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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.64 México sep./dic. 2022  Epub 13-Feb-2023

https://doi.org/10.21555/top.v640.2005 

Artículos

De la armonía socrática a la homofonía diogénica. Sobre el surgimiento del cinismo en El coraje de la verdad de Michel Foucault

From Socratic Harmony to Diogenic Homophony. On the Emergence of Cynicism in Michel Foucault’s The Courage of Truth

Juan Horacio de Freitas1 
http://orcid.org/0000-0003-2686-0140

1Universidad Complutense de Madrid, España. defreitas.jh@gmail.com / jdefreit@ucm.es


Resumen

En la segunda mitad del último de los cursos impartidos por Foucault en el Collège de France, culminado unos cuatro meses antes de su fallecimiento, surge de forma aparentemente repentina un análisis dedicado con exclusividad al tema del cinismo. Justo por la proximidad temporal entre dicho análisis y la muerte del autor, hay quien ha interpretado su interés tardío por la filosofía cínica como una especie de testamento filosófico. En vez de concentrarnos en aspectos de carácter biográfico, en el presente artículo procuraremos explicar el marco conceptual en el que aparece la inquietud foucaultiana por el cinismo, así como dejar en evidencia la continuidad entre el estudio de dicho fenómeno y lo que el filósofo francés había estado desarrollando no solo en El coraje de la verdad, sino también a lo largo de su itinerario intelectual de los años ochenta.

Palabras clave: cinismo; Foucault; Coraje de la verdad; armonía; homofonía; Sócrates

Abstract

In the second section of Foucault’s last course at the Collège de France, taught around four months before his death, emerges, apparently in an abrupt manner, an analysis exclusively devoted to Cynicism. Because of the time proximity between such analysis and his death, Foucault’s late interest in Cynic philosophy has been interpreted as a kind of philosophical well. Rather than drawing attention to biographical aspects, the pres- ent article will intend both to explain the theoretical framework in which the Foucauldian concern for Cynicism is revealed and to show evidence of a continuity between Foucault’s study of this phenomenon and what he had been exploring, not only in The Courage of Truth, but also throughout his intellectual work during the eighties.

Keywords: Cynicism; Foucault; The Courage of Truth; harmony; homophony; Socrates

Ya hay en Sócrates todos los rostros del cínico.

Jacques Lacan. Seminario 8: La transferencia

Lo que Sócrates afirma de sí mismo, que, creyendo rendir

culto al dios y examinar completamente el oráculo que le

había sido dado, abrazó una vida refutativa, de la misma

manera Diógenes, sabiendo que su filosofía se debía al

oráculo pítico, creyó que debía probar todo con hechos y

no prestar fe a las opiniones de los demás.

Juliano. Contra los cínicos incultos

… los cínicos ya habían hecho del humor un arma filosófica

contra la ironía socrática.

Gilles Deleuze. Lógica del sentido

1. ¿Por qué el Laques?1

Después de abordar en El coraje de la verdad lo que él llamó “el ciclo de la muerte de Sócrates” (2010a, p. 88), a saber, los diálogos Apología, Critón y Fedón, y justo antes de adentrarse en su primer análisis exclusivamente dedicado al cinismo, Foucault decide iniciar, a modo de introducción a este tema -o, más bien, de “transición” (2010a, p. 131) a él-, una interpretación sobre el lugar de la parresía (franqueza) en otro texto platónico: el Laques (o Sobre el valor). En El gobierno de sí y de los otros, Foucault (2011, pp. 271-326) ya analiza el lugar de la parresía socrática en los textos Apología, Fedro y Gorgias; no obstante, en el Laques parece encontrar un momento paradigmático de la expresión parresiástica específicamente filosófica de la cual el cinismo sería su más llamativo heredero. Si con el análisis de aquellos tres diálogos se pretendía explicar la contraposición entre retórica y parresía, así como el desplazamiento histórico de esta, la cual pasó de ser un asunto eminentemente político-institucional a ser más bien un fenómeno ético-filosófico (cfr. Foucault, 2011, p. 265), con la lectura del Laques, en cambio, Foucault procuró evidenciar el vínculo de la parresía con una cuestión que ya venía asomando desde El gobierno de los vivos (2012b, pp. 8-9): la de las “formas aletúrgicas”, es decir, las diferentes configuraciones que toma una vida para ser reconocida no solo como poseedora de la verdad, sino también como capacitada para enunciarla (2010a, p. 19), noción que, además, se encuentra estrechamente vinculada a la de “modos de veridicción” en cuanto que estos no son sino las condiciones que permiten que un discurso entre en un determinado juego de verdad.2 En efecto, la primera de las cuatro razones que da el filósofo francés para explicar la importancia de este diálogo en lo referente al decir parresiástico es que en él se muestran con claridad las peculiaridades que distinguen el modo de veridicción del filósofo-parresiasta de los otros modos paradigmáticos de la Antigüedad, que serían el profético, el de la sabiduría y el técnico (cfr. 2010a, p. 39).

Además de la aparición clara y explícita de los elementos más propios de la aleturgia parresiástica de Sócrates, Foucault ofrece tres razones más por las que le parece tan importante la lectura del Laques dentro de su investigación. En primer lugar, su relación directa y dramatúrgica con la política, ya que los interlocutores de Sócrates, en dicho texto, son sujetos que, precisamente, ejercen cargos políticos muy importantes durante la época misma en la que se produce el diálogo. Tenemos, por un lado, a Nicias, uno de los protagonistas de la guerra del Peloponeso, y quizás el personaje político más relevante de Atenas después de Pericles; por otro lado, está Laques, destacado y reconocido jefe militar que murió en la batalla de Potidea.3 Por lo tanto, Sócrates entrará en conversación con hombres de Estado eminentes en el momento mismo en que estos ejercen sus cargos, pero, al dirigirse a ellos sin ninguna mediación político-institucional, les hará participar de un tipo de discursividad que no es la de la escena política tradicional. La siguiente razón por la que Foucault aborda este diálogo, a modo de transición para luego adentrarse en la problemática de los cínicos, es la relación que este tiene con el coraje, el valor, la valentía. Además de que este es precisamente el tema que se aborda en el diálogo, es también aquello que caracteriza a los interlocutores, y no solo en cuanto hombres que han mostrado valor en el campo de batalla, sino en cuanto dialogantes: por una parte, la valentía de Laques y Nicias, prestigiosos políticos y militares, que se enfrentarán con honestidad a las preguntas de Sócrates; por otra, el mismo Sócrates que dirigirá comprometedores cuestionamientos a estos hombres tan influyentes. Será en este examen que realiza Foucault del “coraje de la dialéctica” en el Laques donde aparecerá por primera vez la expresión que dará título al último de sus seminarios en el Collège:

En consecuencia, lo que está presente en el corazón del diálogo es el entrelazamiento del tema del coraje con el tema de la verdad: problema del coraje de la verdad, planteado por hombres verdaderamente valerosos, que tienen el coraje de enfrentarse a la cuestión de la verdad, y de la verdad del coraje (2010a, p. 138; las cursivas son mías).

Para el propio Foucault, este punto constituye un momento crucial de su investigación, ya que en él se hace referencia explícita a un elemento de la ética de la verdad en el que no suelen detenerse las investigaciones tradicionales. Usualmente se hace énfasis en la cuestión de la purificación del sujeto para que este pueda tener acceso al conocimiento, lo que Foucault denomina “catártica de la verdad” (2010a, p. 139). En cuanto al Laques, se pone en evidencia otro aspecto no menos importante de esta ética, que sería, justamente, el coraje de la verdad. Este apuntaría no a la pureza ni a la renuncia de los placeres o al retiro del mundo tan propio de la catártica, sino a la voluntad, al combate o a la resistencia que debemos ser capaces de ejercer para poder dar con la verdad.

La última razón se expone a partir de la comparación del Laques con otro diálogo platónico que Foucault ya había abordado, también como herramienta comparativa en La hermenéutica del sujeto;4 nos referimos al Alcibíades. La primera vez que aparece este texto en el itinerario intelectual de Foucault es en el marco de la diferenciación entre el gnothi seauton (conocimiento de sí) socrático-platónico y la epiméleia heautou (cuidado de sí) de las corrientes filosóficas helenísticas. Si en el Alcibíades se observaba “cómo el ejercicio parrhésico socrático se desarrolla en él como conocimiento de sí y, subsecuentemente, como conocimiento del alma-sujeto a la cual hay que atender” (Lópiz Cantó, 2011, p. 346), las corrientes helenísticas se concentran en otras formas de entrenamiento ético donde el sujeto da cuenta de sí mismo y del mundo, no a partir de un trabajo epistemológico y metafísico respecto al alma, sino de una ascética que toma en consideración una gran variedad de actividades que van desde la gimnasia y la ejercitación general del cuerpo, pasando por el conocimiento del funcionamiento del cosmos, hasta la parresía en cuanto forma de construirse a partir del riesgo que supone lo que uno podría decir en alguna circunstancia comprometedora.

Podríamos distinguir aquí, entonces, dos formas distintas, mas no ajenas entre sí, en que la filosofía avanzó en Occidente: por un lado, como metafísica del alma, trabajo epistemológico sobre lo inmutable, conocimiento de los conceptos puros, etc.; por otro lado, como estética de la existencia, referida a los diferentes ejercicios ascéticos que hace el sujeto sobre sí mismo, sobre su cuerpo, sobre su inteligencia, y también respecto a los otros sujetos, para hacer de su propia vida una obra bella y libre (cfr. Foucault, 2010a, pp. 87-110). Sin embargo, si bien Foucault pone como ejemplo paradigmático de esta línea de las estéticas de la existencia a las corrientes filosóficas del período helenístico e imperial entre los siglos II a. C. y II d. C. (considerada la “época de oro del cuidado de sí” en La hermenéutica del sujeto),5 en contraposición a las metafísicas del alma de presunta herencia platónica, la verdad es que esta bifurcación ya se encontraría en el seno mismo del corpus socrático-platónico. Comenta Frédéric Gros al respecto:

[…] el platonismo sería el lugar de una ramificación fundamental para la filosofía occidental, ilustrada por la oposición entre el Laques y el Alcibíades. El Alcibíades sería el diálogo en el que el sí mismo que hace de objeto del cuidado se determinaría como alma, mientras que la forma del cuidado vendría a ser la del conocimiento. Desde entonces, la filosofía se realizaría como metafísica, ontología del alma, contemplación. La segunda gran línea de desarrollo está ilustrada por el Laques. En él, el cuidado de sí no consiste en el conocimiento del alma como parte divina de sí mismo, sino que el objeto del cuidado es el bíos, la vida, la existencia, y cuidarse de sí significará dar forma a la propia existencia, someter la propia vida a las reglas, a una técnica, ponerla a prueba según ciertos procedimientos: es la filosofía como arte de la vida, técnica de existencia, estética de sí (2010, p. 136).

Empero, la importancia que se le da a las nociones de bíos y epiméleia heautou no es, por sí sola, la última razón por la que es imprescindible el análisis de este diálogo dentro de la empresa investigativa de Foucault, sino la forma en la que estas se vinculan directamente con la parresía.6 Si bien es fundamental destacar ese desplazamiento de la cuestión principal del Alcibíades, a saber, “¿qué es el sí mismo que hay que cuidar?” (en donde resaltará la paradoja epistemológica y subjetivista de Sócrates, que es señalado como el que se conoce a sí mismo por tener consciencia de su propia ignorancia), a la pregunta “¿de qué modo se vive y cómo se ha vivido?” del Laques (en el que todo girará en torno a la vida materialmente manifiesta del filósofo, al tipo de existencia ejemplar que ha construido y cuidado);7 lo realmente importante será el modo en que se entrelaza este cuidado de la vida con la franqueza filosófica. Como veremos, será el término “armonía”8 el que pondrá en relación el cuidado de sí mismo, la vida y el coraje de la verdad: la armonía entendida como adecuación, como coincidencia, como correspondencia entre logos y ergon.

2. Coraje de la verdad y vida corajosa

Vayamos directamente al texto. Como es costumbre en los análisis foucaultianos de los diálogos platónicos, la atención se dirige, no tanto al contenido argumentativo del diálogo en sí, sino a su puesta en escena y a las dinámicas dramatúrgicas. Por ello, Foucault se detiene sobre todo en el comienzo del texto, en donde se arma la obra, para luego hacer un breve comentario respecto al final de este. En el inicio aparecen dos hombres adultos, Lísimaco y Melesias, ambos preocupados por el tipo de cuidado (epimeleia) que deben ejercer sobre sus hijos, ya que, aunque uno y otro tuvieron padres prestigiosos y reconocidos, ellos mismos no han logrado realizar nada muy destacado en sus vidas. Lisímaco y Melesias, pues, han hecho uso de la parresía para admitir estas flaquezas propias públicamente.9 Han comprobado con su propia existencia que no basta nacer dentro de una familia noble e influyente para poder convertirse en alguien relevante en la ciudad. Se dan cuenta de que es necesario contar, además, con una buena educación. No obstante, como ellos mismos no han sido bien educados por sus notables padres, que se han ocupado ante todo de las cosas de la ciudad, no pueden saber qué tipo de educación entregar a sus hijos, y deben, por esa razón, procurar un maestro para ellos. Pero, ¿cómo distinguir a los buenos maestros de los malos? Para poder resolver este asunto, Lisímaco y Melesias invitan a Nicias y Laques -reconocidos, como hemos dicho, por su virtud y valor- a ser observadores de la exhibición de un maestro de armas llamado Estesilao. Este último, a pesar de mostrar mucho talento en las artes marciales cuando hace demostraciones públicas, no usa estas habilidades para actuar en el campo de batalla, sino solo para ganar dinero con dichas exhibiciones y enseñando a los jóvenes. Nos encontramos, de este modo, con “una especie de sofista de las artes marciales” (Foucault, 2012a, p. 129).

Dado que Lisímaco y Melesias no se sienten competentes para juzgar sobre lo conveniente que podría ser Estesilao para ocuparse de la educación de sus hijos, acuden a la opinión de Nicias y Laques. Sin embargo, estos se encuentran en desacuerdo en lo referente al maestro de armas: Nicias cree que las habilidades de Estesilao son evidentes y que, por lo tanto, podría dar una buena educación a los jóvenes; Laques, por su parte, infravalora el quehacer de Estesilao, argumentando que este en verdad no es un soldado y que nunca ha logrado una victoria real en el campo de batalla (cfr. Laques, 181e-184c). De esta manera, no solo los ciudadanos corrientes no son competentes para saber quién sería un buen maestro, sino que ni siquiera los hombres de Estado, reconocidos y prestigiosos, son capaces de ponerse de acuerdo al respecto. Acto seguido, Nicias y Laques, a pesar de toda su fama, de su importante papel en los asuntos atenienses y de su edad madura, creen que Sócrates, que ha estado allí escuchando la conversación todo este tiempo, debería participar en la discusión y dar su opinión sobre el asunto. Justo en las razones que exponen Nicias y Laques de por qué dan lugar a la participación de Sócrates es donde Foucault desea detenerse. Atendamos a las palabras de Nicias:

[…] si uno se halla muy cerca de Sócrates en una discusión o se le aproxima dialogando con él, le es forzoso, aun si se empezó a dialogar sobre cualquier otra cosa, no despegarse, arrastrado por él en el diálogo, hasta conseguir que dé explicación de sí mismo, sobre su modo actual de vida y el que ha llevado en su pasado. Y una vez que han caído en eso, Sócrates no lo dejará hasta que lo sopese bien y suficientemente todo. Yo estoy acostumbrado a éste; sé que hay que soportarle estas cosas, como también que estoy a punto ya de sufrir tal experiencia personal. Pero me alegro, Lisímaco, de estar en contacto con este hombre, y no creo que sea nada malo el recordar lo que no hemos hecho bien o lo que no hacemos; más bien creo que para la vida posterior está forzosamente mejor predispuesto el que no huye de tal experiencia, sino el que la enfrenta voluntariamente y, según el precepto de Solón, está deseoso de aprender mientras viva, y no cree que la vejez por sí sola aporte sentido común. Para mí no resulta nada insólito ni desagradable exponerme a las pruebas de Sócrates, sino que desde hace tiempo sabía que, estando presente Sócrates, la charla no sería sobre los muchachos sino sobre nosotros mismos. Como os digo, por mi parte no hay inconveniente en coloquiar con Sócrates tal como él lo prefiera (Laques, 187e-188c).

Para Foucault, la relevancia de este pasaje radica en que en él se realiza un retrato de Sócrates en cuanto parresiasta desde el punto de vista de quien es “puesto a prueba” (2012a, p. 131). Vemos, en primer lugar, que la parresía socrática se realiza en el trato personal y directo con el interlocutor, se sostiene sobre una cierta intimidad dialógica que le es completamente ajena al decir veraz político que se ejecuta en la asamblea para persuadir al demos. En segundo lugar, Sócrates es ilustrado como un guía, o, más bien, como un secuestrador que “arrastra” al interlocutor con sus preguntas y no lo deja ir hasta que este dé una explicación de sí mismo, mas no de su alma, como en el caso del Alcibíades, sino de su modo de vida, del propio bíos, del tropos de su existencia. Es importante resaltar que el dar cuenta de sí mismo socrático no responde aquí a una lógica confesional donde el interlocutor expone las cosas que ha hecho en su vida, sino a una en la que se debe “probar si es capaz de mostrar que hay una relación entre el discurso racional, el logos […], y el modo en que se vive” (2012a, p. 132). Sócrates no pide una narración autobiográfica, sino más bien un relato racional de la propia vida en la cual se devele la forma en que ese discurso ha modulado la existencia de quien lo pronuncia, y si hay entre ambos, logos y bíos, una relación armoniosa. Tenemos, pues, el vínculo entre vida y discurso. En tercer lugar, del mismo modo que en Apología (33c), diálogo en el que Sócrates se reconoce como el que tiene la misión de examinar la verdad del oráculo y la verdad de los otros hombres, y también como en Gorgias (486d), en donde el ateniense se compara metafóricamente con un basános, una piedra de toque que verifica la autenticidad de las almas, Sócrates es presentado como aquel que pone a prueba. En el discurso de Nicias, la autenticidad que pretende descubrir a través de esta prueba es la de la relación entre vida y discurso. En cuarto lugar, el juego parresiástico que impone Sócrates alienta al cuidado de la vida en toda su duración. Tal como explica Foucault en La hermenéutica del sujeto, el asunto de la edad apropiada para cuidar de sí mismo era uno de los puntos en los que radicaba la diferencia entre el tipo de epimeleia que se encontraba en el Alcibíades y el que aparecía en la filosofía helenística. Mientras en el diálogo de presunta autoría platónica se presentaba como urgente el cuidado de sí mismo en la juventud, dado que luego ya sería demasiado tarde, en las doctrinas del período alejandrino e imperial la epimeleia es un trabajo continuo que abarca la vida completa del sujeto. Foucault muestra con esta lectura del Laques que no hay que esperar hasta el siglo II a. C. para encontrar esta idea tan habitual en los helenísticos.

Inmediatamente después del discurso de Nicias tenemos el de Laques, quien, más que explicitar en qué consiste el juego parresiástico socrático y mostrar cuáles son las ventajas de someterse a este, dirá la razón ético-existencial por la que cree que la parresía de Sócrates es digna de ser escuchada y por qué vale la pena entrar en su dinámica discursiva. Dice Laques:

Mi posición, Nicias, sobre los coloquios es sencilla. O, si lo prefieres, no sencilla, sino doble. Desde luego, a unos puedo parecerles amigo de los razonamientos y a otros, enemigo. Cuando oigo dialogar acerca de la virtud o sobre algún tipo de sabiduría a un hombre que es verdaderamente un hombre y digno de las palabras que dice, me complazco extraordinariamente al contemplar al que habla y lo que habla en recíproca conveniencia y armonía. Y me parece, en definitiva, que el hombre de tal clase es un músico que ha conseguido la más bella armonía, no en la lira ni en instrumentos de juego, sino al armonizar en la vida real su propio vivir con sus palabras y hechos, sencillamente, al modo dorio y no al jonio, pienso, y, desde luego, no al frigio ni al lidio, pues aquél es el único tipo de armonía griego. Así que un tal orador hace que me regocije y que pueda parecerle a cualquiera que soy amigo de los discursos. Tan animosamente recojo sus palabras. Pero el que obra al contrario me fastidia, tanto más cuanto mejor parece hablar, y hace que yo parezca enemigo de las palabras. Yo no tengo experiencia de los parlamentos de Sócrates, pero ya antes, como se ha visto, he tenido conocimiento de sus hechos, y en tal terreno lo encontré digno de bellas palabras y lleno de sinceridad. Si eso es así, le doy mi consentimiento, y de muy buen agrado me dejaré examinar por él, y no me pesará aprender […]. No me importa que el enseñante sea más joven, o poco famoso todavía, o con algún otro reparo semejante. Conque a ti, Sócrates, te invito a enseñarme y a examinarme en lo que quieras, y a enterarte de lo que yo a mi vez sé. Mereces mi afecto desde aquel día en que desafiaste el peligro a mi lado y ofreciste una prueba de tu valor como debe darlas quien quiere darlas justamente. Di, pues, lo que te parezca, sin ponerle ningún reparo a mi edad (Laques, 188c-189b).

Según Foucault (2010a, p. 162), suele decirse que Laques acepta discutir con Sócrates sobre aquello que da título al diálogo, el coraje, porque este ha mostrado valentía en la batalla de Delio. No obstante, cuando se enuncia este discurso aún no se está hablando del coraje, sino del cuidado que se debería dar a los jóvenes. Además, no se hace referencia exactamente a la valentía del filósofo: no se usa el término que refiere al coraje (andreia), que sí será usado luego.10 Se habla en términos más generales de la virtud, de la areté de Sócrates, y aunque la valentía es una característica de la virtud, Laques se está refiriendo a este rasgo en general (cfr. Foucault, 2010a, p. 162). Entonces, si no se ha querido decir que la valentía que ha mostrado Sócrates en el campo de batalla es lo que lo legitima a hablar del coraje, ¿cuál será la razón por la que Laques está dispuesto a escuchar a Sócrates? ¿Qué es lo que ha querido decir en realidad el general ateniense? Ante todo, Laques no parece mostrar mucho interés por los discursos en sí, sino por la armonía que hay o no entre lo que dice el orador y lo que él mismo es: si él encuentra una relación armoniosa entre los discursos sobre la virtud de un sujeto y la vida que este lleva, entonces él se declara un philólogos (‘amigo de los discursos’); si, en cambio, no encuentra que la vida de un determinado orador guarde sintonía con su discurso, entonces Laques se encontrará enemistado con este, y más disgustado mientras mejor sea el discurso, ya que su disonancia respecto a la vida de quien lo enuncia será más perturbadora.

Sócrates, por su parte, ha demostrado una armonía entre sus palabras y sus actos; su parresía, en cuanto libertad de decir lo que quiera, está marcada, autenticada, por el sonido de su propia vida (cfr. Foucault, 2010a, p. 163). Y esta armonía, según dice el mismo Laques, es, además, una armonía dórica. No se trata, por tanto, de una armonía lidia o jónica, que desagradaban tanto a Platón por ser quejumbrosa aquélla y languidecedora esta;11 tampoco de una armonía frigia, caracterizada por producir entusiasmo y encender las pasiones;12 sino que se trataría de una armonía doria, la propiamente griega, que se distingue por su gravedad, templanza y expresión del coraje.13

Después de estos dos discursos, el de Nicias y el de Laques, se inicia una indagación en torno al ser del coraje, que, como ya hemos dicho, es lo que caracteriza a cada uno de los interlocutores. Esto quiere decir que lo que en realidad se pretende es que los dialogantes den cuenta racional de aquello que los caracteriza, que logren dar con el logos de su valiente bíos. Empero, todos fracasan en su búsqueda, ninguno logra ofrecer un discurso acorde al ser de la valentía. Por ello, tanto Nicias como Laques recomiendan a Lisímaco y Melesias que pongan a sus hijos bajo el cuidado de aquel que los ha guiado a la consciencia de su propia ignorancia, Sócrates (cfr. Laques, 200c-d). Pero el filósofo admite su propio fracaso y confiesa su incapacidad para ocuparse de los otros, ya que ha quedado en evidencia por medio del diálogo que él no se ha ocupado lo suficiente de sí mismo, en cuanto que no ha podido dar cuenta racional del coraje (cfr. Laques, 200e). De cualquier manera, Lisímaco parece ignorar las reservas de Sócrates e insiste en que sea este el que se haga cargo de su hijo y de él mismo (cfr. Laques, 201b-c). Cabe la pregunta de por qué los dialogantes creen unánimemente que Sócrates debe hacerse cargo de los jóvenes si este, al igual que sus prominentes interlocutores, no ha sabido dar una respuesta satisfactoria en torno a lo dialogado. La respuesta podría hallarse en la misión que, dice Sócrates en la Apología, le ha encargado el dios, a saber, hacer que los hombres se ocupen de sí mismos. Sócrates no es aquel que da respuestas o discursos sobre el ser de las cosas; su parresía, que se sostiene sobre la irónica ignorancia que le es propia, busca otra cosa: inquietar a los hombres, agitarlos, mantenerlos despiertos, conservarlos en una búsqueda continua que los obligue a tomar decisiones respecto a su forma de vivir. Y, efectivamente, es su forma de vivir, su continua búsqueda, su reconocimiento de la propia ignorancia y su ocupación de sí mismo lo que lo legitima, desde esta lógica de la armonía entre los discursos y la vida, para ejercer la función del cuidado de los otros.

De este modo, con el Laques se evidencia un tipo de manifestación parresiástica que se distingue de su modo de expresión tradicional, que podemos encontrar, por ejemplo, en los textos trágicos. Si en la parresía euripídica, tal como la entiende Foucault en su lectura del Ion, se establece una relación entre discurso, verdad y genos (nacimiento), dado que es la ascendencia divina de Ion lo que lo legitima para poder ejercer la función parresiástica, y también una relación entre discurso, verdad y nómos (ley), ya que la parresía que quería ejercer el protagonista de la tragedia era respecto a los asuntos de la ciudad; en el caso de la parresía socrática, será más bien una relación entre logos, alethés y bíos en un territorio de intimidad y trato directo con el interlocutor (cfr. Foucault, 2012a, pp. 137-138). Es dentro de este amplio marco que hemos presentado hasta ahora que emerge el análisis que dedica Foucault al cinismo, a partir de la clase que imparte en el Collège a partir del 29 de febrero de 1984 y hasta la culminación de dicho curso. Luego de haber mostrado con su lectura del Laques que el principal objetivo de la parresía filosófica es hacer vincular la verdad con la vida, con el modo de vivir, con la estética de la existencia, se le hizo urgente, entonces, un estudio en torno al cinismo. Y es que la filosofía cínica, de entre todos los movimientos filosóficos de la Antigüedad, es la que articula con mayor rigor y ahínco la parresía en cuanto decir veraz desvergonzado, insolente, ilimitado y corajoso, con una forma de vida radicalmente ascética e inmediatamente reconocible (una vida de tosco vagabundeo y de pobreza, de manto mugriento, alforja y barba hirsuta) (cfr. Gros, 2010, p. 137).

3. La franqueza perruna

Si en el Laques veíamos cómo los interlocutores aceptaban entrar en la dinámica dialógica por reconocer de antemano el valor de cada uno de ellos sin que estos hubieran hecho aún una indagación teórica en torno a lo que es el valor, y veíamos también cómo se llegaba a la decisión unánime de que Sócrates debía hacerse cargo de la educación de los jóvenes aunque él mismo no llegó tampoco a conclusión alguna, en los cínicos vemos la adopción de esta actitud -si bien radicalizada- al abandonar toda indagación teórica de la verdad y apostando por la vivencia de esta sin ningún tipo de mediación doctrinal. De este modo, no se tratará tanto de conocer o decir la verdad como de vivirla; o, mejor dicho, se tratará de la vivencia de la verdad como única forma de conocerla y decirla.

De esta manera, los cínicos se presentan como ejemplo paradigmático e ilustración límite de las dos cuestiones a las que Foucault le da más importancia en su empresa investigativa durante los años ochenta. Por un lado, el cinismo vendría a ser la forma extrema de una de las dos modalidades,14 ambas hallables en Sócrates y Platón, en las que se desarrolló la historia de la filosofía en Occidente. Como ya hemos dicho, una de esas modalidades es la que hemos identificado bajo el nombre de metafísicas del alma -fácilmente reconocible en toda la herencia neoplatónica y la ontología moderna-, en donde se acentúa la importancia de las mathemata, la catártica de la verdad y el conocimiento de sí según la forma de la contemplación y los conceptos puros. La otra, que Foucault considera pertinente destacar por haber sido más o menos dejada de lado por las canónicas historias del pensamiento filosófico a pesar de su indiscutible importancia, y que los cínicos llevan a su límite, es la modalidad de las estéticas de la existencia, distinguida por cierta frugalidad teórica, por sostener el conocimiento de sí sobre la exposición y puesta a prueba del cuerpo, y por una preocupación en torno a la vida, al bíos.15 Por otro lado, el cinismo vendría a ser el exponente filosófico más radical, o por lo menos más escandaloso, del fenómeno al que Foucault presta mayor atención en sus últimos años de vida, la parresía. Además del perfil estético del cínico (su atuendo, su desaliño, la barba hirsuta, su excesiva frugalidad), en los retratos que se hacen de este, sean peyorativos o elogiosos, casi nunca falta la alusión a la franqueza; y es que el cinismo, al encarnar y llevar al límite la vida parresiástica sin ningún tipo de edulcoración, pone a la vista su carácter ambiguo: una vida que si bien es franca, corajosa e integra, es también una vida de insolencia, escándalo y desvergüenza.

Más allá del célebre pasaje en el que se le pregunta a Diógenes de Sinope qué es lo más hermoso de entre las cosas humanas y este responde que la parresía16 -vinculando así la cuestión de la vida bella, la estética existencial y la franqueza-, Foucault hace referencia a dos descripciones del cínico, de entre el siglo I y el II d. C., en las cuales se le muestra como el filósofo parresiasta por excelencia, o en las que, por lo menos, la franqueza se presenta como un fenómeno inherente al cinismo. La primera sería la descripción que hace Epicteto del cínico comparándolo con un katáskopos (cfr. Foucault, 2010a, p. 179), término que tiene un sentido específicamente militar y que hace alusión a esa persona que es enviada en solitario al lugar en donde se encuentra el enemigo para que, con el mayor sigilo, pueda espiarlo con cuidado. La misión del katáskopos estaría cumplida en el momento mismo en que este regresa al lugar en el que se aposenta el ejército del que forma parte e informa sobre las características del enemigo. El cínico, por su parte, sería ese que tiene como misión ir solitariamente al frente, a la vanguardia de la humanidad, para luego volver y advertirle a esta sobre los peligros que la asechan. Esto supone, entonces, que el filósofo perruno está destinado a una vida de vagabundeo, sin refugio, sin hogar y sin patria; pero, además, está en su misión el regresar y anunciar la verdad a los hombres sin dejarse detener por el miedo, razón por la que su objetivo solo se cumplirá en plenitud en la ejecución parresiástica.17

La segunda descripción es la que ofrece Luciano de Samosata de su amigo cínico Demonacte de Chipre (cfr. Foucault, 2010a, pp. 180- 181), en la cual lo retrata, ya desde el comienzo de su texto, como un hombre totalmente entregado a la vida parresiástica,18 lo que tuvo como consecuencia el ganarse el odio y el enjuiciamiento de la multitud, tal como le sucedió al mismísimo Sócrates según lo expuesto en Apología.19 La razón específica del juicio al filósofo Demonacte también se puntualiza en el problema parresiástico, ya que la acusación radicó en que el chipriota se negó a iniciarse en los misterios de Eleusis, a lo cual objetó que no lo hizo porque no podría ocultarle estos misterios a los atenienses, fuera porque eran perjudiciales y entonces buscaría disuadirlos de que se iniciaran, o porque eran beneficiosos y por ello no podría evitar compartirlo con los demás para hacerles un bien.20 Su misión como filósofo parresiasta le prohíbe, por encima de toda prohibición, incluso religiosa, el mantener oculto cualquier misterio una vez conocido.

No obstante, como ya hemos comentado, esta figuración positiva del cínico como el filósofo de la parresía no se limita en lo más mínimo a la descripción que hace Epicteto o Luciano, pues la podemos encontrar también en Plutarco,21 Estobeo,22 Marco Aurelio,23 Amonio,24 Juliano,25 Musonio Rufo,26 Dión de Prusa27 y, claro está, en el retrato que hace Diógenes Laercio de cada uno de los cínicos que aborda en su célebre anecdotario.28 En las representaciones críticas del cínico, donde se le vislumbra de forma negativa, tampoco falta nunca la alusión a la parresía, pero esta vez entendida como insolencia, desvergüenza en el hablar, imprudencia o vanidosa sed de fama a través de la herramienta del vituperio. Foucault asoma el ejemplo del perfil bastante difamador que realiza Luciano del cínico cristiano Peregrino Proteo29 y las múltiples caricaturizaciones que hace de los cínicos en general,30 lo cual muestra la relación ambigua que tiene el samosatense con el cinismo. Pero Luciano no es el único en hacer descripciones peyorativas del cínico poniendo el acento en su “mala parresía”. Tenemos, por ejemplo, el caso de Ateneo, quien, además de criticar “la enojosa franqueza” de un cínico llamado Sótades de Maronea,31 también habla de aquellos que, en general, han optado por el “modo de vida perruno”, destacando que no han tomado los rasgos nobles de este animal, sino los peores, tal como la voracidad y, sobre todo, la insolencia.32 Por otro lado, Plutarco, al narrarnos las características de un cínico y senador romano de nombre Favonio, nos dice que, aunque este no es un mal tipo, su adhesión al cinismo no solo le hace caer en la insolencia,33 sino que, además, la gravedad que le brindaría el cargo de senador a su práctica parresiástica se pierde por el hecho de ser cínico, dejando de ser tomado en serio por ello.34 Para dar un último ejemplo, podemos mencionar el discurso que realiza el emperador Juliano contra un cínico contemporáneo a él, de nombre Heraclio, donde le señala a este último que su franqueza se encuentra mezclada con su antípoda natural, la adulación; no es, digámoslo así, una parresía pura, como la que sí tenía, según él, Diógenes de Sinope. Se pregunta el emperador:

¿Qué ciudad o qué ciudadano particular ha apreciado vuestra franqueza de expresión? ¿Acaso no ha sido desde el principio una insensata pretensión presentaros ante el emperador, que no tenía ningún deseo de veros en absoluto? Y cuando habéis llegado aquí, ¿no habéis hecho el uso más insensato, inculto y alocado de esa franqueza, simultaneando la adulación y los ladridos […]? (Juliano, Contra el cínico Heraclio o cómo practicar el cinismo, VII 18, 223d-225a, en Martín García, 2008, p. 1098; cursivas mías).

Salta a la vista, pues, cómo en los discursos que se hacen en torno al cinismo se da siempre una asociación directa y también muy particular entre la parresía y cierto modo de vida, sin importar que se haga de forma elogiosa, descalificativa o simplemente descriptiva. Esta relación cínica entre parresía y forma de vida parece ajustarse bastante bien al marco general de la relación armónica entre franqueza y forma de vivir, la cual ya analizamos en el Laques, diálogo en el que Sócrates estaba autorizado para hacer uso de su franqueza filosófica porque había dado muestras durante toda su vida de ser un hombre digno de ejercerla.

4. La vida homofónica

No obstante, para Foucault, la relación entre parresía y modo de vida en los cínicos es “mucho más complicada y precisa” (2010a, p. 182). Podemos decir que, si en Sócrates encontramos la urgencia ética de una armonía entre discursos y actos, en el cinismo lo que se procura es una homofonía entre ambos.35 No se trata simplemente de que un cierto tipo de vida que manifiesta ciertos valores permita o legitime al sujeto a hablar con franqueza -tal como es el caso del Laques-, más bien la forma de vida cínica, su expresión estética, esos modos sumamente precisos y codificados de comportamiento que la caracterizan son ya la voz misma de la parresía, son ya la franqueza de expresión. No hay en el cínico dos sonidos distintos que armonizan, no hay un acto que hace juego con un decir, sino que toda la dramaturgia existencial cínica es parresiástica, logos y ergón suenan a la vez y de forma tan idéntica que es difícil pensar que no son, de hecho, lo mismo. Por esto, la indumentaria del cínico “no es un mero ornamento” (Foucault, 2010a, p. 183) y, al contrario de lo que piensa Michel Onfray,36 es fundamental. Para decirlo en palabras de Luis Gil, “en el caso del filósofo cínico el hábito sí hace al monje” (1980, p. 52), pero no solo, como argumenta éste, porque el hábito tenga un valor simbólico e incluso religioso, sino porque cumple funciones muy precisas respecto a su decir veraz. Ya Agamben advierte que, por lo menos en el contexto de la vida monástica, el término habitus, aunque cada vez más a menudo hacía alusión al “modo de vestir” o “el modo de arreglarse”, designaba originalmente un “modo de ser o de actuar” (2014, p. 31), y en Cicerón se torna sinónimo de virtud: “habitum appellamus animi aut corporis constantem et absolutam aliqua in re perfectionem [por manera de ser entendemos una cualidad moral o física permanente y definitiva en algún aspecto determinado]” (La invención retórica, I 25, 36). Así, junto a la parresía -que, tal como ya hemos dicho, es parte esencial de las retrataciones del filósofo cínico-, aparece también toda una caracterización que incluye el atuendo y los accesorios materiales. Es verdad, sin embargo, que la relación entre indumentaria y forma de filosofar no se limita a la filosofía cínica, como bien muestra Máximo de Tiro en un interesante pasaje que deja en evidencia la importancia de la relación entre estética de la existencia, filosofía y formas del decir veraz desde la Antigüedad:

Piensa ahora también en las palabras de los filósofos, que lo bello no es lo completamente diverso ni disonante, sino lo uno mismo semejante a sí mismo. Y sus propios campeones eran enviados al escenario de la vida vestidos por el azar, uno con una figura y el otro con otra. Así Pitágoras iba vestido de púrpura, Sócrates con el manto desgastado, Jenofonte con coraza y escudo y el campeón de Sinope con bastón y zurrón, conforme a aquel Télefo. Y sus propias figuras contribuían con la representación dramática. Y por ello Pitágoras causaba estupor, Sócrates refutaba, Jenofonte persuadía y Diógenes reprendía (Discursos filosóficos I 9-10, en Martín García, 2008, pp. 351-352).

Máximo, en muy pocas líneas, pone en juego diversos elementos que son fundamentales en la investigación foucaultiana de la filosofía en la Antigüedad. Notamos cómo aparece desde el principio de la cita la cuestión de la armonía que analizamos más arriba en nuestra lectura del Laques, así como el tema de la filosofía cínica como expresión homofónica y el rechazo de lo divergente y disonante en pro de una búsqueda de la semejanza, de la concordancia, de la armonía consigo mismo. ¿Pero a qué alude Máximo inmediatamente después de hacer un vínculo entre belleza, armonía y filosofía? A la indumentaria, a la estética en su sentido más corriente, cada filósofo con la suya propia y “vestidos por el azar”. No se trata, por tanto, de una elección voluntaria del filósofo, ya que en realidad han sido adornados por la Tyche, la diosa Fortuna que ha intervenido sobre sus ropajes: a Pitágoras lo ha vestido con finas telas purpúreas, a Sócrates con un sobrio manto viejo, a Jenofonte como un guerrero listo para la batalla y, finalmente, a Diógenes como un héroe trágico, como Télefo. El símil que realiza Máximo entre el cínico y el rey de Misia es perspicaz y nada habitual: este, además de rey, es un gran guerrero y, sobre todo, hijo de aquel que será considerado el patrono de los cínicos, Heracles,37 y la referencia a su atuendo remite a aquel acontecimiento en el que Télefo toma los ropajes de un mendigo para adentrarse en el campamento enemigo sin ser notado y así pedirle a Aquiles que sane la herida que él mismo le ocasionó.38 De este modo, se presenta aquí una imagen que será muy recurrente en el imaginario cínico: la figura del rey mendicante, el rey sin trono.

Volvamos a la cita de Máximo. Tenemos, entonces, la búsqueda de la armonía con uno mismo por parte de los filósofos, la cual vimos que está enlazada al atuendo que, además, es dado por el azar. Pero eso no es todo: este ropaje que brinda el azar solo entra en el plano de lo armónico, de la concordancia consigo mismo, si el filósofo que lo viste toma el papel que le corresponde, si representa dramáticamente lo que supone su indumentaria. Hay aquí toda una dramaturgia de la verdad en la que entran en juego la búsqueda de la armonía (que es bella) y el papel que nos da el azar por medio de la vestimenta que pone a nuestra disposición. Por último, esta dramaturgia estará relacionada con una forma de dirigirse a los otros, con un tropos discursivo: el llamativo y lujoso púrpura de Pitágoras se vincula con un decir veraz que asombra; la sencillez del manto socrático se corresponde, no con la enunciación de verdades pasmosas, como sería el caso de Pitágoras, sino con la humilde refutación desde el no saber; Jenofonte, que ha sido vestido para la batalla, pretenderá persuadir a su adversario y no conformarse con la mera refutación o sorprender con rimbombantes certezas; y “el campeón de Sinope”, que lleva consigo el paradójico traje del rey/ suplicante, estará en la disposición soberana de enjuiciar y señalar los males con toda la mordacidad que requiera el caso.

Podemos ver así que la cuestión del nexo entre decir veraz y estética de la existencia, entendida incluso en el plano dramatúrgico de lo que lleva puesto el filósofo, no se limita al pensamiento cínico. No obstante, Foucault se percata de que esta relación en los cínicos es particularmente estrecha y compleja, ya que en los filósofos perrunos esta cumple al menos tres funciones muy singulares: una instrumental, una de reducción y una de prueba. El modo de vida cínico, con su bastón, su zurrón, la pobreza, el vagabundeo, la mendicidad, etcétera, tiene una función instrumental respecto al decir veraz, no solo porque ayuda a facilitarlo, sino porque es la condición misma de posibilidad de este decir (cfr. Foucault, 2010a, p. 183). Para ejemplificar, Foucault vuelve a remitirnos al retrato del cínico que hace Epicteto, donde se compara al filósofo perruno con un katáskopos (espía). Efectivamente, si el cínico tiene la misión divina de ir al frente de la humanidad y luego volver para decirle con valentía y franqueza la verdad de lo que le aguarda y, así, proteger su patria, que es el universo, es necesario que él no se encuentre apegado a nada en lo absoluto. Dice el estoico:

¿No es preciso que esté el cínico libre de distracciones, todo él al servicio de la divinidad, capaz de frecuentar el trato de los hombres, no atado a deberes particulares ni implicado en relaciones que, al transgredirlas, ya no pueda preservar su papel de bueno y honrado y, por el contrario, manteniéndolas, eche a perder al mensajero y espía y heraldo de los dioses (Epicteto, Disertaciones por Arriano, III, 22, 69-70)?

De esta manera, Epicteto muestra cómo esa forma de vivir del cínico -una vida de renuncia, sin patria, sin ciudadanía, sin familia y sin posesiones materiales- es necesaria para que este pueda cumplir su divina misión katascópica y angélica, para que pueda ser ese espía que va al frente de la humanidad, y para que sea posible llevar a los hombres el mensaje de lo que ha descubierto en su exploración. Epicteto, para explicar por qué un hombre con una vida normal no puede realizar la misión cínica de ser un heraldo de los dioses, pone el ejemplo del padre de familia. Este, dice el estoico, debe atender los asuntos con su suegro, con los familiares de su esposa y con su esposa misma; además, debe cuidar a su hijo, facilitarle todas las herramientas para su salud e higiene, así como conseguir todas aquellas cosas para el cuidado de la esposa que acaba de parir, llenándose progresivamente de más y más “cacharros” para atender todos estos asuntos (cfr. Disertaciones por Arriano, III, 22, 70-74). El cínico, en cambio, que es un errante que tiene como misión ocuparse de la humanidad entera, no puede cargar con estos lastres; debe andar ligero, sin otra familia que todos los hombres y mujeres, y sin otra patria que el cosmos. Así, el modo de vida cínico, vida de parquedad y vagabundeo, sería la condición de posibilidad misma para que este pueda ejercer su misión de mensajero, de ángel, de parresiasta.

La segunda función del modo de vida cínico respecto a la parresía sería la de “reducción” (cfr. Foucault, 2010a, p. 184). Según explica Foucault, el cínico reduce al mínimo todas aquellas obligaciones que la mayoría suele admitir y aceptar, pero que no tienen ningún fundamento en la naturaleza ni en la razón.39 Así, al desprenderse de todas las convenciones vacuas y de la doxa en general, logra hacer surgir una verdad depurada y parresiástica. Para ilustrar esto, Foucault mezcla dos anécdotas que expone Diógenes Laercio de su homónimo de Sinope, ambas relacionadas con la exposición pública de actos que, se supone, son propios de la esfera privada:

Solía hacerlo todo en público, tanto lo de Deméter como lo de Afrodita. Y lo justificaba con razonamientos de este tipo: “Si no es nada extraño almorzar, tampoco es extraño hacerlo en la plaza. Almorzar no es extraño, luego tampoco es hacerlo en la plaza”. Frecuentemente se la meneaba en público y decía entonces: “¡Ojalá también fuera posible quitarse el hambre frotándose el vientre!” (Diógenes Laercio, VI 69, en Martín García, 2008, p. 344).

Foucault ve en estas dos anécdotas una continuidad lógica: si con la masturbación se satisface una necesidad que es tan natural como lo es la alimentación -ya que Diógenes apela al deseo de saciar su hambre con tanta autosuficiencia y facilidad como con las que sacia su deseo sexual-, y dado que el comer no tiene nada de extraño ni en privado ni en público, entonces masturbarse -que es una forma inmediata de satisfacer un deseo del mismo orden que el de la comida- tampoco tiene nada de extraño independientemente de si se hace a solas o frente a otros (cfr. Foucault, 2010a, p. 184). Entonces, dado que las actividades pertenecientes a Deméter y a Afrodita no son antinaturales, y no es nada extraño, ni malo, ni vergonzoso practicarlas en privado, tampoco debería ser antinatural, ni escandaloso, ni vicioso, hacerlas en público. La función reductora del modo de vida cínico con respecto a la expresión parresiástica -en este ejemplo del comer y masturbarse en público que Foucault refiere- se sirve de una estrategia adiafórica, de indiferenciación de los espacios y los modos de comportamiento que suponen. En lo referente a esta anécdota diogénica, Foucault señala en El uso de los placeres:

Como muchas de las provocaciones cínicas, ésta tiene un doble sentido. La provocación, en efecto, remite al carácter público de la cosa -lo cual en Grecia iba en contra de todos los usos-; se aceptaba de buen grado, como razón de no practicar el amor más que de noche, la necesidad de ocultarse de las miradas, y en la precaución de no dejarse ver en este género de relaciones se veía el signo de que la práctica de las aphrodisia no era algo que honrara lo que había de más noble en el hombre. Es pues contra esa regla de la no publicidad contra la que Diógenes dirige su crítica “gestual” (2009, p. 58).

Nos hallamos, en este orden de ideas, con el primer elemento de la masturbación pública del sinopense: la crítica pantomímica, gestual, a la ocultación pudorosa socialmente generalizada de los actos relacionados al placer sexual, pudor que develaría, desde la perspectiva cínica, un desprecio hacia estos. Pero, inmediatamente después, Foucault muestra un segundo sentido de la anécdota:

Pero con esta comparación con la comida, el gesto de Diógenes adquiere también otro significado: la práctica de las aphrodisia, que no puede ser vergonzosa pues es natural, no es ni más ni menos que la satisfacción de una necesidad, y así como el cínico busca la comida que con mayor sencillez pueda satisfacer a su estómago (incluso intentará comer carne cruda), 40 así encuentra en la masturbación el medio más directo de apaciguar su apetito; incluso lamenta que no hubiera una posibilidad tan sencilla de dar satisfacción al hambre y la sed (2009, pp. 58-59).

Sócrates, en la Apología (17c-d) comenzaba su discurso advirtiendo que no usaría el lenguaje propio del escenario jurídico, sino que hablaría como habla cotidianamente en todas partes y con todos los hombres. De este modo, el filósofo ateniense convierte la parresía filosófica en un discurso sin determinaciones espaciales, atópico, sin lugar o, mejor dicho, de cualquier lugar en el que hable el filósofo. Ahora bien, tal cual señala Foucault en el segundo tomo de su Historia de la sexualidad (2009, p. 59), Antístenes, discípulo de Sócrates al que se le atribuye el título de “primer cínico”,41 con clara influencia de su maestro, ya exponía su noción de “autosuficiencia atópica” aplicada a lo afrodisíaco en el Banquete de Jenofonte: “si alguna vez mi cuerpo me pide amor, hasta tal punto me basta lo que tengo a mano, que las mujeres a las que me acerco me colman de caricias porque ningún otro querría acercarse a ellas” (Jenofonte, Banquete, 38). Diógenes sería el extrapolador pantomímico de esta conducta socrática y antisténica; usando lo que realmente tiene a la mano para satisfacerse -las manos mismas-, diluye las fronteras que separan lo público y lo privado a través de ese disolvente discursivo que sería lo natural, la physis (“no puede ser vergonzosa pues es natural”), que le acompaña como una sombra en cada uno de sus actos. No nos topamos, por tanto, con una negación de lo nómico, de las leyes y convenciones, sino con una reducción y, en palabras de Oyarzún, con una “reversión” del nómos que hace manifiesta la physis.42 La pública exposición de lo privado reduce lo nómico a su idea pura - aunque no por medio de las ideas, sino del cuerpo-, le quita los matices de la aplicación espacial a un determinado comportamiento moral, y, haciendo esto, devela su principio, su naturaleza.

Para terminar, la tercera función del modo de vida cínico respecto a la expresión parresiástica sería la de prueba (cfr. Foucault, 2010a, p. 184). El filósofo cínico usa su cuerpo vivo como herramienta para saber qué es lo realmente indispensable para la existencia del sujeto; procura, a través de la mayor independencia posible, a través de la renuncia más radical, descubrir lo que es la vida en su estado irreductible y fundamental, y a partir de allí saber lo que esta debe ser. En vez de realizar una reducción fenomenológica teórica para alcanzar un mínimo antropológico esencial que lo pueda definir, lleva a cabo un despojo de carácter -para decirlo sloterdijkianamente- “materialista-pantomímico”.43 Para ejemplificar esto, volvamos a Epicteto, quien pone en boca de Diógenes el sinopense lo siguiente:

Para que veáis, hombres, que buscáis la felicidad y la imperturbabilidad no donde están, sino donde no están; he aquí que yo os he sido enviado por la divinidad como ejemplo no ya sin hacienda ni casa ni mujer ni hijos, sino incluso sin lecho ni ropa ni ajuar. Y ved qué sano estoy. Ponedme a prueba, y si me veis imperturbable, oíd los remedios gracias a los cuales sané (Epicteto, Disertaciones por Arriano, IV, 8, 30-31; cursivas mías).

Percibimos, de este modo, que esta tercera función que Foucault ha llamado “de prueba” también es una función de reducción, pero no ya de los elementos externos al sujeto, del marco convencional en el que vive, sino más bien de su propia existencia: es una “reducción de la vida a sí misma” (Foucault, 2010a, p. 185), a lo que esta es en realidad, reducción que se emprende a través de la exposición y puesta a prueba del cuerpo que vive ese despojo de todo lo considerado accidental. Por ello, la vida cínica, al encontrarse ininterrumpidamente en esta prueba que implica la exposición incesante del cuerpo en su desnudez irreductible (en cuanto que se desprende de todo aquello que podría ocultarlo de algún modo),44 es el gesto mismo de la verdad que hace brotar a través de la prueba. Vida de prueba y vida verdadera se tornan aquí un solo elemento.

5. Conclusión

Salta a la vista la forma en la que el cinismo no busca tan solo una armonía que haga corresponder un tipo de discurso con una forma de vida, sino que los enlaza de un modo más directo -que hemos llamado homofónico-, y también de una forma más precisa a través de las tres funciones que hemos enumerado. En primer lugar, convierte la forma de vida en la condición de posibilidad del decir parresiástico. En segundo lugar, hace de la existencia la práctica reductora que permite develar la verdad. Y, en tercer lugar, convierte al cuerpo viviente -con su gestualidad, sus prácticas y su vestimenta- en el escenario en el que se muestra lo verdadero a través de la prueba. Desde esta perspectiva, el cinismo consistiría, fundamentalmente, en convertir la vida entera, cada elemento del bíos, en una aleturgia, en una manifestación de la verdad continua y desnuda.

Nos encontramos, pues, en el umbral del análisis que Foucault dedica plenamente al cinismo en su último seminario en el Collège. Pero para llegar a este punto hemos tenido que comprender la forma en la que Platón, a través de la figura de Sócrates, vincula estilo de vida y decir veraz, así como explicitar la importancia de la parresía en el cinismo, y, sobre todo, dejar claro el modo en que la propia puesta en escena del filósofo cínico logra ser su propio quehacer parresiástico, lo que explica que no se trate ya de una actividad en procura de la armonía, sino de la homofonía entre bíos, alethés y logos -que aquí es también ergón (práctica)-. Con esto aclarado, ya está armado el escenario conceptual que usa Foucault para adentrarse de lleno en la filosofía cínica, solo explicable a través de una comparación muy matizada entre esta y el que fue su principal inspirador filosófico, Sócrates.

Ahora podemos comprender que el surgimiento de la inquietud por el cinismo en El coraje de la verdad no se debe a un mero capricho estético del autor o a la urgencia de manifestar, a modo de testamento, su identificación personal con dicho movimiento filosófico:45 más allá de que el cinismo sea un asunto que Foucault viene abordando habitualmente desde 1978 con diferentes objetivos, que van desde la relación del intelectual con el poder46 hasta la forma en que el sabio antiguo se plantea la cuestión sexual,47 en el caso de su último curso impartido en el Collège, el cinismo aparece como un momento fundamental no solo en la evolución de uno de los conceptos más trabajados en el itinerario intelectual de Foucault durante los ochenta, el de parresía, sino incluso al interior de ese proyecto foucaultiano, bastante más antiguo y general, de trazar una historia de la obligación de decir la verdad.48 Respecto a la parresía, la importancia del cinismo se debe, sobre todo, a su radicalización de la franqueza filosófica inaugurada por Sócrates, pero, en lo referente a la historia del deber del decir veraz, la crucial relevancia de la parresía cínica radica en que con ella se da comienzo a un modo de expresión de la verdad que persistirá a lo largo de la historia de la cultura occidental y no apenas en el territorio filosófico, sino además en las esferas religiosas, políticas y artísticas.49 Este modo no es otro que el de la encarnación, la escandalosa encarnación de la verdad.

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8 Cabe sugerir la relación entre la indagación que hace Foucault, siguiendo a Dumézil, de la raíz etimológica del vocablo epimeleia, que probablemente provenga del indoeuropeo mel, de donde surge la expresión melos, que hace referencia a la melodía, al canto ritmado y a la música (cfr. Foucault, 2010a, p. 132), y la presente cuestión de la parresía entendida como “armonía” u “homofonía” entre las palabras y los actos.

9 “[…] pensamos que con vosotros debemos hablar con toda franqueza” (Laques, 178a; cursivas mías). Y más adelante: “Como ya os dije al comenzar mi charla, seremos del todo francos con vosotros” (179c-d; cursivas mías).

10 “Y eso es lo que intentaremos en primer término, Laques: decir qué es el valor […]” (190c; cursivas mías).

11 “-¿Y cuáles son esas armonías quejumbrosas? Dímelo, ya que eres músico. -La lidia mixta, la lidia tensa y otras similares. -Entonces, esas deben ser suprimidas […]. -De acuerdo. -[…] ¿[Y] cuáles armonías son muelles y aptas para canciones de bebedores? -Algunas armonías jonias y lidias son consideradas relajantes. -¿Y podría empleárselas ante varones que van a la guerra? -De ningún modo […]” (República, 398d-399a).

12 “[…] el modo frigio ejerce exactamente la misma influencia que la flauta: uno y otro son orgiásticos y pasionales” (Aristóteles, Política, 1342b5-10).

13 “Respecto al modo dorio, todos reconocen que es el modo más grave y es el que mejor expresa un carácter viril” (Aristóteles, Política, 1342b10-15).

14 Aunque al final del manuscrito que usa Foucault para impartir su curso de 1984 este distingue dichas “modalidades extremas”, llamando a una “platónica” y a la otra “cínica”, a lo largo del texto insiste en que ambas formas de hacer filosofía, la que se preocupa por el alma y la que se preocupa por el bíos, ya se encuentran en el corpus platónico. Por nuestra parte, para hacer referencia a las dos modalidades hemos decidido usar aquí otra división conceptual de cuño foucaultiano: “metafísica del alma” y “estética de la existencia” (aunque la relación entre sí de ambas modalidades no deja de ser flexible). Con ambos conceptos se logra hacer la diferenciación a la que quiere hacer referencia Foucault y, al no remitir a ningún filósofo en particular, permite, por un lado, que Platón no sea visto como la modalidad extrema de una (que no lo es, como sí podría serlo el neoplatonismo), y, por el otro, que se pueda hablar del cinismo como la forma radical de una de las nociones del marco conceptual foucaultiano, lo que facilita explicar la pertinencia de su aparición en el itinerario del filósofo francés.

16 “Interrogado [Diógenes] sobre qué era lo más hermoso de los hombres, dijo: ‘La franqueza’” (Diógenes Laercio, VI 69, citado en Martín García, 2008, p. 292). García Gual traduce parresía usando el vocablo “sinceridad” (cfr. Diógenes Laercio, 2008, p. 310). Luis-Andrés Bredlow usa la expresión “libertad de palabra” (cfr. Diógenes Laercio, 2010, p. 228). Por su parte, María Isabel Flisfisch, traductora del segmento dedicado al cínico sinopense en el libro VI del texto de Diógenes Laercio al interior de Oyarzún (1996, p. 196), así como Oyarzún mismo, usan el término que también usa Ángel Gabilondo (2012): “franquía”.

17 “Diógenes, enviado como espía antes que tú, otras cosas nos ha anunciado” (Arriano, Diatribas de Epicteto, I 24, 6-9, en Martín García, 2008, pp. 317-318). “Y tras hacer una rigurosa investigación, debe ir a anunciar la verdad sin dejarse bloquear por el miedo” (Arriano, Diatribas de Epicteto, III 22, 23-25, en Martín García, 2008, p. 226).

18 “[…] completamente entregado a la libertad y a la franqueza de expresión, mantuvo un modo de vivir recto, sano e irreprochable” (Luciano, Vida de Demonacte, 3, en Martín García, 2008, p. 940).

19 “[…] a causa de su independencia y franqueza se granjeó el odio de la multitud no menos que su antecesor [Sócrates]” (Luciano, Vida de Demonacte, 11, en Martín García, 2008, p. 942).

20 “’El motivo de no haber participado en sus ceremonias de iniciación era porque si los misterios eran viles no se los hubiera ocultado a los iniciados […]. Y si eran buenos los hubiera revelado a todos por filantropía’” (Luciano, Vida de Demonacte, 11, en Martín García, 2008, p. 942).

21 “Acaso no poseía franqueza de expresión Diógenes, que se introdujo en el campamento de Filipo” (Plutarco, Sobre el exilio, 16, 606b-c, en Martín García, 2008, pp. 224-225; cursivas mías). Vuelve aquí a aparecer el cínico como el katáskopos, pero en un escenario mucho menos metaforizado.

22 “[…] no soportaban su franqueza [la de Diógenes] cuando su tono era tenso y hablaba seriamente” (Estobeo, III 13, 37, en Martín García, 2008, p. 291; cursivas mías).

23 “Después de la tragedia se introdujo la comedia antigua, que contenía una libertad de expresión didáctica y por medio de esa misma franqueza no sin utilidad traía a la mente la carencia de humus. Con una intención similar Diógenes adoptó también este recurso de ella” (Marco Aurelio, XI 6, 4, en Martín García, 2008, p. 108; cursivas mías).

24 “[…] los filósofos cínicos, que eran llamados perros por su modo de expresión franco y refutativo […]” (Amonio, A las categorías de Aristóteles, 1, 13-2, 8, en Martín García, 2008, pp. 139-140; cursivas mías).

25 “¿Qué has hecho digno del bastón de Diógenes o, ¡por Zeus!, de su franqueza de expresión?” (Juliano, Discursos, VII 18, 223c, en Martín García, 2008, p. 352; cursivas mías).

26 “¿Hubo acaso otro hombre, ateniense o corinto, que mostrara mayor libertad de expresión que Diógenes?” (Musonio Rufo, 9, 49, 3-9, en Martín García, 2008, p. 252; cursivas mías).

27 “Muchos son los que cuentan o escriben este hecho, admirados por la franqueza de Diógenes y con no menos admiración y elogio de Alejandro” (Dión de Prusa, Discurso IV. Sobre la realeza, 1-7, en Martín García, 2008, p. 827; cursivas mías).

29 “[…] en cuanto desembarcó, se dedicó a insultar a todos y, especialmente, al emperador, consciente de que era muy amable y pacífico, de manera que podía ser osado sin arriesgarse. […] [H]asta que, justamente, el prefecto de la ciudad, un hombre sabio, lo despidió […]. Pero incluso eso le dio también fama, puesto que así resultaba ser el filósofo exiliado por su franqueza de expresión y exagerada libertad” (Luciano, La muerte de Peregrino, 17-18, en Martín García, 2008, p. 909; cursivas mías). El comentario que realiza José Martín García a este pasaje es muy pertinente respecto a las herramientas que usa Luciano para criticar a Peregrino: “Parte de la gracia de Luciano se basa en que le achaca junto a virtudes cínicas exageradas, como la desvergüenza, libertad de expresión o parresía, también los propios vicios censurados por los cínicos combinados con los tradicionales de la moral griega. Así, su libertad de expresión era excesiva (contra el délfico meden agan y el concepto de la superfluidad cínica). Éste es uno de los elementos principales de su crítica a Peregrino” (Martín García, 2008, pp. 909-910; cursivas mías).

30 En la obra lucianesca Subasta de vidas, Diógenes vendría a describirse caricaturescamente de la siguiente forma: “Soy el liberador de los hombres y médico de las pasiones. Pretendo ser, en suma, un profeta de la verdad y de la franca expresión”. Luego de decirle a su interlocutor todas las penas por las que deberá pasar para convertirse en cínico, agrega: “Emularás aquel dicho euripideo, pero modificándolo un poco: ‘La cabeza te dolerá, pero la lengua quedará sin dolerte’. Y debes agregar a eso muy especialmente lo siguiente: tienes que ser impúdico y osado e insultar a todos por igual”. Finalmente, el dios Hermes termina descalificando al cínico llamándolo ‘voceras y perturbador, que insulta y habla mal de todos en general’ (Luciano, Subastas de vidas, 6-11, en Martín García, 2008, pp. 251-252).

31 “[…] es posible advertir la enojosa franqueza de Sótades” (Ateneo, XIV, 620e, en Martín García, 2008, p. 617; cursivas mías).

32 “Ahora bien, su otro doble aspecto […] animal insolente y voraz” (Ateneo, XIII, 611b, en, Martín García, 2008, p. 347¸ cursivas mías).

33 “Un tal Favonio […] creía en muchas ocasiones que imitaba la franqueza de expresión de Catón con su osadía e insolencia […]” (Plutarco, Pompeyo 60, 6, en Martín García, 2008, p. 692; cursivas mías).

34 “Puesto que, precisamente, no tenía en ninguna consideración el hecho de ser un senador romano y por ser cínico perdía a menudo la aspereza su franqueza de expresión” (Plutarco, Bruto, 34, en Martín García, 2008, p. 698; cursivas mías).

35 Aunque Foucault usa indistintamente los términos “armonía” y “homofonía” en su seminario, nosotros, para hacer la distinción entre Sócrates y el cinismo en lo que respecta a la relación entre parresía y modo de vida, diremos que la relación en Sócrates es armónica y en los cínicos es homofónica. Esta decisión no es arbitraria, como se verá en el desarrollo del artículo, pues la armonía hace alusión a una concordancia de sonidos diferentes, de instancias distintas entre sí. En la homofonía, en cambio, se trata siempre del mismo sonido; el sonido que se manifiesta es el mismo en una simultaneidad sin distancia.

36 “Resulta sorprendente que la doxografía no haya conservado testimonios sobre algún cínico que se paseara completamente desnudo por la plaza pública. Tal actitud habría correspondido al orden cínico de las cosas: confianza en la naturaleza, repudio de la civilización, gusto por la provocación y la anécdota pedagógica inquietante” (Onfray, 2004, p. 47). Lo que ignora Onfray es que la indumentaria cínica no solo es un mero utensilio con la única función de “proteger del frío, del sol, de la intemperie o de las agresiones naturales” (2004, p. 46), sino que apela a un contenido simbólico tradicional muy reconocible e incluso celebrado dentro del mundo helénico, y no solo hablamos de la continua referencia al dios Heracles, sino a toda una tradición que relaciona al sabio con una cierta vestimenta frugal.

37 Sobre la figura de Heracles en la filosofía cínica, cfr. Flores Quiroz (2012).

38 “Así que fue a visitar a Agamenón en Micenas vestido con harapos como un suplicante” (Graves, 2015, p. 422).

39 Foucault también hace una muy breve alusión a la “reducción cínica” en El uso de los placeres cuando habla del lugar de la ascesis en el cinismo: “La doctrina y la práctica de los cínicos dan también una gran importancia a la askesis, hasta el punto de que la vida cínica puede parecer por entero como una especie de ejercicio permanente. […] El ejercicio es en conjunto reducción a la naturaleza, victoria sobre sí y economía natural de una vida de verdaderas satisfacciones” (2009, pp. 81-82). El pasaje es singularmente sugerente porque en él se expresa que la ascesis cínica no es apenas un medio para conseguir una finalidad particular, sino que la totalidad de la vida del filósofo cínico consiste en una ininterrumpida práctica ascética.

40 “[Diógenes] incluso trató de comer carne cruda, pero no la pudo digerir” (Diógenes Laercio, VI 34 y Pseudo-Eudocia, Violar, 332, 242, 4-5, en Martín García, 2008, p. 256). Sería la indigestión que produjo el comer carne cruda lo que, según cierta tradición, causó la muerte de Diógenes: “Diógenes el Cínico, por el contrario, murió de un cólico por la crudeza de su alimento” (Censorino, Sobre el día del nacimiento, 15, 2, en Martín García, 2008, p. 256). La mayoría de las fuentes especifican que lo que habría causado el fallecimiento del sinopense fue la ingesta de un molusco crudo: “Diógenes el Perro murió por una fuerte indisposición de vientre, al tragarse un pulpo crudo” (Ateneo, VIII, 341e en Martín García, 2008, p. 257). Luciano de Samosata, en su postura ambigua respecto al cinismo, usa la anécdota para ridiculizar al filósofo sinopense (cfr. Subasta de vidas, 7, en Martín García, 2008, pp. 256-257), y Plutarco la refiere para ironizar con mordacidad: “Diógenes tuvo el arrojo de comer un pulpo crudo para eliminar la práctica de cocinar la carne. Y, ante la presencia de numerosas personas a su alrededor, dice: ‘por vuestro bien me arriesgo y expongo al peligro’. Bonito peligro, por Zeus. Desde luego […]: el filósofo se expone al peligro en combate contra un pulpo crudo para que nuestra vida se aproxime a la de los animales salvajes” (Plutarco, 2002, pp. 385-386). Los propios cínicos de la era imperial se burlaban de una presunta vanidad de Diógenes al intentar hacer algo tan insensato como comerse un pulpo crudo, y es el emperador Juliano el que aprovecha esta crítica de los que él llama “cínicos ignorantes” para defender a Diógenes y, a su vez, arremeter contra aquéllos. Juliano, después de criticar aquella teoría que sostiene Plutarco sobre la ingesta cínica de carne cruda como prueba y sacrificio para examinar si es apropiado para los hombres comerla o no (teoría que no atribuye a Plutarco, sino que considera una opinión general), agrega: “[…] todos los hombres que viven cerca de mar, e incluso algunos que están alejados de él, se tragan, sin calentarlos siquiera, erizos de mar, ostras y, en una palabra, todos los animales del mismo tipo; y mientras tú los consideras envidiables, juzgas a Diógenes desgraciado y repugnante […]. De cualquier forma, el pulpo no tiene sangre, igual que aquellos […]. Pues no es comer carne cruda lo que os repugna a vosotros, que hacéis lo mismo no solo con los animales que no tienen sangre, sino incluso con los que la tienen. Y en esto quizá os diferenciáis de aquél, porque Diógenes creía que había que comer estos alimentos sencillamente y de forma natural, mientras que vosotros los condimentáis con sal y otras mil especias por placer, para forzar la naturaleza” (Juliano, 1982., p. 133). El texto de Juliano es especialmente interesante porque, más allá de mostrar el común enfrentamiento de opiniones en lo referente a la conducta cínica -oscilando entre lo ideal y lo inaceptable-, usa una maniobra argumentativa que caracteriza al cinismo que describirá Foucault en El coraje de la verdad: ni siquiera en ese acto, aparentemente grotesco y extravagante de comer un molusco crudo, el cínico estaría haciendo algo extraño. Como dice Juliano, cualquier hombre común se alimenta de carne de animales crudos, y nadie se escandaliza por ello. Solo el hecho de que el cínico lo haga sin usar aditivos es lo que lo diferencia de los demás: el hacerlo de forma sencilla y directa para satisfacer la necesidad alimenticia natural que se le presenta. Por lo tanto, el cínico estaría haciendo lo que hacen todos, pero por la forma de realizarlo, hace que sea inaceptable para los demás. Esta será la fórmula clave con la que Foucault describirá la filosofía cínica en su último curso en el Collège.

41 Cfr. Diógenes Laercio (VI, 13).

42 “La desvergüenza cínica tiene la índole de la in-diferencia (adiaphoría). Esta, que por cierto ha de ser asociada a la parresía, es aquí, ante todo, indiferencia entre lo privado y lo público. En la indiferencia, como sabemos, el nómos es revertido de forma que hace manifiesta la physis” (Oyarzún, 1996, p. 337).

43 “El quinismo griego descubre como argumentos la animalidad del cuerpo humano y de sus gestos y desarrolla un materialismo pantomímico” (Sloterdijk, 2003, p. 178).

44 Se podrá objetar que, a fin de cuentas, el cínico usa unos ropajes que ocultan su cuerpo. Al respecto conviene recordar las palabras de Levinas: “La pobreza no es un vicio, pero es vergonzosa porque, así como los harapos del mendigo, muestra la desnudez [nakedness] de una existencia incapaz de esconderse a sí misma” (Levinas, 2003, p. 64; traducción personal).

45 Foucault muere unos cuatro meses después de la finalización de El coraje de la verdad, ya estando consciente de la gravedad de su condición al momento de impartir el curso.

47 Cfr. Foucault (2009).

Recibido: 04 de Junio de 2020; Aprobado: 13 de Octubre de 2020

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Este trabajo está basado en un segmento de mi tesis doctoral, intitulada “El cinismo de Michel Foucault. La verdad encarnada y sus gesticulaciones”, defendida en octubre del 2019 en la Universidad Complutense de Madrid.

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