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Tópicos (México)

Print version ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  n.65 México Jan./Apr. 2023  Epub June 09, 2023

https://doi.org/10.21555/top.v650.2115 

Artículos

Panteísmo militante. Hegel como significante político en la narrativa marxiana

Militant Pantheism. Hegel as a Political Symbol in the Marxian Narrative

Angelo Antonio Narváez1 
http://orcid.org/0000-0001-7320-6905

1Universidad Católica Silva Henríquez, Chile. anarvaez@ucsh.cl


Resumen.

En este artículo abordo el problema del contexto político, ideológico y filosófico como trasfondo de las referencias lingüísticas de Karl Marx a la filosofía hegeliana, especialmente en virtud del célebre epílogo a la segunda edición alemana de El capital. Lo que sostengo es que, además de la ya compleja relación lógica entre la filosofía hegeliana y la crítica marxiana de la economía política, las referencias a Hegel en la narrativa marxiana refieren también a una dimensión simbólica propia de las disputas previas y posteriores al Vormärz, en las que se cruzan los conflictos teológicos y políticos como horizonte de afirmación o negación de la realidad social de la época.

Palabras clave: Hegel; Marx; Schelling; escritura; significante

Abstract.

In this article, I address the problem of the political, ideological, and philosophical context as a background for Karl Marx’s linguistic references to Hegelian philosophy, especially with the famous epilogue to the second German edition of Das Kapital in mind. I argue that, in addition to the already complex logical relationship between Hegelian philosophy and the Marxian critique of political economy, the references to Hegel in the Marxian narrative also refer to a symbolic dimension typical of the pre and post-Vormärz disputes, in which theological and political conflicts intersect as a horizon of affirmation or denial of the social reality of the time.

Keywords: Hegel; Marx; Schelling; writing; symbol

1. Introducción

Los debates sobre la escritura y el valor público de Marx no comenzaron con el llamado periodo de institucionalización del marxismo, primero en el contexto del Partido Socialdemócrata de Alemania a fines del siglo XIX, y luego en el contexto de la bolchevización de la Revolución rusa, sino que comenzaron inmediatamente después su muerte. Si, por una parte, se ha identificado especialmente a Friedrich Engels como el gestor del Nachlass de Marx, fueron sus hijas, y especialmente Eleanor Marx, quien llevó a cabo junto con Engels los primeros trabajos de sistematización -incluida la tercera edición del tomo I de El capital y también los tomos II y III- tanto de sus escritos teóricos como de sus estudios y de su correspondencia. Marx había dejado en vida su legado a Eleanor y, posteriormente, esta función de albacea sería reafirmada por el mismo Engels ante las pretensiones del SPD de conseguir tanto el Nachlass de Engels como el de Marx (cfr. Holmes, 2015, p. 344).

Uno de los aspectos más interesantes de este trabajo póstumo llevado a cabo particularmente por Eleanor Marx estriba en que, además de El capital, puso la mayor parte de sus esfuerzos en editar textos históricos y de divulgación política: The Eastern Question: A Reprint of Letters Written 1853-1856 Dealing With the Events of the Crimea War (1897), Value, Price and Profit, addressed to Working Men (1898), Secret Diplomatic History of the Eighteenth Century (1899), y The Story of the Life of Lord Palmerstone (1899). Lo que Eleanor Marx buscaba con estas ediciones no era, por supuesto, poner a disposición el Nachlass marxiano como un valor en sí mismo, sino incidir en la política de su época, especialmente en las disputas de autonomía nacional en las que Irlanda llevaba la voz cantante.

El trabajo inmediatamente posterior realizado por Karl Kautsky con las llamadas Theorien über den Mehrwert -publicado como el tomo IV de El capital entre 1905 y 1910- también tenía, entre otras dimensiones, una finalidad política que suponía tanto la pretensión de continuidad de Kautsky con la teoría marxiana en La cuestión agraria (1974, p. 9) como también disputar el sentido del socialismo en el contexto del Revisionismusstreit (Melrose, 2016). Al poco tiempo, Lenin sostendría en La revolución proletaria y el renegado Kautsky que la dictadura del proletariado era “la esencia de la doctrina de Marx” y que, por tanto, la apuesta de Kautsky por la democracia parlamentaria, derivada de su lectura del Nachlass marxiano, suponía un “olvido de la lucha de clases” (Lenin, 1972, p. 6). Lo que estas posiciones y momentos tuvieron en común fue el reconocimiento, deliberado o no, del valor simbólico que Marx podía cumplir en diversos momentos de la recepción de su obra.

Cuando David Riazánov comenzó el proyecto de la Marx-Engels-Gesamtausgabe (MEGA¹), el horizonte editorial era eminentemente político aun cuando se buscara con ciertos márgenes establecer y distinguir con cierta claridad las autorías de los textos fundantes y canónicos del marxismo (cfr. Musto, 2011). El éxito filológico de ambos proyectos quedó a la vez subordinado a decisiones editoriales de censura y autocensura con las que se buscó disputar o resguardar la dimensión pública de la figura de Marx. Esa misma decisión la había tomado Eleanor en relación con su correspondencia en 1883 (cfr. Marx, 2019, p. 270). En el caso de la edición de la MEGA², la pretensión por la transparencia del texto es aún mayor (cfr. Musto, 2011, p. 21) y supone, en cuanto proyecto, incluso una crítica de la dimensión simbólica de la escritura marxiana para situarla en una dimensión asociada a una forma particular de cientificidad filológica justificada por la precisión lógica y la coherencia interna de la crítica marxiana (cfr. Musto, 2020, p. 407).

Ahora bien, aquí no nos interesa solamente estimar el valor que tengan o no los diversos proyectos editoriales para la investigación marxista -trabajo que excedería por mucho la extensión de estas líneas-, sino también explorar el sentido de un aspecto particular de la narrativa marxiana en su propio contexto lingüístico: una Alemania atravesada por los conflictos propios de la Restauración, el Vormärz, las Revoluciones de 1848, la Guerra franco-prusiana y el ascenso político y militar de Bismarck. Esa particularidad es la figura de Hegel, que, como se desprende de lo que ya hemos dicho, no analizaremos en función de la relación lógica que podría tener la dialéctica hegeliana con la crítica marxiana de la economía política, sino cara a la función pública del lenguaje marxiano. A diferencia de los trabajos editoriales marxistas posteriores, lo aquí nos interesa es el trabajo editorial marxiano en su tiempo específico como una forma de disputa por el sentido interpretativo de la realidad en el horizonte de su transformación. Para esto, dividiremos la exposición en cuatro apartados: primero abordaremos el problema de la referencia categorial en lo que Fredric Jameson ha llamado “ficciones narrativas”, poniendo especial énfasis en la ejemplificación hegeliana del marxismo occidental; segundo, abordaremos la manera en la que se fue construyendo la imagen de Hegel en su propio tiempo, para después analizar cómo esa misma figura entró en conflicto tanto con la antigua como con la nueva intelectualidad berlinesa; finalmente, expondremos una breve conclusión relativa a ritmo que adquirió esa imagen en el siglo XIX.

2. El conflicto de las representaciones escriturales

La función de Hegel como referente simbólico de los debates filosóficos y políticos ha sido un problema de investigación desde mediados del siglo XIX. Cuando, en los años setenta de tal siglo, Karl Rosenkranz publicó Hegel als deutscher Nationalphilosoph, lo hizo tanto con la intención de resituar a Hegel en el espacio público de las discusiones filosóficas en un momento dominado por el neokantismo y por Schopenhauer como también para distinguir los usos y abusos deliberados de su figura filosófica como justificación de proyectos individuales, especialmente los desarrollados en 1851 por Rudolf Haym en Hegel und seine Zeit (cfr. Rosenkranz, 1870, p. vii). El problema para Rosenkranz, por supuesto, radicaba en que su propio proyecto significaba para su público una tendencia hermenéutica que posicionaba a Hegel como un punto de referencia político y filosófico en medio de la Guerra franco-prusiana, es decir, un proyecto que en última instancia disociaba a Hegel de cualquier asociación francófila para llevarlo a una esfera, pretendidamente, de exclusividad filosófica.

Ahora bien, no se trata de defender a priori que toda interpretación de la filosofía hegeliana sea coherente y consistente por sí misma; inversamente, tampoco se trata de sustituir la multiplicación de interpretaciones por un acuerdo mínimo común y compensatorio que permitiera discutir la filosofía hegeliana dentro de márgenes más o menos transversales. Si siguiéramos el primer camino, se llegaría prontamente al relativismo que denunciaba Adorno sobre las “interpretaciones […] incompatibles con el sentido de la filosofía hegeliana” que intentan “capturar el contenido veritativo de la filosofía hegeliana en algo exterior a ella, en algo que ésta habría derivado en su propia estructura como cosa condicionada o fijada” (Adorno, 1974, p. 36). La crítica de Adorno no radicaba solo en la pretensión de buscar una “comprobación” de la filosofía hegeliana en la sociedad, sino que también se adelantaba a las lecturas que buscaron ver específicamente en el Geist hegeliano una realización o expresión, por ejemplo, del capitalismo (cfr. Postone, 2006, p. 67). Ahora bien, de seguir por el segundo camino posible, insistirá Adorno en otro contexto, se estaría ante el peligro de la profesionalización exacerbada del quehacer filosófico, que, paradójicamente, termina en la nulidad instrumental de la reflexión filosófica (cfr. Adorno, 2014, p. 16).

Lo que enfrentamos entonces es un doble recorrido lingüístico: por una parte, la construcción de argumentos a partir de categorías flexibles; por otra, el vínculo de la representatividad de una categoría variable con el uso público del lenguaje (cfr. Adorno, 2014, p. 278). Tiene sentido en este punto precisar la interpretación que Fredric Jameson realiza de las propias categorías hegelianas, para quien “las categorías son […] específicas de cada situación o contexto, siempre y cuando entendamos que no hay situaciones o contextos generales, ni pasajes conceptuales generales dados por adelantado” (2007, p. 97).1 Entonces, justamente porque una categoría no se identifica nominalmente a priori con un orden terminológico o conceptual previo es que podemos entender a Hegel también como una categoría de valor variable asociado a una situación, un contexto social o un pasaje conceptual. La función relativa de Hegel es lo que Jameson (2007, p. 96) entiende por esa ficción narrativa en la cual las categorías adquieren un valor específico y también su representatividad. Es, en última instancia, la ficción narrativa la que coordina la exposición del uso público del lenguaje, y de la razón, en términos kantianos, porque las pretensiones de las ficciones narrativas en las cuales adquiere su sentido relativo la dialéctica son diferentes tanto por la intensión del lenguaje como por el lector, el público al que interpelan.

Ahora bien, un problema estriba en que el marxismo occidental suprimió la lectura en la composición escritor-lector al volver objeto de análisis la posibilidad de una interpretación científica de la escritura de Marx. Suprimido el lector, toda lectura que no correspondiera con esa escritura representa una perversión del lector como contra-fundamento hermenéutico de toda lectura correcta posible. Si lo decimos en términos de Maurice Blanchot (2008), el marxismo occidental optó por anteponer la lectura al lector.

Si bien son célebres las reticencias de Marx respecto del marxismo (Krätke, 2011), el marxismo occidental en general no solo volvió marxista a Marx, sino que también se apropió excluyentemente de la escritura marxiana (Garrido, 2020). El problema principal con la apropiación marxista de Marx -incluso en sus límites heterodoxos- es justamente que anteponen el sentido de un pasaje conceptual general o el de tal o cual categoría a la lectura de la ficción narrativa en la cual es posible encontrar la escritura de Marx. Razón suficiente para que el marxismo en general rechazara las variables categoriales. Identificar ese problema era una de las motivaciones de Derrida al sostener que “se tiembla ante la hipótesis de que en virtud de una de esas metamorfosis de las que Marx tanto habló” - e, insiste Derrida, “metamorfosis” fue una de las palabras preferidas de Marx- “un nuevo ‘marxismo’ no tenga ya el aspecto bajo el cual era habitual identificarlo y derrotarlo” (Derrida, 2003, p. 64). Entonces, podemos decir con Derrida, sin ese sistema de referencias fijo, no solo los opositores del marxismo no logran identificar su objeto, sino que los mismos marxistas dejan de reconocerse como sujetos en virtud de una lógica identitaria. De manera notable, las dos formulaciones de las reticencias de Marx, “ce qu’il y a de certain, c’est que moi je ne sui pas Marxiste” y “Tout ce que je sais, c’est que je ne sui pas Marxiste”, fueron formuladas por Engels en cartas enviadas a Eduard Bernstein y Konrad Schmidt el 2 de noviembre de 1882 y el 5 de agosto de 1890, respectivamente (MEW XXXV, p. 388; XXXVII, p. 436). El gesto de Engels muestra con cierta claridad las reticencias de ambos a la identidad como momento de subjetivación.

Entonces, volver a leer la crítica marxiana de la economía política o, más específicamente, volver a leer el Hegel de Marx, implica tanto un trabajo de imaginación y de traducción como de interpretación. Aquí nos mantenemos en los terrenos heredados por Maurice Blanchot (2004, 2008): imaginación en cuanto posibilidad de proyección de figuras retrospectivas con el peso inevitable del presente, y traducción en cuanto posibilidad de transferencia y producción de sentidos circunscritos a categorías variables; es decir, una lectura antes que una hermenéutica.

Hegel es un espectro recurrente en la escritura de Marx, y una fractura indeleble para la lectura. Dentro de los márgenes del tomo I de El capital, la filosofía hegeliana puede o no ocupar un lugar central en la formulación lógica de la crítica marxiana; de hecho, la larguísima y diversa tradición analítica que ha buscado conectar de una u otra manera la lógica hegeliana con la secuencia categorial marxiana en El capital (o de los Grundrisse) goza aún hoy de excelente salud, especialmente en las tradiciones anglosajona (cfr. Uchida, 1988; Hook, 1994; Moseley, 2014) e italiana (cfr. Fineschi, 2006; Finelli, 2014). Ahora, cuando el marxismo leyó “Hegel” en El capital, no reaccionó de la misma manera que al leer “Smith”, “Ricardo”, “Mill”, “Petty”, “Hodgskin”, “Quesnay” o “Wakefield”. ¿Cuántos marxistas y marxólogos leyeron a Petty o Thompson con la rigurosidad con la que leyeron a Hegel? El argumento era que quizás no era necesario. A diferencia de los economistas, “científicos” o “vulgares”, Hegel ofrecía al marxismo algo que correspondía al ámbito filosófico, lógicamente anterior al ámbito económico: suficiencia epistemológica y, eventualmente, también metodológica. o, como hemos dicho, una anteposición de la lectura al lector.

No era necesario mostrar que Smith estaba equivocado en tal o cual punto: bastaba con demostrar que el sistema de referencias epistemológicas era insuficiente para desmantelar el complejo argumentativo de Smith (y el de los demás economistas). Resuelta la insuficiencia, los argumentos desmantelados pasaron a formar parte de los residuos, de los antecedentes, de los momentos formativos de la crítica marxiana de la economía política. Paralelamente, William Petty o Thomas Hodgskin no corrieron con la misma suerte. Para bien o para mal, eso implica reconocer un problema: hoy el marxismo puede leer a Petty y Hodgskin, pero el marxismo no es lector de Petty y Hodgskin. Sin embargo, se sigue siendo irremediablemente lector de Hegel y Marx, a la vez que a Marx no le quedaba más que discutir con Hegel, es decir, con su época.

¿Qué significa Hegel en la escritura de Marx? Un primer problema estriba en que el marxismo tradicionalmente se ha enfocado en los escritos antes que en la escritura de Marx: es decir, en qué dijo Marx sobre Hegel, pero no en lo que Marx no dijo sobre Hegel o, al menos, en lo que no dijo explícitamente. Si Marx pensó todo lo que dijo, pero no dijo todo lo que pensó, Hegel es algo como una insinuación intermedia entre el pensar y el decir. Sin embargo, esta imposición de lo escrito por sobre la escritura quizás no podría haber sido de otra manera, pues hay que atender al problema propuesto por Perry Anderson (2011). Antes de la publicación de Historia y conciencia de clases en 1923, dice Anderson, Hegel había sido considerado “un precursor remoto” de Marx, “pero ya sin importancia”. La publicación de Lukács “invirtió radicalmente esta apreciación, y por primera vez elevó a Hegel a una posición absolutamente dominante en la prehistoria del pensamiento marxista”, a la vez que “la influencia de esta reevaluación de Hegel iba a ser profunda y duradera para toda la tradición posterior del marxismo occidental, coincidieran o no con ella los pensadores posteriores” (Anderson, 2011, p. 78). Por cierto que hay precedentes, y quizás el más importante de todos sea el trabajo de Plejánov con ocasión del sesenta aniversario de la muerte de Hegel. Los editores del Neue Zeit encargaron a Plejánov en 1891 un opúsculo en el cual se diera cuenta de la importancia de Hegel para el desarrollo del pensamiento marxista, momento que Plejánov utilizó para formular una hipótesis que Lukács retomaría posteriormente en Hegel y los problemas de la sociedad capitalista, a saber, que, en última instancia, aunque con explicaciones diferentes, los límites de la filosofía hegeliana estribaron en su inevitable composición burguesa. Si bien “Hegel entendió más claramente que todos los economistas de su tiempo”, sin exceptuar a David Ricardo, “que en una sociedad basada en la propiedad privada, el crecimiento de la riqueza en una parte va acompañado inevitablemente del crecimiento de la pobreza en otra parte” (Plejánov, 2012, p. 164), no sospechó “que el proletariado moderno difería notablemente del proletariado del mundo antiguo, por ejemplo, del proletariado romano” (2012, p. 165), de modo que, “como idealista, Hegel solo podía ver la historia desde el punto de vista idealista. Empleó todas las facultades de su genio, los gigantescos recursos de su dialéctica, para dar al menos un aspecto científico a la concepción idealista de la historia” (2012, p. 165).

Tanto Plejánov como Lukács (1963) suponen que Hegel ve con claridad los principales problemas de las sociedades capitalistas, pero que a la vez está epistemológicamente limitado para subvertir el carácter natural bajo el cual aparecen en sus formulaciones filosóficas. Herbert Marcuse pretendió resolver este problema en Razón y revolución con su célebre conclusión analítica y política: Marx tradujo en conceptos políticos y económicos las relaciones que en Hegel aparecían sistematizadas por conceptos filosóficos (cfr. Marcuse, 2010, p. 259). El límite lógico está en que Hegel se encuentra atrapado por los principios inaugurales de la Ilustración alemana, es decir, por la abstracción de la filosofía crítica kantiana; por otra parte, está transido por el decurso y atraso de Alemania en comparación, por ejemplo, con Inglaterra. Es decir que, desde la perspectiva marxista heterodoxa, pero aún tradicional, Hegel estaba incapacitado para realizar el proceso de traducción propuesto por Marcuse porque las condiciones históricas y lógicas eran insuficientes. Hegel no nació póstumo, sino que fue más bien producto de un parto prematuro: le faltó tiempo.

Esto implicaba un problema para el marxismo, pues si a Hegel lo que le faltó fue tiempo, entonces el trabajo a Marx se le habría dado con bastante facilidad: el marxismo como una consecuencia lógica e histórica de Hegel era algo que se veía bastante mal. Para abordar este problema, el marxismo encontró una solución que se transformó prontamente en un problema: la lógica de Marx no es una consecuencia de la lógica hegeliana, sino una transformación de esta, una inversión radical. Cómo y cuándo se habría producido esta transformación fueron las preguntas que animaron el debate de una parte importante del siglo XX dentro de los márgenes del marxismo occidental.

Es en este contexto -que, por cierto, involucra más discusiones y debates que solo la función de la lógica hegeliana en el desarrollo de la crítica marxista- que entra en escena la relación entre lo escrito y la escritura. La propensión del marxismo por lo escrito transformó la escritura de Marx en un espectro y, con este gesto de corte en la escritura, los marxistas le negaron el público (original) a Marx y a los marxistas, buscando a su vez los públicos de cada tiempo necesario. Sin embargo, para retomar el problema de esa escritura pública, y para abordar el problema de la intencionalidad de la escritura marxiana en relación con Hegel, debemos primero contextualizar el momento hegeliano en la historia alemana.

3. Hegel antes de Marx.

En el célebre epílogo a la segunda edición alemana de El capital de 1873, Marx sostiene que su relación con Hegel se dio a dos tiempos. Primero hacia 1843, cuando habría sometido a crítica el aspecto mistificador de la dialéctica hegeliana “en tiempos en que todavía estaba de moda”; y luego, en 1857, cuando Marx (según sus propias palabras) “trabajaba en la preparación del primer tomo de El capital”, es decir, cuando “los irascibles, presuntuosos y mediocres epígonos que lleva[ban] la voz cantante en la Alemania culta, dieron en tratar a Hegel como el bueno de Moses Mendelssohn trataba a Spinoza en tiempos de Lessing: como a un ‘perro muerto’”. En ese escenario, concluye Marx, “me declaré abiertamente discípulo de aquel gran pensador” (MEGA² II.6, p. 709; Marx, 2008, p. 20). Como ya hemos mencionado, lo que aquí nos ocupa es la siguiente pregunta: ¿qué sentido tiene el lenguaje público de Marx?, o, más precisamente, ¿qué significa y qué función cumple Hegel en el lenguaje público de la crítica marxiana?

¿Por qué declararse hegeliano en dos momentos diferentes? Una primera aproximación está en las palabras de Engels, que, en una fecha tan temprana como 1841, sostenía que “la importancia de Hegel no debe evaluarse por el significado filosófico que tenga para la eternidad, sino por la importancia práctica que tenga para el presente” (MEW XL, p. 125). Siguiendo este horizonte, dirá Engels unos años después, a propósito de la filosofía hegeliana del derecho, que “no todo lo que existe, ni mucho menos, es real por el solo hecho de existir. En su doctrina, el atributo de la realidad sólo corresponde a lo que, además de existir, es necesario”. La tesis hegeliana aplicada al Estado prusiano de la Restauración, continúa Engels, “sólo puede interpretarse así: este Estado es racional, ajustado a la razón, en la medida en que es necesario; si, no obstante eso, nos parece malo, y, a pesar de serlo, sigue existiendo, esta maldad del gobierno tiene su justificación y su explicación en la maldad de sus súbditos”: “la tesis de que todo lo real es racional”, concluye Engels, “se resuelve, siguiendo todas las reglas del método discursivo hegeliano, en esta otra: todo lo que existe merece perecer” (MEGA² I.30, p. 122). Esa era la imagen de una parte importante de la intelectualidad berlinesa en relación con la filosofía hegeliana, que, como veremos a continuación, distó por mucho de estar exenta de conflictos públicos.

Cuando Hegel llega a la Universidad de Berlín a ocupar la cátedra dejada por Fichte, lo hace en el contexto específico de renovación política y académica propiciada por las reformas de Hardenberg y Altenstein (cfr. D’Hondt, 1968). Las reformas, que tuvieron por notables opositores a los barones Von Schukmann y Von Wittgenstein, buscaron, entre otras cosas, incorporar en las aulas berlinesas a la segunda generación de intelectuales formados por Lueder, Feder, Pütter, Schlözer, Sartorius y Gaver en la Universidad de Göttingen y la de Königsberg. Altenstein, formado en Göttingen, esperaba desde su posición ministerial abrir el espacio a los debates sobre la renovación del derecho y la economía política, trabajando a la vez por un frágil acuerdo político entre las diversas posiciones religiosas protestantes que, junto a Wilhelm von Humboldt, lo habían ayudado a conformar. Estas dimensiones, la economía, el derecho y la religión, constituyeron los pilares fundamentales de las disputas de los llamados hegelianismo y anti-hegelianismo berlineses, ya desde el arribo de Hegel a Berlín, pero con especial representatividad tras su muerte.

Una de las primeras polémicas en las que Hegel se vio involucrado tras su llegada a Berlín lo enfrentó a Gustav von Hugo y Carl von Savigny en relación con los debates sobre la codificación del derecho. Desde la perspectiva hegeliana, el problema no era únicamente jurídico, sino también filosófico: si, de acuerdo a Savigny, la herencia cameralista debía cimentar las bases de las reformas constitucionales propias de la nueva hegemonía prusiana, para Hegel el problema estaba en que esa forma pre-napoleónica de comprender el derecho dependía en última instancia de la singularidad decisional y volitiva propia de las normas consuetudinarias con las que se pretendía encauzar la posición de Prusia en la Santa Alianza desde el clivaje simbólico del Sacro Imperio Romano Germánico.

En sus textos políticos tempranos, Hegel ya había tomado posición, si bien no necesariamente por una reconfiguración constitucional total, sí por una reforma sistemática que posibilitara una nueva unidad para el fracturado vínculo ético (sittliches Bund) alemán (1986b, p. 275). Si en primera instancia Hegel sostuvo explícitamente la necesidad de una constitución nacional en la que “la masa común del pueblo alemán, justamente con sus asambleas provinciales […] deba reunirse en una sola masa mediante el poder de un conquistador” (1986a, p. 579), en una segunda instancia, en el contexto de los Grundlinien der Philosophie des Rechts de 1820, la figura de la conquista perderá peso a través del ejemplo de la imposición del código napoleónico en una España históricamente ajena a esa forma constitucional. Así, dirá Hegel, “[q]uerer dar a priori a un pueblo una constitución, aunque más o menos racional según su contenido, es una ocurrencia que pasa por alto justamente el momento por el cual ella sería algo más que una cosa del pensamiento” (1986d, p. 440). Ahora bien, esta última posición podría haberlo acercado a Savigny, si no fuera, como ya hemos anunciado, por el modo en que en la resistencia a la codificación emerge una particular noción de “sujeto”, diametralmente opuesta a la hegeliana. El mismo argumento será sostenido por Marx algunos años después en su análisis sobre la escuela histórica del derecho (MEGA² I.1, p. 191).

Ahora, cuando Hegel sostiene que “rehusar a una nación culta o a su clase jurídica la capacidad de hacer un código sería una de las mayores afrentas que podría hacerse a una nación” (1986d, p. 361), está sosteniendo a la vez la necesidad de fundamentar lógicamente el derecho en el reconocimiento universal de la autodeterminación social a través de la libre realización de la individualidad que, en su expresa contradictoriedad y conflictividad, configura el carácter variable de la realidad. Desde esta perspectiva, la insistencia de Savigny en la tendencia natural de la individualidad hacia la competencia y la propiedad suponía, por una parte, un retorno a los principios iusnaturalistas que Hegel había discutido ya desde sus primeros escritos jurídicos (cfr. 1986b, p. 434) y, por otra parte, un desconocimiento de la función de la propiedad como expresión empírica de la libre voluntad de la subjetividad (cfr. 1986d, p. 357). Para el Hegel de los Grundlinien las nuevas formas del derecho y la economía política constituían dos caras de una misma moneda en la que, en última instancia, la realidad es irreductible a una singularización de los vínculos, razón por la cual también dedicará una parte importante de sus lecciones sobre derecho a la problematización de los límites del proteccionismo económico (cfr. 1986d, p. 391). Antes de que se establecieran los debates sobre la hipotética francofilia o el supuesto servilismo prusiano de Hegel, es en este punto que la filosofía hegeliana, en su presente, encontró su punto un especial disenso con la oficialidad jurídica y académica en Berlín.

En términos generales, los problemas de la libertad y el futuro de Alemania serían análogos a los que se dieron en el caso de la religión. Hegel veía en el catolicismo un sesgo empirista y místico por cuanto, por ejemplo, la función social de la hostia suponía, desde su perspectiva, una adoración directa de la naturaleza sin justificación ulterior. En un comentario que lo relegaría a la periferia del protestantismo público de Berlín, Hegel sostuvo su célebre analogía entre la hostia y las heces de una rata como ejemplificación de los límites de la doctrina cristiana de la transustanciación. Si un roedor comiera una hostia, decía Hegel, un católico debiese venerar sus heces (1986h, p. 538). A diferencia de la transustanciación católica, la consustanciación protestante significaba para Hegel la posibilidad de pensar la unidad en y desde la diferencia que, por lo demás, suponía un fundamento diferente del poder político. Así, por ejemplo, Hegel llegó a sostener que la diferencia entre un católico y un protestante es que el primero requiere de un pastor, mientras que el segundo es pastor de sí mismo (1986f, p. 351). Paralelamente, el mismo problema suscitaba su interpretación del Gefühl de Schleiermacher, que Hegel trató en su prólogo a Die Religion im inneren Verhältnisse zur Wissenschaft, de Hermann Hinrichs. Schleiermacher sostenía que el sentimiento religioso de un buen cristiano debía ser el de la absoluta sumisión y entrega a Dios, a lo que Hegel respondió afirmando que entonces “el perro sería el mejor cristiano, pues es el perro el que tiene con mayor fuerza dentro de sí este sentimiento […] [;] el perro también tiene sentimientos de redención cuando se le satisface el hambre con un hueso” (1986e, p. 58).

La institucionalidad berlinesa entendía perfectamente que Hegel no estaba discutiendo los principios teológicos de la Reforma y la Santa Alianza como una finalidad en sí misma, sino que con ello buscaba incidir en la conducción política de la Alemania post-napoleónica. En 1827, producto del viaje a París en el que se encontrará con Victor Cousin, se realizó en Berlín un Pleno católico contra Hegel amparado por la ley de tolerancia religiosa entre católicos, protestantes y ortodoxos, profesada por la Santa Alianza. En el pleno se acusará a Hegel de ateísmo. Un año antes, asistió a sus lecciones el vicario de la iglesia católica de santa Eduvigis para vigilar el contenido anti-católico del protestante Hegel: Altenstein, encargado de estos asuntos, le solicitó a Johannes Schulze un informe justificativo en nombre de Hegel. Por su parte, Hegel responderá a Altenstein que “los que se ofendan por oír palabras protestantes deben ir a recibir enseñanza en otro lugar” (D’Hondt, 2002, p. 249). Más temerario habría sido Hegel al oponerse al vicario, dirigiéndose a él con estas palabras: “¡No me impresiona usted en lo más mínimo mirándome de esa forma!” (D’Hondt, 2002, p. 250).

A pesar de estos conflictos, Hegel sembró una importante influencia hasta su muerte en 1831, que luego sería cultivada por sus discípulos directos e indirectos: los llamados jóvenes hegelianos en los tiempos de la llegada de Schelling a Berlín. Serían sus discípulos directos los que sistematizarían el corpus oral de la filosofía hegeliana a través de la edición de sus obras completas, publicadas entre 1833 y 1845. Sin embargo, serían sus discípulos indirectos los que llevarían la filosofía hegeliana a sus límites y a su abierta politización: a sus consecuencias, dirá Engels, que veía en Hegel al “padre del panteísmo moderno” (MEW XL, p. 79). Es entre estos últimos que surgen los nombres comunes a la historia del marxismo o, al menos, a la del joven Marx: David Strauss, Bruno y Edgar Bauer, Moses Hess, Arnold Ruge y, por supuesto, Ludwig Feuerbach. Para todos ellos, la figura clave del disenso público fue Schelling.

La llegada de Schelling a Berlín para “extirpar la semilla del dragón del panteísmo hegeliano” (Schelling, 1995, p. 486), independientemente de los muy reconocidos méritos propios del célebre autor del Sistema del idealismo trascendental, estuvo enmarcada por un momento de inflexión regresiva en términos políticos, económicos y culturales representada por el ascenso al trono del nuevo káiser Federico Guillermo IV en 1840. Políticamente, las disposiciones del káiser tendieron a confirmar las sospechas de quienes abogaron desde el fin de las Befreiungskriege en 1814 por la posibilidad de una monarquía constitucional diferencialmente unitaria de los territorios alemanes, a la vez que, económicamente, comenzaba a tomar fuerza expansiva la Zollverein de 1834 con la inclusión en 1841 y 1842 de Braunschweig y Luxemburgo, respectivamente. En términos políticos, lejos de perder terreno, la influencia de los Decretos de Karlsbad de 1819 conformó un imaginario institucional en el que las diversas autonomías locales quedarían bajo el constante escrutinio jurídico prusiano. Estas tres dimensiones del Vormärz, que con diversas intensidades estallarían en 1848 con la llamada Primavera de los Pueblos, operaron como un escenario y telón entre los cuáles Schelling debió enfrentar a una intelectualidad berlinesa en constante radicalización, tanto desde los márgenes del republicanismo como desde el naciente socialismo alemán.

Ahora bien, la oposición entre Hegel y Schelling como marco categorial de los debates filosóficos fue inaugurada en parte por el mismo Hegel con sus críticas en la Fenomenología del espíritu, que con variables menores mantendrá en las lecciones sobre historia de la filosofía, donde sostendrá que Schelling, llevado por el entusiasmo, supuso “simples locuras, y cuando no se trataba de una obra de locos” propuso “una prosa tan simplista, que el contenido era demasiado malo para la prosa” (1986h, p. 452). El primer ensayo de respuesta pública de Schelling se produjo en el contexto de las llamadas “lecciones muniquesas”, donde referirá explícitamente la crítica hegeliana de la Fenomenología y las lecciones donde le enrostraba buscar la conceptualización de lo absoluto con la inmediatez individual de un pistoletazo (cfr. Schelling, 1993, p. 239). Posteriormente, en 1834 poco tiempo después de la muerte de Hegel, Schelling escribió el prólogo a Über französische und deutsche Philosophie, lecciones de Victor Cousin traducidas por Hubert Becker, donde por primera vez sostendrá la inadecuación histórica del proyecto hegeliano para la nueva realidad social, política y cultural alemana de la Restauración (Cousin, 1834, p. xxvii). Un año después, C. F. Bachmann publicó su Anti-Hegel, que tuvo una respuesta inmediata de parte de Ludwig Feuerbach con Kiritk des Anti-Hegels. Si bien en ambos casos, el de Bachmann y Feuerbach, la discusión fue disciplinariamente filosófica, ya se explicitan los debates sobre límites del idealismo como forma de representación del presente.2

Heinrich Heine, una figura importante en el desarrollo intelectual de Marx, fue uno de los primeros en leer el conflicto hermenéutico que recorrería la filosofía hegeliana tras su muerte. Hegel, sostenía Heine, no solo era la figura filosófica con más resonancia pública en Berlín, sino también el punto de encuentro de los debates sobre la trasformación política, cultural y económica de Alemania en general, pues nadie después de Leibniz había tenido tanta importancia como Hegel (cfr. Heine, 1972, p. 299). La persecución política y la apertura analítica de sus continuadores fueron problemas que Heine logró atisbar en un momento en que la memoria del difunto seguía fresca en la Universidad: el siglo, concluía Heine, sería hegeliano de una u otra manera (cfr. Heine, 1972, p. 302).

4. Hegel, Schelling y el debate sobre la realidad

La influencia de Hegel comenzó a resquebrajarse hacia 1841, cuando ascendió al poder Federico Guillermo IV y, tras él, llegó Schelling a ocupar la cátedra liberada diez años antes por Hegel. En su lección inaugural del 15 de noviembre, a diez años exactos de la muerte de Hegel, Schelling expuso los principios de su llamada “filosofía de la revelación”, que constituirían un eje fundamental de los debates sobre la transformación o restauración de la filosofía y la política alemanas.

El primer problema, si bien no es simple, es el más trabajado en los estudios especializados, tanto hegelianos como marxistas. Hegel, fiel heredero de la tradición protestante y de la filosofía de Spinoza (el otro “perro muerto”), entiende que, con el paso de la Modernidad, la idea de Dios -como tampoco el arte- ya no logra asir al conjunto de la realidad. La sociedad, ahora secularizada, se enfrenta a sí misma a través de las instituciones públicas y a través del Estado. En ese contexto, si Dios, la religión y la Iglesia ya no constituyen funciones trascendentales sino inmanentes, es decir, civiles, el panteísmo supone en la práctica un radical ateísmo social que en la época constituía un sinónimo de los movimientos constitucionalistas y republicanos (cfr. Solé, 2011, p. 89). Extirpar la semilla del dragón del panteísmo hegeliano implicaba para el káiser y Schelling, entonces, extirpar la influencia del imaginario secular y republicano de la Modernidad que, en definitiva, vinculaba una dimensión política y otra religiosa.

Al respecto, según relata Arnold Ruge, Hegel fue interpelado por el entonces príncipe heredero y futuro káiser a propósito de las lecciones sobre filosofía del derecho que había delegado en Eduard Gans desde 1826: “es un escándalo que el profesor Gans convierta a todos los estudiantes en republicanos. Sus lecciones […] son frecuentadas por muchos centenares de estudiantes y es suficientemente conocido que da a sus tratamientos un tinte completamente liberal, incluso republicano” (Becchi, 1990, p. 225). Así también lo comentará posteriormente Johann Erdmann: “La acusación de que su filosofía política era antiprusiana y revolucionaria”, hecha por el príncipe heredero, le hizo notar que “a quien había confiado las lecciones del curso sobre derecho natural, es decir, Gans, obtenía de sus principios consecuencias relativas a Bélgica y a Polonia que debían ser definidas, necesariamente, como revolucionarias” (Becchi, 1990, p. 225). La acusación no era menor teniendo a la vista que la independencia de Bélgica de Holanda se produciría solo unos años después, y que la disputa ruso-prusiana por la partición de Polonia se mantendría hasta la Primera Guerra Mundial.

Tras la muerte de Hegel, Gans insistió en este punto al editar la Filosofía del derecho, que, finalmente, sería el material hegeliano leído por las generaciones de los años cuarenta. Más allá de la autocensura en la que habría incurrido Hegel al llegar a Berlín (cfr. Losurdo, 2004, p. 3), Gans añadió su interpretación al § 221, donde sostiene: “En los tiempos modernos, el príncipe tiene que reconocer que en los asuntos privados el tribunal está por encima de él” (1986d, p. 375), subordinación de la monarquía al derecho civil que reafirmará con sarcasmo en su adición al § 280 al insistir que “en una organización acabada solo se trata de la cima de la decisión formal, y como monarca sólo hace falta un hombre que diga ‘sí’ y ponga el punto sobre la i”, porque “la cima debe ser de modo tal que la particularidad del carácter no sea lo importante” (1986d, p. 449). Entre 1833 y 1839, estos parágrafos fueron leídos en un contexto en el cual los alzamientos de 1830 aun hacían resonar las demandas por el establecimiento de una monarquía constitucional, cuando no un republicanismo formalmente constituido. Con ese horizonte, Gans no solo relegaba al príncipe a funciones decorativas, irrelevante en última instancia ante el avance de las funciones racionalizadas del Estado moderno, sino que añadirá al § 282 su crítica a los fundamentos divinos de la monarquía. Ahí concluirá Gans que “si se quiere concebir la idea del monarca, no puede uno contentarse con decir que Dios ha establecido la realeza, pues Dios ha hecho todo, incluso lo peor” (1986d, p. 454). Para el primer hegelianismo, Dios ya no fundamentaba el poder, justamente porque Dios se había secularizado, y el culpable de esa secularización era por supuesto Spinoza y su idea de inmanencia (cfr. Solé, 2011, p. 47).

El mismo Hegel había sentenciado en sus lecciones que, o se hacía filosofía spinozista, o no se hacía filosofía: Entweder Spinozismus oder keine Philosophie (1986h, p. 163). El llamado Pantheismusstreit, que Marx refiere en su epílogo, enfrentó a Jacobi y Mendelssohn debido a lo que entendían como las consecuencias de la teología spinozista. Jacobi (2000) sostenía que el ateísmo y el fatalismo que se derivaban tradicionalmente de la filosofía de Spinoza debían ser tomados en consideración debido al método racionalmente estricto utilizado en la Ética. Ahora bien, si el spinozismo llevaba al ateísmo, llevaba también al republicanismo democrático debido a la inmanencia de la constitución del poder. Tiene sentido así la reflexión de Nicolás González Varela, según la cual “existió una época en Occidente en que uno podía ser condenado a muerte por ser spinozista. Y no se trataba de un malentendido o de una alegoría […]”; hasta comienzos del siglo XVIII se denominaba a Spinoza como el “atheorum nostra aetate prínceps” (González Varela, 2012, p. 7). Con este trasfondo, Engels le escribió en su carta a Friedrich Graeber del 9 de diciembre de 1839 que “[…] ya he tomado como mía la idea hegeliana de Dios […] por lo que me incluyo ahora entre los panteístas modernos” (MEGA² III.1, p. 178). Esto nos lleva a los dos puntos siguientes, pues de aquí surge también el problema de la revelación.

La posición del hombre en el mundo, decía entonces Schelling, constituye una relación positiva en el sentido de que su afirmación y transformación representa una instancia singular: el hombre frente al mundo. Y si el hombre se encuentra solo frente al mundo y debe afirmar positivamente su posición, el sentido de esta posición aparece como una revelación (Offenbarung) al modo de las revelaciones para san Juan. Si el sentido de la realidad y su posterior institucionalización aparece como una relación tanto individual como trascendental, el poder de la monarquía volvía a fundamentarse en un más allá de la realidad social.

Es en esta diferencia fundamental entre Schelling y la filosofía hegeliana donde estriba el temprano quiebre de Marx con Feuerbach, pues si la representación y transformación de la realidad dependen en última instancia de una sensibilidad individual que relaciona al yo con el mundo (con la otredad), entonces lo que tenemos es una secuencia atómica de individualidades inconexas, crítica que Hegel ya había formulado a su manera en la Fenomenología del espíritu al sentenciar que cualquier forma de trascendentalismo sería, como ya hemos mencionado, un capricho y un pistoletazo (cfr. 1986c, p. 31). Aquí la crítica de Hegel adquiere un recorrido propio que llega hasta los opúsculos que Engels redactó entre 1841 y 1842 (cfr. MEGA² I.3, pp. 256, 265 y 315), donde aparecen por primera vez las bases de lo que luego sería la crítica adscrita por Marx en La sagrada familia y La ideología alemana (MEGA² I.3 y I.5). Si la realidad no es inmediatamente accesible -y en esto Schelling y Hegel estaban de acuerdo-, entonces toda interpretación de la realidad supone un proceso de representación; ahora bien, si esa representación recae sobre un principio de individualidad, entonces Schelling tiene razón y el sentido de la realidad constituye una revelación. De ahí que para Engels la otredad social, el otro, aparezca en la filosofía de la revelación de Schelling como una dimensión inasible de una conciencia que en el relato hegeliano no se ha enfrentado ni al escepticismo ni a su propia desgracia (cfr. 1986c, p. 160): la conciencia no ha enfrentado el inevitable fracaso de su relación individual con lo absoluto.3

Ahora bien, si el problema era la filosofía de la revelación de Schelling, ¿por qué debía aún Marx criticar el aspecto mistificador de la dialéctica hegeliana? Nuestra hipótesis es que este carácter remite a Feuerbach, quien sintetiza el debate sobre el panteísmo y la política en su célebre silogismo final de las Tesis preliminares para la reforma de la filosofía, de 1842: 1) si Spinoza es el precursor de la filosofía especulativa y 2) Schelling es el restaurador -literalmente Wiederhersteller-, entonces 3) Hegel es el realizador; así mismo, continúa Feuerbach, el panteísmo es la consecuencia necesaria del teísmo, y el ateísmo es la consecuencia necesaria del panteísmo: es decir, es el panteísmo consecuente.

La pregunta que debe enfrentar Feuerbach desde allí es qué forma adquiriría históricamente la realización de ese panteísmo consecuente. La respuesta la ofrece un año después en el § 61 de sus Principios de la filosofía del futuro: “El filósofo absoluto dice la vérité c’est moi; esto, de un modo análogo al del monarca absoluto, l’État c’est moi, o al del Dios absoluto, l’Être c’est moi”; sin embargo, “el filósofo humanista por otro lado dice […] yo soy un hombre en conjunto con la humanidad”. Esta idea de conjunto, de comunidad, implica que “la verdadera dialéctica es un diálogo entre [un] yo y [un] tú” (II, p. X). El silogismo de Feuerbach es implacable para la época. En un opúsculo de 1842, titulado Luther als Schiedsrichter zwischen Strauss und Feuerbach, y a través de un juego de palabras que tiene más sentido en alemán que en castellano, Marx insiste en que “no hay otro camino hacia la verdad y la libertad que a través de un arroyo de fuego”, en alemán Feuer-Bach, “y en ese camino Feuerbach es el purgatorio del pasado” (MEGA² I.2, p. 175).

Ahora bien, es aquí donde el problema se duplica: por una parte aparece el problema del panteísmo nuevamente y, por otra, el de la dialéctica de “[un] tú y [un] yo”. Para Marx, que “la crítica de la religión esté terminada” representa una parte del purgatorio del pasado; sin embargo, “la crítica de la religión”, insistirá Marx, “es la premisa de toda crítica” (MEGA² I.2, p. 170). A partir de esa premisa, insistirá Marx en que “[e]l fundamento de la crítica religiosa es que el hombre hace la religión, y no que la religión haga al hombre”; sin embargo, continúa Marx, “el hombre no es algo abstracto, un ser apartado del mundo. Quien dice: el hombre, dice el mundo del hombre: Estado, sociedad. Este Estado, esta sociedad, produce la religión, una conciencia subvertida del mundo, porque ella es un mundo subvertido” (MEGA² I.2, p. 170).

El punto para Marx no estriba en la insistencia en la crítica de la religión (crítica que sí hay que concederle a Feuerbach), sino en los alcances de la crítica. El objeto Hegel aquí no significa un retroceso hacia la religión, sino una disputa por la forma y la función específica “del mundo del hombre: [del] Estado, [de la] sociedad” y, paralelamente, de la economía política, habría que agregar. El error de Hegel, en este punto, estribaría en haber sustituido a la religión por el Estado, y no por la sociedad que disputa y da forma a ese mismo Estado; a la vez, el error de Feuerbach estribaría en haber sustituido, no el Estado por la religión, sino la filosofía de “[un] yo y [un] tú]” por la religión, es decir, haber ampliado la revelación individual de Schelling por la sensibilidad de una multiplicidad cuantitativa de individualidades que desatiende el mundo que determina la existencia de ese “ser genérico”. Ahí queda trazado, o al menos insinuado, el paso de la crítica de la religión a toda crítica, o, más específicamente, a una crítica de la economía política en la cual el “yo y el tú” aparecen condicionados por determinaciones que no se resuelven por el puro reconocimiento de la otredad. Marx sintetiza esta limitación de la crítica focalizada en la religión en la célebre tesis VI ad Feuerbach:

Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es en realidad el conjunto de las relaciones sociales. Feuerbach, que no se ocupa de la crítica de esta esencia real, se ve por tanto obligado a abstraer la trayectoria histórica, enfocando para sí el sentimiento religioso [Gemüt] y presuponiendo un individuo humano abstracto, aislado; En él, la esencia humana sólo puede concebirse como género, como una generalidad interna, muda, que se limita a unir naturalmente los muchos individuos (MEGA² IV.3, p. 21).

Dicho de otro modo: criticar el aspecto mistificador de la dialéctica hegeliana a comienzos de los años cuarenta suponía reinterpretar el ejercicio crítico fundamental ensayado por Hegel (y Feuerbach). Si la crítica kantiana es correcta, es necesario someter a crítica la crítica kantiana; si la crítica hegeliana es correcta, es necesario someter a crítica la crítica hegeliana; y si la crítica de Feuerbach es correcta, es necesaria una crítica de Feuerbach, o, en palabras de Marx:

La tarea de la historia es establecer la verdad del acá, después de que haya sido disipada la verdad del allá. Ante todo, el deber de la filosofía, que está al servicio de la historia, es el de desenmascarar la aniquilación de la persona humana en su aspecto profano, luego de haber sido desenmascarada la forma sagrada de la negación de la persona humana. La crítica del cielo se cambia así en la crítica de la tierra, la crítica de la religión en la crítica del derecho, la crítica de la teología en la crítica de la política […]. La crítica de la filosofía del derecho y del Estado, que por obra de Hegel ha tenido la más consecuente, rica y última consideración, es lo uno y lo otro-tanto el análisis crítico del estado y de la realidad vinculada a él, cuanto la decidida negación de toda forma seguida hasta nosotros de la conciencia política y jurídica (MEGA² I.2, p. 171).

Marx le concede a Hegel (vía Feuerbach) el principio ontológico de la lógica dialéctica: aquello que aparece como esencia del hombre, como ser genérico en sociedad, es decir, el Estado, la misma sociedad o la economía política, a través de la crítica aparece como una producción social: digamos, como una esencia realmente esencial, pero históricamente constituida. El punto, por supuesto -y, en relación con Schelling, la positividad y la revelación-, es que esa crítica de la esencia de la realidad (siguiendo el primer lenguaje de Marx) no radica en una crítica singular realizada a través de la revelación o la sensibilidad, sino que, y muy por el contrario, se anuncia -en palabras de Marx- “por el canto resonante del gallo francés” (MEGA² I.2, p. 183), es decir, por la transformación social de la realidad, por la realización de la crítica (MEGA² IV.3, p. 21). Entender entonces la crítica como desesencialización o desmitificación de las relaciones sociales será uno de los ejes fundamentales de los trabajos posteriores de Marx.

5. Observaciones finales

En su epílogo a la segunda edición alemana de El capital, Marx completa su referencia a Hegel al sostener que “en su figura mistificada, la dialéctica estuvo en boga en Alemania, porque parecía glorificar lo existente. En su figura racional es escándalo y abominación para la burguesía y sus portavoces doctrinarios”, pues “en la intelección positiva de lo existente incluye también, al propio tiempo, la inteligencia de su negación, de su necesaria ruina; porque concibe toda forma desarrollada en el fluir de su movimiento” y, por tanto, “sin perder de vista su lado perecedero; porque nada la hace retroceder y es, por esencia, crítica y revolucionaria” (MEGA² II.6, p. 709; 2008, p. 20). La pregunta en el contexto de esta investigación es cómo pasó Hegel de “estar de moda” a ser un “perro muerto”; o, más precisamente, qué presente parecía glorificar que, a los ojos de Marx en 1873, aparece como causa de su muerte (y por tanto como necesidad, no solo lógica, de declararse discípulo).

Según ya dijimos anteriormente, la influencia de Hegel se da entre 1818/1819 y 1841, año en que comienza su retroceso. Los años veinte y treinta del siglo XIX en Berlín son años en que la recomposición política posterior a la derrota de Napoleón se tradujo en un contexto de reformas liberales bastante relevantes. No solo se funda un ministerio análogo a lo que hoy entenderíamos como un ministerio de cultura, sino que también se codifica el derecho -y, por tanto, se excluye de la ley los principios consuetudinarios del antiguo derecho germánico- y comienza el proceso de modernización de una economía ahora abiertamente influida por los éxitos de la industrialización inglesa -por contraposición a los fracasos de la economía agraria típicamente francesa-. Hegel, en efecto, no solo ve con buenos ojos estos procesos, sino que participa activamente de su legitimación.

Sin embargo, la influencia de Hegel no decae del todo con el ascenso de Federico Guillermo IV y con el arribo de Schelling a Berlín, sino con la experiencia de la llamada Primavera de los Pueblos de 1848. Tras los alzamientos del 48, que sucedieron por toda Europa, Prusia se cierra sobre sí misma políticamente y comienza su proceso de expansión militar y económica a partir de la construcción del nuevo discurso de la “unificación”, la deutsche Einigung que adquiriría su forma más o menos definitiva después de la guerra franco-prusiana de 1871 y que se extendería hasta la Primera Guerra Mundial.

Como bien ha mostrado Domenico Losurdo (2013), en este escenario posterior a 1848, Hegel aparece en Alemania como un francófilo errante que glorifica el presente anterior a la supresión de los alzamientos del 48, como un defensor del imaginario político heredado de la revolución política francesa y de la revolución económica inglesa, ambos principios contrarios al nuevo presente que se abría en Prusia. Cuando se acusa a Hegel de glorificar al Estado prusiano (como lo hizo Rudolf Haym en 1857, inaugurando un lugar común que se mantiene en gran medida hasta hoy), esto supone en realidad la hipotética glorificación de un Estado prusiano no alemán, un Estado prusiano afrancesado, es decir, los límites de la Alemania unificada que Bismarck pretendía construir. Desde esta perspectiva, dice Losurdo: “Hegel es extraño a la más genuina tradición germánica […]. Frente a intelectuales y funcionarios, Bismarck contrapone el pueblo, que ‘no es revolucionario’, y sobre todo el campo” (2013, p. 23). En realidad, decía Bismarck, “desconfío de la población de las grandes ciudades, puesto que se dejan guiar por demagogos ambiciosos y embusteros; en ella no veo el auténtico pueblo prusiano”, de modo que, “si las grandes ciudades han de sublevarse una vez más, este [el pueblo, el campesinado] sabrá obligarlas a que obedezcan, aunque tenga que borrarlas de la faz de la tierra” (2013, p. 23). Contrariamente, para Hegel, insistirá Losurdo:

La conciencia de la libertad se desarrolla en la ciudad, mientras que el campesinado se inclina más a la sumisión, y precisamente por ello Bismarck exalta el campo a expensas de la ciudad. En su elogio de la ciudad, Hegel tiene presente en cierta medida el papel que desempeñó París durante la Revolución francesa, Bismarck la extinción de la Revolución alemana del 48 a manos del campo. Hegel celebra en la industria (y nuevamente nos vemos llevados a la ciudad) un momento esencial de la liberación del hombre; en el pensamiento de Bismarck, si bien no la industria, al menos su papel central, el Industrialismus, es objeto de una dura condena (2013, p. 34).

El problema, sin embargo, no se reduce a una interpretación política de Hegel, sino que también supone una dimensión epistemológica. ¿Por qué se defiende Marx de la acusación de sofistería hegeliana afirmando la necesidad de la lógica hegeliana y no simplemente negándola? La razón estriba en que, en 1844, declararse hegeliano significaba públicamente sostener la necesidad de una transformación política republicana, a la vez que declararse hegeliano en 1874 suponía para el público alemán una abierta oposición a las políticas militares y sociales conducidas por Bismark. Irreductible al problema de la lectura que Marx realizó de la lógica hegeliana, para la intelectualidad alemana de la época de Marx, la figura de Hegel cumplía a la vez esta función significante que, en su variabilidad, remitía a momentos precisos del desarrollo intelectual de Marx. Y es que, como dijo Hegel en la Fenomenología del espíritu, no hay nada detrás del telón -de la escritura, deberíamos agregar- si no cruzamos nosotros mismos y ponemos algo detrás de él (cfr. 1986c, p. 135). Así como Hegel lo hizo con Spinoza, Marx hizo en su escritura con Hegel un gesto más allá de lo epistemológico, pues, como decía Heine, el siglo sería hegeliano por referencia, es decir, para bien o para mal, dependiendo del público.

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1 Así, Jameson insistirá, en relación con la filosofía hegeliana, en que, “tampoco es una cuestión de organización o Darstellung (presentación, escenificación), de acuerdo con la cual Hegel proyecta la ficción narrativa de una serie o secuencia para hilar más efectivamente las perlas de las categorías una tras otra. Si fuera meramente una cuestión de organización, uno esperaría que la explicación de cada categoría fuera un asunto relativamente estático, de modo que uno pudiera iniciar lo que después de todo se denomina enciclopedia y consultar esta o aquella entrada, extrayendo en caso de necesidad la definición de sustancia, o necesidad, o límite para descubrir cuál es el significado exacto. Pero no podemos hacer esto porque la secuencia temporal de las categorías se propone presentar la autoproducción, el autodesarrollo y el autodespliegue del Concepto mismo” (Jameson, 2007, p. 96).

2 La tónica del debate se mantendrá en la década de los treinta, especialmente a través de los escritos de C. L. Michelet, Geschichte der letzten Systeme der Philosophie in Deutschland von Kant bis Hegel, de 1837, y Schelling und Hegel, de 1839, y de Jakob Salat, Schelling und Hegel, de 1842. Las posiciones más cercanas a Schelling estuvieron fuertemente representadas por C. F. E. Trahndorff -Schelling und Hegel, oder das System Hegels als letztes Resultat des Grundirrthums in allem bisherigen Philosophiren erwiesen (publicado en Berlin en 1842)-, E. F. Vogel -Schelling oder Hegel oder Keiner von Beiden?, de 1843-, J. C. F. Rosenkranz -Über Schelling und Hegel, de 1843- y M. J. Schleiden -Schelling‘s und Hegel‘s Verhaltniss zur Naturwissenschaft, de 1844-.

3 Slavoj Žižek ha hecho un intento explícito por formular un paralelo entre la lógica hegeliana y su expresión escritural, justamente en relación con este fracaso fundamental: “los momentos de Hegel son por definición momentos de fracaso: la incapacidad de pensar, de alcanzar el concepto exitosamente, de lograr un limitado pero completo acto de intelección. La tarea de su escritura será por lo tanto paradójicamente contraproducente: demostrar (exitosamente) cuán completamente debemos necesariamente fracasar para pensar esta o aquella categoría. Pero para que sea significativo, el fracaso debe ser un fracaso muy básico y fundamental, debe resultar del intento leal de pensar, y luego de un asalto extenuante y absoluto sobre la categoría en cuestión” (Žižek, 2006, p. 98).

Recibido: 01 de Enero de 2021; Aprobado: 19 de Marzo de 2021

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