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Tópicos (México)

Print version ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  n.66 México May./Aug. 2023  Epub June 19, 2023

https://doi.org/10.21555/top.v660.2130 

Filosofía en el espacio público

La modernidad del racismo contrastada con el pensamiento español del siglo XVI

The Modernity of Racism Contrasted with Spanish Thought during the 16th Century

1Escuela Superior Politécnica del Litoral, Ecuador. polo@espol.edu.ec


Resumen.

En el presente trabajo se prueba una hipótesis sencilla pero fascinante, a saber, que el racismo es una realidad estrictamente moderna. No encontraremos teorías específicamente racistas antes del siglo XVIII. Pero pretendemos, además, establecer un sugestivo contraste con el pensamiento español del siglo XVI. El objetivo es corroborar un asunto que tal vez causará asombro a más de uno: la verificable circunstancia de que el racismo está ausente en las doctrinas de aquellos juristas, moralistas, teólogos y humanistas (además de primeros etnólogos) de la España imperial del siglo XVI.

Palabras clave: racismo; modernidad; pensamiento español; civilización; cultura

Abstract.

The paper tests a simple but fascinating hypothesis, namely, that racism is a strictly modern reality. We will not find specifically racist theories before the eighteenth century. We also intend to establish a suggestive contrast with Spanish thought of the 16th century. The goal is to corroborate an issue that, perhaps, will amaze more than one: the verifiable circumstance that racism is absent in the doctrines of the jurists, moralists, theologians, and humanists (as well as early ethnologists) of imperial Spain in the 16th century.

Keywords: racism; modernity; Spanish thought; civilization; culture

1. El surgimiento moderno del racismo

El racismo moderno -no ha existido otro, en sentido estricto- nació doctrinalmente en Francia. Asumiremos como válida aquella tesis de Lukács (1968, p. 538), trazada en El asalto a la razón, que situaba los “orígenes” del racismo en el siglo XVIII y su despliegue plenamente consolidado en el siglo XIX. También Marvin Harris estaría muy conforme con esta premisa, si leemos -en su monumental obra dedicada al desarrollo de las teorías antropológicas- el capítulo que lleva por título “Apogeo y decadencia del determinismo racial” (1999, pp. 69-92). En un trabajo dedicado a la perversa utilización política de la biología y de la genética (publicado en 1946, significativa fecha), Dunn y Dobzhansky hacían un interesante comentario al respecto:

Es un viejo prejuicio humano creer que la familia o raza propias son mejores que las de los vecinos; pero la idea de adscribir esta superioridad a cualidades biológicas heredadas es relativamente nueva. Los griegos de hace más de 2000 años estaban seguros de ser mejores que los bárbaros, llamando con generosidad bárbaros a todos los que no eran griegos; pero no consideraban a los bárbaros inferiores porque hubiera algo malo en su cuerpo sino porque, valga la expresión, no tenían finas maneras en la mesa (1975, p. 121).

La inferioridad de los bárbaros no era somática. Era civilizatoria. Pero es que también los persas se creían superiores a todos los demás. Y en realidad, cualquier comunidad indígena, por minúscula que sea, se cree ubicada en el centro del cosmos. La idea de “superioridad” es tan vieja como el mundo. Ahora bien, eso no es racismo en un sentido estricto. Queremos enfatizar este primer aspecto. Decir “racismo moderno” equivale a pronunciar un pleonasmo.

Únicamente en la edad contemporánea la cosa “racial” se constituirá en motivo sistemático y específico de la actuación política (o bélica). Evidentemente, a lo largo de los siglos precedentes se desataron toda una pléyade de conflictos. Guerras, invasiones, matanzas, discriminaciones o desplazamientos forzados… Pero en todos esos casos el “motivo racial” no figuraba como eje vector; ni tan siquiera como eje secundario. Esta tesis puede resultar controvertida, si miramos por ejemplo el título de un estudio del historiador Hugh Thomas: La trata de esclavos. Historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870 (1998). Sin embargo, esclavitud y racismo son dos realidades disociables, por mucho que en la edad contemporánea hayan permanecido estrechamente ligadas. Esclavitud hubo en el mundo antiguo del Mediterráneo. Los musulmanes, ulteriormente, se involucraron igualmente en el tráfico de esclavos. Y, en la América prehispánica, los mexicas esclavizaban sin contemplaciones a otros pueblos del valle del Anáhuac. Pero eso no significa que la inspiración última de todas aquellas prácticas fuese una doctrina del “supremacismo racial”, conscientemente formulada y practicada. La “raza”, en un sentido estrictamente biologista, no constituía todavía un horizonte de sentido. La raza, en definitiva, no fungía de elemento primordial en los planes de acción de ningún grupo o sociedad política. Por ello, nos parecen poco plausibles -por no decir inadmisibles- las tesis de Benjamin Isaac (2006) sobre la presunta “invención del racismo” en la Antigüedad clásica.

Todos aquellos conflictos político-bélicos (o bélico-políticos) del mundo premoderno giraban, de forma abrumadora, en torno a lo religioso y a lo “civilizatorio”. Es decir, un grupo humano (una sociedad política) podía violentar a otro grupo humano (a otra sociedad política) por considerar que encarnaba una religiosidad impía, desviada o errónea. También por entender que encarnaba un “estado de civilización” deficiente o insuficiente. Pero esa violencia jamás se produjo -antes de la Edad Contemporánea- porque un grupo humano (una sociedad política) considerase a sus adversarios como “racialmente inferiores”. Impíos, incivilizados o bárbaros, sí. Pero racialmente inferiores, no. Es así, entre otros motivos, porque tal idea solo podía emerger con el desarrollo sistemático de las ciencias naturales positivas (en concreto, con el desarrollo de todas las disciplinas “biológicas”). Y esto último no tuvo lugar hasta los siglos XVIII y XIX. Entonces, y solo entonces, hizo su acto de aparición el racismo “científico” o naturalista, aderezado con todo tipo de “evolucionismos”, “darwinismos sociales”, “determinismos hereditarios”, “eugenesias”, “craneometrías” o “frenologías”. Sin embargo, no queremos dejar de mencionar un dato relevante: las doctrinas eugenésicas apenas tuvieron incidencia en los países católicos, pero arraigaron con mucha fuerza en las naciones anglosajonas y protestantes. Los primeros congresos internacionales sobre eugenesia se celebraron en Londres (1912) y en Nueva York (1921). Pero, más importante aún, las primeras aplicaciones prácticas de semejantes ideas (programas gubernamentales de esterilización “voluntaria” o forzosa) se produjeron en Estados Unidos y en algunos países nórdicos. En Suecia, por ejemplo, se practicó la esterilización forzosa de “indeseables” a partir de los años veinte y treinta (todavía se hacía en los años setenta). Los nazis, en ese sentido, tuvieron ante sí pioneros de los cuales aprender.

Sin embargo, debemos introducir aquí una matización importante. Es algo obvio, pero conviene recordarlo. Y es que, como bien observaba Lukács en su análisis de estas cuestiones, debemos ser muy cuidadosos a la hora de comprender que todo aquello nada tenía que ver con la biología como ciencia. Serán todo un conjunto de filósofos, antropólogos, sociólogos y psicólogos los que emplearán de forma fraudulenta los conceptos biológicos, así “desfigurados y deformados”. Una pseudobiología empleada espuriamente para sostener ideologías fanáticamente reaccionarias; burdas y arbitrarias analogías que tomaban nociones biológicas con el propósito de justificar y apuntalar -por la vía expedita de la “naturalización”- todas las desigualdades entre los seres humanos. Estas ya no tendrían un origen socioeconómico o educativo-cultural, sino que estarían ancladas en una distribución u ordenación “natural”. De tal modo, ninguna intervención institucional podría modificar tal situación. La operatividad ideológica de todo ello resulta más que evidente (cfr. Lukács, 1968, pp. 538-539). En las primeras décadas del siglo XX, todas esas teorías alcanzarían un pavoroso clímax, como bien sabemos. Hoy tenemos la certeza de que todas aquellas doctrinas “científico-naturales” suponían una “falsa medida del hombre”, por emplear la ajustadísima expresión de Stephen Jay Gould (1984). Una falsa “medición”, diríamos nosotros más ajustadamente. Sin embargo, ello no obsta para que su eficacia fuese máxima en el campo del imaginario político y en el terreno de la propaganda.

Pero retomemos nuestro discurso. Encontraremos nociones abiertamente racistas en algunos pensadores del siglo XVIII. En este siglo sí las hallaremos (García Martínez y Bello Reguera, 2007). Las connotaciones (o denotaciones) racistas que latían en la antropología kantiana han sido analizadas y estudiadas críticamente (Lepe-Carrión, 2014; Chukwudi Eze, 2001). El llamado “racismo científico” será desarrollado por eminentes ilustrados, principalmente en Francia y en las áreas anglosajona, germánica y escandinava. Linneo (1707-1778), que había publicado en 1735 la primera edición de su Systema naturae, esbozaría una clasificación y distribución de las razas humanas que, durante bastante tiempo, resultaría canónica: blanca (hombre europeo), negra (hombre africano), amarilla (hombre asiático) y roja (hombre americano). Lo decisivo, a nuestros efectos, es que cada una de estas razas aparecía definida o encuadrada no ya solo por características morfológicas o fenotípicas, sino por toda una serie de rasgos morales, comportamentales, temperamentales o cognitivos. Todo lo cual se hacía desde premisas poco inocentes, la verdad sea dicha.

En 1776, el alemán Johann Friedrich Blumenbach (1752-1840) profundizará en esa clasificación del naturalista sueco, añadiendo alguna variedad y sobre todo agudizando la jerarquización entre las diferentes razas. La variedad caucásica estará en la cúspide, como no podía ser de otra manera. Al parecer, digámoslo a modo de apunte, Blumenbach tomó alguna de sus ideas de los escritos racialistas de Kant. El francés Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), fue uno de los científicos “monogenistas” más destacados de este siglo XVIII (también el mencionado Blumenbach participaba de esta corriente). Lo que se sostiene desde dicha teoría es que las razas humanas descienden de un tipo primitivo único. Y, con la trasposición de semejante idea al plano teológico, se creía que Adán y Eva (los tipos humanos primigenios) habían sido creados con un nivel máximo de blanquitud, pues esta era sinónimo de perfección. En consecuencia, de la existencia de las otras razas (no blancas) solo podía darse cuenta con un recurso explicativo: la “degeneración”. El monogenismo manejaba la idea de que todos los humanos procedían de una misma y única fuente. ¿Cómo es entonces que existen diversas razas? Las distintas razas humanas serían producto de la degeneración que sucedió a la perfección del Paraíso. Ahora bien, unas razas se habían “degenerado” -es decir, “oscurecido”- más que otras.

Pero las denigrantes jerarquizaciones raciales no afectaban solamente a los habitantes de África. Buffon, reverenciado naturalista, sostuvo alegremente que América era un continente malsano e insalubre. Algo había en aquellas tierras que bloqueaba un adecuado desarrollo de lo orgánico. Incluso la fauna americana era una realidad paupérrima y raquítica. Solo los insectos y los reptiles podían proliferar abundantemente en aquel ambiente ponzoñoso. Aseveraba Buffon que en el continente americano todo languidece, todo se sofoca y todo se corrompe (cfr. Gerbi, 1960, pp. 3-14). En él habitaban criaturas antropomorfas que estaban ligeramente (muy ligeramente) por encima de los animales, pero bastante por debajo de cualquier niño europeo.

El aborigen americano, criado en una naturaleza malsana y hostil a la que es incapaz de doblegar, es un ser apático e indolente. Enclenque, insensible y carente de toda actividad espiritual refinada. Criaturas errantes, fisiológicamente débiles e incapacitadas para la reflexión compleja. Muchos geógrafos, naturalistas y filósofos del siglo XVIII manejaron este tipo de tesis, perorando sobre la “degeneración” de los habitantes nativos de América, cuyo ambiente natural era dibujado asimismo como ponzoñoso. Nos referimos, entre otros, al holandés Cornelis de Pauw, al francés Raynal o al escocés William Robertson. ¿El lado más tenebroso del enciclopedismo? El más mordaz de todos ellos fue, con toda seguridad, Cornelis de Pauw. En su más célebre y corrosiva obra, publicada en Berlín en 1768, ventiló tesis aún más radicales que las de Buffon. Aseguraba que los nativos americanos era criaturas deleznables e incurablemente degeneradas (cfr. Gerbi, 1960, pp. 49-56). Apreciaciones de la misma índole, sobre las “razas americanas”, también las encontraremos en el propio Kant (cfr. Gerbi, 1960, pp. 300-306).

Estas elucubraciones “luminosas” fueron contestadas contemporáneamente por algunos jesuitas hispanoamericanos. Probablemente el más conocido fue el novohispano Francisco Javier Clavijero (cfr. Gerbi, 1960, pp. 176-192). En su Historia antigua de México (1780), monumental obra publicada inicialmente en lengua italiana (pues en este país recaló, tras la expulsión de América padecida por todos los jesuitas), argumentaba -confrontando explícitamente con Cornelis de Pauw- que, después de haber permanecido durante años tratando muy de cerca con los indios americanos, y siendo así que muchos de ellos habían sido sus discípulos, podía aseverar muy cabalmente que “las almas de los [indígenas] mexicanos en nada son inferiores a las de los europeos; que son capaces de todas las ciencias, aun las más abstractas” (Clavijero, citado en Gerbi, 1960, p. 185). También el español Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), respondiendo a todas estas calumnias que denigraban a los habitantes nativos de América, alegaría que “sobran testimonios de que su capacidad en nada es inferior a la nuestra” (1863, p. 90). El dominico Julián Garcés, a la sazón obispo de Tlaxcala (Nueva España), había dicho algo muy similar en el siglo XVI, al comentar el desempeño intelectual de los “naturales” que habían sido incorporados a las instituciones dedicadas a la instrucción (que fueron bastantes, por cierto): “Sus niños [los niños indígenas] hacen ventaja a los nuestros en el vigor de espíritu, y en más dichosa viveza de entendimiento y de sentidos, y en todas las obras de manos” (Garcés, citado en Gonzalbo Aizpuru, 1990, p. 79). Poco racismo había en semejante valoración. Aquella polémica dieciochesca fue magníficamente reconstruida por Antonello Gerbi. Sin embargo, debemos resaltar que este autor yerra en sus juicios sobre las doctrinas de los teólogos y juristas españoles del siglo XVI.

Demos un salto en el tiempo. Adolf Hitler también tenía algo que decir sobre la historia del continente americano. Leemos en su Mein Kampf que el mestizaje observable en Centroamérica y en Sudamérica es una imperdonable aberración. En efecto, los europeos que llegaron a dichas tierras (es obvio que se refiere a los españoles) “mezclaron con mucha liberalidad su sangre con la de los aborígenes” (2018, p. 135), una calamidad de funestas consecuencias. Por contraste, consideraba que la buena colonización había sido la perpetrada por las razas germánicas en la América del Norte, pues en este caso la sangre europea no se mezcló con la de los nativos (limitándose a su aniquilación, ciertamente). He ahí la conclusión hitleriana. Pero regresemos al siglo XVIII, para escuchar a Montesquieu (2017, pp. 274-275) hablar de los esclavos de origen africano:

Estos seres de quienes hablamos son negros de los pies a la cabeza y tienen además una nariz tan aplastada que es casi imposible compadecerse de ellos. No puede cabernos en la cabeza que siendo Dios un ser infinitamente sabio, haya dado un alma, y sobre todo un alma buena, a un cuerpo totalmente negro […]. Prueba de que los negros no tienen sentido común es que hacen más caso de un collar de vidrio, que del oro, el cual goza de gran consideración en las naciones civilizadas. Es imposible suponer que estas gentes sean hombres, porque si los creyéramos hombres se empezaría a creer que nosotros no somos cristianos.

Cabe presuponer que Montesquieu no había estudiado los tratados de aquellos teólogos y juristas de la Escuela de Salamanca de los siglos XVI y XVII (después hablaremos de ellos), motivo por el cual podía sostener sin inmutarse que “es imposible suponer que esas gentes sean hombres”. Si los hubiese leído probablemente no se hubiera atrevido a tanto. Algunas de las más emblemáticas figuras del enciclopedismo dieciochesco estuvieron instaladas en el supremacismo racial (Duchet, 1988). Recordemos, por ejemplo, que Voltaire exhibió una visión del mundo intensamente racializada, llegando a decir que solo un ciego podría dudar de que los blancos, los negros, los lapones, los americanos y los chinos constituyen “razas enteramente diferentes” (1990, p. 7). La raza blanca situada siempre en la cúspide, eso sí.

Adentrémonos ahora en el fascinante y turbulento siglo XIX. Encontraremos a los “poligenistas”, aún más radicales a la hora de dar cuenta de la existencia de diversas razas humanas, toda vez que presuponían que todas ellas descendían de “Adanes” diferentes. De tal modo, la separación biológica entre todas ellas era aún más tajante e infranqueable que en el caso del monogenismo. Louis Agassiz (1807-1873) fue un naturalista y paleontólogo suizo afincado en los Estados Unidos. También se había ganado cierta fama en Europa por sus aportaciones en el campo de la geología. Discípulo de Georges Cuvier, Agassiz es igualmente considerado uno de los fundadores de la paleontología y de la anatomía comparada. El sabio francés, por cierto, ya había pontificado sobre la estulticia incurable de los indígenas africanos, la más degradada de las razas (tan degradada que estaba más próxima a la animalidad). Pero regresemos a Agassiz. Ejerció como profesor en Harvard, centro en el que fundó y dirigió (hasta su muerte) el Museo de Zoología Comparada. Fue un ardiente defensor de las tesis poligenistas, una doctrina de origen esencialmente norteamericano. Tanto es así que muchos europeos se referían a la poligenia como “escuela antropológica norteamericana”. No debemos olvidar que prácticamente todos los “padres fundadores” de los Estados Unidos fueron racistas, con mayor o menor virulencia (Thomas Jefferson, sin ir más lejos). Agassiz se persuadió definitivamente de tales ideas cuando se encontró con personas negras por primera vez en su vida. Fue en un hotel de Filadelfia, en 1846. Detalló aquel encuentro en una carta enviada a su madre, explicando la incontenible repugnancia que experimentó cuando aquellas criaturas (los camareros) se le acercaban a servir la mesa. Observando con aversión sus rasgos anatómicos, decía en aquella misiva: “Lo que sentí es contrario a todas nuestras ideas acerca de la confraternidad del género humano y el origen único de nuestra especie” (cfr. Gould, 1984, pp. 26-35). Pasaría los próximos años tratando de demostrar que blancos, negros y asiáticos pertenecen a especies distintas. Esa poligenia colisionaba con la Biblia, pero él alegaba que el relato de Adán solo estaba referido a los caucásicos.

Agassiz pretendió aparentar que su investigación se hallaba al margen de cuestiones políticas, pero lo cierto es que sus teorías suministraban munición a las filas esclavistas (aunque estos tampoco necesitaban salir del tradicional monogenismo, puesto que siempre podían justificar la inferioridad de los negros con una particular exegesis bíblica: la presunta maldición de Cam). Sea como fuere, aseveró explícitamente que los negros ocupaban el escalón más bajo de la jerarquía racial. Era esta una verdad objetiva, por más que los filántropos quisieran convencernos sentimentalmente de que todas las razas gozan de las mismas capacidades. La educación debe adaptarse a las aptitudes innatas de cada grupo racial. Los negros han de ser adiestrados para el trabajo manual, pues el trabajo intelectual solo es adecuado para los blancos. Y aunque se les concediera la igualdad jurídica, lo que jamás se les podría conceder es una igualdad social, toda vez que los negros son incapaces de convivir civilizadamente en una comunidad. Si se llevara a término tal experimento, la cosa desembocaría en desorden social y en decadencia moral. “Nadie tiene derecho a algo que es incapaz de usar”. Debían permanecer sujetados, por ende. La segregación era más que necesaria. Los matrimonios mixtos le resultaban aborrecibles, una abominación inenarrable. El vigor de la raza blanca dependía de su aislamiento. La producción de mestizos era un pecado monstruoso y antinatural (cfr. Gould, 1984, pp. 26-35).

Samuel George Morton (1799-1851) fue un médico estadounidense, reconocido racista y divulgador de la teoría del poligenismo. Pensaba que las distintas razas humanas habían sido creadas por separado (debían entenderse, incluso, como especies diferentes). Muy famosa fue su colección de cráneos humanos, un trabajo de recopilación cuya única destinación era servir de soporte empírico a la clasificación jerárquica de las razas humanas. El tamaño del cerebro era fundamental. Medir la cavidad craneal era absolutamente decisivo, pues a partir de ella podían deducirse las aptitudes morales e intelectuales de cada raza. Fruto de tal programa fueron sus obras Crania americana (1839) y Crania aegyptiaca (1844), textos que venían acompañados de estilosas ilustraciones y que fueron reimpresos a lo largo de todo el siglo XIX. Morton aseguraba que sus mediciones craneanas verificaban su hipótesis, a saber, que existía una capacidad mental diferente en cada raza. Los blancos arriba, los indios en una posición intermedia y los negros abajo. Pero dentro de la categoría blanca también existía una jerarquía interna: teutones y anglosajones ocupaban la parte superior. La naturaleza es elocuente, concluía. Ningún sentimiento piadoso puede contravenir el implacable dictamen de la ciencia. Indios y negros tienen una capacidad craneal/mental notoriamente inferior a la del blanco, y debido a ello están incapacitados para incorporarse a la vida civilizada. Stephen Jay Gould demostró que el señor Morton adulteró o manipuló los datos de las mediciones para “acomodarlos” a sus prejuicios racistas y a unas conclusiones fijadas de antemano (cfr. Gould, 1984, pp. 36-57). Marvin Harris observaría que:

[…] a diferencia de los esclavistas, si los abolicionistas hubieran querido apoyarse en una justificación científica de su posición no habrían podido hacerlo: no había en los Estados Unidos ninguna escuela de antropólogos que se opusiera a Morton y a la esclavitud. Ni la había entonces ni iba a haberla en los cincuenta años siguientes (1999, p. 80).

Ese sería el panorama durante mucho tiempo.

Otro ejemplo de racialismo virulento y poligenismo extremo, esta vez en Europa, lo encontraríamos en el médico y naturalista británico Robert Knox (1791-1862), radicalmente opuesto a las doctrinas ilustradas de la “perfectibilidad”. La educación no tenía una influencia significativa, pues la raza era el único factor determinante. Todos los logros civilizatorios tenían un componente ineludiblemente racial. Su interpretación de la historia se fundaba en la lucha librada -a vida o muerte- entre las razas blancas y las no blancas (retomaremos, enseguida, esta crucial idea de la “lucha de razas”). Knox aseveraba sin pudor que los negros eran miembros de otra especie (poligenismo radical), concluyendo sin medias tintas que las razas blancas estaban destinadas a sobreponerse a las de color, que terminarían extinguiéndose. El científico alemán Carl Vogt (1817-1895), otro poligenista convencido, “observaría” (atención a las comillas) que el cerebro de los negros adultos se asemeja al cerebro de los niños blancos. Una raza débil e inepta que jamás ha producido nada digno de ser conservado. En su obra Lectures on Man (1864) estableció que la diferencia entre negros y blancos es tan descomunal que resultaría inconcebible que no perteneciesen a especies distintas.

La frenología de Franz Joseph Gall (1758-1828), un anatomista y fisiólogo alemán, había supuesto un pistoletazo de salida para todas estas cuestiones. Estaba persuadido de que las diversas funciones mentales residen en áreas muy específicas del cerebro, asumiendo que la superficie del cráneo reflejaba el mayor o menor desarrollo de dichas áreas. Examinando las protuberancias del cráneo podrían diagnosticarse los rasgos más definitorios de la personalidad del sujeto. El eminente médico, anatomista y antropólogo francés Paul Broca (1824-1880), que había fundado la Sociedad de Antropología de París, fue un egregio defensor de la craneometría. En su caso (como en el de tantos otros) se trataba de una verdadera “craneomanía”, si se nos permite emplear la expresión. Una “manía” que afectó por igual a pre-evolucionistas (los mencionados Agassiz o Morton) y a evolucionistas. Broca, que se contaba entre los últimos, sostenía que el cerebro es significativamente más grande en los hombres que en las mujeres; más grande en los hombres eminentes que en los hombres mediocres; y más grande en las “razas superiores” que en las “razas inferiores”. Es una realidad verificable, aseguraba. “Ningún grupo de piel negra, cabello lanudo y rostro prognático ha sido nunca capaz de elevarse espontáneamente hasta el nivel de la civilización” (Broca, citado en Gould, 1984, pp. 72-75). No podemos dejarnos llevar por vanas ensoñaciones éticas; es la naturaleza la que ha fijado unas jerarquías inamovibles y perennes. Gustave Le Bon (1841-1931), quien se hizo muy famoso por sus estudios sobre la “psicología de las masas”, también aportaría su toque misógino (sin olvidarse del racismo), explayándose sobre la inferioridad cerebral de la mujer, que se evidenciaría de una forma palmaria en su incapacidad para todo lo que tuviera que ver con el pensamiento abstracto y el análisis lógico. La potencia intelectual de las mujeres estaba al paupérrimo nivel de las razas inferiores. La capacidad mental de la mujer estaría más cerca del salvaje y del niño que del varón adulto y civilizado. Brindar la misma educación a mujeres y a hombres sería un verdadero dislate.

Después, ya en el siglo XX, los “test de inteligencia” desempeñarían el mismo rol que había desempeñado la craneometría en el siglo XIX, así fuera con metodologías menos toscas. Aunque la tosquedad no desapareció, hemos de aclararlo. La premisa esencial de dichos test era la cosificación de la inteligencia. Se postulaba que existe una “cosa” localizada en el cerebro que puede cuantificarse o “medirse”, permitiendo así la ubicación/clasificación de las personas en una determinada escala (única y continua) atendiendo a la mayor o menor cantidad exacta de esa “cosa” que posee cada cual. Esa cosa así medible, llamada “inteligencia”, se concibe como una cantidad fija y heredable. El ambiente, la educación o la instrucción poco pueden ayudar a incrementar esa cantidad innata de inteligencia que cada individuo posee. Se tiene (por herencia) o no se tiene. El psicólogo y eugenista estadounidense Henry Herbert Goddard (1866-1957) fue uno de los mayores divulgadores de dichos test. El grado de inteligencia que cada persona puede alcanzar viene absolutamente condicionado por la herencia. La estupidez es congénita e irremediable, lo mismo que la brillantez intelectual. Pero el objetivo último de todo ello era, Goddard no lo ocultaba, localizar a los idiotas y a los débiles mentales, con el fin de segregarlos e impedir su reproducción, internándolos en colonias o esterilizándolos, si fuere menester.

La xenofobia también apareció en su quehacer, arguyendo que los inmigrantes que llegaban al país presentaban unos niveles de inteligencia paupérrimos. Peligro de degeneración, alertaba Goddard. Esto tenía otras derivaciones sociopolíticas, puesto que desde tales parámetros se sostenía que los que habían alcanzado la cúspide del orden social (los exitosos y encumbrados) eran los más inteligentes (en ese sentido hereditario), mientras que las masas trabajadoras ocupaban una posición social inferior según su grado “natural” de inteligencia. Y es que la naturaleza dispone y ordena. Un clasismo indisimulado, el que se traslucía en todo esto. Otro psicólogo estadounidense, Lewis M. Terman (1877-1956), abundó en esa misma línea. Sea como fuere, lo cierto es que el racismo se vio reforzado con estas “mediciones” de la inteligencia. Ningún esfuerzo educativo, aseguraba de forma categórica Terman, logrará corregir el bagaje hereditario que le corresponde a cada cual. También afirmaba que existe una estupidez de origen racial. Ciertos grupos étnicos (indios, mexicanos o negros) muestran recurrentemente que sus CI son irremediablemente inferiores. Nada se puede hacer. Es la genética. En todo caso, y aunque no puedan manejar conceptos abstractos, sí se les podrá adiestrar para que cumplan ciertas funciones y sean unos obreros eficientes (cfr. Gould, 1984, p. 195). Para eso sí servirán.

2. La consolidación contemporánea del racismo

Retrocedamos por un momento al siglo XVIII. El nacimiento dieciochesco de la doctrina racista podría fecharse, siguiendo a Ruth Benedict, en 1727. El conde Boulainvilliers (1658-1722) debiera ser considerado el primer teórico de las razas humanas, puesto que consideraba que la nobleza francesa descendía de los francos y de otros pueblos “bárbaros” (germánicos), mientras que el populacho francés seguía siendo predominantemente galo. Observaba un conflicto “racial” en todo ello, puesto que la nobleza franco-germánica (que había vencido y sometido a los galos romanizados) se hallaba ahora desalojada del poder (ni siquiera el rey pertenecía a esta noble raza). Esa y no otra era la causa de la decadencia de Francia. Es decir, un exceso de romanización y un déficit de germanización. Recordemos que el propio Montesquieu estaba muy próximo a semejantes tesis. Es curioso que, transcurridas unas pocas décadas, Sieyès asumiera (tal vez solo de un modo retórico) ese mismo esquema, así fuera para invertir la valoración. Aceptando con orgullo plebeyo que el pueblo descendía de los galo-romanos, proclamaba con fervor que la “raza franca” -esto es, la nobleza- sería despojada violentamente de todo su prestigio y de todo su poder (Benedict, 1987).

Sin embargo, las tesis racistas no cobraron prestigio ni adquirieron verdadera influencia hasta la mitad del siglo XIX. Otra figura nobiliaria, también francesa, propagaría con mucha potencia semejantes ideas. Fue el conde de Gobineau (1816-1882), con su celebérrimo Essai sur l’inégalité des races humaines -obra aparecida por vez primera en 1853- el que de alguna forma consolidaría este nuevo horizonte (1937). Es considerado el campeón del racismo predarwinista. El lector encontrará una magnífica semblanza crítica de dicha obra en Cassirer (1972, pp. 264-292). Leyendo las páginas del Essai uno descubre que la democracia, fundamentada en el “antinatural” principio de la “igualdad entre los hombres”, es una idea política completamente absurda y contraria a la ciencia. Otra “intuición” primordial de Gobineau consistía en creer que las naciones europeas estaban embarcadas en un proceso de imparable decadencia. La causa de dicha degeneración era la siguiente: solo quedaban grupos pequeños y dispersos de arios genuinos. Privadas de la dirección de las aristocracias arias, cuya sangre fue quedando irremediablemente contaminada, aquellas naciones estaban condenadas a la disolución.

La democratización o el auge del liberalismo eran causa y a la vez consecuencia de esa pérdida de pureza aristocrático-racial. Y es que el destino de los pueblos, pensaba el ínclito conde, dependía enteramente de la cuestión racial. Ningún factor pesa más que la raza. O, dicho de otro modo, todo lo esencial que le sucede a un pueblo o a una nación tiene que ver con ella. Existen tres grandes razas humanas, expresadas en la clásica tríada cromática: “blanca”, “negra” y “amarilla”. Advertirá que todo lo grande, sublime y noble que ha existido en el mundo (en las ciencias y en todos los otros campos de la cultura) ha sido generado por una sola “familia racial”. Se estaba refiriendo a la familia racial aria, evidentemente. También Gustav Klemm (1802-1867), un antropólogo alemán, escribió una monumental historia de la humanidad, tomando como eje principal la división entre “razas pasivas” (mongoloides y negroides, entre otras) y “razas activas”, en el pináculo de las cuales estarían situadas las estirpes germánicas.

Todas esas superioridades e inferioridades “naturales” colisionaban con la conciencia religiosa de Gobineau. Se topaba con aporías que solucionaba de la forma más chapucera que quepa imaginar. Los salvajes, pertenecientes a razas inferiores, eran capaces de recibir el cristianismo. ¿Cómo era posible tal cosa? Eludió el dilema argumentando que, al fin y al cabo, la doctrina cristiana estaba pensada precisamente para los más débiles y humildes. Hasta los más simples podían asumir la doctrina del cristianismo. Hasta las razas más idiotas podían aprehender sus rudimentos. Por otro lado, las disquisiciones históricas de Gobineau fueron extremadamente arbitrarias, contradictorias e incluso delirantes, hasta el punto de sostener que todas las grandes civilizaciones habidas en la historia (incluidas India, China o Roma) fueron generadas, en sus valores más esenciales y excelsos, por alguna rama de aquella “familia aria”. ¿Cuál sería, a juicio de Gobineau, el remedio más adecuado para detener esa deriva decadente? Entregar la dirección de Europa a los descendientes -que aún pudieran quedar- de aquellos “bárbaros” que invadieron los territorios de la civilización romana (invasores germánicos, nórdicos o arios, pues no perdía demasiado tiempo con rigores categoriales e historiográficos). Sin embargo, su “filosofía de la historia” era completamente fatalista. La mezcla de sangres había proseguido su curso de forma imparable. En consecuencia, la raza blanca se hallaba demasiado bastardeada. Decrépita y carente de toda vitalidad, su ocaso era inevitable. El hundimiento de la humanidad aparecía ante sus ojos como ineluctable (Lukács, 1968, pp. 542-543).

Georges Vacher de Lapouge (1854-1936), que también era francés (y conde, curiosamente), llevó las tesis del supremacismo racial a su máxima expresión. Antropólogo eugenista y antisemita furibundo, sostuvo que las ciencias naturales habían triturado los vanos sueños filosóficos de la igualdad humana. Las clases, las naciones y las razas son irremediablemente desiguales, toda vez que dicha desigualdad está perfectamente anclada en la naturaleza. El peso de lo hereditario es absolutamente preponderante, y la educación apenas puede sino desarrollar las tendencias preexistentes (innatas). Pensaba Lapouge que las naciones y las razas solo podrán alcanzar cierto margen de mejora extirpando de su seno los “elementos peores” y propiciando la propagación de los “elementos mejores”. También aseveró sin ambages (en 1899) que la raza aria estaba situada por encima de todas las demás.

El ario, debido a su (congénita) voluntad inflexible y tenaz, estaba destinado a ejercer el dominio y el mando. Ya sabemos cómo terminó ese “destino”. Sea como fuere, en los últimos lustros del siglo XIX el racismo comenzará a convertirse -al menos en ciertos contextos- en un arma nacionalista.

El filólogo y lingüista Max Müller (1823-1900), haciendo frente a ese tsunami de racialismo, hubo de decir en 1880 (ya lo había dicho antes) que cuando él hablaba de “arios” no se refería ni a la sangre, ni al cabello ni a los cráneos. Con ese término se refería, simplemente, a un conjunto de idiomas que formaban parte de una misma familia. Añadía que un etnólogo que hablase de “raza aria”, de “sangre aria” o de “cráneo ario” sería comparable a un lingüista que hablase de una gramática braquicéfala o de un diccionario dolicocéfalo. Pero las quejas y advertencias de Müller fueron una prédica en el desierto. El salto de la lengua a la raza se completó. Para los románticos era la lengua una realidad casi sagrada, toda vez que en ella estaban depositadas las esencias más profundas del Volksgeist. Pero ahora esa misma sacralidad se trasladaba a la raza. Tras la inflexión racialista, aquellas esencias del “pueblo” -sin dejar de estar presentes en la lengua, toda vez que el componente romántico sigue funcionando- también se hallaban cifradas o inscritas en el plasma sanguíneo, en esa herencia de nuestros antepasados que circula por nuestras venas. Lo lingüístico y lo racial quedaban entrelazados y bien atornillados. Aquel “determinismo idiomático” emergido de las plumas románticas, que nos enseñaba que ser hablante de una determinada lengua conllevaba estar atrapado, sujetado y constreñido por los límites de una determinada “cosmovisión” (por los contornos de una “cultura” que nos envolvía y nos configuraba en todos los detalles de nuestro ser), ya no resultaba suficiente. Lo lingüístico-cultural ya no bastaba. Se requería de un “determinismo biológico”. Es decir, también nos veíamos determinados, prefigurados y constreñidos (en todos los rincones de nuestro ser) por nuestra “herencia racial”. La ineluctabilidad de lo sanguíneo. Ahora bien, el supremacismo lingüístico germánico -la lengua alemana es la más pura y la más apta para “pronunciar la verdad profunda”- no debe ser minusvalorado, ya que podemos rastrear su evolución desde Fichte hasta Heidegger.

Merece la pena recordar a Ludwig Gumplowicz (1838-1909), pues constituye una de las figuras más representativas de esa “biologización” de la historia que venía cociéndose en aquellas décadas tan “naturalistas”. Entendió que todas las doctrinas (religiosas o políticas) que habían sustentado nociones de “igualdad humana” estaban condenadas al fracaso desde el principio, por la sencilla razón de que contravenían el orden natural de las cosas. Ni las palabras de Cristo ni los principios de la Revolución francesa podrán extirpar una realidad aplastante, a saber, que todos los conflictos (y los avances) habidos en la historia han sido expresiones de una contienda entre las diferentes razas. De hecho, una de sus obras principales llevaba por título Der Rassenkampf (1883). El esquema del darwinismo social se aplicaba sin cortapisas a la totalidad de la historia universal. La gran batalla de la Historia no ha sido más que una “lucha de razas”, y lo seguirá siendo por siempre. Todos los antagonismos socioeconómicos (pensemos en la lucha de clases) y todos los enfrentamientos entre Estados e imperios (pensemos en las situaciones coloniales) han de interpretarse como otras tantas “peleas raciales”. Todo quedaba disuelto en lo “biológico”. Se comprende fácilmente el papel de coartada que dicha concepción pudo cumplir, cuando se puso al servicio de las ideologías políticas más reaccionarias.

Algunos discípulos de Gumplowicz, como Ludwig Woltmann, fueron aún más radicales que el maestro. En él, la “lucha por la existencia” se convierte en un principio axiomático que rige a nivel cósmico. La “selección natural” siempre operó en las sociedades humanas, aseveraban con firmeza todos ellos, y lo debía seguir haciendo. Solo desde un necio sentimentalismo, como decía Herbert Spencer, se podía pretender su interrupción. El traslado a la vida social de los “imperativos biológicos” es absolutamente evidente en el más clásico de los darwinistas sociales. “El mandamiento ‘comerás el pan con el sudor de tu frente’ es sencillamente una enunciación cristiana de una ley universal de la Naturaleza, y a la que debe la vida su progreso. Por esta ley, una criatura incapaz de bastarse a sí misma debe perecer” (Spencer, 1963, p. 50). Los débiles (los menos “aptos”) han de perecer en la lucha por la existencia, y no se debe tratar de remediar lo que es fruto de la necesidad natural. El hambre, la enfermedad o la miseria son el resultado de la brega natural por la supervivencia, y aquellos que no pueden subsistir por sí mismos no han de ser artificialmente auxiliados por legislación social alguna. La defensa del laissez-faire se hará, en demasiadas ocasiones, desde una concepción biologizada y animalizada de las sociedades humanas (Sahlins, 1982). Este descarnado darwinismo social tuvo un predicamento extraordinario en los Estados Unidos (Hofstadter, 1992).

No podemos dejar de mencionar a Houston Stewart Chamberlain (1855-1927), pues en su voluminosa obra Die Grundlagen des neunzehnten Jahrhunderts sustentó concepciones abiertamente racistas, antisemitas y pangermanistas, con lo que se situó como uno de los precursores ideológicos del nazismo. Era británico de origen, pero adquirió la nacionalidad alemana. Sostenía Chamberlain que ciertos antropólogos habían pretendido divulgar la estupidez de que todas las razas humanas eran igualmente talentosas, pero tal despropósito constituía una monstruosa y mendaz falacia. Las ciencias naturales desmentían tal error (le reprochará a Gobineau, por cierto, el no haberse atenido de una forma más estricta y rigurosa a dichas ciencias). Alardeará de que sus ideas se fundamentan en “evidencias empíricas”, remitiéndose a la experiencia de la “cría de animales”. Sin embargo, y a pesar de esas pretensiones de “cientificidad”, encontraremos que su obra se halla condimentada con múltiples misticismos oscurantistas. Por ejemplo, ante la dificultad de precisar conceptualmente qué es una “raza pura”, responderá sin atisbo de zozobra que tal asunto no requiere de evidencias demostrativas. Quien pertenezca a una de esas razas sublimes simplemente lo “sentirá” en su interior; es decir, lo “intuirá” de una forma inmediata. De hecho, si alguien lo pone en duda o no es capaz de “intuirlo”, será, sencillamente, porque pertenece a una de esas razas mezcladas y degeneradas. No haremos comentarios a semejante cosa. El irracionalismo de semejantes nociones es atronador (cfr. Lukács, 1968, p. 569).

La obra de Chamberlain, por lo demás, no es más que una apologética del chovinismo imperialista alemán. Escribirá una y mil veces que los arios se elevan, física y mentalmente, por encima de todas las otras razas. Las criaturas pertenecientes a otras razas ni siquiera pueden ser consideradas auténticos seres humanos. Asistimos a una bestialización de todo lo que no es germánico. La nación de los teutones era la más bella y la más poderosa. El pueblo ario-germánico debía aplastar o sojuzgar a todos los otros pueblos de Europa. Judea y Roma debían ser aniquiladas, en definitiva. Observamos cómo el orgullo racista transmutó en orgullo nacional, y viceversa. Se concretó una intensísima racialización del Volksgeist. El libro fue un éxito en ventas, y entre los lectores más fervorosos y entusiastas estaba el káiser Guillermo II, quien le otorgó incluso la codiciada Cruz de Hierro. Se distribuyó entre los oficiales del ejército. En 1923, Chamberlain conoció personalmente a Adolf Hitler, y el ideólogo nazi Alfred Rosenberg publicó en 1928 (un año después de la muerte de Chamberlain) un trabajo sobre su figura.

El libro no paró de reeditarse hasta el comienzo mismo de la Segunda Guerra Mundial. Después de la gran tragedia, las ciencias naturales y las ciencias sociales empezarían a cuestionar sistemáticamente ciertas nociones vinculadas al racialismo y al determinismo genético (Mead, Dobzhansky, Tobach y Light, 1972).

El estadounidense Madison Grant (1865-1937) fue un conocido defensor de la eugenesia y de la higiene racial. Influyó notablemente en el establecimiento de políticas inmigratorias restrictivas. Nos referimos a la Immigration Act de 1924, que a él siempre le resultó insuficiente. Había que proteger al país de la degeneración racial causada por el mestizaje incontrolado. En The Passing of the Great Race (1916) realizó un estudio de la composición racial europea, estableciendo que son tres (comprendidas como subdivisiones de la raza caucásica): “raza nórdica”, “raza alpina” y “raza mediterránea”. Esbozando un cuadro de sus características físicas y mentales, trazará una clarísima jerarquía. La raza nórdica es claramente superior. La alpina ocupa una posición intermedia y, desde luego, la peor de todas es la raza mediterránea. Le angustiaba que los inmigrantes que en esos momentos estaban llegando a los puertos norteamericanos procedían mayoritariamente de latitudes mediterráneas, toda vez que eso representaba una amenaza para la integridad étnica de los Estados Unidos, cuya composición racial siempre había sido esencialmente nórdica. También fue un conocido conservacionista, y lo cierto es que sentía por la “raza nórdica” el mismo amor que experimentaba por cualquiera de sus especies animales amenazadas. Animalización de lo humano. Allí, en la primera democracia del mundo, el señor Grant abogaba sin pudor por la segregación, la cuarentena permanente o la esterilización forzosa de todos los elementos “indeseables” y de los “tipos raciales sin valor”. La comunidad nórdica debía conservarse incontaminada. Semejantes disquisiciones eran proferidas por una respetable figura pública que tenía bastante audiencia, no por un chiflado marginal. El libro fue muy popular (se vendieron miles de ejemplares) y tuvo múltiples reediciones en los Estados Unidos. Se tradujo a otros idiomas, incluido el alemán. Ese nordicismo mereció el elogio de muchos racistas europeos, incluido el mismísimo Adolf Hitler, que se refirió a las leyes de inmigración de los Estados Unidos (auspiciadas, entre otros, por Grant) como “débiles tentativas” que iban no obstante en la dirección correcta (2018, p. 193).

3. Eugenesia

El británico Francis Galton (1822-1911), primo de Darwin, fue el padre teórico de la eugenesia. El autor de Hereditary Genius (1869) estaba plenamente convencido de que aptitudes tan relevantes como la inteligencia eran primordialmente heredables. Existen hombres congénitamente virtuosos y existen hombres innatamente torpes. Semejante panorama no es modificable mediante intervenciones educativas. La herencia es destino. Teniendo esto en consideración, el proceder más racional sería aquel que permitiese únicamente la reproducción de los “naturalmente capaces” y, sobre todo, aquel que impidiese que lo hicieran los naturalmente ineptos. Y ello se lograría regulando los matrimonios, entre otras medidas. Creía que los seres humanos pueden ser “mejorados” de la misma forma que han mejorado los animales domésticos. Eso no significa que el propio Galton fuera un racista en un sentido explícito y militante. Pero es evidente que las teorías eugenésicas casi siempre fueron sostenidas por individuos que, al mismo tiempo, propugnaban alguna variedad de supremacismo racial. Porque muchos se apresuraron a “descubrir” que los “naturalmente capaces” eran únicamente los individuos pertenecientes a un determinado grupo racial o étnico.

En esta misma órbita innatista o hereditarista debe situarse la teoría del “criminal nato”, puesta en circulación por el italiano Cesare Lombroso (1835-1909), quien podría ser considerado el padre de la “antropología criminal”. Su principal obra se titulaba El hombre delincuente (1876). Postulaba, dicho sucintamente, que algunas personas se hallaban “predeterminadas” a cometer delitos por causas hereditarias; se concebía el delito como el resultado de ciertas “tendencias innatas”. Ahora bien, esos delincuentes presentaban ciertos rasgos fisonómicos o anatómicos que los delataban (asimetrías craneales o determinadas formas de la mandíbula, por ejemplo). Desde premisas evolucionistas, observaba que la conducta criminosa se desencadenaba en ciertos individuos que albergaban en su interior ciertos atavismos de épocas pretéritas. Instintos feroces y agresivos que ciertos sujetos “heredaban” como supervivencias oscuras de una época arcaica que se perdía en la noche de los tiempos; primitivismos que todavía pululaban por ahí, en la “naturaleza” de algunos especímenes humanos. Desafortunadas y peligrosas criaturas que se veían abocadas al crimen por su constitución innata. Lombroso, que escribió cosas muy delirantes (Maria Montessori apoyaba sus tesis), también sucumbió al prejuicio racista. Y es que, a su juicio, el “criminal nato” quedaba emparentado, en razón de esos atavismos o primitivismos que llevaba consigo, con las razas salvajes e inferiores. Intervino en algunos juicios como perito, y algunos de sus seguidores aspiraban a que tales teorías guiasen “científicamente” las pesquisas judiciales. El determinismo biológico alcanzaba uno de sus puntos álgidos.

Deseamos concluir este apartado con el británico Julian Huxley (1887-1975). Una figura extraña y ambivalente. Biólogo y humanista, hermano del famoso escritor Aldous Huxley, fue un ardoroso defensor de la eugenesia. En un trabajo de 1936, que llevaba por título La eugenesia y la sociedad, aseveraba sin tapujos que la eugenesia podría (o debería) convertirse en un “ideal sagrado” o en una “religión del provenir” (1953, p. 47). En efecto, los seres humanos deberían tomar el control de su propia evolución. El futuro evolutivo de la especie humana no debería estar sujeto por más tiempo a un cúmulo indeterminado de factores azarosos. Ahora bien, este británico no era exactamente un racista (estaba en Londres cuando caían las bombas alemanas). En el mencionado trabajo señalaba que las diferencias (en aptitudes o capacidades) que podemos observar entre los diversos grupos humanos tienen que ver, en muchísimos casos, con diferencias en el medio cultural y no tanto con diferencias genéticas. Muchos de los seres humanos que aún viven en un estado de barbarie podrían salir de tal estado si se les brindara la ocasión de una formación adecuada, pues en muchas ocasiones el ambiente es más determinante que los genes.

Si unos grupos humanos aparecen como inferiores con respecto a otros es más probable que tal circunstancia sea producto de un “ambiente social desfavorable”. Huxley advierte que muchas de las explicaciones racialistas son ilegítimas y anticientíficas, toda vez que pretenden hallar fundamentos genéticos para ciertos aspectos diferenciales que, en realidad, se explican más adecuadamente mediante factores sociológicos, económicos o culturales. En ese sentido, observará que la teoría de la supremacía nórdica no es más que un “mito” puesto al servicio del agresivo nacionalismo germánico; una pseudorreligión injustificable (cfr. Huxley, 1953, pp. 63-65). En otro trabajo, recogido en ese mismo volumen, arremeterá contra la fabulosa idea de las razas puras, aseverando que todos los grupos humanos tienen un origen decididamente mezclado (cfr. Huxley, 1953, p. 137). Es más, afirmará que sería “muy de desear que el término raza, en tanto que aplicado al hombre, sea eliminado de nuestro vocabulario científico y general” (Huxley, 1953, p. 140). Por otro lado, que de las capas superiores de la sociedad surjan estadísticamente más hombres de ciencia, escritores y artistas no se debe a que ellos estén mejor dotados genéticamente (factor hereditario), sino al hecho sociológico de que ellos tuvieron más oportunidades y mejor acceso a la educación. Cuántos genios potenciales en las filas de las clases sociales inferiores habrán permanecidos mudos para siempre, precisamente porque sus capacidades innatas jamás hallaron un entorno social y pedagógico propicio que permitiera su expresión y desarrollo (cfr. Huxley, 1953, p. 73).

Ahora bien, lo anterior no significa que la genética no ejerza ningún influjo en el despliegue de la vida humana. Es más, la carga genética determinará no solo las diferencias físicas que puedan existir entre unos seres humanos y otros. Los genes también determinarán en muy buena medida cuestiones relacionadas con el temperamento y la inteligencia. Escuchémosle: “Por ejemplo, considero muy probable que los verdaderos negros tengan un promedio de inteligencia ligeramente inferior al de los blancos y amarillos. Pero ni este ni ningún otro punto de diferencia racial eugenésicamente importante ha sido hasta ahora establecido científicamente” (Huxley, 1953, p. 66). Pero lo dice, a pesar de todo. Dos páginas atrás, calificaba de “mito” la doctrina racial de los nazis, y sin embargo ahora se atrevía él mismo a insinuar la inferioridad intelectual de los negros (por razones genéticas), aunque la ciencia no haya demostrado nada al respecto.

También observaba que la pobreza y un inadecuado sistema educativo eran los responsables de que muchos talentos innatos (“genes valiosos”) fueran desaprovechados, precisamente porque esa situación socioeconómicamente desigual (exclusión y falta de oportunidades) generaba que las potencialidades de muchos individuos no pudieran hallar jamás una vía de expresión (cfr. Huxley, 1953, p. 85). Este diagnóstico parece muy progresista y filantrópico, pero lo cierto es que en el párrafo siguiente hace una hermosa reflexión.

En el curso de las generaciones, los genes correspondientes a familias poco numerosas se encuentran cada vez más ligados a los que favorecen el éxito social y económico; e inversamente, los [genes] que favorecen el fracaso social y económico se enlazan con los que favorecen un elevado índice reproductivo. Eugenésicamente hablando, nuestro sistema se caracteriza por el ascenso social de la esterilidad y la fecundidad excesiva del fracaso social (Huxley, 1953, pp. 85-86).

Una verdadera calamidad, se lamentaba Huxley, cuyos nocivos efectos deben paliarse con ciertos mecanismos de control, “procurando aquí la esterilización y subvencionando allá los hijos numerosos” (p. 86). Observamos en sus reflexiones un humanismo científico que pone el vello de punta. Tesis sustentadas, por lo demás, en unas nociones muy confusas, tales como “genes que favorecen el éxito social y económico” o “genes que favorecen el fracaso social y económico”.

Diremos para terminar que el biólogo británico manejaba una idea muy pesimista de la evolución genética de la especie humana. Las mutaciones deletéreas son más numerosas que las mutaciones útiles. Tendemos de forma inherente e ineluctable a la degeneración genética. La humanidad se irá degradando paulatinamente. Pero semejante “entropía genética” (este concepto es nuestro, no de Huxley) podría detenerse a través de una intervención consciente. La civilización ya dispone de los medios adecuados para controlar de manera premeditada el curso de dicha evolución, que ya no será espontánea y azarosa. Las variaciones útiles han de ser “estimuladas”, mientras que las variaciones nocivas deben ser eliminadas o neutralizadas (pp. 94-95). La eugenesia es un humanismo, el más excelso de todos los humanismos. Así lo creía Julian Huxley.

4. La ausencia de racismo en el pensamiento español del siglo XVI

Algunos autores, como Ramón Grosfoguel (2012), se han empeñado en sostener que el discurso racista (en un sentido biologista) quedó articulado en la España imperial del siglo XVI. Los teólogos de Salamanca habrían sido los afiladores y apuntaladores de dicho discurso. También Christian Geulen (2010, pp. 47-66) pretendió que un “racismo” de tales características estaba ya operativo en la España de los siglos XV y XVI. Nosotros negamos rotundamente esto último, y trataremos de justificar a continuación dicha negación. Regresemos, por un momento, al pensamiento del siglo XVIII. Y, para fijar con mayor nitidez el contraste que da título a este trabajo, aproximémonos a un texto harto elocuente. David Hume, en un ensayo que llevaba por título “De los caracteres nacionales”, nos obsequió una ponderada y exquisita reflexión. Merece la pena intercalar la extensa cita:

Me inclino por sospechar que los negros son por naturaleza inferiores a los blancos. Apenas ha habido nunca una nación civilizada de ese color de piel, y ni siquiera un individuo eminente en la acción o en la especulación. No existen entre ellos fabricantes ingeniosos, y no cultivan las artes ni las ciencias. Por otra parte, los más rudos y bárbaros de los blancos, como los antiguos germanos o los tártaros actuales, tienen sin embargo algo eminente: su valentía, su forma de gobierno o algún otro particular. Una diferencia tan uniforme y constante no podría darse a la vez en tantos países y épocas si la naturaleza no hubiese establecido una diferencia original entre estas estirpes humanas. Por no mencionar nuestras colonias, hay esclavos negros dispersos por toda Europa, de los que ninguno ha mostrado jamás ningún signo de ingenio, mientras que, entre nosotros, gente baja, sin ninguna educación, llega a distinguirse en todas las profesiones. En Jamaica se habla de un negro que es un hombre de talento. Pero es probable que se le admire por logros menores, como a un loro que llega a pronunciar algunas palabras inteligibles (2011, p. 204).

Debe notarse que esa inferioridad de los negros (suponiendo, lo cual es demasiado suponer, que tal cosa se diese en algún sentido) no es subsanable, a juicio de Hume, pues se trata de un defecto congénito que ningún proceso educativo logrará enmendar. Es la “naturaleza” la que ha establecido una “diferencia original” (es decir, esencial e inmodificable) entre las diferentes “estirpes humanas”. En esa raza connaturalmente defectuosa no cabe perfectibilidad alguna.

Compárese ese pasaje del filósofo escocés con otro, que leeremos enseguida, de José de Acosta (1540-1600), un jesuita español que viajó por el Perú (donde permaneció diecisiete años) y por la Nueva España (México) en la segunda mitad del siglo XVI. Debe ser considerado, sin lugar a dudas, como uno de los fundadores de la etnografía y de la etnología (sin desestimar su labor como naturalista o geógrafo). Aprendió la lengua quechua, recabando valiosísimos y múltiples conocimientos. Fue autor de la famosa Historia natural y moral de las Indias (publicada en 1590, y traducida ya por aquel entonces a otras lenguas europeas). Afirmaba, en otra obra aparecida un año antes, cosas como la siguiente:

Y a la verdad no hay nación, por bárbara y estúpida que sea, que no deponga su barbarie, se revista de humanismo y costumbres nobles, si se la educa con esmero y espíritu generoso desde la niñez. Vemos incluso en nuestra misma España hombres nacidos en plena Cantabria o en Asturias, a quienes se tiene por ineptos y paletos cuando se quedan entre sus paisanos; se les pone en escuelas o en la corte o en mercados, y sobresalen por su admirable ingenio y destreza, sin que nadie les aventaje. No parece haber cosa más negada que los hijos de los etíopes; pues aun éstos, si se les educa en palacio, se hacen tan despiertos de ingenio y tan dispuestos para cualquier tarea, que de no ser por el color, pasarían por ser de los nuestros (Acosta, 1984, p. 151).

Es obvio que en pasajes como este late una idea de superioridad moral y política, esto es, la idea de que la sociedad hispánica y cristiana es civilizatoriamente superior a las sociedades africanas y a las sociedades amerindias. Acosta no era un “relativista cultural”, ciertamente. Las citadas palabras podrían ocasionar un desgarro lacerante, qué duda cabe, en nuestra sensibilidad posmoderna y multicultural. Pero lo que no hay en dicho pasaje es una idea de superioridad racial. ¡Más bien todo lo contrario! El racismo está completamente desactivado en su razonamiento. Lo dice Acosta de forma taxativa: si esas gentes (que, desde un punto de vista sociopolítico, viven más o menos apegadas a la barbarie) fuesen educadas desde la niñez en otras costumbres, en otras normas y en otras doctrinas, podrían alcanzar niveles de desarrollo civilizatorio exactamente idénticos a los que puede alcanzar cualquier español, cualquier portugués o cualquier francés. El nivel de “ingenio” alcanzado depende decisivamente del nivel de educación recibida. Y eso es así con independencia de haber nacido en Asturias o en Etiopía, asevera el intrépido jesuita. Compárese esto con lo dicho por David Hume.

El factor determinante son las instituciones, y no la “carga genética” (diríamos nosotros, con terminología contemporánea). Así lo apunta Acosta: “Hablando en general, hace mucho más en la capacidad natural del hombre la educación que el nacimiento” (1984, p. 151). Todas las almas son pulibles y educables, sobre todo cuando aún son tiernas. Esto es, en la naturaleza de los indios (en su “raza” o en su “estirpe étnica”) nada hay que impida ese desarrollo moral e intelectual que todo hombre puede alcanzar cuando se le brinda la oportunidad. Y la proposición inversa también es correcta, esto es, si un recién nacido (de progenitores españoles, portugueses o franceses) fuese educado en el entorno sociopolítico de los amerindios, entonces esa persona solo alcanzaría un modo de vida y una forma de pensamiento propios de la barbarie. La conducta de los hombres viene prefigurada o moldeada por la educación y por las “costumbres”, mas no decisivamente por su “naturaleza” (cfr. Acosta, 1984, p. 153). Escuchemos otra vez el pasaje anteriormente citado del jesuita español: “Y a la verdad no hay nación, por bárbara y estúpida que sea, que no deponga su barbarie, se revista de humanismo y costumbres nobles, si se la educa con esmero y espíritu generoso desde la niñez”.

Digamos, a modo de apunte, que Acosta no subsume todas las sociedades amerindias en una sola categoría. Distingue claramente que hay diferencias entre ellas, puesto que algunas están mejor organizadas (y son más “civilizadas”) que otras. En cualquier caso, sí admite que hay naciones y pueblos que son indiscutiblemente estúpidos (mal educados) o bárbaros (mal organizados políticamente), pero siempre consideró que ese mal era perfectamente subsanable. Aquellas gentes pueden enmendarse a través de la instrucción. Porque lo que no hay, a juicio de Acosta, son razas congénitamente inferiores. Mucho tiempo después, en 1987, Leon J. Kamin, Steven Rose y Richard Lewontin publicaron un volumen conjunto (2009) que llevaba por título No está en los genes, donde se estudiaban y analizaban críticamente las conexiones entre ciencia genética e ideología racista. Pues bien, 398 años antes de la publicación de este libro, aquel jesuita español estaba sosteniendo lo mismo, a saber, que “no está en los genes”. Lo decía con otro lenguaje, obviamente, pero se estaba refiriendo exactamente a eso.

No podemos analizar aquí el intrincado y fascinante universo intelectual de la España del siglo XVI, por cuestiones evidentes de espacio. Pero todos los debates y controversias que entonces se produjeron -precisamente al calor de la Conquista de América- dejaron una serie de documentos (jurídicos, teológicos, morales, filosóficos y hasta etnológicos) que todavía hoy constituyen verdaderos hitos en la historia de las ideas. Grandes avances intelectuales se produjeron, principalmente en la órbita de la Universidad de Salamanca (Hanke, 1988). No podemos dejar de mencionar a Francisco de Vitoria (1483 o 1486-1546), que en su memorable Relectio de Indis (leída en 1539) hizo una serie de observaciones sobre los indígenas o nativos americanos en unos términos que deseamos traer a colación:

Porque en realidad no son dementes, sino que a su modo ejercen el uso de la razón. Ello es manifiesto, porque tienen establecidas sus cosas con cierto orden. Tienen, en efecto, ciudades, que requieren orden, y tienen instituidos matrimonios, magistrados, señores, leyes, artesanos, mercados, todo lo cual requiere el uso de razón […]. Por lo que creo que el que nos parezcan tan idiotas y romos proviene en su mayor parte de la mala y bárbara educación, pues tampoco entre nosotros escasean rústicos poco desemejantes de los animales (1985, p. 35).

Es verdad que podemos hallar en las valoraciones de Vitoria un implícito paternalismo que pone el foco en el “atraso” de aquellas civilizaciones. En ese sentido, alguien podría replicar que ese reconocimiento de la dignidad del “otro” no terminaba de aceptar su alteridad intrínsecamente valiosa, siendo así que solo trataba de construir una forma blanda y suave de asimilación cultural (Todorov, 1987). Pero, a pesar de ello, no es menos cierto que hay en Vitoria un explícito y sincero reconocimiento de la humanidad de los “indios”. Sus reflexiones consideraban, de forma inequívoca, que los amerindios eran “personas”. Aquellas gentes (pues eso eran, “gentes”) albergaban dentro de sí la misma capacidad racional que hallamos en los cristianos. Destierra, por lo tanto, cualquier noción de “inferioridad natural” de aquellos grupos humanos, e incluso entiende que en las instituciones de esas sociedades pueden hallarse indubitables huellas de recta racionalidad. Fijémonos en el final del pasaje citado, cuando señala que también entre los españoles pueden hallarse “rústicos” que difieren poco de los animales. Es un lenguaje duro, sin duda. Pero nótese que esa condición bárbara (relativamente próxima a la animalidad) siempre viene dada (así se trate de gentes amerindias o de gentes españolas) por una ausencia de “educación”. O, dicho de otro modo, jamás serán verdaderamente animales, por muy deficiente que sea su bagaje espiritual. Porque, a su juicio, la racionalidad siempre estará ahí, siquiera sea de forma latente. Solo se requiere “actualizar” (mediante la educación) lo que de momento permanece en mero estado “potencial”. Racistas serán todos aquellos que, siglos después, nieguen semejante potencialidad. Ya lo hemos comprobado en los epígrafes precedentes.

Vitoria siempre perseveró en la idea de que ni siquiera un rechazo por parte de los indios de la doctrina cristiana, cuando esta ha sido bien enseñada, es condición suficiente para hacerles la guerra. “Aunque la fe haya sido anunciada a los bárbaros de un modo probable y suficiente y éstos no la hayan querido recibir, no es lícito, por esta razón, hacerles la guerra ni despojarlos de sus bienes” (1985, p. 54). Vitoria estaba diciendo -ni más ni menos- que los pueblos del mundo tenían pleno derecho a no ser cristianos, incluso cuando dicha fe les era expuesta y explicada por medios pacíficos. Tales pueblos no podían ser atacados, mientras ellos a su vez no atacaran al mundo cristiano. El dominico se negó a identificar “cristiandad” y “humanidad”, y esto no era poca cosa en la Europa de la primera mitad del siglo XVI. Produciendo una sacudida sin retorno en la médula de la cristiandad medieval, Vitoria entiende que todos los pueblos, sean cristianos o no, quedan amparados por un mismo derecho natural (cfr. Ramos et al., 1984). Existe un derecho común al “género humano”: esa fue la noción esencial puesta en juego (cfr. Álvarez Uría, 2015), el decidido sostenimiento de que “la humanidad es una”, como dijo Lewis Hanke (1985).

Debemos calibrar en su justa medida lo que conllevó semejante hallazgo, valorar su alcance. Y es que supuso un verdadero hito en la historia universal del pensamiento jurídico-político, este descubrimiento del “género humano” (cfr. Polo Blanco, 2018). La fecundidad de este universalismo jurídico, basado en una noción de totus orbis que comprendía la comunidad de todos los pueblos y la fraternidad de todos los hombres, se dejará notar muy vivamente en toda la escuela española del “derecho de gentes” de los siglos XVI y XVII, mereciendo una mención especial el De legibus (de 1612) de Francisco Suárez (1548-1617). Así, James Brown Scott (1928) hubo de reconocer que en el pensamiento teológico-jurídico de aquellos españoles se hallan las verdaderas raíces del “derecho internacional”. En ese sentido, resulta completamente equivocado creer que los “derechos humanos” fueron concebidos por primera vez en las declaraciones francesa y estadounidense de finales del siglo XVIII (cfr. Dumont, 2009; Martínez Morán, 2003).

En Relectio de potestate civili, leída por Vitoria en 1528, podemos encontrar una interesante aproximación a la sanción popular del poder político constituido, alejándose parciamente de toda concepción puramente teocrática y providencialista de este (Vitoria, 2008). Por cierto, el mencionado Francisco Suárez también esbozaría en su Defensio fidei (1613), sobre todo en el libro III de esta obra (pero también en el VI), una idea “ascendente” del poder (frente a la teocrática doctrina del poder “descendente”), sosteniendo incluso que el “pueblo” podía hacer uso del derecho a la propia defensa si el rey se comportaba de forma absolutamente tiránica. En tan extrema situación, el pueblo podría incluso deponerlo. Nótese que lo postuló unas cuantas décadas antes de que John Locke lo hiciera. Pero, volviendo a Vitoria, diremos que una de sus concepciones más grandiosas fue la de pensar una humanidad vinculada por un mismo cuerpo moral. Aspecto decisivo que, a la postre, derivó en el entendimiento de un derecho natural universal al que estaban sujetos todos los Estados de la tierra. Esta primera piedra en la construcción de un auténtico derecho internacional no podía desvincularse de los principios eminentemente cristianos en los que siempre se movió Vitoria, eso es indudable, pero en realidad pudo comprender que ese derecho “obligaba” a toda la comunidad de los Estados, incluidos los no cristianos. “Y es que el orbe todo, que en cierta manera forma una república, tiene poder de dar leyes justas y a todos convenientes, como son las del derecho de gentes […]. Y ninguna nación puede darse por no obligada ante el derecho de gentes, porque está dado por la autoridad de todo el orbe” (1985, p. 19). La igualdad moral de hombres y razas -que cristalizaba en la igualdad jurídica de pueblos y Estados- es lo que está detrás de esa concepción del totus orbis puesta en juego por Vitoria, y tales tesis fueron sostenidas y defendidas en el siglo XVI. Contrástese semejante doctrina con todas las teorías racistas que detallábamos en los primeros epígrafes, aquellas que postulaban la natural desigualdad entre los hombres, o que sostenían que la Historia solo podía comprenderse como una cruenta batalla de “razas” en la que unas tenían que salir victoriosas, aplastando o aniquilando a las otras. Puede sostenerse, y nosotros así lo hacemos, que un verdadero abismo separa a estos pensadores españoles de los siglos XVI y XVII de todos los ideólogos racistas de los ulteriores siglos XVIII, XIX y XX.

Pongamos otro ejemplo del pensamiento español del siglo XVI. Bernardino de Sahagún (1499-1590), misionero franciscano en Nueva España, es una figura memorable. Compuso varias obras, en lengua náhuatl y en castellano, que todavía hoy son consideradas verdaderas obras maestras de la etnografía. De entre sus escritos destaca la monumental Historia general de las cosas de Nueva España, un documento ineludible para reconstruir la historia (anterior a la llegada de los españoles) de aquellos pueblos amerindios, así como para conocer sus creencias, instituciones y costumbres (cfr. Sahagún, 1985). Cabe destacar que trabajó durante muchos años en el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco. Esta institución franciscana había sido inaugurada en 1536, convirtiéndose en el primer establecimiento de educación superior de América. Estaba destinado a la instrucción de jóvenes indígenas pertenecientes a las familias más principales: fueron elegidos los hijos más aptos de la nobleza indígena, de varias provincias o regiones de la Nueva España. Pues bien, Bernardino de Sahagún verificó en este Colegio que las comunidades indígenas podían mejorar (en lo moral-político y en lo espiritual) a través de la educación. Afirmó rotundamente que los indígenas habían dado sobradas pruebas de su perfecta capacidad para desarrollar todos los oficios y todas las habilidades. Podían alcanzar los mismos niveles de virtuosidad que cualquier español en las artes mecánicas o artesanales, pero también en las disciplinas más intelectuales. Los jóvenes indígenas, convenientemente instruidos, podían desarrollar altos niveles en los campos de la geometría, de la lógica, de la retórica o de la gramática. Podían aprenderlo y después enseñarlo, sin mayor dificultad que cualquier otro (Muñoz Machado, 2017, pp. 330-332). En Bernardino de Sahagún, por lo tanto, no hallaremos un solo gramo de racismo. No había en el pensamiento de este franciscano ninguna idea de inferioridad “natural” de las gentes amerindias.

5. A modo de conclusión polémica

El presente trabajo no ha pretendido realizar un análisis de la implantación de España en América. Se ha centrado exclusivamente en ciertas cuestiones doctrinales e ideológicas. Ríos de tinta se han escrito sobre el Imperio español, y en demasiadas ocasiones con perspectivas manifiestamente negrolegendarias. Una “leyenda negra antiespañola” que ha sido analizada y criticada por historiadores de diferentes nacionalidades (Arnoldsson, 2018; Payne, 2017; Vélez, 2014; Pérez, 2009; Juderías, 1974; Carbia, 1943; Pereyra, 1930). Y aunque no es este lugar para discutirlo, por falta de espacio, debe remarcarse que existen notabilísimas y sustanciales diferencias entre la acción imperial de Portugal, España, Inglaterra, Holanda o Francia. Pueden compararse los “métodos” británicos aplicados en lo que hoy es Estados Unidos, donde apenas quedan indígenas vivos (y donde sus culturas fueron absolutamente borradas del mapa), con lo sucedido en Hispanoamérica, donde viven en el presente millones de indígenas que conservan, entre otras cosas, sus lenguas originarias (Bueno, 2019; Muñoz Machado, 2019). Por no hablar de los “mestizos”, que constituyen el grueso de la actual población hispanoamericana (Pérez de Barradas, 1976). Y es que el mestizaje, al que podríamos definir como un antirracismo en ejercicio, fue una política consciente y deliberada de la administración española. El historiador argentino Ricardo Levene (1951) reflexionó sobre el desempeño de España en América, tan diferente del imperialismo holandés o británico, y expresó sus ideas en un libro cuyo expresivo título era Las Indias no eran colonias. Aquellos territorios americanos eran, a juicio de Levene, “provincias españolas”, pero no colonias de España. Y no es lo mismo ser una colonia que ser una provincia, en muchos aspectos jurídicos y sociales. Isabel I de Castilla, también llamada Isabel la Católica, que falleció en 1504, había dispuesto en su célebre testamento que no debía consentirse “que los indios vecinos y moradores de las dichas Islas y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, sino que manden que sean bien y justamente tratados” (citada en Suárez Fernández, 1992, p. 88). Nótese que se refería a los “indios” con los mismos términos que se empleaban para denominar a los habitantes de Castilla: “vecinos y moradores”. Las gentes nativas de los territorios americanos eran contempladas como súbditas de la Corona, es decir, su estatus jurídico era el mismo que el de las gentes de Castilla.

Nicolás de Ovando, gobernador y administrador de La Española, abrió el primer hospital de América en 1503 (se abrirían otros tres hospitales más en Santo Domingo, en los siguientes quince años). Ovando seguía las instrucciones de los Reyes Católicos: “Haga en las poblaciones donde vea que fuere necesario casa para hospitales en que se acojan y curen así de los cristianos como de los indios” (citado en Muñoz, 1995, p. 218). A la altura de 1550, en los territorios americanos controlados por la Monarquía Hispánica existían más de una veintena de hospitales grandes, y un número mucho mayor de hospitales pequeños. También en la Nueva España, por supuesto (cfr. Muriel, 1991). En todos ellos eran recibidos y tratados por igual los “naturales” y los españoles. Sea como fuere, y más allá de estas pinceladas que acaban de ofrecerse, en este artículo no se ha pretendido demostrar nada por la vía de los hechos históricos documentables. El foco se ha puesto más bien en el aspecto doctrinal, con el propósito de examinar el pensamiento de aquellas figuras españolas del XVI, contrastándolo con las ideas racistas que surgieron a partir del XVIII en otros contextos geográficos (el desarrollo del racismo moderno ha sido reconstruido con cierto detalle en los tres primeros epígrafes). En todo caso, tales doctrinas teológico-jurídicas no fueron meros ejercicios especulativos, toda vez que incidieron directamente en la redacción de las Leyes de Burgos de 1512, en las Leyes Nuevas de 1542 y en toda la legislación indiana posterior (cfr. Morales Padrón, 1979; Zavala, 1971 y 1977). Nadie puede negar que se dieron muchísimos abusos y violencias criminales. Pero todo ese corpus jurídico, alimentado por ciertas ideas teológicas y morales, estaba destinado a proteger a los “indios”, delimitando sus derechos inviolables. Se establecían penas severas para los que tratasen mal a los “naturales”. Demasiadas veces tal legislación resultó ineficaz; en la práctica fue burlada en múltiples ocasiones. Pero debe entenderse algo, y es que quienes maltrataban a los indígenas y cometían abusos lo hacían contra las leyes hispánicas. Y debe valorarse, en lo que atañe a nuestra reflexión, el marco doctrinal general en el que se inspiraban tales leyes: los “indios” eran considerados gentes o personas, idénticas en dignidad a las nacidas en Castilla o en Aragón.

La problemática que hemos pretendido desarrollar aquí daría para escribir una voluminosa tesis doctoral. Por ello nos hemos limitado a escoger tres figuras muy relevantes del pensamiento español del siglo XVI, pertenecientes, por lo demás, a tres órdenes religiosas diferentes: un dominico (Vitoria), un franciscano (Bernardino de Sahagún) y un jesuita (Acosta). Solo hemos podido ofrecer unas pinceladas y, desde luego, el asunto es muchísimo más complejo. Las discusiones que se dieron entre aquellos frailes, teólogos, juristas y catedráticos adquirieron en ocasiones tonos virulentos, puesto que no había unanimidad de posturas. Se lanzaban durísimos ataques. Dejaron tras de sí valiosos documentos escritos que han llegado hasta nosotros (tratados, crónicas, apologías). Además, muchas de aquellas interminables “disputas” o “controversias” eran orales, y se hacían en presencia de las máximas autoridades políticas (incluso en presencia del monarca). La más notoria fue la celebérrima Junta de Valladolid (que tuvo lugar en 1550 y 1551), en la que se confrontaron las tesis del hiperbólico Bartolomé de las Casas con las del humanista Juan Ginés de Sepúlveda. Mucho se ha escrito sobre dicha Junta o Controversia (Pérez Luño, 1992; Brufau Prats, 1989; Losada, 1975; Carro, 1951). Y hubo otras, en aquel apasionante siglo. Pero, he aquí nuestra tesis: en toda esa maraña de doctrinas dispares y tesis enfrentadas encontraremos un significativo elemento transversal, a saber, la ausencia de racismo. Es una tesis polémica, que puede suscitar objeciones. Quien escribe estas líneas se halla presto a discutir. Las revistas académicas están para eso.

Podemos redoblar la apuesta, si se nos permite emplear tal expresión. Diremos que incluso Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573), tal vez el más “duro” de todos aquellos pensadores a la hora de juzgar la “torpeza” de los “indios”, tampoco manejó una doctrina racialista. Es cierto que la famosa tesis aristotélica de los “siervos por naturaleza” (que aparece en el libro primero de su Política) asomó en alguna de las disquisiciones de Sepúlveda. Sin embargo, sostendremos que no es el suyo un pensamiento racista, por los motivos que se aducirán a continuación. Debe puntualizarse que fue un humanista de erudición vastísima (Muñoz Machado, 2012). Sin embargo, la imagen de Sepúlveda que se divulgó y popularizó durante siglos fue la que pergeñó su frenético contrincante, Bartolomé de las Casas, que lo dibujó como la personificación de todas las iniquidades. De hecho, el colérico fray Bartolomé intrigó y maniobró para bloquear la publicación de Democrates alter, sive de justis belli causis apud Indos (que Sepúlveda había escrito en 1544), aunque finalmente pudo publicarla en Roma (en 1550), de forma más resumida y con el título de Apología. Por cierto, conviene recordar que Bartolomé de las Casas (precoz exponente del mito del “buen salvaje”) manejó tesis desmedidas e hiperbólicas, en lo que a la “defensa de los indios” se refiere (también inventó historias y falsificó datos de una forma descarada). Fue un precursor de lo que hoy denominaríamos “relativismo cultural” (en su vertiente más extrema), hasta el punto de que justificó los sacrificios humanos y los rituales antropófagos. A su juicio, tales prácticas habían de contemplarse como signo de racionalidad, puesto que denotaban un sofisticado sentido de la religiosidad. Argumentaba el vehemente fraile que los pueblos que ofrecen mejores sacrificios a sus dioses reflejan un más elevado nivel de racionalidad que los pueblos que no lo hacen. La naturaleza del objeto sacrificado permite deducir la índole intelectual y espiritual del sacrificante. Con base en lo cual, los hombres que sacrificaban meras hierbas u otros objetos inanimados se mostraban menos racionales y religiosos que los que ofrecieran a sus dioses seres animados. Consecuentemente, quienes ofrecieran cerdos o cualquier otra “bestia vil” fácil de conseguir -aunque demostrarían más racionalidad y devoción que los que solo sacrifican cosas inanimadas- serían todavía menos juiciosos que aquellos que ofrecieran a sus dioses caballos, leones, camellos u otros “animales valiosos”. Finalmente, concluirá Las Casas (1967, pp. 242-246) que las naciones que ofrecían hombres a sus dioses manifestaban un nivel más elevado de racionalidad y de reverencia hacia sus divinidades.

Sea como fuere, lo que veníamos sosteniendo es que en Sepúlveda no encontraremos tesis próximas al “supremacismo racial”. En modo alguno. Tampoco preconizó el exterminio, ni muchísimo menos. La inferioridad de las sociedades “indias” con respecto a las cristianas, que él consideraba incuestionable y evidente, era una inferioridad de tipo civilizatorio. Por ende, un “tutelaje” adecuado podría elevar a dichos indios a la condición de civilizados. Nada había en su “condición natural” (en su “raza”) que así lo impidiera. También el humanista español del siglo XVI estaba diciendo aquello de “no está en los genes”. Aquellas incultas gentes eran capaces de adquirir buenas costumbres y civilizadas formas de vida, si así se les enseñaba. La visión de Sepúlveda fue hispanocéntrica, en un sentido civilizatorio. Eso nadie lo discute. Pero no fue racista, que es cosa muy distinta.

Su juicio sobre tales gentes es durísimo, qué duda cabe. Argüirá que su “cultura” (su organización política) es muy deficiente, pues “ni siquiera usan o conocen las letras”. Además, “carecen de leyes escritas y tienen instituciones y costumbres bárbaras” (Sepúlveda, 1984, p. 35). Demasiados aspectos, propios de su manera de vivir, son contrarios a la recta razón. Se descubren en aquellas sociedades hábitos inadmisibles y comportamientos degenerados. No alcanzan el mínimum de civilidad requerido para gobernarse a sí mismos con recta razón. Desde luego, Sepúlveda sostiene sin titubear que la civilización hispánica y cristiana es indiscutiblemente superior. España tiene, por ende, el derecho e incluso la obligación de “tutelar” a todos los pueblos amerindios con los que se va topando en su expansión imperial. Este corolario puede ser muy discutible, evidentemente, pero no es eso lo que nosotros pretendemos indagar en este trabajo. Lo que aseveramos es que tampoco en Sepúlveda hay una doctrina racista.

Afirmará (incluso en medio de su descripción “etnológica” más peyorativa) que no carecen por completo de razón, prueba de lo cual es que algunos de ellos han edificado con cierta racionalidad importantes ciudades (cfr. Sepúlveda, 1984, pp. 36-37). El problema de aquellas gentes, concluirá, es que han sido “educados sin letras” y que han permanecido alejados de la “vida y cultura civil” (p. 39). La inferioridad de los indígenas con respecto a los españoles, que Sepúlveda afirma de manera tajante, es de índole moral y política, mas no de índole racial. No lo es. En ese sentido, su corrupción será accidental/contingente, pero no esencial/inmutable. Españoles e “indios” pueden acceder al mismo grado de perfeccionamiento humano. Si los pueblos indígenas se hallan en una posición de inferioridad se debe a la circunstancia de que todavía no han ingresado de una forma suficiente en la “civilidad”. Pero el asunto es que Sepúlveda los considera perfectamente capaces de hacerlo. No están desprovistos de razón. Nada hay en su naturaleza que se lo impida (cfr. Andrés Marcos, 1947). El problema reside en sus inadecuadas instituciones, o en sus deplorables “tradiciones culturales” (diríamos hoy). Lo que les falta es civilización, por decirlo en una palabra. Y esa situación es subsanable. No hay racismo en su pensamiento; no puede haberlo. Lo que sí hallaremos en él es un fuerte paternalismo, pues a su juicio el fin último de la acción imperial española era “elevar” la condición política y cultural de los pueblos nativos de América. Pero no duda -lo afirma de forma explícita- de que “con el correr del tiempo” aquellas gentes podrán ir “civilizándose”, adquiriendo costumbres más probas e instituciones más prudentes (cfr. Sepúlveda, 1984, p. 120). Por ende, cabía la perfectibilidad en aquellas gentes. No era su naturaleza la que estaba irremediablemente dañada; eso es lo que diría un racista moderno, pero no un pensador español de los siglos XVI y XVII.

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Recibido: 27 de Enero de 2021; Aprobado: 12 de Abril de 2021

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