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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.67 México sep./dic. 2023  Epub 13-Nov-2023

https://doi.org/10.21555/top.v670.2284 

Artículos

Antes de la imagen. Das Unheimliche y superficie en la ontología freudiana

Before the Image: Das Unheimliche and Surface in Freudian Ontology

1Universidad Complutense de Madrid, España. ccaranci@ucm.es


Resumen.

Este artículo regresa al clásico texto de Freud Das Unheimliche para tratar de exhibir la dimensión productiva y la perspectiva de futuro que le son inherentes. Para ello, se visitan las propuestas del artista Mike Kelley y del filósofo Giorgio Agamben que tratan de ilustrar plásticamente las características de esta noción. Se examinan, a continuación, las tesis freudianas sobre el manejo de los significantes en un marco de angustia unheimlich, esto es, de pérdida súbita de las referencias habituales. Se termina defendiendo que es la apuesta de vanguardia del futurismo, de la que el texto de Freud sería epitafio, la que mejor permite exhibir la importancia crucial del término Unheimliche para la ontología psicoanalítica.

Palabras clave: Das Unheimliche; imagen; superficie; arte; futurismo

Abstract.

This article revisits Freud’s classic text Das Unheimliche with the aim of exhibiting the productive dimension and the perspective of the future that are inherent to it. To this end, the proposals of the artist Mike Kelley and the philosopher Giorgio Agamben are explored in an attempt to illustrate plastically the characteristics of this notion. This exploration is followed by an examination of the Freudian theses on the handling of signifiers in a framework of Unheimliche-induced anguish, that is, of sudden loss of habitual references. The paper concludes by arguing that it is the avant-garde bet of Futurism, of which Freud’s text would be the epitaph, that best allows us to show the crucial importance of the term Unheimliche for psychoanalytic ontology.

Keywords: Das Unheimliche; image; surface; art; Futurism

Introducción

En 2019, varias exposiciones conmemoraron el centenario de la redacción del famoso ensayo Das Unheimliche, de Sigmund Freud. Una de ellas, en el propio Freud Museum de Londres, ilustraba a través de objetos las características típicas de los ejemplos dados en aquel ensayo; otra, en el Museo de Artes Aplicadas de Viena, titulada Uncanny Values: Artificial Intelligence & You, rondaba la idea del “valle inquietante”, o la paulatina difuminación de la línea que separa la definición de “máquina” de la de “ser humano”. El acercamiento de estas dos propuestas expositivas a la noción de lo Unheimliche conservaba la fidelidad a la descripción freudiana,1 que lo define como “un asunto del examen de realidad”, “un asunto de la realidad material”, que es reemplazada por la psíquica, a la que el sujeto da creencia (Freud, 1992c, pp. 244 y 247-248). El propio Freud reconoció la dificultad de hallar en el campo de las artes ejemplos de experiencias que pudieran integrarse en la categoría de lo Unheimliche: no se logra, en la ficción, un efecto puro; no resultan unheimlich muchas cosas que en la vida real sí lo serían (cfr. Freud, 1992c, p. 249). Con una excepción, al parecer: el sentimiento unheimlich provocado por la vivencia de etapas superadas del desarrollo es menos poderoso que lo que proviene de complejos infantiles reprimidos que retornan.

Es célebre la manera en la que Freud, gracias a una sugerente definición de Ernst Jentsch, desglosa los términos en los que puede hablarse de esa sensación de incertidumbre intelectual, “algo dentro de lo cual uno no se orienta” (Freud, 1992c, p. 219). Es la ambigüedad producida por la sospecha de que un ser en apariencia inerte pueda tener vida (los muñecos orgánicos de Blade Runner) o de que un ser en apariencia vivo sea en verdad inanimado: la autómata Olimpia del cuento de Hoffmann, El hombre de arena. Pero Freud asocia la sensación unheimlich que emana de este relato a la propia figura del hombre de arena, ser del folclore que amenaza con arrancar los ojos a los niños desobedientes. Su presencia cumple el rol del “desbaratador del amor” (Freud, 1992c, p. 231), tanto hacia la amada Clara como hacia Olimpia, en cuanto que subrogado del padre, de quien se espera la castración; luego se trata de una presencia angustiosa que ensombrece el objeto del deseo, imposibilitando la relación con él, terreno del retorno del complejo infantil.

Lo Unheimliche es definido como el trastorno experimentado por la resurrección, en las condiciones adultas marcadas por la castración, de una época anterior a esta, previa a la pérdida del particular paraíso egoísta infantil, presimbólico, absolutista, cuando se daba un “inmediato cumplimiento de deseos” (Freud, 1992c, p. 232). Del contenido infantil que retorna, lo importante no es si en su momento era algo que efectivamente produjera angustia, sino si sufrió represión. El reino de lo Unheimliche sería el del inmediato y abrasivo cumplimiento de deseos a pesar de la castración, por ejemplo, observar en su eficacia una fantasía primitiva benigna, como el retorno a la madre, pero a través del filtro de su prohibición, vuelta ahora angustia del regreso efectivo y mortal al seno primordial. La aparición de lo Unheimliche es la constatación del corte de la castración que inaugura el universo lingüístico del sujeto; dicho a la inversa, solo en un escenario castrado, necesariamente limitado y de plenitud frustrada, solo en la situación actual del deseo parcial, puede percibirse la -de otro modo, inefable- abstracción pulsional infantil narcisista, aobjetual, totalizadora y sin frustración, precastración, como memoria del proceso de investidura del objeto actual. No porque de esa totalidad pulsional veamos su resto, que condena con una sombra fantasmal a las imágenes actuales; no porque de ella solo captemos lo que nos está permitido por los recursos de nuestro marco trascendental en castración; y no porque el desear omnipotente infantil exista como límite estructural del desarrollo de la propia realidad cotidiana del sujeto, ya que esto cifraría este deseo en negativo, como algo inalcanzable.

Lo Unheimliche es un vivenciar actual que desestabiliza la norma presente, sumerge al objeto de la relación libidinal en una ambigüedad que emborrona las líneas entre lo hogareño y lo extranjero, lo interior y lo externo, lo infantil y lo cultural, el cuerpo y lo simbólico, es decir, las líneas que demarcan el lugar simbólico del sujeto, quien ya no puede gozar de aquella plenitud primitiva y, en su lugar, solo posee el lenguaje. Lo que “retorna” en época adulta, como voy a mostrar, es la exhibición del instante cero del gesto constitutivo del ámbito de deseo posible del sujeto. En efecto, valorando desde otro enfoque este retorno de lo reprimido puede captarse el componente afirmativo de la noción de lo Unheimliche. Para ello, propongo revisitar otra exposición, que puede ponerse como el paradigma de todas las que han venido después: el proyecto The Uncanny, del artista Mike Kelley, en la exhibición Sonsbeek (Arnhem, Países Bajos) en 1993 (y más tarde también en las sedes del Tate en Liverpool y Londres), tal vez uno de los esfuerzos más interesantes para tratar de describir la dimensión estética de lo Unheimliche. Tomándolo como pretexto, planteo añadir dos salas más, salas virtuales que lo completarían y cuyas hipotéticas obras recolecto, en primer lugar, de la serie de propuestas estéticas, susceptibles de relacionarse con este concepto, que Giorgio Agamben ofrece en su libro Estancias. En segundo lugar, y contra todo pronóstico, tomo la apuesta estética del futurismo en cuanto que es la vanguardia clave, defiendo, que permite demostrar la auténtica radicalidad de la ontología psicoanalítica, fundamentada en torno a la noción de lo Unheimliche.

Freud escribió su texto tras la Primera Guerra Mundial, justo cuando los sueños utópicos del futurismo se habían visto aniquilados: su impulso hacia la máquina; su pasión por lo nuevo, que haría tabula rasa con los órdenes de valor preexistentes; su conceptualización de la guerra como puesta a cero del mundo para reiniciar un nuevo sistema, no solo plástico y lingüístico, sino también social y económico, un nuevo orden que se liberara del cieno del pasado para encarar un mañana antiburgués, se habían visto reducidos a escombros. No solo por la descomunal catástrofe humanitaria, no solo porque muchos de sus artistas perecieron en la contienda (Boccioni, por ejemplo, en las maniobras militares), sino también porque esa puesta a cero, en Europa, se acabó revelando como el reciclaje de las relaciones tradicionales de poder, no su elisión -excepto en Rusia, donde, durante el periodo revolucionario, el cambio en los lenguajes plásticos sí se simultaneó con un cambio sistémico-. ¿Es este texto de Freud una suerte de epílogo aciago del proyecto artístico de toda una época? ¿La constatación de que la puesta a cero del mundo abisma al sujeto a un espacio mortal de deseo imposible? Por el contrario, las investigaciones de Freud tras la guerra permiten captar, más allá de las poses epocales del futurismo, el nivel productivo del arriesgado gesto vanguardista de asomarse al estrato liminal de la realidad para empezar de nuevo, tal y como exponían los manifiestos artísticos. Pretendo identificar, en este artículo, la angustia desertificante que irrumpe en lo Unheimliche -entendida como la pérdida de eficacia de las relaciones libidinales del sujeto para con el mundo- con el vértigo futurista que arrasa con los soportes simbólicos preexistentes: el fin es individualizar, en ambos términos, un ademán postulante, una necesaria orientación de porvenir; espero mostrar, con este acercamiento, la fundamental tensión emancipadora que es inherente al giro dado por Freud a su teoría a partir de los años veinte.

En las páginas que siguen aspiro a responder a las siguientes preguntas: ¿hay posibilidad de entender lo Unheimliche más allá de como una desestabilización de la norma, más allá de una exhibición de la vulnerabilidad del sujeto moderno, como sostienen los autores citados? ¿Se frena ahí la importancia del término freudiano? ¿Se puede percibir en esta noción fundamental para el psicoanálisis la radicalidad de un ademán utópico? La respuesta afirmativa pasa por no abandonar el campo estético, ya propuesto por Freud, pero tomando, como terreno de lucha, la ética futurista.

The Uncanny

El proyecto expositivo de Mike Kelley consistió en una colección de objetos e imágenes, recopilados a lo largo de los años, que pretendía respetar la taxonomía establecida por Freud para definir esta sensación, a saber, una experiencia extrañante ante la que el sujeto se ve restituido por “inmemoriales memorias perturbadoras” a un estado primordial infantil, en el que el límite entre lo propio y lo exterior, el sujeto y el objeto, no había sido aún demarcado, con lo que sufría el yo una incongruencia respecto del propio cuerpo (una out-of-body experience) (Kelley, 1993, pp. 5 y 25). Kelley incluye figuras de presencia y escala antropomorfas, o imágenes revestidas de color y textura similares a las de la carne humana, que producen incómodas evocaciones de realidad. Habla también de figuras troceadas, miembros seccionados de sus cuerpos que actúan solos, fragmentos que, siguiendo a Freud, son unheimlich porque se hallan cercanos al complejo de castración. Aquí aparece, en primer lugar, la escultura funeraria, que encarna la dimensión corporal del difunto entre los vivos, los animales disecados, o los muñecos y prótesis empleados para los efectos especiales de las películas. Kelley incluye tanto la descoyuntada escultura de Rodin como la necesaria alusión al surrealismo (Hans Bellmer como paradigma del cuerpo desmembrado).

Y, como otro fragmento desprendido del yo del sujeto, Kelley dedica un gran espacio al doble, el suplemento fantasmático del cuerpo narcisista infantil a través del cual el niño siempre veía satisfechos sus deseos, solo que reapareciendo en alucinaciones visuales en época adulta como aquel que cumple sus tendencias más inconfesables, arruinando su equilibrio con el entorno. Se conecta con la “sobrestimación narcisista de los propios procesos anímicos” en neuróticos obsesivos: coincidencias inusuales, presentimientos, creencia en el destino, o la atribución de virtudes a personas o cosas (Freud, 1992c, p. 240). Si el doble, como formación primordial, duplicaba la efigie del individuo para contrarrestar la posibilidad de su desaparición, su retorno una vez reprimido se vuelve la señal amenazante de la presencia de la muerte (cfr. Freud, 1992c, p. 235). Aquí Kelley menciona de nuevo la noción de “estatua” como lo que está presente, lo que sustituye a, lo que vale por lo vivo: exvotos, figuras apotropaicas o la escultura hiperrealista de John de Andrea.

La idea que rige el ensayo de Kelley es la imposibilidad, para el pensamiento de la Modernidad, de sustraerse al mecanismo sublime que tiende a una instancia última como totalidad sensible, cuya captación por nuestros sentidos, empero, es imposible en sí, dificultad que solo puede ser superada mediante el ejercicio racional; es la imposibilidad de sustraerse a la lógica que asume una totalidad abstracta como trasfondo regulador, como garantía para poder pensar el fragmento en cuanto objeto sensible autónomo. Asumir el fragmento como un todo y reubicarlo en nuevos sistemas, como hace el cubismo con el collage, no cuestiona su completitud, dice Kelley: no hay lugar, en el arte de lo que los anglosajones llaman high Modernism, para el recorte, el trozo, la incompletitud como tal (Kelley, 1993, p. 15). Menciona al respecto los maniquíes surrealistas, los montajes clásticos de Cindy Sherman, o los ready-mades de Duchamp o Manzoni, en donde el objeto, o la modelo, sufren una desmaterialización en su traslado al ámbito artístico, en el que dejan de ser “ellos mismos” y se vuelven su propio doble.

The Uncanny termina aproximando el sentimiento unheimlich al fetichismo, ya que ambos gestos destacan el fragmento: en el primer caso, como trozo que ha desconectado sus lazos con la identidad del cuerpo portador; en el segundo, como trozo que es metonimia del genital. La represión fetichista es un subterfugio que reconoce inconscientemente que el subrogado del objeto reprimido no es el fin deseado pero aun así lo toma como tal, posibilitando la excitación sexual. En el reino de lo Unheimliche, en cambio, sufre represión el nexo entre el fragmento y el universo de sentido libidinal que le correspondía; por lo tanto, no hay posibilidad de excitación sexual, de activación de las fantasías que vehicularían la posibilidad de satisfacción real, sino un objeto vaciado (y no tanto un vacío de objeto), que bloquea el camino del deseo exhibiendo su pura, anuladora, átona superficialidad.

Inquietamente familiar

Insistiendo en el tono adoptado por Kelley, y para completar su proyecto expositivo, sugiero incorporarle las propuestas artísticas que ofrece Giorgio Agamben en Estancias (2011). Para realizar una parada intermedia en el recorrido que planteo, escojo este libro porque en él se llama la atención sobre la importancia nodal de la noción de lo Unheimliche en el proyecto freudiano a partir de la aproximación a ciertas prácticas estéticas.

Agamben habla de la alteración que la era industrial introdujo en la relación habitual entre el ser humano y los objetos: junto al valor de uso y el de cambio, el autor sugiere otras tipologías, como el uso sacrificial y el poético; su tesis es que, así como los circuitos del don y del sacrificio ritual restituyen al mundo sagrado lo que el uso utilitario profano ha degradado, a saber, el valor de maná, del mismo modo, mediante la actitud poética y artística de la Modernidad, se arranca al objeto de las esferas del consumo (valor de uso) y de la acumulación (valor de cambio) y se “lo restituye a su estatus original” (Agamben, 2011, p. 58).2 Solo a través del desarraigo artístico-sacrificial se da el salto alienante, no del objeto cotidiano al arte, sino de la destrucción tanto del objeto de uso como del objeto de arte a la aparición del acontecimiento de su verdad o “epifanía estética”: el desencaje, la extranjerización del objeto positiva la apropiación de lo inefable de las cosas, la reificación de lo no reificable (cfr. Agamben, 2011, p. 59).

En lo que podría ser una nueva sala en la exposición de Kelley, Agamben localiza estos procesos en productos artísticos como la poesía de Baudelaire o los dibujos humorísticos de 1844 de Grandville, en los que el objeto cotidiano alcanza una segunda vida al ponerse “en duda la conexión que une a cada cosa con su propia forma, a cada criatura con su ambiente familiar” (Agamben, 2011, p. 61). La resistencia contra la cosificación y degradación de las cosas, la demanda extrema, “típicamente moderna”, de una relación de otro tipo con ellas, “se expresa criptográficamente en el aura amenazante que envuelve a las cosas más familiares, junto a las cuales ya no es posible sentirse a salvo” (Agamben, 2011, p. 61). La alusión a lo Unheimliche halla aquí su oportunidad.

Páginas más adelante, el filósofo italiano recupera de nuevo el concepto freudiano a propósito de otro asunto, que podría suponer una ulterior vitrina en The Uncanny: el recurso retórico del emblema, típico de los siglos XVI y XVII y heredero de la mística medieval, que basaba su éxito de significación, no en la convergencia entre la apariencia y la esencia, sino, al contrario, en su “incongruencia y dislocación” (Agamben, 2011, p. 168) visual, como hace la alegoría, donde era la distancia entre dos diferentes esferas semánticas lo que permitía vehicular un conocimiento superior, oculto a la atención cotidiana. La verdad de las cosas creadas por Dios, que no es susceptible de ser alcanzada por nuestro entendimiento, tendría su modelo en el desarraigo de la cosa respecto de su significado o contexto mundano; con la llegada de la Modernidad, empero, ese resto genuino, que se desprendía de los intersticios entre los elementos que son manejados en la alegoría o el emblema, deja de ser el receptáculo de la espiritualidad y se vuelve el “depósito de ruinas” que alimenta “lo Inquietante” (Agamben, 2011, p. 171). Sigue aquí al pie de la letra al Freud que escribe que el resurgimiento de lo antiguo, tras su represión, es análogo a cómo “los dioses, tras la ruina de su religión, se convierten en demonios” (Freud, 1992c, p. 236).

Agamben ubica la reflexión sobre lo Unheimliche en el centro de la discusión psicoanalítica en cuanto esta presupone una escisión del habla, dice, en una “palabra oscura”, manifestada en modos impropios, y una “palabra clara” consciente: la traducción de una a la otra constituiría la base de la Deutung (Agamben, 2011, pp. 172-173). La diferencia entre significado y significante se vuelve, durante el análisis, la más alta, defiende Agamben, algo que enlaza con la reflexión, típica del pensamiento “occidental”, sobre la escisión metafórica del significante entre un “significado primario” y otro que le es impropio (Agamben, 2011, p. 176).3 Concluye que nada preexiste a esa operación sémica, que no hay un lazo metonímico entre los significantes presentes y un significado necesariamente oculto. El psicoanálisis no constataría la afirmación de la dualidad forma/significado, pasado infantil/presente de cultura, o cuerpo/psique, sino su ruina: no hay resolución posible, tras la terapia, en la que el segundo término pueda prevalecer, sino que se asiste siempre a la tensión, no ya solo entre opuestos, sino entre su diferenciación y su confusión.

También Agamben, como hiciera Kelley, aproxima la lectura de lo Unhemliche al mecanismo de la Verleugnung fetichista, por cuanto el desajuste que adviene entre la palabra oscura y la clara, lo habitual y lo intruso, la intención genuina del sujeto y la invasión de lo inevitable inconsciente, señala “una dislocación de la propia estructuración metafísica de la significación”, un espacio de “exclusión recíproca del significante y del significado” que evidencia la diferencia original sobre la que se funda todo significar” (Agamben, 2011, p. 179). Lo que evidencian estas palabras es que en lo Unheimliche no hay un elemento extrañante que interrumpe la normatividad consciente del individuo, sino un extrañamiento constitutivo que estructura el entero orden simbólico y que es actuado en cada irrupción unhemilich. La emblemática y la Deutung enseñan que nada ha sido sustituido, nada ha sido traducido: no hay un original del cual lo actual sea el representante impropio, defectuoso, sino que todas y cada una de las impropiedades que se van condensando en la superficie plástica del significante, los encajes y superposiciones de los componentes materiales en la imagen del emblema, que imponen un desajuste en el orden simbólico, no son sino la actuación de la verdad de la significación, el desfase del sujeto respecto a la realidad del lenguaje, que le es extraño y le preexiste.

Es a Walter Benjamin aquel a quien Agamben encumbra como el máximo sostenedor de esta “intención emblemática” (Agamben, 2011, p. 159). Defiende Benjamin que el recurso del emblema estaría explicitando la hipótesis fundacional de la esencia perdida del lenguaje, originalmente carente de contenido porque lo que comunicaba no era algo que quedara más lejos, sino su propia presencia espiritual, inconmensurable: el propio ser del lenguaje. Las cosas no tenían existencia fuera de la palabra que las nombraba: la dimensión divina, innominal, de las cosas creadas por Dios se manifestaba, no a través de la palabra humana, sino en ella (cfr. Benjamin, 1995, p. 54). Solo con el pecado original la palabra humana nacerá como tal, abandonando la inmanencia divina para convertirse en expresión de la divinidad, esto es, se convierte en medio que comunica algo fuera de sí misma y, así, en signo.

Se puede establecer una rápida analogía con la situación del análisis: el trabajo inconsciente del sueño, capaz de figurar inmediatamente los pensamientos latentes al relajarse la censura, como se verá más abajo, equivaldría a la palabra antes de la caída. Tras el pecado se cae en el abismo de la mediación de la comunicación, que alude siempre a otra cosa, y surge una magia nueva, el juicio (cfr. Benjamin, 1995, p. 66); por su parte, Freud dirá que el juicio despierto del analista se extravía ante las producciones oníricas del paciente (cfr. Freud, 1991a, p. 458), que evidencian la ambigüedad inherente al sistema de lenguaje, y a las que debe aprontarse a traducir. Continúa Benjamin: el lenguaje corre el riesgo de caer en la dimensión potencialmente patológica de la charla, de los rodeos, la acumulación de palabras y el hablar débil, que no son sino la pregunta eterna por el bien y el mal, por la sabiduría divina perdida (cfr. Benjamin, 1995, p. 66); es decir, se cae en la dimensión sin sentido, locamente maleable, del significante que merodea en torno a un centro inaprensible, una grieta que es la que explota la Deutung para construir los nuevos contenidos en terapia. La enseñanza de todo esto es que es posible lanzar la hipótesis de la recuperación de la antigua palabra encarnada, o de la destilación de la supuesta aura original, solo a partir, paradójicamente, del trabajo que manosea, combina, ensambla y recorta las palabras caídas actuales, a partir del desgaste de la materialidad del medio, la resistencia constante ofrecida por la estricta superficie de los compuestos sonoros, gestuales y visuales del lenguaje. La vacía ligereza del material significante, al que se puede estirar hasta quebrarlo, dará cuenta de esta pérdida original, constitutiva de la eficacia comunicativa y normativa del lenguaje.

¿Qué es lo que articula la masa de significantes -en toda la inconsistencia de su dimensión material, en la simple textura de su superficie objetual- con su vida como palabras de sentido? ¿Qué es lo que le impone a la masa sonora, a la modulación fonemática que antaño nombraba, un agujero de pérdida, una boca negra de bostezo, obligándola a conjugarse en una palabra para la comunicación? ¿Qué se ubica entre la palabra encarnada y la palabra caída? Y, por consiguiente, ¿qué es lo que exhibe lo Unheimliche, entendido como el resurgimiento, en la segunda, de la primera tras su represión?

En el abismo

El concepto freudiano de “angustia” anterior a 1926 era abordado como la represión de una disposición psíquica ante un objeto antiguo: una vicisitud nueva, sin importar sus características específicas, funciona como desencadenante mnemónico, reproduciendo en un significante ajeno el afecto correspondiente al antiguo fin, dando lugar a una perturbación económica libidinal, o a la aparición de una cantidad pulsional que no se adecúa a lo que aparece. Si es unheimlich lo reprimido que retorna, es indiferente que en su origen ese elemento provocara efectivamente angustia: lo crucial para el Freud de 1919 es que gane ese valor como resultado de su enajenación respecto del soporte material que lo habría justificado, repitiéndose pero en su olvido, sin posibilidad de investidura libidinal, repitiéndose en su mera superficialidad.

Todo lo que recuerde a la compulsión de repetición “depende de la naturaleza más íntima de las pulsiones”; toda repetición vacía, no deliberada, sin justificación ni relación con la trama del sujeto “vuelve ominoso algo en sí mismo inofensivo y nos impone la idea de lo fatal, inevitable” (Freud, 1992c, pp. 237-238). Lo que se repite aquí es la mera repetición pulsional: “pulsión” es el nombre que da Freud para el “abismo entre lo corporal y lo anímico” (Freud, 1992d, p. 231), lo propio y lo ajeno. Es el suplemento que arrasa, imponiendo un exceso, la relación libidinal con el objeto, pero a la vez resulta siempre menos que esa relación; es lo que nos impulsa a hacer cosas que van más allá de la supervivencia, pero también más acá de la obtención de placer.

En Más allá del principio del placer, cuya redacción es contemporánea a la del texto sobre lo Unheimliche, Freud cifra el displacer como un incremento de la cantidad de excitación “móvil”, “no ligada de ningún modo”, y el placer como su ligazón, la rebaja de la tensión y la tendencia a la constancia (Freud: 1992d, pp. 7 y 20). Pero la compulsión aporta un tipo de placer al que no puede aplicarse la teoría de la libido y del cumplimiento de deseos, el placer inconsciente de reencontrar disposiciones corporales y afectivas que se habrían compuesto en el pasado para tender a la obtención de una satisfacción o para evitar un displacer, aunque nunca encontraran respuesta, y que ahora se repetirían en vano (cfr. Freud, 1992d, pp. 20-21). Las pulsiones son conservadoras y, ante cada situación nueva, imponen al yo ademanes antiguos, le compelen a reproducir anacrónicamente determinadas condiciones de investidura que habían sido abandonadas por inconciliables con el posterior desarrollo en cultura. La cadencia pulsional sería, estrictamente, heimlich, pues impone un estilo de gestión de la aparición nueva según medios habituales, imaginalizado como la tendencia a repetir “un estado anterior” infantil (Freud, 1992d, p. 36) o, aun, a alcanzar un estadio último de ausencia de excitación. La inercia de la pulsión de muerte no es, entonces, la vivificación de tendencias arcaicas, sino la arcaización del sendero que previene lo nuevo, o lo que evita el encuentro con ello haciéndole adquirir las cualidades confortables del goce sin fin, medidas de defensa contra el enfrentamiento con el objeto nuevo que se tornan en el propio fin pulsional.

Luego la compulsión no repetiría una identidad de deseo posible, sino el aura de esa identidad, como si fuera la espuma que precede a la investidura, sin concluirla. Alrededor de conatos accidentales se forja un clima heimlich que retrasa siempre su investidura, independientemente de las características intrínsecas de esos accidentes. Si la sensación unheimlich se enlaza a una “repetición no deliberada” es porque aleja el objeto y acerca el extremo Heim de la compulsión mortal, la escena aobjetual infantil, predeseo, precastración, “más originaria, más elemental, más pulsional que el principio de placer que la destrona” (Freud, 1992d, p. 23). Si se cortocircuita el juego de la investidura, si el objeto reaparece, a causa de la represión, descargado de interés psíquico, es decir, aparece desconectado respecto a la red relacional libidinal, que habilita para un deseo posible, adviene lo Unheimliche. Si se reitera obtusamente un objeto, este perderá la condición que le hace ser conocible y manejable en un tejido lingüístico: perderá, esto es, el amparo de la castración, la necesaria distancia para entablar con él una relación deseante. Si las investiduras parciales son la salida de la libido tras la castración, tras haber debido renunciar a la plenitud pulsional infantil, cuando se anula la necesaria distancia semántica -que permite que una palabra sea interpretable (palabra caída), rompiendo su condición de encarnada (palabra antes de la caída)-, retorna lo infantil como situación prerrelacional con la realidad objetiva, y adviene lo Unheimliche.

Este mecanismo se explica con el celebérrimo caso del niño que, como un ensayo de gestión simbólica, dice Freud, de la ausencia de la madre, juega a hacer desaparecer y reaparecer repetidamente un carrete de hilo por encima de su cuna tirando de un extremo, a la vez que emite sonidos identificados como fort (“lejos”), para significar su ausencia, y da (aquí), su presencia. Fort, libido sin ligar, displacentera, es sin embargo garantía del da, rebaja de la tensión; apoyarse en el fort habilita al da como objeto de deseo, o, con Lacan, la posibilidad del da es la seguridad del fort (cfr. Lacan, 2007, p. 64). Irrumpirá lo Unheimliche cuando falte el juego fort/da, si tenemos el da sin posibilidad de fort,4 cuando la repetición pulsional carezca de la cadencia libido liberada/ligada y repita el ademán nunca resuelto de su posibilidad.

No obstante, todo esto debe ser ajustado. A partir de 1926, la teoría económica es abandonada en favor de la pregunta sobre cuál es el prestigio que rodea al estallido de angustia, sin desencadenante aparente. ¿Pueden los elementos traumáticos no referirse a una supuesta situación de peligro? Ya en 1916 hablaba Freud del apronte angustiado como de una reacción sin que se perciba ante qué, pues “ha perdido el nexo con la amenaza de un peligro” (Freud, 1991f, p. 365). En 1933, la angustia será cifrada como “algo nuevo con fundamento propio”, una “excitación libidinal hipertrófica” proveniente de factores traumáticos, intratables por el yo, en los que la referencia a la situación de peligro no resulta evidente (Freud, 1991b, p. 87). Ante eso “nuevo”, el yo, o bien recupera antiguos modos de defensa que activarían la represión, o bien impone una contrainvestidura produciendo síntoma. A diferencia del dolor o del duelo, que destinan poderosas investiduras al objeto, la angustia abre el escenario de la no llegada del objeto: el trauma es la invasión de una energía psíquica intramitable por el yo, que anula la ocasión de investidura. En la neurosis obsesiva, por ejemplo, los síntomas se crean “para evitar la situación de peligro” presentida en la amenaza de castración (Freud, 1992a, p. 97), es decir, no se moviliza la represión contra el objeto del deseo incestuoso, que queda oculto y deja suspendida la reacción, sino por miedo al castigo por desearlo.

Hay un componente predictivo que es intrínseco a la angustia. Si en el terror es necesaria la presencia del objeto, la angustia es la expectativa frente a su llegada, dando la señal a la represión como medida defensiva contra el estímulo de una pulsión por ligar; por consiguiente, preanuncia el objeto y previene contra su investidura. Freud sugiere un modo del pensamiento tentativo, casi normal, de componer un estilo de habitabilidad del mundo mediante pequeños volúmenes de investidura (cfr. Freud, 1992a, pp. 83-84). Entonces eso nuevo que irrumpe y que es sometido a los circuitos mortalmente íntimos del goce es una aparición en sí, un aún-no-objeto, que suspende la investidura; lo que aparece es la no posibilidad de objeto, de conocimiento, de relación libidinal, de tentativas de habitación: lo que aparece es la pura superficie material, visual, textural, inimaginable, desorientadora, de la masa fenoménica.

Antes de la imagen

Acudir a la teoría de la angustia de 1926-1933 permite resignificar el texto sobre lo Unheimliche y comprobar que la compulsión a nada se remonta salvo a su propia aparición acontecimental, más tarde objetivada con la aportación de una textura de pasado. Será unheimlich, no la alienación del objeto de su contexto previo, sino la imposibilidad de llegada de la imagen eficaz, el umbral eterno que retrasa la llegada de la investidura parcial, el intervalo preconstitución del objeto. Lo Unheimliche, es mi punto, es la exhibición de lo más vivo de la operación significante; la tierra fronteriza de la posibilidad de una relación normativa con la realidad objetiva; un antes de la represión, la cual impondrá un desvío a la obtención inmediata de placer y obligará al yo a emprender caminos más acordes con el entorno (cfr. Freud, 1992b, p. 142).

Pero no debe olvidarse que la escena prerrepresión de goce sin objeto, esto es, la ausencia de los cauces de investidura aportados teóricamente por las condiciones reales de la exterioridad, es una condición preobjetiva que, sin embargo, es deducida a partir de la ruina del objeto, huérfana de toda experiencia y, sin embargo, dependiente de los objetos de la experiencia. Respecto a la angustia infantil, como el miedo a la oscuridad o el encuentro con quien se espera que sea la persona amada pero resulta ser un extraño, en 1926, Freud discierne entre la situación traumática -cuando se experimenta un “aumento de la tensión de necesidad” (situación de peligro causada por la ausencia del objeto)- y situación angustiosa -cuando el niño prevé, aunque la madre esté presente, la posibilidad de abrirse a una nueva realidad en la que sus demandas de amor podrían no ser satisfechas, esto es, se activa la memoria de una situación de desvalimiento que “no es actual” (Freud, 1992a, pp. 130 y 155)-. Es la percepción de la posibilidad de que la conexión libidinal con el objeto presente esté tan perdida como si él estuviera ausente, como si la imagen de la madre albergara la experiencia de su potencial pérdida, dando forma al vacío de un abandono insaciable. La situación de peligro vendrá solo después, cuando se construya experiencia alrededor de su posibilidad con la “esperanza de poder guiar de manera autónoma su decurso” (Freud, 1992a, p. 156).

Entonces la angustia parece ser la evidencia de que nada justifica a priori el enlace pulsional con el objeto, que estará, así, constitutivamente caído. Sería un estadio presubjetivo, no desde un punto de vista evolutivo, sino metafísico: el sentido se pierde porque no termina de llegar la desconexión entre la palabra y la cosa que habilitaría para una relación productiva con el mundo. No es la manifestación de la inadecuación a fines de unos medios antaño apropiados, sino de que el fin define a sus medios retroactivamente, o una reacción ante aquello que la misma reacción construye. Es la constatación de que la elección libidinal de ese objeto no puede remontarse a una completitud previa, de que nada la justifica naturalmente, de que a ningún sustrato de sentido puede ser referida. Si con la angustia actual retorna lo primitivo es, por fin, porque se actúa, cada vez, la ocasión en bruto que enfrenta al sujeto, no a lo desconocido, sino al abandono total por parte de las fuerzas del destino, el momento inaugural de sus propias posibilidades de fabricar mundo desde cero mediante volúmenes de investidura: la situación de radical soledad del individuo ante el corte que le hace ser sujeto.

Al adjudicar el sentimiento unhemilich del cuento de Hoffmann a la figura del castrador Coppelius, Freud recrea la escena virtual del enfrentamiento del infante con el mundo de los adultos, con la obediencia a la ley sancionadora de lo que está permitido y lo que no. El advenimiento de la angustia funcionaría como el estado de alerta por medio del cual podría el yo renunciar a ciertos logros que le estarían prohibidos por el superyó: con el surgimiento de este, el miedo a la castración se convierte en el ribete irresistible que arruina las vicisitudes objetivas, el miedo indeterminado, despersonalizado, angustia de conciencia moral, angustia social; finalmente, angustia de muerte. Puede entenderse la angustia como el intervalo de posibilidad de las positivaciones pulsionales: si en 1926 Freud descubre que la angustia real precede a la represión, entonces cada nuevo peligro enfrenta al sujeto, cada vez, con la experiencia del desamparo radical, preedípico, en la que no puede apelar a ninguna instancia protectora. Es unheimlich el momento incuantificable del acto de estructuración de una realidad de relación posible que precede al ensamblaje de un mundo de posibilidad libidinal.

Mi propuesta es visualizar esta situación como que la angustia, en cuanto actuación de la disposición del individuo ante su ingreso en la condición de sujeto, ante la intervención de la castración, abre un espacio que explicita el enfrentamiento imposible con la memoria del objeto por venir: no la que arrastra filogenéticamente, o la que se abre a una constelación anacrónica de sobredeterminaciones, sino la memoria de la mera elección pulsional contingente, in-significante, alógica, que las fantasías deberían alcanzar retroactivamente como el producto de un trasfondo determinante que lo justifique como cumplimiento de deseo. Si el estallido de angustia depende de una memoria pero carece de memoria factual, y es objetivable solo en su supuesto retorno como símbolo mnémico, podrá solo remontarse a su propio acontecer. Angustia como máxima, letal, sabiduría: la aterradora constancia de que nada garantiza la verdad de los objetos e imágenes salvo su propia irrupción como imágenes para el sujeto previo a sufrir el corte simbólico que colocará su justificación última en una instancia externa, previo a que les falte algo y deban depender de una exterioridad para poder ser. Mirando de soslayo a Agamben, sería un estadio pre-caída, premoderno, en el que no existiría el desfase significante, la duda en el habla, constitutivo de la normalidad comunicativa del lenguaje. La clave es que la cualidad superficial impone un momento de sinceridad mediática, demostrando que el nombre a nada se remonta, salvo a su dibujo contingente en superficie por la lengua humana: la angustia equivaldría a la constatación de que los juegos de los significantes son fútiles, están perdidos, por naturaleza desnortados, y de que el sentido depende de un saber hacer inmediato con la mera apariencia superficial de la materialidad del lenguaje. Los intentos de la Deutung por manejar de otro modo las palabras, los fragmentos de palabra, la volumetría del objeto, el color, la disposición, serían, no un camino para recuperar la plenitud perdida, tal y como aspiraba a hacer la emblemática, sino para demostrar la cualidad puramente superficial de los universos de sentido.

Superficie

Destaco dos facetas que pueden evidenciar la dimensión productiva de este proceso de arruinamiento de la palabra y la imagen. Primero, en el nivel de la pura fisicidad compositiva, el encaje forzado entre diferentes contextos semánticos permite vehicular un contenido de verdad, una epifanía estética, como decía Agamben; o, con Freud, a mayor distancia significante, a mayor contraste compositivo en la formación del texto onírico, más fulgura un contenido nuevo inconsciente (cfr. Freud, 1991e, p. 197). En segundo lugar, en el nivel ontológico, también Agamben dice que el desarraigo del objeto respecto del sentido previo arrasa con las áreas tanto del valor artístico como del valor de uso, haciendo emerger la sinceridad del momento significante (el manejo íntimo de la materialidad gráfica y sonora de la palabra, o del componente visual y formal de la imagen); luego, pareciera que el gesto que hace caer lo previo es condición de posibilidad para postular el ser del objeto. En Freud, en efecto, encontramos que el extrañamiento de los significantes respecto a sus universos previos no solo definiría la condición unheimlich, es decir, la suspensión del objeto habitual en un no lugar carente de un tejido referencial eficaz, de una instancia que garantice la continuidad del sentido previo; además, esta es la premisa del trabajo del sueño, si nos atenemos a lo descrito para la hipótesis de la primera tópica del aparato psíquico.

El primer Freud llama “huellas mnémicas” a las percepciones (visivas, pero sobre todo auditivas/de lenguaje) que han incidido una marca en nuestra psique y que se conservan de forma duradera pero no por sí mismas, sino por su asociación con otras huellas. Una impresión determinada puede dejar huella si tiene asociada una excitación psíquica relevante; otras impresiones, que pasarían más desapercibidas, pueden conservarse si establecen, con la impresión naturalmente asociada a la excitación, una conexión puramente contingente, aunque sean totalmente ajenas por contexto, propiedad o causalidad. Como un palimpsesto, en donde la marca más nueva -más superficial- ve facilitado, no su contenido, pero sí su trazo, gracias a los surcos de las marcas de otros tiempos, las percepciones se almacenan vaciadas de sus connotaciones previas, reducidas a la condición de puros fenómenos.

Esos materiales son más tarde sometidos a un nuevo forzamiento: potenciado por el empuje del deseo inconsciente, fuerza interior siempre tendente a la descarga en la consciencia, el aparato psíquico emplea las vías motrices económicamente menos costosas para ello, una de las cuales es la descarga alucinatoria en el soñar. El trabajo del sueño recolecta, entre la masa disponible de representaciones heterogéneas y desjerarquizadas, aquellas más aptas para ser ensambladas en nuevos compuestos visuales, hábiles para figurar ideas, esto es, para actuar los deseos latentes que se cumplen en cada sueño. Sometidas a las deformaciones oníricas descritas por Freud, estas ideas latentes verían cómo su cualidad lingüística, su significado, sus características narrativas o temporales quedarían como algo accesorio, sometiéndose al primado de la forma sin atender a las relaciones lógicas. El trabajo del sueño piensa por imágenes, se fija en la susceptibilidad de una palabra para ser incluida en una composición visual conforme a su ductilidad material, a las relaciones de adyacencia volumétrica u homofonías que puedan establecerse entre sus elementos. Se puede hablar de una literalidad tectónica, de una presentación por el contorno y la forma, de una elocuencia material. Las conexiones entre las percepciones dependen solo de la facilidad de tránsito que ofrezcan a la hipotética energía de excitación psíquica hacia su descarga. Su garantía de éxito es la elisión, en los elementos empleados, del soporte de sentido preexistente, que permitiría su empleo en la comunicación cotidiana convencional, para convertirlos en simples materiales.

Soñar es el proceso gestual de la palabra que dice la imagen del sueño, de la mímica que la hace, de la visualidad que la figura, cumpliendo así deseo. Por ejemplo, hay sueños que resultan embrollados e incoherentes y que deben interpretarse como que figuran un contenido cuya comunicación pública resultaría dificultosa, por impropiedad, por decoro, por mor de intimidad. En otro caso, dice el neurótico que es como si en su sueño “faltara algo”: el analista lo leerá, literalmente, como ausencias, como agujeros abiertos; en última instancia, genitales femeninos (cfr. Freud, 1991d, p. 337). Esa atención a la vacua gracilidad de lo manejado, que es tratado como un simple conjunto de recortes de periódico, es consustancial a la formación del contenido inconsciente: lo más superficial es lo más esencial; la apariencia es sede de la verdad.

Para confirmar esto hay que tener en cuenta los dos tipos de deseo que se cumplen en el ensamblaje onírico. En primer lugar, el deseo latente, que constituye el significado primario del sueño: anhelos, incertidumbres, miedos que se refieren a la experiencia de la vida despierta del soñador porque ya fueron conscientes. Este deseo es figurado por el juego de los significantes del sueño, como un rebus, que el analista debe interpretar para reconducirlos a áreas de sentido eficaces para el paciente. Pero:

[…] el trabajo del sueño nunca se limita a traducir estos pensamientos [latentes] a los modos de expresión […], por regla general agrega algo que no pertenece a los pensamientos latentes del día, pero que es el genuino motor de la formación del sueño. Este agregado indispensable es el deseo, igualmente inconsciente (Freud, 1991e, p. 205).

Este segundo tipo de deseo, por el contrario, no puede rastrearse en la biografía del paciente, no tiene antecedentes demostrables; luego, no ha habido ninguna traducción -causada por la represión- a materiales nuevos de un contenido referido al pasado. Este deseo inconsciente no tiene por qué aparecer racional ni concebible desde la percepción consciente (cfr. Freud, 1991e, p. 207), ya que alude a demandas de época infantil, relativas al enfrentamiento del individuo con la red del lenguaje, a la asunción del lugar simbólico que le es ajeno y le precede. Al no referirse a una imagen original que se representaría en cada vicisitud, a un contenido determinado, solo existe como desarrollo de la modulación de los recortes y fragmentos que se tienen a mano, como el estilo que se va imprimiendo al despliegue del conjunto casual de elementos. Mejor aún, es como la orientación que el punto de vista de un espectador impone a los componentes de la escena que dispone ante sí, relacionándolos según una lógica paratáctica que los adosa posicionalmente, por superposición o adyacencia. Como uno de esos paisajes parastáticos del Barroco, en los que un escorzo concreto sobre la escena vista reunirá, en una imagen de éxito, elementos sin relación previa entre ellos; un paso a un lado arruinará esa imagen, volviéndola a convertir en una multiplicidad fenoménica cuyos ingredientes visuales aparecen desconectados.

El deseo inconsciente es, así, “el genuino motor de la formación del sueño” (Freud, 1991e, p. 205), pero, paradójicamente, es el resultado del trabajo onírico de ensamblaje. Sería el factor que se infiltra entre los componentes disgregados y la imagen final fruto de su amalgama, la gíscola activa de las piezas del rebus; es la actuación de una virtualidad que no la preexiste, sino que se determina a partir de ella y que solo a posteriori, a partir de la contingencia de la combinación de los trozos, obliga a hablar de esa orientación que la ha hecho posible. Ese enfoque en escorzo, que solo en una coyuntura produce una imagen reconocible, es la estructura libidinal del sujeto, que da sentido a toda la serie de posibles deseos latentes que se forman cada vez; o, como lo definiera el primer Freud, es la disposición formal para que se entramen entre sí “constelaciones temporales de la libido” (Freud, 1991c, pp. 163-165). Libido definible, entonces, como el signo de la relación posible, positiva, del sujeto con la realidad objetiva mediante la investidura de imágenes formadas en la superficie experiencial.

En el caso del sueño en el que “falta algo”, esta situación se hace evidente. No ya solo la disposición de los componentes del tejido onírico, sino la plasticidad de la superficie del parlamento del paciente sobre el contenido de su sueño, la orografía del momento analítico, nombra el deseo inconsciente del mismo modo que lo hacía la palabra antes de la caída según Benjamin. En el momento en el que se manifiesta una imagen onírica, que involucra su descripción lingüística, su exposición en análisis, su recuerdo por el analizante en el umbral de su olvido, no solo se cumple el deseo latente, identificable, susceptible de ser historizado, en esa circunstancia y bajo esa perspectiva, ineluctable, irrepetible, sino que, precisamente porque se gesticula ese determinado escorzo que hace posible esa imagen que cumple deseo, se actualiza, en ese instante, el entero sistema libidinal del sujeto. Interpretar como “genitales femeninos” los agujeros notados en la trama onírica no hace sino actualizar, en esa contingencia en análisis, el abismo totalizador de la castración, el enfrentamiento del individuo con su lugar como sujeto ante la ley simbólica, la diferencia sexual y el campo del lenguaje. La superficie es el lugar, entonces, de la inmediatez del deseo fundamental del sujeto; en ella se actualizan las bases mismas de su desear cotidiano.

Propongo entender el deseo inconsciente como la agencia involuntaria del movimiento físico de adoptar un punto de perspectiva desde el que enfocar el mundo y disponer un tejido en el que obtener, en cada ocasión, la imagen que cumple el deseo latente. ¿Puede identificarse el instante previo al gesto de la orientación anamórfica del mundo, que actuará la estructura libidinal del sujeto, con el momento de puesta a cero de los materiales de la masa fenoménica, de las percepciones, las huellas mnémicas, los significantes, causado por la irrupción de la angustia unheimlich, que los reduce a un estado de carcasa, jirones flotantes, vacíos, desconectados? Como si el momento unheimlich se correspondiera al instante que exhibe el tiempo sin tiempo del enfoque subjetivo, antes de que se incorpore la instancia fantasmática que dispone la posibilidad de una relación libidinal. Si la escena enfocada no adquiere sentido, no se sintetiza bajo un punto de vista coherente, sino que exhibe su cruda textura, su abrupta materialidad, su intraducible superficialidad, estamos en el reino de lo Unheimliche.

El antes-de-la-imagen es un desierto extremo, vertiginoso, una masa de percepciones disgregadas, de trozos inconexos y desmembrados, huérfanos de sus características intrínsecas y reducidos a su mera superficie material. Es Unheimliche el ámbito en el que se exhibe la violencia del trabajo inconsciente en la superficie de lo visto, aquella que descoyunta los representantes sensoriales respecto de sus contextos, que disuelve los vínculos de lo percibido con sus contenidos inteligibles y las conexiones objetivas de la representación. No se trata de una brecha abierta en la realidad normativa consciente por algo que no debería estar ahí; se trata de un cortocircuito en el propio proceso de rearmar el presente conforme al hábito imaginario propio de la agencia que estructura la relación libidinal con los objetos de experiencia. Es el tiempo incalculable de la demora en el proceso de hacer imagen, el tiempo que tarda la superficie en devenir heimlich.

En resumen, ese tiempo unheimlich de ultrasuperficie en el que se pierde la distancia semántica, en el que la comunicación no es posible y se encaran los materiales en su crudeza superficial, es la condición de posibilidad, en el sueño, para inaugurar las imágenes que cumplirán deseo mediante un trabajo táctil, sensorial, con esos materiales, hablando los perfiles, manoseando las formas, haciendo de la apariencia, no el medio, sino la esencia. Ese lugar, en el que el ojo enfoca la superficie visual pero aún no se cuajan imágenes en ella, es uno preontológico, el momento cero del mundo, ámbito de la pulsión inconsciente, describible como un dominio imaginario pero anterior a la conjunción imaginaria de los compuestos visuales que dan forma al desear del yo. Puede identificarse la superficialización unheimlich de los objetos y las palabras no solo como un antes-de-la-imagen-de-deseo, sino un antes-del-mundo-libidinalmente-posible. Defiendo que se ubica aquí el factor crucial de la ontología freudiana, ya que permite verificar que el universo de sentido tiene, como único soporte ontológico, la orientación del escorzo, la tendencia que la libido impone a la superficie fenoménica para figurar en ella la imagen de un deseo cumplido, de que nada hay que justifique o garantice la identidad de lo deseado, su enlace natural con un pasado, su condición de verdad, salvo la estricta oportunidad superficial de investidura.

Futurismo

¿Cuál es la propuesta artística que logra captar este ámbito angustioso de superficie en su conexión con una postulación de futuro? Mike Kelley planteaba, como posible respuesta, la estética kitsch, cuyo convencionalismo vacío funciona como algo análogo a la presencia del objeto artístico autosuficiente, característica que sería propia de la Modernidad: es una operación que retuerce a la del ready-made, alienando de nuevo el objeto que había sido alienado de su condición de uso para ser incluido en el ámbito artístico, haciendo que vuelva a ser un superfluo objeto de consumo. Pero si bien el kitsch no retorna al estado previo, se limita a imponer una relación vacía con las cosas, descarta el valor de uso, el valor de cambio y el valor estético.

El arte pop, continúa Kelley, trataría de enmendar esto, restituyendo las imágenes de lo convencional a la esfera artística, asumiendo la falta intrínseca de los objetos, sin sustancia que recuperar, y cuyas identidades se ganan y se pierden en un juego relacional de diferencias que se autoexpone. John Welchmann, comentando el catálogo de Kelley, se hace eco del Baudrillard de los ochenta para argumentar que las manipulaciones del pop señalan la aparición de “un arte de lo no sagrado”, “el final de la subversión del mundo” (Welchmann, 2005, p. 220) a manos del arte, o la supresión de las condiciones de posibilidad de lo Unheimliche. En el pop solo hay un desplazamiento superficial mediático, un libre fluir despreocupado, un juego posicional de diferencias que, adjudicando el trasfondo a un otro infinito, exhibe la ausencia de un referente fundamental, lo que elimina cualquier sospecha atemorizante y que, como dice Groys, “significaría una salvación del infierno” (Groys, 2008, p. 41).

Propongo añadir, a la luz de lo expuesto hasta ahora, una sala más a The Uncanny, la exposición de Kelley: una ocupada por las pinturas, las esculturas, los collages y los assemblages (también sonoros) de los artistas futuristas. Para ello, escojo, como compendio de referencia, el clásico de Marjorie Perloff, El momento futurista (1986), cuya tesis es muy oportuna aquí, ya que la autora presenta el futurismo, más allá del contexto específico en el que surgió como vanguardia histórica, como un ethos sostenido por artistas de épocas diferentes, incluso actuales, y que auspicia la disolución del mundo: se asoma al abismo sibilante de la ruina absoluta con el fin de volverlo a levantar, de modo optimista, vital, desde sus escombros. Como introducción a una conexión -la de psicoanálisis y futurismo- que merecerá más atención en otra sede, pueden aquí disponerse ciertas coordenadas para articular una lectura que los asume como proyectos de porvenir y para no perder de vista, como se ha aventurado más arriba, la dimensión utópica que es inherente (defiendo) a la teoría freudiana más allá de las advertencias del doctor en 1937 sobre la necesidad de plantear el análisis como un trabajo periódico.

El proyecto moderno que encarna el futurismo se puede definir como un collage, no solo desde el punto de vista técnico, sino en función de su aspiración a exhibir el poder efímero de los signos y celebrar su dimensión estrictamente material. La lógica del collage se basa en el rechazo a la unidad por parte de los fragmentos que lo integran, reunidos en la contingencia de la composición actual solo de manera efímera y provisional. La nueva disposición de los trozos abole la “vieja sintaxis”, la puntuación, elide adverbios o nexos, y deja “los nombres desnudos y libres […] al lado de otros nombres análogos” (Perloff, 2009, p. 330). Los artistas futuristas ejercen abruptas yuxtaposiciones de materiales conforme a un estilo, de nuevo, paratáctico, en el que los elementos se disponen espacialmente uno junto a otro sin jerarquías ni pesos, prescindiendo de las relaciones lógicas habituales, de la causalidad y la temporalidad.

Puede establecerse una analogía entre el modo en el que Freud describe el tratamiento al que el trabajo onírico somete a los fragmentos de percepción almacenados y la praxis futurista de la imagen: en ambos casos, la forma del producto final no debe llamar la atención sobre sí misma sino sobre sus componentes formales, sobre su disposición material y visual. Como el sueño, el collage desestima la relación de sus componentes con el contexto del que proceden, no los combina conforme a la necesidad lógica y acepta la pérdida de la coherencia en la imagen, cuyos elementos reúne atendiendo únicamente a su oportunidad figural, la similitud o el contraste. Desde el punto de vista formal, el sueño parece seguir las directrices que dictara Marinetti para la literatura futurista en 1912, cuyo fin era liberarse del lastre de la escritura tradicional mediante la supresión de adjetivos y adverbios (la dificultad del sueño para figurar pensamientos abstractos y conjunciones, a los que somete a una estricta condición visual), el empleo de verbos en infinitivo (la atemporalidad del inconsciente), o la ausencia de puntuación -la falta de un orden expositivo habitual en el sueño (condensación y desplazamiento)-. Finalmente, la obra futurista incorpora elementos ajenos al mundo del arte tomados de la vida diaria, así como el sueño condensa y desplaza fragmentos tomados de la percepción cotidiana, sobre todo del día anterior, como su materia prima.

Las relaciones entre los componentes del nuevo conjunto -sea en el collage artístico, sea en el sueño- se establecen según asociaciones cada vez más remotas: “la analogía no es nada más que el profundo amor que reúne las cosas distantes, aparentemente diversas y hostiles” (Marinetti, 1912). Ni el sueño ni el collage explican cómo o en qué orden hay que combinar las palabras y los fragmentos que se despliegan; el resultado impide que sea percibido como una imagen coherente, impide acudir a un trasfondo que justifique la presencia actual del conjunto visual, o tratar de salvar una causa última para este.

Esta apuesta futurista es de gran fineza: el collage no somete a sus componentes a los dobles sentidos que encontramos en el cubismo, el cual no considera el trozo en sí mismo, tal y como lamentaba Kelley en su ensayo; es decir, nunca emplea los elementos literalmente, sino que los desplaza de su contexto habitual, obligándoles a adoptar roles varios en función de la síntesis pictórica mayor. Alimenta así una fertilidad poética que aviva la sugerencia y la asociación de ideas, movida por una ambigüedad que trata de no cerrar un significado por encima de otros. El cubismo juega con la susceptibilidad de sentido, la liberación de los significados a una lúdica fluctuación con detenciones tácticas, exhibiendo la mutabilidad del haz de investidura y desafiando el desciframiento de significados (una cosa bien puede ser otra).

Por el contrario, los trozos del collage futurista pueden variar, intercambiarse, sin que se altere “la estructura básica de significados” (Perloff, 2009, p. 172), así como emplea el sueño materiales diversos más allá de sus connotaciones, siéndole indiferente el emplear otros, en función únicamente de su disponibilidad; si bien el contenido del sueño será completamente distinto cada vez, el deseo se manifestará de igual modo (cfr. Freud, 1991d, p. 192). Los materiales preformados mantienen, en el futurismo, su identidad separada, independiente de su implicación con el nuevo sistema que imponga el orden elaborado por el trabajo del artista. Cada elemento en el nuevo montaje conserva la realidad previa, que se simultanea con su condición en la nueva disposición, tal y como ocurre con la sobredeterminación de los componentes del sueño: sigue siendo el que era al comienzo, pero su significado ha sido arrasado, así que tanto en la obra futurista como en el elemento onírico se apela al trabajo del espectador para que actúe la imagen atendiendo exclusivamente a sus cualidades formales, texturales, tectónicas y superficiales, a los perfiles, la posición, la susceptibilidad de figuración, haciendo tabula rasa, de este modo, con el entero orden de valores previo.

Es sobre todo el futurismo ruso aquel que da el paso que el italiano solo amaga. El paso a la subversión no solo de las relaciones de las palabras dentro del orden sintáctico y de la lógica habitual, sino de la propia relación del sujeto con el entero sistema de lenguaje. En el collage de Malevich “el plano amarillo tiene que leerse como un plano amarillo, el cilindro como un cilindro” (Perloff, 2009, p. 172); continúa: “no tenemos que ver lo que hay en la naturaleza como objetos ni formas reales sino como material, como masas de las que deben hacerse formas […]” (Perloff, 2009, p. 255). Del mismo modo opera el lenguaje Zaum inventado por Kruchenji, “que mina y pasa por alto los significados convencionales de una determinada palabra, permitiendo que su sonido genere su propio registro de significados o, en su forma más radical, la invención de palabras nuevas basada solo en el sonido” (Perloff, 2009, p. 258). Al introducir estos cambios figurales se espera desplegar nuevos contenidos mediante la construcción de nuevos modos de relación con los componentes del texto: la disposición física de las palabras y signos de un poema sobre la página en blanco se vuelve parte sustancial de este, permitiendo que la percepción de su factor visual consuma los intentos por determinar el significado de lo que dice. La liberación de la palabra de sus sentidos corrientes conlleva que el movimiento aparente, el desarrollo material, gráfico, de la imagen en superficie se simultanee al desarrollo de su realidad como objeto de eficacia actual. El lector del poema visual futurista emprende un trabajo con las letras y los signos, a los que desplaza y combina como en un juego de mesa, en busca de posibles significados. Es un grado cero de tratamiento de los materiales, tenidos en cuenta estrictamente en función de su volumetría, su perfil, las calidades de color, la tactilidad, la visualidad, la textura superficial, dictadas por la forma de la palabra o la silueta del objeto. Limpiadas así de pasado, podrán luego inaugurar nuevas esferas de sentido a partir de su simple movimiento material.

Pero si bien es cierto que las composiciones futuristas abaten los órdenes previos, es cierto también que, simultáneamente, y es lo que parece omitir Perloff, el momento singular congelado en la imagen plantea la pregunta de por qué esa reunión de fragmentos y no otra -por qué esa y no otra imagen- es la que ha irrumpido demandando interpretación: es la pregunta por la memoria que fulgura en ese determinado conjunto casual de trozos inconexos. Sin embargo, cuando tratan de responder a esta pregunta, los artistas de la primera década del siglo pasado acuden a la tesis del retorno de lo reprimido. Creen vislumbrar una causa original cuando se sumergen en la vorágine de impresiones, líneas de fuerza, trozos y gestos (trenes, músicos callejeros, neones, gramófonos, danzas en el café chantant, motores rugiendo), masa comunal en la que el yo logocéntrico se diluye. El sujeto moderno, sintiendo y siendo sentido por todas las cosas y las demás personas, se acerca peligrosamente al intersticio de ensambladura de la realidad (Boccioni, 2004, p. 33). El poeta futurista Blaise Cendrars, lector de Freud, dirá que el yo singular retorna al origen cuando se zambulle entre cinco millones de individuos, y añade: “yo ya no me reconozco en el espejo” (Perloff, 2009, p. 133). La pérdida de referencias es una parte fundamental del proyecto futurista, con el fin de liberarse del yo obsesivo de los poetas líricos, tal y como declaraba Marinetti (cfr. Perloff, 2009, p. 160); por su parte, la performance Vladimir Maiakovski: una Tragedia se llamaba originalmente La sublevación de los objetos, y en ella se fomentaba la supresión de la distinción entre el sujeto y el objeto, entre el yo y el mundo (cfr. Perloff, 2009, p. 302).

Es célebre también la manera en la que, de nuevo Marinetti, en el Manifiesto futurista de 1909, describe cómo, a causa de la velocidad extrema de su bólido, acaba arrojado a las aguas residuales del cráter de una fábrica, al que llamará “fosa materna” (Marinetti, 1909). A la realidad familiar también acude Freud cuando aducía que lo que verdaderamente despierta la sensación unheimlich en el cuento de Hoffmann era la presencia de Coppelius, recordatorio de la amenaza de castración paterna: indagar los intersticios del logos hace que el sujeto se sumerja en el reino de lo presimbólico, de la precastración. Severini afirma que hay una “realidad interior más profunda y secreta que surgiría mediante el contraste entre los materiales empleados directamente como cosas, situados en yuxtaposición con elementos líricos” (Perloff, 2009, p. 141). Por su parte, Malevich escribirá en Del cubismo y el futurismo al suprematismo que el futurismo llama a la ruptura y la violación de la cohesión sígnica preexistente con el objetivo de dejar al descubierto “el contenido latente que ha sido ocultado por la intención naturalista” (Perloff, 2009, p. 312). Es aquí evidente la proximidad de estas posturas, en primer lugar, respecto a la condición de la angustia unheimlich, cuando la diferencia entre el objeto y el sujeto no está aún esclarecida, la relación con el mundo aparece descoyuntada, y, en segundo lugar, respecto a lo que describe Freud sobre el deseo inconsciente, cuya verdad reverbera en el proceso que maneja y combina los signos que han sido desarraigados de sus universos precedentes.

Pero ese espacio intervalar, ahora eviscerado por el nuevo montaje, no muestra, sostengo, la esencia original del lenguaje. La verdad defendida por el futurismo consiste en saber que, si la operación de recorte del mundo deja al aire la estructura fundamental, esta no es el fondo portante, la capa liminal genuina perdida a causa de las prácticas narrativas tradicionales; ni la verdad de la relación genuina con los objetos y las imágenes, que se lanza a una trascendencia pensada como origen absoluto para articular el desfase entre el sujeto y su toma de conciencia de lo efímero y vacilante de esa su condición. Más bien se trata de la autorreferencialidad superficial de los objetos mismos: son formas que no imitan lo percibido sino que son paradigma de su propio momento combinativo, creando la nueva escena por adyacencia casi accidental.

El objetivo del collage futurista es simultanear, en el instante combinatorio, no las distintas fases de la progresión histórica de un mismo objeto, sino una constelación nueva, la partitura dinámica de fuerzas e intensidades que se establece entre colores o perfiles, aún disonantes entre sí, cuya historia se remonta en exclusiva al instante en el que el sujeto los enfrenta en la inmediatez de su irrupción sensible ensamblándolos en una imagen de sentido. La coincidencia compositiva es el único momento fundacional de la nueva imagen, tan arbitraria y frágil como la de la realidad previa de la que fueron extraídos sus componentes. Si se demuestra que lo que fue es tan poco genuino como lo que es o será, ¿qué asegura, entonces, su posibilidad respecto a nuestra experiencia? Es imposible efectuar una historia natural de los componentes de un collage futurista: su historia nace y se deshace en cada momento de confluencia, remitiéndose solo a sí misma, según una “estética situacional” antes que material (Perloff, 2009, p. 241), revelando un sentido autárquico e impersonal. En el collage, las nuevas aproximaciones coyunturales entre los fragmentos generan su propio contexto, el cual, retroactivamente, las determina.

Los futuristas rusos tenían fe en que la guerra impulsada por el avance tecnológico fuera el hito abrumador, excesivo, que permitiera un cambio revolucionario para acabar con las relaciones dominantes de clase, el poder de la burguesía y el fin en Europa de los sistemas monárquicos y clericales. El gran gesto revolucionario es futurista: aspira a la instauración de un nuevo orden con la revisión crítica e iconoclasta del pasado como paradigma y la construcción de una ocasión en el presente como programa -“[l]a eficacia de una nueva combinación […] se pierde por completo si no surge identificada […] con un objeto igualmente nuevo” (Perloff, 2009, pp. 53-54)-. Los futuristas no poseen “conceptos fijos por encima de la cosa” y rechazan cualquier “realidad a priori, la cual, por el contrario, está en la cosa, de la que viven su ‘concepto evolutivo’” (Perloff, 2009, p. 86), y es que el arte nuevo, como decían Larionov y Goncharova, “no puede aportar nada propio” (Perloff, 2009, p. 119). Por el contrario, el mero derrumbe de lo preexistente es, dialécticamente, ya la instauración de lo nuevo: es una relación anamórfica, como la que sostiene al deseo inconsciente, en la que, al adoptar un punto de enfoque sobre la superficie de fenómenos del mundo, desde donde esta adquiere sentido conforme la disposición libidinal fundamental del sujeto, debe desenfocarse la escena precedente de la normatividad en vigilia. Tras la puesta a cero de los órdenes de valor y las significaciones previas, el despliegue material de los significantes en nuevas combinaciones despliega, simultáneamente, su causa fundamental inconsciente, el ser psíquico del sujeto, que solo existe en ese proceso. Como demuestra el trabajo con los materiales en superficie en el caso del sueño en el que “faltan cosas”, la verdad última no es otra cosa que el nudo edípico no por resolver, sino por enlazar siempre a la circunstancia actual, a la contingencia superficial, para encarar el fondo en cada instante de superficie.

Para que se dé esta situación, para que los elementos nuevos puedan componerse nuevamente, liberados de su realidad referencial previa, ha tenido que efectuarse una incursión en el grado cero de la significación, y ese grado cero es el vacío unheimlich. Es necesaria la caída en el abismo de la angustia para que las alusiones a lo precedente se elidan: mientras que el cubismo no asume el fin del mundo, sino que contempla la condición de puente de los materiales empleados -que amagan el paso siempre hacia otro sentido dentro del mismo marco de significación-, por su parte el futurismo requiere el repliegue al momento cero del sentido para tratar los materiales desde su más estricta superficialidad. La naturaleza de estos materiales queda intacta, conservan las connotaciones de su función anterior (onomatopeyas, homofonías, materialidad, pesos específicos), pero su nueva interrelación les aporta una nueva vida, como un rebus, como un sueño (cfr. Freud, 1991a, p. 350). La praxis futurista, como el trabajo onírico, no es potencia lírica en su viva frescura, sino intentos rudimentarios de hacer realidad, de montar mundo a partir de la caída del previo en la simple vacuidad material, habiendo perdido el tejido libidinal que incorporaba una posibilidad de relación para el sujeto. La reducción de las distancias semánticas, la velocidad que superpone y simultanea elementos diversos, son el principio estructural y formal del futurismo; el borrado de los contornos, la destrucción el marco lírico, compositivo o narrativo, imponen “una sensación de maravilla salpicada de miedo”, maravilla de libertad y miedo de pérdida total (Perloff, 2009, p. 91). Esa terrible superficialización del mundo es, defiendo, el reino preontológico de lo Unheimliche.

Conclusiones

La práctica del futurismo nos enseña que el vaciamiento del objeto es la condición para la instauración de lo nuevo: el objeto desarraigado, des-sustancializado, superficializado, despojado de pasado y connotaciones, solo puede referirse a sí mismo para inaugurar la construcción nueva. El vértigo futurista es el de permanecer suspendido en una superficie sin profundidad, quedarse atrapado en la angustia que precede la investidura de la imagen, a la afirmación de un identidad nueva para ese compuesto material, confirmando que solo hay superficie. Un verso de La prosa del Transiberiano (de 1913) de Cendrars reza: “Tengo miedo / No sé llegar hasta el fondo” (citado en Perloff, 2009, p. 130); es el vértigo de comenzar de cero la investidura del mundo sabiendo que está constitutivamente perdido, que nada hay que rescatar, nada hay que exhumar, sino que la superficie de lo que fue habitual, de lo que fue heimlich, es el único fondo. Finalmente, encallar en superficie implica la pérdida de concatenación causal del mundo, la demora en la estructuración de un universo nuevo.

Como ese abismo ontológico no se puede captar, es por definición inimaginable, indecible, inobjetivable; solo existirá como memoria de la imagen actual, como el intervalo inefable de la proto-imagen deducido de la imagen vigente. Si el recuerdo es el entramado narrable, real o no, que acolcha con efectos de pasado al mero acontecimiento de esa irrupción, la memoria es el desajuste que impone esa aparición en el orden normativo, un punto de quiebra para toda la red referencial en la que ha surgido. Debe pensarse el “origen” de la imagen que cumple deseo como que no puede aludirse a nada salvo a su irrupción, y si pone experiencia es porque cabe distinguir entre dos acciones. Por un lado, la inscripción de eso nuevo, sin referencia alguna, en el registro del lenguaje habitual, en donde encuentra su lugar; por otro, la instauración de la verdad radical de su aparición angustiosa, que trastoca el entero marco de perspectiva del sujeto, imponiendo un nuevo enfoque, desconcertante, sobre la textura objetiva. Lo primero significa que la perspectiva dominante integra, en su esquema geométrico, a lo que no tenía lugar en él y ha irrumpido desestabilizándolo: por eso afirmaba Freud que era difícil hallar en literatura lo Unheimliche que deriva del retorno de lo reprimido. Lo segundo muestra, en cambio, la imposición de un desconocimiento que conlleva un completo cambio de escorzo; la búsqueda de una imagen nueva tras el arribo de la angustia implica una nueva estructuración libidinal, ahora desde la caída del entero orden de perspectiva anterior. Dicho de otro modo, una cosa es integrar el acontecimiento angustioso en el sistema de lenguaje y otra es modificar todo ese sistema en función de ese punto ciego. Solo la imagen desvela lo inimaginable, pero no como sus profundidades abisales, rescatables tras un atento examen indiciario, sino como futurible, como un antes del mundo, como la memoria virtual de toda operación significante; es una memoria viva, captada en el desmoronamiento de lo actualmente eficaz; es un preludio a un mundo, simultáneo a la ruina de los sistemas de significación preexistentes.

Cada caída de la identidad de la imagen en su simple condición superficial pone al sujeto ante el comienzo de su relación libidinal con el mundo. Si el pasado ha dejado de existir, la liberación futurista del pasado es la angustia asfixiante del individuo que no puede acudir a un trasfondo portante y debe enfrentarse solo y sin referencias a la construcción de una posibilidad de mundo contando exclusivamente con la evidencia superficial. Esto no diluye el yo, como leía Perloff en el futurismo, sino que lo afirma con fuerza: lo confirma ocupando el punto ciego de enfoque de la masa de fragmentos, a la que ensambla en nuevas realidades. Hay que entender que el hecho de que el origen no pueda ser comprobado, tanto en el collage futurista como en lo referente a la Deutung onírica, no es lo que permite salvar a los componentes del nuevo ensamblaje como la única facticidad posible de las eternas metamorfosis significantes, manteniéndose en superficie como hace el pop, sino la posibilidad que se nos ofrece para construir un nuevo orden combinativo a partir del punto de su quiebra. O asumir un gesto de vanguardia para el que las ruinas no son restos del ayer, ni la constatación de que solo hay ruinas, sino la apertura de la ocasión radical de un nuevo hoy.

El futurismo plantea, no un mundo que decae, sino un mundo que nace en su caída, cuyas ruinas no funcionan como lo que sienta las bases para potenciales significados efímeros y que, metáfora desenfrenada, abriéndose a la nada puede serlo todo (cfr. Perloff, 2009, p. 400). Por el contrario, los elementos ruinosos se ensamblan en una forma que es un sumidero por donde se cuelan todos sus tiempos, reales o ficticios, consumiéndose en un ahora que abrasa el pasado y muestra la memoria de su propia posibilidad de irrupción contingente. El afecto angustioso depende de una memoria pero carece de memoria, porque el trauma inicial no es simbolizado como tal: “[E]l asunto de la angustia es en cada caso la emergencia de un factor traumático que no pueda ser tramitado según la norma del principio del placer” (Freud, 1991b, p. 87), el cual nos protegería de perturbaciones a nivel libidinal pero no de una amenaza contra la vida, como es la castración. La memoria del estallido de angustia es la de su propia irrupción, que no alude al pasado sino que es indistinguible del comienzo de la historia. Solo hay fundamento metafísico en la exuberancia en superficie de residuos autorreferidos, que no son los restos del pasado en el presente, sino meras ruinas, que están presentes.

Luego a la verdad última no deja de bordeársela, ya que cada imagen históricamente determinada está encarnando, también, el agujero sistémico en torno al cual se edifica la entera constitución deseante del sujeto: no la culminación de un deseo, sino el insaciable y estructurante modo de su desear. Con otras palabras, cada vez que la imagen cae, y se revela como el angustiante erial del amasijo de retazos en superficie, se cuestiona la validez libidinal de las imágenes y objetos posibles, encarando su condición frágil, o lo que es la memoria de lo que le ha hecho ser una combinación eficaz y contingente que cumple deseo. La superficie es un antes-de-la-imagen, un antes-del-deseo; toda vez que invade el vértigo angustioso de lo Unheimliche, se está actuando la ocupación por el individuo del lugar desde el que enfoca, como sujeto, los retazos de la superficie fenoménica del mundo antes de combinarlos en imágenes de sentido según el estilo fundamental de su deseo inconsciente. Los futuristas demuestran que la pregunta por las causas históricas que han hecho posible cada compuesto imaginario es insustancial, por lo que debemos dirigirnos hacia aquello que esa irrupción imaginaria permite cuestionar sobre el entero orden simbólico que la acoge. Del mismo modo, la ausencia de un sedimento original para las elecciones pulsionales del sujeto hace que la situación normativa preexistente toque su propia ruina cuando constata la insustancialidad y vulnerabilidad tanto de los valores del pasado, que justificarían la naturaleza de las investiduras pulsionales, como de la verdad de los deseos identificables. Mientras que el deseo inconsciente es el soporte libidinal que, en cada enfoque, actúa la verdad psíquica del sujeto, la angustia unheimlich es la exhibición del punto ciego de ese enfoque, el escorzo que no logra enfocar nada, entendido por la vanguardia como el inicio absoluto de un nuevo orden de perspectiva.

El texto de lo Unheimliche fue compuesto tras haber escuchado los testimonios de quienes retornaban del frente, información que dio pie para que Freud experimentara con las tesis sobre la angustia y la pulsión de muerte. Su incursión en estos ámbitos parecería ser el epitafio de los proyectos futuristas, derrotados por la invasión del vacío de lo real de la guerra imperialista. Como si el plan futurista hubiera constatado que, a pesar de tocar el grado cero de los valores y los contenidos tradicionales, faltó un cambio en los modos de hacer esos contenidos: a los nuevos lenguajes no los acompañaron nuevas realidades sistémicas para la comunidad ni nuevas realidades de deseo para los sujetos, excepto, en gran medida, en Rusia. Pero en Francia, o en Italia, el fin de la guerra no se vio acompañado de un cambio radical en las dinámicas estructurantes de la realidad, en las relaciones económicas (también libidinales), y en el tejido social y cultural; la revolución futurista temió llegar hasta el fondo, como dijo Cendrars. Lo que propone este artículo es, en cambio, que no se mantuvo suficientemente en superficie.

Gracias al horizonte de cura analítica puedo sostener que la acción por emprender no debe adaptar lo pulsional incongruente, desfasado, impropio, lo que no tiene lugar e interrumpe la tersura de la superficie habitual, al cuerpo simbólico e institucional precedente, sino configurar un nuevo sistema orientado desde sus fundamentos en relación a ese punto de incongruencia en superficie, como si todo el orden representacional adoptara el enfoque anamórfico, distorsionado, de la aparición nueva, en vez de corregir a esta última para someterla a las pautas visuales dominantes. Combinando la lógica del collage con el arrasamiento sémico unheimlich se percibe que el valor superficial es la clave de la ontología tanto psicoanalítica como futurista. Solo planteándolo así, defiendo, se podrá vislumbrar la concepción fuerte del sujeto para el psicoanálisis, si aceptamos, como sostenía Agamben (y Dolar), que la noción de lo Unheimliche, al concentrar Freud en ella todo su corpus teórico, señala su propio límite. Ese límite, ese punto ciego, no debe ser sino el umbral hacia lo nuevo.

Bibliografía

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2 Todas las traducciones del italiano de las obras de Agamben que aparecen en este artículo son mías.

3 Agamben coincide aquí con Mladen Dolar (1991), quien advertía que, al abordar lo Unheimliche, Freud estaría declarando su plena pertenencia al proyecto ilustrado, marcando incluso su límite. Lo Unheimliche, y con ello el sujeto del inconsciente y el cuerpo de pulsiones, es fruto de la Modernidad, estrechamente ligado al cogito cartesiano y al sujeto trascendental kantiano. Mientras que en las “sociedades premodernas” la dimensión de lo extrañante “era cubierta (y velada) por el área de lo sagrado y lo intocable” (Dolar, 1991, p. 7), la Ilustración señala el tiempo histórico en el que ese lugar de exclusión se torna inubicable, salvo en las instancias espectrales del romanticismo. Dolar también afirma que la definición de lo Unheimliche da cuenta del límite de la práctica psicoanalítica, obligando a Freud a condensar en ella todos sus conceptos: la interpretación no es exhaustiva, subsiste una dificultad que resulta insuperable salvo si diferentes significados parciales la ocupan y la saturan con sentido.

4 En el Seminario 10, llamado La angustia, Lacan deja claro que la ansiedad que provoca el sentimiento de lo Unhemiliche no es un estado de incertidumbre entre lo propio y lo ajeno, entre el significado y el significante, sino lo que surge en el lugar donde debería estar la falta impuesta por la inclusión del individuo en el entramado simbólico que le hace sujeto, esto es, la castración imaginaria (el menos phi): si “falta toda norma, o sea, lo que constituye a la anomalía como aquello que es la falta, si de pronto eso no falta”, si se pierde el apoyo que aporta la falta para el desear, “empieza la angustia” (Lacan, 2007, p. 52). Cuando se deshace el intervalo entre sujeto y objeto, entre interior y exterior, y se gana de pronto el encuentro con la Cosa, o el imposible objeto saciante que calmaría de una vez por todas el desear, hay angustia. Hay angustia cuando se elide el desajuste constitutivo de la realidad, que era lo que permitía el juego retórico, el poético, el emblemático; se pierde la ambigüedad y hay presencia plena del significado en el significante.

Recibido: 19 de Julio de 2021; Aprobado: 17 de Noviembre de 2021

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Conservo el término en alemán por su intraducibilidad al castellano, ya que permite visualizar, gráficamente, la operación de la represión (registrada, dice Freud, por el prefijo Um-) sobre lo familiar y hogareño (heimlich).

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