que acepta la definición de lo clásico como “una especie de presente intemporal que significa simultaneidad con cualquier presente”, Gadamer (1996, p. 357) concede que el sentido primigenio de lo clásico hay que buscarlo en su acepción normativa, aunque también se desliza a su acepción metafísica en cierta medida. Pero, puesto que este concepto normativo se pone siempre en correspondencia con alguna época histórica (particularmente, con la llamada Antigüedad clásica), Gadamer acepta también que el concepto de lo clásico se articula temporalmente. Más concretamente, esta temporalidad de lo clásico aparece siempre como un “rasgo retrospectivo”, como una suerte de nostalgia por un tiempo mejor ya pasado: “La conciencia ante la que se destaca la norma clásica es una conciencia de decadencia y lejanía. No es casual que el concepto de lo clásico y del estilo clásico se deba a épocas tardías” (Gadamer, 1996, p. 358). De esta manera, lo clásico, entendido como “el concepto de una época fundido con el de un estilo”, se convierte en uno de los componentes fundamentales de la tradición que mediatiza la comprensión histórica de cada época. Pero lo clásico, por su propia naturaleza, tiene para Gadamer un carácter especial. Historizar el concepto normativo, estilístico, equivale a su “desarraigo”, pues hace presente a cada época lo que por definición es un pasado irrecuperable: “En lo ‘clásico’ culmina un carácter general del ser histórico: el de ser conservación en la ruina del tiempo” (Gadamer, 1996, p. 359). La paradoja que está en la raíz de lo clásico es esta ambivalencia de lo “pasado como lo no pasado”, porque “lo que es clásico es sin duda ‘intemporal’, pero esta intemporalidad es un modo del ser histórico” (Gadamer, 1996, p. 359). Así, para Gadamer, lo clásico no representa una excepción que anule la “distancia histórica” de los textos, como erróneamente le atribuye Hans Robert Jauss (2013, pp. 188-190), sino que lo clásico representa para él un caso paradigmático del sustrato en que se mueve la tradición, porque ejemplifica la continua mediación entre el pasado y el presente que se pone en juego en toda comprensión histórica (Gadamer, 1996, p. 360).

El tratamiento de lo clásico en Gadamer extrae su potencia del carácter paradójico que tienen, tomadas conjuntamente, la segunda y la tercera (y aun la cuarta) de las acepciones de la idea de clasicismo que hemos enumerado. Se trata, en definitiva, de la desavenencia entre lo normativo y lo histórico. Otras paradojas surgen cuando se combinan entre sí las diferentes modulaciones del clasicismo. Así, la “Teoría del clasicismo” expuesta por José Ortega y Gasset (1966, pp. 68-75) rechaza el concepto normativo de “clasicismo” -“no como un tipo dogmatizado” (p. 68)- y el concepto histórico -“el error de pensar el clasicismo según una noción cronológica” (p. 71)- para partir más bien de un concepto “sobrehistórico” del clasicismo: “algo así como un principio de la conservación de la energía histórica” (p. 69). Aboga Ortega en este escrito por desvincular tal noción de la literatura o de las artes para extenderla a la historia, a la ciencia, a la ética, al derecho o a la política. Así pues, el principio vital de lo clásico es para Ortega algo que desborda la estética para convertirse en todo un principio histórico de carácter optimista. En efecto, la visión pesimista de lo clásico como una Grecia idealizada a la que hay que volver no es para Ortega un ideal deseable propio del clasicismo -“¿y para qué dos Grecias si con una basta?” (p. 73)-, sino más bien una idea propia del romanticismo. El clasicismo que Ortega reivindica, aludiendo a la doctrina nietzscheana del superhombre, no entiende el modelo de los clásicos grecolatinos como un pasado irrecuperable al que sigue una decadencia en el presente desde el que se habla (una visión como la de Gadamer, que para Ortega sería ejemplo de un “clasicismo romántico”), sino que lo entiende precisamente como “esa lucha por mejorarse, por superarse” que el “ideal seguro y perenne” del “verdadero clasicismo” pone ante nosotros (p. 75). En este caso, el filósofo español ha realizado su planteamiento del clasicismo cruzando de forma original la primera y la cuarta de las acepciones que aquí hemos enumerado: el clasicismo como tradición clásica grecolatina en el mundo contemporáneo y el clasicismo como eterno ideal humano en sentido metafísico.

Más allá de su personal propuesta filosófica, hay en estos textos de Ortega una verdad de carácter histórico que hemos tratado de poner de manifiesto en el presente artículo: que la idea de “clasicismo”, tal y como fue acuñada a finales del siglo XVIII y principios del XIX, es esencialmente un concepto romántico. Se evidencia de esta manera que hay filósofos contemporáneos que han sabido apreciar el carácter multívoco y complejo de la idea de “clasicismo”, aunque cada uno haya recorrido a su manera sus diferentes sentidos y matices. Es, sin embargo, en los tratados y en los diccionarios de estética y de filosofía del arte donde de forma más contumaz persiste la indiferenciación y el tratamiento confuso de esta idea, cuya clarificación teórica nos parece el punto de partida indispensable para toda filosofía del clasicismo.

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1 “Es lamentable que no podamos distinguir claramente en francés, como lo hacen los ingleses, entre ‘clásicos’ y ‘clasicistas’, entre los clásicos y sus partidarios” (Peyre, 1966, p. 34). Pero es dudoso que tal indistinción se deba a la lengua francesa. Más bien se debe al propio planteamiento de Peyre, que renuncia explícitamente a sistematizar los diferentes sentidos de la idea de clasicismo para no “complicar inútilmente las cosas” (Peyre, 1966, p. 31).

2 Schiller desarrolla ideas que ya estaban en la Crítica del juicio de Kant, quien es, para José Luis Villacañas (1990, p. 55), el auténtico filósofo del clasicismo: “Clasicismo es así la teoría que mantiene que en algún momento del género humano la naturaleza y la historia se han vinculado esencialmente, proponiendo en el tiempo una Bildung apoyada en una civilización, que reúne de manera ideal, y expresada en productos, la síntesis modélica de naturaleza y libertad”.

3 Pero también de una escuela neoclásica, que comprendería aproximadamente el período de 1870 a 1920, representado por economistas como Alfred Marshall. Sobre el concepto de lo clásico en economía, cfr. Imaz Franco (2017).

4 Sobre el concepto de lo clásico en física, cfr. Dale Valdivia (2017).

5 Una excepción a esto puede encontrarse en la retórica, si se entiende como disciplina independiente de la literatura. Estudiosos de la retórica antigua -por ejemplo, Gelzer (1979)- hablan de clasicismo para referirse al aticismo que algunos rétores griegos, como Dionisio de Halicarnaso, promovieron en el mundo romano.

6 Un “clasicismo moderno” que en la arquitectura de la segunda mitad del siglo XX habría reaccionado contra los excesos del movimiento moderno es objeto de estudio exhaustivo por parte de Stern (1989). Charles Jencks (1987) también ha sostenido que en la arquitectura postmodernista se puede identificar un nuevo clasicismo.

7 Sobre el clasicismo moderno en música, con especial atención al caso español, cfr. Piquer Sanclemente (2008).

8 Algunos autores han tratado de categorizar el desenvolvimiento de este estilo clasicista en la danza como una etapa histórica, pero en general han preferido acudir a la noción de “neoclasicismo”. Así lo hace, por ejemplo, Paul Bourcier (1978).

9 Para evitar este tipo de circularismo en las definiciones de períodos históricos demasiado estrechos, resulta interesante la propuesta de Génetiot (2005), quien analiza el clasicismo como un término de longue durée que empieza con el Renacimiento y acaba con el Romanticismo.

10 Últimamente, Baptiste Creps (2021) ha introducido la categoría de “neoclasicismo hollywoodiense” para referirse al retorno que se experimentó en el cine comercial americano a los modelos de su etapa clásica durante los años ochenta. Su principal representante sería Steven Spielberg.

11 Ballesteros Arranz (2015) la sitúa aproximadamente entre el 511 y el 336 a. C., es decir, entre el establecimiento de la democracia ateniense y Alejandro Magno. Los tres tragediógrafos clásicos, el Erecteion o el Partenón, Fidias, Praxíteles, Mirón o Policleto son presentados como ejemplos descollantes del clasicismo griego.

12 Para una crítica de la concepción puramente clasicista del arte del siglo de Augusto, cfr. Galinsky (1999). Cfr. también la crítica de Aguiar e Silva (1962, pp. 7-20), para quien este uso del concepto de “clasicismo” comprometería su unidad y ofrecería una imagen “falsa” de la cultura griega antigua.

13 La oposición se mantiene pero se matiza en autores como Pauli (1948, p. 12), para quien el clasicismo es “esencialmente normativo, y se opone en este aspecto a la libre actuación de la propia individualidad, aunque, naturalmente, está muy lejos de poner impedimentos al desarrollo de grandes personalidades. Sólo en él aparecen los grandes artistas precisamente como realización del canon artístico”. Frente a esto, el romanticismo se caracterizaría por el “principio del individualismo de la forma”, cosa que haría de lo romántico, no ya un estilo normativo, sino una especie de sensibilidad.

14 Una visión menos metafísica y más ajustada del Barroco es la que lo considera al mismo tiempo como punto de partida y como punto de llegada del clasicismo. Así, por ejemplo, Tapié (1978, pp. 36-37): “El Clasicismo francés del siglo XVII habría surgido, pues, del Barroco, mientras que el Clasicismo del arte renacentista se habría descompuesto y disgregado en el Barroco”.

15 La misma justificación sociologista, en este caso para el clasicismo francés del siglo XVII, puede encontrarse en Friedrich Antal (1978, p. 26): “Dicho período, caracterizado por la expansión de la clase media y su ascenso a una posición de poder, produjo necesariamente un arte clasicista, es decir, un arte que surgía de la concepción racionalista de la vida peculiar a dicha clase”. También Tapié (1978, pp. 197-230) ofrece un tratamiento contextual en clave sociopolítica del mismo período artístico. Sin duda fue Sartre (1948, p. 99) el primer gran defensor de esta postura.

Recibido: 27 de Enero de 2022; Aprobado: 30 de Abril de 2022

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